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El alba sorprendió a los nuevos amantes aún entregados a su pasión, envueltos en las sábanas de seda, abrazados, disfrutando con calma de las íntimas caricias y el dulce vaivén de sus cuerpos, susurrándose al oído tiernas palabras acompañadas de infinidad de besos, impregnado cada uno del aroma del otro, sintiendo la calidez de su piel y la suavidad del roce de sus manos.

Hasta bien entrada la mañana permanecieron en el lecho, contemplando absortos el rostro de su alma gemela, riéndose cuando recordaban la primera vez que se encontraron, descubriendo esa complicidad que forma la parte más íntima de la unión entre un hombre y una mujer.

El mundo exterior quedó relegado durante unas horas, en las que no fue necesario pensar en el mañana, tan sólo vivir el momento hasta extraer toda su preciada savia. Los cañones del sultán permanecieron mudos, respetando desde el amanecer la quietud con la que Francisco y Helena habían comenzado su precaria luna de miel. Tan sólo las campanas de las iglesias, llamando a los ciudadanos de Constantinopla a las numerosas procesiones que se llevarían a cabo ese día, rompieron la armoniosa paz que envolvía a los recién casados, despertando el miedo al futuro a la vez que recordaban lo incierto del destino que les esperaba.

—Estoy asustada —afirmó Helena abrazando a Francisco con fuerza.

—No tienes por qué —aseguró él, acariciando su pelo, que arrancaba brillantes destellos de la luz que penetraba por la ventana.

—Esta noche subirás a los muros a luchar contra los turcos, mientras yo he de quedarme aquí sufriendo, esperando que alguien entre por la puerta a decirme aquello que jamás querría oír.

—No me pasará nada —prometió él mientras la miraba a los ojos con confianza—. No después de que me hayas convertido en el hombre más feliz de la Tierra. He desperdiciado mi vida durante años, sin saber lo que quería, sin encontrarme a gusto en ningún sitio, como un ermitaño errante que jamás conoce el descanso. Ahora he encontrado la respuesta a todas las preguntas y oraciones, eres tú, y nadie, ni cien mil turcos, podrá evitar que vuelva a tu lado, te lo juro.

—Querría ser hombre para poder luchar junto a ti.

—¿Tú un hombre? —exclamó el castellano con fingido disgusto—. ¡No, por Dios! No me gustaría besar a alguien con barba.

—¿No te gustaría si tuviera barba? —preguntó ella con una sonrisa—. Espero que cuando sea anciana no me dejes por una jovencita.

—No pienso esperar tanto —ironizó Francisco fingiendo levantarse—. De hecho he quedado con un par de alegres vividoras esta misma tarde.

Ella se le echó encima con una carcajada, aprisionándolo bajo su cuerpo a la vez que atenazaba sus brazos, mirándolo con una sonrisa mientras su pelo caía libre sobre él.

—No te moverás de aquí —aseguró Helena con firmeza—. Tienes que dormir y comer algo.

—No quiero dormir —dijo él—. No podría cerrar los ojos teniendo frente a mí tan bella visión. El sueño es ahora un martirio que me aparta de ti.

Ella le besó con pasión, abrazándose a él con ternura mientras las campanas seguían tañendo, recordando lo inevitable de la pronta separación y la peligrosa prueba que les esperaba.

Durante toda la mañana, por las calles de Constantinopla circularon innumerables procesiones, en las que la población se apiñaba para rezar y venerar los iconos y reliquias de la ciudad, sacados a hombros de los fieles para elevar la desgastada moral de los defensores ante la prueba final.

El propio Constantino había participado en los actos, acompañado de un numeroso grupo de soldados, criados, músicos y ministros de su gobierno, recorriendo solemnemente los barrios más poblados de la ciudad, en un último esfuerzo por mostrar con su imagen una simulada normalidad que distaba mucho de la creciente desesperanza que albergaba su interior.

De regreso al palacio, los comandantes de las distintas compañías le esperaban en el salón del trono tras finalizar todas las obras de acondicionamiento de las murallas que el precario estado de la construcción permitía. El emperador había querido reunirse con los jefes de la defensa, sin distinguir a griegos de italianos o catalanes, para agradecer el impagable esfuerzo y sacrificio con el que colaboraban en la lucha. A su llegada a la estancia, a pesar de la numerosa asistencia, la amplia sala se mantenía en silencio, tan sólo perturbado por el tintineo del metal y los callados susurros de algunos de los presentes.

Los hombres que en unas horas tendrían en sus manos la salvación de Bizancio formaron dos largas filas, por en medio de las cuales Constantino se aproximó hasta su trono, aún engalanado con la corona, la bordada estola y la túnica enjoyada con la que había acudido a la procesión. Su rostro reflejaba la serenidad que le había faltado los últimos días, como si la certeza del final del asedio, para bien o para mal, hubiera despertado de nuevo en él el orgullo y la fortaleza desplegada antaño.

—El día ha llegado —recitó con voz firme—. Esta noche se decidirá el futuro de Bizancio y de la cristiandad. Vosotros sois los sucesores de los grandes hombres que edificaron Grecia y Roma, de Alejandro Magno y Aquiles, de Augusto y Trajano. Sé que, griegos e italianos, os mostraréis dignos de nuestros antepasados y por ello quiero agradeceros vuestro denodado esfuerzo y sacrificio a lo largo de este penoso asedio.

Todos los presentes se habían aproximado, formando un semicírculo frente a Constantino, escuchando respetuosamente sus palabras. Entre ellos, Sfrantzés contemplaba a su amigo con la convicción de encontrarse ante uno de aquellos grandes emperadores cuyas gestas eran recordadas por la historia, seguro de que, en otras circunstancias, Constantino habría llevado a Bizancio a inigualables cotas de prosperidad.

—Un hombre —añadió el emperador mirando a cada uno de los oficiales que se mantenían a su lado— ha de estar siempre dispuesto a morir por Dios, su rey, su patria o su familia. Nosotros debemos luchar por todo ello, sin temer el número de nuestros enemigos, sus gritos ni el brillo de sus aceros. Porque sus negros artilugios no derribarán nuestras murallas, sus lanzas no atravesarán nuestras corazas ni dañarán a nuestros hombres, pues Dios se encuentra a nuestro lado, y con su ayuda impediremos que la luz de esta cristiana ciudad se oculte bajo el manto del islam. No consentiremos que desfallezcan nuestros corazones, nos mantendremos firmes mientras nos quede un aliento para salvar nuestra patria.

—A vosotros —terminó refiriéndose a la nutrida representación italiana y al cónsul catalán, situado junto a Orchán, el príncipe turco— no puedo sino admirar vuestro valor y compromiso y agradeceros con todo mi corazón la lealtad que habéis mostrado. Para mí siempre seréis hijos de Bizancio.

—Nada temáis —intervino Giustiniani, adelantándose con la cabeza alta y aspecto marcial—. Por mi vida os juro que Constantinopla no caerá.

Un coro de orgullosas afirmaciones surgió de entre los presentes, vitoreando por tres veces al emperador, el cual, con lágrimas en los ojos, recorrió la nutrida fila de asistentes saludando personalmente a todos ellos, agradeciéndoles su apoyo y rogando su perdón por cualquier ofensa que les hubiera podido infligir.

—Reúne esta noche a los miembros de mi casa —dijo a Sfrantzés cuando pasó por su lado— y acude tú también.

El secretario imperial asintió con una forzada sonrisa, mientras a su alrededor, los reunidos se despedían unos de otros antes de acudir a su puesto en la muralla. A pesar de los ánimos y las valientes afirmaciones de confianza acerca de la próxima victoria, Sfrantzés no podía quitarse de encima la sensación de que aquellos hombres se abrazaban como si no fueran a verse más.

La excitación que precedía al asalto hacía que Mahomet apenas notara el cansancio acumulado durante todo el día. Desde primera hora de la mañana, los paseos entre las tropas, las charlas con los oficiales y los ánimos a los soldados precedieron al viaje a caballo hasta el puerto donde se encontraba anclada su flota. Allí había dado orden expresa a su almirante para atacar las murallas que lindaban con el mar de Mármara.

La dificultad de realizar un asalto eficaz desde los barcos había sido puesta de manifiesto por el nuevo almirante, aunque la intención del sultán no era la ocupación de la muralla, algo en lo que Mahomet no confiaba, sino simplemente mantener a las tropas que defendían esas secciones ocupadas en repeler a las tropas de los barcos, impidiéndoles acudir a la zona en la cual el sultán lanzaría el golpe definitivo.

El trayecto hasta el puerto, junto con las instrucciones a los mandos de la flota, había demorado demasiado al sultán, que ahora cabalgaba con rapidez, con el sol poniéndose por el horizonte, hacia su tienda, donde ya le esperaba Chalil, junto con los generales de su ejército, para recibir las últimas órdenes y consignas para el ataque.

Forzando el caballo, al igual que la docena de lanceros de la guardia jenízara que le escoltaban, atravesó el campamento, observando como los soldados preparaban sus armas para la confrontación, comenzando a agruparse en compañías junto a sus oficiales, o simplemente rezaban unos junto a otros la oración de la puesta de sol.

Chalil esperaba pacientemente junto a la entrada de la lujosa tienda del sultán, ignorado por los cuatro jenízaros que se encontraban de guardia. El primer visir, que comandaría el asalto principal junto al sultán y uno de sus generales, observaba como Mahomet se acercaba, entre las loas de los soldados cercanos, que vitoreaban a su señor al grito de Fathi.

El entusiasmo de las tropas no calaba en el primer visir, convencido de que aquel asalto acabaría siendo frustrado, tal y como había sucedido con los anteriores, aunque con el agravante de que, una vez rechazados, deberían poner fin al asedio, antes de que la flota que los venecianos ya habían puesto en camino apareciera en el mar. Sin un acuerdo, la derrota sería tomada como un signo de debilidad, aprovechado por los muchos enemigos del Imperio otomano para alzarse contra ellos. Los húngaros, tras la humillación sufrida en Varna, aprovecharían la derrota para lanzarse sobre la frontera, lo mismo que los serbios. Incluso dentro de las fronteras turcas existían muchos príncipes y pueblos descontentos con su gobierno que no pasarían por alto la posibilidad de una acción coordinada que desintegrara el imperio de los sultanes, devolviéndoles la independencia a costa de la frágil grandeza turca. Para Chalil, el sultán arriesgaba todo su imperio tan sólo para satisfacer sus delirios de grandeza, contra una ciudad que apenas disponía de potencial con el que dañar a los turcos y que resultaba beneficiosa en los intercambios comerciales. Él, que siempre se había mantenido al margen de la belicosa postura oficial, se veía ahora en la disyuntiva de tener que colaborar en pos de la victoria en la próxima batalla, como único medio de mantener la vitalidad y el prestigio del gobierno otomano.

A unos metros, Ahmed, con los ojos fijos en la figura del sultán, observaba cómo su montura se aproximaba a la entrada de la tienda, ralentizando el paso a medida que se acercaba a la posición del primer visir.

Indiferente a las aclamaciones proferidas por los numerosos soldados que le rodeaban, el fiel espía de Orchán mantenía una postura rígida, agarrando con fuerza el puñal que ocultaba bajo sus ropas.

Aunque su manejo del arco era excepcional, lo había desechado en cuanto comprobó la cantidad de soldados que se encontraban en las cercanías. Con toda seguridad, alguno de ellos se habría abalanzado sobre él antes de que tuviera tiempo de tensarlo. Su única oportunidad consistía en esperar a que se apeara del caballo junto a la tienda. En ese momento estaría desprevenido, incapaz de repeler su ataque. Ahmed era consciente de que aquel acto sería castigado con la muerte y que, por tanto, no vería un nuevo amanecer. No le importaba, tan sólo necesitaba saber que Orchán amanecería como nuevo emperador de los turcos. Esa sería la recompensa que le acompañaría al paraíso.

Mahomet detuvo su caballo junto a la entrada cubierta de la tienda, saludando a los soldados congregados a ambos lados, cada vez más próximos a él. Los lanceros que le acompañaban se mantuvieron a su espalda, como si entregaran su preciada escolta a los cuatro jenízaros que montaban guardia de pie junto a la tienda, facilitando de forma inconsciente el camino a Ahmed, el cual extrajo la daga, tapándola con una de sus largas mangas, y se acercó con paso lento hacia el sultán.

—Llegáis a tiempo —afirmó Chalil con una cortés reverencia—. Todos los oficiales están reunidos y a la espera de vuestras últimas órdenes.

—Estoy ansioso por comenzar —dijo el sultán, descendiendo trabajosamente del caballo—. Habría deseado…

Un repentino grito de advertencia hizo que Mahomet se girara con rapidez, justo para ver como un hombre se abalanzaba sobre él y golpeaba con fuerza su estómago con una daga.

Ahmed notó un extraño tintineo sobre la hoja de su arma que, en lugar de clavarse hasta la empuñadura como esperaba, no hizo sino trabarse entre la ropa del sultán, empujándole hacia atrás hasta derribarlo. Con sorpresa, vio como la hoja, sin una sola mancha de sangre sobre su filo, permanecía reluciente en su mano.

Mahomet cayó al suelo con la vista fija en su oponente, el cual se recuperó de su impresión y levantó de nuevo su daga dispuesto a arrojarse sobre el sultán, esta vez con intención de clavar su afilada arma en su cuello. Sin embargo, una lanza atravesó el pecho de Ahmed, derribándolo como un saco ante el empuje de uno de los guardias jenízaros.

Con un revuelo de gritos y preguntas, los jenízaros se arrojaron de sus caballos y rodearon al caído sultán, casi impidiéndole levantarse.

—¡Dejadme! —gritó Mahomet—. Estoy bien.

Chalil, atónito ante la rapidez de lo ocurrido, se veía zarandeado por los lanceros en su intento por cerrar el círculo alrededor de su señor, mientras los soldados más cercanos, que habían podido contemplar el intento de regicidio, gritaban a los guardias para que les permitieran ver al sultán.

—¡Apartaos! —exclamó Mahomet con firmeza en cuanto pudo ponerse en pie.

Los jenízaros obedecieron renuentes, abriendo el apretado círculo de lanzas y escudos, permitiendo que el sultán se subiera de nuevo a su caballo para saludar al cada vez más preocupado grupo de congregados, que recibió con euforia la visión de su señor.

Tras demostrar a sus tropas que no había sufrido ningún daño, el sonriente Mahomet entró en su tienda seguido por Chalil, justo antes de que los jenízaros la rodearan, expulsando de allí al numeroso grupo de soldados.

—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntó Chalil, mientras los generales, reunidos en el interior de la tienda se congregaban a su alrededor.

—Sí —confirmó Mahomet abriendo su caftán y mostrando la fuerte cota de malla que vestía bajo sus ropas y que había convertido la letal puñalada en un pequeño moratón—. Y pensar que mientras cabalgaba hacia el puerto no hacía sino maldecirme por llevarla…

—¡Esto ha sido una traición! —exclamó Zaragos indignado—. Hay que encontrar a los responsables y ejecutarlos sumariamente.

—No haréis nada —ordenó el sultán, mirando con dureza a su general.

—Pero… —balbuceó Zaragos— no podemos dejar este acto impune y…

—Ahora lo único que importa es el ataque de esta noche —interrumpió Mahomet—. Cualquier investigación alteraría el ánimo de las tropas y no voy a permitirlo. Cuando esto acabe, mi primer visir se encargará de ello.

Todos los presentes se apresuraron a alabar el valor y la inteligencia del sultán, dando gracias a Alá por haberle concedido semejante prueba de que se encontraba bajo su protección. Entre ellos, Chalil se mantuvo callado, preguntándose por qué esta vez el sultán no se había referido a él sino a «su primer visir», como si no supiera quién ocuparía el cargo tras la batalla. Para Chalil eso sólo podía significar que, de caer la ciudad, con ella caería también su cabeza.

Cabalgando despacio sobre su hermosa yegua de patas blancas, el emperador contemplaba con interés las oscuras calles de su querida ciudad.

Regresaba de la gran iglesia de Santa Sofía, donde una multitud de clérigos, dirigidos por el cardenal Isidoro, realizaban una liturgia conjunta para el ingente número de ciudadanos que se había congregado en la catedral. Resultaba irónico que, justo el día en que se decidiría el destino de Bizancio, se hubiera por fin realizado la verdadera unión de las dos Iglesias, pues hasta entonces pocos eran los que traspasaban las poderosas puertas de bronce del magnífico edificio construido por Justiniano.

Constantino había presenciado como griegos e italianos, catalanes y armenios, comulgaban piadosamente unos junto a otros, sin que les importara si la sagrada forma era repartida por un clérigo latino u ortodoxo. Aquellos sacerdotes, virulentamente opuestos a la aceptación de los ritos occidentales, se mantenían en silencio junto al anciano cardenal Isidoro, vencida su frontal renuncia por la más que necesaria unidad que necesitaba Constantinopla si quería ver un nuevo amanecer.

Mientras se aproximaba al palacio de Blaquernas, el emperador se deleitaba con cada detalle, con cada casa, cada grupo de personas que pasaba a su lado, sonriendo de manera tímida, con los olores que surgían de las casas en las que se acababa de consumir la cena, justo antes de que los soldados marcharan a defender la muralla. Constantino no había sentido a su pueblo tan cerca como esa noche. Sus ansias de sobrevivir, los latidos con los que trataban de mantener el aliento eran tan fuertes que casi podía escucharlos en cada hogar, en cada calle.

Ya a la vista de las puertas del palacio su mente se llenaba de preguntas a las que no podía responder. Una y mil veces se interrogaba sobre la posibilidad de haber evitado el sufrimiento que atravesaba su pueblo, si existió un momento en el que se cruzó una línea de la que era imposible retornar y qué habría pasado de tomar otras decisiones. Este era un pensamiento que le reconcomía, acuciándole con mayor intensidad a medida que se sucedían los días y el asedio continuaba, aunque nunca lo había comentado con nadie, era una carga que sólo le correspondía a él.

Familiares y allegados del emperador le esperaban, tal y como el propio Constantino había solicitado al secretario imperial. De nuevo en el salón del trono las puertas se abrieron, dejando paso a Constantino XI Paleólogo, emperador de Bizancio, que apareció vestido con su armadura, tan sólo cubierta por una amplia capa púrpura con el escudo del águila bicéfala bordado en hilo de oro, como única seña de su identidad.

El emperador entró sonriente, aunque sus ojos reflejaban el cansancio y la tensión acumulada durante todo el día. Se acercó uno a uno a todos los asistentes y les agradeció personalmente su apoyo, solicitando su perdón si algo hubiese hecho mal, tal y como había sucedido con los jefes y oficiales que dirigían la defensa.

—Perdóname tú a mí —respondió Teófilo cuando su primo se dirigió a él—. He sido un idiota y un ingrato, pero te aseguro que hoy estaré a tu lado hasta el final.

—No hay nada que perdonar —aseguró Constantino, abrazando a Teófilo, que apenas pudo contener las lágrimas.

Cuando llegó a la posición donde se encontraban Francisco y Helena, el emperador cogió las manos de ella entre las suyas, sonriendo.

—Lamento no haber tenido más tiempo para conocerte, estoy seguro de que harás muy feliz a Francisco.

—Cuando esto acabe tendremos todo el tiempo del mundo —respondió Helena—. Estaré orgullosa de pertenecer a esta familia.

—El secretario imperial me ha comentado el interés que te has tomado en solicitar la libertad de tu esclava.

—Así es, majestad —confirmó la bizantina con extrañeza.

—Hoy es un buen momento para convertir a una persona en libre —afirmó Constantino con tranquilidad—. Comunícaselo cuando la veas.

—Majestad, yo… no sé cómo agradecerlo.

—Reza por nosotros, con eso me vale.

Helena asintió mientras trataba de borrar la pena de su rostro, mostrando una tímida sonrisa.

—A ti te veré dentro de un rato —añadió Constantino poniendo una mano sobre el hombro de Francisco—, aún tienes que contarme cosas sobre la lejana Castilla.

El castellano le abrazó, sin poder refrenar el extraño impulso que le acercaba a aquel hombre, convertido en tan poco tiempo en su familia, en una suerte de segundo padre que el destino había colocado a su lado. Constantino correspondió a la muestra de afecto de Francisco, tras lo cual, con una última mirada, salió de la habitación acompañado de Sfrantzés.

En el salón del trono el desánimo cundía entre los reunidos, Teófilo y Nicéforo salieron justo detrás de su primo, en dirección a sus puestos junto a las murallas, mientras Francisco se demoró un poco, abrazado a Helena, la cual agarraba a su marido, notando el frío y duro acero que cubría su pecho. La misma armadura que debería salvar su vida ahora le impedía sentir el calor de su cuerpo.

—Quiero darte algo —dijo Francisco mientras la separaba de él con suavidad.

Extrajo una daga de su cinto y se la presentó a Helena, que la miró sorprendida.

—¿Para qué? —preguntó ella.

—Si los turcos entraran en la ciudad —dijo él bajando la cabeza—, tal vez la necesites.

—No podría hacer daño a nadie —negó ella.

—Cógela —pidió Francisco—. Aunque sea hazlo por mí, estaré más tranquilo sabiendo que la llevas.

Helena alargó una mano temblorosa, asiendo el pomo de la daga como si se tratara de una brasa ardiente, guardándola entre sus ropas mientras gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Francisco suspiró, besó brevemente sus labios y se encaminó hacia la puerta.

—¡Francisco! —gritó la bizantina, corriendo hacia él y abrazándose desesperadamente a su amado—. Júrame que volverás —pidió, con los ojos inundados y el rostro congestionado por el llanto.

—Volveré —aseguró él con una forzada sonrisa, mientras acariciaba su cara, enjugando sus lágrimas con la mano, observando su rostro con dulzura—. Te lo juro.

Luego se separó, andando por el pasillo sin volver la vista atrás, mientras escuchaba con el corazón roto como ella le despedía:

—Rezaré por ti, amor mío.

En la excelsa residencia de Giaccomo Badoer, el influyente banquero veneciano, los criados se apresuraban a transportar los pesados arcones en los que su señor había acumulado cualquier objeto de valor que aún permanecía en su palacete. A pesar de la garantía ofrecida por el sultán de que sus propiedades serían respetadas, el veneciano no confiaba en que los guardias de su protector llegaran antes que los saqueadores, por lo que había preparado concienzudamente su huida hacia la cercana colonia genovesa de Pera, donde el dinero le garantizaría protección, junto con la salvaguarda de sus más preciados bienes.

—Hay un marino que pregunta por vos, mi señor —anunció uno de los mayordomos, visiblemente alterado por la urgencia de los traslados.

—Hazle pasar —ordenó Badoer con tranquilidad— y cuida que nadie nos moleste.

El criado realizó una profunda reverencia, apresurándose a cumplir los requerimientos de su amo, volviendo al poco tiempo en compañía de un italiano enjuto y de rostro duro, que portaba una gran daga al cinto. Al encontrarse con el banquero hizo un gesto con la cabeza, a modo de saludo, sin intercambiar palabra alguna hasta que el mayordomo hubo dejado la habitación.

—Tengo el bote preparado —afirmó cuando estuvieron a solas—, pero no soñéis con cargar todos esos arcones que están bajando al patio.

—No te preocupes —dijo el veneciano con indiferencia—. Te vas a encargar de otro pasajero.

El marino se mantuvo a la espera de la explicación de Badoer, sin mostrar ningún tipo de sorpresa o extrañeza, acostumbrado a la forma en la que el veneciano atraía el interés de aquellos con los que negociaba.

—Permanecerás en los muelles colocando un crespón rojo en el mástil, bajo la bandera veneciana. Cuando los turcos entren en la ciudad una mujer irá hasta el puerto y te entregará una nota en clave, para que la lleves a Pera.

El italiano asentía a cada una de las instrucciones del banquero con lentitud, como si necesitara unos segundos para poder asimilar las órdenes.

—Mátala y arroja su cuerpo al mar.

Esta vez el marino abrió los ojos casi imperceptiblemente, deteniendo el rítmico movimiento de su cabeza.

—No he sido contratado para eso —replicó.

—¿Hay algún problema? —preguntó Badoer.

—Costará el doble.

El veneciano se mantuvo un momento en silencio, examinando al marino con detenimiento, tratando de adivinar si se avendría a un regateo aunque, tras meditarlo unos segundos, pensó que no valía la pena discutir por un puñado de ducados en tan delicado asunto. La recompensa del sultán sería sólo para él, eso cubriría con creces cualquier gasto añadido.

—De acuerdo —accedió Badoer con una sonrisa—. Pero asegúrate de que muera lentamente.

Con paso rápido, Yasmine atravesaba los desiertos pasillos del palacio de Blaquernas en dirección a su dormitorio. La multitud de funcionarios, guardias y criados que normalmente abarrotaban aquella zona había desaparecido con la llegada de la medianoche, enviados a defender la muralla o, los más, piadosamente recluidos en alguna de las cientos de iglesias y basílicas que salpicaban la ciudad.

A pesar de que esa noche las puertas del palacio permanecerían abiertas hasta que sonaran las campanas, indicando el comienzo del ataque turco, apresuró el paso, asustada por la posibilidad de quedar encerrada en el interior de uno de los edificios más codiciados por cualquier asaltante.

Ya en la puerta de su habitación una voz la llamó desde el otro lado del pasillo. Helena, casi irreconocible bajo el velo, con una oscura túnica marrón de sencillo corte cubierta por una gruesa estola, se aproximaba hacia ella, sorprendiendo a la turca.

—No pensaba encontrar a nadie —dijo la esclava—. ¿Qué hacéis aún aquí, señora?

—En Santa Sofía varios clérigos van a realizar una liturgia continua durante toda la noche —respondió la joven, aún mostrando en su cara la evidencia de las lágrimas vertidas en la despedida a Francisco—, quiero que vengas conmigo, allí estarás más segura.

Yasmine observó los ojos de Helena, sorprendida por la sinceridad que descubrió en su mirada. No existía el rencor, ni el desprecio en aquel rostro, tan sólo un genuino interés.

—Aun sabiendo que quise arrebataros a vuestro marido os preocupáis por mí, ¿de dónde sale esa capacidad para perdonar?

—Es la que el Señor concede a todos los cristianos —repuso Helena con una sonrisa—. Tan sólo hay que saber buscar en el interior.

—Os lo agradezco —contestó la esclava—. Pero nuestros caminos se separan aquí. Debo quedarme.

—Puedes hacer lo que quieras, ahora eres libre.

—¿Libre? —repitió Yasmine con extrañeza.

—El emperador me lo ha comunicado hoy, durante la recepción que ha ofrecido a los funcionarios.

La antigua esclava se quedó boquiabierta, con la mirada clavada en la sonriente griega, manteniéndose en silencio durante un rato, hasta que recuperó el habla.

—No sé qué decir, señora, yo…

—Tú ya no tienes señora, sólo una amiga que te pide que la acompañes.

—No esperaba esta noticia, estoy segura de que es cosa vuestra… quiero decir, tuya —aclaró ante la desaprobadora mirada de Helena—, y no puedo expresar lo que te agradezco tu amistad, pero aquí estaré a salvo, no te preocupes.

La bizantina se mantuvo en silencio. Conocía demasiado a la que había sido su compañera durante tantos meses como para albergar la esperanza de cambiar su decisión. Nunca había tratado de imponerle su voluntad, menos ahora que el destino de la ciudad se jugaba en una noche.

Con una tímida sonrisa Helena abrazó a Yasmine, apretándola con cariño a la vez que, con un susurro y lágrimas en los ojos, le deseaba, de todo corazón, suerte en aquel trascendental evento que debían afrontar. La turca, aturdida por la anterior noticia y sorprendida por la muestra de afecto, se mantuvo quieta un instante, antes de corresponder, cerrando los ojos, a la única vez que la habían tratado con cariño.

Cuando la griega se separó Yasmine asió suavemente una de sus manos.

—Espera un momento.

Abriendo la puerta de su cuarto, fue hasta el escritorio donde descansaba la Biblia que Teófilo le había regalado, extrayendo de entre sus páginas la nota de Badoer y entregándosela a la sorprendida bizantina.

—¿Qué es esto? —preguntó Helena extrañada, incapaz de leer la críptica escritura.

—Cuando llegue hasta Santa Sofía la noticia de que los turcos han entrado en la ciudad, abandona la iglesia y dirígete al puerto, allí encontrarás un pequeño bote con un crespón rojo anudado en el mástil, por debajo del pendón de Venecia. Dale este trozo de pergamino al marinero que gobierne el barco, él te llevará a Pera, donde estarás a salvo del saqueo.

La bizantina mantuvo unos segundos el pequeño salvoconducto en su mano, arrugando la frente, antes de extender el brazo para devolvérselo a la que había sido su esclava.

—No puedo aceptarlo, esto es tu libertad. No sé cómo agradecerte que me lo ofrezcas, pero no podría huir sabiendo que tú quedas atrás. Además, tengo fe en nuestros soldados.

—Quédatelo —dijo Yasmine, rechazando el trozo de pergamino con firmeza y cerrando delicadamente la mano de Helena en torno a él—. Constantinopla caerá esta noche. Yo tengo contactos que pueden ayudarme, soy yo la que no puede dejarte en manos de los saqueadores. Tú has sido la única que me ha tratado con cariño y respeto, hasta el punto de conseguir lo imposible, la libertad. Para mí no hay nadie que merezca más este regalo.

Asintiendo ligeramente con la cabeza, la bizantina apretó la nota contra su pecho, extrayendo de entre sus ropajes la daga que Francisco había puesto en sus manos.

—Francisco me la dio —comentó, mostrándosela a la turca—. La acepté, pero yo soy incapaz de usarla en nadie, creo que tal vez a ti te pueda ser útil.

—¿No te han dicho que es peligroso darle un arma a un esclavo? —repuso Yasmine con una sonrisa.

—Aquí ya no hay esclavos, es tan sólo un presente por otro.

La turca recogió la daga con delicadeza, abrazando de nuevo a Helena, corta pero intensamente, tras lo cual, con una inaudible palabra de despedida, la bizantina se alejó por el pasillo seguida por la mirada de Yasmine, que no entró en su cuarto hasta que Helena se perdió de vista tras una esquina.

Cerró la puerta con suavidad, apoyando la cabeza contra la madera, tratando de contener las lágrimas que pugnaban por inundar sus ojos. Era la primera vez que alguien la abrazaba por amor, con la única intención de demostrarle su amistad y su cariño. En ese instante, un irrefrenable sentimiento de soledad invadió su ser, estremeciéndola como si un viento helado hubiera atravesado la habitación.

Miró la daga en su mano, estilizada y brillante, bella en su sencillez. Por su cabeza relampagueó la idea de usarla sobre sí misma, acabando así con aquella vida falsa y mísera, en la que tan sólo Helena había supuesto una luz. Desechando el fortuito deseo, algo inaceptable para quien, como ella, se encontraba acostumbrada a luchar y sobrevivir, sonrió, alegrándose sinceramente de haber roto el impenetrable manto que cubría su alma para, con un gesto que complicaría su propia huida, otorgar a Helena la oportunidad de escapar de los inevitables saqueadores que, tras la caída de la ciudad, inundarían las calles e iglesias en un sangriento festín.

Se aproximó a la cama, dejándose caer sobre ella, suspirando mientras meditaba su próximo paso. Dado que el barco de Badoer no esperaría un segundo pasajero no disponía de más salida que dirigirse hacia su residencia, donde el banquero, con los innumerables recursos de los que disponía, no tendría dificultad alguna en proporcionarle una alternativa segura.

Unos suaves golpes sobre la puerta la obligaron a incorporarse, guardando la daga bajo un pliegue de la manta que cubría la cama.

—¿Quién es? —preguntó.

Tras la puerta, la respuesta llegó débil, casi como un susurro. Yasmine se dirigió hacia la entrada y descorrió el cerrojo.

La puerta se abrió como impulsada por un vendaval, golpeando su cara con violencia y haciéndola caer al suelo desorientada. Una figura atravesó el dintel, situándose a un lado de la mujer caída, cerrando de nuevo la puerta a su espalda.

Yasmine, con el rostro dolorido, notando como un hilo de sangre se deslizaba de su nariz, se giró para contemplar a su agresor, el cual se mantenía en pie, sonriendo, vestido con una mugrienta túnica que parecía salida de un estercolero.

—No sabes cuánto tiempo llevo esperando este momento —dijo Basilio.

Sfrantzés acompañaba al emperador a lo largo de la corta inspección que había efectuado por las murallas terrestres, comprobando que todas las puertas se encontraban bien cerradas, cortando la retirada de los defensores. En ese último combate sólo valdría una cosa: la victoria.

Habían cabalgado en silencio, uno al lado del otro, fijando su atención en las distintas secciones de los muros hasta llegar a la puerta Caligaria, la única que aún permanecía abierta para permitir el paso de los combatientes llegados a última hora desde el cercano palacio de Blaquernas.

Dejaron sus caballos, subiendo a una de las torres de la muralla interior. Desde sus almenas se observaba toda la línea defensiva a la izquierda, plagada de pequeñas antorchas y braseros, que iluminaban débilmente a una multitud de soldados, moviéndose de un lado a otro de la empalizada levantada allí donde los cañones del sultán habían derribado los espesos muros. Aprovechando el día de descanso de la artillería turca, las rampas de derrubios que permitían el acceso a lo alto de la muralla en varios puntos del valle del río habían sido limpiadas, del mismo modo que la empalizada que coronaba la línea defensiva se encontraba completamente remozada y ampliada.

—Los turcos llevan trabajando desde la medianoche —anunció uno de los arqueros que se mantenían sobre la torre, señalando el cegado foso, donde apenas se vislumbraba la figura de los encargados de alisar el primer obstáculo.

Constantino asintió con la cabeza, escuchando las voces de los artilleros turcos, que acercaban sus aún invisibles cañones a las cercanías de las murallas. Ignorando los negros presagios que intuía, se dirigió a su derecha, desde donde se podía contemplar el cercano Cuerno de Oro, cubierto de pequeñas luces en movimiento, que delataban el despliegue efectuado por la armada turca en preparación del próximo asalto.

—¿Crees que pudimos haberlo evitado?

—No —respondió Sfrantzés con seguridad—. Nada de lo que hubiéramos hecho cambiaría el apetito que el sultán siente por nuestra ciudad. Somos un permanente recordatorio del cristianismo en medio de su imperio, el ataque era inevitable.

—Me gustaría tener tu firmeza —dijo Constantino—. Pero no dejo de pensar que soy el emperador y que todo esto es culpa mía.

—Eres un gran dirigente —afirmó el secretario imperial, apoyando su mano en el hombro de su abatido amigo—, deja de torturarte con remordimientos inútiles. Has hecho cuanto estaba en tu mano, mucho más de lo que otros se habrían atrevido a pensar.

—Me pregunto cómo hemos llegado a esto —comentó el emperador volviéndose hacia su compañero y señalando con un gesto las oscuras casas que se vislumbraban tras las murallas—. El mayor imperio de Europa, la cuna del cristianismo durante siglos se ha convertido en una ciudad desierta, despoblada y desesperada. Miro al pasado y no veo sino un continuo declive, una caída salpicada de diminutos momentos de gloria. ¿Cómo quieres que no me pregunte si soy un mal gobernante si nuestro pueblo apenas ha conocido otra cosa?

—El simple hecho de que te lo preguntes —respondió Sfrantzés— indica que eres una buena persona. Un mal rey no cuestiona sus actos, ni le importa el qué dirán. Has sido y eres el mejor hombre que he conocido, y estoy seguro de que la historia dará fe del honor y la dignidad con la que gobiernas a nuestra gente.

Constantino miró fijamente a su amigo, antes de fundirse en un corto pero intenso abrazo, para separarse después mostrando en sus rostros la firme resolución de luchar hasta rechazar al enemigo.

—He de irme —dijo el secretario imperial—. Cuídate.

—Adiós, Jorge —se despidió el emperador.

Sfrantzés bajó con rapidez las escaleras de la torre, ahogando las lágrimas que pugnaban por aflorar en sus ojos, rezando entre dientes al Señor para que no permitiera que sus brazos desfallecieran, concediéndoles la oportunidad de cambiar su destino.

—¿Qué haces aquí?

Ya en su puesto junto a la guardia griega como enlace de Giustiniani con esas tropas, Francisco descubrió a Jacobo mezclado entre los hombres del comandante genovés.

—Cattaneo no me habría dejado quedarme con ellos —repuso Jacobo, apenas reconocible bajo el casco, con una larga cota de malla que tan sólo le cubría el torso y se ajustaba a la cintura por medio de una ancha tira de cuero.

—Y hace bien —confirmó el castellano con visible enfado—, no estás en condiciones de luchar. Ni siquiera deberías llevar armadura.

—Sólo es una cota de malla —contestó el muchacho tratando inútilmente de ajustársela para que no se notara lo mal que se ceñía a su cuerpo—, y mis heridas ya se han cerrado.

—Vuelve al campamento —ordenó Francisco con seriedad.

—No —se negó Jacobo ante el gesto de sorpresa del castellano—. Esta noche se decide la guerra —añadió el muchacho con tensa desesperación—. Todas las penurias, los asaltos, las bajas, de nada habrán servido si no ganamos hoy. Cada hombre cuenta y yo no pienso quedarme atrás viendo como el resto se juega la vida. Mi padre me dijo que el honor nos pertenece sólo a nosotros y que nadie puede quitárnoslo, sólo uno mismo. Yo hoy quiero hacer honor a esta ciudad y combatir a vuestro lado.

—Tu padre debe ser un gran hombre —afirmó el castellano mientras Jacobo le miraba fijamente, ansioso por saber si podría quedarse.

Francisco suspiró, sonriendo a su joven amigo, asintiendo con la cabeza al tiempo que zarandeaba al alegre muchacho.

—Está bien —cedió—, espero no tener que arrepentirme. Puedes quedarte, pero no te apartes de mi lado.

Jacobo se cuadró marcialmente, saludando con su espada al castellano, el cual se encogió de hombros cuando el curtido oficial griego que mandaba la compañía le guiñó un ojo, preguntando si ahora debía ocuparse también de que el mozo no perdiera la cabeza.

Sin poder creer lo que veía, Yasmine miró a Basilio con incredulidad.

—¿Cómo…? —balbuceó antes de que el griego la pateara con fuerza en el estómago, haciéndola gemir de dolor.

—¿Cómo? —gritó él—. Yo me hago otra pregunta, me gustaría saber cómo he sido tan estúpido para pensar que significabas algo, cuando no eres más que una zorra lujuriosa e inmunda. Cada vez que pienso lo que he llegado a hacer por ti, para luego ser traicionado, ¡traicionado!

Basilio acompañó sus últimas palabras con un nuevo puntapié sobre las costillas de la turca, la cual rodó entre gemidos y retorcidos gestos de dolor, hasta situarse boca abajo, respirando con dificultad.

—Las voces me advertían sobre ti —continuó el griego, en un extraño monólogo—, «es una puta», «te traicionará en cuanto le des la espalda» —añadió bajando la voz, como si imitara los fantasmagóricos demonios que poblaban su cabeza—, y yo fui tan necio de no hacer caso, de pensar que algún día serías mi recompensa.

Yasmine comenzó a arrastrarse lentamente hacia la cama, tosiendo y jadeando, soportando los punzantes latidos de dolor que llegaban desde su costado, allí donde había recibido el brutal golpe. Mientras su enloquecido amante emitía su discurso ella se aproximaba, dejando un fino reguero de la sangre que goteaba de su nariz, hacia el bajo catre en el otro extremo de la habitación.

—… pero a pesar de mis faltas —continuó Basilio, absorto en su solitario coloquio— la voz ha seguido acompañándome, manteniéndome a salvo, alerta. Y ahora me va a conceder otro placer con el que vengo soñando desde hace días.

Basilio se abalanzó sobre Yasmine, agarrándola por la espalda, tratando de asir su cuello. La antigua esclava, repentinamente consciente de las mortales intenciones del griego, se dio la vuelta con fuerza golpeándole en la cara, aunque no consiguió más que enfurecer a su atacante, el cual, con los dientes apretados y los ojos inyectados en sangre, se sentó sobre el vientre de la joven y alargó sus manos sobre el fino cuello de la que había sido su amante, apretando su garganta para estrangularla.

La turca, apoyada sobre uno de los lados de la cama, aunque aún en el suelo, trató desesperadamente de separar las crispadas manos de Basilio de su cuello, sin conseguir moverlas ni un ápice.

El griego comenzó a sonreír, mirando la cara congestionada de Yasmine, divertido ante sus inútiles intentos por separar las garras que atenazaban su garganta. Comenzó a excitarse, sobre todo cuando ella irguió el pecho, contorsionando su cuerpo a la vez que, con una mano, trataba de agarrarse a la cama. Sentía un irrefrenable deseo de poseerla violentamente, aunque las voces no dejaban de gritar en su cabeza «mátala». Ya había ignorado sus consejos una vez, no volvería a cometer el error. Ya habría tiempo para desfogar sus instintos una vez que la esclava estuviera muerta y su cuerpo aún caliente.

Imbuido de su lujurioso instinto de muerte, gozando como nunca en su vida de la vista de su víctima, que abría la boca buscando el aire que le faltaba, con los ojos marrones a punto de salirse de las órbitas, el golpe de la daga fue como un leve pinchazo en un costado, al que el griego, en su frenesí destructivo, ni siquiera dio importancia.

El segundo golpe, por el contrario, fue como si una barra incandescente hubiera penetrado por su costado y se retorciera en sus entrañas. Con un aullido, Basilio se contorsionó, cayendo al suelo sin llegar a soltar su presa, observando con un escalofrío el puño de una daga sobre su costado, aún asido por la mano de Yasmine, que en un último impulso, había clavado la hoja en el hígado de su asaltante.

El griego soltó a la inerme turca, que se desmoronó sobre el suelo como un fardo, sacándose el puñal, mientras emitía un terrible grito de dolor ante el insoportable sufrimiento que le provocó la extracción.

—¡Perra! —musitó con un hilo de voz, contemplando el pálido rostro de Yasmine.

En su cabeza resonaron, cada vez más débiles, los susurros que le habían acompañado durante los últimos meses, guiándole en su tortuoso camino. Esta vez también acudían a su rescate, canturreando la solución al angustioso dolor que le subía por el costado hasta paralizar la mitad de su cuerpo.

«Duerme, Basilio —silbaban las voces, cada vez más lejanas—. Duerme…».

—Todo está dispuesto.

Mahomet, a caballo desde medianoche a pesar de la intensa lluvia que arreciaba desde el ocaso, escuchó el mensaje de su oficial sin poder disimular su excitación. Las casi dos horas transcurridas para terminar los preparativos iniciales del asalto le habían desesperado, manteniéndolo de un lado a otro del campamento, junto a las densas formaciones de tropas que se alineaban para el ataque.

La táctica final elegida para ese último y decisivo intento de tomar la ciudad era brillante en su simplicidad. Agotar a los defensores utilizando a los prescindibles bashi-bazuks seguidos de las tropas regulares en dos largos asaltos, tras los cuales, sus aguerridos jenízaros darían el golpe definitivo, en una última tercera oleada que, con los defensores exhaustos, penetraría por los huecos abiertos en la muralla.

—Comenzad —ordenó.

El oficial giró su caballo, lanzándose al galope colina abajo hasta donde esperaba el general al mando de las tropas irregulares. Poco después, con un ensordecedor griterío, miles de soldados se lanzaron a la carrera a lo largo de toda la línea de murallas, acompañados de una ensordecedora música de tambores, pífanos y trompetas.

—La ciudad caerá pronto, majestad —anunció Zaragos.

Mahomet no respondió al optimismo de su general, manteniendo su vista fija en la silueta que la luna dibujaba sobre las murallas, observando como sus soldados se aproximaban con rapidez hacia los muros.

La confianza que depositaba en aquel conjunto de hombres sedientos de botín, cuyo único lazo era el deseo de enriquecerse, era nula. De hecho, tras ellos situó un cordón de tropas para evitar que, tras el inevitable fracaso de la primera embestida, trataran de huir antes de cumplir su labor principal: agotar a los defensores.

—Mantendremos el asalto durante dos horas —anunció fríamente el sultán—, después daremos paso a las tropas regulares, los regimientos de Anatolia.

Zaragos estuvo tentado de replicar a su señor, asegurando de nuevo su certeza en una rápida victoria, pero desistió al fijarse en la irónica mueca que mostraba su rostro, decidiendo mantenerse callado, toda vez que el primer visir, a caballo al lado de Mahomet, permanecía igualmente en silencio, contemplando con triste expresión como los bashi-bazuks se estrellaban contra los bien defendidos muros.

A la lluvia de piedras, flechas, jabalinas y dardos que caían desde la muralla, se sumaban, tras una orden de Giustiniani, las últimas reservas del famoso fuego griego, que cayeron sobre los atacantes en diversos puntos de la línea de murallas, abriendo grandes claros en las filas otomanas.

En las densas formaciones enemigas pocos disparos fallaban, cada flecha alcanzaba un blanco y cada pequeño cañón que aún disponía de pólvora causaba una carnicería cuando vomitaba su letal carga de metralla contra los desorganizados atacantes.

Estos continuaban su asalto, inasequibles frente a lo evidente de su fracaso, apoyando una y otra vez sus escalas contra los muros, solamente para ser recibidos por espadas y lanzas en cuanto alcanzaban la empalizada.

Aunque toda la línea estaba siendo atacada, tan sólo en el valle del río, donde los muros habían sido castigados en mayor medida, el asalto se desarrollaba con verdadera intensidad. En el resto de las secciones, cuyo acceso resultaba infinitamente más complicado, los agresores se limitaban a intercambiar dardos y jabalinas con los arqueros o a intentar dispersos ataques con las escalas.

Giustiniani se mantenía en primera línea, descargando su espada sobre cuantos desdichados enemigos se cruzaban en su camino, recibiendo sus desesperados intentos de rebasar la empalizada con certeras estocadas y furibundos tajos. Los genoveses que le acompañaban, perfectamente armados y adiestrados, apenas tenían dificultades para rechazar los valientes aunque poco eficaces asaltos de los bashi-bazuks, que comenzaban a flaquear ante la férrea resistencia encontrada.

Tras dos horas de infructuosa lucha, el sultán dio la orden de retroceder. Los soldados abandonaron apresuradamente el campo de batalla, dejando atrás una siniestra alfombra de muertos y heridos, acompañados por los gritos de victoria de los griegos, que coreaban el nombre del emperador y el del valiente protostrator, máximos exponentes de la defensa de Constantinopla.

Desde el campo turco, Mahomet escuchó los vítores que surgían de las filas griegas con una aviesa sonrisa, girándose hacia Urban, que esperaba a su lado las órdenes del sultán.

—Contestaremos a sus animosos gritos —afirmó Mahomet con tranquilidad—. Que hablen los cañones, después lanzaremos el segundo asalto.

El húngaro asintió en silencio, ocupando prestamente su lugar junto al gran cañón, el basilisco, apenas visible en mitad de la negrura de la noche. El artillero recogió de manos de uno de sus auxiliares la antorcha que prendería la carga de pólvora y la aplicó sobre el arma. El conocido y atronador retumbar del cañón se extendió por el aire, mientras la blanda tierra vibraba, como si se quejara, abrumada por el fuerte retroceso con que el gigantesco cilindro de acero golpeaba el suelo.

La bala impactó de lleno sobre las murallas, seguida por una devastadora descarga de todas las baterías, ennegreciendo la ya escasa visión con el polvo levantado por los impactos. Los vítores y aclamaciones que se habían despertado entre los defensores se acallaron de golpe, sustituidos por el ruido de las trompetas y tambores, que retumbaban llamando a las tropas turcas a una nueva carga.

Con un estridente alarido, la segunda oleada se lanzó al asalto, mientras los cansados griegos se apresuraban a recomponer las dañadas defensas.

La gran iglesia de Santa Sofía se encontraba atestada de fieles, arremolinados en torno a los numerosos clérigos que oficiaban una interminable liturgia. Entre ellos, bajo la luz de cientos de lámparas y velas, Helena oraba una y otra vez, suplicando al Señor por la salvación de su amado.

Las campanas de las iglesias sonaron por segunda vez, casi ahogadas por el repentino estallido de la cerrada descarga de la artillería turca, audible a pesar de los más de cuatro kilómetros que separaban la iglesia del combate en la muralla.

El sonido de las explosiones provocó un gran revuelo en los asistentes, que se persignaban asustados, apretándose unos contra otros en un confuso intento de darse seguridad. Algunos niños comenzaron a llorar, enervando con su llanto a muchos de los más cercanos, que delataban su nerviosismo al reprimir airadamente las asustadas lágrimas de los pequeños.

Un sacerdote comenzó a entonar el Kyrie Eleison, arrastrando consigo a los más cercanos, que se unieron al monótono cántico, extendiéndolo poco a poco por toda la catedral, aglutinando las voces de los presentes y obligándolos a centrarse en los temblorosos tonos, intentando así aquietar los ánimos y reconfortar a los allí reunidos.

—No hay por qué preocuparse —aseguró un anciano situado junto a Helena—. Las profecías aseguran que, si un infiel pone los pies en Santa Sofía, el Señor enviará a sus ángeles celestiales para que los expulsen con el fuego y la espada. Aquí estamos a salvo.

Algunos de los más cercanos asintieron, y recordaron que nunca en casi mil años un infiel había puesto sus pies en la sagrada iglesia de la Santa Sabiduría, pues, incluso los cruzados, a pesar de su barbarismo, profesaban la religión cristiana.

Para Helena aquella promesa de un angélico socorro no era sino una antigua leyenda con la que impresionar a los niños, vacía de toda posibilidad real de existencia. Su única esperanza se encontraba ahora en las manos de los hombres que combatían en la muralla, entre los cuales se encontraba su esposo, aquel gallardo castellano llegado como un regalo a su vida y que ahora temía perder.

Con un suspiro bajó la cabeza, tratando de vislumbrar en la penumbra el retrato de la Santa Virgen pintado sobre el pequeño icono de madera que mantenía entre las manos, rezando a la madre de Dios para que cubriera a su amado con su manto, librándolo de todo daño.

El estrépito incesante de las trompetas y tambores penetraba en la cabeza de Francisco, casi tan lacerante como los desaforados gritos de los turcos que ascendían en continua procesión por las numerosas escalas apoyadas contra las murallas.

En la zona central, el ataque se desarrollaba con toda la furia de la que eran capaces los disciplinados soldados anatolios, fervorosos creyentes a los que se había prometido una gran recompensa para el primero que consiguiera romper la línea defensiva y penetrar en la ciudad.

Arrojando grandes bloques de piedra por encima de la cuarteada empalizada, sin mirar siquiera el efecto que producían, el castellano se entregaba junto a Jacobo a un agotador trabajo en la retaguardia de la primera línea de defensa.

—¡Aquí! —gritó un soldado junto a la empalizada—. ¡Otra escala!

Francisco se acercó corriendo, agarrando la pértiga que el griego apoyaba contra uno de los maderos de la escalera y ayudando a empujar. A través del mango, podía sentir las vibraciones provocadas por el rápido ascenso de los enemigos, que golpeaban con fuerza los travesaños, a modo de escalones, denotando el peso de sus armaduras.

—¡Ayuda! —gritó desesperadamente el castellano cuando comprobó que, empujando con todas sus fuerzas, apenas consiguieron apartar la escalera de los muros un palmo.

Jacobo se incorporó al grupo, junto con un civil, que había arrojado a un lado el cubo y el cazo con el que repartía agua entre los combatientes. La escala comenzó a desplazarse trabajosamente, justo cuando el puntiagudo casco de acero de un infante turco apareció tras los tablones que coronaban las derruidas almenas. Cuando parecía que la escala iba a ceder lanzando a sus ocupantes al vacío, el turco clavó un garfio en los tablones, afianzándolo con sus brazos mientras gritaba con toda la fuerza de sus pulmones a sus rezagados compañeros.

—¡Empujad con fuerza! —gritó Francisco, sudando bajo su armadura, con los brazos doloridos por la tensión.

Un segundo turco se encaramó de manera precaria junto a su compañero, espada en mano, calculando la distancia para saltar sobre la muralla, ante la desesperación de los defensores, que no podrían rechazar el ataque sin soltar la pértiga.

Una flecha atravesó en ese momento el ojo derecho del soldado griego que se encontraba junto a la muralla, haciéndole retroceder encima de Francisco y provocando con su muerte que todos soltaran el largo mango.

La escala, libre del obstáculo que la mantenía en equilibrio, se abalanzó con fuerza sobre la empalizada, destrozando los tablones que formaban su mitad superior. El soldado turco que se preparaba para saltar se desequilibró con el impacto, cayendo al suelo con un grito de espanto, mientras su compañero, aún aferrado con fuerza al gancho, se golpeó la frente contra el muro y quedó aturdido.

—¡Rápido, empujad! —gritó Francisco poniéndose de nuevo en pie y recuperando la pértiga del griego muerto.

Casi sin aliento, los tres cargaron su peso contra la escala, arrojándola de espaldas contra la multitud de soldados turcos que se encontraba detrás, haciendo inútiles los desesperados intentos del soldado que la coronaba para recuperar el garfio con el que afianzaba la escalera.

El ruido del impacto se mezcló con el griterío de los heridos, haciendo que el castellano respirara aliviado, recuperando fuerzas mientras tuviera un momento para hacerlo.

Dos soldados italianos se acercaron, enviados por Giustiniani para cerrar el hueco, poco antes de que los turcos recuperaran la maltrecha escala para intentar un nuevo asalto. El fuego griego, extremadamente eficaz contra este tipo de ataques, se había acabado con rapidez, utilizado con profusión contra los bashi-bazuks, muchos de los cuales aún continuaban sobre el campo, con sus carbonizados cuerpos pisoteados por sus compatriotas. La pólvora de los escasos cañones bizantinos tampoco permitió un gran número de disparos, por lo que dardos, piedras y plomo derretido componían ahora el grueso de las armas arrojadizas, limitando el daño causado a los numerosos contrarios y facilitando a su vez el acceso a lo alto de la empalizada, defendida sin descanso por el eficaz mando de Giustiniani.

Sobre la colina cercana, a poco más de trescientos metros, el sultán se desesperaba ante la incapacidad de distinguir lo que ocurría sobre los cercanos muros.

—¿Es que nunca va a salir el sol? —gruñó exasperado—. No veo nada.

—Aún falta una hora para que amanezca —comentó Chalil—. Hasta entonces no creo que podamos saber lo que pasa.

—Necesito saber si el enemigo flaquea en algún punto —repuso Mahomet con impaciencia.

De pronto el gesto del sultán cambió, como si acabara de tener una repentina idea. Con aire pensativo miró a Zaragos de reojo, haciendo que el general se pusiera a temblar, pensando que le ordenaría personarse en primera fila para recabar información sobre los progresos de las tropas.

—Que disparen el gran cañón —ordenó Mahomet.

—Pero… —balbuceó el sorprendido Zaragos—. Apenas se ve nada… alcanzaremos a nuestras tropas.

—Y derribaremos la muralla —indicó el sultán con indiferencia—. No seas tan escrupuloso, están muriendo a cientos, puedo perder unas decenas con tal de abrir una brecha en los muros.

Zaragos asintió atónito, haciendo girar su caballo para aproximarse hasta la posición donde se encontraba el gigantesco basilisco comunicando a Urban las órdenes de Mahomet.

—Con tan poca luz no puedo apuntar bien —comentó el ingeniero húngaro mientras se pasaba la mano por su rala cabeza—; será un tiro a ciegas.

—Su majestad se hace cargo de ello —afirmó Zaragos—. Disparad.

Urban se encogió de hombros y comenzó a gritar a sus artilleros para que se prepararan junto a la pieza.

Los soldados se apretaban unos contra otros, formando una densa columna frente a la pequeña portezuela, tensos, apretando con fuerza las empuñaduras de las armas mientras escuchaban el fuerte griterío que llegaba desde el otro lado de los altos muros. En cabeza de la formación se encontraba Antonio Bocchiardi, junto a sus hermanos Paolo y Troilo, preparados para efectuar una salida sorpresa sobre el flanco de los atacantes turcos.

En medio del destacamento, con la cabeza baja y los nervios a flor de piel, Fauzio se preguntaba si el peligro que le esperaba valía la pena por el desorbitado precio que el podestá había prometido. Cuando le comunicó la petición del sultán, explicándole lo que debía hacer, el primer pensamiento que le pasó por la cabeza fue el de recoger sus numerosos ahorros y desaparecer. Sin embargo, para el eterno remordimiento de su conciencia, el brillo del oro nublaba su mente con demasiada facilidad, situándole en aquella situación. Cuando atravesó el Cuerno de Oro para presentarse ante los comandantes de las compañías genovesas como voluntario no despertó sospechas. Que un soldado genovés se hubiera desplazado desde Pera para combatir en esta última batalla no sorprendió a nadie, todo lo contrario, muchas voces se levantaron para agradecer el valor y coraje del nuevo llegado, halagando su compromiso con la justa causa cristiana. Tampoco su insistencia por ser encuadrado en la compañía de los hermanos Bocchiardi, la encargada de la custodia de la puerta de Kylókerkos, supuso un problema. Bastó una simple referencia a un amigo muerto en uno de los asaltos anteriores para que fuera recibido con los brazos abiertos. Era en ese momento, cuando esperaba la apertura de la pequeña puerta para efectuar la salida sobre los turcos acompañando a la unidad dirigida por Antonio Bocchiardi, cuando su corazón se aceleraba, la sed torturaba su boca y su frente se empapaba de sudor.

Con un sobrecogedor chasquido, el fuerte madero con el que se sellaba la puerta fue retirado y, al grito de «¡San Marcos!», sesenta hombres cubiertos de acero se lanzaron en rápida carrera al exterior de las murallas. Su repentino ataque por el flanco de los turcos que se agolpaban contra la empalizada fue demoledor. A pesar de su escaso número, su aparición a la espalda de las apretadas formaciones enemigas causó un considerable desconcierto, traducido en un alto número de bajas y en un intenso alivio para los cansados defensores de esa zona.

Por supuesto Fauzio no intervino en los combates. La guerra, a pesar del imponente porte que le concedía su armadura, no entraba dentro de sus mejores habilidades. Tampoco le pagaban por matar turcos, cosa que hubiera hecho de buena gana en otras circunstancias pero, aunque el momento se prestaba a heroicidades y furiosas acometidas en medio del sangriento festín, Fauzio mantuvo la cabeza fría y la posición en las cercanías de la portezuela.

Antonio Bocchiardi, una vez que los soldados turcos más cercanos se batían desesperadamente en retirada, ordenó a sus tropas replegarse al interior de la ciudad, en previsión del más que probable contraataque enemigo en cuanto hubieran reagrupado sus compañías.

Los italianos se apresuraron a cruzar de nuevo el umbral de la portezuela, acarreando a tres de sus compañeros que habían sido heridos en la batalla. El último de los soldados comprobó que ninguno de los suyos quedaba fuera antes de cerrar la puerta a sus espaldas.

—Yo cerraré —dijo Fauzio, recogiendo el grueso tablón de manos del soldado—. Tú corre a ocupar tu puesto.

El veneciano asintió inocentemente, saliendo disparado a través del pequeño patio interior formado en el recodo de los muros donde se encontraba la puerta. Fauzio colocó hábilmente el travesaño, de modo que hiciera falta fijarse con cuidado para darse cuenta de que no se encontraba correctamente asegurado y que la puerta, por tanto, quedaba abierta. Tan sólo haría falta un decidido empujón.

Con los nervios atenazándole el estómago, el espía del podestá se retiró de la portezuela, mezclándose con el resto de su compañía, que ya se incorporaba a la lucha contra los pocos enemigos que los oficiales turcos habían conseguido agrupar. Sin embargo, mientras corría de un lado a otro, Fauzio no pensaba en otra cosa que en la forma de salir de aquella jaula, antes de que se produjera el último asalto, que entraría como una riada por la puerta que él mismo acababa de abrir.

—¡Ya flaquean! —exclamó el protostrator genovés, casi sin aliento tras las horas pasadas combatiendo en primera línea.

Como máximo exponente de la defensa e indiscutible héroe de los ciudadanos de Constantinopla, Giustiniani hacía honor a su puesto, manteniéndose de continuo en lo alto de la barricada, espada en mano, rechazando con inagotable ímpetu las incesantes acometidas de las escalas turcas. Sin embargo, de manera imperceptible para sus admiradas tropas, su ánimo comenzaba a flaquear, sentía que los brazos le pesaban como plomo, las piernas amenazaban con dejarle caer al suelo y la sed le castigaba de manera implacable desde hacía horas.

La visión de las bamboleantes líneas otomanas, sorprendidas por el inesperado ataque de los hermanos Bocchiardi y por la tenaz defensa ante los muros, renovaba el ánimo del genovés, que comenzaba a preguntarse cuánto tiempo más podrían soportar sus hombres antes de caer extenuados.

De repente, una extraordinaria explosión sacudió la muralla, haciendo vibrar el suelo por el fortísimo impacto sufrido. El disparo del gran cañón de Mahomet alcanzó de lleno la empalizada, arrasándola. La enorme bala provocó una brecha de varios metros de ancho, levantando una nube de polvo, cascotes y sangre. En el mismo instante en que el humo se asentaba, las nubes dejaron paso por fin a la luna, que pareció iluminar con su luz la brecha por la que, para desesperación del agotado Giustiniani, tres centenares de turcos se abalanzaron sobre los defensores.

—¡Constantinopla es nuestra! —rugían los otomanos, mientras corrían sobre los destrozados cuerpos de sus compañeros, sacrificados por el gran cañón para obtener aquella descomunal abertura en los muros.

Como un torrente, antes de que los defensores pudieran agruparse, los musulmanes penetraron en el amplio pasillo existente entre la muralla interior y la exterior, degollando a cuantos griegos encontraron inermes en el suelo.

Giustiniani, aún incrédulo, se mantenía en lo alto del precario adarve, contemplando estupefacto la riada de soldados turcos.

—¡Señor! —gritó un soldado a su lado—. ¿Qué hacemos?

El genovés, saliendo repentinamente de su trance, endureció de nuevo sus facciones. Levantando la espada bajó del adarve y se mezcló con sus hombres.

—¡Agrupaos en dos líneas! —exclamó con fuerza—. ¡Lanzas al frente!

Los experimentados soldados genoveses se alinearon con rapidez, avanzando a paso de carga, guiados por Giustiniani, sobre el flanco de los sorprendidos turcos, que, confiados en el logro obtenido en su entrada, no esperaban un contraataque coordinado.

La densa formación de los italianos, a la que se unían ahora los griegos supervivientes, chocó con gran estrépito sobre los desorganizados enemigos, matando a muchos y conteniendo al resto junto a la brecha. Las lanzas se clavaban con fuerza, la sangre salpicada sobre el suelo empapaba la arena, haciéndola resbaladiza, y los ayes de los heridos se ahogaban en el griterío general. Los combatientes se mezclaron y la situación se hizo más confusa. Los genoveses, más experimentados y mejor provistos de armadura, tenían ventaja en el cuerpo a cuerpo, pero el número de atacantes crecía con rapidez y, a diferencia de los italianos, se encontraban aún descansados.

Francisco, atontado por la explosión que lo había arrojado a un lado, apenas podía oír nada. Tardó un buen rato en recuperar la orientación, buscando a Jacobo entre los cercanos caídos.

Un soldado turco cayó a su lado, con la garganta abierta y los ojos perdidos, haciendo que el castellano recuperara la conciencia de su situación. Con la cabeza dolorida y el cuerpo maltrecho, se levantó, extrajo la espada de su vaina y se abalanzó gritando sobre el enemigo más cercano, atravesándolo de costado.

En el centro del combate, rodeado por sus oficiales, Giustiniani boqueaba, agotado, mientras repartía mandobles sobre los cercanos enemigos. El ataque de flanco, eficaz en su primera embestida, había fracasado debido al cansancio de sus tropas, desorganizadas y envueltas en un deslavazado combate cuerpo a cuerpo. Con desesperación, el genovés comenzaba a comprender que, si no ocurría un milagro, la insuperable ventaja numérica enemiga acabaría en poco tiempo con su resistencia.

—¡Están dentro! —exclamó Mahomet con júbilo.

A pesar de la distancia, la luz de la luna permitía contemplar cómo los soldados de los regimientos de Anatolia penetraban en un continuo goteo por la abertura, agolpándose en su entrada.

—Deberíamos enviar un oficial a la brecha para organizar el asalto —comentó Chalil—. Los soldados se están obstaculizando unos a otros, acabarán por formar un tapón.

El sultán observó con detenimiento la masa humana que se agolpaba sobre la zona abierta, comprobando que su primer visir se encontraba en lo cierto. En su afán por introducirse entre los muros, los soldados se hacinaban en un pequeño frente, resultando blanco fácil para los numerosos arqueros griegos.

—Envía un oficial —ordenó Mahomet a Zaragos.

Un cercano griterío llegó a oídos de Giustiniani cuando la situación parecía desesperada.

Con los restos de la guardia, un puñado de varengos y su escolta personal, Constantino atacaba la retaguardia de los turcos, desorganizando su frente y aplastándolos unos contra otros, en un apelotonado grupo, sin espacio suficiente para poder incluso manejar las armas, ofreciendo fácil blanco para las armas de los bizantinos.

—¡El emperador viene en nuestra ayuda! —gritó el genovés, animando a sus tropas a realizar un último esfuerzo.

Los turcos, apresados en medio de dos tenazas de hombres cubiertos por armaduras, trataron de retroceder, chocando con la barrera de sus compañeros, que pugnaban por entrar en la brecha.

Aquellos que no murieron asfixiados en el horrible tumulto fueron pasados a cuchillo por los vociferantes griegos, que tomaron de nuevo la muralla, expulsando de ella a los sorprendidos anatolios.

—Tarde —dijo Mahomet con pesadumbre—. Demasiado tarde para aprovechar la oportunidad. ¡Lo teníamos en la mano!

—Volveremos a cargar —afirmó Zaragos con confianza—. Hemos estado a punto de lograrlo.

—No —negó el sultán—, la derrota desmoraliza a los hombres. Las tropas regulares han cumplido su labor. A fin de cuentas, hubiera sido una sorpresa que tomaran la ciudad.

—¿Queréis retiraros, majestad? —preguntó Zaragos sorprendido.

Mahomet sonrió con ironía, realizando en silencio un gesto al general que comandaba los jenízaros, el cual, con una profunda reverencia, partió de inmediato a ocupar su puesto.

—Este asalto decidirá la guerra —afirmó el sultán.

Desde lo alto de la debilitada línea de defensa, Giustiniani, exhausto y desesperado, observaba como la luna arrancaba innumerables reflejos de las armas y corazas de la tercera línea de ataque de Mahomet.

El ordenado asalto llevado a cabo por las tropas regulares del ejército turco había sido finalmente rechazado, dejando un gran número de bajas en ambos bandos y a los defensores completamente agotados. A pesar de ello, alrededor del comandante genovés, los soldados trataban de reconstruir las empalizadas derribadas por el gran cañón turco, acumulando tablones, toneles y sacos de tierra sobre los derruidos muros en los que hacían frente al fiero ataque.

Francisco, de pie junto a Giustiniani, contemplaba extasiado el lento avance de las perfectas formaciones que se acercaban en un aterrador silencio. Como contrapunto a los desaforados aullidos que anunciaron el inicio de los anteriores asaltos, los jenízaros se aproximaban sin gritos ni música, con el rítmico golpeteo de sus pies sobre el suelo como único acompañamiento. Ese silencio imponía mayor respeto y temor en los defensores que cualquier grito de guerra, cuyo verdadero fin no era otro que el de dar ánimos a quien lo profiere. El tenso silencio de la guardia de élite del sultán demostraba la firme confianza de ese cuerpo en su superioridad, en su propia fuerza y en la certeza del miedo que imponían en sus enemigos. No necesitaban gritarse ánimos pues eran conscientes de su fortaleza.

Tras más de cuatro horas de combate, con sus filas maltrechas, los brazos cansados y las defensas en lamentable estado, el sultán lanzaba a sus más temidos combatientes en un último golpe con el que esperaba romper la correosa tenacidad de los griegos. El propio Mahomet acompañaba a sus tropas, animándoles desde su caballo hasta las cercanías del foso, donde aquellos hombres de férreo carácter, antiguos cristianos educados desde niños en el islam y la obediencia ciega al sultán, se lanzaron a la carrera a lo largo de toda la línea de murallas, manteniendo disciplinadamente la formación, asaltando con incontenible fiereza la empalizada, mientras los defensores sacaban fuerzas de flaqueza, convencidos de que aquel era el momento decisivo en el que se jugaban la supervivencia de su ciudad.

Por tercera vez aquella noche, las campanas de Constantinopla tocaron de nuevo su desenfrenada música, indicando a los habitantes que se apiñaban en las iglesias el comienzo del tercer asalto contra la muralla.

Dentro de Santa Sofía la multitud se giraba hacia el cielo, preguntándose cuántas horas más duraría la angustiosa espera, mientras los acordes de los numerosos campanarios mantenían su llamada.

Tras toda una noche de pie, en continua tensión, Helena notaba como los párpados le pesaban, a la vez que sus monótonos rezos se convertían poco a poco en inconexas frases. Un empujón la devolvió a la realidad, cuando un nutrido grupo de mujeres ataviadas con largos velos oscuros se adentró entre la gente. Con la llegada del amanecer, los pocos ciudadanos que habían permanecido en sus casas durante la noche salieron por fin, mayoritariamente en busca del consuelo espiritual que sin duda hallarían en la gran catedral.

Zarandeada por la gran cantidad de asistentes, Helena elevó la vista hacia la magnífica cúpula que coronaba el espacio central de la vasta iglesia, maravillándose cuando los primeros rayos de sol entraron por las aberturas de su base, iluminando los dorados mosaicos que se encontraban en las pechinas, refulgiendo como miríadas de diamantes que despertaran de su nocturno letargo. Ante sus ojos apareció la magnificencia de la monumental construcción creada por Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto bajo la égida de Justiniano. La perfecta definición de Dios, cuadrado y círculo, tierra y cielo; como un camino que se elevaba de las sombras a la luz de Dios, tan dulcemente representada en aquella cúpula, inmensa y a la vez ligera, como si flotara en medio de un brillante halo dorado. Tal y como decía Procopio, como si los destellos de luz que la llenaban impidieran fijarse en los detalles.

La claridad invadía poco a poco el espacio, arrancando bellos reflejos de las pulidas columnas de mármol y pórfido de vivos colores a la vez que empequeñecía las innumerables velas que aún ardían tras el labrado iconostasio de mármol, donde los clérigos continuaban con su incansable letanía.

Nuevos empellones hicieron que Helena decidiera finalmente apartarse del punto central que ocupaba, dirigiéndose trabajosamente hacia una de las naves laterales, hasta encontrar un hueco junto a una de las grandes columnas de pórfido que sustentaban la galería superior.

A causa de la masiva asistencia, las nueve grandes puertas de bronce de la entrada principal, normalmente reservada al emperador, habían sido abiertas para permitir el ingente trasiego de bizantinos que se hacinaban en el interior, convirtiendo la gigantesca iglesia en una colmena, donde los llantos se mezclaban con los cánticos, y con el cercano eco de las campanas como impasible recordatorio de la fragilidad de su destino.

Oleada tras oleada, los jenízaros asaltaban la muralla incansablemente, rotando sus unidades. Cuando una fracasaba, otra nueva ocupaba su lugar, para desesperación de los agotados defensores, que veían como la batalla continuaba sin un momento de descanso.

A pesar del cansancio extremo de las tropas, la empalizada se mantenía como una barrera infranqueable para los fanáticos turcos. La fuerte desventaja que suponía el combatir desde las precarias y frágiles escalas contra los acorazados soldados compensaba su fatiga, permitiendo a los defensores mantener a raya a los jenízaros.

En su puesto en mitad de aquel indescriptible infierno, Giustiniani animaba a sus hombres continuamente, acudiendo a cada brecha, allí donde alguno de sus compañeros flaqueaba, para apoyar a los angustiados combatientes.

El amanecer desvelaba con su luz la apocalíptica magnitud de la batalla, mostrando en toda su crudeza la terrible carnicería a la que se encontraban sometidos ambos bandos, con los cuerpos cubiertos de sangre y el suelo alfombrado de muertos y heridos. El genovés, actuando casi como un autómata, contemplaba los cadáveres caídos de sus hombres preguntándose si no acabarían todos así, convertidos en una sanguinolenta masa desfigurada, despedazados en medio de una ciudad a la que el mundo occidental había dado la espalda. Aquella era sin duda la más dura prueba a la que se había enfrentado en su vida, y comenzaba a notar que le fallaban las fuerzas. Por primera vez, sintió la angustia del que se sabe perdido, la desesperación de la inevitable derrota. Sin embargo no podía darse por vencido, él no. Era Giovanni Giustiniani Longo, gran capitán de Génova y héroe de las guerras veneto-milanesas, no podía fallar, no en el culmen de su carrera, en el momento esencial en que se decidía su entrada en la historia.

—¡Señor, aquí! —Uno de los soldados gritaba desesperado pidiendo ayuda, al ver como su compañero caía con una espada clavada en su pecho.

El protostrator se abalanzó sobre la incipiente brecha, atravesando a uno de los jenízaros que trataban de sobrepasar la empalizada. Al límite de sus fuerzas, con la boca abierta en busca de aire, Giustiniani se dispuso a mantenerse junto a la muralla hasta contemplar la retirada de sus enemigos o, por el contrario, hasta que su muerte pudiera ser cantada entre las mayores gestas de la cristiandad.

Aprovechando la momentánea calma que el inusitado empuje del genovés había conseguido, Francisco se retiró de la primera línea, dirigiéndose al lugar donde el gran cañón había hecho saltar la muralla en pedazos.

Buscando entre los caídos, con el corazón en un puño, trató de encontrar inútilmente el más mínimo rastro que le indicara el destino de Jacobo. Sin embargo, la maraña de cuerpos mantenía celosamente sus secretos, sin revelar pista alguna del paradero de su valiente amigo.

Tras varias vueltas alrededor de la zona donde habían combatido los anatolios, decidió ampliar el radio de búsqueda, dándose a sí mismo unos minutos más antes de regresar a la muralla. Con los ojos doloridos por el polvo y el cansancio, se fijó en el cuerpo de un soldado griego, que parecía caído sobre alguien más. Con nerviosismo, apartó el cadáver, descubriendo al joven Jacobo, con el pecho cubierto de sangre.

—¡Dios mío, Jacobo! —gritó desconsolado, mientras se preguntaba por qué le habría permitido unirse a la lucha.

Se sentó un momento a su lado y acarició su cara, a modo de despedida. Como respuesta, el muchacho movió ligeramente la cabeza. «Está vivo», musitó Francisco con alegría. Corrió hasta uno de los toneles con agua para los defensores y llenó un cazo, acercándose de nuevo hasta el muchacho y derramando parte sobre su rostro.

Jacobo abrió los ojos con expresión de dolor, entrecerrándolos al tiempo que se llevaba la mano a la cabeza, mirando al castellano con dificultad.

—¡Menudo susto me has dado! —exclamó Francisco dándole a beber el resto del agua.

Mientras el desorientado muchacho se recuperaba, el castellano palpó su pecho, suspirando de alivio al comprobar que la cota de malla seguía intacta y que la sangre pertenecía sin duda al griego caído sobre él.

—Me duele todo el cuerpo —afirmó Jacobo incorporándose con dificultad.

Al levantarse, su cara se contrajo en una mueca de dolor, cubriéndose con una mano el costado, donde la herida provocada por Basilio volvía a sangrar.

—Ya sé que me lo habíais advertido —dijo el joven antes de que Francisco dijera nada—. Pero no es grave.

El castellano le sacudió cariñosamente agarrándolo por los hombros, empujándolo después de vuelta a su puesto.

Mahomet contemplaba airado el inútil sacrificio de sus mejores tropas, observando desde su caballo como la ansiada ruptura que a punto había estado de conseguirse era desbaratada por la inoportuna intervención de un caballero cubierto por rutilante armadura, subido a lo alto de la empalizada y repartiendo a ambos lados furibundos golpes con su espada.

Desde su arriesgada posición, apenas a cien metros del centro del combate, el sultán se impacientaba, en vista de la inusitada tenacidad de la que hacían gala los defensores.

En ese momento decidió arriesgarse con su última carta, la que tenía reservada precisamente para una situación de bloqueo como la que ahora se mantenía.

—¡Hasán! —gritó, llamando a un gigantesco oficial de la guardia jenízara que se mantenía a su lado—. ¿De cuántas tropas dispones en la reserva?

—Unos ciento treinta hombres.

La unidad que el sultán mantenía a su lado era considerada la mejor de la guardia, los elegidos dentro del selecto grupo de jenízaros, a la espera de la ocasión de intervenir.

—Envía un centenar hacia el punto donde se unen las dos murallas; justo detrás de la torre que se yergue a la izquierda —ordenó Mahomet señalando un ángulo en uno de los lados— encontrarán una poterna, que fuercen la entrada y se hagan con una sección del muro.

—No disponemos de arietes, mi señor —replicó el oficial.

—No los necesitarán —afirmó el sultán—. Debería bastar con un fuerte empujón.

—Como ordenéis —accedió Hasán con extrañeza.

—Que el ataque lo lleve a cabo tu segundo, te quiero a mi lado con el resto de tu grupo por si se produce una brecha.

El oficial realizó una escueta reverencia y partió a la carrera en busca de sus hombres, mientras Mahomet observaba de nuevo al valiente protostrator genovés, peligrosamente expuesto sobre la muralla.

—Zaragos —ordenó—, que maten a ese maldito oficial.

A paso rápido aunque sin romper la delgada columna en la que formaban, el centenar de jenízaros se desplazó por detrás del frente de murallas, acercándose al ángulo marcado por el sultán.

En su camino hacia la puerta de Kylókerkos ofrecían un blanco fácil para los arqueros griegos. Unos cuantos cayeron atravesados por los dardos que llovían con mortal eficacia desde las almenas, mientras sus compañeros continuaban, impávidos, hacia su destino.

La portezuela, semioculta por una de las torres anexas, presentaba ante los turcos el aspecto de un sólido portón de madera, con altura suficiente para permitir el paso de un caballo y su jinete, aunque apenas si disponía de anchura para dos infantes. El asalto debería ser veloz, antes de que los griegos, alertados de la entrada de los efectivos otomanos, acudieran a cortar la estrecha abertura. El oficial organizó a su unidad en tres grupos, asignándoles la ocupación de la muralla a ambos lados de la puerta y la defensa de la propia entrada para, un instante después, empujar con fuerza la aparentemente inamovible hoja.

La puerta se abrió con facilidad, produciendo un fuerte ruido cuando el travesaño que debía mantenerla cerrada cayó al suelo desde su saboteada posición. Aún sin poder creérselo, el oficial al mando dio una seca orden y penetró a la carrera en el interior, seguido rápidamente por sus hombres, que corrían en silencio tratando de mantener la sorpresa el máximo tiempo posible.

A pocos pasos de distancia, un grupo de civiles que atendían a varios heridos observaron, incrédulos, como los turcos se acercaban, casi sin darse cuenta de quiénes eran, hasta que se fijaron en sus blancos gorros y, sobre todo, en las curvas espadas que caían sobre ellos.

Los gritos alertaron a algunos de los soldados mandados por los hermanos Bocchiardi, haciendo que la voz de la entrada de los otomanos corriera por entre los defensores.

Antes de que los capitanes italianos pudieran agrupar a sus agotados hombres, medio centenar de jenízaros se encontraba dentro de las murallas, ascendido a los muros y formando un cordón protector junto a la pequeña puerta, permitiendo la llegada de refuerzos.

Desde su adelantada posición Giustiniani, con el cuerpo dolorido y cubierto por la sangre de sus enemigos, comprobaba como el asalto de los jenízaros comenzaba a dar señales de debilitarse.

Los heridos en el bando turco se acumulaban por cientos, las unidades atacaban con creciente desorganización y, a pesar de su increíble fiereza, sus asaltos perdían fuerza y empuje.

—¡Están cediendo! —gritó desde lo alto de la muralla a sus compañeros.

De repente miró a su derecha y la visión que encontró le dejó helado. Sobre los muros de una de las torres junto al palacio de Blaquernas flameaba el pendón del sultán, inconfundible, junto a un puñado de gorros blancos típicos de los jenízaros. Parpadeó varias veces, intentando convencerse de que no se trataba de una alucinación producto de su extremo agotamiento, pero al fijar de nuevo la vista volvió a encontrar la misma increíble estampa.

—¡Comandante! —gritó un hombre a su lado—. Un grupo de turcos ha penetrado por la portezuela de Kylókerkos y ha tomado una sección de la muralla.

—¿Son muchos? —preguntó Giustiniani, aún atónito por la noticia.

—Por ahora no —respondió el soldado—. Los hermanos Bocchiardi han conseguido contenerlos, pero aseguran que no podrán expulsarlos y recuperar la puerta si no reciben refuerzos de inmediato.

El genovés permaneció en silencio, mirando al emisario con la cara desencajada, como si se hubiera convertido en una estatua de sal, los ojos ausentes y la boca abierta, incapaz de articular palabra, como si su mente se hubiera bloqueado y no le permitiera dar las órdenes que en cualquier otro momento habrían surgido de sus labios casi sin pensarlas.

—¡Señor! —gritó el emisario—. Estáis muy expuesto, bajad aquí.

Giustiniani movió la cabeza, como si despertara de un corto sueño, se centró en el mensajero y luego miró por encima de su hombro, a las posiciones turcas.

—Avisa a mi primer oficial —comentó con voz firme, levantando el brazo de la espada para señalar la sección de la muralla dominada por los turcos—. Que reúna cincuenta hombres como sea y acuda de inmediato a…

La voz se quebró en su garganta sustituida por un grito de dolor, cuando una bala, disparada por una culebrina, atravesó su peto por debajo de su alzado brazo e impactó en su pecho, derribando al protostrator de lo alto del precario adarve.

—¡Han herido a Giustiniani!

El emperador, al mando de su guardia en la zona amurallada en la otra orilla del río Lycos, recibió la noticia de labios de Francisco.

—¿Es grave?

—Al parecer sí —afirmó el castellano con pesimismo—. Me envían a comunicaros que pide que le abran las puertas de la muralla interior para ser evacuado a retaguardia y atendido por un médico.

La mirada del emperador se ensombreció, respirando agitadamente a la par que movía la cabeza de un lado a otro.

—No puede ser —negó en un susurro—, ahora no, estamos a punto de rechazar el ataque. ¡Llévame a su lado!

Constantino avanzó por el amplio espacio entre las dos murallas detrás de Francisco, comprobando como los soldados permanecían en sus puestos, ajenos a la herida de su comandante, defendiendo con firmeza la empalizada frente a los asaltos turcos.

Rodeado por cinco de sus hombres, Giustiniani se encontraba sentado junto a uno de los muros, alejado de la línea principal de combate. En uno de los lados de su coraza se observaba un agujero, de apenas dos centímetros de ancho, pero que dejaba paso a una profunda herida en el pecho del genovés, el cual mostraba en su cara el intenso dolor que le atenazaba.

El emperador se arrodilló a su lado, cogiendo una de sus manos mientras le miraba de frente.

—¡Tenéis que aguantar! —exclamó con lágrimas en los ojos—. Los turcos ya están cediendo.

Giustiniani, con la cara convertida en un rictus de dolor, trató de contestar, aunque una repentina tos se adueñó de él.

—Le han perforado un pulmón —indicó uno de los soldados al ver la sangre que escupía el genovés.

—Dejadme salir —pidió finalmente Giustiniani con un susurro.

—Si os vais ahora la defensa se hundirá, sois el héroe de Bizancio, el alma que mantiene a los hombres en los muros. ¡Por Dios, manteneos firme!

—¡Dejadme salir! —repitió el genovés con voz lastimera.

Constantino observó al protostrator con profunda pena, viendo sus ojos perdidos, la contorsión de su cuerpo fruto del dolor mientras negaba con la cabeza.

—No puedo, nos jugamos demasiado.

—¡Maldita sea, majestad! —gritó uno de los soldados genoveses—. Giustiniani ha dado todo por esta ciudad inmunda y por vos, ¡no podéis dejarle morir aquí como a un perro!

El emperador alzó la vista para encontrarse con los amenazadores ojos del soldado y en su cara pudo leer la resolución que conllevaba la fidelidad hacia su jefe. No era necesario que le aclarara que, de mantener su negativa a abrir las puertas, serían capaces de tirarlas abajo con tal de salvar a su capitán.

—Está bien —cedió Constantino finalmente.

El emperador miró por última vez al que había sido su mejor general mientras los soldados genoveses lo levantaban con cuidado.

—Voy a comprobar la situación en la poterna —comentó el emperador—, vosotros esperad aquí.

Manteniéndose hombro con hombro junto a sus dos hermanos, Antonio Bocchiardi pugnaba por abrirse paso entre los jenízaros hasta la abierta portezuela, por la que entraban nuevos refuerzos turcos, que tomaban rápidamente el relevo de sus compañeros, caídos bajo las espadas de los bravos italianos.

—¡Llega el emperador! —gritó un soldado.

Aliviado, Antonio dejó la primera línea para recibir el prometido auxilio de las tropas necesarias para expulsar a los intrusos. Sin embargo, encontró tan sólo al propio Constantino, atónito ante la visión de los jenízaros en el interior de las murallas.

—¿Dónde están los refuerzos de Giustiniani? —exclamó el italiano, incapaz de comprender la tardanza de las tropas de apoyo—. No aguantaremos mucho más.

—Giustiniani ha sido herido —respondió el emperador—. He venido en cuanto me han informado, ¿qué necesitáis?

—Cuantos hombres podáis reunir —solicitó Antonio, anonadado por la noticia de la herida del protostrator—, y los necesito ya.

—Considerad que están de camino —aseguró el emperador—. Reuniré a los hombres de Giustiniani y los enviaré aquí.

El capitán italiano asintió, recuperando su puesto junto a sus hermanos. A pesar de su fingida serenidad, Antonio era completamente consciente de la imposibilidad de soportar por más tiempo esa situación. Con sus cada vez más escasas tropas heridas y agotadas, los disciplinados jenízaros romperían sus líneas en unos minutos, deslizándose de forma incontenible por el interior de la línea de murallas.

Mientras contemplaba como las organizadas tropas de élite turcas, a diferencia de los anatolios, mantenían un perfecto relevo de sus hombres, impidiendo que su propio número les llevara a amontonarse, Antonio rezó en su interior para que los refuerzos prometidos, su única esperanza para recuperar las posiciones mantenidas con ahínco por los otomanos, aparecieran de inmediato.

La puerta de doble hoja se abrió con lentitud, dejando paso a Giustiniani y a su pequeño séquito, que se encaminaron en dirección al puerto.

Cerca de la muralla, dos soldados observaron con detenimiento como sus compañeros sacaban al comandante genovés, mirándose el uno al otro con sorpresa.

—¡Giustiniani se va! —gritó uno.

—Se retirará a defender la muralla interior —comentó desde el adarve uno de los soldados heridos.

—¿Y lo sacarían a hombros?, no, deja la defensa, eso es que la batalla está perdida.

—¡Los turcos han tomado las murallas!

El desgarrado grito hizo que muchos de los soldados cercanos miraran hacia su derecha, donde el tembloroso dedo de quien había realizado el anuncio señalaba el pendón otomano desplegado en la torre anexa a la puerta de Kylókerkos.

—¡Giustiniani huye! ¡La ciudad ha caído!

En un abrir y cerrar de ojos, el desánimo cundió en los genoveses, las tropas de Giustiniani comenzaron a bajar de los adarves en desorden, arrojando a un lado lanzas, cascos y escudos, corriendo en tropel, empujándose unos a otros hacia las puertas de la muralla, que dos sorprendidos griegos trataban de cerrar a toda prisa.

Inmersos en el pánico, decenas de soldados se abalanzaron sobre los griegos, golpeándolos hasta dejarlos inconscientes y, abriendo de par en par las dobles hojas de las puertas, huyeron calle abajo gritando.

—¡Constantinopla ha caído!

Junto al cegado foso Mahomet contempló extrañado el comportamiento de los genoveses, que parecían bajarse de los muros, abandonando a griegos y venecianos.

—Parece que huyen —comentó Chalil con sorpresa—. No tiene sentido, ¿será una trampa?

—No voy a esperar para averiguarlo —afirmó el sultán—. ¡Hasán!

El fornido oficial se cuadró de nuevo al lado de Mahomet, en espera de sus órdenes.

—Encabeza el resto de tu unidad contra ese punto —explicó el sultán señalando la sección de muralla abandonada por los hombres de Giustiniani—. Te cubriré de oro si consigues abrir brecha.

Hasán realizó una corta reverencia y, con un gesto, se lanzó al asalto de la muralla seguido de sus hombres, abriéndose paso entre el resto de las unidades y ascendiendo con rapidez por las escalas.

En lo alto de la escalera, un bizantino, armado con una simple lanza y sin siquiera llevar armadura, trató de ensartarlo con torpeza. Desplazó el ataque con facilidad, descargando un furibundo tajo sobre el defensor, cuya cabeza voló por los aires, dejando paso libre al interior de la muralla.

Con inusitada agilidad para su tamaño y el peso de su armadura, Hasán traspasó el muro, derribando a un soldado griego que se encontraba a su lado. De un vistazo, el oficial turco comprobó que los genoveses corrían abandonando las armas.

Con una sonrisa, Hasán saltó del adarve hacia el interior de la ciudad, seguido por sus hombres, preparando las líneas para mantener abierta la brecha que le convertiría en el hombre más rico del imperio gracias a la recompensa del sultán.

Sin poder creer lo que veía, Constantino observaba como los genoveses se apiñaban junto a la puerta abierta, corriendo presas del pánico hacia el interior de la ciudad, mientras Francisco y algunos de los oficiales griegos trataban inútilmente de convencerlos para que no abandonaran la lucha.

Detrás del río de soldados, convertidos ahora en una incontrolada muchedumbre, un numeroso grupo de jenízaros atravesaba la empalizada, formando dentro de las murallas para defender el acceso de sus compañeros.

—¡Es inútil! —gritó el emperador—, ¡dejadlos marchar! Hay que reagruparse y volver a los muros.

La guardia personal de Constantino reunió a cuantos soldados desperdigados encontró a su paso y se lanzó contra los turcos, que ya combatían, defendiendo su posición, contra las escasas tropas al mando de Teófilo.

En el interior de Santa Sofía, Helena contemplaba a la numerosa multitud que se agolpaba bajo su inmensa cúpula, escuchando el continuo tañido de las campanas, que no habían parado sus llamadas desde antes del alba.

Con las piernas doloridas, apoyó la espalda contra el frío mármol de la columna, fijando su vista en el tímpano bajo la cúpula, justo sobre la galería norte. Allí, alineadas entre los luminosos vidrios de las ventanas, tres filas de figuras superpuestas representaban a los padres de la iglesia, los profetas y los ángeles y apóstoles, de abajo arriba, realizados hacía casi seis siglos, durante el reinado de Basilio I. Helena había pasado la última hora rezando a todos ellos, solicitando su auxilio y protección. Ahora contemplaba la figura obispal de Juan Crisóstomo, uno de los más importantes padres de la Iglesia ortodoxa, aquel que definió la estructura de la divina liturgia. Tenía la sensación de que le miraba fijamente, como si quisiera transmitirle algún secreto mensaje.

Achacándolo al cansancio, Helena desvió la vista a la cúpula del ábside de la iglesia, invisible desde su posición y caminó a paso lento entre los numerosos grupos de orantes, acercándose al iconostasio para contemplar el esplendoroso mosaico de la Virgen, con intención de continuar sus plegarias.

La espectacular imagen, sentada en un trono con el Niño Jesús en su regazo, dominaba los dorados mosaicos que cubrían su techo cupulado, flanqueada por los arcángeles san Gabriel y san Miguel, apostados hieráticamente sobre el muro anexo.

Con las manos apoyadas en el labrado iconostasio, levantó su vista sobre la amplia congregación de clérigos que oficiaban la misa y, con los ojos fijos en la Santísima Virgen, comenzó a rezar.

De pronto sintió de nuevo esa extraña sensación. La expresión de la Virgen no reflejaba alegría, sino una gran majestad, una serenidad transmitida a través de sus bellos ojos, los mismos que la miraban desde lo alto sin transmitir sentimiento alguno, conscientes de su alejamiento respecto a los sucesos de este mundo. Esa mirada le recordaba algo o a alguien, esa fuerza interior que apenas se percibía, siempre oculta.

—Yasmine.

A su cabeza llegó la mirada de la esclava al igual que sus palabras, «cuando los turcos entren en la ciudad, dirígete al puerto». Hasta ese momento no había prestado oídos a la posibilidad de que la batalla se perdiera, a que la sagrada Constantinopla cayera finalmente en manos de los turcos, sin embargo notaba como aquella advertencia resonaba en su cabeza, amplificándose con cada uno de los incontables tañidos de las campanas, hasta el punto de que acabaron ahogando los coros de los clérigos y las oraciones de los presentes, inundando toda la iglesia con sus atronadoras llamadas.

Miró de nuevo a la entronizada Señora de los Cielos y pareció encontrarle un sentido a su expresión, como si gritara una sola cosa.

—¡Corre!

Respirando con agitación y sin acabar de comprender sus propios actos, Helena comenzó a caminar hacia las lejanas puertas de bronce.

—¡No podemos contenerlos!

La cara de Teófilo era el rostro de la impotencia y la desesperación. Sus agotados hombres se veían desbordados por la avasalladora superioridad numérica turca. De nada había servido la muerte del gigantesco oficial de la guardia jenízara que comandaba la carga ni la de la mayor parte de sus compañeros. A cada segundo, un tropel de nuevos otomanos saltaba la perdida empalizada, uniéndose a sus compañeros en el exterminio de los desorganizados griegos, que comenzaban a retroceder, acuchillados sin piedad por los furibundos musulmanes.

El emperador, acompañado de sus últimos fieles, observaba lívido como italianos, griegos y turcos se aglomeraban junto a la puerta abierta para la salida de Giustiniani, pugnando entre sí. Uno de sus oficiales había acudido junto a él para informarle de que los jenízaros habían roto la resistencia de los hermanos Bocchiardi y entrado en el palacio, donde combatían con los venecianos, atrapándolos como en una ratonera.

—No moriré huyendo como un cobarde —aseguró Teófilo, abalanzándose en medio de sus escasas tropas contra la incontable marea de turcos que se abrían paso hacia la puerta.

—La ciudad se ha perdido —aseguró Juan Dálmata, último de los oficiales que permanecía junto al emperador—, pero aún podemos huir, alcanzando el puerto de Eleuterio y zarpando en un barco hacia Grecia.

Constantino le miró con serenidad, negando lentamente con la cabeza.

—No quiero sobrevivir a mi imperio —dijo con estólida determinación— ni contemplar desde un retiro el fin de mi sueño.

Con parsimonia, se despojó de la capa púrpura bordada, doblándola con cuidado y dejándola caer al suelo. Después miró fijamente la gran masa de enemigos que convergían en las puertas y desenvainó lentamente la espada.

Francisco, al lado de Constantino, observó como el último emperador de Bizancio, perdida toda esperanza, renunciaba a cualquier intento de fuga. Unos meses atrás, el castellano habría corrido entre los aterrorizados soldados, tratando de salvar su vida a cualquier precio. Sin embargo, aquellos meses habían cambiado su espíritu. El viejo Francisco había desaparecido poco a poco, diluido por la arrebatadora alma que latía en aquella decaída ciudad. Había hecho de Bizancio su casa, de Constantino su familia y de aquellos pobres infelices su pueblo. Decidió que el nuevo Francisco desaparecería defendiendo con honor todo aquello por lo que había cambiado, por el recuerdo de la dignidad que su padre le inculcó y por el amor que le había despertado.

—Helena está en Santa Sofía —dijo mirando a Jacobo—, llévatela a Pera.

—Me quedo con vosotros —aseguró el muchacho, mirando a Francisco con decisión.

—Esta vez no —negó el castellano, mientras Constantino se encaminaba hacia la muralla de turcos—. Es la misión que te prometí. No me falles.

Francisco se unió a Juan Dálmata, al lado del emperador, caminando resueltos hacia el centro de la confusa batalla.

Jacobo recogió del suelo la capa imperial que yacía a sus pies, contemplando con admiración como los tres últimos defensores de Constantinopla desaparecían en medio de un tumulto de lanzas, escudos y armaduras, al grito de «¡Bizancio!».

Unos segundos después, con la cara llena de lágrimas, se despojó de la inútil cota de malla y, con la seda púrpura aferrada contra su pecho, corrió hacia la puerta poco antes de que los turcos la tomaran al asalto.

La multitud se agolpaba a su alrededor ralentizando su paso. Bajo la cúpula de Santa Sofía, Helena se veía incapaz de atravesar aquella muralla humana de temblorosos feligreses, que se hacinaban en el interior de la colosal construcción.

Con esfuerzo, se fue deslizando entre los apretados grupos, en dirección a las aún lejanas puertas de bronce, haciéndose cargo del tamaño de la mayor iglesia de la cristiandad. Esgrimiendo educadas disculpas contra los groseros insultos y reproches recibidos por parte de aquellos a quienes empujaba, la bizantina continuó su avance, respirando con agitación.

Acababa de dejar atrás la gran cúpula cuando resonó aquella voz.

—¡Se ha perdido Constantinopla!

Por un momento la iglesia quedó en silencio para, acto seguido, envolverse en un caótico histerismo. Los gritos que anunciaban el fin del mundo y la muerte del cristianismo se juntaban a los desgarradores llantos de mujeres y niños. Los clérigos pedían calma a voces junto al sagrado altar, ignorados por la muchedumbre.

Helena se vio arrastrada de nuevo hacia atrás, cuando la masa de asistentes se acercó desesperada hacia el iconostasio, buscando el consuelo de los clérigos presentes. Apretando los dientes luchó contra la fuerte marea. Su velo quedó atrás, enganchado, y su pelo se soltó cuando la fina cinta de seda que lo mantenía trenzado se rompió.

—¡Los ángeles protegerán la iglesia! —rugió un clérigo a su espalda—. ¡Cerrad las puertas!

Reprimiendo las lágrimas, Helena escuchó como la orden del sacerdote pasaba rápidamente entre la multitud, hasta llegar a la entrada, donde un par de diáconos se miraron estupefactos, antes de entregarse a la tarea.

—¡No! —gritó Helena, impotente.

La luz que penetraba por la primera de las nueve puertas comenzó a disminuir, mostrando la implacable lentitud con la que los diáconos empujaban las pesadas hojas de bronce tallado.

Desesperada, Helena se abalanzó hacia la salida, abriéndose paso entre la gente, que gritaba suplicando el perdón del Señor. La puerta se cerró con un fuerte chasquido y, segundos después, la luz de la siguiente puerta comenzó a desaparecer.

El dolor se iba acentuando a medida que se recuperaba de la inconsciencia, como un martilleo que golpeaba sus sienes con creciente intensidad, uniéndose al escozor que le atenazaba la garganta. Con un espasmo de roncas toses Yasmine abrió los ojos a la lacerante claridad del alba, trató de incorporarse antes de que su cabeza comenzara a dar vueltas, obligándola a permanecer tumbada en el suelo, acariciándose el magullado cuello, donde las manos de Basilio habían quedado marcadas.

La imagen del griego invadió su mente, haciendo que se incorporara con rapidez, agitando un brazo frente a ella, tratando de alejar al imaginario atacante. Con un nuevo acceso de tos, apoyó la espalda en el lateral de la cama, fijándose por primera vez en el cuerpo de Basilio, envuelto en un gran charco de sangre, sosteniendo en su mano la misma daga que ella había clavado, al borde de la inconsciencia, en su costado, retorciéndola con sus últimas fuerzas. Su rostro se encontraba crispado, en una extraña mezcla de sonrisa y dolor, como si en medio del sufrimiento una fugaz recompensa hubiera aliviado su final.

—Si pensabas que yo te precedería en el infierno puedes borrar esa estúpida sonrisa —dijo ella a pesar del dolor de su garganta y de que el esfuerzo le provocó un nuevo ataque de tos.

Se levantó con lentitud, apoyándose en la cama para incorporarse, sin saber cuánto tiempo había estado inconsciente. La luz que atravesaba el deslucido vidrio de la pequeña ventana indicaba que el sol ya derramaba sus primeros rayos desde el horizonte. Sin embargo no advertía la quietud que acompañaba a los amaneceres, sino que, desde el otro lado de la puerta, llegaban ruidos de agitadas carreras, fuertes golpes y extrañas voces.

Durante unos instantes no pudo identificar las frases que resonaban, cada vez más cerca, en el pasillo, hasta que, como una venda que cae liberando la vista de sus ataduras, comprendió que las voces que escuchaba se expresaban en turco.

Yasmine miró a su alrededor, angustiada por la repentina certeza de encontrarse encerrada en el palacio durante el saqueo que los soldados del sultán estaban efectuando en ese mismo momento. Con un rápido movimiento, se agachó a recoger la ensangrentada daga de la fría mano de Basilio, justo cuando, tras levantarse, la puerta se abrió por segunda vez esa noche, con la misma violencia aunque con un personaje distinto tras ella. Yasmine, con los ojos clavados en el nuevo intruso, se preguntaba si Alá no había dispuesto finalmente su muerte.

—¿Qué noticias hay del centro de la defensa?

El polvoriento emisario se encogió de hombros ante la inquisitiva mirada de Sfrantzés, ansioso por conocer los detalles de la brecha causada por los turcos.

—La situación es muy confusa —explicó este—. No he podido llegar a la zona del río, creo que los nuestros les están conteniendo. De no ser así los jenízaros nos atacarían a través de la zona entre las dos murallas.

El secretario imperial asentía con preocupación. Los débiles asaltos con los que los turcos habían acosado el lado izquierdo de las murallas, junto a la puerta dorada, defendida por Sfrantzés, se habían intensificado en los últimos minutos, pero seguían dando la impresión de ser tan sólo una sangrienta forma de mantener ocupados a los defensores de ese punto.

—Tal vez deberíamos mandar refuerzos —comentó Sfrantzés.

—De ser necesario el emperador nos lo habría comunicado —aseguró el mensajero.

Un grito repentino hizo girarse al secretario imperial, para descubrir un numeroso grupo de jenízaros a sus espaldas, atacando a sus sorprendidas tropas por la retaguardia.

Atónito, Sfrantzés fue derribado por el cuerpo del emisario cuando este fue atravesado por una lanza turca. Tendido en el suelo, contempló horrorizado como un barbudo soldado se dirigía hacia él, dispuesto a ensartarle. Un oficial le detuvo cuando ya notaba el frío acero sobre su cuello, haciendo un claro gesto para que respetaran su vida.

La puerta dorada había sido abierta subrepticiamente desde el interior de la ciudad, aprovechando la distracción de los defensores, los cuales, cogidos entre dos fuegos, eran ahora masacrados por las implacables espadas de los otomanos, que cobraban su tributo de sangre vengando a sus compañeros muertos frente a las murallas.

Desde el suelo, con una lanza apoyada en su garganta, sin saber aún si debería felicitarse por seguir vivo, Jorge Sfrantzés comprendió que Constantinopla se había perdido. Cerró los ojos y comenzó a rezar por su familia y por el ignorado destino del emperador.

La segunda puerta se cerró con un chasquido que retumbó en toda la iglesia.

Helena lloraba de rabia mientras apartaba a la gente de su camino, perdida toda compostura, con la cara envuelta en lágrimas y notando como le faltaba el aire a cada bocanada.

Por las puertas que aún permanecían abiertas seguía el continuo goteo de griegos que, descorazonados al ver las enseñas turcas flameando sobre el palacio imperial de Blaquernas, se dirigían a la catedral con la única esperanza de que la espada del Señor abatiera a los infieles.

Indiferentes a los desgarradores gritos de Helena, los diáconos continuaron con su labor, cerrando una a una las altas puertas, provocando que los nuevos llegados se hacinaran precisamente en las que permanecían abiertas, dificultando el lento progreso de la angustiada bizantina.

Poco más de diez metros la separaban de la luz cuando la cuarta puerta comenzó a cerrarse. Otra pareja de diáconos ayudaba a sus compañeros, apoyados por algunos de los asistentes que, ante la densa multitud que se encontraba en la iglesia, querían cerrar el paso a los que aún continuaban llegando.

Helena cambió su trayectoria para dirigirse a la puerta central de las cinco que permanecían abiertas. Apenas le separaban unos metros, pero resultaba imposible franquear la marea de ciudadanos que se agrupaban en la entrada, llorando y gritando, aturdiendo a la extenuada Helena.

El icono que guardaba celosamente en su mano cayó al suelo, pisoteado por los que la rodeaban.

—Santa María —musitó entre angustiosas lágrimas—. Dame fuerzas.

Dos puertas más se cerraron, con un tremendo golpe que la hizo estremecer. Gritó de impotencia y continuó forcejeando, cinco metros la separaban cuando las dos puertas que flanqueaban la principal comenzaban a cerrarse.

—Dios mío, ayúdame —exclamó.

Un nuevo chasquido y únicamente la puerta principal permanecía abierta. Ahora tan sólo la separaban unos pasos, pero una nueva riada, ansiosa por penetrar en la supuesta seguridad de la gran iglesia, se apiñaba junto al umbral, pugnando por entrar, enganchando el vestido de Helena y empujándola hacia atrás.

Con un crujido, la última puerta comenzó a cerrarse.

El soldado que apareció en el umbral de la puerta se quedó sorprendido por la escena. Tras un buen rato deambulando por el interior del palacio en busca de venecianos huidos, no esperaba encontrar una imagen semejante. Una bella mujer, vestida con la ropa típica bizantina se hallaba de pie, observándole, con un hombre a sus pies, muerto en medio de un gran charco de sangre.

En un edificio tomado al asalto siempre es posible toparse con uno o dos cadáveres detrás de una puerta, tanto como encontrarse a la misma muerte en forma de traicionero cuchillo que espera a la vuelta de una esquina. Sin embargo, descubrir una belleza semejante, a pesar de la escondida mano que ocultaba a su espalda, indicio más que evidente de que ocultaba un arma, era una inesperada recompensa que ningún saqueador podía dejar pasar.

Yasmine comprobó como el soldado se mantuvo un instante junto a la puerta, parpadeando sorprendido ante la dantesca escena, aunque, poco después, con una torva mirada que recorrió el cuerpo de la joven de arriba abajo, se adentró lentamente en la habitación empuñando el curvo sable.

La turca retrocedió un paso de forma instintiva, apretando en su mano la daga, cuya presencia ya parecía haber advertido el intruso, aunque este tal vez confiado en la fortaleza de su cota de malla, no parecía preocupado por la posibilidad de que una mujer fuera capaz de ofrecer demasiada resistencia.

—Soy una espía al servicio del sultán —gritó Yasmine en turco con todas sus fuerzas—, os castigará si no me lleváis de inmediato ante él.

El soldado, con una fiera sonrisa que dejaba entrever una entrecortada fila de dientes amarillentos no pareció siquiera entender el idioma. Su rudo aspecto y rasgos marcados, eran más propios de un habitante de los vecinos Balcanes que de un musulmán nacido en la zona otomana. Con total indiferencia hacia las palabras de la antigua esclava siguió aproximándose hasta quedar a poco más de un metro, mientras pesados pasos se acercaban con rapidez por el pasillo.

Yasmine se mantuvo en pie, desafiante, encerrada entre la pared y la cama, sin sitio para seguir retrocediendo ante el avance del intruso, el cual, con una risa grotesca, abrió los brazos como si de una trampa se tratase para atrapar a la joven justo en el momento en que, un nuevo soldado, ataviado aún con el gorro blanco de los jenízaros, apareció en la puerta de la habitación.

El recién llegado ladró una repentina orden en un idioma incomprensible para la turca, que hizo que el soldado, apenas a un metro de distancia de la antigua esclava, volviera la cabeza con sorpresa, instante aprovechado por Yasmine para, con un rápido movimiento circular de su brazo, clavar la daga con todas sus fuerzas en el cuello de su enemigo.

El soldado lanzó un grito de dolor, agarrando el cuchillo, que había penetrado profundamente a pesar de la cota de malla que protegía la zona. Tras recular un instante, con la sonrisa transformada en una mueca de ira, levantó el sable para descargar un mortal golpe sobre la cabeza de Yasmine, la cual, comprendiendo que la cuchillada no había afectado ninguna arteria e, imposibilitada para retroceder, cerró los ojos a la espera de su final.

Los diáconos empujaban las pesadas puertas con sus cuerpos, luchando contra la gente que aún intentaba entrar en la gran iglesia de Santa Sofía, la misma avalancha humana que impedía a Helena continuar avanzando hacia la salida.

Incapaz de mantener su lucha contracorriente o de dirigirse a uno de los lados, donde la aglomeración no era tan intensa como en la misma puerta, Helena notó como le fallaban las fuerzas.

Alargó la mano y consiguió asirse a la puerta, la cual seguía cerrándose de forma lenta aunque imparable. Varias personas entraron, empujándola hacia atrás. Su mano resbaló y abandonó su asidero.

Con un grito se abrió paso de nuevo hasta tocar las puertas de bronce por segunda vez, sudando bajo la túnica y la pesada estola, útil durante la larga y fría noche aunque ahora supusiera una carga. El diácono que empujaba el borde de la puerta vio su mano y asió la muñeca de Helena, tratando de obligarla a soltarse.

—¡No! —gritó ella.

—¡Perderá la mano cuando las cerremos! —gruñó el religioso, incapaz de entender el comportamiento de la bizantina.

Apenas quedaba sitio para que cupiera una persona y las puertas se cerraban inexorablemente. Consiguió ponerse junto a ellas, aferrada al borde de la puerta, ignorando el dolor que le provocaba el diácono para que se soltara y se impulsó para salir.

Un hombre entró con un brusco empujón, desequilibrándola e impidiéndole dejar la iglesia. Helena tocó con la rodilla en el suelo, aún aferrada a la puerta, sobre la que se mantenía abierta tan sólo una rendija de dos palmos de ancho.

—Dios mío, ayúdame —susurró de nuevo, falta de fuerzas para continuar.

Con la cara envuelta en lágrimas, Helena cerró los ojos y soltó la mano, dándose por vencida.

Fue entonces cuando notó un fuerte tirón y como la arrastraban por la abertura fuera de la iglesia.

La defensa se desplomó a lo largo de toda la extensión de murallas. Los marinos de los barcos de la flota turca, que hasta entonces se habían mostrado incapaces de superar la débil línea bizantina que se mantenía sobre los muros junto al Mármara y el Cuerno de Oro, observaban con asombro como los defensores abandonaban sus puestos.

Casi sin oposición, los marineros turcos, ansiosos por no quedarse fuera del esperado reparto del botín, desembarcaron a miles en múltiples puntos de la costa, saltando con facilidad los vacíos muros.

Por toda la ciudad, los pocos griegos que habían conseguido escapar con vida de la ratonera en la que se habían convertido las murallas, abandonaban sus puestos para dirigirse hacia sus casas, en un desesperado intento por defender a sus familias.

En la zona cercana al antiguo gran palacio, los arqueros cretenses, aislados en tres torres, continuaban la resistencia, lo mismo que el príncipe Orchán y sus fieles, conscientes de la suerte que les esperaba si se rendían, o los catalanes de Pere Juliá, combatiendo hasta que todos fueron muertos o apresados.

Sin embargo eran focos aislados, Constantinopla veía como sus calles se llenaban de turcos desesperados, sedientos de botín y venganza tras casi dos meses de duro asedio. Para los asaltantes llegaba la hora de cosechar su recompensa, tres días de pillaje.

Sin creer que la defensa había terminado, los turcos mataban sin distinción a cuantos encontraban en las calles, hombres, mujeres o niños, la sangre bajaba por las empinadas calles como un torrente, empapando el suelo con su color de muerte, hasta que dio paso a la codicia y los asaltantes comenzaron a rapiñar casas e iglesias, apresando a cuantos hallaban en su interior para venderlos como esclavos.

Los saqueadores derribaban las puertas de las casas, separando a los hijos de sus madres, destrozando muebles y enseres en busca de oro o mujeres jóvenes con las que satisfacer sus violentos instintos. Las iglesias fueron profanadas, los mosaicos de teselas de oro fueron arrancados de las paredes, el sagrado icono de la Virgen fue descuartizado en San Salvador de Chora y sus preciados libros y códices quemados.

Constantinopla era atravesada por una imparable horda salvaje sin otra idea en su mente que la de conseguir dinero y esclavos, y la mayor parte de los habitantes de la ciudad se reunían en su edificio más emblemático, Santa Sofía. Como una lengua de fuego, los desbocados turcos confluían de todas direcciones hacia la alta cúpula de la catedral.

Con un fuerte ruido, mezcla de quejido y metálico tintineo, Yasmine abrió de nuevo los ojos, encontrando en el suelo, aún con la daga sobresaliendo de su cuello y retorcido de dolor, al soldado que, instantes antes, estaba a punto de cercenar su cabeza. En su lugar, un soldado de la guardia jenízara la miraba fríamente, con los ojos clavados en ella y el sable preparado en la mano, aún humeando con la sangre del derribado asaltante.

—Has dicho que trabajas para el sultán —dijo el soldado en un perfecto turco a pesar de su pálida tez, ojos azules y bigote rubio como la paja.

—Soy la persona que transmitía la información de lo que ocurría en la corte bizantina —afirmó rápidamente Yasmine, consciente de que se encontraba ante la única posibilidad de salvar su vida.

—¿Tienes alguna prueba de lo que dices? —preguntó el jenízaro aumentando, si cabe, su penetrante mirada.

—Habéis entrado en la ciudad a través de una portezuela, en uno de los laterales de la muralla anexa al palacio. Yo proporcioné la información de su situación y de que no se encontraría vigilada.

El soldado enarcó una ceja, mientras el herido del suelo gemía, intentando, sin éxito, arrancarse la daga del cuello. Yasmine sabía que se encontraba en manos de aquel turco. Si se hubiese tratado de un asaltante normal, un bashi-bazuk, la turca estaría a estas horas sufriendo violación y muerte a manos de los intrusos. Sin embargo, un jenízaro era entrenado en el servicio incondicional al sultán; si existía una posibilidad de que ella fuera lo que decía, uno de los disciplinados guardias de Mahomet no asumiría la responsabilidad de decidir, la conduciría hasta el sultán o, al menos, a un oficial, para que su superior decidiera.

El jenízaro mantuvo la mirada, haciendo que se tambaleasen los lógicos pensamientos de la turca, que trataba de contener su agitada respiración hasta que, con una voz más fría que el acero, el soldado expresó su decisión:

—Te llevaré ante su majestad, pero si intentas huir te desollaré viva.

Helena gateó entre decenas de pies que se agolpaban contra las puertas de la iglesia, golpeando el frío bronce mientras imploraban su apertura, confiando en la seguridad de su interior.

Una vez fuera del agitado grupo, se levantó temblorosa, contemplando por vez primera la cara que se encontraba tras la mano que la había ayudado.

Sucio y ensangrentado, con el pelo enmarañado y la cara cubierta de cortes, Jacobo la miraba en silencio, agarrando aún su brazo, mientras aferraba con la otra mano una doblada tela púrpura.

—¡Jacobo! —exclamó ella abrazándolo—. ¿Cómo has llegado aquí? ¿Dónde está Francisco?

Bajando la mirada, el joven negó lentamente la cabeza mientras sus ojos se inundaban de lágrimas, que dejaban surcos sobre el polvo acumulado en sus mejillas.

Helena, sin querer creerlo, apoyó la mano en su barbilla obligándole a alzar la cara, contemplando de frente su apenado rostro y las lágrimas que bajaban de sus ojos. Se dejó caer, sentada sobre los escalones, con la mirada perdida y la respiración entrecortada. Sintió como el pecho la oprimía, el aire le faltaba y los gritos de los que aún pugnaban por entrar en la iglesia se apagaban en la lejanía.

Notó como Jacobo se sentaba a su lado y se abrazaba a ella; le hablaba, pero ella no escuchaba nada. Tocó la suave seda púrpura que el muchacho tenía entre sus manos reconociendo el escudo imperial, la capa del emperador, y supo que había muerto.

Su grito de angustia desgarró el viento, ahogando los desesperados tañidos de las campanas. El tiempo se detuvo, el mundo se paró ante sus ojos. Sin fuerzas para llorar, apoyó su cara en los brazos y se mantuvo quieta, en silencio, al pie de la gran iglesia, preguntándose por qué el Señor le había arrebatado lo que más amaba.

—¡Estáis loco!

Fuera de sí, Alviso Diedo contemplaba el tembloroso rostro del podestá de Pera sin poder creer lo que escuchaba.

Cuando la noticia de la caída de la ciudad llegó al puerto, Diedo, como comandante en jefe de la flota ante la ausencia de Trevisano, apresado junto al baílo veneciano en la defensa del palacio de Blaquernas, había ordenado a sus barcos recoger cuantos refugiados cupieran en las atestadas cubiertas y prepararse para partir. Con un barco de remos había cruzado el Cuerno de Oro, aprovechando el desconcierto creado en la flota turca por el abandono de sus puestos efectuado por sus marinos, incapaces de resistir la llamada del saqueo. Su intención era coordinarse con los genoveses para abrirse paso combatiendo hasta el mar, rompiendo la cadena que cerraba el puerto y escapando hacia las colonias venecianas. Sin embargo, Lomellino, el gobernador de Pera, no sólo se negaba a aceptar a los refugiados, sino que había ordenado cerrar las puertas apresando a Diedo en su interior.

—No os enfurezcáis —balbuceó el podestá—. Lo mejor será enviar una embajada al sultán para tratar el tema de la rendición.

—¿Creéis que es momento de palabras? —gritó Alviso Diedo—. Dejadme salir de inmediato o no respondo de vuestra vida.

—Si seguís con esa actitud tendré que ordenar a la guardia que os prenda —replicó Lomellino, sudando profusamente a la vez que se separaba del iracundo veneciano.

Temblando de furia, Diedo acarició el pomo de su espada, mirando de reojo a los cuatro lanceros que protegían al podestá, preguntándose si al menos tendría tiempo de matar a ese cerdo antes de que le abatieran.

—¡Señor! —interrumpió uno de los asistentes del gobernador genovés—. Los comandantes de nuestros barcos anclados en el puerto anuncian su intención de hacerse a la mar y exigen la salida del capitán Diedo.

—Pero… —tartamudeó el genovés— yo no he dado permiso. ¡Eso es traición!

El podestá se puso lívido. Si los genoveses escapaban era más que probable que su actuación fuera cuestionada en Génova, aunque no tenía forma de impedirlo y, por otro lado, desconocía la actitud del sultán si dejaba marchar a la flota.

—¿Y bien? —preguntó Alviso Diedo con una irónica sonrisa.

—Que se marchen —ordenó Lomellino.

Diedo partió de inmediato de vuelta a su barco, mientras el trémulo genovés secaba su sudorosa frente con un pañuelo, incapaz de controlar sus nervios. La visión de la horca apareció de nuevo ante su mente y, preso de incontrolables arcadas, corrió entre los sorprendidos guardias buscando un sitio donde poder vomitar.

—¡No podemos quedarnos aquí! —gritaba Jacobo.

Helena, con la cara oculta entre las manos, permanecía quieta, ignorando al sollozante muchacho, que tiraba suavemente de su brazo en un desesperado intento por levantarla.

Con la herida del costado quemándole como si tuviera dentro una brasa ardiendo, consciente de la sangre que ya manchaba su deteriorada camisa, Jacobo se veía incapaz de cargar con la bizantina. Incluso sin el profundo corte le habría resultado imposible transportar a la hundida Helena hasta el puerto.

La noticia de la muerte de Francisco la había destrozado hasta el punto de encontrarse dispuesta a permanecer sentada en los escalones de Santa Sofía en espera de la llegada de los turcos que, sin duda, ya se aproximaban a la catedral. Jacobo no sabía qué decir para convencerla de que le acompañara al puerto, su única posibilidad de escape, y tampoco podía dejarla allí. Había prometido al castellano que la cuidaría y no daría la espalda a su responsabilidad.

—Por favor, escúchame —dijo con voz suave, arrodillándose frente a Helena y apartando las manos de su rostro para mirarla a la cara.

La tez de la bizantina era pálida y la desesperación que encontró en sus ojos casi hizo llorar a Jacobo pero, al menos, consiguió que le mirara.

—Lo último que me dijo fue que te llevara al puerto y te ayudara a escapar. Si no lo haces su sacrificio habrá sido en vano. Piensas que los turcos te matarán y así podrás reunirte con él, pero no es cierto —añadió sin poder contener las lágrimas—, te llevarán a uno de sus harenes y pasarás el resto de tu vida sirviendo como una esclava, ¿es eso lo que quieres?, ¿vivir para ver como tus hijos son educados para saquear otra ciudad como esta? Yo quiero volver a ver a mis padres, por favor, ven conmigo.

Ella parpadeó, como si volviera en sí, y comenzó a llorar desconsoladamente, abrazándose a Jacobo. Éste permaneció un momento quieto, antes de levantarse, tirando suavemente de ella. En esta ocasión Helena se dejó llevar y, con paso demasiado lento para el gusto del joven, se alejaron de la iglesia.

A bordo de un mercante genovés Giustiniani era atendido por un cirujano. La bala había perforado un pulmón, que amenazaba con llenarse de sangre y ahogar al militar, por lo que el médico trataba de desplegar toda su ciencia, intentando cortar la intensa hemorragia.

El genovés, ajeno al dolor y a la expectación de sus hombres, se mantenía en silencio, inexpresivo, con la vista fija en el techo del estrecho camarote, corroído por los remordimientos.

—Voy a morir como un cobarde —susurró.

—No digáis eso —dijo uno de los oficiales que se mantenía a su lado—, habéis hecho todo cuanto habéis podido; si Constantinopla no ha caído antes ha sido por vos y por vuestro valor. Seguís siendo el mismo héroe.

Giustiniani no respondió y mantuvo la vista perdida en el infinito.

El barco comenzó a moverse, en pos de las galeras venecianas que maniobraban para salir del Cuerno de Oro, una vez que el extremo de la cadena anclado en Pera había sido cortado y el paso aparecía libre.

Sobre la cubierta, John Grant, herido en una pierna, contemplaba el cercano puerto, cuyos malecones se llenaban de gente desesperada en busca de un barco con el que salvarse. Muchos subían a los buques imperiales hasta atestar sus cubiertas, empujándose, luchando por un puesto en la escalerilla de acceso, arrojando a otros al mar con tal de subir, sin percatarse siquiera de que aquellos barcos no disponían ya de marinos y que, con el sobrepeso, jamás dejarían el puerto. Otros se lanzaban al agua, nadando hacia los barcos que comenzaban a moverse con lentitud, aprovechando el suave viento del norte. Se agarraban a cualquier cabo suelto o arañaban el casco, en un desesperado intento por subir a cubierta. Las órdenes eran tajantes, no más pasajeros, se corría el riesgo de sobrecargar el ya atestado buque y enviarlo a pique.

Agarrado a una de las cuerdas que tensaban las velas para poder incorporarse, el ingeniero escocés vio a una madre con su hijo pequeño en brazos, que lo alzaba fuera del agua, tratando de subirlo a otro de los barcos, desde el cual los pasajeros les miraban sin intentar ayudarlos. Incapaz de contemplar tanta angustia, desvió su vista a los tejados de la ciudad, donde pequeñas banderas de todos los colores marcaban las casas que habían sido saqueadas.

—Es aterrador —afirmó alguien a su lado.

John asintió en silencio, sin poder apartar la vista de las ondeantes enseñas, que se contaban a miles en toda la extensión que podía abarcar con la mirada.

Acelerando el paso cuanto pudo, Jacobo alcanzó el puerto en el momento en el que los barcos comenzaban a alejarse. A su lado, Helena se mantenía en silencio, dejándose conducir sin una palabra.

El joven se fijó en los grandes barcos que aún permanecían en el puerto, donde se hacinaban cientos de personas, luchando unas contra otras por un puesto sobre sus cubiertas.

Los mercantes que seguían a las rápidas galeras se encontraban apenas a treinta metros del malecón, sin embargo, aunque era un buen nadador, no podría mantener a la ausente Helena a flote y, mucho menos, alcanzar la cubierta sin ayuda.

—Un pequeño velero con una señal roja en el mástil, bajo el león de Venecia.

Las palabras de Helena sorprendieron a Jacobo, que se volvió hacia ella, comprobando como su rostro aún mantenía la inexpresividad, pero, con una mano, le tendía un arrugado trozo de pergamino.

Trató de leerlo, pero no entendía la críptica letra. Miró a su alrededor, entre los barcos, en busca del crespón sin encontrar nada.

—¡Los turcos se acercan! —gritó alguien a su espalda.

El pánico se incrementó. A su alrededor la gente corrió hacia los barcos que se agolpaban en el muelle, arrojándose al agua, enfrentándose unos a otros por subirse a los estáticos transportes bizantinos.

—No puede ser —musitó Jacobo—. Si un barco se encontrara aquí esperando se vería inundado de desesperados, a no ser…

El muchacho miró en dirección contraria a la riada de gente, a la izquierda. En los vacíos muelles no encontró nada, sin embargo, en un palo alzado junto a uno de los malecones, una bandera de Venecia ondeaba por encima de un paño rojo.

Los jenízaros presionaban con fuerza, sustituyendo a cada uno de sus caídos con un nuevo combatiente, dispuestos a terminar con el puñado de soldados genoveses que, aislados por completo en medio del ejército del sultán, aún mantenían las espadas en alto.

Entre ellos, Mauricio Cattaneo, cubierto de heridas, con la espada rezumando la sangre de los muchos enemigos abatidos, cubría la espalda de Paolo Bocchiardi, el único de los tres hermanos que no había conseguido escapar. A diferencia de Cattaneo, cuyo alto sentido del honor le impedía intentar siquiera la huida, él decidió quedarse para entorpecer el avance de los turcos, facilitando la retirada de sus hermanos y pensando en seguirlos a la menor oportunidad. Sin embargo, los disciplinados jenízaros sabían cumplir eficazmente con su papel, cortando el estrecho pasillo que enlazaba a los últimos rezagados con la libertad.

Ahora veían como sus compañeros caían bajo las cimitarras turcas, uno a uno, sin rendirse, sin alzar los brazos pidiendo clemencia.

Sabiéndose muerto en vida, Cattaneo sonreía, feliz de cumplir con valor y coraje la promesa ofrecida al emperador de Bizancio. Con un mandoble que rebanó limpiamente el brazo de su contrincante más cercano, el genovés se sintió orgulloso del honor que defendía como caballero, pensando que, de haber querido morir en la cama como un anciano, se habría hecho mercader.

El marino contratado por Badoer observó con sorpresa como aquel muchacho, sucio y ensangrentado, se acercaba hacia él, con los ojos fijos en el rojo trozo de tela anudado en el muelle, tirando del brazo de una mujer.

La presencia del joven le hizo dudar de si se trataría de su esperada carga, aunque la evidente mirada del mozalbete hacia su ondeante señal no admitía dudas. Desde la posición en la que se encontraban no eran capaces de ver la barca de remos que flotaba oculta al lado del malecón, por lo que no cabía duda sobre sus intenciones. Con la mano izquierda palpó instintivamente el puño de la daga que ocultaba a su espalda, anotando mentalmente solicitar un sustancial incremento de su salario si debía despachar a dos pasajeros en lugar de uno.

Ambos llegaron a su altura, mirándose en silencio, con el marino estudiándolos inquisitivamente mientras esperaba que pronunciaran alguna palabra. Por fin ella alargó la mano, entregándole un trozo de pergamino.

—El chico no debería estar aquí —dijo secamente el marino, fingiendo que leía con interés el texto escrito sobre la nota.

—Viene conmigo —respondió Helena, sin abandonar por completo su aire ausente.

El marino asintió, clavando sus ojos en el costado de Jacobo, donde la sangre de su abierta herida calaba la desgarrada camisa. Después reparó en la prenda que mantenía apretada contra su pecho, seda púrpura, por la que podría sacar un buen precio en el mercado negro.

Con un gesto de la cabeza señaló la pequeña barca, a salvo de las ávidas ansias de escape de los griegos que se apelmazaban en el puerto. Con rapidez, los tres entraron en el bote, justo en el momento en que un horrorizado griterío anunciaba la llegada de los primeros bashi-bazuks a las inmediaciones, traducida en un caótico alboroto, en el que los turcos se adentraban en busca de las presas más codiciadas.

El marino alejó el bote del muelle, empujándolo con fuerza con uno de los remos, antes de comenzar a bogar en dirección a Pera, impulsando la barquichuela con sus musculosos brazos.

Aún alejándose del puerto, John Grant contemplaba con tristeza el pánico que invadía a los bizantinos en los muelles, aterrorizados mientras trataban inútilmente de escapar de los saqueadores turcos.

Desvió la mirada hacia una barca que acababa de abandonar el lugar, salvándose milagrosamente en el último momento, y su cara se mudó en una mueca de incredulidad. Se frotó los ojos tratando de asegurarse de lo que veía y luego gritó de júbilo al reconocer a Jacobo.

Helena, de espaldas al puerto, ajena a los horripilantes gritos que surgían de la aterrada multitud, mantenía la vista fija en el agua, observando las ondas que los remos dejaban sobre la azulada superficie, mientras Jacobo le agarraba un brazo en silencio y repetía en su oído, «estamos a salvo».

—¿Estás herido, muchacho? —preguntó el marino cuando se encontraron a salvo de los asaltantes.

—No es grave —contestó Jacobo, palpándose el doloroso corte—. Es una vieja herida que se ha reabierto, no sangra tanto como la primera vez.

—Ven aquí —dijo el marino dejando de bogar e introduciendo los remos en el bote.

El muchacho parpadeó sorprendido, mirando de reojo el puerto a su espalda.

—No te preocupes —aseguró confiado el marino—. Aquí estamos a salvo de los turcos, llegaremos a Pera en unos minutos.

Jacobo miró a Helena, que permanecía sentada con la vista perdida en el agua y se levantó con cuidado, acercándose al marino. Cuando estuvo a su lado, de pie en la inestable barca, se levantó la camisa con una mueca de dolor, dejando al descubierto la sangrante herida, justo a la altura de los ojos del desconocido italiano.

—Ya casi no sangra —afirmó mientras tocaba suavemente los bordes de la herida con la mano derecha—. Aunque siempre puede volver a abrirse.

Jacobo miró extrañado al curtido marino, justo en el momento en que este echaba la mano izquierda atrás y agarraba la daga.

Alejándose lentamente en su barco, John se desgañitaba gritando el nombre de su joven amigo, alegre de verlos a salvo.

De repente vio como el remero se abalanzaba sobre el muchacho, empuñando un objeto brillante en su mano, derribándolo entre los bancos del estrecho bote y levantando el armado brazo.

El cuerpo del escocés se puso rígido de golpe, plantando los dos pies sobre el suelo para tomar impulso y saltar al agua. Un latigazo recorrió su pierna herida, haciéndole gritar de dolor.

Incapacitado para nadar, el ingeniero observaba impotente el forcejeo que tenía lugar sobre la barca de remos.

Aferrándolo con la mano derecha, el corpulento marino no había tenido problemas para empujar al desequilibrado Jacobo sobre los bancos del bote, manteniéndole contra el suelo mientras extraía la daga con la mano izquierda.

Helena, inicialmente sorprendida por la brusca caída de su joven salvador, reaccionó al ver el brillo del filo en la mano del marino, abalanzándose sobre él y agarrando su brazo, mientras Jacobo se debatía con furia, intentando desembarazarse de su agresor.

Este puso una rodilla sobre el pecho del muchacho, apoyando sobre él su cuerpo para inmovilizarlo, mientras trataba de liberar su brazo de la desesperada presa realizada por Helena.

La bizantina mordió la mano del hombre, haciéndole aullar de dolor aunque sin conseguir que soltara el arma. El marino dio un fuerte tirón, liberándose por fin del débil abrazo de la griega, golpeándola acto seguido en la cara con el puño.

Desesperado, John observaba el cada vez más lejano bote, del que Helena acababa de salir despedida. La vio hundirse en las aguas, chapoteando medio aturdida.

—¡Un arquero! —gritó con su profunda voz, mordiéndose los labios de rabia—. ¡Por Dios! ¡Un arquero a bordo!

Libre de la mujer, el marino pudo centrarse en el muchacho, que se mantenía inmóvil bajo su cuerpo, con el rostro enrojecido por la presión con la que le aplastaba contra el casco del bote.

Deseando terminar cuanto antes su trabajo, alzó la daga y se dispuso a descargar un golpe sobre el rostro del joven.

—¿Quién pide un arquero?

John miró a su lado, encontrándose a un soldado cubierto por una cota de malla. En su mano portaba una ballesta.

—¿Ves a ese hombre fornido que forcejea en aquel bote? —preguntó el escocés señalando con el brazo.

—Sí.

—¿Puedes alcanzarle?

El agua fría despejó a Helena, casi inconsciente tras el brusco puñetazo del marino.

Con un impulso de los pies consiguió salir a la superficie, tomando aire en una fuerte bocanada antes de hundirse de nuevo. Pataleó y movió los brazos con fuerza, saliendo nuevamente del agua, alargando la mano para tratar de alcanzar la borda del bote. Sin embargo su intento falló por poco, su mano resbaló sobre el casco y la bizantina se hundió por tercera vez. Aterrada, comprendió que sus empapados ropajes pesaban demasiado, amenazando con enviarla al fondo del Cuerno de Oro.

Presa de pánico, braceó de forma incontrolada, con la vista fija en la luz que atravesaba la cristalina superficie, aunque esta vez no consiguió alcanzarla.

Jacobo vio alzarse sobre él la mortal hoja, incapaz de alcanzar el brazo libre del marino para detenerle. Había intentado librarse de la opresora rodilla que le presionaba el pecho hasta cortarle la respiración, pero todo esfuerzo había sido inútil y ahora notaba como las fuerzas le abandonaban.

Sin otro recurso, estiró una mano y agarró con todo su odio los desprotegidos testículos del marino, retorciéndolos con furia. Su agresor gritó de dolor, contrayendo todo su cuerpo en un espasmo, se dejó caer a un lado, liberando al angustiado Jacobo y bajó su brazo armado mientras un dardo volaba sobre su cabeza sin alcanzarle.

—¡Has fallado! —bramó John.

—¡Se ha movido! —se excusó el ballestero montando apresuradamente otro dardo sobre la ballesta—. No me pongas nervioso, es un tiro difícil.

El escocés se tragó la rabia y se aferró a la borda del mercante, con los ojos fijos en la lejana barca.

Helena braceaba con todas sus fuerzas, pataleando con dificultad, con el vestido y la estola estorbando cada uno de sus movimientos. Con un supremo esfuerzo rompió la superficie del agua el tiempo justo para tomar una agónica bocanada de aire, tras la cual se hundió de nuevo como un fardo.

Agotada, sabía que no podría aguantar por más tiempo e intentó despojarse de la pesada estola, mientras se impulsaba con las piernas para mantenerse junto a la superficie. Sin embargo, la ropa se mantenía pegada a su piel, arremolinada en torno a ella en numerosos pliegues. Resultaba imposible desembarazarse de ella.

Recuperado de la dolorosa presa de Jacobo, el marino, con los ojos inyectados en sangre, se había colocado de nuevo sobre el joven, intentando hundir la afilada daga en su pecho.

Desde su desventajosa posición, Jacobo aferraba con todas sus fuerzas la muñeca de su oponente, el cual cargaba su peso sobre la mano, acercando inexorablemente la punta del cuchillo a su fatal destino.

Un dardo se clavó con un golpe seco en el interior del bote, a pocos palmos de los entrelazados luchadores. Ambos movieron instintivamente la cabeza para observar la solitaria flecha, aún vibrando sobre la madera.

Jacobo, inmovilizado por el peso de su rival y sin posibilidad de repetir su anterior treta, fijó la vista en su contrincante, el cual le devolvió la mirada, expresando sorpresa, aunque recuperando la presión sobre la daga, con más insistencia si cabe, con intención de acabar cuanto antes con aquel molesto y peligroso asunto para poder huir.

Jacobo notó el filo de la hoja junto a su esternón y recordó la situación vivida cuando le atacaron de noche. Aquella vez salvó su vida por la incompetencia de su agresor, algo con lo que no contaba en esa ocasión. Miró los ojos de su enemigo y comprobó como se preparaba para tomar impulso y hundir la hoja en su pecho. Apretó los dientes, luchando hasta el final aunque, al mismo tiempo, encomendaba su alma a Dios.

La cabeza del dardo apareció repentinamente bajo el hombro izquierdo del marino, que rugió de dolor, dejándose caer a un lado y soltando el cuchillo.

Jacobo respiró jadeante, palpándose el pecho con la mano mientras miraba a su contrincante retorcerse. Se abalanzó sobre él, luchando para recuperar la perdida daga, mientras el marino gritaba cuando su espalda chocaba con la cubierta, haciendo que el dardo se moviera cruelmente en su herida.

La mano derecha del marino aferró con inusitada fuerza la garganta de Jacobo, apretando su cuello hasta cortarle la respiración.

—¡Irás al infierno delante de mí! —susurró el marino, escupiendo sangre por la boca.

Jacobo apretó los dientes y, en lugar de intentar librarse de la mano que le ahogaba, continuó buscando bajo el banco, palpando con sus manos hasta que sus dedos rozaron el pomo de la daga.

Aferrándola con fuerza, la hundió de un golpe en el estómago de su antagonista, que gimió de dolor, intentando mantener la presión sobre el cuello del muchacho.

Jacobo repitió el golpe, retorciendo la daga en el interior del cuerpo del marino. Éste soltó al joven y se llevó las manos al vientre, escupiendo sangre y maldiciendo hasta quedar inerme, ensangrentando la cubierta.

El muchacho se dejó caer entre los bancos, tosiendo y acariciando su maltrecho cuello, fue entonces cuando reparó en la ausencia de Helena.

Abandonando los intentos de despojarse de la ropa, Helena agitó los brazos con insistencia, aupándose con las piernas, intentando desesperadamente alcanzar la superficie. Dejó escapar el aire de sus pulmones y comenzó a notar como el pecho le ardía.

La bizantina abrió la boca, incapaz de soportar por más tiempo aquel punzante dolor. El sabor salado del mar penetró como un torrente en sus pulmones, mientras unas pocas burbujas surgían de su interior.

El pánico la invadió, se ahogaba. Trató de interrumpir la respiración para evitar tragar más agua, pero su cuerpo se contorsionaba de forma involuntaria, aspirando el pesado líquido.

De pronto sintió un tirón en el pelo y una mano que la elevaba hacia la superficie.

Se aferró al borde de la balanceante barca, tiritando. Vomitó el agua y respiró, jadeante, con un intenso dolor, como si el aire se hubiera vuelto de fuego. Un brazo la mantuvo a flote, pegada al casco del pequeño bote, del que surgía la mano ensangrentada del marino.

Jacobo suspiró aliviado al comprobar que Helena recuperaba poco a poco la respiración. Entonces miró hacia atrás, para ver como un gran mercante italiano se encaminaba libremente hacia el mar de Mármara, en lenta procesión detrás de las galeras venecianas.

Demasiado lejos para identificar a quienes observaban sobre la cubierta, a Jacobo le habría gustado conocer al arquero que le había salvado la vida, sin saber que, en ese momento, era estrujado de felicidad por el gigantesco escocés.

—¿Estás mejor? —preguntó a Helena cuando se calmó su agitada respiración.

La bizantina asintió con la cabeza y Jacobo la ayudó a encaramarse al interior del bote.

Tras arrojar el cuerpo sin vida del marino al agua, cogieron los remos y, tras un último vistazo al caótico puerto de Constantinopla, bogaron con fuerza en dirección a la seguridad de la colonia genovesa.