1

Entrecerrando los ojos para protegerlos del sol de la tarde, el vigía se esforzaba en desentrañar la escena que divisaba en el mar. Lo que aparentaba ser un pequeño bergantín navegaba con cuanto viento pudieran recoger sus velas en dirección al Cuerno de Oro, perseguido de cerca por media docena de veleros turcos, que intentaban desesperadamente dar caza a la ágil embarcación.

Tras casi una hora de tensa espera, los perfiles de los distintos buques implicados en la veloz carrera se fueron detallando en el horizonte, desenmascarando al navío de cabeza como un barco de aspecto claramente occidental, muy distinto de los turcos que le seguían.

—¡El explorador de la flota de auxilio! —exclamó con el corazón a punto de estallarle en el pecho por la emoción.

Arrojando a un lado lanza y escudo, bajó a la carrera por las empinadas escaleras que daban acceso a la torre, a punto de rodar cabeza abajo debido a su apresuramiento, hasta el barrio de Studion, donde, con grandes gritos, voceaba a todo aquel que se cruzaba en su loca carrera hacia el palacio imperial que la escuadra veneciana estaba a punto de liberar Constantinopla.

—¿No están tardando demasiado? —preguntó Constantino por segunda vez en los últimos minutos.

—Es de noche —repuso Sfrantzés, tratando de aparentar calma—. No resulta fácil bajar la cadena y maniobrar un navío de vela tan cerca de las murallas.

La llegada del bergantín enviado tres semanas atrás en busca de la flota veneciana había corrido como el fuego por la ciudad. Todo tipo de rumores habían arrojado hasta el último ciudadano a la calle, concentrándolos en las cercanías del puerto y en lo alto de la Acrópolis, para contemplar el solitario navío que había burlado a toda la flota turca para traer la esperanza a la sitiada ciudad. El pequeño velero, libre de sus perseguidores, esperaba pacientemente la caída de la noche para que los marinos italianos retiraran la cadena, permitiendo su paso al interior del Cuerno de Oro, donde podría por fin atracar tras su valiente odisea.

Constantino, exhausto por la continua vigilia, se había negado a descansar hasta recibir personalmente a los marinos que, tras veinte días de periplo, arribaban de vuelta desde el Egeo. La excitación que le producía la espera de las noticias convertía en inanes las súplicas de Sfrantzés, rogándole que tomara bocado y durmiera un poco, consciente de que, por mucho que se quisiera acelerar el atraque, los osados navegantes no pondrían pie en palacio hasta pocas horas antes del amanecer.

Esa misma mañana, John Grant había conseguido entrar junto con un grupo de voluntarios en una de las minas serbias, capturando varios prisioneros. Sometidos a tormento, revelaron el emplazamiento de todos los túneles que las tropas del sultán realizaban bajo los muros. Una a una, las minas fueron destruidas por el eficaz ingeniero, logrando un tiempo que se revelaba precioso para que la flota veneciana pudiera alcanzar la ciudad. Si las galeras que habrían de liberar el sitio se encontraban próximas, el logro del escocés al servicio de Giustiniani se había conseguido justo en el momento adecuado.

El secretario imperial observaba como Constantino, incapaz de controlar su nerviosismo, paseaba de un lado a otro de la amplia estancia como un preso que esperara la noticia de su libertad. De repente, las puertas se abrieron con un chasquido, dejando paso al megaduque Lucas Notaras, encargado de recibir a los marinos que le acompañaban y de conducirlos a palacio.

Antes de poder intercambiar una palabra y dejando a un lado el inútil protocolo, el emperador se dirigió a ellos, cogiendo al capitán del bergantín por los hombros, interrogándole con intensidad.

—¿Dónde están?, ¿llegarán mañana? ¡Rápido, decidme qué han dicho los venecianos!

—Majestad… —repuso el recio navegante bajando la vista—. No hemos encontrado ninguna flota.

En el silencio que siguió a la frase del marino, todas las miradas se centraron en Constantino, el cual se había quedado sin respiración, atónito.

—Hemos recorrido el Egeo —añadió el recién llegado con la voz quebrada— sin encontrar rastro del auxilio de Venecia. Aunque algunos pensaron que era una locura, decidimos regresar para cumplir con nuestro deber y para entregar la vida por nuestras familias y nuestro emperador.

Apretando con fuerza los hombros del apenado capitán, Constantino trató de hablar, pero la voz no llegó a surgir de su garganta. Una lágrima se deslizó por su mejilla mientras, con visible esfuerzo, tomaba aire para hablar a los marinos.

—Sois hombres de honor, Constantinopla se llena de orgullo por vuestra lealtad y valentía. No puedo sino mostrar la mayor de las gratitudes a quienes afrontan con dignidad la muerte pudiendo elegir la libertad.

Ocultando con una mano las lágrimas que inundaban sus ojos, el emperador dio la espalda a los presentes, dirigiéndose con paso lento hacia el trono.

—¡Puede que las galeras venecianas hayan elegido otro camino! —exclamó Notaras, tratando inútilmente de insuflar un soplo de confianza a los angustiados presentes—. ¡Podrían estar aquí en tres o cuatro días!

Uno de los marinos comenzó a sollozar, haciendo que todos los presentes agacharan la cabeza, con el corazón encogido por la pérdida de esperanzas que había supuesto la información recibida de labios del capitán. Éste aguantaba a duras penas las lágrimas, enjugándose los húmedos ojos con una de las mangas de la túnica que vestía.

—Nadie vendrá a ayudarnos —afirmó Constantino con voz débil—. Nos han abandonado y tan sólo nuestra fe en Cristo y la Santa Virgen podrá consolarnos.

—Alteza…

—Os agradezco nuevamente vuestra impagable lealtad —interrumpió el emperador—, pero ahora desearía estar un rato a solas.

Con un nudo en la garganta, marinos, nobles y guardias se retiraron en silencio, seguidos por el acongojado secretario imperial, quien, antes de cerrar las puertas tras de sí, escuchó con angustia como su mejor amigo, hundido y desesperado, se mantenía de pie, en medio del salón del trono, murmurando una vieja profecía:

—Un Constantino fundó Constantinopla, otro con el mismo nombre la perderá…

A pesar de lo avanzado del mes la mañana trajo un viento frío del norte, húmedo e intenso, que serpenteaba silbando por los callejones donde se concentraba la población de la ciudad, comentando las escasas noticias que se filtraban de la conversación entre el emperador y los marinos del barco llegado la noche anterior.

Constantinopla entera conocía ya la deprimente verdad, que el rápido bergantín no había avistado en su largo viaje atisbo alguno de la flota veneciana que el baílo Minotto había solicitado meses atrás. A pesar de que unos pocos aún conservaban la fe en la ayuda del Papa o las potencias occidentales, la mayoría descartaba con desesperación cualquier tipo de socorro, concluyendo que tan sólo la tenaz resistencia sería capaz de vencer al enemigo turco.

En su camino hacia el monasterio de Cristo Pantocrátor, Helena y Yasmine se cruzaron con multitud de grupos en los que no se distinguían más que caras de desánimo y desconfianza ante el futuro. El asedio duraba ya más de mes y medio, y los suministros comenzaban a escasear. El número de muertos y heridos crecía de manera continua, y el interminable martilleo de la incansable artillería turca destrozaba la moral de los bizantinos.

A pesar de la alegría con la que Helena había despertado esa mañana, ilusionada con los preparativos de su próxima boda, nada más recibir la noticia por boca de uno de los guardias de palacio, que hizo una vívida descripción del decaído estado moral del emperador y del fallido resultado de la búsqueda de refuerzos, su ánimo se quebró, apareciendo en su lugar el temor por el destino que les esperaba.

Tras los pasados sinsabores que su relación había sufrido y superado, la renovada esperanza pendía de un hilo, acosada por la creciente presión turca, más intensa si cabe, ahora que la certeza de luchar en solitario se había confirmado. El miedo a la pérdida se acrecentaba en su interior, contagiado de la desesperación que se palpaba en la calle.

Aceleraron el paso de manera inconsciente, tratando de llegar cuanto antes a la seguridad que otorgaba el interior del monasterio a las acongojadas almas de los fieles. Nada más cruzar el umbral los lejanos ecos de los cánticos religiosos de los monjes aquietaron el agitado ánimo de Helena, tranquilizando su espíritu, como si aquel lugar permaneciera ajeno a la realidad exterior, incólume ante el peligro y el derrumbe de la ciudad.

Un monje les indicó que debían esperar en el patio interior que daba acceso a las distintas dependencias, ya que no se permitía el acceso de mujeres a ninguna de las zonas del monasterio. Mientras esperaban a que Genadio las recibiera, Helena se fijó en Yasmine, que, con la vista fija en los arcos y columnas de la galería porticada, mantenía la expresión vacía que caracterizaba a sus bellos ojos. Nunca había pensado en ella como una competidora, como una mujer a batir sentimentalmente, y se sentía dolida por el comportamiento que había mantenido hacia Francisco, aunque debía admitir que comprendía su lógica. Era una esclava. Su única libertad consistía precisamente en hacer uso de lo único que nadie podía arrebatarle, su condición de mujer, para, por medio de ella, tratar de encontrar un fugaz destello de luz dentro de su vida de tinieblas. Siempre la había tratado bien, casi como una amiga, pero el trato dulce y las bellas palabras no podían ocultar la realidad de la pesada carga que la esclavitud imponía a Yasmine. Helena había llegado a olvidarlo, pero no existía duda de que la turca no podía permitirse el lujo de evadirse de su lastimosa verdad.

Una cristiana debía perdonar y así hacía Helena con su compañera, jurándose en aquel recinto dedicado a Dios que no mantendría rencor en su corazón hacia la que, en los últimos meses, había sido su única confidente. Por otro lado, debió admitir que el intento de seducción de la turca había elevado su orgullo. Pese a su exuberante belleza, digna de las alabanzas de la mayor parte de los funcionarios y soldados que habitaban el palacio, Francisco había resistido, la había preferido a ella. Por encima de la tentación triunfaba el amor que le profesaba. La bizantina sentía cierto agradecimiento a la esclava por demostrar, mediante una prueba a la que nunca se habría enfrentado Helena conscientemente, que él era el hombre que ella sentía en su corazón.

El monje regresó con paso tranquilo acompañado de Genadio, vestido con su tradicional hábito negro. Una amplia sonrisa llenó su cara al ver a Helena, acercándose a saludarla efusivamente.

—Mi querida niña —dijo con visible alegría—, apenas puedo creer que vayas a casarte, y tú que siempre me decías que acabarías sola como una anciana desgraciada.

—Tú siempre me respondías que era tonta, que el Señor tenía algo especial reservado para mí. Finalmente tenías razón.

—Me llena de gozo que te hayas acordado de este anciano en momentos tan felices, dime, ¿qué te trae por aquí?

—Me gustaría pedirte que seas tú quien nos case —comentó Helena con una sonrisa—. No veo a nadie mejor para celebrar nuestra unión.

—Sería un verdadero privilegio y estaría encantado, pero tu prometido es familiar del emperador y, desde la unión de las Iglesias, se ha impuesto el rito latino. Constantino no permitirá que se celebre una liturgia ortodoxa frente al público.

—Queremos una ceremonia íntima, a la que asistirán apenas un puñado de amigos y parientes. Francisco ha hablado con el emperador y con el cardenal Isidoro, y ambos han accedido a permitirlo. Será de noche y en secreto, pero a nosotros no nos importa.

Genadio asintió con sorpresa, ladeando la cabeza en un gesto de meditación.

—He de admitir que si todos los clérigos occidentales fueran tan comprensivos como el cardenal Isidoro no habríamos llegado a esta situación. De los muchos que he conocido él es el único al que he visto razonar y actuar con moderación, supongo que será fruto de su herencia griega. Prometí encerrarme aquí —añadió con un suspiro— alejándome de la vida pública, pero no creo que rompa mi voto por oficiar tan satisfactoria liturgia. Puedes contar conmigo.

—No sabes lo feliz que me haces —agradeció Helena con emoción.

—¿Para cuándo pensáis casaros?

—Cuanto antes, este domingo a ser posible.

—El domingo es un día complicado para mí, demasiados compromisos dentro del monasterio. Aunque de noche nadie se fijaría en un simple monje que cruce la ciudad.

—Por nosotros no hay ningún problema.

—Hacedme llegar los detalles —se despidió Genadio—. Ahora he de volver con mis oraciones, rezaré por vosotros.

Helena se despidió del monje, saliendo del monasterio con una sonrisa tras haber dejado atrás los miedos y temores. El domingo celebraría la sagrada unión con el que habría de ser su marido, su compañero para el resto de sus días, y con esa certeza nada en el mundo podía arruinar ese momento.

—Señora —dijo Yasmine una vez se encontraron en la calle—, ¿puedo solicitar un favor?

—Claro —respondió Helena—. ¿De qué se trata?

—Mi antiguo amo, Giaccomo Badoer, vive un poco más abajo, en el barrio cercano al puerto de los venecianos. Desearía acercarme a presentar mis respetos, no tuve ocasión de agradecerle que me pusiera al servicio del emperador y, por tanto, al vuestro.

—Por supuesto, Yasmine —concedió la bizantina—. Es muy loable por tu parte que aún le tengas en tanta estima, pero no te retrases demasiado, los guardias de palacio están muy suspicaces.

—Gracias, señora, no tardaré.

La turca se separó con rapidez de Helena, aliviada por lo fácil que había sido engañarla, tan sencillo como lo fue que admitieran su testimonio durante el juicio a Teófilo. Mientras caminaba a paso rápido en dirección a la palacial residencia en la que habitaba el banquero veneciano no pudo evitar sonreír con ironía ante la idea que la bizantina tenía de su fidelidad hacia su antiguo amo. Yasmine odiaba a Badoer con todo su corazón. Fue él quien la compró a sus captores cuando era una niña, fue él quien robó su inocencia, destruyendo sus sueños en una sola noche de olor a alcohol y sudor. Recordaba las lágrimas, las súplicas, el dolor y la humillación, sentimientos que una niña no debería conocer hasta ese límite. Tras esa noche llegaron otras, aunque tras la primera Yasmine no volvió a llorar, a gimotear pidiendo por favor que parara. En una hora había pasado de la infancia a la triste realidad que había llenado su vida durante años, había arrojado a un lado sus sentimientos, encerrándolos bajo una máscara de hielo que se tornaba más y más fuerte con el tiempo, hasta llegar a un punto en el que nada podía atravesar su superficie, consiguiendo que cualquier sentimiento resbalara por su pulida piel. Desde entonces atesoraba aquel odio como la tabla de salvación a la que inconscientemente se aferraba.

Tal vez por ello le sorprendió el extraño sentimiento de culpabilidad que sentía cuando debía mentir a Helena. Incomprensiblemente, a pesar de su intento de seducción hacia su propio marido, la bizantina parecía haberla perdonado y mantenía con ella su trato amable. Yasmine pensaba que si ella misma se hubiera encontrado en el lugar de su ama habría hecho fustigar a su esclava hasta arrancarle la piel. Por ello no acababa de creer en el sincero perdón de la griega, aunque, a pesar de ello, era la única que la hacía sentir incómoda consigo misma, una sensación desconocida para la curtida esclava y que la obligaba a realizarse demasiadas preguntas sin respuesta.

La monumental casa en la que residía el banquero destacaba por su magnificencia sobre las demás casas del barrio, incluso cuando muchas de ellas pertenecían a su vez a ricos comerciantes y mercaderes. Sus tres pisos y estructura rectangular escondían en su interior un amplio patio porticado cubierto de rosas en plena floración y numerosas estancias, que daban cobijo a la cuantiosa servidumbre que empleaba el veneciano.

Las ventanas, de estilo claramente italiano, recubiertas de bellos vidrios importados de las más conocidas fábricas de la ciudad de los canales, destacaban en la fachada del edificio, enmarcadas en pequeñas columnillas que soportaban arcos decorativos, esculpidos a mano sobre las losas de mármol blanco que recubrían la fachada. El tejado a dos aguas que coronaba el pequeño palacio refulgía en su brillante color rojo, mucho más intenso que los apagados tonos granates y ocres que ofrecían las techumbres de los edificios colindantes. La sola visión de tan magna estructura daba idea del lujo y la suntuosidad que su poseedor quería transmitir, una perla de ostentación en medio de la decadencia general de la ciudad.

La esclava se aproximó a la entrada principal, una puerta de bronce de doble hoja, lo suficientemente ancha como para permitir el paso de una litera o un carruaje, y que ahora se encontraba abierta, permitiendo un importante trasiego de muebles y grandes fardos que eran introducidos en la vivienda desde un almacén situado calle abajo.

—Soy una antigua esclava del amo —explicó Yasmine al criado que se encontraba en la puerta—, vengo a presentar mis respetos.

El sirviente, vestido con un impecable traje negro y amarillo, arrugó la frente, contestando con un fuerte acento veneciano:

—El señor se encuentra muy ocupado, no creo que tenga tiempo para recibir visitas imprevistas.

—Tan sólo has de comunicarle mi presencia —replicó la turca con una fría mirada—. Si no quiere verme me iré.

El criado acentuó la expresión de extrañeza, receloso de aquella mujer a la que no había visto hasta ahora, aunque, con un suspiro, asintió pacientemente y se adentró en el edificio, haciendo esperar a la turca en la calle.

Poco después volvía a la carrera con una fingida sonrisa en el rostro, conduciendo a la esclava, solícita y amablemente, hasta una pequeña sala en el primer piso, donde rogó que esperara.

La diminuta estancia no disponía más que de un antiguo diván, de estilo romano, y una mesa baja con un cuenco rebosante de frutas. Sin ventanas y con dos puertas, mantenía la luz valiéndose de una lámpara de aceite que colgaba del techo por medio de una larga cadena.

La puerta contraria a la que había utilizado para entrar se abrió sin apenas ruido, y un hombre, vestido con una larga túnica granate hasta los pies, apareció en silencio, cerrando la puerta tras de sí.

—Hace mucho tiempo desde nuestro último encuentro.

En los últimos meses, la acusada calvicie del banquero italiano se había acentuado, incrementándose al mismo ritmo que el grosor de su vientre, indicativo de las generosas comidas que Badoer ingería mientras el resto de la ciudad malvivía con el racionamiento de víveres imperial.

—¿Qué ha pasado con tu amigo, el griego? —añadió con interés—. Hace casi tres semanas que no viene con mensajes.

—Ya no vendrá más —respondió Yasmine con frialdad—. Lo buscan los bizantinos.

—¿Podría comprometernos? —preguntó el banquero sin alterar el tono de voz, aunque denotara una ligera preocupación—. Ya he mantenido una charla con el secretario imperial y no es algo que quiera repetir.

—No.

Badoer se mantuvo en silencio, esperando a que fuera la turca la que explicara la razón de su visita en lugar de preguntar. Su calculada indiferencia ante cualquier asunto le había otorgado fama de imperturbable negociador entre los grandes comerciantes con los que se relacionaba. Ahora utilizaba la misma táctica con la esclava, tratando de afirmar su superioridad.

—Tengo un mensaje importante —afirmó finalmente la turca—, por eso me he arriesgado a venir.

—Luego me lo dirás —interrumpió el veneciano—. Tu presencia me trae placenteros recuerdos que quiero rememorar y no mezclo el placer con los negocios.

Badoer se acercó a ella, regocijándose descaradamente en el voluptuoso cuerpo de la esclava, mientras Yasmine apretaba los puños de manera inconsciente, dispuesta a pasar de nuevo por la misma tortura sin permitir que le afectase.

De pie ante las puertas de bronce que daban acceso a las habitaciones imperiales, Sfrantzés esperaba pacientemente a que Constantino le recibiera. La noche anterior, tras dejarle completamente abatido, el fiel secretario imperial no pudo conciliar el sueño, pensando en una solución que consiguiera reestablecer la moral perdida con el anuncio realizado por el bergantín.

Tras meditarlo durante horas había llegado a una conclusión obvia, algo que siempre había funcionado durante siglos y que, sin ninguna duda, era la única forma de conseguir insuflar nuevos ánimos en el pueblo bizantino: recurrir a sus más sagrados iconos.

Durante generaciones, Constantinopla se había cubierto de toda clase de objetos religiosos de incalculable valor. Desde la verdadera cruz y la corona de espinas de Cristo, robadas por los cruzados en su asalto a la ciudad, hasta prendas de ropa, huesos e iconos de santos.

Durante el asedio sostenido treinta años antes, una aparición de la Santísima Virgen, vestida de púrpura sobre los muros en medio del ataque, había bastado para aterrar a los turcos y convertir a los agotados defensores en invencibles leones. Los innumerables testigos que contemplaron el milagro sufrieron un inapelable vuelco en sus corazones, el mismo efecto que quería provocar Sfrantzés. Aquella no fue la única vez en la que apariciones o iconos habían salvado a la ciudad, todos conocían lo ocurrido durante el asedio que los bárbaros de las estepas rusas impusieron a la ciudad aprovechando la ausencia del ejército y la flota, empeñados en la guerra con los árabes. En aquella ocasión, la túnica de la Virgen fue introducida en las aguas, provocando una repentina tempestad que destruyó la flota enemiga. El secretario imperial, a pesar de su escepticismo, se preguntaba si el recurso a los sagrados iconos no podría funcionar de nuevo en tan necesitado momento.

La puerta se abrió por fin, dejando paso a un demacrado Constantino, ojeroso y agotado, que sonrió con dificultad, haciendo una escueta seña para que el secretario se adentrase en sus aposentos.

Dentro de la habitación reinaba la oscuridad, tapada la luz de la mañana con espesas telas que se tendían frente a los amplios ventanales. El cargado ambiente hizo que Sfrantzés encogiera la nariz, aunque trató de disimular, sonriendo amigablemente.

—¿Qué querías decirme? —preguntó Constantino con voz débil.

—El pueblo ya conoce las noticias traídas por el bergantín, y se encuentra desmoralizado a pesar de los éxitos militares.

—No es de extrañar —confirmó el emperador—. Cualquiera diría que el Señor nos ha abandonado.

—Eso mismo debe de estar pensando la mayoría de los habitantes de la ciudad, por lo que se me ha ocurrido algo para convencerles de que Dios aún nos protege.

Constantino miró fijamente a su amigo, con una preocupante expresión en su rostro, casi como si se tratara de un extraño a quien no pudiera reconocer, manteniéndose en silencio en espera de su explicación.

—Deberíamos sacar mañana en procesión nuestro más sagrado icono —afirmó Sfrantzés con firmeza—, la Virgen Hodigitria. Eso evidenciaría que el Todopoderoso no abandona a sus hijos.

El emperador, inicialmente ajeno a la propuesta, casi indiferente, comenzó a asentir con lentitud, emitiendo un pausado suspiro que pareció devolverlo a la realidad.

—Sí —confirmó—, creo que podría ser una buena idea. Prepáralo todo para mañana.

El secretario imperial sonrió aliviado, pensando que quizás el propio emperador fuera uno de los más necesitados de olvidar aquellas incoherentes profecías sobre el fin de la ciudad. Una de ellas advertía sobre el peligro que se cernía sobre Constantinopla, avisado mediante una señal de la luna. Esa noche el plenilunio se elevaría sobre la urbe, como mensajero de la gran procesión que, como cada vez que había sido necesario a lo largo de la historia, devolvería a los bizantinos su fe.

—¿Qué es eso tan importante que debías decirme?

Badoer se alisaba la ropa que acababa de ponerse, mientras Yasmine aún permanecía sobre el diván, desnuda, con el cuerpo hecho un ovillo y la mirada perdida. Se incorporó lentamente, en silencio, con la vista fija en el dorado cuenco de fruta, tapándose inconscientemente con los brazos.

—Los bizantinos mantienen una de las portezuelas en uso —dijo por fin con voz carente de cualquier emoción—, la de Kylókerkos, está cerrada tan sólo por un travesaño fácilmente retirable.

El veneciano se mantuvo en silencio, meditando aquella información.

—Bien —comentó finalmente, girándose para salir de la habitación—. Vuelve al palacio.

—Quiero que me saques de allí —pidió la turca, haciendo que el banquero se detuviera y se volviera a mirarla. Esta vez Yasmine alzó el rostro, clavando sus fríos ojos en el veneciano, endureciendo sus facciones—. Cuando los turcos entren en la ciudad —añadió ella con tono firme— quiero que me proporciones un lugar seguro.

Badoer frunció el ceño durante un instante, antes de modificar su expresión para esgrimir una amplia sonrisa.

—Claro, por qué no. A fin de cuentas, me encanta tu compañía, no quiero desperdiciarte arriesgándome a que cualquier turco hambriento te tome como cautiva. Espera aquí.

El veneciano salió con tranquilidad, mientras la esclava recuperaba su ropa y comenzaba a vestirse. Poco después Badoer regresó, depositando una pequeña nota en la mano de la turca.

—Cuando los turcos ataquen la muralla —explicó mientras acariciaba el pelo de Yasmine— nadie vigilará las puertas de palacio, huye al puerto veneciano. Allí te esperará una persona en un bote, será el que tenga un paño rojo anudado en lo alto del mástil, justo debajo del pendón de Venecia. Entrégale esta nota y te transportará hasta Pera, donde estarás a salvo.

La esclava observó el trozo de pergamino, en el que resaltaban varias anotaciones hechas apresuradamente en un lenguaje desconocido para ella.

—No te molestes en darme las gracias —añadió Badoer saliendo de nuevo de la habitación—, ya tendrás tiempo de pagármelo.

Guardando cuidadosamente el preciado salvoconducto, la turca abandonó el palacio del italiano, jurándose a sí misma que, cuando se encontrara a salvo en la colonia genovesa, no volvería a ver a aquel puerco si no era para degollarlo.

La luna llena de mayo se elevaba en el límpido cielo iluminando con su reflejo la dormida ciudad, donde tan sólo junto a las murallas se observaba algún movimiento. Una hora después de que el astro apareciera en el horizonte, sustituyendo al sol como rey del cielo, los trabajadores que, infatigablemente, devolvían con su esfuerzo la forma a los derruidos muros que defendían la urbe, comenzaron a codearse unos a otros señalando el curioso fenómeno que comenzaba a formarse.

Lentamente, el perfecto círculo de la luna comenzó a menguar a la vista de los atónitos ojos que contemplaban el blanquecino satélite. Poco a poco, la luna llena se convirtió en un cuarto y, más tarde, casi desapareció, oscureciendo con su ausencia campo, mar y edificios, donde los atemorizados griegos comenzaban a santiguarse entonando clamorosas plegarias.

—¡La luna! ¡Una señal de la luna! —gritó una voz.

El tembloroso anuncio disparó una multitud de sollozos, cuando los bizantinos presentes recordaron la profecía que auguraba la caída de la ciudad cuando la luna lo confirmara por medio de una señal. Tras la evidente muestra que les llegaba desde el cielo, la mayoría temblaban, conscientes de que, tras el extraño plenilunio de aquel día, la predicción se habría cumplido.

La noticia se propagó con rapidez por calles y plazas, consiguiendo que los griegos se agolparan a la puerta de sus casas a contemplar el misterioso fenómeno. Algunas iglesias repicaron sus campanas, mientras los sacerdotes acudían a consolar a la turba de angustiados feligreses que se congregaban en su interior, refugiándose de lo que, con toda probabilidad, era una señal del próximo fin de Constantinopla.

Durante horas la luna se mantuvo oculta, hasta que, antes del amanecer, su cara comenzó a resurgir de nuevo, reflejando una creciente luz de contornos rojizos, una luna de sangre, que no hizo sino acrecentar el nerviosismo y la excitación de los bizantinos, que se concentraban en torno a sus clérigos y sacerdotes para cantar himnos al Señor, solicitando de su infinita gracia el final de tan terrible suceso.

En torno al campamento turco, las antorchas se multiplicaban, denotando una frenética actividad, aunque en el caso de los musulmanes, el ambiente de voces y cánticos, cuyos ecos alcanzaban las murallas y a quienes aún se encontraban en ellas, indicaba que los otomanos festejaban la señal que Alá les enviaba anunciando su próxima victoria. En el bando enemigo también se conocían las profecías que auguraban la caída de la ciudad y, con creciente entusiasmo, agradecían al Todopoderoso su apoyo en la cruzada mantenida a favor del islam.

Aquella noche muchas partes de la muralla quedaron sin restaurar, debido al lento ritmo seguido por los griegos en los trabajos junto a los derruidos muros. Giustiniani, consciente de la frágil moral que sustentaba a los bizantinos, se encontraba más preocupado por el posible derrumbe emocional de los griegos que por la debilidad de las defensas, para las que, la siguiente noche, podría encontrar una solución más fácil que para el ánimo de los ciudadanos.

Poco después de amanecer, el agotado genovés se encaminó al palacio de Blaquernas, comprobando a su paso como los primeros rayos de sol, además de caldear el frío ambiente nocturno, habían conseguido, con su tibieza, alejar los demonios que la noche había traído a las mentes de los habitantes. Los bizantinos acudían con calma a iglesias, tiendas, puntos de distribución de suministros o casas de familiares y amigos a comentar en grandes grupos el pasado fenómeno.

En su tránsito a través del deteriorado barrio, donde los impactos de las balas que habían superado la muralla mostraban su destructivo trabajo, Giustiniani pudo comprobar de primera mano el decaído espíritu que mostraban los ciudadanos, desgastado a través de casi dos meses de continuo asedio, escasez y penalidades climáticas, que obligaban a pensar, incluso al hombre de más férreo carácter, que Dios se estaba ensañando con la sitiada urbe.

Si bien la guerra siempre se había encontrado en las conversaciones como tema recurrente, centralizando las plegarias y sermones de los sacerdotes, ahora monopolizaba por completo la existencia de Bizancio, expulsando de su lado celebraciones, trabajos y cualquier otra distracción que pudiera imaginarse.

A su llegada ante las puertas del palacio de Blaquernas, Giustiniani, engalanado con su brillante armadura, murmuraba entre dientes que, si existía un momento para que los bizantinos sacaran sus sagrados iconos a la calle, aquel era, sin duda, el día indicado.

Una ruidosa descarga indicó al genovés que los turcos habían reanudado su diaria y destructiva labor. Sin embargo, el protostrator estaba totalmente convencido de que la batalla a librar ese día no sería con armas o escudos, sino con los corazones de los griegos, pues su victoria consistía en insuflar en ellos nuevas esperanzas, para que su aliento resistiera unos días más.

En el patio, rodeados de guardias que corrían a ocupar sus puestos dentro de la formación, el emperador, junto a toda su familia y altos cargos, se preparaba para ocupar el lugar de honor en la procesión que habría de circular por la ciudad tras el sagrado icono de la Virgen.

—Justo a tiempo —saludó Sfrantzés.

—Espero que esto funcione —comentó el genovés con seriedad—. Después de lo de anoche hasta yo mismo pienso que el Señor no nos tiene entre sus elegidos.

—El nuestro es un pueblo religioso —afirmó el secretario imperial con resignación—. Al paso de la sagrada Virgen Hodigitria rezarán y ahuyentarán sus demonios.

Giustiniani asintió sin mucho convencimiento, integrándose dentro del cortejo imperial, junto a Francisco y a su bella prometida, la cual, debido a su próximo enlace, pronto formaría parte de la familia Paleólogo.

Una vez ordenados los puestos correctamente según el complicado ceremonial bizantino, marcado con precisión por el praipositos, los soldados de la guardia que abrían el desfile abandonaron el patio con paso lento, seguidos en sepulcral silencio por el resto del cortejo, encabezado por Constantino, vestido con toda la monumental pompa que correspondía al emperador de Bizancio.

En esta ocasión, para marchar detrás del icono, todos los asistentes a la procesión irían a pie, incluido el emperador, el cual, a pesar de su pálida tez, parecía haber recuperado su gallardía y apostura, manteniendo el paso firme y el rostro alzado, contemplando con mirada serena a los muchos griegos que se agolpaban a ambos lados de la calle para contemplar el desfile.

El sagrado icono de la Virgen, del que se decía había sido pintado por la mano del propio San Lucas, se guardaba en la iglesia de San Salvador de Chora, adonde había sido trasladado para acercarlo a las murallas, donde debería ejercer su milagroso efecto sobre los defensores.

A la llegada de la procesión imperial, el icono, una tabla de mediano tamaño mostrando una colorida estampa de la Virgen con el Niño en su brazo izquierdo, fue sacado de la iglesia en unas andas recubiertas de seda roja, a hombros de cuatro fornidos monjes, precedidos por varios clérigos vestidos con sus tradicionales hábitos negros y altos gorros del mismo color. Los que encabezaban la marcha bamboleaban incensarios al final de pequeñas cadenas y, con voz queda, caminaban a paso lento entonando el Kyrie Eleison.

A través de la calle Mese, y rodeada por una multitud de bizantinos, la procesión paseaba el icono, entonando a coro letanías que eran seguidas por todos los presentes.

Con gran solemnidad, el ceremonial cortejo comenzó a atravesar los aún poblados barrios cercanos a los puertos del Cuerno de Oro, donde las calles, abarrotadas de personas deseosas de contemplar uno de los últimos grandes objetos sagrados que aún permanecían en la ciudad, se estrechaban, dificultando el paso de los numerosos celebrantes.

Todos los hombres que habían quedado libres de las tareas de vigilancia en las murallas, junto a familiares y amigos, desde el recién nacido al más débil anciano, se encontraban a lo largo del trayecto, formando dos gruesas líneas a ambos lados del camino, santiguándose a su paso y entonando cada oración inimaginable.

Sin embargo, dando la razón a aquellos que pensaban que el asedio no era sino el justo castigo de Dios a su pérfido abandono de la verdadera fe, en medio de una de las pequeñas plazas que se abrían en el cruce de varias calles y a la vista de una gran multitud, el sagrado icono resbaló de sus andas, cayendo al suelo con un golpe seco que interrumpió cánticos y oraciones, letanías y plegarias.

Un tenso silencio envolvió a la procesión, mientras los más cercanos observaban, con el rostro descompuesto, la bella tabla tumbada en el suelo empedrado, con los ojos de la Virgen mirando hacia el cielo en un gesto sereno y tranquilo, que contrastaba con la sorprendida apariencia de aquellos que la contemplaban.

Uno de los clérigos que encabezaba la procesión acudió a recogerla para colocarla de nuevo en su sitio, aunque, al intentar levantar la ligera tabla de madera del suelo, su rostro se congestionó, como si el delicado objeto se hubiera vuelto de plomo y se negara a abandonar su posición.

—¡Es una señal! —exclamó una voz—. La Santísima nos abandona.

En medio de crecientes murmullos y callados sollozos, los monjes que portaban las andas las depositaron rápidamente en el suelo, arrodillándose junto al icono para, con un sobrehumano esfuerzo, colocarlo de nuevo sobre la seda que cubría el tallado transporte.

La noticia de que tan sólo la fuerza de cuatro jóvenes monjes había sido capaz de levantar el preciado icono del suelo corrió como el fuego entre los asistentes, que se arremolinaban en torno a la cabeza de la procesión para tratar de contemplar el angustioso prodigio.

Con rápidas palabras, el secretario imperial distribuyó a los soldados de la guardia para retener a la muchedumbre que se cernía sobre los clérigos, permitiendo que la cabecera de la procesión continuara su lento tránsito por la ciudad. Mientras, en medio del cortejo, los asistentes se miraban unos a otros, atónitos ante el inquietante fenómeno que acababan de presenciar.

—Si no lo hubiera visto con mis propios ojos no lo habría creído —susurró Giustiniani al oído de Francisco.

—El icono está situado sobre una tela de seda —explicó el castellano sin mucho convencimiento—. Es posible que simplemente resbalara.

—¿Y que se convirtiera en plomo al tocar el suelo? —ironizó el genovés—. Esto es lo que nos faltaba, no sólo no levantará el ánimo de la población sino que les parecerá la confirmación de que el Señor está en nuestra contra, y vive Dios que empiezo a pensar lo mismo.

—Tratemos de mantener la normalidad —afirmó Francisco—. Tenemos que dar ejemplo y disimular.

—Me temo que, si esto sigue así, necesitaremos algo más para convencer a la población de que toda esta serie de tragedias no son sino casuales coincidencias. ¡Jamás en mi vida oí nada semejante!

El castellano se mantuvo en silencio, incapaz de replicar a Giustiniani, dado que él tampoco podía creer que todo aquello tuviera otra explicación. Demasiadas señales, demasiado seguidas y demasiado evidentes.

Con preocupación, sintió como Helena se agarraba fuertemente a su brazo, denotando el temor y nerviosismo que su rostro trataba de ocultar. Francisco acarició su mano, sonriendo cuando ella le miró, tratando de calmarla mientras se preguntaba cuál sería la próxima señal que el Señor enviaría a la ciudad.

No tardó mucho en averiguarlo ya que, poco después de que la procesión reanudara su lento curso, el cielo se cubrió repentinamente de negras nubes. El pavoroso sonido de los truenos precedió al granizo, que comenzó a caer con fuerza sobre los desconcertados ciudadanos, que trataban de refugiarse en los desgastados pórticos que aún quedaban en pie. En unos minutos, la furia de la tormenta se desataba por medio de una feroz lluvia, anegando las calles, que se convirtieron en verdaderos torrentes de agua que bajaba hacia el Cuerno de Oro en rápidas cascadas.

Anonadado por los acontecimientos, Francisco se refugiaba bajo un arco de piedra, tratando de mantener un hueco algo más confortable para la atónita Helena, que se agarraba a su prometido susurrando plegarias.

Un niño de pocos años bajaba arrastrado por las aguas, mientras su desesperada madre, caída al suelo y con un bebé en brazos, chillaba de impotencia viendo como su hijo se mecía al antojo del torrente. Con un salto, Francisco se interpuso en su camino, recogiendo al pequeño, que lloraba y pataleaba incapaz de comprender lo que sucedía. El impacto le hizo perder el equilibrio y caer al suelo, resbalando por la pendiente con el chiquillo en brazos hasta que algunos de los más cercanos le detuvieron con grandes esfuerzos.

El castellano regresó al lado de Helena, donde ya esperaba la agradecida madre, a cuyos brazos se lanzó el muchacho entre llantos.

—Estás empapado —dijo la bizantina, tratando inútilmente de sacudir la ropa de Francisco.

—¿Esto es normal a finales de mayo? —preguntó él, aún asombrado de la rápida inundación que la monumental tormenta había provocado.

—Yo tengo sesenta años —afirmó un anciano que se encontraba a su lado, tratando de consolar a su esposa— y jamás en mi vida he visto nada parecido. Es una señal de Dios.

Al castellano le habría gustado responder al anciano, para tratar de darle ánimos, pero no supo encontrar ninguna frase que no sonara ridícula después de todo lo que había sucedido en los últimos días.

—Esto es el fin del mundo —dijo Helena, abrazándose a Francisco con fuerza a pesar de sus húmedas ropas.

Él permaneció callado, apretándola contra su pecho, mirando como un par de monjes ayudaban a levantarse a uno de los clérigos de más edad que se encontraba en mitad del torrente. Para Francisco no cabía duda de que aquella era la imagen más evidente de que el Señor había abandonado a la ciudad a su suerte.

Desde la entrada de su tienda, Chalil Bajá contemplaba la espesa niebla que se extendía allí donde debía encontrarse Constantinopla. Tras la espectacular tormenta vivida el día anterior, el campamento turco se había convertido en un barrizal que, sumado a la escasa visibilidad provocada por la persistente niebla, había impedido que los gigantescos cañones pudieran retomar su labor de demolición sobre las ahora invisibles murallas de la ciudad.

—Creo que es la hora —dijo Amir con aire dubitativo— aunque, con esta niebla, es imposible asegurarlo.

El primer visir asintió ligeramente a las palabras de su criado, absorto en la contemplación del último de los increíbles fenómenos meteorológicos que ocurrían en los últimos días.

En el campamento turco bastaban unas horas para pasar de la euforia y el entusiasmo a la desesperación y el decaimiento. Cada signo enviado por Alá debía ser correctamente interpretado por los religiosos que acompañaban al ejército, los cuales se esforzaban en dar una explicación favorable a los intereses de Mahomet, aunque muchas veces no fuera fácil hacerlo.

La densa niebla, desconocida en aquellas latitudes a finales de mayo, había retrasado hasta última hora de la tarde la reunión que el consejo del sultán debía mantener para tomar una decisión, la de levantar el asedio.

—¿Partimos ya, mi señor? —preguntó Amir.

—No te preocupes —respondió el primer visir—. Parece que la niebla está levantándose, iré solo.

—El suelo está embarrado, mi señor —repuso el criado con preocupación—, dejadme al menos que os acompañe para que podáis apoyaros en mí.

—Gracias, Amir, pero no será necesario.

Chalil partió con paso lento, dejando atrás a su fiel sirviente, que se mantuvo en la entrada de la tienda, llevándose las manos a la cabeza cada vez que el primer visir salpicaba su caftán de seda con el agua de los charcos por los que pasaba.

En el trayecto hasta la cercana tienda del sultán, Chalil se arrepintió en varias ocasiones de haberse negado a que su asistente le acompañara, sobre todo tras encontrarse a punto de perder el fino calzado en medio de la pastosa masa de barro en la que el piso del campamento se había convertido. Sin embargo, nada más entrar en la tienda donde se celebraría la decisiva reunión, comprobó con alivio cómo el resto de los participantes, a excepción del propio sultán, mostraban trazas evidentes de una similar lucha con el barro.

Zaragos Bajá llegó justo después del primer visir. Más previsor que su odiado compañero en el consejo, el general calzaba unas pesadas botas de cuero, a diferencia de su acompañante, el eunuco Shehab ed-Din, que caminaba de puntillas en un vano intento de mantenerse a salvo de las inevitables manchas. Con ellos se completaban los llamados al consejo, por lo que Mahomet, con visible impaciencia, dio orden de comenzar.

Con los miembros del divan acomodados sobre mullidos cojines y almohadones, el primer visir, a una seña del sultán, se adelantó en medio del estrecho círculo que componían los presentes para dar comienzo a su exposición.

Todos los rostros apuntaban hacia Chalil, deseosos de escuchar el discurso con el que, tal y como intuían, el primer visir trataría de convencer al sultán de que levantara el asedio. Una posición coherente con la mantenida por el anciano consejero desde el inicio de la contienda, casi el único que osaba enarbolar la bandera de la paz y el acuerdo en lugar del seguidismo mayoritario de la belicosa opción defendida con ahínco por Zaragos.

—Majestad, muy nobles dignatarios —comenzó Chalil con tono sereno—, siete semanas han transcurrido desde el inicio de este sitio en el que nos vemos empeñados, casi dos meses de penurias, sangre y desesperanza, en los que el valor y el coraje de nuestros hombres no han desmerecido las numerosas hazañas que enorgullecen al islam. Pero a pesar del gigantesco ejército reunido, de las costosas máquinas de guerra fabricadas y de la poderosa flota utilizada, ni uno solo de los soldados ha conseguido poner un pie en la ciudad. La triste realidad a la que nos enfrentamos es que tenemos constancia de que una flota veneciana se aproxima hacia aquí, escuadra a la cual no podemos enfrentarnos —añadió mirando a los presentes, que asentían con desánimo al recordar el pésimo papel jugado por la flota turca en los distintos combates sostenidos con los griegos—. Si no somos capaces de derrotar a un puñado de barcos griegos e italianos, ¿podremos hacer frente a las galeras de la mayor potencia naval del Mediterráneo? No nos engañemos, el día que el león alado de San Marcos ondee en el horizonte nuestra lucha habrá finalizado. Además hemos de contar con la amenaza de los húngaros, que ya se plantean aprovechar la ausencia de nuestro ejército para abalanzarse sobre las fronteras. Génova, a la sombra de Venecia, se verá obligada a enviar otra flota para no quedar en ridículo cuando sus mayores competidores liberen la ciudad. Tan sólo contamos con unos pocos días, tal vez semanas, para terminar con esta matanza de una forma honorable, que no ponga en entredicho la gloria del sultán ni la de nuestro querido país.

»Algunos dirán —prosiguió Chalil, animado por la atención con la que Mahomet escuchaba sus palabras— que Constantino ha rechazado todos los intentos de rendición, incluido el último, efectuado ayer. Sin embargo se le solicitaban cien mil ducados en oro, cantidad a todas luces imposible de reunir por la corte de Bizancio. Por eso —finalizó el primer visir, postrándose ante el sultán ante la sorpresa de este y de los demás presentes— os pido humildemente que detengáis esta sangría mientras sea posible, ofreced al emperador un acuerdo justo que sea capaz de cumplir y retirad las tropas. Demos una oportunidad a la paz, antes de arriesgar todo cuanto consiguieron vuestros mayores en pos de una esquiva gloria militar.

La estancia quedó en completo silencio cuando Chalil acabó de hablar, con los presentes, excepto el indignado Zaragos, meditando con cuidado las acertadas palabras del primer visir. Incluso el rostro de Mahomet mostraba un evidente decaimiento ante el oscuro panorama mostrado por su principal consejero. Aunque ninguno se atrevería a expresar conscientemente sus pensamientos, los principales miembros del consejo se preguntaban si no sería una locura arriesgar la suerte de un imperio al capricho de un jovenzuelo.

Zaragos Bajá se puso en pie, observando con desprecio cómo Chalil se levantaba trabajosamente del suelo. Dirigió una furibunda mirada a los atentos asistentes y, con una cortés reverencia hacia el sultán, comenzó su discurso:

—De lo que se ha dicho aquí, no he escuchado más que vacías palabras de un anciano decrépito, incapaz de soportar la vista de su propia sombra sin echarse a temblar. Habla de galeras y escuadras que aún no hemos visto, de naciones cristianas que se yerguen a nuestro alrededor. Pero su alma asustadiza calla la verdad: que los cristianos se encuentran divididos, que sus barcos no surcan los mares si no es en pos de oro y especias para satisfacer su codicia. Los estandartes de los cruzados no se han visto en nuestras tierras desde hace siglos, ya no queda nada de su espíritu y, aunque fuera verdad que una flota de Venecia se dirige hacia aquí, cosa que yo no creo, ¿no es nuestra escuadra cinco veces más numerosa? ¿Tan poca fe tenemos en nuestros guerreros que la sola idea de ver al enemigo nos atemoriza? La pérfida boca de Chalil tampoco hace referencia a los innumerables presagios que nuestros hombres de fe interpretan como continuas y claras señales de Alá, indicándonos la próxima victoria que nos espera.

»Yo no me postro como un viejo suplicante —añadió Zaragos en dirección al sultán, que observaba su discurso con una sonrisa en los labios—. Yo me presento ante mi señor como uno de sus generales, para recordarle como Alejandro Magno, el gran rey al que tanto admira, conquistó el mundo con un ejército menor del que nosotros disponemos aquí, ¿qué no será capaz de hacer Mahomet II Fathi, una vez que Constantinopla haya caído? Si por Chalil fuera, nuestro sultán sería un simple funcionario, un burócrata afeminado que desprecia la ghazi, la guerra santa, incapaz de levantar una espada. Nos pide que renunciemos a una gloria que está frente a nosotros. Sólo tenemos que alargar la mano y tomar lo que por derecho nos pertenece, y después, ¿quién podrá oponerse a nuestros ejércitos? Ese glorioso futuro para nuestro pueblo se decidirá aquí, y me niego a que mi destino sea escrito sobre la base de temores infundados y palabras cobardes.

Al discurso del orgulloso Zaragos siguió un intenso intercambio de impresiones y murmullos. Mahomet se mantenía serio, expectante, escrutando con sus inquisidores ojos a un lado y a otro, consciente de la profunda división de opiniones que reinaba en el consejo.

—¡Hemos de atacar de inmediato! —exclamó el general al mando de los bashi-bazuks—. Retirarnos ahora carece de sentido, todos los esfuerzos habrían sido en vano.

—Hasta ahora el ejército no ha conseguido más que humillantes derrotas —repuso uno de los consejeros—. Otro asalto no causará más que muertes y vergüenza.

—Además hay que contar con los venecianos —añadió otro—. Llegarán en cualquier momento.

—¡Nuestra flota les derrotará! —gritó el nuevo almirante que sustituía al defenestrado Balta Oghe.

—La escuadra sólo hará el ridículo, tal y como acostumbra —replicó uno de los consejeros, armando un gran revuelo entre los presentes—. Si los venecianos aparecen deberemos levantar el sitio. La humillación del islam será conocida por toda Europa, ¡no podemos dejar que ocurra!, hemos de negociar y llegar a un acuerdo honroso.

—¡Eso es una cobardía y una infamia! —chilló el eunuco Shehab ed-Din.

—He tomado una determinación —interrumpió Mahomet tras comprobar que la discusión entre los asistentes se enquistaba sin que hubiera visos de llegar a un acuerdo.

Todos los presentes callaron de inmediato, girando sus caras para escuchar al sultán, el cual se regocijaba con la expectación contenida que causaba.

—Ambos visires han hablado con sabiduría —afirmó Mahomet con seriedad—. Por un lado tenemos la prudencia de Chalil y por otro la pasión y orgullo de Zaragos. No quiero para mi pueblo males ni desgracias, pero no hemos de olvidar que la ghazi es nuestra principal tarea, como lo fue para nuestros padres. Constantinopla yace en el centro de nuestro imperio, dando cobijo a nuestros enemigos e incitándolos contra nosotros. La conquista de esta ciudad es esencial para el futuro y la seguridad de nuestro imperio. Aun así no impondré mi criterio, escucharé a mi pueblo, pues los soldados también han de estar presentes en esta reunión. Zaragos dará una vuelta por el campamento mientras proseguimos con el debate. Preguntará la opinión de la tropa y volverá a comunicárnosla, el consejo decidirá después.

El general se levantó de inmediato, saliendo de la tienda raudo para cumplir las órdenes del sultán, el cual se mantenía serio, con su inescrutable mirada clavada en los miembros del consejo.

Chalil no tenía duda de cuál sería el mensaje que Zaragos traería de vuelta a la reunión. Mahomet ya había tomado su decisión y simplemente trataba de justificarse ante el consejo, el mismo que trataba de dominar desde su subida al trono, eliminando así cualquier posible atisbo de oposición a sus deseos. El primer visir se mantuvo ajeno a la fuerte discusión que siguió hasta el regreso del general, convencido de que aquel era el principio de su fin. Mahomet echaba los dados con su apuesta, dispuesto a eliminarle, pensando que él constituía el último obstáculo que le separaba del poder absoluto. Esa misma mañana le había felicitado cuando le hizo llegar el sorprendente informe de sus espías, en el que se notificaba la ubicación de una portezuela en uso por los bizantinos en las murallas. Ahora le observaba con intensidad, tratando inútilmente de adivinar sus pensamientos, preguntándose cuánto tiempo más permanecería en su puesto si Constantinopla caía, dando la razón al belicoso Zaragos en contra de la opinión de Chalil.

Tras casi dos horas de continua disputa, con posiciones cada vez más enconadas, el general regresó con una confiada sonrisa, acallando todas las voces a la espera de su informe.

—El ejército está expectante y ansioso por atacar —comentó Zaragos con confianza.

—Entonces votemos —ordenó Mahomet sin poder evitar una fugaz mirada a su primer visir.

Tras el corto trámite, el resultado esperado concedió un nuevo intento a la fuerza. Se lanzaría un último ataque sobre la ciudad, tan sólo en el caso de resultar rechazados se levantaría el sitio, alcanzando un acuerdo con el emperador de Bizancio.

—Majestad… —interrumpió uno de los jenízaros de guardia junto a la entrada de la tienda—, debéis salir a ver esto.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mahomet, molesto por la interrupción.

—No sabría cómo explicarlo —respondió el soldado—. La niebla se ha levantado dejando ver de nuevo la ciudad, justo con la puesta de sol pero…

—¡Habla!

—¡La ciudad parece cubierta de fuego sin llamas!

El consejo prorrumpió en exclamaciones de incredulidad, mirándose unos a otros ante la desesperación del nervioso guardia. Uno a uno, los componentes de la reunión, incluido el propio sultán, salieron de la tienda para contemplar el increíble fenómeno.

Las ventanas y tejados de la gran ciudad resplandecían bajo la puesta de sol, brillando con intensos tonos rojizos que, tal y como describía el desconcertado jenízaro, simulaban un intenso fuego que engullía completamente la ciudad. La cúpula de Santa Sofía, visible en su majestuosidad a pesar de la distancia, había cambiado sus habituales colores grisáceos por un espectacular brillo rojizo, que relucía cambiando a cada instante de tonalidad, suplantando al faro de Constantinopla.

La cara de Mahomet demudó en una mueca de asombro, trasluciendo un ligero temor.

—¡Es la luz de Alá! —gritó una voz en medio del consejo—. ¡Nos indica que la luz del islam, la verdadera fe, pronto iluminará Santa Sofía!

Con estas palabras, el sultán recuperó su confiada sonrisa, mientras Chalil, sin poder apartar los ojos del increíble fenómeno, dio por sentado que, desde ese momento, su destino quedaba ligado al de aquella ciudad.

Con la caída de la noche, tras el anuncio de la resolución tomada por el consejo, Ahmed, el arquero al servicio del príncipe Orchán, se aproximó con sigilo a las murallas de la ciudad, sobre las cuales trabajaban con ahínco cientos de griegos, levantando con acentuado esfuerzo una nueva barricada, aprovechando la tregua que la niebla y la noche habían concedido.

Enrolló el trozo de papel en torno a la flecha y la lanzó con precisión sobre el punto acordado, tal y como había hecho varias veces con anterioridad. Sin embargo, en esa ocasión, un escalofrío recorrió su cuerpo mientras contemplaba la fragilidad de la estructura que los bizantinos se esmeraban en reparar.

Una masa de obreros le sobrepasó de pronto, armados con palas, sacos y cestos, en dirección al cercano foso, para tratar de cegarlo en toda la extensión de las murallas. Al ver su número, Ahmed comprendió que su adorado príncipe no se encontraría a salvo tras esos débiles muros. Esta vez el sultán no cejaría en su empeño de tomar la ciudad a cualquier precio. Había dedicado su vida al servicio de su príncipe, desde que era un niño, y no permitiría que acabara ejecutado, como el recién nacido hermano de Mahomet. Esta vez, Ahmed pensó que debía hacer algo más que enviar una simple flecha por encima de un muro.

El amanecer del domingo vino anunciado por el reinicio del intenso cañoneo sobre las murallas, cuya debilitada estructura se veía sometida, una vez más, al terrible martilleo de los ingenios del sultán.

Entre los escombros, John Grant supervisaba en compañía de Giustiniani los restos caídos de dos torres, derribadas por certeros disparos del gran cañón turco. El excelente trabajo realizado por los obreros el día anterior estaba siendo barrido por la concienzuda puntería de los artilleros otomanos, que se ensañaban con la sección media de la muralla. Tras la nota enviada durante la noche anterior por el espía de Orchán, en la que se anunciaba el ataque final turco para la noche del lunes, el comandante genovés no quería dejar nada al azar, aprovechando sus dos últimos días para preparar cuanto estuviera en su mano a fin de repeler el asalto.

—Esta noche tendremos trabajo que hacer —comentó el ingeniero cuando el polvo de los últimos impactos se despejó, permitiéndole comprobar el alcance de los daños sufridos—. Aunque va a resultar imposible limpiar el foso si los turcos vuelven esta noche a terminar su trabajo.

—Sus arqueros nos tienen a raya —admitió el genovés con preocupación—. Aunque su puntería de noche deja bastante que desear, a Dios gracias.

—Una vez hayan cegado el foso por completo tendrán el camino libre de obstáculos hasta la empalizada que corona los restos de la muralla exterior.

—Lo sé —afirmó Giustiniani encogiéndose de hombros—, pero no hay nada que podamos hacer. Lo que realmente me preocupa es que el ataque se va a dar en toda la línea, a juzgar por el cuidado con el que están rellenando el foso en toda su longitud. No podremos sacar tropas para reforzar los puntos más débiles.

—Es probable que su flota también amenace las murallas marítimas —elucubró el ingeniero.

—Es la menor de mis preocupaciones, a pesar de lo que diga ese megaduque del demonio —gruñó el genovés—. Esta mañana se negaba a cederme los pocos cañones que aún disponen de pólvora; ha tenido que intervenir el emperador para que diera su brazo a torcer. Bastarían unas cuantas ancianas con escobas para expulsar a los turcos que traten de subir desde los barcos, pero ese estúpido tiene tanto miedo a que repitan lo que hicieron los cruzados hace más de doscientos años que parece estar ciego.

—¿Dónde has dejado tu diplomacia? —sonrió John.

—¡Al infierno con ella! —exclamó Giustiniani con visible enfado—. Empiezo a estar harto de este maldito asedio, de la pastosa comida y las noches sin dormir. Nunca me había visto en una situación tan delicada.

Una bala de cañón atravesó la empalizada a un par de metros por delante de ellos, destrozando tablones y barriles con una terrible explosión que esparció con fuerza aguzadas astillas en todas direcciones. Una de ellas se clavó en el desprotegido brazo del genovés, arrancando un grito de dolor del italiano.

—¡Malditos cañones! —gritó con furia cuando se arrancó el pedazo de madera de su brazo lastimado.

—Debemos volver —afirmó el ingeniero tras echar un vistazo a la herida de su comandante, aunque sin mucha confianza en que el protostrator hiciera caso de su prudente petición.

—Sí —concedió Giustiniani, sorprendiendo al escocés, acostumbrado a la infatigable determinación del italiano—, no quiero que por una astilla deba dejar mi puesto en la batalla.

Con paso rápido, ambos abandonaron la zona situada en medio de las dos líneas de murallas que aún permanecían en pie, acercándose hasta el hospital próximo al campamento genovés.

Durante el trayecto, Giustiniani no tuvo la precaución de tapar su herida, atravesando el poblado núcleo de tiendas con el brazo ensangrentado. A su paso, los grupos de soldados se giraban con asombro, congregándose alrededor de su afamado capitán, alarmados por la roja mancha que se formaba en torno a su camisa.

Tranquilizando a sus hombres, el genovés desapareció tras la puerta del hospital, casi chocando con Francisco, que salía en ese momento acompañado del recuperado Jacobo.

—¡Virgen Santísima! —exclamó fijándose en el italiano—. ¿Qué es lo que ha ocurrido?

—Es un simple rasguño —aseguró el italiano quitándole importancia—, pero no quiero que me manche la elegante vestimenta que tengo preparada para tu boda.

—Quién lo diría —respondió el castellano con una sonrisa—. Yo me desmayaría si viera tanta sangre en mi brazo.

—Tú tienes que reservarte para cumplir con tu esposa —replicó el genovés con un guiño—. Deja que sea ella la que sangre hoy, que mañana ya se encargarán los turcos de lo tuyo.

Uno de los médicos se llevó a Giustiniani con premura, discutiendo con él la conveniencia de cortar la camisa, cosa a lo que se oponía el italiano con encono, mientras John estrujaba al pobre Jacobo, haciendo que este temblara al pensar en su herida.

—¡Me vas a aplastar! —chilló el joven.

—¡Qué desagradecido! —replicó el ingeniero con una carcajada—. Y yo que he llegado a rezar para que no te murieras…

—No sé si creerlo —murmuró Francisco con sorna—. Me temo que la de hoy va a ser la primera misa a la que acudes en años.

—No es que no quiera ser un buen cristiano —se disculpó John—, pero no acabo de tener tiempo para escuchar sermones. ¿Qué hacéis aquí?

—Supongo que esperarme a mí —afirmó Mauricio Cattaneo apareciendo de entre las sombras—. Perdonad el retraso, pero he tenido que abrirme camino entre una muchedumbre de soldados que esperan ahí fuera, ¿van a repartir comida?

—¡Dios te oyera! —exclamó el escocés—. Esperan noticias de Giustiniani, una astilla se le ha clavado en un brazo mientras inspeccionábamos la muralla.

—¿Es grave? —preguntó Cattaneo con asombro.

—No —respondió el ingeniero—, aunque…

—¿Qué ocurre?

—La herida no me preocupa —explicó John—, pero le he notado demasiado tenso. El Giustiniani que yo conozco no habría suspendido la inspección por una simple astilla.

—Estará siendo precavido —sugirió Francisco—. No veo por qué arriesgarse tan cerca del combate decisivo.

—Supongo que serán imaginaciones mías —desechó el ingeniero encogiéndose de hombros—. Decidme, ¿qué planes tenéis para este ratonzuelo? —añadió revolviendo el pelo de Jacobo, que apartó su mano con fingido enfado.

—El médico dice que ya estoy bien —afirmó altanero.

—El médico dice que tu herida aún es reciente —corrigió el castellano con mirada reprobadora— y que no debes hacer esfuerzos.

—Eso es una tontería —dijo Jacobo—. Me siento fuerte como un león.

—Si es como un león veneciano —comentó Cattaneo ocultando una sonrisa— aún tienes que crecer mucho para equipararte a un genovés.

El joven frunció la frente mirando a sus tres compañeros, que disimulaban sus risas ante el enfado del muchacho.

—No te preocupes —comentó Francisco apoyando su mano en el hombro de Jacobo—. Tengo una misión especialmente importante para ti.

—¡Menos mal! —exclamó el joven aliviado—. ¿De qué se trata?

—Tiempo al tiempo —finalizó Francisco—. Lo sabrás cuando llegue el día.

El muchacho volvió a fruncir el ceño, convencido de que tan sólo se trataba de una artimaña del castellano para mantenerle animado durante los dos días que restaban hasta el ataque aunque, llegado el caso, no pensaba pedir permiso para cumplir con el deber que le mantuvo en aquella ciudad la noche en que su barco zarpó rumbo a su querida Venecia.

En el campamento turco, el sultán paseaba a lomos de su caballo entre las tiendas, precedido de numerosos heraldos que proclamaban su última concesión antes de la batalla que tendría lugar al día siguiente. Tal como se detallaba en la tradición islámica, los soldados tendrían el derecho a saquear libremente la ciudad durante tres días. Todos los tesoros que se recogieran de ella serían equitativamente repartidos entre las tropas, tan sólo los edificios quedaban como propiedad de Mahomet y, por tanto, no podían ser incendiados ni dañados.

Al paso del sultán los soldados se ponían en pie y le vitoreaban, aclamándole a voces como conquistador, asegurando que Constantinopla caería, ganándose para el islam la segunda Roma.

Mahomet cabalgaba lentamente, erguido sobre la silla, sereno y confiado, regocijándose en los vítores y alabanzas que recibía de los soldados. Para el día siguiente, hasta que llegara la noche, había determinado un día de descanso, a fin de que sus tropas pudieran preparar sus almas para la gran batalla que se avecinaba. Él aprovecharía para dar las últimas órdenes horas antes del asalto, en previsión de que el incómodo espía que transmitía todos sus planes no dispusiera de tiempo para hacerlo esta última vez.

La única nota enviada esa mañana se dirigió hacia Pera. En ella indicaba al podestá que, bajo las más severas amenazas, la colonia genovesa no debía prestar ayuda en el próximo combate a Constantinopla. Junto a esta tajante petición, anexó otra secreta, cuya lectura hizo que Lomellino estuviera a punto de desmayarse.

—¿Nervioso? —preguntó John con una sonrisa suspicaz.

—No —mintió Francisco mientras se estiraba por tercera vez los pliegues de su túnica—. No acabo de acostumbrarme a la vestimenta bizantina.

—No te preocupes —rio el escocés—, tienes toda la vida para hacerlo. Por ahora estás suficientemente elegante para la misa.

—Divina liturgia —corrigió Francisco, recordando las palabras de Helena cuando él cometió ese mismo error—. Se va a oficiar por el rito ortodoxo.

—Qué pena no haber invitado al arzobispo Leonardo —intervino Cattaneo con una carcajada—. Seguro que habría sido todo un espectáculo.

El grupo se encontraba de camino a la iglesia de San Juan Bautista, en la que, debido a los numerosos desperfectos causados por el bombardeo turco en el palacio, se celebraría discretamente el enlace entre el castellano y Helena.

Acompañado por el alegre ingeniero, Jacobo y Mauricio Cattaneo, Francisco tan sólo echaba de menos a Giustiniani, a quien su herida había mantenido demasiado tiempo ausente de su puesto, por lo que había excusado su asistencia al evento.

El castellano se mantenía callado, mientras sus acompañantes comentaban entre risas los terribles pesares que recaerían en él en cuanto cambiara su estado marital. A pesar de las numerosas advertencias y relatos sobre infelices conocidos que habían cometido tan fatídico error, Francisco no recordaba un momento en que se encontrara más convencido de su actitud. Pese a las dudas iniciales, que hacían presagiar una difícil decisión plagada de preguntas sin respuesta, el paso que estaba a punto de dar aparecía ante sus ojos como la única opción razonable, como la forma perfecta de terminar con su antigua vida errante y aceptar, por fin, la dulce sensación de arraigo que concede el saber que se pertenece a un lugar.

Recordaba el momento en el que, temblando como una hoja, comunicó al emperador su intención de casarse, solicitándole permiso para el enlace. Aunque no pensaba seriamente en la posibilidad de que Constantino rechazara su elección, la efusividad demostrada por el emperador le sorprendió. Con un caluroso abrazo y sus más sinceras felicitaciones, Constantino había roto las últimas dudas del castellano, como si aquel paso fuera la evidencia de su total aceptación en la familia imperial. Su primo, casi disculpándose por las penurias a las que debía hacer frente, le había regalado la magnífica vestimenta de seda con hilo de oro que lucía, prometiéndole un puesto dentro de la corte cuando los turcos fueran rechazados.

—Cuando esto acabe —le dijo el emperador con una sonrisa— habrá que levantar de nuevo esta ciudad. Me vendrá bien tu ayuda.

Aquellas sinceras palabras hicieron que Francisco se sintiera orgulloso de su decisión, algo que ya casi no recordaba. Si antes temía el fin del asedio y la posibilidad de verse frente a la disyuntiva de quedarse o embarcar, ahora, una vez resuelta la duda, un creciente anhelo se adueñaba de él, urgiéndole a comenzar su nueva vida, repleta de esperanza y de algo que no pensaba encontrar nunca: de amor.

La pequeña iglesia apareció ante sus ojos envuelta en la oscuridad de la noche, con sus hiladas de ladrillo rojizo apenas visibles. Los amplios ventanales rematados por arcos de medio punto daban la impresión de ser inmensas bocas abiertas a una negrura tan sólo rota por la luz de las antorchas que dos guardias mantenían junto a la puerta, señal indudable de que el emperador ya se encontraba en su interior.

Maldiciendo su tardanza, Francisco apretó el paso, atravesando el umbral ante la indiferente mirada de los soldados, que perdieron interés en el grupo en cuanto reconocieron al castellano.

La iglesia, de planta cruciforme y una sola nave terminada en un ábside semicircular, albergaba ya al resto de los asistentes, incluidos los sacerdotes oficiantes, que se encontraban junto a la prothesis, la mesa de las ofrendas, en espera de la llegada del novio para iniciar la liturgia. En el centro de la estrecha nave, separados de la zona sacra en la que se encontraba el altar por un iconostasio de madera en el que relucían bellos iconos pintados, el emperador, acompañado por el secretario imperial y su esposa, volvía su rostro hacia Francisco, invitándole con visibles gestos de premura a que se colocara junto a su prometida, la misma que anulaba con su presencia a cuantos se encontraban a su lado, oscureciendo con su luz el brillo de los mosaicos y el fino colorido de las pinturas religiosas.

Con una radiante sonrisa, Helena observaba divertida la atónita expresión de Francisco al verla, envuelta en una fina túnica de seda blanca, cubierta por una ancha estola prendida sobre los hombros por sendos broches de oro. Amplios bordados cubrían toda la superficie de la estola con pequeñas águilas bicéfalas enmarcadas por círculos. Su pelo, envuelto en una fina redecilla de plata refulgía bajo la luz de las lámparas que colgaban del techo frente al iconostasio, dejando escapar una larga trenza que recorría la mitad de su espalda, rematada por un fino lazo de seda blanca.

Para Francisco no existía mejor lugar que una iglesia para encontrar en ella a un ángel, pues tal era la impresión que le producía la bizantina, casi envuelta en un halo de luz.

Con lentitud, disfrutando de aquel momento, Francisco ocupó su puesto al lado de Helena, rodeado por el pequeño grupo de asistentes, que se mantuvieron de pie, tal y como acostumbraba el rito ortodoxo.

Genadio, que había cambiado su habitual vestimenta por el stikharion, la blanca vestidura utilizada en las ceremonias, al que se superponían varias prendas rematadas por el omoforion, una larga banda de tela cubierta de cruces bordadas que envolvía su cuello cayendo sobre el pecho, oficiaba la liturgia junto al cardenal Isidoro, auxiliados por un diácono de la propia iglesia.

Con la preparación de las ofrendas mediante el corte del pan con una lanceta y el vertido del vino sobre el cáliz dio comienzo la divina liturgia, acompañada por las rítmicas oraciones de los sacerdotes y el uso del incensario por parte del diácono.

Las notables diferencias entre los ritos latinos y orientales desconcertaron al castellano, que apenas había tenido tiempo de familiarizarse con el ceremonial bizantino. El mismo modo de santiguarse, con tres dedos y de derecha a izquierda, le resultaba complicado, acostumbrado a la misa latina. Eso le obligaba a mantener su atención en los diversos pasos de la ceremonia, algo realmente imposible pues, con cada mirada a Helena, el mundo se desvanecía, las oraciones de los sacerdotes se convertían en lejanos murmullos y las solemnes procesiones de los celebrantes a través de las puertas del iconostasio asemejaban nebulosas imágenes que tenían lugar en otro mundo, ajeno a aquel en el que Francisco se encontraba. En su universo sólo había una estrella, un sol y una luna, fundidos en una cara radiante que le observaba fijamente, con la sonrisa de quien está convencido de que ese amor durará eternamente.

La comunión, recibida con una cucharita de oro en la que se proporcionaba el pan mojado en vino, atrajo por fin la atención del castellano, para el que la larga ceremonia había transcurrido en un suspiro.

Al final de la liturgia Genadio se acercó hasta ellos, realizando la señal de la cruz tres veces sobre sus cabezas, mientras el diácono les alargaba unas velas encendidas, comenzando la última parte de la ceremonia de esponsales con el oficio de la coronación.

—Nos encontramos en tiempos revueltos —dijo Genadio—, en los que es fácil perder la fe, preguntándonos si será posible que el Señor haya soltado nuestra mano y se aparte de nosotros. Sin embargo, celebrando aquí la unión entre hombre y mujer, el sagrado misterio del matrimonio, en el que florece el amor y por tanto la esperanza, no podemos sino ceder a la verdad, que no es otra que la certeza de la presencia de Dios junto a nosotros, pues somos sus hijos más queridos. Vosotros disponéis ahora de un nuevo comienzo, de una nueva vida santificada por el Altísimo, y aunque los cielos lleguen cargados de negros presagios nada temáis, pues Él se encuentra a vuestro lado, ayudándoos a vivir de forma piadosa y honorable. Sed siempre dignos del amor que anida en vuestros corazones y no olvidéis nunca el sagrado compromiso que os une en esta vida.

—Por tanto —añadió Genadio—, ¿tienes tú, Francisco, la buena voluntad y el firme propósito de tomar por esposa a Helena, a quien ves aquí presente ante ti?

—Sí, reverendo Padre —contestó el castellano, mirando fijamente a Helena y cogiendo su mano entre las suyas.

—¿No te habías comprometido con otra mujer?

—Pues… no —respondió Francisco, olvidando esa parte del ceremonial, levantando unas calladas risas por parte de los asistentes y haciendo que Genadio frunciera el ceño, mirando de reojo al cardenal Isidoro, que se encogió de hombros con una sonrisa, dando por buena la contestación del despistado castellano.

—¿Y tienes tú, Helena —prosiguió Genadio sin mucho convencimiento—, la buena voluntad y el firme propósito de tomar por esposo a Francisco, a quien ves aquí presente ante ti?

—Sí, reverendo Padre —contestó ella con la cara radiante de felicidad y los ojos fijos en el rostro del sonriente Francisco.

—¿No te habías comprometido con otro hombre?

—No me había comprometido, reverendo Padre.

Las bendiciones precedieron a la coronación de los novios por parte de Genadio, tras la cual, el cardenal Isidoro trajo el cáliz, dando de beber tres veces a los nuevos esposos, y les acompañó a dar tres vueltas alrededor del altar, como marcaba la tradición.

—Supongo que esto se acaba aquí —susurró John al oído de Cattaneo, el cual le hizo un gesto para que mantuviera silencio, mientras Genadio terminaba la celebración y los novios se besaban.