El material para una historia de la música en el cine se recoge en el esmerado y documentado libro de Kurt London[1] Film Music. Resultaría superfluo reproducir aquí los mismos datos. Por el contrario, es razonable interrogarse si la noción de historia puede emplearse de alguna mañera aplicada a un complejo como el de la música cinematográfica y qué significado se desprende en realidad de las fases evolutivas elaboradas por London. Tratándose de la música del cine, difícilmente puede hablarse de auténtica historia, ni siquiera en el sentido, por demás problemático, que habitualmente se atribuye a la noción de historia aplicada a una de las ramas del arte. Hasta la fecha, la música cinematográfica no ha evolucionado según una serie de reglas propias. Apenas si conoce de problemas planteados en función de una circunstancia y de sus soluciones. Las modificaciones a que ha sido sometida obedecen en parte a los procedimientos de representación en la reproducción mecánica y en parte son forzados y extemporáneos intentos de adaptarse a un gusto del público real o imaginario. Es razonable hablar de una evolución que progresa cualitativamente desde los primeros aparatos de Edison hasta las películas actuales; por el contrario, resultaría ingenuo predicar una evolución artística equivalente desde la música de acompañamiento del cine mudo hasta la partitura actual de una película.
El azar en la evolución de la música cinematográfica es comparable al de la evolución del cine y de la radio. Tiene un matiz fundamentalmente personal. En los jóvenes monopolios, los fundadores y los que detentan el poder son aún los mismos. El principio del profesional especializado no ha conseguido imponerse ni en la dirección general ni en los diferentes departamentos de producción de los estudios, como ha sucedido en las industrias más antiguas. Por este motivo impera el espíritu de los pioneros y la incompetencia. El cine y la radio resultaron artísticamente determinados por los que llegaron primero, por quienes descubrieron en primer lugar el lado comercial de las nuevas técnicas; esto mismo sucede con la música de cine. Pero desde un principio fue considerado como un medio auxiliar de segundo orden. Y al comienzo quedó en manos de quienes estaban preparados para ellos —frecuentemente músicos a los que les resultaba imposible competir allí donde rigiesen criterios musicales más estrictos—. Existía una afinidad entre los músicos de ínfima categoría, los ignorantes, los practicones y la música cinematográfica. Muchos de ellos consiguieron alcanzar la cúspide del departamento musical a fuerza de antigüedad y desde allí ejercieron un paralizante control.
Todo el mundo de la reproducción musical lleva socialmente el estigma de ser un «servicio» para los pudientes. La interpretación musical ha implicado siempre vender algo de si mismo, vender inmediatamente la propia actividad antes de que ésta haya adoptado la forma de mercancía, con lo que participa de la categoría del lacayo, del cómico y de la prostitución. Aunque el ejercicio de la música presupone un arduo entretenimiento, la coincidencia de persona y artista, de existencia y ejecución, producen la impresión de que el músico obtiene ingresos sin esfuerzos, de que es alimentado por los beneficiarios de sus servicios acústicos, que, en realidad, son los que viven gracias al trabajo social de los demás. La mirada despectiva dirigida hacia el ejecutante corresponde al señor: da testimonio de que solamente es él quien necesita todo lo bueno de una manera esencial. Esta mirada despectiva ha conformado el carácter social del músico. En la era burguesa fue sacado de las habitaciones del servicio, en las que aún Haydn solía tomar sus comidas, y fue arrojado a la libre competencia. Pero le ha quedado el estigma de lo socialmente deshonroso y le oprime de la misma forma que la sombra del buhonero gravita sobre el representante o el comerciante de ropa de confección. En el porte severo del músico de cámara queda aún algo de maitre d’hotél, del solícito y, por otra parte, rebelde receptor de propinas. Aún aprecia a las señoras y a los señores, aún les adula con el suave tono de su violín y con sus atentos modales; con el cuello del gabán alzado y el instrumento bajo el brazo, consciente de su aspecto descuidado-llamativo, se asemeja a sus colegas del café en cuyas filas sirvió a menudo en otros tiempos[2]. Lo mejor de la reproducción musical, lo espontáneo, lo sensualmente sugerente, no lo sedentario y lo integrado, sino la vaga inmediatez —en resumen, todo lo que en el pro-fanado concepto del músico ambulante tiene algún valor—, está relacionado con este ambiente, con la imagen del músico bohemio. Si se hubiese prescindido de ella, se hubiese acabado con la interpretación musical de la misma forma que si se alcanzase la racionalización técnica total, si el «dibujo» musical reemplazase a la escritura, la función del ejecutante, el intermediario, se confundiría con la del compositor, el productor.
Pero simultáneamente la costumbre de prestar servicios en las orquestas se habla aún del «servicio nocturno» ha dejado una serie de rasgos funestos en el músico. Entre ellos está el ansia de gustar aún a costa de renunciar a sí mismo y que se refleja en el traje excesivamente elegante, pero también en su excesiva complacencia con el público; el conformismo de los concertistas resulta para la producción una traba mayor que la que supone la pasividad de los espectadores. A esto se une también una determinada y anacrónica forma de envidia y de maldad, la inclinación a la intriga, herencia de lo «deshonroso» en una profesión que sólo se ha adaptado superficialmente a los condicionamientos de la competencia. Son precisamente estos rasgos los que favorecen la tendencia musical de la cultura de masas, que se encarga de hacer desaparecer la competencia, al tiempo que exige el carácter bohemio como un atractivo adicional. El coqueteo y desvergonzado servilismo es lo adecuado para los servicios a los clientes; la intriga y el irrefrenable deseo de aventajar a los demás —que a menudo va unido a un falso «compañerismo»— corresponden a la dominación brutal del business: los músicos saben por sí mismos qué es lo que interesa en la industria de la cultura. De hecho, el monopolio cinematográfico no ha abolido el elemento precapitalista que ha dado lugar a la figura del músico, el tipo social del músico de salón, a pesar de su aparente contradicción con la producción industrial y de la mediocridad artística de sus inquebrantables representantes. Antes al contrario, les ha transferido un monopolio. Los ha extraído de su círculo, motivado por profundas afinidades; las ha preferido a todo músico orientado objetivamente y los ha convertido en una sólida institución. Los ha sometido a la administración, como ha hecho con cualquier vestigio de la antigua espontaneidad. Explota al peluquero como don Juan y utiliza al maître como símbolo de la poesía trovadoresca, como elemento de confort y también para poner en la calle a los elementos indeseados. Su ideal musical es una olla de manteca dentro de una celda de hormigón. Pero como, al ser absorbido el músico por la gran empresa, todos los gestos de espontaneidad musical, ya muy degenerada, que pudieran surgir han sido automáticamente eliminados por los implacables dispositivos técnicos y organizativos, al músico no le queda prácticamente nada más que algunas malas costumbres en su forma de presentarse, una personalidad reducida al rizo de pelo que adorna su frente, un nombre eslavo, un fatuo anhelo de éxito y una ética profesional de tratante de ganado que no encuentra dificultad alguna para entendérselas con los rackets de la era industrial avanzada.
Por ese motivo es un abuso suponer que el apócrifo género de la música cinematográfica tenga una historia. El inepto que en 1910 tuvo por primera vez la idea de utilizar la Marcha nupcial de Lohengrin como acompañamiento no tiene más derecho a ser considerado como una figura histórica que cualquier comerciante de ropa usada. Lo mismo sucede con el personaje que hoy en día, de mejor o peor gana, adapta su música a los gustos de ese ropavejero acogiéndose al pretexto de las exigencias cinematográficas. No se gana una estatua, sino dinero. Los procesos históricos que se pueden apreciar en la música del cine son solamente los reflejos de la degeneración, los bienes culturales de la burguesía convertidos en mercancías para el mercado de la evasión. De cualquier manera, se puede afirmar que la música ha participado parasitariamente en el progreso de los recursos técnicos y en la creciente riqueza de la industria cinematográfica. No cabe pensar que ha evolucionado realmente como tal o en relación a otros componentes cinematográficos en el ámbito de la producción.
Esto no equivale a decir que todo ha quedado como estaba. Al contrario, el poderío económico de la industria ha puesto en marcha una empresa que, cuando menos, merece el calificativo de dinámica. Sigue habiendo correcciones de todo tipo, nombres nuevos, ideas en el sentido de gadgets, de trucos vendibles que se diferencian suficientemente de los precedentes como para llamar la atención y lo suficientemente poco como para no ofender a ninguna costumbre establecida. Todos los progresos de la cultura de masas sometida al monopolio consisten en lo mismo: el aparato, la forma de presentación, la técnica de transferencia en el sentido más amplio de la palabra, desde la precisión acústica hasta la alambicada forma de manejar al público deben aumentar proporcionalmente al capital invertido, mientras que la propia cosa, la sustancia de la música, su material, la calidad de la forma de la composición y su función no se han modificado en conjunto esencialmente. Es un proceso de embellecimiento de fachada. Particularmente contundente es la desproporción entre los profundos perfeccionamientos de la técnica de grabación y la música indiferente o estúpidamente sacada del baúl de los accesorios, en la que se emplean todas esas maravillas de la técnica. Si antes el pianista del cine tocaba en la penumbra la Marcha nupcial de Lohengrin, actualmente, tras la completa extinción de los pianistas, se proyecta la marcha nupcial con luces de neón y en cien colores, pero es la antigua marcha nupcial, y todo el mundo sabe que, cuando suena, está celebrando la felicidad legítima. El camino que va desde las primitivas salas de exhibición hasta el moderno palacio del cine es un desfile triunfal en el que nadie se ha movido de su sitio.
Si se quiere hablar de una etapa histórica en la música cinematográfica, ésta se situaría en la transición del film de las empresas privadas más o menos modestas a la industria altamente concentrada y racionalizada, un par de trusts que se reparten el mercado y que lo gobiernan a pesar de que fingen obedecerlo atemorizados. Esta transición tuvo lugar antes de la aparición del cine sonoro. Kurt London lo sitúa entre 1913 y 1928: aunque fundamentalmente pertenece a los primeros años veinte, era la época en que aparecieron las primeras grandes salas exhibidoras, en la que se transfirió metódicamente la noción de «première» al film, en la que éste se comenzó a realizar con mayor corrección y en la que se lanzó la gran «producción» con gran aparato de propaganda nacional e internacional. Musicalmente corresponde a la introducción de las orquestas sinfónicas, en lugar de los insignificantes conjuntos de salón. Las pretenciosas partituras «compuestas expresamente» en los últimos tiempos del cine mudo eran esencialmente iguales a las partituras del cine sonoro: solamente faltaba añadirles la voz fotografiada. Kurt London dice de esta etapa: «Finalmente, en los últimos años de la época del cine mudo, las grandes salas de cine disponían de orquestas que, estando compuestas de 50 a 100 músicos, causaban vergüenza a no pocas orquestas de ciudades de mediana importancia. Paralelamente a este desarrollo, una nueva carrera se ofrecía a los directores de orquesta: la de dirigir una orquesta de cine y seleccionar la música destinada a ilustrar el film. Estos puestos fueron ocupados a menudo por hombres eminentes que, en la mayor parte de los casos, percibían un salario superior al de un director de ópera»[3]. La importancia misma está en función de los salarios, de la misma forma que la fama depende hoy en día de las agencias de publicidad. Es la importancia de Radio City, de Teatro Pathé, de París; del palacio Ufa, en Berlín. Es lo que Kracauer ha llamado una cultura de empleados[4], la evasión enaltecida, suficientemente barata para que los que dependen de un sueldo fijo, para los asalariados de la gran industria y presentando, no obstante, la apariencia de que nada parece demasiado bueno y demasiado caro para ellos. Un lujo democrático que ni es lujoso ni es democrático, en el que se permite que uno pasee por la alfombrada escalera de los palacios y de los castillos, pero se le defrauda precisamente en aquello que verdaderamente anhela. Toda esta riqueza, la opulencia de la orquesta-monstruo que se hunde lentamente en el foso, iluminada por todos los focos, es el comienzo de una evolución que liquida todas las evidentes ingenuidades del antiguo parque de atracciones, pero que desarrolla los principios del timo y de la estafa hasta un nivel universal.
Este desarrollo no se puede considerar solamente en su aspecto cuantitativo. La nueva música de cine, grandiosa, colorista y exhuberante, adquiere un nuevo sentido social. Su exagerado poder y sus dimensiones son una demostración directa de la capacidad económica que hay detrás de ella. La riqueza de su colorido camufla la monotonía de la producción en serie. Su carácter ostentoso-positivo destaca una publicidad que se extiende por todo el mundo. Se ha convertido en un sector cultural sincronizado como todos los demás.
El aspecto administrativo ha existido desde siempre en la música del cine. El director de orquesta que escogía las piezas de acompañamiento, el responsable de la filmoteca y el arreglador solían pasar revista al repertorio de la música tradicional como quien busca en una reserva de mercancías almacenadas y elegían lo que más les convenía. Esta mirada que manejaba bienes culturales degradados, que cogía y explotaba La suerte del marino [5] o el Tema del destino de Carmen, ha sido siempre la mirada de un burócrata que termina por despojar de su sentido a las obras de arte y por rebajar sus fragmentos al papel de medios auxiliares susceptibles de actuar sobre el público. Es como si el proceso de racionalización del propio arte y el consciente dominio de sus recursos hubiesen sido desviados de su meta por un campo de fuerzas sociales y estuviesen exclusivamente orientados hacia una relaciones de eficacia; el progreso ha consistido únicamente en la racionalización del efecto ejercido sobre el público, una amalgama de chácharas entusiásticas de salón y de sensiblería de modistillas. En cuanto a la música de cine anterior, el procedimiento burocrático de su manipulación quedaba mitigado por un toque de barbarie. No se intentaba fingir el buen gusto ni dar la impresión de «nivel» artístico de ningún tipo citando melodías mutiladas. No existía ningún aparato altamente organizado que actuase entre la producción musical y su distribución al público. El pianista que interpretaba La suerte del marino cuando el film mudo adoptaba unas tonalidades verdosas o sepias con motivo del naufragio de un buque o la orquesta de salón que adornaba la imagen de la favorita del maharajá con un popurrí exótico eran ya, por supuesto, empleados en cuyas conciencias no había lugar para ninguna inquietud de tipo artístico, pero se entendían bien con su auditorio, del que no se diferenciaban en exceso; tampoco estaban demasiado sujetos a su superiores y, además, eran portadores de una parte del vigor y del espíritu de aventuras de la feria en la que había nacido el cine. Éste es el factor ilegítimo y, en cierto modo, improvisatorio y anárquico que el film expulsó de su música cuando se convirtió en big business. Este proceso, que se ha considerado como un progreso, lo es en realidad si se le juzga desde el punto de vista de la riqueza de los recursos y de su utilización controlada. Pero sigue siendo problemático. A partir de su monopolización, la música del cine ha escapado irremisiblemente del campo de la cultura, sin ser, no obstante, ni siquiera un poco más culta de lo que era en la época de su «irrespetabilidad». Su progreso no ha consistido en otra cosa más que en sacar al kitsch de sus escondrijos y en institucionalizarlo. Con ello no se le ha mejorado, nada, sino todo lo contrario.
La transición a manos de la administración es la responsable del estancamiento de la música cinematográfica. La manipulación que clasifica y ordena toda la música tiende por sí misma a limitarle a lo ya existente y a modelar según sus normas administrativas a todo lo nuevo que se présente. En la música, como en los demás sectores de la cultura organizada, no hay apenas lugar para la libertad y la fantasía del individuo e incluso en el caso en que, por razones de prestigio, se apela a las llamadas fuerzas creadoras, éstas se escogen ya de antemano para que procedan dé acuerdo con lo establecido o son presionadas por los hombres de negocios o por sus representantes en la producción para que, con mayor o menor resistencia, creen una vez más lo que de cualquier manera ya hace todo el mundo. Claro está que aún es válida la diferencia entre el músico profesional ejercitado y los diletantes autóctonos. Pero se tiende a equipararlos. Los intentos de asociar al film a los más insignes compositores europeos, como Schönberg y Strawinsky, fracasaron. Cualquier otro músico de calidad que haya querido integrarse en esta actividad para ganarse la vida se ha visto obligado a hacer concesiones que no quedan en absoluto justificadas por un conocimiento más o menos inmediato de las exigencias de la empresa. Sobre todos gravita la misma presión que establece una relación de armonía entre el sistema y sus órganos de ejecución. Es erróneo afirmar que entre los compositores de vanguardia existe un interés primordial por el cine y que se sienten atraídos por la novedad técnica de este medio de expresión. El Festival de Música de Baden-Baden, en donde se realizaron por primera vez experimentos con la música cinematográfica dirigidos a sublimar con mucha afectación el problemático concepto de arte de consumo, no es Hollywood, que hace mucho tiempo que, inconsciente y desvergonzado, había llegado ya a sus propias conclusiones. La relación establecida entre estos dos sectores llega apenas más lejos que esos experimentos modernistas con la «música mecánica», que han dado ánimos a algunos autores para abordar el nuevo mercado, justificando su adaptación al mismo como una hazaña de su elevada conciencia tecnocrática. En realidad, ningún compositor serio se pasa al cine por razones que no sean las puramente materiales. Hasta el momento no resulta ser allí el beneficiario de posibilidades técnicas utópicas, sino un empleado sometido a un severo control y al que se pone en la calle con el más leve pretexto. Dado que el arte autónomo ha sido despojado poco a poco de su base económica e incluso expulsado de su último refugio, resultaría a la vez sentimental y cruel reprochar a cualquiera el hecho de que intente ganar su vida con la música de consumo. Pero nadie debe ver en esto un pretexto para atribuirse a sí mismo o a sus patronos una ideología, abusando del pretendido espíritu de los tiempos. Por el contrario, habría que intentar colocar subrepticiamente el mayor número posible de elementos nuevos y contradictores de la práctica reinante, con la furtiva esperanza de contribuir de esta forma a mejorar la calidad de conjunto de la producción.
Resultaría superficial asimilar las carencias de la música del cine con cuestiones personales. El reparto de los puestos clave en el film es solamente la expresión inteligible de una ley a la que está sometido todo el sistema. Si la racionalización del film equivale de hecho a su absoluta subordinación a unas realizaciones de eficacia, al efecto que en el público debe producir no sólo el conjunto, sino cada detalle aislado del film, es precisamente este mismo principio el que inhibe la posibilidad de toda auténtica evolución histórica, incluso en el sentido, por demás limitado, en el que este progreso pudiese tener lugar en la música clásica burguesa. Solamente se acepta como música de cine aquello que se considera como absolutamente eficaz, es decir, aquello que ya se ha revelado como inductor de un efecto perfectamente determinado y probado en situaciones perfectamente definidas. Como, por razones económicas reales o fingidas, no se puede asumir ningún riesgo, la búsqueda se limita a lo que ya ha sido consagrado por el mercado: la dirección artística del monopolio se remite al veredicto estético emitido por la última fase de la libre concurrencia. Esto explica el estancamiento. Ya que cuando la música de cine se encontraba aún en sus primaros balbuceos, la ruptura entre el público burgués y la auténtica música clásica burguesa del momento era ya definitiva. Esta ruptura tiene antecedentes muy remotos: se puede retrotraer a la época de Tristán, que probablemente no encontró en el público ni la aceptación ni la comprensión que habían encontrado Aida, Carmen e incluso los Maestros cantores. La deserción del público de las salas de conciertos se hizo definitiva entre 1900 y 1910 con las discutidas óperas de Richard Strauss Salomé y Electra. El viraje retrospectivo y estilizante que experimenta a partir de 1910 con El caballero de la rosa, que no se ha llevado al cine por casualidad, es el resultado de esta experiencia. Es el primer intento de salvar el alejamiento entre el público y la cultura a través de la comercialización de esta última. Toda la música auténticamente moderna posterior a Richard Strauss ha adolecido de un carácter esotérico. El gusto del público de todo el mundo, especialmente el de los amantes de la ópera, se ha hecho estacionario y no ha admitido ya ninguna novedad en este género. En América, las modalidades especiales constituidas por las representaciones metropolitanas y por los teatros y salas de conciertos destinados a grandes «vedettes», unidas a la ausencia de una vida musical tradicional y de todos los canales de formación musical que existían en Europa, intensificaron, si cabe, el estancamiento: la ausencia de experiencia de las casos antiguas bloquea completamente la experiencia de las cosas nuevas.
Éste era el estado de cosas con el que tenían que contar los practicantes de la música utilitaria. Se enfrentaban a un gusto que era al mismo tiempo petrificado y embrutecedor, intolerante y desprovisto de sentido crítico. Si querían permanecer fieles a su principio de no dar al público más que lo que éste quisiera, tenían que orientarse según su gusto. La contradicción entré el público burgués y su música se convirtió en enemistad mortal contra el experimento, contra, todo lo que siquiera de lejos pudiera ser sospechoso de ser «intelectual», incluso contra todo aquello que fuese simplemente diferente. Los señores del cine hicieron suyo el juicio emitido hace ya tiempo por el público y lo intensificaron mediante la autoridad desmesurada e ignorante que les confería su aparato de dominación. La música del cine no tiene historia, porque ya antes el público de la ópera o de la sala de conciertos había puesto coto a una historia que o bien tocaba puntos peligrosos y bien contradecía el ideal de relajación y de entretenimiento de una sociedad racionalizada hasta la médula. Con la música de cine, el oyente se ve privado de algo que ya había rechazado de todas formas.
Los films se realizan a la medida de su clientela, se calculan en función de sus necesidades reales o imaginarias y reproducen estas necesidades. Pero al mismo tiempo estos productos, que, por su distribución, son los más cercanos al espectador, son los que le resultan más extraños desde el punto de vista objetivo, atendiendo al proceso productivo y también a los intereses que representan. La realización carece de cualquier contacto humano con los espectadores, contacto permitido aún en toda representación teatral; la presunta voluntad del público solamente se puede percibir de una manera indirecta y en una forma completamente cosificada, a través de las cifras de taquilla.
La contradicción entre una proximidad universal y una distancia insalvable designa el punto flaco de un sistema de relaciones de eficacia al que todo lo demás está subordinado, y ocultar esta debilidad es una de las tareas principales de la manipulación, es incluso uno de los elementos más importantes de la eficacia. Éste es el motivo de que, junto a la abultada publicidad, existan las revistas de cine, los artículos de cine en los periódicos y el chismorreo organizado, que convierte a la intimidad de la vida privada en un apéndice de la maquinaria.
Éste es el ámbito de la música de cine desde el punto de vista social. No es solamente un elemento de esa irracionalidad general manufacturada, de la «distensión», que pretende, engañosamente, hacer olvidar la frialdad de la sociedad industrial avanzada, utilizando para ello los medios que esta misma sociedad pone a su disposición. Pone el film al alcance de todo el mundo, de la misma forma que este se pone al alcance del espectador a través de los primeros planos. Pretende introducir un lazo humano que sirva de intermediario entre el desfile de imágenes fotográficas y el espectador. Proporciona una atmósfera sistemáticamente realizada a acontecimientos en los que ella misma se integra. Intenta insuflar posteriormente a las imágenes algo de la vida que perdieron al ser fotografiadas[6]. No es gratuito el hecho de que la música haya emigrado del foso de la orquesta a la banda sonora del film, del que ha pasado a ser una parte integrante: ahora «trabaja» al espectador al unísono con la banda de imágenes. El consuelo administrado se ha convertido en human interest y, en último término, en un componente más de esa publicidad universal en la que acaba por transformarse el propio film.
Actualmente, el rugido del león de la M. G. M. pregona el secreto de toda la música del cine: el sentimiento de triunfo porque existe el film e incluso porque existe ella misma. Es como si, en cierta forma, comunicase ya a los espectadores el entusiasmo que les ha de ser transmitido por el film. Su forma básica es la charanga: el ritual de los acompañamientos del genérico lo manifiesta de una manera inequívoca. Pero su manera de hacer es exclusivamente la de la publicidad: aprobadora, indica todo lo que va a pasar en la pantalla, refleja anticipadamente, como ya conseguido, el efecto que se alcanzará más tarde en el film, e incluso explica a veces a los tontos el sentido de los acontecimientos a través de su inequívoco carácter normativo, de forma parecida a la práctica actual de añadir a los anuncios de productos higiénicos explicaciones objetivas pseudo-científicas. Todas las formas de lenguaje de la música de cine corriente proceden de la publicidad: el tema corresponde al «slogan»; la instrumentación, al colorismo estandarizado, y los acompañamientos de las películas de dibujos animados se permiten hacer bromas publicitarias: a menudo parece como si la música representase el nombre de las mercancías que el film no se atreve a ofrecer aún de forma directa. Resulta imposible prever en este momento cuál puede ser el fin de todo esto. Así se podría considerar como un auténtico progreso de la música cinematográfica, como una idea hollywoodiana susceptible de ser expresada en dólares y centavos, la de atribuir a cada actor su propio «leitmotiv» publicitario que se repetiría en todos sus films tan pronto como éste apareciese en la pantalla. La estructura fundamental de toda publicidad, la dicotomía entre una imagen o una palabra que impresionan y un segundo plano inarticulado, se reproduce en la música del cine. Ésta es una canción de moda o un sonido informal: en el argot se designan despectivamente con la palabra «noodles» a las secuencias de tresillos que se suceden sin ninguna significación melódica, que, por este motivo, gozan de todas las preferencias. No existe nada fuera de las melodías tarareables y de fácil retención y de los sonidos armónicos completamente incomprensibles.
La función colectiva de la música ha sido racionalizada en orden a la captación de los clientes. Pero el reinado absoluta del efecto como recurso publicitario se ha vuelto contra sí mismo: la música no produce ya ningún efecto. Las tonadas cinematográficas de moda se hacen tan triviales para que puedan ser retenidas con mayor facilidad, que resulta imposible retenerlas —en general están incluso por debajo del nivel de Tin Pan Alley[7], que no está tan absolutamente racionalizada—, y la publicidad omnipresente, la cantinela empalagosa, termina embotándose y provocando, si no una abierta repugnancia, cuando menos la indiferencia. Así la racionalización industrial termina por mostrarse en la música una vez más como lo que ya desde hace tiempo había evidenciado en el campo económico como su propio enemigo. Incluso desde la perspectiva de las propias normas de la industria la música del cine debería cambiar radicalmente. Pero estas mismas normas hacen al mismo tiempo imposible esta transformación.