AGRADECIMIENTOS
Dado que toda recreación de un personaje histórico y de su tiempo tiene mucho de conjetura, el autor no necesita ratificar formalmente los datos históricos que contiene. Sin embargo, la coherencia de una novela semejante aumenta considerablemente si el autor se ciñe con fidelidad a los hechos y, cuando esto es imposible, ha de hacer un esfuerzo honesto y concienzudo para permanecer dentro de los límites de «lo que podría haber sucedido».
En consecuencia, en lo que respecta a la investigación de los hechos y del contexto histórico, estoy en deuda principalmente con las fuentes esenciales, en especial con el propio Jenofonte. Su Anábasis es una excelente crónica de la odisea de los Diez Mil y una fascinante historia de aventuras en toda regla, además de estar libre de los torpes aderezos que probablemente haya añadido yo. También me he apoyado mucho en otras obras suyas, en particular en las Helénicas, donde describe la historia de su tiempo. Tucídides y Heródoto me resultaron asimismo indispensables para investigar los hechos inmediatamente anteriores a la época en que está ambientada esta novela, igual que Platón, Plutarco, Filóstrato y Diógenes Laercio, por su información personal sobre algunos de los protagonistas, una información que no se encuentra en ningún otro texto. Homero, desde luego, ha sido la suprema fuente de inspiración. Como señaló Robert Burton, a través del personaje de Democritus Minor: «El material es en su mayor parte de ellos, y sin embargo mío… aunque parezca algo diferente de aquello de lo que procede; tal como hace la naturaleza con el alimento de nuestro cuerpo —incorporar, digerir, asimilar—, yo dispongo de lo que recibo».
Los estudiosos modernos me han prestado una ayuda inestimable, y las obras de J. K. Anderson, Edouard Délebecque, Simon Horn-Blower y A. M. Snodgrass son solo unas pocas de las que ofrecen una lúcida visión de ciertos aspectos crípticos de las armas griegas y la Jenofontia. Del mismo modo, diversos novelistas y biógrafos modernos, incluso aquéllos que no escriben concretamente sobre la Grecia antigua, me han servido como fuentes de inspiración, aunque más a menudo de desesperación, ante mi incapacidad para alcanzar las alturas de su poesía y sus conocimientos históricos. Los más distinguidos en este sentido han sido Robert Graves, Erich Maria Remarque y Marguerite Yourcenar.
Tengo una deuda de gratitud aún mayor con otras personas, en especial amigos y conocidos, varios de los cuales ni siquiera me conocían antes de que comenzara a importunarlos pidiéndoles información y consejo sobre sus especialidades. Dedicaron muchas horas y quemaron un incalculable número de sinapsis neuronales mientras trataban de meter en mi cabeza las dosis necesarias de rigor histórico, técnica literaria y simple sentido común, con diversos grados de éxito, aunque cualquier fallo en este sentido debe achacarse exclusivamente a mi torpeza. (El conde de Shaftesbury, en su Characteristics of Men, Manners, Opinions and Times, escrita en 1711, se queja de la tendencia del autor de su época a «empeñarse patéticamente… en que el lector se resigne a los errores que él prefiere excusar a corregir». Evidentemente, las cosas han cambiado poco en este aspecto). En este punto me gustaría expresar mi gratitud a mi editor, Pete Wolverton, por su profesionalidad y su paciencia; a mi agente, Bob Solinger, por su constante apoyo; a Nicholas Sterling, por sus inagotables conocimientos sobre Jenofonte y su época; a mi traductora, María Eugenia Ciocchini, por la paciencia que ha mostrado con un texto difícil y por su siempre elegante español; y muy especialmente a mi amigo y maestro Mark Usher, que revisó cada página del primer manuscrito para cerciorarse de su verosimilitud histórica y aportó numerosas e inestimables observaciones. Todos ellos me han dado permiso para mencionar su nombre, una gran muestra de indulgencia por la que les estoy profundamente agradecido.
Naturalmente, debo manifestar una infinita gratitud a mis padres, que desde mi más tierna infancia me inculcaron el amor por los estudios y el aprendizaje, y que siempre alentaron y comprendieron mis fantasías y mi pasión por los viajes, superando incluso, estoy seguro, los límites de lo que su economía y su paciencia les permitían soportar con comodidad.
Finalmente, y por encima de todo, estoy en deuda con mi esposa, Cristina, que durante muchos meses toleró mi costumbre de escribir en el «turno de noche» (y el consiguiente malhumor matutino), y que nunca dejó de animarme ni de creer en mí. Confío plenamente en su buen gusto y en su habilidad como lectora crítica (y como experta en pancracio), y sus cualidades como musa serena y afectuosa no encuentran parangón ni siquiera en Calíope ni en Clío. Soy incapaz de imaginar que hubiese podido escribir una sola página de este libro sin ella.
M. C. F.