II
AEDÓN CORRÍA por las atestadas calles, sorteando porteadores y carros, cogiendo despreocupadamente fruta y dulces de las canastas de las vendedoras que se dirigían al mercado. Tras subir la colina de la acrópolis y franquear el propileo, se detuvo jadeante y sudoroso ante el recién terminado Partenón para ver las obras de los cercanos templos de mármol pintados con colores vistosos. Iba allí casi a diario a conversar con los albañiles y constructores, que lo conocían por su nombre, y para hacer interminables preguntas al jefe de arquitectos, Calícrates, quien, no del todo en broma, de vez en cuando le pedía que comprobase un par de cálculos.
Una vez que Aedón hubo inspeccionado el basamento de las nuevas columnas que se erigirían en el templo de Niké, le recordé que era casi la hora de sus clases vespertinas, a las que yo asistía también. Asintió de mala gana y me propuso que echáramos una carrera hasta la casa. Me negué, como de costumbre, pero no me hizo caso y echó a correr cuesta abajo.
Tenía doce años, estaba en las puertas de la virilidad y sus grandes facultades comenzaban a hacerse evidentes. Además de estar dotado para la música, era muy listo; claro que había muchos jóvenes como él, pues Atenas los cultivaba como hierbas en un huerto. Pero incluso en aquel criadero de talentos era un prodigio, un chico privilegiado, capaz de sumar mentalmente mucho antes de conocer a su tutor y de que éste lo azotara por primera vez, y sabía hablar y leer mejor que otros muchachos mucho mayores que él. Recitaba largos pasajes de Homero, Hesíodo y Estesícoro de principio a fin, o desde el punto que se le indicara. Podía identificar a los autores de todos los libros y obras dramáticas de los últimos cien años, o improvisar alegremente una docena de hexámetros dactílicos sobre cualquier tema que le sugiriesen. Era capaz de comentar la técnica de Pitágoras para calcular la hipotenusa y su ley de los sonidos musicales, de interpretar el teorema de Hipócrates de Quíos sobre la cuadratura de las lúnulas y de debatir los puntos oscuros de la identidad básica de individualización, J = T. Admiraba a Píndaro, aunque tenía que esconder sus papiros de su padre, que sentía inquina por los poetas beocios. Y le bastaba con pasearse por Atenas para encontrar por todas partes modelos inigualables. La pintura y la escultura habían llegado ya a unas alturas que no superaría ningún artista posterior. Los nombres de Zeuxis, Policleto y Praxíteles estaban en boca de todos. La arquitectura era una cuestión de orgullo y belleza, y los arquitectos célebres tenían tantos admiradores fervientes y seguidores como los actores famosos. Las matemáticas se enseñaban en todas partes, y hacía cien años que sabios itinerantes daban clases gratuitas de gramática y retórica en el ágora y las plazuelas de la ciudad.
Poco antes, tía Leda había decidido regresar a Beocia para rescatar la finca de su marido de la codicia de los parientes. Próxeno había ido con ella. La partida de su primo había afligido a Aedón, que ahora necesitaba más que nunca mi compañía. Grilo pensó que la mejor manera de llenar el vacío que había quedado en el corazón de Aedón era mantenerlo física e intelectualmente activo durante todo el día. Con Grilo fuera sirviendo a la polis, y la madre del muchacho siempre ocupada en la supervisión de las faenas domésticas, la misión recayó sobre mí y sobre los tutores que Grilo había contratado tras una rigurosa selección. Pese a la severidad de éstos y a mis mejores esfuerzos, poco después de la partida de Próxeno, Aedón, empeñado en afirmar su independencia, comenzó a dar muestras de una rebeldía inusitada. Se volvía intolerante con mis esfuerzos por contenerlo, y mi defensa de las normas y exigencias de su padre lo enfurecía y exasperaba. Sus tutores y yo procurábamos llenarle la jornada de actividades constructivas, pero a la primera señal de tedio o aburrimiento, hacía a un lado los papiros y tablillas y salía de la casa sin haber hecho casi nada. Aquel día concreto, mientras corría y sorteaba obstáculos por la abarrotada ciudad, yo, su irritado pedagogós, con el doble de su tamaño y la mitad de su rapidez, apenas podía seguir su ritmo.
Mientras corríamos por una estrecha y tortuosa callejuela a una velocidad suicida, tropecé con unos adoquines sueltos y me separé de él. Lo perdí de vista y me sentí aterrado. Ya había ocurrido otra vez, tres años antes, y la anécdota bien vale una digresión. Lo había perdido durante la celebración de una festividad, con las calles atestadas de intérpretes, vendedores y espectadores. Grilo, que tenía previsto marcharse al día siguiente con la flota, había llevado al muchacho a la celebración aquella tarde para que participara de la emoción del momento. Para Aedón, ir con su padre en público era un privilegio poco frecuente, pero Grilo había tomado la precaución de llevarme a mí también, con órdenes estrictas de vigilar al muchacho para que él pudiera conversar con sus amistades sin interrupciones. Aedón avanzaba con orgullo junto a su padre, respondiendo cortésmente a las preguntas y elogios de los colegas de Grilo. Con todo y con eso, el pequeño imprudente escapó misteriosamente a mi vigilancia y se perdió entre la muchedumbre.
Grilo estaba enfrascado en una discusión con unos políticos sobre la evolución de la guerra, de modo que fui el primero en reparar en su desaparición. Grilo advirtió que me ponía de puntillas y miraba por encima de la gente y se dio cuenta en el acto de lo que había sucedido. Casi sin interrumpir la charla ni la jovial sonrisa de sus labios, me dio un apretón en el brazo que me estremeció de dolor y se inclinó para hablarme al oído.
—Si el chico no aparece antes de terminar esta conversación —murmuró—, yo te venderé.
Solo eso. Tres palabras que incluso ahora, décadas después, hacen que el pánico me oprima la garganta. Tenía poco tiempo para evitar que mi vida acabase prácticamente antes de comenzar. Grilo tenía aquel poder sobre mí, y volvió a enderezarse, sonriendo, para reanudar la conversación con sus colegas, ajenos a lo que pasaba.
Aedón no se había separado de nosotros intencionadamente, y cuando advirtió lo que ocurría, tuvo miedo. Inmóvil en la calle, llorando, estuvo a un tris de ser derribado por un gigante medio ebrio y simiesco, un actor callejero vestido con sus mejores galas: túnica bordada que le dejaba el pecho al descubierto, máscara trágica y trenzas en el pelo. Aedón era un joven de extraordinaria belleza —con tersa piel aceitunada, ojos grandes, redondos y tan oscuros que eran casi negros, y unos dientes regulares y blancos—, de manera que no podía pasar inadvertido mucho tiempo. Fue una suerte que el actor no estuviese buscando un bardaje, como hacían muchos de su profesión, y que, por el contrario, fuese un hombre honrado. Cuando averiguó por los balbuceos infantiles que era Aedón, cuyo talento musical era conocido en los círculos teatrales, el hombre se presentó pedantemente diciendo que era «Otys, renombrado intérprete de los más grandes trágicos atenienses» y lo cargó con alegría sobre sus hombros. Luego se abrió paso a empujones entre el gentío, gritando:
—¡Grilo! ¡Mi señor! Tengo un paquete para ti.
Los colegas de Grilo oyeron la conmoción antes que éste, y mirando entre la muchedumbre, preguntó uno con sequedad:
—Grilo, ¿no es tu hijo el que va a hombros de ese mono?
Grilo alzó la vista y contempló con desolación la bulliciosa aparición de su hijo, entre las carcajadas de los curiosos que los rodeaban. Los surcos de las lágrimas brillaban aún en las sucias mejillas de Aedón, que nos sonreía con cara de alivio y con los ojos vidriosos. La expresión de Grilo, sin embargo, era tan pétrea como siempre. Recogió a su retoño con cautela de los brazos de Otys y arrojó una moneda de plata al velludo y maloliente gigante, que la agitó en el aire ostentosamente como si fuese la lanza de un soldado victorioso, dando las gracias a voz en cuello. Grilo se despidió con amabilidad de sus colegas y nos llevó directamente a casa, sonriendo y saludando a los transeúntes con inclinaciones de cabeza, pero sujetándonos con mortífera fuerza por el pescuezo.
—¡Aedón! —murmuré—. Tu padre me ordenó que te vigilara. ¡Mira lo que has hecho!
Pero no pudimos discutir, porque Grilo nos apretó la nuca con más fuerza. Esa noche me dio una buena tunda, aunque mi castigo fue pequeño comparado con el de Aedón. Grilo no cambió con él una sola palabra. Ni un roce ni un gesto. Se limitó a mirarlo brevemente con desprecio y desilusión, y por la mañana regresó a la guerra. Aunque fueron mis nalgas las castigadas, fue Aedón quien después de aquello lloró muchas noches antes de dormirse, a pesar de mis esfuerzos por convencerlo de que su padre lo quería de verdad.
Pero regresemos a la callejuela donde tropecé. Más tarde, después de interrogar a Aedón, supe con exactitud lo que había ocurrido cuando se alejó de mí. Al torcer una esquina, vio de súbito un bastón extendido horizontalmente ante él. Quiso pasar por debajo, pero el que empuñaba el bastón se lo impidió hábilmente, propinándole por añadidura un golpe en el pecho. Aedón trató de escabullirse rodeando el bastón, pero el otro se limitó a adelantarlo, clavándolo en una grieta del deleznable enlucido de la pared de enfrente. Después de cerrarle el paso, movió el bastón como si fuera un cayado y fue acorralando al niño hasta que su espalda quedó contra la pared, con el bastón oprimiéndole un lado del vientre. Con su estatura y su edad, Aedón habría podido apartar fácilmente la punta del bastón y quedar libre, pero con un ágil movimiento el hombre le pasó el bastón por las corvas, de tal manera —todavía me sorprendo de su rapidez— que le bastó un ligero giro de muñeca para que se doblasen las rodillas de Aedón y éste se diera una culada con un gruñido de queja. Atónito, Aedón vio que el bastón se alejaba de él y recorrió con los ojos su longitud hasta el punto en que se unía con su propietario, que tenía una mano nudosa y ajada como la de un viejo agorero. Tras la mano había una gruesa muñeca y un brazo peludo y lleno de cicatrices, un brazo que en sus mejores días debió de estar presente en muchas batallas, aunque con una espada y no con una vara de madera, y frente a espartanos y tebanos y no frente a niñatos petulantes.
Los ojos de Aedón continuaron ascendiendo por el brazo del portador del bastón hasta llegar a un rostro de lo más extraordinario, de un hombre que había visto a menudo en el ágora, dirigiéndose a grupos de jóvenes. La cara era el vivo retrato de Marsias el sátiro, de cuya broncínea imagen de la acrópolis me había reído yo muchas veces, señalándosela a Aedón con el dedo. El hombre tenía los ojos bulbosos y saltones, la nariz rota como la de un pugilista y unos gruesos labios que partían su arrugada cara por la mitad como una de esas ciruelas pasas de Éfeso que a veces se ven en el mercado durante las festividades. Tenía la coronilla completamente lisa y calva, y por las sienes le colgaban albos y grasientos aladares. Su andrajosa y holgada túnica, con manchas que delataban los ingredientes del desayuno de aquélla y otras mañanas, no alcanzaba a ocultar la inmensa barriga que sobresalía por encima de unas piernas largas, finas y completamente lampiñas, semejantes a las de un gigantesco y desgarbado pájaro.
Como buen exsoldado, observó a su presa con actitud crítica, y sus ojos, pese al feo aspecto del resto de su persona, brillaron alegremente mientras hablaba.
—Te ruego que me perdones, muchacho —dijo con una risa ahogada, como si se disculpase por haber tropezado casualmente con Aedón en una calle estrecha y haberlo hecho caer—. Pero tal vez sepas decirme dónde podría comprar nabos.
El chico lo miró fijamente, estupefacto por la curiosa demanda. Meditó cuidadosamente las palabras que había oído, miró alrededor, buscando un sitio por donde escapar y, resignándose al hecho de que no había ninguno, respondió con voz cantarina:
—Sí, señor. En los primeros puestos del mercado, entrando por la puerta sur, venden toda clase de frutas y verduras. Seguro que hay nabos allí.
El hombre asintió con un gruñido, pero se quedó como estaba, con el bastón suspendido amenazadoramente sobre la cabeza del chico, mientras asimilaba la información con lentitud y aparente dificultad. Fue entonces cuando llegué corriendo, jadeante y sudoroso, y me detuve en seco al ver al gordo y extraño ciudadano que había junto a mi pupilo. El viejo me miró fijamente y yo desvié los ojos con una mueca de disgusto, pero entonces vi que volvía a concentrarse en Aedón, que le sostuvo la mirada sin pestañear. En los labios del niño había un asomo de sonrisa.
—¿Y dónde —prosiguió el viejo— podría encontrar ese sabroso pan de pueblo que se hace en Ática, ese pan redondo y plano, recién salido del horno?
Responder a aquello era fácil, pues Aedón había comido de aquel pan por la mañana y, según vi, llevaba un trozo bajo el cinto para la merienda de la tarde. Saltaba a la vista que era aquel trozo lo que había suscitado la pregunta del hombre.
—En la calle de los panaderos, naturalmente —respondió—. No todos venden el pan plano por el que preguntas, pero lo verás en la tercera tienda de la izquierda, y puedes fiarte de su calidad. —Sonrió, y esta vez el hombre le devolvió abiertamente la sonrisa, sin hacerme a mí el menor caso y mirando a Aedón con admiración por su rápida y bien expresada respuesta.
Veía por el rabillo del ojo a los transeúntes que pasaban con dificultad entre la pared y el viejo, mirándonos fugazmente y sonriendo mientras continuaban andando, cabeceando con… ¿con qué? ¿Con fastidio, con lástima? ¿Por el viejo sátiro o por nosotros? El hombre bajó el bastón y lo puso vertical, sujetándolo junto a sí, y Aedón se levantó laboriosamente y con precaución, como si temiera acabar otra vez en el polvo. Lo cogí del brazo y le hablé con sequedad:
—¡Vamos, Aedón! Tu padre cree que estamos ya en clase… —Y me puse a tirar de él en la dirección por la que habíamos llegado.
Comenzó a volverse, pero al oírme mencionar a su padre se soltó de mi mano con brusquedad y miró al viejo con ojos dilatados y cara de expectación.
—Una pregunta más, niño, si tienes tiempo —dijo el extraño individuo. Aedón ya estaba preparando la respuesta, dispuesto a alardear de su habilidad con las palabras como hacía a menudo ante los amigos de su padre, cuando le hacían preguntas que sabía que podía responder—. ¿Adónde pueden dirigirse los hombres para hacerse buenos y honorables?
Por la cara de Aedón pasó una sombra de perplejidad y luego otra de desencanto, pues se había dado cuenta de que no sabía qué decir.
—¿No lo sabes? —prosiguió el hombre—. Qué pena; un chico tan listo como tú. Ven conmigo y lo sabrás.
El viejo tutor que estaba ya en casa de Grilo pasó la tarde reconcomiéndose por dentro, aguardando en la creciente oscuridad a un alumno que no llegaría. Aedón y yo habíamos acompañado al extraño anciano al ágora, donde pasamos el resto del día con él y sus seguidores. La educación del niño como discípulo de Sócrates había comenzado.