La molestia se fue acrecentando a medida que recuperaba la conciencia, traspasando el umbral del dolor hasta casi convertirse en una tortura. Las punzadas que atravesaban su cabeza, al ritmo de los audibles latidos de su corazón, le hicieron pensar por un momento que iba a volverse loco.
Sin apenas notar el resto de su cuerpo, hizo un esfuerzo por evadirse de las terribles señales que invadían sus sienes y, con lacerante dificultad, abrió los ojos.
Oscuridad. Apenas rota por algún ligero destello que parecía encontrarse muy lejos. Parpadeó con insistencia, tratando de aclarar su borrosa visión, enfocando los objetos más cercanos y adaptando gradualmente su vista a la falta de luz. Poco a poco, el desolado paisaje que iluminaba débilmente la luna se hizo coherente, mostrando la macabra realidad que antes se negaba a desvelar.
A su alrededor, inmóviles, yacían sobre el suelo decenas de cadáveres, turcos y griegos mezclados, imposibles de identificar en medio de la noche. Él se encontraba casi sentado, con el costado pegado al muro y un cadáver decapitado cubriendo sus piernas.
Trató de moverse y, al insistente dolor de su cabeza, se unió una fuerte punzada que recorrió su brazo izquierdo como un latigazo, haciendo que su respiración se hiciera más rápida, en un intento por introducir aire en sus agotados pulmones, aunque cada bocanada parecía introducir fuego en su pecho.
No sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero recordaba que estaba amaneciendo cuando combatieron por última vez contra los turcos, por lo que era probable que su desvanecimiento hubiera durado todo el día siguiente, aunque era imposible de confirmar. Tampoco podía reconocer el lugar de las murallas en el que se encontraba, ni visualizar en su memoria los últimos instantes del combate. Tan sólo una cosa parecía evidente a sus ojos, habían perdido la batalla. El intenso silencio tan sólo era roto por los graznidos de los cuervos, que parecían felicitarse unos a otros por el increíble festín del que disfrutaban. No se oían voces de soldados que buscaran supervivientes, o civiles llorando por sus familiares, tan sólo la peculiar llamada de los negros pájaros.
Con un nuevo esfuerzo se puso en pie, soportando el dolor mientras apartaba con su brazo útil el cuerpo que le aprisionaba. Las piernas le flaquearon, obligándole a apoyarse en la pared de piedra para evitar que el intenso mareo le devolviera al suelo. Allí permaneció durante un tiempo, imposible de cuantificar, mientras remitía ligeramente el dolor que atenazaba su cabeza.
Sentía la boca reseca, y la sed comenzó a acuciarle como si no hubiera bebido una gota de agua en semanas, aunque no estaba seguro de que su estómago aceptara ningún tipo de líquido o alimento. Se palpó el cuerpo en busca de otras heridas, pero tan sólo pudo comprobar que se encontraba semidesnudo, despojado de armadura, botas y cinto.
Tambaleándose, comenzó a caminar pegado al muro, esquivando los cadáveres con los que se tropezaba, escurriéndose en la resbaladiza piedra, empapada de sangre, que formaba el suelo donde se encontraba.
Apenas había avanzado penosamente unos metros cuando dos figuras surgieron de la oscuridad frente a él, como si brotaran de la tierra. Saqueadores de los cuerpos caídos, en busca de botín. Comenzaron a hablar entre ellos en turco, señalándole con la punta del cuchillo que mantenían en la mano, hasta que, finalmente, uno de ellos gritó una palabra en un tosco griego.
—¡Prisionero!
Francisco no tuvo fuerzas para oponerse, ni siquiera para abrir la boca e intentar decir algo. Aquellos turcos, conscientes de su lastimoso estado, no hicieron ademán de abalanzarse sobre él. Era evidente que aquel mugriento y débil herido no suponía ningún peligro para ellos.
El castellano fue empujado por encima de los caídos, arrastrado a empellones hasta una cercana rampa, desde donde salió de la ciudad, deteniéndose a pocos metros del cegado foso junto a un grupo de harapientos soldados turcos, armados con los retazos que iban recogiendo aquí y allá según escarbaban entre las pilas de cadáveres.
El que parecía ser el jefe le miró con desprecio cuando sus captores le llevaron hasta él, escupiendo en el suelo mientras intercambiaba duras palabras con el resto de los componentes del grupo, presumiblemente enfadado por la pérdida de tiempo y esfuerzo que suponía cargar con semejante despojo. Tras varios gritos y rápidas conversaciones incomprensibles para el castellano, el turco se volvió hacia él, hurgando en su boca con sus sucios dedos para comprobar el estado de los dientes de Francisco, produciendo una reacción de asco en el recién capturado noble apenas contenida. El soldado pareció satisfecho, aunque quiso comprobar el alcance de sus heridas golpeando con fuerza sobre el brazo izquierdo del castellano, arrancando un grito de dolor que causó un intenso jolgorio entre sus captores.
Los turcos vendaron apresuradamente el brazo lastimado, recolocando de manera terriblemente dolorosa el hueso roto y fabricando un cabestrillo realizado con jirones de la túnica de alguno de los desgraciados que habían perdido la vida la noche anterior. También vendaron de manera aparatosa su cabeza, sin molestarse en limpiar la sangre seca o aplicar algún tipo de cura, en la creencia de que, tapando sus heridas, recibirían un mejor precio por su fácil captura.
Francisco fue empujado en medio de una decena de griegos e italianos, la mayoría heridos, y obligado a andar al ritmo de los demás colina arriba en dirección a las tiendas turcas, desde donde llegaban los ecos de la música, los vítores y la alegría reinante propia del vencedor.
En el campamento, los últimos rayos de luz habían sido reemplazados por cientos de antorchas y fogatas, visibles desde la estrecha tienda en la que se encontraba Yasmine, a través de la abierta lona que formaba su entrada.
Junto a la puerta, impasible desde el alba, el soldado jenízaro que la había capturado en el palacio montaba guardia, hierático, por orden de su oficial superior, hasta el momento en que se decidiera sobre el destino de la cautiva.
La joven turca no había recibido más que un pequeño cuenco de agua y un trozo de pan con el que saciar el hambre acumulada desde la noche anterior, en la que Basilio había tratado de estrangularla. Yasmine había salvado su vida dos veces seguidas y, tras horas de espera, se preguntaba si se le habría acabado la suerte.
Era consciente de que el sultán no tendría por qué saber en absoluto de su existencia. Todas sus notas e informaciones pasaban a través del codicioso Badoer, quien, posiblemente, habría ocultado los detalles de su red de información a las autoridades turcas, elevándose como único responsable del exitoso intercambio de mensajes que había permitido a los soldados del sultán invadir la ciudad. Pese a todo no disponía de otra alternativa, su única opción consistía en rezar y, como tantas otras veces en el pasado, utilizar los inigualables recursos con los que la naturaleza la había dotado para embaucar al joven Mahomet.
—¡Sal de la tienda!
Somnolienta y ensimismada en sus pensamientos, Yasmine se sobresaltó al oír la ruda orden del oficial de jenízaros que, agachado frente a la puerta, la conminaba perentoriamente a levantarse y seguirle. Sus ojos pardos, clavados fijamente en la turca, mostraban una mezcla de tensa impaciencia y airado cansancio que, en un instante, desbarató cualquier interior optimismo que le pudiera restar a la antigua esclava.
Con la torpeza que le imponían sus dormidos miembros y el lacerante pensamiento de que se encontraba de camino al cadalso, Yasmine se levantó con lentitud, caminando a trompicones hasta la salida. El oficial, sin tratar siquiera de disimular su malestar, la agarró por el brazo, indicando, con un leve gesto de cabeza, al guardia que la había custodiado durante el día, que se colocara al otro lado, presumiblemente para cortar cualquier vía de escape.
Agotada por la tensa espera y abrumada por los últimos acontecimientos vividos, Yasmine sintió flaquear sus rodillas. En el primer traspié, notó como las férreas manos de los soldados tiraban con fuerza de sus brazos, levantándola casi en vilo, por lo que, convencida de su destino, decidió asumirlo con la poca dignidad que le podía quedar a una mujer tras años de esclavitud, forzada prostitución y humillaciones públicas. Con los ojos cerrados para evitar que el torrente de lágrimas que pugnaba por salir pudiera romper los diques de sus párpados, rememoró los lejanos tiempos de su niñez, los únicos de libertad que había conocido, para recabar de ellos las fuerzas necesarias para afrontar su final. Recuperó el paso, irguió la cabeza y apretó los dientes mientras se dejaba conducir, mansamente, por los dos jenízaros.
Tras pocos metros, sus acompañantes se detuvieron por unos instantes, hasta que una voz autoritaria les cedió paso. Nada más continuar, Yasmine sintió bajo sus pies como el duro y terroso firme se tornaba en un piso mullido y suave, mientras su olfato se inundaba del dulce olor a incienso.
De nuevo detenidos, las manos que asían sus brazos soltaron su presa y la turca escuchó una irónica voz que parecía provenir de alguien sentado justo frente a ella.
—¿Tanto molesta mi aspecto que no eres capaz ni de mirarme?
Yasmine abrió los ojos, confusa, esperando encontrarse con un gigantesco verdugo que portara un hacha cubierta de sangre, vislumbrándose, por el contrario, en medio de una lujosa tienda, cubierta de tapices, alfombras, cojines y velos de suave seda de vivos colores. A escasa distancia, débilmente iluminado por dos titilantes lámparas de aceite que pendían del techo por cadenas de oro, un joven de nariz aguileña y penetrante mirada la observaba con curiosidad, sentado en medio de una maraña de acolchados almohadones.
Con un rápido movimiento, Yasmine se dejó caer de rodillas sobre la alfombra que recubría el suelo, apoyando sus brazos en los intrincados arabescos tejidos en su superficie, tartamudeando, casi sin poder respirar.
—Majestad… yo…
Mahomet dejó escapar una carcajada, mientras despedía a los guardias con un gesto de la mano, levantándose de su cómodo asiento.
—Al parecer vas diciendo a mis soldados que te debo la victoria —dijo mientras paseaba lentamente alrededor de la postrada joven.
—Jamás se me ocurriría ser tan osada, alteza, en este día nadie sería capaz de discutiros la gloria del triunfo.
—Pronto has recuperado el habla, ¡levántate!
Yasmine se irguió con lentitud, manteniendo la vista fija en las doradas filigranas que ribeteaban los bordes del pálido caftán que lucía Mahomet, aún salpicado por la sangre que empapaba el suelo de Constantinopla.
Él la observó con tranquilidad, dando una vuelta alrededor de la antigua esclava. Recreándose en sus voluptuosas curvas, fácilmente discernibles a través de la entallada túnica.
—Mírame —ordenó con frialdad, clavando sus ojos en los de ella cuando Yasmine elevó su vista—. ¿Cuál era tu puesto y cómo conseguías información?
—Era la esclava de la protovestiaria en el interior del palacio de Blaquernas, donde me encontraron. La información la recibía de Teófilo Paleólogo, primo del emperador, a quien seduje, sonsacándole cuanto quise de los consejos secretos a los que acudía.
—¿Tan buena eres como amante? —preguntó Mahomet esbozando una sonrisa.
—Depende de con quien se me compare —respondió ella, mientras mantenía la mirada del sultán.
—¿A quién pasabas tus informes y cómo lo hacías?
—A Giaccomo Badoer, a través de un funcionario griego de nombre Basilio, al que maté la noche antes del asalto.
—¿También amante tuyo?
—Sí.
El sultán asintió con la cabeza, admitiendo la veracidad de las respuestas de la turca. Poco antes de que la antigua esclava fuera llevada a su presencia había recibido al banquero veneciano, el cual, rebosante de gratitud por las muchas promesas de concesiones comerciales otorgadas por Mahomet, había realizado un pormenorizado relato de cómo había tejido los hilos, cual laboriosa araña, dentro de la corte del difunto Constantino.
—También tengo esto —añadió Yasmine, al tiempo que extraía de entre sus ropas un pequeño y deteriorado pergamino, que alargó con suavidad al sultán—. Pertenecía al secretario imperial, lo recogí del suelo de sus habitaciones en un descuido.
Mahomet palpó la sucia nota enarcando una ceja, examinándola con indiferencia a la luz de un candil, parándose tan sólo en una diminuta marca que aparecía, borrosa, en uno de los lados.
—Supongo que mientras Sfrantzés estaba desnudo esperándote —ironizó el sultán.
—No, me interrogaba. Me arrojé llorando a sus pies y descubrí esa nota en el suelo por casualidad. Debió de caerse de su escritorio.
El sultán dejó a un lado el trozo de pergamino sin darle importancia, manteniendo la vista fija en la bella turca.
—Vos ya sabéis quién soy —afirmó Yasmine con confianza.
Mahomet abrió los ojos, sorprendido por un instante por el comentario de la joven, aunque pronto su rostro volvió a mostrar una amplia sonrisa.
—Por supuesto, mandé que uno de los prisioneros del palacio te identificara sin que te dieras cuenta. Era el relato del veneciano el que quería confirmar y sabía que tú me dirías la verdad si pensabas que te iba en ello la vida, como así ha sido, por otro lado.
El sultán se recostó de nuevo en medio de los cómodos cojines, manteniendo su mirada fija en la joven.
—El italiano te daba por muerta —añadió con sorna—. De hecho, se mostró muy compungido explicando que le había sido imposible localizar al barquero que habría de trasladarte a Pera. Al quedarte en el palacio salvaste la vida.
Yasmine parpadeó, incrédula, abriendo la boca para decir algo sin que los sonidos salieran de su garganta. En ese momento se dio cuenta de que, si el pequeño barco que había de llevarla hasta la colonia genovesa no había llegado a su destino, era probable que Helena aún se encontrara en la ciudad, ya fuera muerta o como esclava de alguno de los millares de asaltantes que vagaban por entre las ensangrentadas calles.
—Pareces sorprendida —comentó Mahomet—. Pensaba que te alegrarías de tu destino.
—Y así es, majestad —respondió Yasmine recuperando el gesto impasible—, tan sólo me congraciaba de mi suerte y me preguntaba qué sería de mí a partir de ahora.
—Me has proporcionado un extraordinario servicio. Serás recompensada con una buena asignación, así como tierras en algún lugar de la costa del mar Egeo.
—Es un verdadero privilegio, alteza —agradeció Yasmine dejando escapar un visible suspiro de insatisfacción.
—¿Acaso no te parece bien? —inquirió el sultán con extrañeza.
—Cualquier cosa que vos deseéis la cumpliré con agrado pero, si se me permite decirlo…
—Habla, maldita sea —gruñó Mahomet intrigado por los mohínes de la joven.
—Me habría gustado poder serviros personalmente en la corte, majestad —finalizó Yasmine con voz dulce y sensual, a la vez que dirigía a Mahomet una apasionada mirada.
El sultán mantuvo la vista fija en los bellos ojos de la antigua esclava, deslizándolos a continuación sobre su cuerpo, mientras sonreía divertido.
—Como hombre consideraría un placer disponer de tu compañía —dijo finalmente, arrancando una ligera sonrisa del rostro de Yasmine—. Sin embargo, sólo un necio introduciría en su corte un arma tan peligrosa. No —negó con tranquilidad—, no cometeré el mismo error que Constantino. Te mantendré envuelta en oro y sedas, pero tan alejada del poder como me sea posible.
La turca bajó la cabeza, desilusionada por la respuesta del astuto sultán aunque, en el fondo, aliviada de poder terminar con aquel juego que mantenía su vida en vilo desde el día en que el banquero italiano la había comprado en su niñez. Fue en ese momento cuando recordó un juramento que se había hecho a sí misma hacía muchos años.
—Ya que no me concedéis mi humilde deseo —dijo ella con suavidad, justo en el momento en que Mahomet iba a dar por terminada la audiencia—, ¿me permitiríais abusar de vuestra hospitalidad con una última petición?
—¿Por qué no? —comentó el sultán—. ¿Cuál es ese deseo?
—La cabeza de Giaccomo Badoer.
Mahomet abrió los ojos de par en par antes de soltar una tremenda carcajada.
—¿Quieres terminar con el último de tus amantes?, creo que he hecho bien en alejarte de mí.
—Ese cerdo me esclavizó de niña, sometiéndome a sus más perversos deseos. Me arrebató la inocencia, el honor y el orgullo, arrojando mi vida en medio de sus repugnantes juegos. Hace años que me juré a mí misma que le vería muerto y, dado que vos me enviáis demasiado lejos para tomarme la venganza por mi mano, os suplico que me concedáis esta última gracia.
—Sea —cedió Mahomet con indiferencia—. Ya no le necesito y, a decir verdad, esta petición me ahorrará una buena cantidad. Ahora vete, ya recibirás el presente en una bandeja para que puedas regocijarte.
El sultán agitó una campanilla con la mano, señal para que uno de los guardias que custodiaban la entrada apareciera de inmediato en el interior de la tienda, realizando una ligera reverencia con la cabeza.
—Acomoda a esta mujer en la tienda que han preparado para el comerciante veneciano, él ya no la va a necesitar, y acompáñala a ver a los esclavos de la ciudad, necesitará un par de ellos para comenzar su nueva vida de propietaria. Te hago responsable de su seguridad y bienestar.
El oficial de la guardia jenízara se mantuvo callado, atento a las instrucciones de Mahomet, asintiendo finalmente antes de realizar un cortés gesto hacia la joven para que la acompañara al exterior de la tienda. Yasmine dirigió una última mirada al joven y exultante monarca, antes de realizar una profunda inclinación y abandonar su presencia.
Con paso tembloroso, Chalil Bajá caminaba hacia la entrada de la tienda del sultán junto a su fiel Amir, a quien había pedido que le acompañara. El criado había asentido sin dudar, evitando al anciano visir la necesidad de explicar que era su creciente nerviosismo lo que le impelía a solicitar su presencia.
Poco antes de llegar a la tienda, se cruzó con un oficial de jenízaros que acababa de abandonarla escoltando a una joven de aspecto oriental, de brillantes ojos que relucían como llamas a la luz de las hogueras cercanas. Su vestido era claramente bizantino, aunque el soldado parecía tratarla con deferencia. Sin embargo, Chalil no se encontraba con ánimos para hacer conjeturas sobre la identidad de aquella mujer, imbuido como estaba por el temor a que aquella noche el sultán firmara su sentencia de muerte.
A pesar de la inestimable contribución que su red de espionaje había supuesto para la caída de Constantinopla, Chalil había apostado por la negociación con los bizantinos, tratando de convencer al sultán de que sería una locura continuar con las hostilidades y que lo mejor sería llegar a un honroso acuerdo con el emperador. Esta posición, de la cual se habían ido poco a poco separando el resto de los componentes del divan, permitía ahora al sultán deshacerse de su primer visir, tal y como intentaba desde hacía tiempo.
Al llegar a la entrada de la lujosa tienda, uno de los guardias se interpuso en el camino del criado, indicando con un contundente gesto que debía esperar fuera mientras Chalil, cogiendo aliento para enfrentarse a su más que probable muerte con dignidad, se adentró como un cordero camino del sacrificio en las oscuras estancias del sonriente triunfador.
—Has tardado —dijo Mahomet secamente en cuanto vio a su primer visir—. Hace horas que te espero.
—Debisteis haberme mandado llamar, majestad —respondió Chalil, incapaz de confesar que el miedo a las consecuencias de aquella entrevista era lo que, inconscientemente, le había mantenido alejado de la engalanada tienda.
—Quería comunicarte personalmente que voy a destituirte del cargo que ostentas —afirmó el sultán mientras clavaba sus ojos en el descompuesto rostro del anciano.
—¿Acaso no os he servido bien, mi señor? —preguntó el depuesto visir mientras temblaba como una hoja, haciendo que el borde de su pesado caftán se moviera al ritmo de sus nerviosos miembros.
—No tengo ninguna queja de tu dedicación —explicó Mahomet con tranquilidad—, aunque no entiendo por qué pasabas información a los bizantinos.
Al oír estas últimas palabras, Chalil demudó su rostro en la más completa mueca de sorpresa que hubiera visto el sultán.
—¿Cómo…?
—¿Cómo lo he sabido? —completó Mahomet la balbuceante frase de su atónito ministro y consejero—. Ya tenía mis sospechas, aunque ha sido el megaduque bizantino Lucas Notaras el que me las ha confirmado. No me ha explicado cómo se enteró de tus manejos con Sfrantzés, pero, aunque este último se ha negado a decir palabra, su compañero en el consejo del difunto Constantino me ha proporcionado inapelables pruebas de tu implicación. Por último —añadió enseñando al primer visir la nota recibida de Yasmine— este pergamino con tu sello encontrado en las estancias del secretario imperial bizantino acabó por despejar cualquier duda. Sin embargo, hay algo que me desconcierta, el hecho de que aun así actuaras lealmente, abriendo con tus espías las puertas de la victoria, me tiene en ascuas. ¿Cuál era tu motivación? ¿Dinero? ¿Venganza? ¿Ocupar mi puesto?
Chalil respiró profundamente e irguió la cabeza, mirando fijamente al joven que pronto se convertiría en la admiración de Europa y en uno de los más poderosos monarcas del Mediterráneo. Con la voz firme y la serenidad del que no tiene nada más que perder, expuso sus razones al intrigado sultán.
—No buscaba riquezas, ni tampoco gloria o satisfacción de viejos odios hace tiempo olvidados. Tampoco ambicioné nunca el trono que Alá os concedió en su sabiduría, mi único interés ha sido siempre el bienestar de nuestro pueblo y, para ello, creí necesario que esta sangrienta expedición finalizara cuanto antes y con el menor costo posible. Nada es más importante para la gloria de nuestra nación que la paz. Nunca fui partidario de romperla por la ambición de tomar esta ciudad.
—Realmente estabas convencido de que fracasaría.
—Así es y, de hecho, ni siquiera vos podéis negar que debemos más a la suerte que a nuestra fuerza o estrategia el poder contar con la victoria.
—¿Tampoco tuviste nada que ver en el intento de asesinato?
—En absoluto, de haber querido mataros he dispuesto de innumerables ocasiones con anterioridad que no habrían resultado tan comprometedoras.
Mahomet bajó la cabeza, meditando las respuestas de su antiguo primer visir. A su pesar, debía admitir el intenso sentido del deber hacia su pueblo que dirigía las acciones del anciano, convencido de estar actuando de forma honorable. Aunque las razones de estado por las que Chalil debía abandonar su puesto habían sido puestas de relieve con notoriedad tanto por el resto de sus más altos consejeros como por su propia lógica, Mahomet no pudo, ante las orgullosas palabras del antiguo consejero, sino sentirse, por primera vez en su vida, como un inexperto jovenzuelo que trata de dar una lección a aquellos que le han guiado correctamente en su alocada juventud. Contra su propia voluntad, el sultán concluyó que, después de su padre, de nadie había aprendido más sobre el gobierno que del propio Chalil. Ninguno de sus ministros se atrevía a discrepar de su palabra, ninguno le sugería otras formas de actuar o le reprochaba su comportamiento, tan sólo aquel hombre al que ahora iba a mandar al patíbulo, para eterna condena de su conciencia.
—Te he juzgado erróneamente —admitió con tono avergonzado—, pero ya no puedo dar marcha atrás. Sigues suponiendo un peligro para mí. Tu rectitud es encomiable, pero puede jugar en mi contra, tal y como lo ha hecho en ciertos momentos de este largo asedio. Mantendré mi decisión y… ya sabes lo que supone eso.
—Sí —afirmó Chalil con una sorprendente calma.
Con un incómodo silencio Mahomet dio por terminada la reunión, tratando de finalizar con aquel humillante trámite del que, a pesar de todas las razones de la corte, tendría que arrepentirse el resto de su vida.
—¿Puedo solicitar un favor de su excelencia? —inquirió Chalil cuando ya se giraba para marchar.
—Pide lo que quieras.
—Sé que lo obligado en estos casos es que la familia de un depuesto comparta su destino. Os suplico humildemente que dispenséis a mis hijos de ello.
—Pongo a Alá por testigo de que tu familia será tratada con total consideración y permanecerá a salvo de cualquier daño. Mañana mismo daré orden de que tu hijo Ibrahim sea elevado al rango de qadi de Edirne.
—Que el Señor os colme de bendiciones por ello y os guíe en la mejor forma de gobernar a nuestro pueblo —finalizó Chalil con una reverencia.
Cuando salió de la tienda, Amir se aproximó a él, ofreciendo su brazo para que el depuesto visir se apoyara. Chalil sonrió a su fiel criado, palmeando su hombro amigablemente.
—Esta noche quiero estar solo —dijo con tranquilidad, alejándose del sorprendido Amir, encaminándose con lentitud al borde del campamento, desde donde se divisaba la ciudad que sería la nueva capital del Imperio turco.
Con la refrescante brisa nocturna acariciando su rostro, Chalil se sintió incomprensiblemente rejuvenecido, como si la recién adquirida certeza de su destino, en lugar de provocarle la infinita angustia que siempre había temido, le hubiera liberado de cuantas pesadas cargas le agobiaban hasta el momento.
Asombrado de sí mismo, se descubrió paseando entre las encendidas fogatas, las vacías tiendas o los numerosos grupos de soldados que se unían para asombrarse con las hazañas y muestras de valor realizadas durante el pasado asedio, así como provocar la envidia con la riqueza de sus capturas y del botín obtenido en la ciudad. Con paso lento, caminó hasta el borde de la playa, donde el eco de las risas y los cánticos de los vencedores se perdía, absorbido por el rítmico romper de las olas.
No habría sabido decir el tiempo que permaneció allí, estático, de pie frente a la oscura infinitud del agua, cuya orilla contraria apenas se atisbaba por algún reflejo o titilante luz que parpadeaba en la lejanía. Lo que sí tenía claro era que no podía recordar cuánto tiempo había transcurrido desde la última vez que pudo disfrutar del sencillo goce que la naturaleza ofrecía en cada uno de los rincones del mundo, de la tranquilidad interior y de la calma. Para su sorpresa, resultaba tremendamente fácil aceptar el final que le había sido impuesto, más que la continuidad en su cargo, oprimido por la permanente perspectiva de la muerte. Al contrario de lo que muchos decían, la certeza de la muerte no supuso un temor para el antiguo primer visir, sino una bendita liberación.
Riéndose de sí mismo, se despojó del caftán y se adentró en el fresco mar de Mármara, dejándose acunar por el arrullo de las olas, observando la nitidez de las estrellas en el cielo, disfrutando plenamente de uno de sus últimos días con la liberación que otorgaba saber que su descendencia disfrutaría de los bienes llegados por su sacrificio.
Agrupados como ganado, hambrientos, con la ropa desgarrada y moralmente exhaustos, miles de prisioneros, futuros esclavos, se concentraban en numerosos puntos del campamento turco, formando densos círculos, en los que los antaño orgullosos bizantinos se sentaban unos junto a otros, en silencio, con la cabeza gacha y los ojos perdidos. Unos pocos trataban de dormir, aprovechando un privilegiado hueco en el que tumbarse encogidos en el suelo. Los más se apretaban contra sus vecinos para entrar en calor, en aquella noche de mayo, más fría de lo habitual, no se sabe si por el extraño tiempo que había dominado durante aquella fatídica primavera o, por el contrario, por el gélido sentimiento que trae consigo la derrota.
Yasmine paseaba entre ellos, recorriendo con la mirada cientos de caras, iluminadas fugazmente por la antorcha del oficial de jenízaros encargado de su seguridad. Hombres y mujeres adultos se entremezclaban sin orden ni concierto, aunque la turca echó en falta a los niños, desconocedora del poco interés que suscitaban entre los asaltantes, debido a su falta de utilidad como esclavos y a la dificultad de cobrar sus rescates, lo que hacía de ellos un estorbo más que un premio, algo que solían pagar con la vida.
La mayoría de aquellos rostros le eran desconocidos y, de algún modo, todos le parecían extrañamente similares, vacíos, faltos de toda esperanza, con los ojos vidriosos, cansados de llorar, aceptando un destino que nunca habrían elegido.
Se paró delante de una joven de apenas doce o trece años, una griega menuda de largo pelo y miembros delgados, que se mantenía sentada, con los brazos alrededor de las piernas, como un ovillo. Yasmine se vio a sí misma ahí plantada, cuando aquellos mercaderes de prominente barriga y aliento fétido se detuvieron delante de ella, en las pardas colinas de su Anatolia natal, para disputar su libertad al soldado que la capturó. No tardaron en revenderla al riquísimo banquero italiano para el que trabajaba hasta poco antes, pero el miedo y la angustia de aquellos días nunca desaparecieron de su corazón.
—La quiero a ella —dijo con voz firme, señalando con el dedo a la joven.
El jenízaro asintió en silencio, agachándose para agarrar por el brazo a la griega, que se dejó levantar dócilmente. Yasmine observó sus ojos oscuros, faltos de toda expresión, preguntándose si sería capaz de redimirse a través de aquella inocente joven. Con suavidad acarició su cara, sonriéndole con calidez.
El soldado esgrimió una obscena mueca en su rostro, incapaz de comprender la verdadera intención de la turca, aunque borró la expresión en cuanto Yasmine clavó sus fríos ojos en él, haciéndole un gesto con la cabeza para continuar el recorrido.
—Vámonos —ordenó al jenízaro, el cual se puso delante para abrir un camino en medio del nutrido grupo de nuevos esclavos.
Ya en dirección a la tienda que le había sido asignada, Yasmine fijó su atención en un nuevo grupo de capturados, cerca de una docena, que eran conducidos por cuatro soldados musulmanes, vestidos con los retazos de las armaduras griegas rapiñadas de los caídos junto a la muralla. Varios de los supervivientes, a los que fustigaban de cuando en cuando, con cortas cuerdas terminadas en nudos, renqueaban por efecto de sus heridas, por lo que la antigua esclava supuso que serían soldados griegos supervivientes de la matanza efectuada por los jenízaros en el asalto a las posiciones de los defensores. Aún no disponía de un relato de los combates, pero no dudaba de que, tras la dureza del asalto, los turcos no habrían hecho prisioneros entre aquellos que se encontraban en el bando contrario.
Uno de los cautivos, que caminaba mirando al suelo, con un brazo en cabestrillo y una venda ensangrentada rodeando su cabeza, atrajo su atención. A diferencia de sus poco afortunados compañeros, vestía ropas de estilo italiano, sucias y desgarradas, de un color aparentemente rojizo a la luz de la antorcha que portaba el primero de los cautivadores. Algo en aquel hombre le resultó vagamente familiar, por lo que, para disgusto del oficial de jenízaros, deseoso de abandonar a la turca en su tienda, se desvió hacia el grupo.
—Quiero ver a ese esclavo —dijo, haciendo que el pequeño grupo detuviera su marcha.
—¿Para qué? —exclamó con suspicacia el soldado que iba en cabeza—. ¿Acaso queréis comprarlo?
Sin dignarse a responder, Yasmine se aproximó al cautivo, solicitando con un gesto al oficial de jenízaros que acercara su antorcha. A pesar del aparatoso vendaje de la frente, la cara ensangrentada y la suciedad que acumulaba su rasgada camisa no tuvo dificultad en reconocerle.
—Francisco.
El castellano apenas movió la cabeza, levantando simplemente sus ojos lo suficiente para reconocer a la antigua esclava. Si por su mente pasó algún tipo de sentimiento al encontrarse con ella no lo demostró, tan sólo bajó la vista, fijándola nuevamente en el suelo.
—Me llevo a este esclavo.
—De eso nada —intervino otro de los soldados, que se adelantó hacia Yasmine.
El jenízaro se interpuso con un movimiento brusco, manteniendo la antorcha en alto mientras acariciaba el pomo de su curvo sable con la mano libre.
—El sultán la ha autorizado a recoger los esclavos que quiera —masculló con frialdad mirando fijamente al bashi-bazuk, que se había detenido en el acto al cruzarse el oficial.
—¿Nos indemnizará el sultán por la pérdida? —preguntó con tono lastimoso, intentando sacar partido de lo inevitable.
—¿Por un esclavo roñoso y medio muerto? —ironizó Yasmine—. No, no recibiréis ni un akçe por él.
Los turcos se miraron unos a otros, contrariados, observando después al oficial jenízaro, que mantenía su amenazadora actitud, impasible ante las palabras de la antigua esclava.
—¡El resto, seguid caminando, escoria! —gritó finalmente con visible enfado el que comandaba el grupo, reanudando la marcha, no sin emitir notorias maldiciones, susurradas de forma casi inaudible contra la muchacha turca.
Yasmine continuó en dirección a su tienda, seguida por la joven griega, caminando como un borreguillo detrás de su nueva señora. El jenízaro que la escoltaba empujó con brusquedad a Francisco, para que cambiara su dirección por la de la lujosa tienda que ocuparía la turca, obligándole a acelerar el paso.
Una vez llegados a su destino, una tienda circular de tonos azules, difícilmente apreciables con la sinuosa luz de fogatas y antorchas, Yasmine encargó al oficial que llevara a la griega a comer algo, a lo cual, el jenízaro respondió con una rápida mirada en dirección al castellano.
—Dame tu daga —ordenó Yasmine al oficial. Éste se desembarazó del arma, que portaba cruzada bajo su cinturón, posiblemente fruto del saqueo de algún oficial bizantino muerto—. Ahora vete, no me causará problemas.
El jenízaro partió en silencio con la joven bizantina, mientras la turca se introducía en la tienda, manteniendo abierta la fina tela de seda que formaba la entrada, como una insinuante forma de bienvenida a Francisco, el cual, con paso lento, atravesó el umbral.
Yasmine dejó caer la tela, bloqueando la escasa luz que se introducía en el interior de la improvisada estancia. Se aproximó a una lámpara de aceite y la encendió, mostrando el disperso aunque riquísimo mobiliario que se distribuía alrededor de ellos.
La joven se acercó a Francisco, situándose a unos pocos centímetros, mirándole con intensidad mientras exhalaba su aliento sobre la dolorida cara del castellano.
—Ya no luce gallardo el primo del emperador —dijo finalmente con frialdad.
—Siempre supe que no eras más que una zorra —respondió él, levantando el rostro y clavando sus ojos en los de Yasmine.
Ella rio con fuerza, antes de, con un rápido gesto, desenfundar la daga tomada del jenízaro y situarla en el cuello del castellano, presionando su cara para obligarle a levantarla.
—¿Qué se siente cuando es otro el que tiene tu vida en sus manos? ¿Qué piensa un antiguo príncipe cuando comprende que le esperan años de humillaciones y sufrimiento?
—Nunca fui príncipe —respondió Francisco con serenidad, sin dejar de mirar a la antigua esclava—, tan sólo alguien que cumplió con lo que se esperaba de él.
—Podría matarte si quisiera.
—¿Y por qué no lo haces?
—¿Acaso no te importa?
—Ya no, he perdido cualquier cosa por la que vivir.
—¿Y si te dijera que Helena podría estar a salvo?
Francisco parpadeó sorprendido, intrigado ante las palabras de la turca, aunque temeroso de que no fuera más que una mera burla, se mantuvo en silencio.
—Hablé con Helena poco antes de que comenzara el asalto. Tenía un salvoconducto, de forma que, cuando los turcos consiguieran entrar en la ciudad, ella debía subirse a un bote en el puerto que la llevaría hasta Pera —añadió Yasmine—. Puede que ahora esté allí. ¿No alienta la duda las ganas de sobrevivir?
—¿Cómo consiguió esa garantía? —preguntó Francisco con desconfianza—. Ella no habría aceptado ningún trato con un turco.
Yasmine sonrió, retirando la afilada daga del cuello del castellano, caminando con lentitud hasta la entrada de la tienda, desde donde, tras retirar con una mano la tela que la cerraba, se podían observar las luces de la colonia genovesa, más allá del Cuerno de Oro.
—¿Qué darías por llegar hasta allí?
Francisco se aproximó renqueante hasta la entrada, fijando sus ojos en las lejanas antorchas que se distribuían por la muralla de Pera.
—Hasta mi vida me parecería escaso precio por saber que ella está a salvo —afirmó apesadumbrado—. Pero, por mucho que quieras engañarme, sé que es imposible. Resultaría muerta o capturada en Santa Sofía.
—Yo le di personalmente el salvoconducto —interrumpió Yasmine observando con fijeza la reacción del castellano.
—¿Por qué?
—Porque era la única que merecía sobrevivir.
—Y ahora piensas regocijarte vengándote conmigo.
—Eso quería hacer —respondió ella alejándose de la entrada, dejando a Francisco en el umbral, manteniendo la tela abierta con su maltrecho cuerpo, deslizando su vista por la lejana esperanza que representaban las murallas de Pera—. Pero tengo otros planes para ti.
El jenízaro regresó con rapidez, andando a grandes zancadas, como si su pesada armadura no molestara, al convertirse tras tanto tiempo con ella en parte de su propia piel. Entró en la tienda apartando bruscamente a Francisco, el cual se dejó empujar dócilmente al interior, manteniendo la vista en el suelo alfombrado.
—Supongo que los mercaderes genoveses de Pera revolotearán por el campamento comprando a sus compatriotas —comentó Yasmine al oficial turco, el cual asintió con su habitual mutismo.
—Llévate a este esclavo y entrégalo a uno de ellos para que lo conduzca a su colonia, no voy a necesitarlo.
Francisco levantó la vista, más sorprendido que el propio jenízaro, que enarcó una ceja con suspicacia, aunque, si existía alguna duda en su interior, no se atrevió a hacerla pública.
—Ya te lo dije —añadió la turca con una sonrisa, ante la atónita expresión del castellano—. Ella es la única que se lo merece.
El oficial agarró a Francisco por el cuello de su destrozada camisa, arrastrándolo fuera de la tienda sin tiempo a una sola palabra. Lo último que el castellano vio del interior de aquella lujosa estancia era la sonrisa de la turca, enmarcada por sus bellos ojos, que, por una vez, no mostraban la frialdad acostumbrada, sino un desconcertante destello de alegría.
A trompicones, el fornido soldado encaminó a Francisco a través del campamento turco hasta alcanzar una pequeña explanada, donde se arremolinaban numerosos prisioneros, examinados con exquisito cuidado por una pareja de hombres, vestidos con largas capas oscuras que apenas dejaban entrever sus ropajes italianos. A su lado, media docena de turcos balbuceaban en un pésimo latín, tratando de conseguir el mejor precio por sus capturas.
El oficial se adelantó entre los asistentes, empujando a Francisco sobre uno de los sorprendidos mercaderes, que se apartó con rapidez, sin poder evitar un gesto de disgusto mientras se sacudía la ropa en el punto en que había sido tocada por el castellano.
—¡Llévatelo! —exclamó el jenízaro con voz gutural.
—Bueno… —dijo el mercader con un tono dubitativo— no parece encontrarse en muy buen estado, no creo que merezca la pena gastar nada en él…
—No tienes que pagar —interrumpió el soldado con una hosca mirada—. Sólo llévatelo a tu mugrienta ciudad y suéltalo allí.
—Bien —respondió el atemorizado comerciante—, si no es un esclavo al que pagar, lo llevaré conmigo.
Con acusados gestos, aunque con sumo cuidado para no tener que tocar al desaseado castellano, le indicó que se subiera a un pequeño carromato descubierto tirado por dos bueyes, en el que ya esperaban una mujer de edad avanzada con un niño de unos doce años agarrado desesperadamente a ella. Con un esfuerzo considerable a causa de su brazo lastimado y la falta de ayuda, Francisco subió al carro, sentándose enfrente de la pareja rescatada, vestida con ropajes de excelente factura y lujosos bordados, indicativos de su elevado estatus social, lo que, en aquellas circunstancias, era el mejor modo de asegurarse la vida. De no ser por sus vestidos de rica confección, ningún turco habría perdido un segundo en capturar a una mujer mayor.
El niño le miraba con los ojos muy abiertos, tan fijamente que Francisco comenzó a dudar si realmente era capaz de ver lo que tenía ante él. Sus pequeñas manos se crispaban alrededor del cuerpo de la mujer, que le sostenía con fuerza, tratando de calmarlo con suaves palabras, ignorando por completo la aparición del castellano.
La negociación de los mercaderes, audible por los numerosos gritos y regateos que seguían a cada ocasión en que los comerciantes se fijaban en alguno de los capturados, se prolongaba interminablemente, con nuevos grupos de soldados turcos que se acercaban junto a sus presas, para enseñar la recién conseguida mercancía a los genoveses.
Varios liberados subieron al carro y, a pesar del alivio que su nueva situación debería haberles proporcionado, ninguno mostró alegría, tan sólo una callada tristeza, como si el recuerdo de lo que acababan de pasar hubiera marcado su vida hasta el punto de transformarlos en silenciosos espectros de ojos vacíos. Alguno comenzó a musitar una plegaria, ignorado por el resto, que se mantuvo ajeno al agradecimiento mostrado al Señor.
Finalmente, con un repentino traqueteo, la carreta se puso lentamente en marcha hacia el puente que los turcos habían construido sobre el Cuerno de Oro y, tras él, hacia la seguridad de las murallas de Pera. El camino, salpicado de grupos de turcos eufóricos, bailando y riendo por su victoria, mirando burlonamente a los pasajeros de la carreta de bueyes, se hizo casi más largo que el periodo de regateo anterior. El lento vaivén del inestable transporte acunaba a los italianos, por lo que, poco después, la mayoría dormitaba, apoyados unos contra otros, en un banal intento por que el reparador sueño se llevara la angustia y el miedo de esos últimos días.
Francisco permaneció despierto, dolorido por sus heridas, aunque esperanzado, deseando que aquel paso lento y cansino de los bueyes se convirtiera en un desbocado trote que le permitiera llegar hasta la ciudad. Aún no sabía si Helena se encontraba realmente tras los muros, ni si podría encontrarla en medio del gentío y la multitud de refugiados que, sin duda, llenarían la ciudad, pero al menos disponía de una oportunidad y aquello volvía a dar sentido a su vida.
Desde la desvencijada carreta, la visión que ofrecían las murallas de Constantinopla y el bombardeado palacio de Blaquernas era desoladora. A pesar de la ausencia de fuegos en los edificios, o quizá precisamente por su inexistencia, la ciudad se mostraba vacía, muerta, como un descascarillado armazón que, agrietado, muestra su derruido interior. No sabía cuánta sangre había vertido el sultán por aquella urbe desierta, pero estaba seguro de que era mucha más de la que merecía.
Con una fuerte voz del arriero, la carreta se detuvo frente a una de las puertas de la colonia genovesa, cerrada y custodiada por cansados guardias de aspecto macilento. Muchos de los jóvenes habían cruzado el brazo de mar para unirse a la lucha de la capital bizantina, por lo que, en la custodia de las murallas de Pera, quedaban tan sólo unos pocos guardias expertos.
Las puertas se abrieron, cediendo el paso a los mercaderes que, ya a pie, se adentraron en la oscura y serpenteante calle que partía de las murallas, tirando de los bueyes con marcado esfuerzo. A pocos metros, una pequeña plaza con una fuente en su centro, junto a la cual descansaban media docena de irreconocibles figuras humanas, marcaba el cruce de varias calles estrechas. Al llegar a ella, la carreta se detuvo, y uno de los comerciantes dio un tirón en una de las rotas mangas de la camisa de Francisco.
—Tú te bajas aquí.
El castellano obedeció en silencio, saltando con torpeza al suelo empedrado. El carromato continuó con su carga, perdiéndose por una de las oscuras callejas, dejando atrás a Francisco, preguntándose cómo podría localizar a los supervivientes.
Comenzó a andar sin rumbo fijo por los distintos callejones que, sin orden alguno, se cruzaban entre sí a medida que las casas de doble planta se adaptaban a la colina en la que se elevaba la ciudad. De vez en cuando observaba con detenimiento a alguno de los que dormían o, simplemente, se mantenían sentados en la calle. No reconoció ningún rostro y pocos respondieron a sus preguntas y requerimientos. La mayoría había llegado en pequeños botes o incluso a nado, dejando atrás seres queridos, casas y orgullo. El podestá permitía su presencia como una molesta carga de la que no podía desembarazarse sin causar un escándalo en la lejana Génova, aunque no haría nada por mejorar sus condiciones, por lo que muchos se encontraban hambrientos, tras tomar tan sólo lo que la buena voluntad de los italianos afincados en la zona había tenido a bien distribuir.
Ninguno de los que se encontraba a su paso, ya fuera griego o italiano, sabía indicarle algo de Helena, la mayoría afirmaban que no habían escapado apenas mujeres de la ciudad y, en todo caso, habrían huido en los grandes barcos que escaparon del puerto en el desconcierto que siguió a la pérdida de las murallas. Cualquier pista recibida le llevaba a un callejón desierto o al encuentro de una desconocida, por lo que, ya casi cercano el alba, se abandonó al sueño bajo un pórtico que rodeaba una de las plazas principales de la colonia.
Poco después, el tañido de las campanas de la cercana basílica le devolvió, implacable, la dolorosa conciencia. En ese instante, como si de un repentino fogonazo se tratara, pensó en la iglesia. Si Helena seguía con vida habría acudido a la casa del Señor, allí donde confiaba sentirse segura.
Con toda la velocidad que le permitían sus agotadas piernas, agarrando su lastimado brazo con el que aún mantenía sano para evitar el vaivén de la carrera, atravesó la plaza en medio de las sorprendidas miradas de los habitantes de Pera que acudían, en número más elevado de lo habitual, al oficio.
Subió los escalones a saltos y accedió al interior del templo. A pesar de lo temprano de la hora y de que las sonoras llamadas del campanario aún retumbaban en sus muros, la iglesia se encontraba casi atestada, con numerosos grupos que oraban en las pequeñas capillas laterales o frente al altar principal, envueltos en el halo de luz que entraba a través de las vidrieras abiertas sobre los flancos de la nave central.
A diferencia de sus homólogas bizantinas, la iglesia era de tipo basilical, con tres naves paralelas divididas por columnas. En la central, dos largas filas de bancos ofrecían asiento a una gran cantidad de personas que, silenciosas, se mantenían quietas en espera del comienzo de la homilía.
Francisco comenzó a recorrer la nave más próxima, poseído de un inusitado frenesí, atravesando los grupos de fieles para examinar sus caras, ignorado por los afortunados supervivientes. Casi desesperado, se fijó en un pequeño grupo que se mantenía de rodillas frente a una imagen tallada de la Virgen. Con el corazón desbocado, a punto de estallarle en el pecho, se aproximó a uno de los integrantes, una mujer de largo pelo castaño, suelto sobre los hombros en una desordenada melena. Se arrodilló a su lado en silencio, con la boca seca, incapaz de emitir un sonido que no fuera un sollozo.
La mujer se volvió, mirando sorprendida al hombre herido que lloraba a su lado, tardando un instante en reconocerle. Helena alargó su mano con lentitud, acariciando con sus dedos el rostro de Francisco, con delicadeza, como si quisiera comprobar que se trataba de un ser real y no una visión. Luego puso su otra mano en su cara y se volvió a abrazarlo con todas sus fuerzas, mientras él lloraba desconsolado, descargando toda la tensión, el miedo, la rabia y la impotencia acumuladas durante aquellas infernales horas en las cuales había contemplado como Bizancio pasaba de la gloria al recuerdo.
A su lado, Jacobo dormitaba en el suelo, aferrado a la capa de Constantino, mientras el resto del grupo mantenía sus oraciones, ajeno a la escena de esperanza que se desarrollaba junto a ellos, rogando por su protección a la Virgen, la cual, de pie, con las manos abiertas, sonreía, como si la talla policromada admirara la visión de un amor que había logrado sobrevivir al cambio de una era.