III

ANTÍNOO ERA UN JOVEN CORPULENTO, de hombros anchos y sólidos como las columnas de un templo. Unas piernas semejantes a troncos sostenían el grueso torso, que distaba mucho del ideal artístico, pero el efecto no era desagradable. El abdomen tenía la misma circunferencia que el pecho, lo que le daba un aspecto impasible, casi siniestro, y bastante más desconcertante que el de la forma triangular que preferían los escultores. Aunque no era alto, su contorno parecía aumentar su estatura. A esto había que añadir una cabeza y una cara proporcionales al resto de su constitución: frente protuberante, mandíbula prominente —aunque sin exagerar— y una nariz de longitud y armonía sorprendentes; sorprendentes, digo, a causa de su profesión, en la que era más frecuente una trompa salvajemente torcida o con extraños bultos cartilaginosos que destruyen la simetría.

La especialidad de aquel atleta de veintidós años era el pancracio, la lucha libre y sin limitaciones que combinaba las patadas, el pugilato y el estrangulamiento. Este deporte era tremendamente popular en Atenas a pesar de su increíble brutalidad; los lances favoritos eran la fractura de dedos, los rodillazos en la ingle y la torsión de piernas para dislocar la rodilla. Había una serie completa de movimientos destinados a clavar el pulgar en sitios estratégicos. Aunque estaba prohibido morder y sacar ojos, esta regla solo se respetaba ocasionalmente. La habilidad de Antínoo en este deporte era tan grande que le había permitido librarse del servicio militar una temporada, durante la que estuvo a las órdenes del entrenador atlético más célebre de la ciudad con objeto de ganar la corona de laurel en los juegos de Olimpia. Por desgracia, se había lesionado unos días antes del acontecimiento, por culpa de una torpe criada que había derramado una olla de aceite hirviendo sobre la parte posterior de su hombro derecho, dejándolo lisiado durante meses y con una horrible cicatriz rosada y fruncida, grande como la mano de un hombre. Aunque se había aplicado ungüentos y emplastos a diario, la herida no había cicatrizado por completo; el tejido de la cicatriz se había engrosado y de vez en cuando se agrietaba, igual que un callo del pie, y parecía insuficiente para la superficie que cubría. La extrema sensibilidad de aquel punto le había impedido volver a ser un campeón de lucha y este golpe a sus aspiraciones había adelantado su regreso a la vida de guarnición, pero no sin ser detectado antes por el ojo experto de Grilo.

Si Aedón era el hijo en el que no se reconocía, Antínoo era el que creía merecer, y poco después del regreso del atleta, Grilo, que también había sido pancraciasta, lo contrató por un magnífico estipendio para que acudiera a su casa dos veces por semana y complementara el aprendizaje gimnástico de Aedón. Mandó construir un foso de arena en un abandonado patio trasero, separado de la calle por un semiderruido muro de piedra, y el foso pasó a ser el pequeño círculo de tortura de Aedón cada vez que Antínoo acudía a la casa. Practicaban completamente desnudos, con recias tiras de cuero enrolladas en los puños para proteger la fina piel de los nudillos, y el cuerpo pálido y lampiño del joven contrastaba con el musculoso torso de Antínoo, lleno de cicatrices.

Al principio, los métodos de entrenamiento del atleta dejaban a Aedón estupefacto; los ejercicios preparatorios bastaban para destrozar a cualquier mortal. Antínoo estiraba los músculos y los tendones del chico hasta hacerlo gemir de dolor, poco antes de que los tejidos se desgarrasen, y su vista se nublaba mientras se esforzaba por mantenerse consciente. Los ejercicios con las pesas le dejaban los tríceps y los pectorales temblando espasmódicamente, y Antínoo lo provocaba y lo insultaba.

—¡Otra vez, llorica! Tengo una hermana de nueve años que aguanta más que tú. ¡Haz fuerza!

Aedón se desplomaba sobre su estómago durante las flexiones de brazos, y el polvo del foso se mezclaba con su saliva, formando un cerco de suciedad alrededor de su angustiada boca. Antínoo se ponía sobre él, con las piernas abiertas, y levantándolo por el torso lo obligaba a hacer más flexiones con las tres cuartas partes de su peso, luego con la mitad, conforme los brazos de Aedón se debilitaban, y finalmente, cuando los músculos le fallaban por completo, el chico volvía a desplomarse de bruces. Al cabo de tres minutos de descanso, empezaba otra serie de movimientos idénticos, y después otra, hasta que era incapaz de levantarse y se quedaba tendido, jadeando y empapado en sudor, mirando con ojos llenos de odio a su entrenador, que, apoyado en el muro, se rascaba distraídamente el pecho de oso.

Yo me ejercitaba con él, tanto por solidaridad como para fortalecer mis propios miembros, pero Antínoo no me hacía caso —para él era un simple esclavo— ni Aedón tampoco: era una batalla que el muchacho prefería librar solo. Por la noche, tras la partida de Antínoo, Aedón, ligeramente recuperado gracias al cuidadoso masaje que aplicaba a sus maltratados músculos, se quejaba de la crueldad de su padre mientras yo objetaba con serenidad que las intenciones de Grilo eran buenas. El chico juraba que no permanecería en la casa ni un solo día más, que se escaparía en cuanto tuviese fuerzas para ponerse en pie. Pero al día siguiente, cuando sus ardientes músculos comenzaban a recuperarse, Aedón cejaba en su empeño de enfrentarse a su padre y se preparaba, enfurruñado, para sobrevivir a la siguiente sesión.

Pasaron unos meses y las sesiones produjeron pocos cambios visibles en su cuerpo —seguía siendo el joven canijo y guapo de siempre—, pero mejoraron considerablemente su tolerancia al dolor. Cuando Antínoo se convenció de que los ejercicios preparatorios empezaban a causar el efecto deseado, pasó a la siguiente etapa: el entrenamiento específico en el pancracio.

Para ello empezó a llevar a un ayudante, su hermano menor y dos años mayor que Aedón. Era mucho más delgado que Antínoo, y a pesar de ser fuerte y larguirucho, carecía de la robusta apostura de su hermano. Con un aspecto más simiesco, luciendo ya una capa de vello oscuro y una sombra de barba en la mandíbula, tenía unos brazos largos y flexibles que le llegaban casi hasta las rodillas cuando los relajaba. No regía bien: tenía la mirada perdida, hablaba con gran dificultad y nunca dejaba de sonreír como un tonto, por muchos improperios que su hermano le lanzase por su lentitud y estupidez. Antínoo se negaba incluso a llamarlo por su nombre, como si lo considerase demasiado obtuso y bruto para merecerlo; aparentemente reacio a reconocer el parentesco que los unía, se limitaba a llamarlo «Chico». En el fondo, Chico era un ser pacífico, convencido de que su única misión en la vida era complacer a Antínoo, a quien seguía como un perro. Aunque tenía poco talento para las técnicas más complejas de las artes marciales, era rápido y fuerte, había asimilado lo suficiente para ser peligroso y resultaba útil para humillar a los principiantes. Mientras Chico vapuleaba a Aedón sin misericordia, Antínoo observaba la escena con ojo crítico y los golpeaba indiscriminadamente con el varapalo que empleaban los árbitros para separar a los contrincantes que se trababan.

Durante una de sus breves visitas, Grilo quiso presenciar una sesión para ver los progresos que había hecho su hijo. Ordenó a Antínoo que no hiciera nada especial, que dirigiera el entrenamiento como de costumbre mientras él lo observaba, sentado silenciosamente en un banco, en un rincón del patio. Tras mirar a su padre, Aedón frunció el entrecejo y escarbó la arena con los pies, preparándose para la señal de comienzo.

Al oír la palmada, avanzó animosamente hacia su adversario, y después de dos rápidas fintas se lanzó sobre las rodillas de Chico con intención de hacerle una llave de piernas. El mayor se despatarró echando los pies hacia atrás, para que Aedón no lo agarrase de los muslos, y se dejó caer sobre los hombros de Aedón, derribándolo de bruces en la arena. Antínoo dio a Chico un varazo en la espalda para detener el combate y, con cara de enfado, les hizo una seña para que se levantaran. Grilo los miraba impasible.

Antínoo repitió la señal de inicio. Aedón dio vueltas con cautela alrededor de Chico antes de hincar rápidamente la rodilla y pasar por debajo de los oscilantes brazos del oponente para hacerle una llave de una sola pierna y derribarlo. Pero antes de que rozara siquiera la pierna de su contrincante, éste le lanzó un feroz rodillazo a la cara, alcanzándolo en la mandíbula con un crujiente impacto y derribándolo como un saco de cebada que deja caer un estibador. Aedón se quedó tendido, inmóvil, y yo miré a Grilo, que no se levantó pero entornó los ojos para observar a su hijo con atención. Antínoo se acercó y levantó a Aedón zarandeándolo.

—Vivirás —dijo con aspereza después de examinarle brevemente los ojos y el labio hinchado, donde se lo había mordido. Era el rasgo más tierno que había visto en Antínoo hasta entonces.

Una y otra vez Aedón trataba de hacer llaves a su contrincante y Grilo veía que su hijo mordía el polvo, o era derribado de espaldas o sentía en los riñones la rodilla de Chico. En cada ocasión perdía el sentido durante unos instantes y luego se incorporaba resueltamente, con la cara ensangrentada y los ojos prácticamente cerrados a causa de la hinchazón. Después de sacudir la cabeza para despejarse, observaba atentamente a su padre como si quisiera memorizar cada detalle de su cara, regresaba a su rincón y miraba con furia a Chico. Antínoo comenzaba a temer que aquello no fuese la exhibición de habilidades que deseaba ofrecer a Grilo, sino un espectáculo de necia y obcecada determinación que solo ponía de manifiesto terquedad y estupidez y no otras cualidades.

—La clase ha terminado —gruñó varias veces, esperando que Aedón suspirase de alivio, como de costumbre. Pero en cada ocasión el muchacho negaba con la cabeza y regresaba decidido a su rincón para empezar otro asalto. Antínoo lo miraba con exasperación—. Entonces mantén la cabeza alta —decía, o—: Tienes que hacerle las llaves antes de que te repela. Yo mismo te romperé la nariz si no empiezas a usar el maldito cerebro.

Grilo se removía en su asiento mientras la cara de su hijo se hinchaba hasta hacerse irreconocible. Chico sonreía como un bobo después de cada ataque fallido de Aedón. Pero Antínoo ya había tenido suficiente. No quería que un alumno suyo muriese delante de su propio padre. Vi que miraba a Chico e inclinaba la cabeza lentamente, haciéndole una seña que ambos conocían.

Aunque Aedón tenía dificultades para tenerse en pie, avanzó valerosamente hacia el centro del foso y dio un salto tremendo. Chico lo esquivó con agilidad y dio una patada lateral, poniéndole la zancadilla a Aedón, que manoteó el aire, cayó con un gruñido y una expresión aturdida y confundida en los ojos.

Chico actuó con rapidez. Apretó su sudoroso pecho contra la espalda de Aedón y le hizo la presa del collar, atenazándole la cintura con las piernas, rodeándole el cuello con un brazo y echándole la cabeza hacia delante con la mano libre para cortarle la respiración. Los ojos de Aedón se desorbitaron a pesar de la hinchazón y su lengua asomó entre sus labios partidos mientras sus piernas se sacudían con impotencia. Manoteó frenéticamente hacia arriba y hacia atrás, buscando cualquier cosa que pudiera cogerse —pelo, fosas nasales— en un desesperado intento por liberarse del brazo que le atenazaba la garganta. En medio del forcejeo, consiguió asir con las uñas el lóbulo de la oreja de Chico, arrancándolo del delicado punto de unión con la cabeza. Gritando de dolor, Chico lo soltó y retrocedió atónito, moviendo la boca sin emitir sonido alguno, y luego frunciendo el entrecejo con furia.

Aedón también se levantó, súbitamente estimulado por su inesperada victoria, y dio vueltas cautelosas alrededor de Chico, que lo miraba lastimeramente mientras se frotaba la ensangrentada oreja. Se miraron a los ojos; los músculos de Aedón temblaban de fatiga y tensión. Vi que Grilo se había envarado en su asiento y ahora observaba con interés a los dos jóvenes momentáneamente inmóviles, cada uno poniendo a prueba los reflejos del otro y esperando que atacase.

Esta vez fue Chico quien arremetió primero, y con una rápida maniobra felina hincó la rodilla en el suelo, cogió a Aedón por las piernas antes de que éste pudiera esquivarlo y lo levantó en el aire. Pero Aedón ya había localizado el punto débil de su adversario y comenzó a asestarle puñetazos en la oreja herida. Los golpes hicieron que Chico se tambalease y soltara a Aedón con furia, mientras su oreja se teñía de un intenso color violeta y se hinchaba a ojos vistas, convirtiéndose en una masa informe. Antes de que Aedón pudiera levantarse, Chico dio dos rápidos pasos y le propinó un terrible puntapié en las costillas, arrojándolo contra el borde del foso, donde quedó jadeando, tratando de recuperar el aliento. Chico lo miró con precaución para cerciorarse de que no fingía agotamiento y se sentó a horcajadas sobre su espalda, con la cara crispada por una mueca que disimuló el dolor que había sido evidente desde que le habían desgarrado la oreja.

Una vez más rodeó el cuello de Aedón con un brazo y hundió los nudillos de la mano libre en su cuello, sobre la carótida y a un lado de la tráquea, practicándole el estrangulamiento que bloquea el riego sanguíneo del cerebro y puede matar a un hombre en cuestión de segundos. Los ojos de Aedón se nublaron de inmediato, conforme el sueño de la muerte se apoderaba de él, y cuando sus músculos se relajaron, Chico aflojó la presión de los nudillos; sin embargo, en cuanto Aedón recuperó la conciencia, volvió a apretarle el cuello. Grilo, asustado, se levantó de un salto y corrió hacia su hijo, llegando poco antes que Antínoo. Éste cogió a Chico del pelo y lo levantó con brusquedad, dejando que Aedón cayera de bruces en la arena, con los ojos abiertos pero ausentes. Lo llevé a su habitación, donde lo reanimé con vino aguado y un masaje en el pecho para aumentar el flujo de sangre a la cabeza. Grilo acompañó a Antínoo y al patán de su hermano hasta la puerta, donde los despidió con cajas destempladas, diciéndoles en términos inequívocos que regresar a su casa les costaría la vida.

Esa noche, en un torpe intento de reconciliación, Grilo se presentó en el dormitorio de Aedón con un paquete envuelto en un grasiento trozo de tela.

—Nunca serás pancraciasta —admitió de mala gana—, de manera que más vale que vayas bien armado.

Desenvolvió el paquete y sacó un reluciente xífos, una espada espartana, algo mayor que un puñal pero muy pesada y fuerte, apta para combatir con ella durante años. El arma no estaba bien trabajada —de hecho, su acabado era bastante rudimentario—, pero su equilibrio era bueno y poseía una agradable solidez. En la empuñadura, por lo demás lisa y sencilla, había una letra kappa tallada con sencillez primitiva. Aedón miró la espada enfurruñado, con una cara que reflejaba la confusión que sentía ante el inesperado regalo de su padre. Grilo guardó silencio durante unos instantes, mientras su hijo pasaba el arma de una mano a la otra.

—Me la dieron hace muchos años, cuando era un joven oficial y acompañé a una delegación ateniense a Esparta. Atenienses y espartanos intercambiamos armas como muestra de buena voluntad, y mi homólogo me dio ésta. —Grilo hizo una pausa mientras rememoraba aquellos días, muy anteriores al nacimiento de Aedón—. Con el paso del tiempo volví a ver a aquel hijo de puta muchas veces —musitó—, dentro y fuera del campo de batalla. Aprendí por las malas que podía confiar en él tanto como vencerlo en el pancracio. Las traiciones y quebrantamientos de palabra de aquel hombre añadieron diez años de canas a mi cabeza. Quizá algún día puedas devolver el favor a los espartanos clavándole esta espada en las entrañas. Ahora es tuya, y espero que le saques provecho. Yo no puedo ni verla.

Cuando Grilo se fue, Aedón y yo nos quedamos en los respectivos catres, sin poder dormir.

—Hay que agradecer a los dioses que tu padre detuviera el combate —comenté—. Chico podría haberte matado.

Aedón tensó los músculos y se incorporó apoyándose en un codo, sin prestar atención al dolor que le crispaba la cara.

—¡Gracias a los dioses, y una mierda! —bramó—. ¡Fue mi padre quien insistió en que aprendiera pancracio! ¿Crees que no sabía que Antínoo me destrozaría un día tras otro? Estoy harto de que estés siempre disculpando a mi padre, justificando sus actos. ¡Eres mi esclavo, Teo! ¿Dónde está la lealtad que me debes?

Aturdido por la andanada, callé durante largo rato, hasta que noté que su respiración era más regular, que se había tranquilizado.

—Aedón, eres el hijo de tu padre y él te ama como debe amar un padre. Pero no es de los hombres que expresan abiertamente sus sentimientos. La ternura, hacia ti o hacia cualquiera, no es un arte que Grilo valore mucho.

—Si lo valorase un poco menos, yo ya estaría muerto.

Aedón volvió a guardar silencio y concebí la esperanza de que el asunto hubiera quedado zanjado, pero seguía estando inquieto, moviéndose y dando puntapiés a las mantas, con el espíritu torturándole tanto que le impedía dormir a pesar de su extenuación.

—Por los dioses, ¿qué te dio para que siguieras peleando? —pregunté con intención de sacarlo de las garras de la melancolía—. Parecía que querías matar a Chico.

Aedón respiró hondo y guardó silencio durante tanto tiempo que pensé que por fin se había quedado dormido. Cuando me volví hacia él, sin embargo, vi que miraba al techo con furia, y a pesar de la oscuridad de la habitación advertí que su cara estaba crispada con una mueca de indignación.

—Tú no lo entenderías, Teo —farfulló por fin con desdén.

—¿Entender? ¿Qué hay que entender?

Otro largo silencio.

—Mira, me limité a imaginar que Chico era otro. Me ayudó a concentrarme.

Sopesé la respuesta con cautela, pero finalmente la curiosidad pudo más que la prudencia.

—¿A quién imaginabas que estabas atacando? —En cuanto la pregunta salió de mi boca, me arrepentí de haberla hecho, pues conocía la respuesta tan bien como Aedón.

Me miró con desprecio por mi estupidez y se volvió de cara a la pared.

—Preferiría haber sido bastardo —gruñó con sequedad entre los labios partidos.