V
EL FUEGO ARDÍA, emitiendo calor y brillo suficientes para que los que estaban más cerca contrajesen la cara cuando lo miraban. Un centenar de pares de ojos jóvenes titilaban en la oscuridad circundante, algunos todavía parpadeando a causa del sueño del que acababan de despertar con brusquedad. A nuestro alrededor, la luz de las llamas teñía de rojo sangre el tosco muro de piedra contra el cual nos habían mandado formar, en un pequeño anfiteatro situado junto al campamento y que se usaba para las arengas y los ejercicios con las armas. Las trémulas sombras que los recién reclutados efebos proyectaban sobre el muro estaban curiosamente distorsionadas: una fila negra de cabezas redondas y hombros estrechos y cuadrados. Se asemejaban a una serie de clavos para colgar prendas o a los bolos de los juegos infantiles, oscilando o estremeciéndose extrañamente de vez en cuando, cada vez que alguien se volvía hacia su vecino para mirarlo inquisitivamente.
Estábamos en silencio. Jenofonte, que a sus dieciocho años tenía ya edad para servir en el ejército, y yo, su paje de armas, habíamos llegado a los barracones construidos junto a las murallas de la ciudad el día anterior, bajo la seria y orgullosa mirada de Grilo. Nos habían despertado en plena noche. Jenofonte y los demás efebos habían recibido orden de ponerse la nueva clámide, la negra capa hasta la rodilla que indicaba su condición. Nos había llevado hasta allí en silencio un corpulento instructor con la cara oculta tras el casco con visera de los hoplitas y una barba que asomaba por debajo de las placas de las mejillas, como un mamífero nocturno espiando desde su madriguera. Solo sus ojos, que brillaban en la profunda oscuridad de la ranura superior, lo distinguían de un espectro surgido del mundo subterráneo. Durante aproximadamente una hora permanecimos inmóviles y callados ante el fuego, viendo cómo se consumía hasta convertirse en incandescentes brasas rojas. A su alrededor, nuestras caras se desvanecieron lentamente en la oscuridad, hasta que la única persona visible entre nosotros fue el hoplita, paralizado en posición de guardia, con los pies separados y la base de la lanza de seis codos apoyada en las losas, inclinada hacia delante en posición preventiva. Desde que habíamos llegado, el hombre no había movido un solo músculo, y al cabo de unos minutos de estar ante el fuego, habían cesado también nuestros susurros y movimientos. Mirábamos con expectación y curiosidad a aquel hombre, cuya coraza destellaba extrañamente a la luz del fuego, como el pellejo vivo de un gigantesco reptil.
Entonces oímos con un sobresalto el súbito clamor de una sálpinx, una trompeta de guerra, que sonó directamente detrás de nosotros, y media docena de hoplitas con toda la panoplia, cada uno con una ardiente y chisporroteante antorcha, llegó a paso ligero y formó con nosotros ante la hoguera. También ellos permanecieron inmóviles mientras nos mirábamos entre nosotros. Luego, como si hubieran oído una señal, dieron media vuelta, se alejaron y se apostaron a intervalos regulares alrededor de las murallas, rodeándonos y bañando nuestras caras con sus antorchas. Los miramos con nerviosismo y sin darnos cuenta nos fuimos apiñando en el centro, como un rebaño. Otra vez aguardamos en un silencio casi absoluto, roto solo por el chisporroteo de las llamas circundantes. La ceremonia, si es que se podía llamar así, estuvo llena de tensión y contención, de silencio y expectación. A pesar de que estábamos a la intemperie, yo sentía ahogo y claustrofobia. Finalmente, un hoplita guarnecido de bronce, más alto y corpulento que los demás y al parecer el jefe, dio un paso al frente. Su porte y su voz indicaban que era un soldado experimentado.
—¡Efebos! —gritó con voz áspera y tan fuerte que casi sentí el fuego de su aliento, aunque estaba a varias filas de distancia—. Os hemos convocado para que iniciéis vuestro entrenamiento como defensores de la polis. Estáis a punto de embarcaros en una misión sagrada que, después del período de rigor, os convertirá en hoplitas dignos de este nombre y de la capa negra que lleváis.
Casi pude palpar la oleada de entusiasmo y expectación que pasó entre la masa de jóvenes, que dieron un pequeño y cauteloso paso hacia el orador.
—Durante dos años —prosiguió éste— os adiestraréis hasta que os duelan los músculos y el cuerpo os pida a gritos un descanso. Aprenderéis a marchar en formación de falange, hombro con hombro, directamente hacia las fauces del enemigo, aunque el miedo os roa las entrañas y os impulse a poneros tras el escudo de vuestro hermano. Aprenderéis a manteneros firmes, con la jabalina en la mano, por más que os amenacen las lanzas y los insultos de los espartanos, porque habréis hecho el sagrado juramento de someteros a la ética de los hoplitas y no abandonar al hombre que está a vuestro lado en la batalla. ¡Lo juraréis por vuestra vida!
Los jóvenes se movieron y murmuraron, imaginando ya la gloria que les aguardaba.
—¡Pero todavía no sois dignos de llamaros hoplitas! Antes de luchar junto a hombres cuya vida dependerá de vuestra habilidad, tendréis que poneros a prueba individualmente. Como efebos, se os asignará la misión de defender las fronteras más lejanas de la polis. Andaréis al acecho por la noche y patrullaréis por los bosques de los confines de la civilización, para apresar a los ladrones y atacantes solitarios, antes de que se os permita combatir en las vastas llanuras con la falange. ¡Tenéis el sagrado deber de aprender a protegeros del enemigo y a proteger a vuestros compañeros! ¿Significa eso que debéis ser los más fuertes? —Lo miramos en medio de un tenso silencio—. ¡He preguntado si significa que deberéis ser los más fuertes, hormigas de mierda!
—¡Sí! —exclamamos, aunque con cierto titubeo.
El instructor permaneció en la sombra, tal vez mirándonos con enfado, hasta que señaló a uno de los altos efebos de la primera fila. Yo había flexionado las rodillas para parecer más bajo, por si miraba en mi dirección. El joven escogido fue con aprensión hacia la hoguera.
El instructor hizo una seña con la cabeza al más pequeño de los hoplitas que estaban inmóviles a su lado. El soldado se quitó con rapidez y brusquedad el casco, avanzó lenta y pesadamente hasta colocarse frente al muchacho y se acuclilló en posición de lucha. El joven esbozó una sonrisa y se acuclilló también, como si estuviera impaciente por demostrar su habilidad ante un adversario mucho más bajo que él. Al oír la palmada del instructor, el hoplita dio un salto y, con un movimiento casi invisible en la oscuridad, dejó al efebo tendido boca abajo, con el brazo doblado en la espalda, y le puso un pie en el hombro. El vencedor hizo una brevísima pausa y se echó ligeramente hacia atrás, tirando del brazo y dislocando la articulación con un sonoro crujido. El joven gritó. Un estremecimiento audible recorrió la multitud y todos dimos un paso atrás, horrorizados, mientras el hoplita ayudaba a levantarse al muchacho, cuyo brazo colgaba sin fuerza, y le indicaba que regresase a su sitio en la oscuridad.
El instructor dio otro paso al frente.
—¡Estabais equivocados! —rugió—. Siempre habrá un adversario más fuerte que vosotros. Hasta el gran Héctor fue vencido por alguien más fuerte. Quien confía únicamente en su fuerza se pone en peligro a sí mismo y pone en peligro a la polis. ¿Significa eso que debéis ser los más hábiles con un arma?
Silencio.
—Hijos de puta, he preguntado si eso significa que debéis ser los más hábiles con…
—¡No! —exclamaron cien voces.
—¿Necesitáis que os lo enseñe? —preguntó con mala idea, escrutando las caras de los efebos que lo miraban temerosos desde la oscuridad.
—¡No! —repetimos con creciente pánico.
—Aprendéis con rapidez —dijo secamente—. Decidme entonces, ¿significa que debéis tener los reflejos más rápidos?
—¡No! —fue la respuesta automática.
Soltó una risa sorda.
—Creo que esto tengo que enseñároslo.
Mientras nos miraba la cara, todos nos echamos hacia atrás. Inexplicablemente, su mirada se detuvo en mí.
—Tú —dijo—, el grandullón. Pongamos a prueba tu velocidad.
Salí de la fila cautelosamente, con el recuerdo de los entrenamientos de Antínoo todavía fresco en la memoria, aunque habían pasado seis años. El instructor me miró de arriba abajo, con una mueca de decepción tras las sombras de su visera, según me pareció entrever.
—Un paje —dijo con desprecio al ver que no llevaba clámide. Carraspeó y lanzó a mis pies un esputo grande y brillante—. Véndame los ojos, criado. —Se quitó el casco y el peto y se puso ante mí; era enorme; a la luz de la antorcha, su pecho y sus hombros desnudos, cubiertos por una rizada capa de vello, parecían negros. Me apresuré a obedecer, usando una tela negra que me alargó otro hoplita. Luego di un paso atrás y el hombre se volvió hacia los efebos, aunque la venda le impedía verlos.
—Ahora, paje, atácame por donde prefieras.
Los demás hoplitas comenzaron a golpear los escudos con las lanzas, rítmicamente y al unísono, produciendo un ruido muy capaz de ahogar mis pasos mientras trazase círculos en torno del instructor, buscando el mejor ángulo de ataque. Los efebos se sumaron de inmediato al golpeteo, siguiendo el ritmo con las manos y los pies. No obstante, solo vi miedo en las caras que me rodeaban. Permanecí inmóvil durante unos instantes, mirando al instructor y armándome de valor, escuchando las palmadas y el golpeteo de las lanzas. Luego comencé a moverme lentamente en círculos concéntricos, acercándome cada vez más al hoplita y sin quitarle la vista de encima, por si intentaba hacerme una jugada. El hombre se quedó erguido y quieto, sin mover un solo músculo y con la mandíbula adelantada de tanta concentración.
Mientras me aproximaba hice varios amagos de ataque, casi rozando al hoplita en una ocasión, para poner a prueba sus sentidos y comprobar si podía ver a través de la venda. Cada una de estas maniobras aumentaba el alboroto de los efebos, que, llevados por el entusiasmo, aceleraron el pataleo y perdieron el compás, hasta que dejó de ser un golpeteo rítmico para convertirse en un prolongado estruendo. Amagué una y otra vez, deteniéndome antes de efectuar un ataque en regla, mientras el hombre parecía paralizado.
De repente, pensando que había perdido la concentración, di un salto y le lancé un puñetazo en el desprotegido estómago. Pero antes de que mis nudillos rozaran los pelos de su piel, se hizo a un lado con agilidad felina y yo trastabillé y perdí el equilibrio, con ayuda del brutal mazazo que me propinó en la nuca con el puño. Caí de bruces en las losas, casi desmayado, y oí vagamente, como a lo lejos, el silbante roce del metal contra el cuero en el momento en que desenvainaba la espada y me pinchaba en el centro de la espalda prácticamente antes de que terminara de desplomarme. Abrí los ojos y miré a la multitud de efebos que estaban en la semioscuridad, ahora silenciosos. Distinguí la cara de Jenofonte, que me miraba con los ojos como platos, llenos de sorpresa y terror.
—Os habéis equivocado otra vez, repugnantes lombrices —dijo el instructor con voz grave y amenazadora—. Sí que significa tener reflejos más rápidos.
Soportamos dos años de instrucción con las armas de los hoplitas, el arco, la jabalina y la catapulta. Yo hacía la misma instrucción que Jenofonte, además de ser su auxiliar y su paje de armas. Durante dos años nos sacaban de la cama antes del amanecer, nos obligaban a hacer unos ejercicios peores que los de Antínoo y a someternos al implacable entrenamiento de reflejos para que nuestras reacciones de defensa fuesen inconscientes y automáticas. Comíamos en el comedor común, con los oficiales y la tropa, y ensayábamos desfiles delante de toda la ciudad. En esos dos años nos hicimos hombres. Tras completar con éxito la instrucción, Jenofonte fue premiado con un buen escudo y una lanza e ingresó formalmente en el ejército ateniense. Sin embargo, gracias a los tejemanejes de Grilo, el joven no sería un simple soldado de infantería. Su padre, que pese a haberse retirado del ejército mantenía su influencia en la política de la ciudad, lo proveyó de un buen caballo y de todo el equipo que necesita un joven jinete de noble estirpe y le encomendó una misión como jefe de escuadrón, el mismo empleo con el que el propio Grilo había comenzado su ilustre trayectoria muchos años antes.
Jenofonte hizo un buen papel. Era ya un hombre de mediana estatura y muy musculoso, con el ancho pecho ahusándose hacia la esbelta cintura y los bien perfilados muslos. Grilo había mandado que le hicieran la coraza a la medida para que no le apretase en el cuello y en los hombros. Llevaba el negro pelo muy corto y con rizos, al estilo militar, y, a diferencia de los numerosos oficiales que lucían barbas pobladas, se rasuraba la mandíbula. Sus ojos seguían siendo tan redondos y puros como en su primera edad, pero habían perdido la dulzura y la inocencia que habían reflejado antes de que lo hiriesen en el pecho; ahora brillaban con una dureza que no concordaba con el aspecto infantil del resto de la cara. Cuando se presentaba por primera vez ante sus hombres u otros oficiales, sus rasgos inducían a pensar que era un joven ascendido prematuramente a un puesto superior al que le correspondía por experiencia. Pero esta impresión cambiaba en cuanto daba las primeras órdenes con voz grave y autoritaria y fijaba los ojos en los demás con una expresión que no admitía réplicas.
Yo lo acompañaba al gimnasio cada mañana, cuidaba de su caballo, iba con él como paje de armas cuando lo enviaban a las cada vez menos plazas fuertes que conservaba Atenas y tenía a Grilo informado sobre el paradero de su hijo. Era un oficial modélico y sin pizca de frivolidad, el ideal de virtud de su padre. Sin embargo, durante sus escasos permisos desaparecía días enteros, desairando a sus compañeros de armas y rechazando las comodidades de la casa de Grilo, que esperaba su llegada en vano, deseoso de intercambiar anécdotas cuarteleras y discutir tácticas militares. Solo yo sé cuántas horas pasaba vestido con sobrias ropas de civil, paseando con Sócrates por la ciudad y anotando críptica y discretamente en una tablilla las palabras del filósofo que luego transcribía por las noches. Solo yo sé cuántos días pasó con el resentido y desacreditado Tucídides, un anciano general que estaba escribiendo una historia de la guerra y que de vez en cuando le pedía que le ayudase a comprobar cálculos y ordenar notas. Solo yo sé estas cosas porque Jenofonte me las contaba y me hacía jurar que las mantendría en secreto. Grilo tenía a Sócrates por un frivolo embaucador y a Tucídides por un chiflado revisionista, y aunque se habría limitado a enfadarse con su hijo por frecuentar al primero, por colaborar con el segundo lo habría desheredado.
La situación militar de la ciudad fue empeorando progresivamente, y durante los años siguientes Jenofonte estuvo cada vez más ocupado con actividades defensivas, más propias de una plaza fuerte de provincias sitiada que del centro del mundo helénico. Estaba en Atenas la noche en que atracó el Paralus y su tripulación difundió la aterradora noticia de que el general espartano Lisandro había saqueado numerosas colonias atenienses. Aquel año permaneció en la sitiada ciudad, participando en la defensa contra el creciente número de fuerzas terrestres y navales de la liga espartana. Oyó los trágicos lamentos de la gente, tanto por los familiares perdidos como por su propio destino, y vio caer las largas murallas de la ciudad al rítmico aullido de los agudos aulós de caña, que soplaban sin cesar las llorosas muchachas a quienes Lisandro había ordenado celebrar nuestra derrota.
En este sombrío final de la guerra, y entre las turbias y cambiantes alianzas políticas que emergieron para gobernar Atenas inmediatamente después, la estrella de Jenofonte comenzó a apagarse. La herida que le habían infligido en Filé era la menor de sus preocupaciones, pues pronto recuperó toda la fuerza en la pierna afectada. Cuando los demócratas derrocaron a los Treinta, Jenofonte, que sin apoyar abiertamente ningún régimen se había limitado a cumplir las órdenes de su padre y de sus superiores, cayó en desgracia, por no decir que en peligro de muerte. Al disolverse la caballería, dejó de cobrar su sueldo. En la asamblea se presentó incluso la moción de que las antiguas tropas devolvieran todas las pagas que habían recibido durante los dos últimos años. Grilo rechazó con indignación ésta y otras propuestas, en una última tentativa por proteger la reputación de Jenofonte y la suya propia, que estaban en declive. Con el tiempo, los nuevos gobernantes de Atenas recuperaron la sensatez y reinstauraron la caballería para defender la ciudad, aunque prohibieron la incorporación de los antiguos oficiales, Jenofonte incluido, debido a sus vinculaciones con los Treinta. El futuro político de Jenofonte estaba en peligro, y hasta su patriotismo había quedado en entredicho.
Aproximadamente en esta época, cuando su moral estaba más baja que nunca y me había confesado que temía que lo desterrasen o encarcelaran si el régimen no se estabilizaba, ocurrió un hecho fortuito de ésos que hacen que uno alce los ojos al cielo y especule sobre el perfecto y espectacular sentido de la oportunidad de los dioses. Llegó una carta, recogida por un mensajero en un barco cargado de grano procedente de Éfeso. Jenofonte la desenrolló con desconfianza, pues últimamente había recibido pocas noticias buenas, y se llevó una sorpresa al descubrir que la había escrito Próxeno, de quien no sabía nada desde hacía doce años, desde que Próxeno había regresado a Beocia.
Próxeno, que había alcanzado el grado de general en el ejército tebano e infligido daños considerables a los atenienses durante la guerra, había conseguido un puesto en Sardes, donde tenía el mando de una brigada de mercenarios griegos al servicio de Ciro, el príncipe persa. Ciro había financiado generosamente a Esparta durante la guerra y ahora estaba organizando un ejército para deshacerse de unas conflictivas tribus vecinas en Asia Menor. Próxeno buscaba hombres fuertes para la campaña.
«Jenofonte —escribía—, las antiguas filiaciones políticas no tienen importancia. La historia anterior se pasa por alto. La guerra entre Esparta y Atenas pertenece al pasado. Lo único que exige Ciro es un corazón resistente, unos brazos fuertes y ganas de combatir». ¿Conocía Jenofonte a alguien que reuniese esas condiciones?
Los ojos de mi amo se nublaron mientras meditaba la propuesta y sus propias perspectivas en Atenas. Con la carta en la mano, dio media vuelta y fue distraídamente hacia el estudio de su padre para pedirle consejo. Contuve el aliento, lo seguí y le puse la mano en el hombro. Se detuvo y me miró intrigado.
—Jenofonte —dije—, antes de hablar con tu padre, piensa en esto: Próxeno es tu primo, pero también es beocio, un aliado de Esparta, y en consecuencia Grilo no lo verá como a un amigo. Ahora es un mercenario, un soldado de fortuna a sueldo del hombre que más ha apoyado a Esparta, ni más ni menos que un persa. ¿De verdad quieres ir con esto a tu padre?
Me miró fijamente durante unos instantes y luego bajó los ojos hacia la carta. Vi que el papiro temblaba en su mano y recordé el dolor que había sentido durante la partida de Próxeno.
—Tal vez sería mejor que lo consultara antes con Sócrates —murmuró.
Otra vez expresé mis dudas en voz alta, aunque sabía cuánto admiraba al viejo filósofo.
—Jenofonte, vas a pedir consejo a un hombre que tu padre no soporta, sobre un plan que sería su muerte con solo que se enterase de que lo estás meditando.
Tuvo un momentáneo arrebato de ira.
—Siempre protegiéndolo, ¿no, Teo? ¿Por qué no te pones de mi lado por una vez? Grilo es mi padre, y para bien o para mal yo soy su hijo. Pero su guerra no es la mía.
Apartó la cara con furia y esperé mientras se esforzaba por dominar sus emociones. Finalmente respiró hondo y señaló con tristeza la arrumbada manta de montar, escrupulosamente doblada en un rincón de la habitación, y su escudo del ejército, ambos criando polvo.
—¿Qué quieres que haga, Teo? ¿Qué quieres que haga?