De pie, en medio de su lujosa tienda, Mahomet fulminaba con la mirada a sus generales el día después de su tercer fracaso asaltando la muralla.
Su ambicioso ataque por sorpresa, planeado con sumo cuidado y mantenido en el más celoso de los secretos, se inició a medianoche, sobre el sector más próximo a Blaquernas, donde la muralla, castigada con saña por la artillería turca, se encontraba en peor estado y con el foso cegado y escasos defensores.
Los batallones turcos, reunidos en silencio al amparo de la noche, esperaban encontrarse con una ligera resistencia, sostenida únicamente por un puñado de venecianos de los que acampaban en el palacio imperial. Sin embargo, nada más comenzar el brusco encuentro, los soldados de vanguardia se vieron sorprendidos por la impenetrable y densa línea de defensa con la que los italianos rechazaron, uno tras otro, todos sus intentos por entrar en la ciudad.
Con un acceso de ira, el sultán había ordenado a sus tropas retroceder, abandonando la lucha mucho antes que en sus anteriores asaltos, convencido de la inutilidad de proseguir con el enfrentamiento una vez que la sorpresa se había perdido y quedaba claro que los bizantinos habían reforzado de manera notoria sus efectivos en la zona.
El emplazamiento del punto de ataque no había sido revelado hasta minutos antes del asalto, lo mismo que la selección de las tropas que habrían de llevar a cabo el intento. Por ello, Mahomet tuvo que concluir que el fracaso se debía a una fabulosa intuición del genovés al mando de la defensa o, por el contrario, a su propia incapacidad táctica. Si lo primero resultaba honroso para los defensores, también carecía de base aceptable, por lo que la opción de su inutilidad ganaba presencia en su pensamiento, enfureciendo al sultán, angustiado por lo que pudieran pensar sus oficiales, consejeros y soldados. Él era la luz que guiaba al islam en su guerra santa, no podía mostrarse incapaz o incompetente, para ello ya le bastaba con su inútil elenco de subordinados, a los cuales pensaba achacar el fallido ataque.
—¿Nadie tiene algo que decir, una excusa? —preguntó el sultán.
Los generales, con la vista baja, temerosos de la furibunda mirada de Mahomet, esperaban con nerviosismo su reacción ante el fracaso. Ninguno de ellos se atrevía a pronunciar palabra, precavidos ante la posibilidad de centrar la ira de su superior.
—¡Estoy cansado de vuestros fracasos! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones, haciendo que los oficiales se apretujaran entre sí, como niños asustados ante la ira de su maestro—. Llevamos mes y medio de asedio y aún no hemos conseguido poner siquiera un pie en sus murallas —prosiguió el sultán—. Disponéis de más tropas que habitantes tiene Constantinopla, y sin embargo no sois capaces de abrir una brecha en unos muros que la artillería ha convertido en un montón de escombros. ¡Mereceríais que os mandara ejecutar a todos!
El embarazoso silencio se mantuvo, con los generales aceptando el monumental enfado con resignación, manteniéndose callados en espera de que la tormenta amainara.
—¡Largo! —gritó finalmente Mahomet, exasperado por la infantil actitud de su consejo de guerra.
—¡Zaragos! —llamó el sultán, mientras los oficiales abandonaban precipitadamente la tienda—, tú quédate.
Zaragos Bajá se mantuvo quieto, observando anhelante como el resto de los comandantes de las tropas le dirigían miradas compasivas mientras corrían a ponerse a salvo de los improperios del sultán. Éste se acercó hasta él, mirándole a los ojos con fijeza, lo que provocó que un intenso escalofrío recorriera la espalda del curtido general mientras el sudor causado por el nerviosismo comenzaba a humedecer su piel.
—Voy a reunir toda la artillería, concentrándola contra la muralla que se encuentra junto al río —anunció el sultán con seriedad.
—Una sabia decisión —alabó Zaragos sin tener realmente el convencimiento de que aquello fuera cierto.
Mahomet sonrió irónicamente, como si sus penetrantes ojos fueran capaces de leer el agarrotado pensamiento de su consejero, advirtiendo la futilidad de sus halagos.
—Vas a hacer entrar en acción a tus zapadores serbios —ordenó.
—Como deseéis, mi señor.
—¿No vas a preguntar siquiera dónde deben comenzar a cavar?
—Esperaba a que me lo dijerais, majestad.
El sultán recuperó el gesto serio, aumentando si cabe la intensidad de su gélida mirada, obligando a su general a tragar saliva, dubitativo ante la idea de que su cabeza se separara del tronco por su torpeza.
—Deben minar las murallas de Blaquernas —concluyó Mahomet—. Que empiecen lo antes posible.
—Así se hará —confirmó Zaragos, que rebuscó rápidamente alguna idea con la que contentar al sultán—. ¿Podría sugerir algo?
Mahomet levantó los hombros con indiferencia, como si no le importara en absoluto cualquier plan que su consejero pudiera ofrecer.
—Podríamos construir torres de asedio —sugirió Zaragos—, situarlas al lado del foso y proteger con ellas a los trabajadores que se encarguen de cegarlo, creando un camino lo bastante sólido como para aproximarlas a las murallas. Eso nos daría ventaja sobre los defensores.
—¿No serían demasiado vulnerables? —inquirió Mahomet con suspicacia.
—Los bizantinos no disponen de cañones pesados —repuso Zaragos con confianza— y han sufrido demasiadas bajas como para realizar una salida en masa. Estoy convencido de que nos ayudarían en el triunfo.
—Si es así, adelante —concedió el sultán—. A fin de cuentas no perdemos nada por intentarlo. Ahora vete y cumple las órdenes.
—Gracias, majestad, pronto podréis veros caminando sobre los cuerpos de vuestros enemigos.
Zaragos se retiró entre innumerables reverencias, mientras Mahomet le observaba con una sórdida mueca en su rostro, convencido de que aquel inútil y temeroso oficial sería mucho más fácil de manejar que el astuto y prudente Chalil. Era indudable que el cambio de primer visir que tenía en mente también le arrebataría un valiosísimo consejero, pero si quería convertirse en el emperador que siempre había soñado ser, el primer paso consistía en deshacerse de cualquier peligro para su trono, el mayor de los cuales, irónicamente, era el fiel Chalil, demasiado inteligente, demasiado influyente y, sobre todo, demasiado honrado y pacífico para la política que se disponía a impulsar. Todo ello, sin embargo, quedaba a expensas de la caída final de Constantinopla, sin la cual, sus sueños de grandeza para el islam quedarían rotos para siempre.
Teófilo acariciaba la espalda desnuda de Yasmine, recorriendo sus suaves curvas con las yemas de sus dedos, tumbados en el lecho de la turca tras su apasionado encuentro nocturno.
El bizantino se encontraba embriagado por el sentimiento de felicidad, algo que ni siquiera las ásperas críticas recibidas tanto del secretario imperial como de su propio primo, el emperador, podían oscurecer. Ellos no comprendían lo que aquella mujer le hacía sentir, el orgullo que suponía para él sentirse amado por una de las más bellas muchachas de la corte, incluso hasta el extremo de llegar a ofrecerse a otro con tal de salvaguardar el honor de su amado.
El recuerdo de Basilio invadió la mente de Teófilo, crispando inconscientemente su rostro y deteniendo su mano sobre la cadera de la turca. El incapaz Sfrantzés le había dejado escapar, convirtiendo el palacio en una suerte de circo en el que las fieras se devoran entre sí sin alcanzar a su verdadera presa. En cierto modo, casi prefería saber que ese maldito griego se encontraba libre, porque eso le proporcionaba la esperanza de poder echárselo a la cara algún día para arreglar cuentas por medio del acero, en lugar de los interminables interrogatorios que el secretario imperial impondría al cautivo si llegara a apresarlo.
—¿Ocurre algo? —preguntó Yasmine al sentir como la mano de Teófilo se detenía en su placentero recorrido.
El bizantino la observó, desviando su atención al brillo de su pelo, aún recogido en una larga cola de caballo, descansando suelto sobre la cama, permitiendo la vista de sus hombros y la ligera tonalidad tostada de su piel. Cuando ella se derrumbó en presencia de Francisco y Sfrantzés, proclamando su amor hacia él, apenas pudo pensar en otra cosa que en la fortuna que poseía al acaparar toda la pasión de aquella joven. Aunque ella se encontrara avergonzada y temerosa de la reacción de Teófilo por su comportamiento, este había sabido no sólo perdonarla, sino valorar su valerosa decisión, tan sólo reprochando que no mantuviera la suficiente confianza para relatarle sus avatares, aunque, ¿quién era él para dar consejos? Había creído a pies juntillas las melosas palabras de Basilio, ayudando como una estúpida marioneta a sus dementes planes, cuyo fin tan sólo Dios sabía. No podía reprochar nada a su amante dado que él mismo era culpable de los mismos delitos.
—Pensaba en el asedio —mintió Teófilo, tratando de desviar el tema de conversación del odiado funcionario, evitando así causar más dolor a Yasmine rememorando sus encuentros con Basilio.
—¿Sigues convencido de que no colaboras tanto como pudieras?
—¿Cómo no habría de ser así? —respondió él, decaído—. Ni siquiera he podido intervenir en el último asalto. Si al menos me hubieran dejado realizar una salida…
—¿Una salida? —repitió la turca, dándose la vuelta para mirar a los ojos a Teófilo, que jugueteaba con su largo pelo—. Creía que todas las puertas estaban atrancadas.
—No —respondió Teófilo con una sonrisa condescendiente, como si aún le sorprendiera el nulo entendimiento que, para la estrategia, pensaba disponía la esclava—. Se ha mantenido una portezuela disponible, la de Kylókerkos, justo en la unión entre la muralla de Blaquernas y la triple defensa central.
—¿No fue tapiada hace años? —repuso Yasmine con sorpresa.
—La abrimos de nuevo al iniciarse el sitio. Por allí realizábamos ataques por sorpresa a los turcos antes de que los prohibiera Giustiniani. Al estar entre las dos murallas apenas se ve y, aunque cualquier enemigo se fijara en ella, pensaría que se encuentra atrancada.
—¡Eso es muy peligroso! —exclamó la esclava—. No la utilices, tengo miedo por ti.
—No me pasará nada —afirmó él abrazándola—, ningún infiel me apartará de tu lado.
Ella correspondió a su abrazo, apretándole con fuerza contra su pecho, al tiempo que acariciaba su espalda. Sin embargo, su mirada y su mente se desviaban de aquella estancia, intentando discernir la forma de hacer llegar hasta Badoer aquella información vital. Al desaparecer Basilio, su único enlace posible con el banquero veneciano se esfumó, rompiendo el vínculo de mensajes que mantenía con su antiguo amo. Tras lo ocurrido, era absurdo pensar que Teófilo fuera capaz de hacer el trabajo correspondiente al del enloquecido funcionario griego, por lo que Yasmine, tras meses de atentas intrigas, se encontraba con una noticia de incalculable valor que se veía incapaz de transmitir.
El bizantino comenzó a besar su cuello, susurrando tiernas palabras de amor mientras sus manos recorrían incansables las caderas de la esclava, acercándose nuevamente a su placentero objetivo. Yasmine, reprimiendo sus deseos de arrojarle de la cama, sonrió con fingida pasión y le besó con ardor mientras se preguntaba cuánto tiempo más debería soportar aquel martirio.
El sudor caía por el rostro del serbio, producto del sofocante calor y del intenso trabajo. A pesar de la experiencia excavando túneles en las lejanas minas de plata de su país, el húmedo calor que reinaba bajo tierra junto al Mármara convertía la profunda galería en un oscuro horno, donde la veintena de esforzados trabajadores se hacinaban con picos, palas o cestos de tierra.
A medida que avanzaban sobre la blanda tierra, en pos de su objetivo bajo las murallas de Blaquernas, un numeroso grupo se encargaba de retirar tierra y escombros. Otros tantos entibaban con maderos el techo de la artificial cueva, disponiendo a su alrededor grandes haces de paja con los que, una vez concluida la mina, se incendiarían los soportes para que, debido al peso de los muros que habrían de soportar, se quebraran en el momento elegido, derrumbando con ellos las murallas de la ciudad.
A pesar del cuidado con el que se desarrollaban los trabajos, los mineros paraban a cada rato, alertados por algún ruido o vibración extraña, atentos a cualquier señal que indicara la presencia de sus enemigos. Dos días antes, los bizantinos, aprovechando un descuido de los zapadores, habían penetrado en una de las minas prendiendo fuego anticipadamente a los haces de leña y paja. La mayoría de los mineros murieron, ya fuera asfixiados por el humo, quemados vivos o sepultados cuando el techo se derrumbó sobre ellos sin darles tiempo a salir.
Los serbios eran conscientes de que su sacrificio no era importante para el sultán. Al contrario que sus compañeros musulmanes, cuya pertenencia a la religión islámica les convertía en valiosas piezas a cuidar, los contingentes de soldados cristianos que apoyaban contra su propia voluntad al ejército de Mahomet eran prescindibles y, por tanto, sacrificables. Por eso, a pesar de la constancia de que los griegos estaban sobre aviso con relación a sus intentos de minar la muralla, se encontraban allí, regando la oscura tierra con su sudor, tratando de controlar el miedo que les atenazaba en cuanto uno de ellos levantaba una mano y todos paraban, agudizando el oído, escudriñando la oscuridad en busca de alguna señal que les indicara que habían sido descubiertos.
El túnel progresaba con rapidez, rotando a los hombres de cabeza, que manejaban los grandes picos con los que atacaban la tierra cercana a las murallas, cada vez más suelta y húmeda, coordinándose con guturales voces en su casi indescifrable idioma para martillear de forma rítmica sobre la pared.
Una vibración hizo que los primeros se pararan, advirtiendo al resto de los hombres que poblaban el túnel que permanecieran en silencio. Nada ocurrió, con lo que el proceso, reanudado con recelo, prosiguió monótonamente. La tierra que se apelmazaba en la parte frontal de la mina cada vez se encontraba más suelta, inquietando a los que avanzaban, hasta que un pico, clavado con fuerza, atravesó la arena, provocando un enorme hueco en la pared.
Alguien gritó en su lengua que existía otro túnel al otro lado, por lo que todos agarraron picos y palos, dispuestos a vender cara su vida ante los probables bizantinos que, pensaban, atravesarían los restos de la exigua pared para abalanzarse sobre ellos. Sin embargo el silencio se mantuvo, la tierra permanecía quieta, y tras el agujero abierto tan sólo la oscuridad devolvía los ecos de sus voces.
Con toda la precaución de la que eran capaces, algunos de los más valientes aumentaron el tamaño del agujero, rompiendo a golpes la frágil pared y penetrando con cautela en el ancho tramo que parecía conducir hasta la ciudad griega.
La titilante luz de sus antorchas apenas permitía vislumbrar más que unos metros de oscuro pasillo, en el que hasta el aire permanecía en calma. Se miraron unos a otros, intrigados, tratando de decidir el próximo paso, cuando notaron de nuevo una vibración.
El silencio se acentuó, mientras los serbios clavaban los pies en el suelo y alzaban los picos, esperando al aún invisible enemigo. Un rumor comenzó a oírse en la lejanía, amplificándose poco a poco a lo largo de la oscuridad, acompañado de una creciente vibración.
Pequeños trozos de tierra y polvo comenzaron a desprenderse del techo desconcertando a los mineros, que empezaron a agitarse sin comprender lo que ocurría. El rumor se convirtió en un estruendo cuando la avalancha de agua penetró como una riada en el túnel, arrastrando a los que se encontraban al otro lado del derruido muro, aplastándolos contra su base, mientras sus compañeros, presas de pánico, se amontonaban tratando de retroceder desordenadamente en dirección a la salida.
El agua superó la débil barrera del muro, creciendo a un vertiginoso ritmo que pronto atrapó a la mayoría de los trabajadores, empujándoles contra el techo, entre los gritos y lamentos de los que aún intentaban seguir respirando.
En unos instantes, todo el túnel se encontraba anegado, a oscuras, con muchos de los serbios aún en su interior pataleando en la penumbra contra las paredes, que arañaban mientras comprendían con horror que aquel era su fin.
—Creo que ya es suficiente.
John Grant levantó un brazo, haciendo una seña a los griegos que manejaban la compuerta del agua de los fosos para que volvieran a cerrar la trampilla, encauzando nuevamente el río Lycos para mantenerlo alejado de la amplia galería, excavada por el ingeniero escocés con ayuda de los trabajadores puestos a su disposición.
A su lado Francisco miraba con recelo la fuerte corriente, mientras el agua comenzaba a moverse en complicados reflujos y remolinos, reaccionando al brusco corte realizado por la poterna de la presa. En medio de las salpicaduras y las corrientes, un trozo de tela apareció flotando en medio de aquel bullicioso canal, como un solitario testimonio de lo acontecido bajo tierra.
—No es forma de morir —comentó con tristeza.
—Pues procura no caerte —respondió el escocés con tono socarrón.
—Si Cattaneo estuviera aquí te diría que actuamos de forma indigna.
—¡Pues que baje él a retarles a un duelo! —exclamó John con indiferencia—. Para una vez que podemos rechazarles sin arriesgar el culo no voy a dejar pasar la oportunidad.
El castellano se encogió de hombros, desviando su mirada hacia el campamento turco, donde las fogatas se alineaban con matemática exactitud, formando continuas líneas que recorrían serpenteando las colinas próximas a la ciudad.
—No te preocupes —gruñó el ingeniero—. Los turcos seguirán intentándolo. Ya tendrás oportunidad de acompañarme bajo tierra para repartir mandobles.
—No es algo que me ilusione —respondió Francisco con un escalofrío, al imaginarse el opresivo ambiente en el que debían desarrollarse aquellos trabajos—, pero supongo que no tenemos alternativa.
—Desde luego —afirmó John con franqueza—. Una sola de estas minas podría echar abajo todo un tramo de murallas, por donde se colaría el ejército turco al completo. Lo malo es que con tanta mina y contramina estamos dejando los cimientos de Blaquernas llenos de agujeros. Al final los muros se van a caer solos.
—Últimamente tienes mucho trabajo —comentó el castellano con un suspiro.
—¡Demasiado! —admitió el escocés levantando las cejas para enfatizar sus palabras—. En cuanto esto acabe necesitaré un buen descanso en una de esas paradisíacas islas griegas, rodeado de mujeres, vino y buena comida.
Dos días antes, el amanecer había descubierto varias torres de asalto, construidas por los turcos durante la noche frente a la zona más desprotegida del río. Las estructuras de madera, recubiertas de tiras de cuero húmedas para dificultar su quema, servían como soporte para los arqueros turcos, de modo que tenían a raya a los griegos mientras los auxiliares rellenaban el foso, creando un camino lo suficientemente consistente como para soportar el peso de las torres.
Para inutilizarlas, John había reconstruido una vieja máquina de fuego griego, utilizándola desde la muralla para rociar con el inflamable líquido la más peligrosa de las torres, la que se erguía en las cercanías del río Lycos. Auxiliado por uno de los más famosos arqueros bizantinos, el ingeniero, esquivando dardos lanzados desde todas direcciones, derrochó valor en la tarea, consiguiendo impregnar con el oscuro y espeso líquido los maderos que, poco después, ardían como una gigantesca tea frente a la ciudad.
Otra de las torres, cercana a la portezuela de Kylókerkos, fue destruida por medio de barriles de pólvora acumulados en su base en una audaz salida dirigida por los hermanos Bocchiardi, mientras que el resto fueron desmanteladas, ante la escasa eficacia demostrada.
Aunque aparentemente más seguro, la eliminación de las minas que los serbios excavaban para el sultán en los alrededores de Blaquernas era un trabajo peligroso y agotador, debido a la continua búsqueda de los lugares donde los mineros realizaban los túneles y a la ardua labor de contraminado, en la que el tiempo era esencial. Eso hacía del eficaz ingeniero la pieza clave de la defensa en aquel momento, en el que el mortal juego se decidía en medio de continuas labores de zapa.
—Últimamente se te ve poco por aquí —comentó John, sacando a Francisco de sus meditaciones—, parece que pasas mucho tiempo con Helena.
—Voy a pedirla en matrimonio —afirmó sorpresivamente el castellano.
—¿Te vas a casar? ¡Estás loco! Acabarás teniendo a tu lado una jauría de críos que te chuparán la juventud como terneros que se beben la leche de su madre. Eres hombre de mundo, no te veo en medio de la corte bizantina de ceremonia en ceremonia, aquí montan una procesión hasta para hacer sus necesidades.
—Espero que no sea tan terrible —repuso Francisco con una sonrisa—. La verdad es que ya no concibo la vida sin ella.
—Por lo que veo, estás convencido.
—Sí, quiero dejar atrás los tiempos de vagabundeo y continuos viajes.
—Sigo pensando que te vas a arrepentir, pero, en fin, si es como lo quieres, enhorabuena —añadió el escocés con una sonrisa, abrazando a su amigo y levantándolo en vilo como si apenas pesara—. Vete preparando para vaciar la bolsa porque espero un buen banquete de bodas, aunque no sé si será costumbre aquí.
—Tal y como está la ciudad —respondió Francisco medio asfixiado por las efusivas muestras de afecto del gigantesco ingeniero—, no esperes encontrarte con lechones asados o deliciosos manjares.
—¡Ya estás escaqueándote!, qué mejor prueba de que sigues siendo el mismo, a mí no me engañas…
—No te quejes, siempre que vuelvas tendrás un sitio en mi casa.
—Avisaré con tiempo para que escondas a tus hijas —bromeó John.
—¡Y al gato! —añadió Francisco.
Con una carcajada, el escocés palmeó la espalda de su amigo, haciéndole trastabillar. A punto de caer en el agua, el castellano dirigió una última mirada al trozo de tela que, con un último remolino, desapareció tragado por la oscuridad.
—Yasmine, me gustaría hablar contigo.
Helena se mantenía de pie detrás de la turca, que, de rodillas sobre el suelo, colocaba la ropa de la futura emperatriz en uno de los arcones de madera tallada que amueblaban su dormitorio.
La esclava se levantó lentamente manteniendo la vista baja, en actitud sumisa ante su señora. Durante los últimos días apenas había cruzado palabra alguna con la bizantina, tan sólo lo imprescindible para desempeñar sus funciones. Sin embargo, esperaba que en algún momento la griega se dirigiera a ella para indagar respuestas sobre lo ocurrido.
—Decidme, señora.
—Francisco me ha contado el comportamiento que has seguido hacia él —afirmó Helena mientras Yasmine mantenía su fría mirada, carente de emoción alguna—. No quiero remover más el pasado pero… me gustaría saber por qué lo hiciste.
—¿Os referís a tratar de seducirle?
—Sí.
—Soy una esclava, ¿qué otra cosa tengo?
—No te entiendo —negó Helena desconcertada.
—No se me permite vivir libremente —explicó la turca manteniendo la expresión seria— ni relacionarme con nadie. Mi existencia se reduce a venir aquí cada día a cuidar las pertenencias de alguien a quien nunca he visto y que puede que jamás llegue a esta ciudad, sin posibilidad de salir, sin amigos, parientes ni aficiones. Se me indica el idioma que debo hablar y a qué Dios debo rezar, incluso a quién debo complacer. Tal vez sea extraño para una dama de la corte bizantina, pero, para mí, poder sentir una sola noche que alguien me desee, por mí misma y no impuesto como una obligación, sino sólo cuando yo quiera, es casi como acariciar la libertad.
Helena se mantuvo en silencio, atenta a las palabras de la turca. No sentía hacia ella odio ni rencor, sino una profunda lástima. La existencia que había descrito no estaba lejos de la de muchas otras mujeres de esa misma ciudad. Sin embargo todas ellas eran libres de elegir su camino, mientras que a Yasmine ese destino le había sido impuesto desde la niñez, arrancando de raíz cualquier esperanza. De algún modo, podía comprenderla, entender el sencillo logro que para ella significaba cada pequeña elección que conseguía arrancar a su miserable existencia. No podía odiarla por ello.
—Le amáis mucho, ¿verdad? —preguntó la turca.
—Más que a mi propia vida —afirmó Helena.
—Siento el daño que os he causado, no tendréis que temer nada de mí —dijo Yasmine—. Os prometo que no volveré a acercarme a él, si la palabra de un esclavo vale de algo.
—Para mí sí lo vale —agradeció la bizantina con una sonrisa—, más de lo que puedas pensar.
La esclava retomó su anterior posición continuando con su tarea, doblando exhaustivamente la ropa que, a continuación, colocaba con cuidado en el arcón, mientras Helena hizo ademán de dejar la habitación aunque, con una última mirada, se detuvo en el umbral.
—No voy a estar aquí el resto de la mañana y, Yasmine, no sé cómo tengo que decirte que no me trates de señora, prefiero que me llames Helena.
La esclava sonrió sin volverse, escuchando como su ama abandonaba la sala. Feliz por haber zanjado aquel espinoso asunto, pensando que su secreto permanecía oculto, mientras trataba de convencerse a sí misma de que su alegría se debía a la tranquilidad de saberse a salvo y no a la extraña idea de haber logrado mantener con Helena una amistad cuya simple existencia cualquier lógica negaría.
Los guardias del patio observaban con una sonrisa a Francisco, dando vueltas de un lado a otro, hablando a solas como si ensayara un guión. Los cuatro lanceros se codeaban unos a otros divertidos, señalando al castellano, ajeno a la expectación levantada entre la soldadesca, cansada de la monotonía de las continuas vigilias y a la que cualquier pequeño incidente bastaba para sacarla de su rutina.
Esperando a Helena, Francisco murmuraba de forma expresiva el amoroso discurso que tenía preparado para su encuentro, en el que pensaba pedir su mano. Las clases de protocolo, interrumpidas debido a las necesidades previas al asedio y nunca más retomadas, no habían incidido en el tema de las relaciones entre miembros de la nobleza y funcionarias de palacio, por lo que el castellano desconocía si existiría en alguna de las múltiples normas que regían la corte un impedimento para aquella boda.
—Después de todo —se comentó a sí mismo—, si Teófilo puede relacionarse con una esclava, ¿cómo no voy a poder yo casarme con una funcionaria?
—¿Qué murmuras de Teófilo?
Francisco dio un respingo al encontrarse a Helena a su lado, mirándole con los ojos abiertos y una gran sonrisa iluminando su cara. Mientras meditaba en su discurso no se había percatado de su presencia, algo evidente para los soldados cercanos, que emitían sonoras carcajadas producidas por la alelada expresión del castellano.
—¿Damos un paseo? —preguntó él al tiempo que lanzaba una furibunda mirada a los guardias, que no afectó a sus continuas chanzas.
Atravesando la puerta por en medio del divertido grupo de lanceros, que se cuadraron burlescamente ante ellos, se adentraron por las callejuelas del barrio de Blaquernas, dirigiéndose hacia el Cuerno de Oro, donde el eco de los cañones se apagaba, amortiguado por el suave murmullo del brazo de mar.
El sultán había concentrado su artillería en la zona central de la defensa, el Mesoteichion, donde la presencia del río situaba las murallas en una depresión, atacable desde ambos lados. Eso liberaba al palacio y al barrio de Blaquernas de los fuertes bombardeos soportados durante semanas, aunque pulverizaba las líneas defensivas cercanas al Lycos, obligando a un sobre esfuerzo de las brigadas nocturnas de peones encargadas de su diaria reconstrucción.
Los barrios de Phanar y Petrion, lindantes con el Cuerno de Oro, mantenían una inusual quietud desde que los numerosos barcos de pesca de los que se nutría el trabajo de sus pobladores se encontraban forzosamente amarrados a los puertos, debido al bloqueo realizado por las fustas turcas ancladas en el interior del brazo de mar. Aquellos de sus habitantes que no habían sido reclutados o trabajaban en la reconstrucción de la muralla se encontraban ociosos por la calle, remoloneando en grupos reducidos que se concentraban en cada pequeño recodo y cruce, evocando los tiempos en que la ciudad, aunque pobre, era respetada por los turcos.
A su paso, Francisco pudo comprobar como, si la mayoría de aquellos con los que se cruzaban les observaban con respeto o indiferencia, unos pocos aún les dirigían recelosas miradas, disgustados por su pertenencia a los odiados latinos, a quienes algunas voces culpaban de lo acontecido. Acusando a italianos y catalanes de provocar la acometida de Mahomet. Ciegos ante la evidencia de que la ciudad jamás habría sobrevivido a ese asedio sin la ayuda de los miles de latinos que combatían, codo con codo, con los griegos.
Helena se mantenía a su lado, indiferente a comentarios y miradas. Sonriéndole dulcemente a cada ocasión, jovial y sencilla aunque sin perder parte de aquella timidez a la que Francisco ya se había acostumbrado.
—Quiero subir a la muralla —dijo ella de repente.
—Pero… —balbuceó el castellano— yo prefería ir a la zona del Gran Palacio y…
—Eso está muy lejos —rio ella—. ¡Vamos!
Echando a correr como el día en que se besaron por primera vez, Helena se lanzó calle abajo hasta las escaleras de la primera torre de guardia, ascendiendo rápidamente los escalones, perseguida por un anonadado Francisco, que veía como sus románticos planes se iban al traste con aquel súbito gesto de su amada.
Una vez arriba y casi sin resuello, se aproximaron a las almenas de la torre, acariciados por la fresca brisa marina, que ondeaba ligeramente los finos ropajes de Helena, alborotando los mechones de su pelo.
—No sé si algún día conseguiré prenderme el pelo como es debido —comentó ella tratando de ordenar su cabello bajo la fina redecilla.
Francisco la miró embelesado, contemplando su grácil silueta mientras reunía el valor necesario para declararse.
—Me gusta la vista desde aquí —dijo Helena con la mirada fija en el paisaje.
Forzándose a desviar sus ojos de ella, Francisco se acercó a las almenas, desde donde se alcanzaba a vislumbrar toda la ciudad de Pera, encerrada en su cinturón de murallas, del que destacaban los picos de las iglesias y la alta torre de Gálata. Más allá de la colonia genovesa, a su izquierda, uno de los campamentos turcos mostraba sus coloreadas tiendas, con los pequeños penachos que coronaban sus estructuras circulares ondeando al viento. Tras el asentamiento turco las onduladas colinas daban paso a la campiña, salpicada de campos sin sembrar y pequeños bosquecillos hasta donde abarcaba la vista, a ambos lados del ramal de agua que se iba estrechando a medida que se adentraba en el interior.
El castellano trató de imaginar aquel paisaje libre de los amenazantes pabellones enemigos, borrando de su vista las decenas de barcos que se concentraban al otro lado del Cuerno de Oro, junto al valle de los manantiales. Le habría gustado encontrarse en ese mismo lugar, contemplando la vista a ambos lados de la muralla en los tiempos en que Constantinopla era la luz de Oriente, capital de un gigantesco imperio y la ciudad más grande de Europa. Posiblemente alguien que hubiera vivido en los tiempos de Justiniano no reconocería la lúgubre urbe en que su antigua capital se había convertido. El mismo Alejo I, de quien él mismo se suponía era descendiente, se habría asombrado ante la decrépita estampa que ofrecía su amada Bizancio.
—Hoy estás muy pensativo —afirmó Helena acariciándole el pelo.
—He estado meditando estos últimos días —dijo él tras respirar profundamente— y he llegado a una decisión que me gustaría compartir contigo. Cuando los turcos se vayan, aquí habrá mucho que hacer. Constantino deberá reconstruir casi toda la ciudad y comenzar de cero para levantar de nuevo su maltrecho imperio. Necesitará ayuda y he pensado que yo podría echar una mano.
—¿Vas a quedarte? —preguntó ella con feliz sorpresa.
—Sólo si te casas conmigo.
Helena se quedó boquiabierta, con los ojos como platos, como una estatua de sal que acabara de petrificarse.
—No sé si el protocolo… —comenzó él.
La bizantina interrumpió las palabras de Francisco con un apasionado beso, abrazándole con todas sus fuerzas.
—¿Eso es un sí? —preguntó dubitativo el castellano en cuanto pudo respirar.
—Sí —asintió ella, con un nuevo y prolongado beso.
—¿Ya está, no hay más protocolo?
Ella negó con la cabeza, apoyando la mejilla en su hombro, a punto de estallar de felicidad.
—Gracias a Dios —musitó Francisco, que, a pesar de lo improvisado de su discurso, se sentía más vivo de lo que jamás habría imaginado.