Epílogo

VAE VICTIS. Con la llegada del amanecer un imperio había desaparecido y otro nuevo surgía de sus cenizas. El Imperio turco se convertiría en la mayor potencia del este de Europa, tan sólo detenido, años después, por la España imperial. Su nacimiento estuvo, sin embargo, regado con sangre. Uno de cada diez habitantes de Constantinopla murió durante el asalto, el resto de la población cayó en su mayoría en manos de los saqueadores, que la convirtió en esclavos.

Jorge Sfrantzés, hecho prisionero, fue rescatado meses después, así como su esposa, aunque sus dos hijos morirían a manos del sultán. Su odio hacia el megaduque Lucas Notaras no disminuyó con la noticia de su ejecución. Cuando Notaras se negó a que sus hijos satisficieran el desenfrenado apetito sexual de Mahomet, este los mandó degollar.

El cardenal Isidoro, huyendo de la refriega, cambió sus ropajes con un mendigo, salvando así su vida a cambio de la del infeliz, ejecutado en su lugar. El príncipe Orchán, último de los parientes vivos de Mahomet con derecho al trono, realizó el mismo intento aunque con peor fortuna: fue descubierto y ejecutado inmediatamente. Leonardo de Quíos, el fanático arzobispo, fue hecho prisionero y liberado poco después por los comerciantes genoveses de Pera que acudieron al campamento del sultán.

Giustiniani, el gran capitán que había hecho lo imposible por mantener la ciudad a salvo de los turcos, murió a causa de su herida dos días después, angustiado por la deshonrosa retirada con la que había sellado el destino de Constantinopla, insultado y vituperado por muchos de sus propios compatriotas.

El podestá no recibió su ansiada recompensa, dado que se le ordenó derruir las murallas. Su colonia fue anexionada y sometida al gobierno musulmán. Génova y Venecia, como recompensa a su tibia respuesta y a la tardanza de la ayuda enviada, perdieron una a una sus posesiones en Oriente, a medida que los turcos avanzaban.

Sería imposible incluir el relato de todas y cada una de las innumerables gestas que se dieron en aquel campo de batalla. Sin embargo, ¿cómo pasar por alto el arrojo demostrado por los hermanos Bocchiardi, el intenso compromiso de los arqueros cretenses, capaces de, con su valor, hacerse acreedores del perdón del sultán o, incluso, el estólido coraje demostrado por los jenízaros en su última carga? Sirva este breve epílogo para rendir homenaje a los que cayeron en defensa de aquello en lo que creían, entrando a formar parte de la eternidad.

Del noble castellano Don Francisco de Toledo sólo se sabe que acompañó al emperador Constantino XI en su última carga, desapareciendo a ojos de la historia junto a las murallas y, aunque las crónicas no guardan registro alguno de su destino, se decía en Castilla que un noble instalado en Toledo, cuya bella mujer hablaba una lengua incomprensible, relataba fantásticas historias sobre reinos lejanos desaparecidos tiempo atrás.