I
AL IGUAL QUE LOS DIOSES, o acaso a diferencia de ellos, yo siempre estaba con él. Mi propio apodo, Teo, refleja este hecho. Mis primeros recuerdos son idénticos a los suyos, aunque los últimos, me temo, van mucho más allá. Estuve presente en su nacimiento, ayudando a lavarlo y a calmar su llanto. Y estaré presente cuando muera, sin duda cumpliendo las mismas funciones. Durante toda mi vida lo he cuidado bien: he sido un espíritu guardián, una musa, un censor y un pesado. Juntos anduvimos con difuntos y luchamos contra los espartanos, servimos a príncipes y nos ganamos el favor de reyes. Con él bajé a los infiernos y regresé al mundo de los vivos. Y con la excepción de un breve paréntesis en una lejana y embarrada aldea del Ponto Euxino, cuando mi alma no era mía, o, mejor dicho, no era suya, siempre permanecí a su lado. Otra cosa habría sido inconcebible para ambos.
Según me han dicho, nací en Siracusa en un momento en que los míos estaban enzarzados en otro de sus tristes e innumerables enfrentamientos con los atenienses. Mis padres y yo fuimos capturados en circunstancias desconocidas para mí, quizá por piratas, o durante el abordaje por una trirreme ateniense del barco mercante siracusano en el que viajábamos. ¿Quién sabe? Lo poco que me contaron es que mi padre era un soldado problemático y que él y mi madre fueron vendidos como esclavos, probablemente en varias ocasiones, antes de alcanzar cierta posición en la casa de Grilo, cuando yo era aún un niño de pecho. El único recuerdo que conservo de esa época es un fragmento de una antigua canción en una lengua que no hablo; un canturreo disonante y sin melodía en el que tal vez los oyentes de tiempos lejanos encontrasen un significado, o incluso placer, pero que para mí es indescifrable, incluso aterrador.
Mis padres murieron poco después a causa de una de las terribles enfermedades que periódicamente azotaban la ciudad y de la que me salvé de manera inexplicable. Claro que en aquellos tiempos abundaban los huérfanos, muchos de pura cepa ateniense, hijos cuyos padres habían caído en las incesantes guerras. Criados por el Estado, recibían loas y elogios en las ceremonias públicas y, si sus padres habían muerto en combate, se los calificaba de héroes. Sin embargo, los niños de estirpe más oscura tenían un destino menos claro: unos prosperaban, si entraban en casa de un protector bondadoso, mientras que otros quedaban abandonados a su suerte y debían arreglárselas solos. La situación menos halagüeña era la de aquéllos que, como yo, habían nacido esclavos, o peor aún, esclavos de un pueblo enemigo. Tuve la fortuna de que me permitiesen quedarme en la casa a pesar de ser un niño incapaz de ganarse el sustento. Quizá fueran caritativos conmigo para congraciarse con los dioses, o para hacerle un favor a la vieja y amable nodriza que me cuidaba. Mi amo nunca se preocupó por mi procedencia; ni siquiera parecía sentir curiosidad por ella. Era un misterio más, como el origen de los dioses o la omnipotencia de su propio padre, y lo aceptaba con naturalidad; dado que formaba parte de su temprano aprendizaje de la vida, era de esos temas que jamás se le habría ocurrido cuestionar.
No corrían tiempos fáciles. Hacía décadas que Atenas estaba enzarzada en una guerra autodestructiva con los espartanos, que, después de la derrota de los persas por la liga griega, se negaban a aceptar las pretensiones de primacía de Atenas. Prácticamente todos los hombres aptos de ambos bandos se habían incorporado a los batallones de hoplitas, la infantería pesada que constituía el núcleo de los ejércitos ateniense y espartano. Cada infante llevaba a su vez uno o más esclavos para que le sirviesen como pajes de armas o de impedimenta, y esta total dedicación de recursos a la guerra dejaba en la patria pocos hombres hábiles para hacer todas las cosas para las que los hombres son imprescindibles, para mantener una ciudad próspera y floreciente.
Esto complicaba la vida a la familia de Grilo, un acaudalado terrateniente que tenía una finca en el demo[2] de Erquía, a cuatro parasangas al este de Atenas. Fue allí donde me llevaron siendo niño y donde pasé mis primeros años de vida, criado por mujeres a las que al mismo tiempo servía. Casi todos los hombres, amos y esclavos por igual, estaban casi todo el año en el frente, y durante los pocos meses que pasaban en el campo, entre campaña y campaña, trataban infructuosamente de recuperar el tiempo perdido y reparar los estragos causados por el abandono. Grilo llegó a estar dos años fuera de la finca y reapareció solo una vez y un solo día antes de regresar al frente por orden del consejo. Durante esta breve visita engendró un hijo.
Pero su esposa Filomena no podía hacerse cargo de su díscolo retoño, de una casa cada vez más vacía y del personal de la finca, mientras Grilo luchaba contra los espartanos o estaba en la asamblea en Atenas. Al final se dio por vencida, cerró la casa, vendió a casi todos los esclavos rurales que le quedaban y se marchó a vivir con una viuda prima de su marido, Leda, que residía en Atenas mientras la finca beocia de su esposo permanecía abandonada. La casa de la ciudad tenía sitio de sobra, aunque se estaba viniendo abajo a causa de la escasez de hombres útiles. Incluso las personas relativamente acaudaladas tenían dificultades para conseguir aceite para las lámparas y para cocinar. La leña se atesoraba y se contaba astilla por astilla, y la ropa se remendaba y se volvía a remendar, con el fin de que durase hasta mucho después del momento en que, en tiempos mejores, se habría regalado a los mendigos. Solo se podían conseguir los alimentos más sencillos y el plato principal consistía en un apelmazado puré de lentejas. A veces se le echaban higos, frutos secos y aceitunas para darle sabor, y de vez en cuando la familia lograba hacerse con un poco de carne de oveja o de cerdo, introducida clandestinamente en la ciudad por los antiguos aparceros de Erquía. En las parcelas vacías proliferaban los saltamontes, una útil fuente de alimentación para nosotros los esclavos y el personal de cocina, pues los amos roían hasta el más cartilaginoso trozo de carne antes que dejárselo a los criados. Nuestro único consuelo era que la comida espartana tenía fama de ser peor. Grilo solía decir que no le sorprendía que los espartanos estuvieran tan dispuestos a morir en el campo de batalla; era mejor morir que vivir con una comida como la suya.
Así que en Atenas comenzamos una nueva vida, y fue allí donde me pusieron permanentemente a cargo del pilluelo del que había sido responsable, al menos de manera informal, desde que ambos teníamos edad suficiente para andar. El hijo de Grilo, que antes de que nos mudásemos a Atenas no había salido de los confines de la finca ni había escapado de la atenta mirada de su madre o de la mía, veía Atenas como un paraíso. Para mí, encargado de su vigilancia y seguridad, la ciudad era algo muy distinto. Si cierro los ojos, puedo verme con tanta claridad como si fuera hoy paseando en medio del calor y del polvo asfixiantes de Atenas durante los años previos a su caída, rodeado por muleros escandalosos y malhablados y por jóvenes gallitos callejeros que los contemplaban asombrados de su perfecto dominio de la lengua coloquial; por el constante tropel de vagabundos, formado no solo por la típica turbamulta de tullidos, ciegos, ancianos y raquíticos, sino también por extranjeros caídos en desgracia y atraídos por la gloria de la ciudad; por pensadores que se complacían con las épocas difíciles e incluso las deseaban como una señal de dignidad y como fuente de inspiración para su filiación filosófica; y por multitudes ociosas de hombres aptos, soldados de permiso y marineros que esperaban su próximo cometido. Veo la confusa animación de los músicos, los encantadores de serpientes, los acróbatas, los heraldos, los cortabolsas y la prostitución de ambos sexos o de ninguno de los dos exactamente; el heterogéneo flujo de transeúntes normales, trabajadores de la construcción, tenderos, aguadores, vendedores ambulantes de comestibles, escribas, pescaderas, artistas del tatuaje, leñadores, estañadores y sastres; y paratíltrioi o depiladores de los baños, que dejaban descansar sus voces de falsete y secaban sus pinzas mientras tomaban un bocado. Y veo también a otros cien personajes pintorescos, actores, sacerdotes, adiestradores de osos, soldados, proxenetas y comadronas, voceando sus respectivas ofertas, esforzándose por hacerse oír sobre las voces de los demás, sumándose al ensordecedor tumulto que producían la inquietud, la suciedad, la ambición y la locura de una ciudad que era el centro del mundo.
En mi imaginación, salgo de estas caóticas calles por una humilde puerta sin nombre que hay en un largo muro de piedra y entro en un pasadizo oscuro y húmedo. Al cerrar la robusta puerta de roble, la algarabía de la ciudad se convierte en un latido sordo y lejano. El pasillo de mi memoria conduce a un patio bañado por el sol, donde los sonidos dominantes son el goteo del agua en una pequeña fuente, los tintineos y rascaduras apagados que ocasiona la preparación de la comida y la suave risa de los criados en la cocina adjunta a la casa principal. Lo más incongruente de todo es el canto de los pájaros, docenas de cantos, pues en cada rincón hay una o más jaulas llenas de diminutos y vistosos pájaros cantores, escogidos por los exquisitos dibujos de su plumaje y por la dulzura de sus trinos. Por encima de los rumores de la casa se alzan las aflautadas voces de dos niños que juegan en la tierra, al pie de la fuente, con un puñado de canicas de barro.
Desde que vivía en la casa, el niño más pequeño, el hijo de Grilo, había llenado el patio con su canto, que igualaba en belleza y armonía, nota por nota, al de los pájaros enjaulados. Nada le gustaba tanto como sentarse al sol, a los pies de su madre, y entonar de memoria las canciones infantiles y los versos homéricos que le había enseñado ella, esforzándose por dominar los complejos ritmos y cantarines acentos de las lecciones maternas.
Aunque no había mucho que ver —era bajo y delgado para su edad—, tenía talento. Todos lo sabían, pues ya había cantado en varios banquetes ofrecidos por su padre y a los que habían acudido los más célebres ciudadanos y artistas de Atenas. Estadistas y poetas por igual habían elogiado al niño por su cristalina y melodiosa voz y por su desenvoltura. Para él, sin embargo, los cumplidos de los diplomáticos eran como agua para un borracho comparados con los de su padre, que los hacía con parquedad, a regañadientes y solo tras las actuaciones excepcionalmente buenas. Incluso entonces, su satisfacción por haber complacido a los invitados parecía mayor que el incierto placer que le produjera el canto de su hijo.
El niño tenía nombre, desde luego, pero su madre solo lo pronunciaba para reprenderlo y su padre rara vez se dirigía a él. Más a menudo respondía a un apodo, que había nacido naturalmente de su habilidad. Lo llamaban Aedón, ruiseñor, y este insólito sobrenombre pareció fomentar más aún su incipiente talento. Claro que ese talento no tenía mayores perspectivas a largo plazo: su familia era antigua y rica, y semejantes familias no aspiraban a que sus hijos llevasen la vida de un cantor o de un poeta. No obstante, era una facultad amena y gracias a ella consiguió que su padre le prestase más atención de la que le habría prestado de otra manera, y ayudó a tener al chico ocupado en casa hasta el momento en que comenzara su educación formal.
El niño mayor era primo segundo de Aedón, le llevaba dos años y se llamaba Próxeno: un pequeño rufián robusto, de aire arrogante y con una continua sonrisa en los labios. Así como Aedón era un poeta y un cantor nato, Próxeno era soldado por naturaleza, y a pesar de sus distintos intereses e inclinaciones, mantenían una estrecha amistad que rebasaba los límites del parentesco. Al menos una vez al día, Próxeno despertaba a Aedón de sus frecuentes ensueños en el patio golpeándolo en la cabeza con su improvisada espada de madera, dando lugar a una persecución que terminaba con los niños corriendo por la casa, forcejeando sobre el duro suelo de baldosas y metiéndose entre los pies de los viejos y sufridos criados que trataban de poner orden. Dado que Próxeno era el mayor y el más fuerte, Aedón invariablemente se llevaba la peor parte en las peleas, pero rara vez cedía a las insistencias de su primo para que se rindiese. Cuando éste lo inmovilizaba, prefería desarmar a su vencedor sonriendo convulsivamente y cantando tonadas ligeramente obscenas que conseguían que Próxeno se desternillara de risa.
Aedón nunca estaba solo, ni siquiera en las pocas ocasiones en que Próxeno no se encontraba en casa, pues jugaba y charlaba animadamente con un amigo imaginario, un ser que, según decía, estaba siempre con él pero al que se negaba a nombrar, diciendo solo que era un pequeño dios. Al principio, esto suscitó hilaridad en la familia; Próxeno y los esclavos fingían tropiezos y caídas, aduciendo que habían pisado al pequeño dios; y cuando desaparecía un objeto, decían que se lo había llevado el codicioso geniecillo. Con el tiempo, el diosecillo pasó a formar parte del panteón de las divinidades domésticas de la familia, al principio en broma, luego como una costumbre que se practica sin pensar. Mucho tiempo después de que el niño creciera y dejase de comunicarse abiertamente con su misterioso amigo, su madre y los esclavos todavía hablaban de pasada de la presencia de la deidad.
Durante esa época veíamos poco al adusto y distante padre de Aedón. Durante las breves temporadas que pasaba en casa, descansando de sus obligaciones militares o diplomáticas, Grilo tenía poco tiempo para los niños, ya que siempre estaba pendiente de las idas y venidas de hombres extraños, hombres importantes y engreídos que se presentaban para hablar y discutir con él hasta altas horas de la noche. La fama de Grilo como soldado era extraordinaria, y hasta el momento se había desenvuelto bien en la guerra. Hasta había conseguido conservar la mayoría de sus miembros, con excepción de un ojo, herido por una flecha espartana y emponzoñado, según juraba él, por la cataplasma de boñiga de vaca y vinagre que le había puesto un matasanos del ejército. Hubo que extirpar el ojo y Grilo quiso hacerlo personalmente con una cuchara para no volver a exponerse a los peligros de la ciencia del médico. La cuenca cicatrizó bastante bien, aunque de vez en cuando, si Grilo realizaba una actividad física intensa, supuraba una sustancia acuosa y sanguinolenta; la herida era un motivo de orgullo y admiración para el niño.
De tarde en tarde Grilo llevaba a los niños y a León, su viejo paje de armas, a la abandonada finca de Erquía, que a aquellas alturas estaba casi en ruinas. Grilo conservaba un profundo amor por el campo, y aunque las necesidades de la guerra lo obligaban a posponer continuamente sus planes de explotar aquellas tierras, estaba decidido a conseguir que su hijo se familiarizara con ellas. Aún tenía algunos caballos buenos, atendidos por el hijo de León, que estaba cojo, y los sacábamos para ir de excursión y de caza por los alrededores. Incluso en la época en que Aedón era demasiado pequeño para montar solo, Grilo lo sentaba en su propio caballo, entre sus fuertes muslos. A Grilo le gustaba tanto cabalgar que cuando su hijo se cansaba, lo llevaba a la casa para que durmiera la siesta y desaparecía durante el resto del día, sin tomarse siquiera un descanso. En una ocasión me llevó con él, dejándome un pequeño caballo que pensaba regalar a su hijo cuando éste creciera. Entonces me dijo que si la guerra continuaba, Aedón sería soldado, y que si yo iba a ser su paje de armas, necesitaría tener al menos los mismos conocimientos militares e hípicos que mi amo.
—El día que mi hijo mate a su primer espartano —decía—, me sentiré orgulloso.
Grilo hablaba incesantemente de la guerra, y sentía un odio sin límites por los espartanos que habían destruido la prosperidad de Atenas. Despreciaba su rudeza y su falta de cultura, su actitud altiva y dominante ante otras ciudades griegas, tanto aliadas como enemigas. Se burlaba de la ciega devoción de aquellos hombres por su triste ciudad de chabolas de barro y de su inclinación a hacer sacrificios inimaginables con tal de imponer su opresivo sistema de control político a las magníficas ciudades que conquistaban. Recuerdo con claridad la vez que Grilo puso a los espartanos como ejemplo de diligencia porque consideró que Aedón, Próxeno y yo no la habíamos tenido en cierta labor.
—Aedón —dijo con tono autoritario después de ponernos firmes delante de él—, ¿acaso los niños espartanos eluden sus obligaciones? ¿Discuten con sus mayores?
—No, padre —respondió el niño automáticamente, pero a su voz le faltó sinceridad y su mirada era risueña.
Disgustado, Grilo miró a Aedón, me miró a mí, miró a Próxeno, volvió a mirarnos y su rostro adquirió una expresión pétrea.
—¿Qué tienes en la mano, Próxeno?
—Pastel de miel, tío —farfulló Próxeno con la boca llena. Había escogido un mal momento para tomarse un tentempié.
—¿Pastel de miel? Abre la mano.
El niño obedeció. Grilo tiró al suelo el pastel de un manotazo y lo pisó. Próxeno se ruborizó y sus ojos se llenaron de ardientes lágrimas, pero guardó silencio.
Grilo nos miró con seriedad y su voz sonó grave y llena de desprecio por nuestra lamentable blandura. Los tendones del cuello le sobresalían a causa de la tensión.
—Los niños espartanos de vuestra edad comen una vez al día. Un caldo aguado y negro, y no con sus familias, sino a la intemperie y en el suelo, con sus compañeros de clase. Los espartanos piensan que un soldado bien alimentado es un mal soldado, de manera que obligan a sus hijos a pasar hambre. Si descubren a uno robando comida, azotan a la clase entera, y no por el robo, sino por haber sido tan torpe como para dejarse pillar. Si sobreviven a los castigos, les enseñan a golpear a sus compañeros. ¿Lo habéis entendido?
Todos asentimos con los ojos muy abiertos.
Grilo volvió a escrutar nuestras caras, mirándonos fijamente con su único ojo. Al cabo de un momento, alzó la mirada y la clavó en la lejanía. Nosotros seguíamos firmes delante de él, expectantes, y cuando volvió a mirarnos, suspiró. Entonces su expresión recuperó la dureza.
—Cuentan que una vez un niño espartano robó un cachorro de zorra —dijo Grilo—, porque para los espartanos incluso una zorra es comida. Lo vieron huir, y el dueño lo alcanzó. Antes de que lo apresaran, sin embargo, tuvo tiempo para meterse el cachorro en la parte delantera de la túnica. Cuando el propietario del zorro preguntó dónde estaba el animal, el niño negó saber nada al respecto. Le habían enseñado a comportarse así. El interrogatorio continuó durante un tiempo, hasta que el niño cayó muerto de repente. Cuando lo examinaron, descubrieron que la hambrienta zorra le había roído la carne hasta llegar a los intestinos, pero el muchacho, con la insensatez característica de los espartanos, había callado a costa de su propia vida.
Próxeno se mantuvo firme, pero el labio inferior de Aedón empezó a temblar. Mientras Grilo lo observaba con frialdad, palideció, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación. Alcanzamos a oír sus arcadas mientras se dirigía al exterior. Próxeno y yo permanecimos en silencio delante de Grilo, que nos sostuvo impasiblemente la mirada durante unos instantes y luego se marchó con serenidad, dejándonos solos. A partir de aquel día, Aedón me despertaría muchas noches para meterse en mi cama, tembloroso y atormentado por pesadillas sobre hercúleos espartanos que atacaban su casa. Próxeno, por el contrario, se quedaba en su lecho, dando vueltas y sacudidas, defendiéndose animosamente de los atacantes sin ayuda de nadie.