La dársena de San Marcos se encontraba en plena ebullición. Los pequeños botes de remos que transportaban viajeros y pesadas mercancías, aún embaladas, desde los grandes buques mercantes, anclados unos junto a otros a lo largo de la laguna, casi taponando la entrada al Gran Canal, se apiñaban junto a los muelles. Estos surgían, como esbeltos dedos, cerca de la plaza central, donde una gran multitud se acumulaba, curiosa, para despedir al almirante al mando de la flota que auxiliaría la sitiada Constantinopla.
Con su galera engalanada con telas de vivos colores, mostrando en los finos bordados el león alado, símbolo de Venecia, el capitán general Loredan se despedía del numeroso público con gesto sereno, mientras subía con parsimonia la rampa que conducía a la cubierta de su barco, rodeado por las sonoras aclamaciones de los congregados, que vitoreaban al almirante, flamante en su armadura de gala, como si ya estuviera de regreso después de derrotar a los turcos.
Desde uno de los balcones del palacio donde se alojaba, el embajador bizantino Andrónico Briennio Leontaris observaba la operación, apoyado en la barandilla de piedra tallada, sin realizar apenas esfuerzo por mejorar su ángulo de visión sobre la refulgente figura de Loredan, inconfundible sobre la cubierta de su gran galera.
Su mirada se distrajo a la derecha, hacia la desembocadura del Gran Canal donde, en la punta de la aduana, numerosas barquichuelas se afanaban en desembarcar grandes sacos de sal y especias venidas de Oriente, probablemente a través de Alejandría o incluso los puertos turcos.
Los ecos de los vítores y aclamaciones llegaban apagados a oídos de Andrónico, mezclados con las voces de los marinos, que gritaban órdenes o imprecaciones a los estibadores cuando vaciaban la carga de sus botes en los pequeños muelles que se distribuían a lo largo de la parte frontal de la ciudad.
A pesar de la alegría reinante ese día y de la final certeza de que Venecia acudiría en auxilio de Bizancio, el embajador no podía sino sentirse decaído, oprimido por una asfixiante sensación de fracaso, inédita en su dilatada vida como diplomático. Las galeras que habían partido a mediados del mes de abril, al mando de Alviso Longo, tras amplias y detalladas disputas en el Gran Consejo de la ciudad, se habían dirigido no hacia la necesitada Constantinopla, sino al puerto de Ténedos, donde deberían esperar la llegada del capitán general Loredan, quien ejercería el mando de la flota. Éste, a su vez, había retrasado su partida en innumerables ocasiones debido a las entramadas dificultades que imponía la compleja política de la Serenísima República, siempre preocupada por sus relaciones comerciales. Los patricios habían acordado finalmente la salida para el día siete de mayo, tiempo necesario para incluir en la expedición a uno de sus embajadores, que debía tratar de convencer al sultán de la conveniencia de firmar la paz con Bizancio, como último intento de salvaguardar los beneficiosos intercambios mantenidos con Venecia.
La urgencia que la situación de Constantinopla imponía y que tanto había hecho el propio Andrónico por exponer al gobierno de la ciudad, quedaba así pospuesta a los avariciosos intereses de los comerciantes y mercaderes, los cuales detallaron un largo recorrido en la ruta de Loredan, desde Corfú a Negroponte, hasta llegar a Ténedos.
El embajador no recibía noticias de su asediada patria desde hacía semanas, pero no dudaba de que la situación, a estas alturas, sería crítica. Mientras tanto, muchos de los patricios venecianos trataban de quitar importancia a los retrasos, convencidos de que Constantino ya habría firmado la paz con Mahomet para cuando los barcos enviados cruzaran los Dardanelos.
Continuas reuniones, prolongadas esperas, la lógica y las súplicas mantenidas con los hombres más poderosos de Venecia no habían servido para nada. Cada fecha que se alcanzaba sufría un nuevo retraso, mientras el propio Loredan se impacientaba, consciente de la imposibilidad de llegar a Ténedos antes del veinte de mayo, fecha en la que debería reunirse con la flota de galeras.
Por muy favorables que fueran los vientos, el viaje hasta Constantinopla no se realizaba en menos de un mes, con lo que se necesitaría casi un milagro para que el esperado socorro apareciera en el horizonte del Mármara a finales de mayo.
La galera se apartó lentamente del puerto, ganando espacio para desplegar los remos. Con rítmico y pausado golpeteo, los brazos de los marinos bogaron con habilidad, enderezando el rumbo del bello navío, que desplegó su vela central, desatando una oleada de aplausos y vivas desde la multitud congregada en su despedida.
Damián, el joven paje del embajador, entró como una exhalación en el balcón, asomándose a la calle, en equilibrio, con medio cuerpo fuera, en un intento de no perder detalle de la vista que se contemplaba desde su posición.
—¿De dónde vienes? —preguntó Andrónico.
—De la plaza —respondió él, pasándose una mano por el alborotado cabello—, de ver la salida de la galera, pero he pensado que desde aquí la vista sería mejor. Ahora que Venecia va a ayudarnos, ¿podremos volver pronto a casa? —añadió sin dejar de mirar las calculadas maniobras del barco.
El diplomático miró al muchacho con fijeza, contemplando con un cierto toque de envidia su inocente confianza. En aquel momento se habría cambiado por él, deseoso de poder retrasar un tiempo la inevitable verdad, ignorar como cualquier chiquillo la certeza de los vientos y las olas y pensar, por un instante, que aquella galera volaría sobre el mar para liberar su amada patria de la terrible pesadilla en la que vivía.
—Por supuesto —respondió finalmente, incapaz de quitar a aquel joven, único trozo de su lejana patria, el sueño de su regreso—. Dentro de poco volveremos a ver la cúpula de Santa Sofía y nos encontraremos en casa.
Con una amplia sonrisa Damián saludó a los marinos de la galera, que agitaban sus manos en dirección a los congregados en la plaza, deseando que los brazos de aquellos soldados bogaran sin descanso, acelerando así su prometido regreso al hogar, sin imaginarse qué era lo que estaría pasando, ese mismo día, en su añorada Constantinopla.
En medio de gritos y alaridos, con la suela de sus botas resbalando sobre la tierra empapada en sangre, los agotados defensores, rotas la mayoría de las lanzas en la refriega, empuñaban espadas y escudos para mantener a raya a los vociferantes turcos que, con gran coraje y desprecio por el peligro, pugnaban por traspasar la débil empalizada levantada a toda prisa.
El intenso cañoneo que había precedido al asalto otomano había incidido nuevamente sobre la muralla exterior que defendía el sector del río, provocando que los huecos cubiertos con tablones, barriles y sacos rellenos de piedra se multiplicaran a lo largo de la línea defensiva, auspiciando incontables puntos por donde las tropas del sultán atacaban impunemente a griegos e italianos.
A la menor protección que ofrecían las estáticas defensas, se sumaba la brutal acometida que los musulmanes realizaban desde el primer momento, muy diferente al cauto tanteo efectuado sobre las defensas casi un mes antes. En esta ocasión se trataba de un combate a vida o muerte, con millares de soldados regulares, armados con cota de malla y amplios escudos, lanzándose con inusitado coraje sobre los desbordados latinos. Estos, con increíbles muestras de coraje, mantenían a raya a los enemigos, expulsando a sus tropas cada vez que conseguían atravesar la débil defensa de maderos y piedras.
Las bajas se multiplicaban por ambos bandos y, aunque el castigo que recibían los musulmanes era muy superior al infligido a los bizantinos, las tropas que ellos podían aportar al campo de batalla eran inagotables, mientras que, tras dos horas de fuertes combates, Giustiniani había hecho intervenir a sus reservas, que ya forcejeaban, cuerpo a cuerpo, con las primeras líneas de soldados turcos.
Francisco se encontraba nuevamente al lado de la guardia griega, comandada por el mismo oficial de la batalla anterior, aunque su número había disminuido apreciablemente, debido al goteo de muertos y heridos que abandonaban la primera línea.
Los turcos asaltaban con fiereza los tablones que conformaban la protección de los griegos, utilizando garfios para arrancarlos de su posición y grandes antorchas para tratar de debilitarlos mediante el fuego.
Los lanceros bizantinos se mantenían en formación tras las defensas, utilizando sus escudos con habilidad frente a los dardos y jabalinas que caían entre ellos, al mismo tiempo que ensartaban sin misericordia a los turcos que, con gran coraje, se aproximaban al alcance de sus lanzas.
El castellano, desprovisto de lanza y escudo, se mantenía en segunda fila, algo más calmado que en su bautismo de fuego, acudiendo a cada hueco que se producía o relevando a soldados heridos hasta la llegada de un nuevo lancero. Tras los consejos recibidos de Giustiniani y, sobre todo, al mayor control sobre sus excitados nervios, su efectividad aumentó considerablemente, centrándose en lanzar precisos golpes en lugar de la lluvia de inútiles tajos a la que había recurrido en su primer combate.
Uno de los turcos con los que cruzaba el acero consiguió alcanzarle aunque, por fortuna para él, la ajustada coraza había resistido el golpe, evitando que la cimitarra de su enemigo le arrancara un brazo. Como respuesta, Francisco había clavado su espada con fuerza en la desprotegida cara de su contrincante, introduciendo casi un palmo de la hoja por el ojo izquierdo del musulmán, que cayó hacia atrás con un alarido. Otro combatiente reemplazó al anterior, acosando al castellano con hábiles fintas, detenidas a duras penas hasta que un soldado de la guardia acudió en su ayuda atravesando el pecho del otomano con su lanza.
Francisco se retiró de la primera línea, respirando agitadamente mientras se alejaba unos pasos hacia atrás para disponer de mejor ángulo de visión sobre ese sector del frente. Su vista recorrió las posiciones de sus compañeros, comprobando que, por el momento, no existían más huecos a los que acudir. A su derecha, visible pese al barullo formado por las decenas de armaduras que lo rodeaban, Giustiniani se afanaba, junto a una derruida torre, por rechazar con fuertes golpes de su espada a un intruso que había conseguido romper las defensas. Algo que estaba a punto de pagar con su vida, pues el genovés no cejó en su empeño hasta convertir al contrario en un amasijo irreconocible, cerrando la peligrosa brecha por la que intentaban aventurarse los compañeros del atacante.
Francisco recuperaba fuerzas en previsión de una nueva intervención, concentrado en el cruce de las armas de los soldados más cercanos. Desde su puesto no conseguía ver los rostros de los turcos, tan sólo fugaces apariciones de sus puntiagudos cascos. Para su sorpresa, la idea de haber matado a uno de ellos apenas le afectó. De hecho, el recuerdo de aquella acción, lejos de provocarle un peso en la conciencia o sentimiento de culpa, le concedía un importante soplo de confianza. La idea de que podía enfrentarse a sus enemigos, superando el miedo a la muerte y a las heridas que el combate causaban, le ayudó a tranquilizarse, serenando su agitado ánimo.
En ese instante algo golpeó el costado de su armadura con fuerza, pasando junto al brazo que sostenía el arma. La flecha rebotó ligeramente en la coraza y se clavó en el suelo de arena, a medio metro por delante del sorprendido castellano.
Francisco se dio la vuelta inmediatamente, dispuesto a reprochar a gritos al incompetente arquero su falta de tino, que a punto había estado de costarle la vida. Sin embargo, cuando esperaba encontrarse con un gesto de disculpa de uno de los arqueros cretenses, quedó desconcertado al observar como un hombre, vestido con el inconfundible atuendo de los funcionarios bizantinos, huía a la carrera nada más fijar Francisco su vista en él.
Apenas iluminado por el semioculto sol del atardecer, el castellano no pudo distinguir su cara entre las almenas, mientras el asustadizo arquero corría hasta las escaleras de bajada a la ciudad, desapareciendo de la muralla.
Francisco pensó en seguirle, pero las puertas entre las murallas quedaban cerradas durante el combate, en previsión de que los turcos pudieran romper las defensas por algún punto, por lo que resultaba imposible alcanzarle.
De un vistazo comprobó que los cretenses se mantenían por parejas encima de las torres de la muralla interior, dejando el muro vacío, por lo que sería imposible que alguno de ellos pudiera haberse fijado en el intruso o controlara su acceso a lo alto del camino de ronda.
Un grito a su espalda le hizo dar media vuelta, observando como uno de los lanceros griegos, herido profundamente en el cuello por un tajo enemigo, se deslizaba por la rampa, dejando un hueco entre sus compañeros al que Francisco acudió con premura, olvidando momentáneamente a su traicionero atacante.
Tras arrojar a un lado el inútil arco Basilio corría asustado entre las vacías tiendas del campamento de Giustiniani, consciente de su propia estupidez. El detallado plan para matar al castellano que con paciencia y tesón había ido elaborando a lo largo de los últimos días, desde la inútil pelea con Teófilo, se basaba en la escasa pericia con la que el funcionario manejaba el arco. Incapaz de superar a su contrario en buena lid, tal y como el incidente con Jacobo había puesto de manifiesto, su única alternativa se encontraba en aprovechar la confusión del combate con los turcos para atravesar con una flecha al castellano, al cual darían por muerto a causa de un error, o derribado por el mal tino de un arquero durante la refriega.
De joven, como la mayoría de los bizantinos, había aprendido los rudimentos de la técnica de arquería pero, tras años sin sentir en su mano la tensa cuerda, hasta un tiro a esa distancia resultaba complicado. Por otro lado, aunque había logrado alcanzar al castellano, su fuerte coraza había desviado el inocente dardo, delatando a su vez a Basilio, el cual, tras comprobar como Francisco le miraba de frente desde abajo, ahora se apresuraba, sudando de nerviosismo por cada uno de los poros de su piel, a ocultarse en el palacio, mientras las voces que solían llenar su cabeza de cantos de sirena y melodiosas alabanzas a su proceder, ahora callaban, incomodando aún más al griego, delatando la profunda dependencia que le ataba a ellas.
Por primera vez en meses, Basilio no sabía qué hacer, carecía de un plan definido y, para su propia desesperación, le resultaba imposible meditar con tranquilidad sus próximos pasos. Tan sólo podía esperar a que las voces de su interior guiaran de nuevo su camino.
Tres horas después de iniciado el combate, cuando se hizo evidente que los griegos habían conseguido contener la monumental marea turca, Mahomet ordenó la retirada.
El asalto que esperaba con creciente optimismo había defraudado de nuevo sus esperanzas de acabar con aquel sitio, que comenzaba a enquistarse como una pústula, imposible de eliminar a pesar de los repetidos intentos. Ni siquiera el golpe moral que había supuesto para los bizantinos la entrada de su flota en el Cuerno de Oro permitía a sus tropas desbaratar la defensa.
En este momento, el sultán tuvo que admitir que Chalil, que se mantenía en silencio a su lado, tenía razón meses atrás, cuando le advirtió de la llegada de ese maldito genovés, Giustiniani, al cual Mahomet había despreciado, considerándolo un simple peón. El flamante general al mando de la defensa se había convertido en el alma delos aguerridos soldados, en el ejemplo que griegos e italianos imitaban para, con incomparable tesón y entusiasmo, desbaratar cualquier intento que el sultán pudiera realizar contra las murallas de la ciudad.
Tanto los informes que el podestá le hacía llegar desde la colonia genovesa de Pera, como los que el propio Chalil transmitía a través de su red de espionaje, confirmaban uno tras otro la valía del protostrator y su incombustible resolución de combatir hasta el final. Sin embargo, la misma columna que sostenía a Constantinopla, manteniéndola a salvo de los turcos, podía provocar su caída. Todo hombre tenía un precio, y Mahomet iba a comprobar cuál era el de Giustiniani.
—Las bajas han sido muy numerosas —comentó Zaragos Bajá cuando alcanzó a caballo la posición en la que el sultán contemplaba la retirada de sus tropas—, pero pronto estaremos listos para un nuevo intento.
—Nos estamos desangrando inútilmente —intervino Chalil—. Los cañones no son capaces de destruir por completo la muralla y mientras los bizantinos puedan protegerse tras sus restos no podremos desalojarlos de su posición.
—¡Dudas del valor de nuestros hombres! —exclamó Zaragos indignado—. Hoy se han comportado como leones, poco ha faltado para que tomáramos la ciudad. Alá está de nuestro lado y nos concederá la victoria.
—Ni siquiera hemos pasado de la primera línea de defensa —replicó Chalil con firmeza—. Estamos derrochando vidas.
—¡Ya basta! —interrumpió el sultán—. Vuestras inútiles discusiones no me interesan, quiero propuestas para romper este bloqueo al que hemos llegado, no reproches e insultos. Sois mis consejeros, así que ¡hablad!
—Lancemos un nuevo ataque en toda la línea —sugirió Zaragos con decisión—. Los griegos también han sufrido muchas bajas y no estarán en condiciones de repeler el asalto.
—Necesitamos tiempo para recuperarnos —respondió Mahomet— y, mientras los bizantinos sean capaces de reconstruir sus defensas y limpiar el foso, nos enfrentaremos al mismo problema.
—Majestad —dijo Chalil con calma—, ¿no sería mejor mantener la presión con nuestra artillería y esperar a que el emperador nos ofrezca un acuerdo? La flota veneciana aún tardará semanas en aparecer, tenemos tiempo. Dejemos que se agoten sus provisiones y que el hambre y el cansancio trabajen por nosotros. Además contamos con los mineros serbios que llegan la semana que viene de las minas de plata de Novo Brodo; pueden comenzar a excavar bajo las murallas para abrir una brecha.
—¿Hambre? ¿Cansancio? —espetó Zaragos con desprecio—. Llámalo por su nombre, ¡cobardía! Un futuro emperador del mundo no puede esperar a que las murallas de Constantinopla se caigan de viejas, ¡debe derribarlas con sus cañones!
—Me cansan vuestras discusiones —advirtió Mahomet— y estoy hastiado de tanta verborrea. Lanzaremos un nuevo ataque la semana que viene, aunque, esta vez, será por sorpresa, sin bombardeo previo. Si fracasa, cambiaremos de táctica.
—No fracasaremos —afirmó Zaragos con euforia—. En pocos días os encontraréis en medio de Santa Sofía, para convertirla en una de las mayores mezquitas del islam.
El sultán miró a su ministro con indiferencia, consciente de la futilidad de sus arengas, mientras que Chalil permaneció impasible, observando los cuerpos de los caídos frente a la muralla, preguntándose cuántos más haría falta que murieran a los pies de aquella maldita ciudad para que Mahomet cambiara de idea y decidiera firmar la paz con los bizantinos.
La noche siguiente a la batalla, el campamento de Giustiniani ofrecía un aspecto solitario. Tras la dura prueba sostenida el día anterior, los grupos de soldados emitiendo bravucones relatos de sus pasadas hazañas casi habían desaparecido, sustituidos por el silencio que sigue a la tempestad, cuando los agotados italianos se encerraron antes del anochecer en sus cada vez más vacías tiendas para recuperar fuerzas ante la prolongación del asedio.
A pesar de la momentánea alegría que conllevaba la victoria, con ella llegaba también la aplastante certeza del indefinido mantenimiento de la penuria, la humedad, el agotamiento y el cansancio que acompañaban a aquel interminable sitio, al cual tan sólo la terca mano del sultán podía dar fin. Los defensores, tras su segunda gran prueba ante los muros, comprendían que en su mano no se encontraba más que la posibilidad de retrasar lo inevitable y que, aunque su valor no disminuyera y se mantuviera firme la fuerza de sus brazos, poco a poco su número era socavado, tanto por los insistentes turcos, como por la siempre presente enfermedad, que, como un continuo goteo que escapa de un tonel, les desangraba lentamente.
Sentado en el jergón que hacía las veces de cama, Giustiniani era perfectamente consciente de los pensamientos de sus tropas, aún más decaídas que las de sus homólogos griegos. Al menos ellos disponían de la cercanía de sus familias para soportar las penurias de la campaña, mientras que los genoveses y venecianos, atrapados en medio de aquel infierno, ya fuera por elección o por casualidad, se veían inmersos en una pesadilla sin consuelo posible, aparte de las cuantiosas pagas recibidas del emperador y la vaga idea del ansiado socorro por parte de la flota veneciana.
Un creciente repiqueteo llegaba del exterior de la tienda, a medida que las omnipresentes nubes de primavera descargaban sobre los hastiados defensores su carga. Dudando entre realizar una inspección entre los heridos o rendirse al sueño que, arrullado por el tintineo de la lluvia en las armaduras, presionaba sus párpados con insistencia, Giustiniani optó por lo segundo, cediendo a la perentoria necesidad de descanso.
Dejó a un lado los correajes y se tumbó con un profundo suspiro sobre la áspera manta, cerrando los ojos mientras escuchaba el creciente tamborileo de las gotas sobre la lona de su tienda.
—Espero no importunar a su excelencia.
Giustiniani abrió los ojos sin estar convencido de si había llegado a dormirse o, incluso, si aquella oscura figura no sería sino un sueño. Notaba los miembros agarrotados y un intenso frío, debido a que, exhausto, había caído sobre la cama sin llegar a arroparse con la manta. El sonido de la lluvia aún repicaba con fuerza. Con un par de toses, se incorporó frotándose los brazos y acercándose al intruso, con la convicción de que era uno de sus hombres.
—¿Qué es lo que ocurre? —preguntó.
—Traigo una propuesta que tal vez os interese.
El genovés comenzó a extrañarse cuando comprobó que el desconocido se mantenía cerca de la entrada, pegado a la lona, donde las sombras ocultaban su rostro, impidiendo a Giustiniani obtener una visión nítida de con quién hablaba.
—¿Quién eres? —preguntó mirando de reojo la tendida espada por si fuera necesario utilizarla.
—No debéis preocuparos por mí —repuso el inquietante emisario—, si hubiera querido haceros daño no habría tenido un momento mejor que cuando dormíais.
—Aún no has respondido a mi pregunta —insistió el genovés con desconfianza, tratando de despejar su mente. El intruso hablaba correctamente el italiano y, aunque su acento recordaba al de algunos de sus vecinos genoveses, podría pasar por residente de cualquier otro punto de Italia.
Fauzio se mantuvo un instante en silencio, observando con detenimiento al caudillo italiano que había rechazado todos los asaltos del sultán. Su aspecto tenso no contribuía a tranquilizar al criado del podestá, a quien, desde el primer momento, aquel encargo le había parecido demasiado arriesgado, aunque al menos Giustiniani no había empuñado arma alguna.
—Mi nombre no es importante —admitió Fauzio con un siseo—, pero si os sentís más cómodo puedo proporcionaros uno falso.
—Alguien que no tiene valor para mostrar su cara o desvelar su nombre no puede traer nada honorable.
—Dejadme que transmita mi mensaje y vos mismo podréis juzgar —ofreció Fauzio con tono de indiferencia—, luego desapareceré tal y como vine.
—Habla.
—Os enfrentáis a enemigos poderosos, eso es algo indudable, como lo es también que, sin ayuda, esta ciudad caerá antes o después. Sin embargo, vuestro valor y coraje han impresionado al sultán, y está dispuesto a daros un trato especial, llegado el caso.
—¿El empalamiento? —preguntó Giustiniani con sorna.
—No, mi señor, todo lo contrario. El sultán se aviene a concederos una sustanciosa cantidad en oro, tierras a orillas del Egeo y una suculenta pensión vitalicia.
—No sabía que Mahomet tuviera predilección por sus enemigos.
—Vos sois una joya en medio del barro y el sultán lo sabe, por eso os aprecia y desearía teneros a su lado.
Giustiniani dejó escapar una carcajada, aunque tornó acto seguido su cara en un rostro frío como el hielo.
—Los genoveses somos buenos mercaderes —explicó con dureza—, pero no comerciamos con nuestro honor. Desaparece de mi vista antes de que mande colgarte por los pies como un cerdo.
Fauzio salió de inmediato de la tienda, adentrándose en la húmeda oscuridad, cerrando su capa para protegerse de la incesante lluvia mientras caminaba con dificultad por el barrizal en el que se había convertido el campamento.
Tal como preveía, su intento había acabado en rotundo fracaso, y aún podía dar gracias por escapar con vida a pesar de que la sola idea del largo camino de vuelta hasta Pera, cruzando el Cuerno de Oro en un pequeño bote de remos, se le antojaba una odisea. Mientras la lluvia helada le azotaba el rostro, pensó en el podestá, seguramente en vilo esperando su respuesta, sudando a pesar del frío de la noche, y deseó poder dejarle esperando hasta el amanecer, para hacerle pagar su maldito encargo.
A pesar de que era consciente de su tardanza, Sfrantzés volvió a leer el pequeño pergamino que acababa de llegar hasta sus manos. Era la primera vez que su contacto en la corte del sultán le hacía llegar una nota urgente, ya que, hasta ese momento, sus misivas alcanzaban Constantinopla a través de palomas mensajeras. Esta nota acababa de ser entregada a través de un griego al que los turcos habían apresado y que, liberado por orden de su captor, había sido trasladado hasta Pera, de donde había podido, no sin dificultad, conseguir que un bote de pescadores le transportara a la sitiada ciudad.
El anverso del pergamino transcribía un mensaje cifrado. En el reverso, donde ahora el secretario imperial centraba su atención, una diminuta marca casi invisible autentificaba la identidad del emisario, al cual el griego liberado, un agricultor capturado en las cercanías de la ciudad, no había visto. Fue un joven turco quien, acompañado por dos soldados y sin decir su nombre, había entregado la nota y conducido al bizantino hasta Pera, entregándolo a un mercader genovés que gozaba de la confianza del secretario imperial, como si de un esclavo vendido se tratara.
La escueta nota informaba del rechazo de Giustiniani a un intento de soborno del sultán y de un asalto sorpresa que se realizaría en unos días contra las murallas terrestres, sin ningún tipo de aviso previo. No especificaba el lugar, la fecha concreta o las tropas utilizadas, señal inequívoca de que el sultán desconfiaba de su entorno tras los últimos fracasos y que se reservaba los detalles para el momento elegido. Eso impedía que el arquero Ahmed, el fiel sirviente de Orchán, pudiera avisarles de aquel nuevo e inquietante peligro. Su única opción era tratar de imaginar por dónde Mahomet lanzaría su asalto. Sin embargo, aunque vital, el riesgo del ataque no parecía acuciante. Lo que hacía que Sfrantzés releyera aquel trozo de pergamino una y otra vez era el mensaje en el que comunicaba que el protostrator se había negado a aceptar el oro del sultán.
Esas escasas palabras encerraban peligrosas verdades. La primera era que los espías del sultán podían infiltrarse entre sus principales mandos. Si era posible ofrecer dinero, también lo era asesinar a uno de ellos. La segunda preocupación era que, a pesar del rechazo, Giustiniani no había mencionado el tema, ni tampoco mandado apresar a quien se lo propuso. Tal vez fuera un simple despiste del cansado militar, aunque no se podía descartar que el genovés no estuviera aún meditando la oferta. Por último, esa información desvelaba un dato esperanzador: si el sultán debía recurrir al soborno era que, por primera vez, no estaba seguro de alcanzar la victoria con las armas.
—Señor secretario —interrumpió uno de sus asistentes abriendo delicadamente la puerta de su cuarto—, los parientes de su majestad preguntan insistentemente por vos.
—«Sed pacientes», dijo el Señor —musitó Sfrantzés con aire meditabundo.
—¿Debo decir eso a los caballeros? —preguntó atónito el sirviente.
—No —respondió el secretario imperial levantándose con rapidez—, hazles pasar.
El criado suspiró de alivio y desapareció entornando la puerta mientras Sfrantzés dudaba qué hacer con el pergamino ante la falta de tiempo para guardarlo bajo llave en uno de los arcones. Decidió introducirlo en uno de los pliegues de su lujoso ropaje y, tras poner sobre su cabeza el gorro de barco negro y blanco propio de las ocasiones más importantes, se levantó con tranquilidad para recibir a los anunciados.
Teófilo y Francisco entraron en silencio a la pequeña estancia, junto a dos guardias varengos, cuidadosamente escogidos para evitar que aquel encuentro tuviera repercusión fuera de los muros de palacio.
—Lamento el retraso —se disculpó Sfrantzés cuando ambos nobles coincidieron en dirigirle una mirada reprobadora—. Podéis dejarnos —añadió en alusión a los soldados, que abandonaron la sala con rapidez para apostarse al otro lado de la puerta cerrada junto al asistente del secretario—. El comportamiento seguido en estos últimos días por vuestra parte —comenzó el secretario imperial— ha sido en todo punto escandaloso, impropio de miembros de la realeza y absolutamente discordante con la situación que vive en estos momentos nuestra ciudad. Por ello, además de por otras posibles implicaciones que aún están por dilucidar, es necesario que respondáis a las preguntas con toda sinceridad.
—¿No deberíamos esperar a Constantino? —preguntó Teófilo, vestido con una de sus mejores túnicas y engalanado con bordados con el escudo de la familia Paleólogo, mientras Francisco se mantenía en silencio, a la espera del interrogatorio del secretario imperial.
—El emperador se encuentra demasiado ocupado, no voy a molestarle con esto a no ser que sea totalmente imprescindible. Si no te has fijado, Constantino está ya bastante abrumado con la carga que conlleva el asedio.
Teófilo asintió con rapidez, dando la razón al secretario imperial, ya que resultaba evidente para todos los que vivían entre los muros del palacio el deterioro del aspecto de Constantino, cada vez más apesadumbrado por el devenir de los acontecimientos.
—La primera pregunta es muy simple —continuó Sfrantzés dirigiéndose a Teófilo—. Dado que se ha probado por medio del testimonio de Mauricio Cattaneo, fuera de toda duda, que irrumpiste en la habitación de una esclava para atacar a Francisco, ¿puedes explicar qué ha motivado ese enfrentamiento?
—Mantengo una relación con ella —afirmó Teófilo de manera tajante— y mi supuesto primo la obligaba a realizar actos lujuriosos contra su voluntad.
—¡Eso es falso! —gritó el castellano con indignación.
—¡Silencio! —ordenó Sfrantzés mientras fulminaba a Francisco con la mirada—. Ya te llegará el turno para hablar, hasta ese momento mantente callado. No somos niños riñendo en un patio.
Con un suspiro de tensión contenida, el castellano asintió con la cabeza, manteniendo la vista fija en Teófilo, que le ignoraba por completo, concentrando su atención en el secretario.
—En primer lugar —comentó Sfrantzés con recuperada suavidad—, quiero recordar que Francisco ha sido reconocido oficialmente por Constantino. Por lo que te pido que elimines las veladas alusiones a su parentesco y, por otro lado, deberías aclarar las circunstancias en las que conociste las agresiones de Francisco a esa esclava, ¿acaso fuiste testigo de alguna de ellas?
—No —negó Teófilo con convicción—. Hasta el día en que me adentré en su cuarto nunca los vi.
—Ese día, ¿los encontraste en actitud amorosa o impúdica?
—Él la agarraba del brazo… —dijo mientras Francisco emitía un inaudible comentario de incredulidad.
—¿Lo dijo la esclava pues?
—Sí, bueno… en realidad ella no llegó a admitirlo —reconoció Teófilo con aire dubitativo por primera vez—, pero me ofrecieron pruebas definitivas.
—¿Qué pruebas y quién te las transmitió? —insistió el secretario imperial con impaciencia.
—Basilio, un funcionario de palacio, que presenció los hechos.
—¿Un funcionario? —repitió Francisco atónito—. ¿Qué clase de absurda excusa es esta?, ¿quién es ese Basilio?
—Si no te tranquilizas —amenazó Sfrantzés—, haremos esto por separado.
—Creía que me encontraba aquí para dar mi opinión —repuso el castellano.
—Y así es —confirmó Sfrantzés—, pero no quiero que esto se convierta en un continuo intercambio de descalificaciones. Tan sólo debéis responder a mis preguntas.
—Dinos dónde encontrarlo para que podamos hacerlo venir —continuó el secretario imperial cuando el castellano se hubo calmado.
—No sé dónde trabaja, siempre se mantenía cerca, no tenía necesidad de buscarlo. Yasmine… la esclava lo conoce y puede que sepa su paradero.
Sfrantzés llamó a su asistente, el cual apareció inmediatamente tras la puerta, junto a uno de los soldados de la guardia varenga.
—Ve a buscar a la esclava turca de la protovestiaria, despiértala si es necesario, pero que venga de inmediato.
El funcionario asintió con cortesía, negando con la cabeza la compañía que uno de los soldados apostados junto a la puerta le dispensaba.
—Mientras tanto —prosiguió Sfrantzés—, háblanos de esas pruebas.
—La esclava escribía cartas a su antiguo amo solicitando su intercesión frente al emperador para liberarla de Francisco, este funcionario me enseñó una de ellas, prueba inequívoca de que conocía a la joven.
—Pero no de que su testimonio fuera cierto —inquirió el secretario imperial.
—¿Por qué habría de mentir? —repuso Teófilo—. Nunca solicitó nada, ni dinero ni ayudas.
Francisco y Sfrantzés intercambiaron una mirada recelosa, causando una inquietante sensación de nerviosismo en el, hasta entonces, tranquilo Teófilo.
—Pueden existir numerosas razones —obvió el secretario imperial—, pero lo que importa es que, al fin y al cabo, no dispones de ninguna prueba sólida, tan sólo es la palabra de un criado.
El bizantino se mantuvo callado, con un gesto dubitativo en su mirada, mientras sus ojos saltaban de uno a otro de los presentes.
—¿Niegas los hechos, Francisco? —preguntó el secretario imperial ante el silencio del bizantino.
—¡Por supuesto! —bramó Francisco con indignación—. Es una acusación absurda. Jamás he tocado a esa esclava y, debo añadir, me resulta increíble que alguien que se precie de noble preste oídos a las injurias de un simple sirviente sin siquiera contrastar su opinión.
Con creciente nerviosismo, Teófilo comprobó como Sfrantzés asentía de forma visible ante las palabras del castellano, coincidiendo con su exposición.
—¿Qué hacía entonces ese joven veneciano indagando para vos en palacio? —preguntó el secretario imperial de repente.
—¿Jacobo? —se sorprendió Francisco—. No sé si tiene que ver con esto.
—Creo que debo ser yo quien lo decida.
—Es un tema personal, aunque, tal y como se han desarrollado los acontecimientos, es muy probable que esté ligado al asunto.
Tanto Teófilo como Sfrantzés se mantuvieron callados, a la espera de la explicación del castellano, un tanto desconcertado por el repentino giro que había tomado la conversación. Esa era la idea del secretario imperial, tratar de inquietarles con preguntas y acusaciones cruzadas para que no tuvieran tiempo de meditar sus respuestas.
—Ya que parecéis bien informado —comenzó Francisco—, supongo que ya sabréis que me encuentro sentimentalmente ligado a Helena.
—La protovestiaria —confirmó Sfrantzés—. Sí, lo sé.
—En un momento, hace unas tres semanas, rompió repentinamente todo contacto conmigo, sin siquiera darme la oportunidad de hablar con ella u ofrecerme una razón. Dado que no quería verme, algo sobre lo que ya hablamos —añadió recibiendo el asentimiento del secretario imperial—, se me ocurrió que Jacobo, al serle desconocido, podría acercarse a ella e intentar averiguar el porqué de su comportamiento. Fue él quien me confirmó que Teófilo mantenía relaciones sexuales con la esclava turca y, más tarde, tras hablar con Helena, me transmitió que ella pensaba que yo había visitado el lecho de la esclava, razón por la cual había roto su relación conmigo.
—Algo que niegas.
—¡Sí, maldita sea! —gruñó el castellano—. Y, dicho sea de paso, ¿no resulta extraño que, justo después de descubrir la relación de Teófilo con Yasmine, alguien le apuñalara dejando esto en el lugar?
Francisco extrajo de entre sus ropas el trozo de tela encontrado en la calle donde atacaron a Jacobo, mostrando al secretario su lado bordado con el escudo imperial. Sfrantzés lo examinó con cuidado, situándolo junto a la luz de una de las velas de su escritorio.
—Parece de una de mis capas —admitió Teófilo con sorpresa—. Hace unos días me desapareció una de mi dormitorio.
—Quien la cogiera —comentó Sfrantzés sin apartar su vista del pequeño trozo de seda— quería que te implicaran.
Dejando la tela sobre su escritorio, el secretario imperial se volvió hacia Francisco, quien le interrogaba con la mirada, como si esperara que el consejero del emperador tomara en consideración lo que para él era evidente.
—He hablado con Mauricio Cattaneo y con el médico que atendió al muchacho —añadió finalmente Sfrantzés ante los inquisitoriales ojos del castellano—. Sus heridas son muy distintas a las que habría tenido de enfrentarse con alguien más experto. Te aseguro que si Teófilo hubiera sido su atacante, Jacobo habría muerto antes de darse cuenta de lo que pasaba. De todas formas, tú mismo habrías llegado a la misma conclusión de examinar esta tela con un poco más de cuidado.
—¿Cómo? —preguntó Francisco perplejo.
—Los bordes están cortados, no rasgados como se supone pasaría en un forcejeo. No pudo haberse roto durante la lucha, lo que indica que fue colocada previamente. Eso, junto con la «casualidad» de que el trozo perdido fuera justamente el que presenta el bordado imperial, me hace pensar que se dejó allí expresamente para incriminar a Teófilo. Continúa —añadió—, ¿qué pasó después del ataque?
—Después de eso —siguió Francisco sin estar plenamente convencido del razonamiento de Sfrantzés— fui a ver a Yasmine, pensando que habría sido ella quien dispusiera a Helena en mi contra. Fue en ese momento cuando entró Teófilo como un loco.
—¿Y qué te dijo la esclava?
—Que no había hablado con Helena, sino al revés, que alguien se lo había dicho antes, Teófilo.
El aludido miró a Francisco al escuchar su nombre, aunque esta vez al castellano le sorprendió no encontrar la habitual carga de odio en sus ojos, sino, más bien, duda y desorientación.
—¿Es eso correcto? —preguntó Sfrantzés al ensimismado bizantino.
—Sí —respondió él con un tono ausente—, pero…
El castellano se sorprendió a sí mismo con su calma al escuchar la confesión de Teófilo. Mientras se dirigía a la reunión, convencido de que había sido el primo del emperador quien llenara la cabeza de Helena de absurdas ideas, tan sólo pensaba en estrangularle en cuanto tuviera oportunidad. Sin embargo, la alterada expresión que lucía el rostro del griego causaba más curiosidad que ira en Francisco, manteniendo su tranquilidad aun sabiendo que aquel hombre podía haber arruinado el único amor que había conocido en su vida.
—Déjame adivinar… —interrumpió Sfrantzés— ese funcionario, Basilio, te indujo a hacerlo.
Teófilo asintió con levedad, como si una mano hubiera quitado una venda de delante de sus ojos, permitiéndole observar sus propios actos desde muy lejos. Se veía a sí mismo como un estúpido, prestando oídos a la melosa cháchara de ese maldito criado de ojos diminutos, recordando como fue él quien le advirtió del encuentro entre Yasmine y Francisco.
—La esclava está aquí —interrumpió el asistente del secretario imperial, tras llamar suavemente a la puerta.
—Hazla pasar —dijo Sfrantzés con seriedad—. Tengo curiosidad por conocer su versión de esta historia.
Yasmine se adentró en la sala con la vista en el suelo y las manos entrelazadas, recogidas sobre el cuerpo. La ceñida túnica se encontraba cubierta por una modesta estola de color oscuro, disimulando sus voluptuosas curvas al tiempo que recataba su sensual figura. Su aspecto era el de una joven indefensa, sumisa y apocada, que se aproximaba con temor ante sus superiores.
—¿Cuál es tu relación con Basilio? —preguntó Sfrantzés, antes incluso de que la turca se hubiera acercado a ellos—. ¿Dónde podemos encontrarlo?
—Le conozco desde hace algún tiempo —respondió Yasmine sin levantar la mirada—. Se encuentra al servicio del parakoimomenos en las cocinas de palacio.
El secretario imperial llamó de nuevo a su asistente, solicitando la comparecencia de Basilio. Después se mantuvo en silencio, expectante, con sus ojos clavados en la esclava y el rostro serio esperando una explicación más detallada.
—Durante las últimas semanas me he visto forzada a satisfacer su lujuria —añadió por fin.
Los ojos de Francisco se abrieron de par en par mientras el rostro de Teófilo se tornó blanco como la cal y, por un momento, pareció flaquear. Tan sólo Sfrantzés mantuvo el gesto impasible, acuciando a Yasmine con sus preguntas.
—¿Por qué?
—Aseguraba tener pruebas de que Teófilo era un traidor que pasaba información a los turcos.
—¿Qué…? —exclamó Teófilo, con la faz tornada en una grotesca mueca de incredulidad.
—¿Sabes lo que estás diciendo? —rugió el secretario imperial—. Acusar de traición a un miembro de la familia imperial está penado con la muerte si se demuestra infundado.
—Yo amo a Teófilo —afirmó Yasmine mientras alzaba el rostro por primera vez desde que entró en la sala, descubriendo dos regueros de lágrimas que fluían de sus ojos—, jamás podría pensar que fuera un traidor, haría cualquier cosa para evitarle cualquier sufrimiento.
—¡Guardia! —llamó Sfrantzés, haciendo que la piel de la turca se erizara en un repentino escalofrío—. Ve a buscar a mi asistente y acompáñale, quiero a ese funcionario aquí de inmediato.
Las miradas de Teófilo y Yasmine se cruzaron, y la turca, incapaz de soportar la incrédula expresión del bizantino, se dejó caer de rodillas sollozando, tapándose el rostro con las manos mientras su cuerpo se estremecía.
—¿Qué clase de pruebas dijo poseer? —insistió el secretario imperial.
—¡Déjala en paz! —gritó Teófilo acercándose a ella y arrodillándose a su lado.
—¡Teófilo! —exclamó Sfrantzés—. Si no te conociera pensaría que te has vuelto loco.
El bizantino ignoró al secretario, acariciando el pelo de la esclava, que, llorando desconsoladamente, se mantenía de rodillas sobre el frío mármol.
—¡Esto es inaudito! —dijo el secretario imperial mirando a Francisco, quien se encogió de hombros, incapaz de expresar palabra.
Tan sólo unos minutos después de acabar sus tareas y retirarse a su dormitorio, Basilio escuchó una suave llamada en su puerta. Durante los días transcurridos desde la batalla, en los que las desaparecidas voces no otorgaron al griego el don de su guía, se había comportado de manera nerviosa, visiblemente alterado. Su deficiente comportamiento en las rutinarias tareas que componían su ocupación entre la servidumbre del palacio provocaba las quejas de sus compañeros y superiores, ya saturados por la continua presencia de las tropas italianas en el edificio.
Al oír los golpes Basilio saltó como un gato, temeroso y desconcertado, abriendo la puerta sólo lo suficiente para permitirle observar a la persona que se encontraba al otro lado: un hombre vestido con la inconfundible librea de los auxiliares de la corte.
—¿Basilio?
—¿Qué ocurre? —replicó el aludido con desconfianza.
—El secretario imperial me envía a recogeros, solicita vuestra inmediata presencia en sus estancias. Si sois tan amable de acompañarme…
Basilio dudó visiblemente, arrugando la frente ante la petición del funcionario, que le observaba con extrañeza.
—Un momento —respondió cerrando de nuevo la puerta.
Una vez a salvo de cualquier mirada Basilio se llevó las manos a la cabeza, incrédulo. «Dios mío, me han descubierto», pensó mientras se movía de un lado a otro de su estrecho dormitorio sin saber qué hacer.
La pequeña ventana que se abría en una de las paredes de la sala era lo suficientemente ancha para permitir su salida, pero estaba en el tercer piso y, debajo del alféizar, se encontraba uno de los patios donde se alojaban los soldados italianos que, con toda seguridad, no pasarían por alto a un hombre que rompe una ventana y trata de huir por ella.
—¿Hay algún problema?
La voz del funcionario llegaba amortiguada por la puerta de madera, pero su timbre de voz delataba una inconfundible impaciencia, acrecentando el nerviosismo de Basilio, que comenzó a gimotear mientras miraba a su alrededor sin saber qué hacer.
«El cuchillo», escuchó en su cabeza.
Serenándose casi de forma instantánea, Basilio sonrió al percibir de nuevo la calidez de las voces en su interior. Con mano firme levantó el desgastado colchón de su cama y extrajo de sus últimos pliegues el cuchillo utilizado en el ataque a Jacobo, manchado con la sangre seca del joven.
Abrió la puerta con suavidad, con una sonrisa en el rostro, observando como el funcionario que esperaba al otro lado le devolvía tímidamente la sonrisa, justo antes de que Basilio le clavara el cuchillo en el cuello, introduciéndolo profundamente en su garganta.
Con un gorjeo, el herido se desplomó sobre el suelo, tratando inútilmente de taponar con su mano la terrible herida, de donde brotaban borbotones de sangre que empapaban el suelo alrededor del caído.
Basilio se mantuvo unos segundos mirando cómo el sorprendido funcionario, con los ojos abiertos en un gesto de incredulidad, se desangraba con rapidez, antes de dejar caer el cuchillo sobre él y, con la renovada guía de sus voces, alejarse por el pasillo con tranquilidad.
Los pensamientos se amontonaban en la cabeza del secretario imperial mientras trataba de darles un sentido a los distintos retazos de información que cada uno de los interrogados había proporcionado.
Con extrema dificultad, Sfrantzés había calmado su irritación por el sorprendente comportamiento de Teófilo hacia la esclava, manteniéndose en silencio mientras la desconsolada turca iba poco a poco recuperando la serenidad. A su lado, Teófilo trataba de reconfortarla, arropándola con su capa, levantando la irónica sonrisa de Francisco, que miraba de reojo al secretario, tratando de ocultar su satisfacción por el gesto de desconcierto del impasible funcionario.
Según todos los testimonios, el monumental embrollo en el que se habían visto envueltos los presentes no era sino la eficaz puesta en práctica de un astuto plan ideado por Basilio. Sin embargo, Sfrantzés desconfiaba de la posibilidad de que un simple ayudante de las labores de cocina pudiera tramar semejante altercado en el corazón de la corte bizantina.
Para complicar aún más la situación, Francisco había relatado al secretario imperial el incidente ocurrido durante el último asalto turco, cuando un desconocido arquero había intentado infructuosamente acabar con su vida. Por segunda vez, tal como dijo el castellano, ya que no olvidaba el suceso en el que murió el capataz de las obras de la muralla. Teófilo se encontraba junto a sus tropas combatiendo a cientos de metros de ese lugar y, por otro lado, le habría sido imposible subir a la muralla, lo que descartaba por completo su participación. Eso situaba a Basilio de nuevo como blanco de todas las sospechas, algo coherente con la impericia demostrada tanto en el ataque a Jacobo, como en el manejo del arco contra la espalda de Francisco. Aun así el secretario imperial casi podía sentir la seguridad de que faltaban piezas por encajar y esperaba que el interrogatorio del funcionario ofreciera todas las respuestas, aunque para ello hubiera de recurrir a la tortura.
Tras la puerta se escuchó ruido de voces y pasos a la carrera, justo antes de que el soldado enviado por Sfrantzés para acompañar a su asistente abriera la puerta sin siquiera llamar, adentrándose en la habitación.
—¡He encontrado a vuestro asistente muerto! —exclamó con la respiración entrecortada por la carrera.
—¿Cómo? —dijo atónito el secretario imperial.
—Fui a buscarlo a la cocina —relató el soldado— y allí me indicaron que se había dirigido a la habitación de Basilio. Cuando llegué lo encontré tendido en el suelo en medio de un charco de sangre, lo habían degollado.
—¿Y Basilio?
—Su habitación estaba vacía, he dado la alarma. No podrá salir de palacio.
—¡Buscadle! —se desesperó Sfrantzés—. No dejéis piedra por revolver. Despierta a todo el personal de cocina para que lo identifiquen y dobla la guardia en el ala del emperador.
—Lo encontraremos —afirmó el varengo con confianza, abandonando raudo la sala, con su compañero pegado a los talones.
—¡Lo quiero vivo! —gritó Sfrantzés.
—¿Crees que lo encontrarán? —preguntó el emperador, aún somnoliento y con los ojos entrecerrados.
—Me temo que no —repuso el secretario imperial sin ocultar su abatimiento.
Con las continuas voces de alarma emitidas por todo el palacio, el edificio entero se había tornado en un auténtico maremagno de soldados armándose, civiles corriendo, gritos y empujones. Los venecianos creían que los turcos habían asaltado el lugar por sorpresa y, medio desnudos, saltaron sobre sus armas y armaduras y se distribuyeron con premura por sus puestos, chocando en los pasillos con la guardia griega, que, alarmada por el súbito toque de alarma, trataba de taponar las salidas y los patios.
La confusión llevó a muchos de los funcionarios a abandonar sus cuartos y mezclarse en los pasillos con los soldados, los cuales, incapaces de distinguir a la persona buscada de los demás, detenían a cuantos se cruzaban en su camino, aumentando la sensación de pánico y desconcierto.
El escándalo despertó a Constantino, el cual, alarmado por el bullicio reinante, apareció, espada en mano, en medio de los numerosos guardias que custodiaban las puertas de sus estancias. Desorientado y medio dormido, tuvo que esperar la llegada de Sfrantzés para recibir las oportunas explicaciones, mientras a su alrededor el caos se adueñaba del palacio.
—En la situación en que se encuentra ahora la corte —prosiguió el secretario imperial— me conformo con que no tengamos que lamentar heridos.
—Siento lo ocurrido a tu asistente.
—Fui un estúpido al no enviarle acompañado de un guardia.
—Era algo con lo que no podías contar, no te culpes por ello. Al menos, esto ha servido para darnos al espía que buscábamos.
—Yo no estaría tan seguro —repuso Sfrantzés.
—Por lo que me has contado, es él quien ha conseguido que Teófilo y Francisco casi se maten, sin contar con que si disponía de pruebas de traición era porque él mismo era el traidor, de no ser así no habría huido asesinando a un hombre.
—Es lo que indica la lógica —admitió el secretario imperial—, pero me niego a creer que un simple paje de cocina tenga acceso a datos comprometedores y sea capaz de manipular a la nobleza sin dejar ninguna evidencia de su actividad.
—Probablemente ha sonsacado a Teófilo sin que se diera cuenta, transmitiéndolo después al sultán. Cuando sea capturado le interrogaremos para que nos lleve hasta su red de información.
—No dudo que lo menos que podemos decir de Teófilo es que ha sido un verdadero ingenuo —afirmó Sfrantzés—, pero aun así resulta del todo impensable…
—Esta vez te han vencido —interrumpió Constantino con un bostezo—. No le des más vueltas. Encárgate de que lo busquen por la ciudad y da por zanjado el asunto, tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos.
—Pero ¿qué hay de la esclava? Aún haría falta interrogarla en detalle y, por otro lado, deberíamos mantener a Teófilo bajo vigilancia.
—Bastará con alejarle de los consejos —dijo el emperador con visible irritación—, nada más. Se mantendrá en su puesto con sus tropas.
—Pero…
—¡Ya basta! —exclamó Constantino, interrumpiendo a su consejero de forma tajante—. ¡Olvídalo! Ya hemos tenido suficiente por esta noche.
Sfrantzés permaneció en silencio, mientras su amigo daba media vuelta y se encerraba en su dormitorio. Con un suspiro, se mantuvo unos segundos contemplando las cerradas puertas de bronce por donde había desaparecido Constantino, apenado por el profundo cambio que, de forma imparable, se estaba produciendo en él. Tan sólo el cansancio y la siempre presente tensión podían conseguir que el juicioso emperador se dejase llevar por la furia, gritando a su mejor amigo y desdeñando sus consejos para profundizar en aquel asunto.
El repentino acceso de cólera de Constantino también había terminado con cualquier intento de su secretario por comunicarle el contenido de la secreta nota recibida de su espía. De repente, Sfrantzés se dio cuenta de que el pequeño trozo de pergamino se había deslizado de entre sus ropas. Con un escalofrío, el concienzudo funcionario repasó cada rincón de sus estancias, moviendo muebles y arcones, mirando detrás de cada puerta. A pesar de ello, la nota no apareció.
Maldiciéndose por su torpeza, el secretario imperial se mantuvo el resto de la noche en vela, devanándose los sesos en un inacabable intento de terminar aquel extraño rompecabezas del que, pese a las palabras de Constantino, no pensaba olvidarse. Mientras tanto, por las oscuras calles cercanas al Cuerno de Oro, Basilio caminaba, errante, guiado por sus demonios interiores, que, poco a poco, iban forjando en su mente un nuevo plan que le permitiera sobrevivir.
Como colofón al extravagante clima que soportaba Constantinopla, un asfixiante calor invadió la ciudad poco después del amanecer. El dominante viento del norte había dado paso a una ligera brisa proveniente del sur que, con su entrada, dio paso a un brusco incremento de la temperatura, como si el aire del desierto se hubiera desplazado sobre el mar para castigar a los cansados habitantes de Bizancio.
Por extraño que pudiera parecer, Helena habría jurado no sentir el azote del opresivo y caldeado ambiente hasta el momento en que, con esquemática rapidez, el secretario imperial la había puesto al corriente de lo ocurrido en la reunión celebrada la noche anterior, justo antes de que todo el palacio se hubiera sumido en la locura.
A medida que las palabras de Sfrantzés iban calando en la joven bizantina y su entendimiento del error cometido se hacía más insoportable, el sudor había comenzado a recorrer su frente, obligándola a sentarse, con las piernas temblorosas, a punto de caer desfallecida.
A pesar de sus voluntariosos deseos, el secretario imperial disponía de poco tiempo, agobiado por mil y un problemas que resolver, por lo que, antes de darse cuenta, Helena se encontró sola en su habitación, sentada sobre las suaves sábanas que cubrían su lecho, con la mirada perdida y el corazón latiendo de forma desenfrenada en su pecho.
«Todo había sido un error», se repetía a sí misma, confiando en que la insistencia de sus propias palabras borrara el malestar que la inundaba. Sin embargo, la inmensa alegría que el descubrimiento de la inocencia de Francisco debería haber creado en su interior se veía desbordada por un incontrolable sentimiento de temor.
Se sentía dolorosamente incapaz de presentarse ante la mirada de su amado tras haber dado por sentada su falta sin haberle siquiera concedido la oportunidad de explicarse, de demostrar que se equivocaba. Se había enfrentado con Teófilo, provocando un serio incidente que le había conducido hasta un interrogatorio del mismísimo secretario imperial, a causa de su imperdonable conducta, de su falta de sensibilidad y de confianza.
Agotada por una noche en vela y por la impresión producida por su reciente charla con Sfrantzés, ni siquiera disponía de fuerzas para llorar, manteniéndose en su cuarto, sentada sobre la cama, hasta perder la noción del tiempo, recuperando la conciencia cuando unos bruscos golpes retumbaron en su puerta.
—¿Quién es? —preguntó con voz trémula.
—Soy yo.
La voz firme de Francisco resonó en sus oídos como una estridente campana de alarma, activando su cuerpo, que, como si las sábanas se hubieran tornado en un mar de lava, se irguió con rapidez.
Helena se mantuvo en silencio, erguida en medio de la habitación, atemorizada ante el encuentro con el castellano, el cual repitió la llamada con mayor insistencia.
—¡Abre o echaré la puerta abajo!
La griega respiró hondo y, con mano temblorosa y el corazón desbocado, abrió la puerta.
Durante un instante se mantuvo el silencio entre ambos. Helena, casi hipnotizada por los serios ojos de Francisco, sostuvo la mirada a pesar de la creciente vergüenza que pugnaba por salir, enrojeciendo su pálido rostro.
—Debí hacer esto hace semanas —afirmó el castellano con tranquilidad, rompiendo el incómodo silencio.
Ella permaneció callada, expectante ante el próximo paso de Francisco, sin saber si a aquella indecisa frase seguiría una larga lista de reproches, una desgarrada voz que anunciara el final de la relación o la ignorancia y el desdén. Respirando profundamente por la tensión del momento, temía no poder soportar con dignidad aquel instante.
—¿Puedo pasar? —preguntó él con tono cortés.
Sin responder, Helena se arrojó en sus brazos, sollozando, apretándole contra su pecho con fuerza.
—Perdóname —musitaba en un tono apenas audible, mientras presionaba al castellano con tanta fuerza que casi le cortaba la respiración.
—Nunca he sabido perdonar —dijo él, provocando que Helena, aún abrazada, levantara la cara para, con los ojos inundados de lágrimas, mirarle con expresión de sorpresa—. Pero creo que este es un buen momento para aprender a hacerlo —añadió Francisco acariciando suavemente la cara de la bizantina, apartando el mechón de pelo castaño que caía sobre su frente, antes de besarla con pasión, atrayéndola hacia sí con suavidad, fundiéndose en un prolongado beso, donde la dulzura de su boca se mezclaba con el amargo sabor de las lágrimas derramadas.
Al separarse, sus miradas se entrelazaron, observándose como si fuera la primera vez que lograban verse. Sonriendo con ternura, al tiempo que el mundo se desvanecía a su alrededor para convertirse en un mero marco que encuadraba el cálido rostro de su apasionado amor.
No habrían sabido decir durante cuánto tiempo permanecieron allí, dejando que las yemas de sus dedos acariciaran suavemente sus cuerpos, susurrando «te quiero» con ese tono de voz que hace que las pupilas se dilaten y el vello de la piel se erice, sintiendo la suavidad de la seda en los húmedos labios de su amado o el ligero aroma que despedía su piel.
Un fuerte carraspeo les devolvió bruscamente a la realidad, al comprobar que su ardoroso encuentro había taponado el pasillo. Un anciano funcionario les miraba con aire reprobador, frunciendo el ceño tanto por la tardanza como por el lamentable espectáculo que, a sus ojos, aquellos jóvenes estaban ofreciendo. Al otro lado, una muchacha cargada con un cesto de pesadas sábanas sonreía embelesada, con la cabeza ladeada y los ojos muy abiertos, suspirando profundamente ante la tierna escena, como si formara con el anciano dos caras de una misma moneda.
Con una sutil disculpa y sin poder aguantar la risa, se hicieron a un lado, permitiendo el paso a ambos personajes, los cuales se alejaron en direcciones opuestas, uno quejándose de lo impúdico de las nuevas generaciones mientras la jovenzuela se daba la vuelta divertida, saludando con la mano libre mientras apoyaba la cesta contra su cadera.
—¿Damos un paseo? —ofreció Francisco.
Ella asintió sin separarse de él, apretando su cabeza contra su pecho, casi impidiéndole andar durante los primeros metros, hasta que, cogida de su cintura y con la cara pegada a su hombro, se alejaron lentamente en dirección al mismo jardín donde se encontraron la tarde siguiente a la llegada del castellano.
En aquellos dos meses, la lúgubre vegetación se había tornado en un vergel de flores que emitían mil aromas, cubierto por las verdes hojas de los árboles, que mantenían el banco de piedra junto a la fuente a resguardo del impetuoso sol de la mañana.
Aún abrazados, se sentaron sobre el tibio asiento, a salvo de indiscretas miradas, disfrutando en silencio de su esperado reencuentro, dejando pasar las horas, indiferentes a las continuas explosiones y sacudidas que resonaban sobre las cercanas murallas.
—No puedes imaginar cuánto te he echado de menos —dijo él, tras largo tiempo sin que una palabra rompiera el hechizo de aquel momento.
—He sido una estúpida —afirmó ella ocultando su rostro—. Me he comportado contigo de manera despreciable, no sabría decirte cuánto lo lamento.
—Es agua pasada —respondió Francisco con suave resignación, apoyando su mano bajo la barbilla de Helena para levantar su cara con delicadeza—. Lo único que me importa es que no vuelvas a dudar de mí nunca más, no sé si podría soportar separarme otra vez de ti.
—Te lo juro por lo más sagrado —prometió ella—, no volveré a creer en otra palabra que no sea la tuya. Odio a Teófilo con toda mi alma por lo que nos ha hecho.
—No, cariño. Tú eres demasiado noble para albergar maldad en tu corazón y, si te digo la verdad, yo ya no tengo ningún resquemor hacia él, tan sólo lástima.
—¡Ha estado a punto de separarnos! —exclamó ella.
—Cuando lo pienso me sorprendo —admitió Francisco con una sonrisa—. Hasta hace unas horas habría deseado matarle pero, tras verle allí, frente a Yasmine y Sfrantzés, con la cara descompuesta al escuchar como ese maldito Basilio había jugado con todos nosotros… no sé, no pude sino compadecerle. Antes le habría guardado rencor eterno, pero creo que estar a tu lado hace que quiera ser mejor persona.
—Eso es lo más bonito que me han dicho nunca —musitó Helena con un susurro, mientras sus ojos brillaban renacidos, con un hechizante fulgor que impedía que Francisco apartara su mirada de ellos.
—¡Pues aún no he empezado con mis galanteos! —exclamó él con tono dicharachero.
Ella rio. Por primera vez en semanas dejó escapar su alegría en sonoras carcajadas que lograron apagar el intermitente murmullo de los cañones turcos, incapaces de superar con su grito de muerte la jubilosa voz de la bella bizantina. En un instante su rostro pareció rejuvenecer, recuperando la tersura, el suave tacto y la delicada tonalidad de su piel. Ninguna droga o poción podía compararse al embriagador efecto que el cariño realizaba sobre las penas y la desdicha.
—Hay algo que debo contarte —dijo él recuperando el semblante serio—, no quiero que existan secretos entre nosotros, ni nuevos malentendidos. Sé que tienes un gran aprecio a Yasmine —prosiguió Francisco mientras ella le miraba con intensidad, atenta a cada sonido que salía de su boca—, pero ha intentado seducirme y, aunque me he negado siempre y, tras comprobar lo mucho que ama a Teófilo, me resulta difícil creer que vuelva a probar, creí que deberías saberlo. Ella…
Helena puso su mano sobre los labios de Francisco, interrumpiendo su aclaración, sonriendo con dulzura.
—No digas más, es parte del pasado. Si tú eres capaz de perdonar a Teófilo, yo trataré de ser digna de ti y haré lo mismo. No más explicaciones de lo que no importa, sólo necesito saber que estás a mi lado y que mañana te tendré de nuevo entre mis brazos.
Una fuerte explosión resonó en todo el patio, cuando una bala, disparada desde las baterías instaladas sobre un puente que cruzaba el Cuerno de Oro, impactó en las cercanías del palacio, levantando una visible nube de polvo y cascotes arrancados, como si quisiera recordar con su presencia lo incierto del destino que les esperaba a ambos. Si por un momento la guerra pareció alejarse, disipándose en la niebla que el amor formaba a su alrededor, el interminable martilleo de aquellos artilugios infernales había roto el delicado espejismo que los envolvía.
Tamborileando con los dedos enguantados sobre la estrecha mesa de madera, Giustiniani meditaba lo relatado por el secretario imperial acerca del incierto asalto que, según sus secretas fuentes de información, se disponía a efectuar el sultán contra las murallas. Con el ceño fruncido y mordiéndose un labio, se mantenía con la vista fija en el sereno Sfrantzés, mientras daba vueltas en su cabeza a la posición de las distintas compañías que defendían las distintas secciones de la triple muralla.
—Supongo que podremos descartar las murallas que dan al mar —dijo el genovés con aspecto de hablarse a sí mismo—. Necesitarían traer sus barcos, lo que anularía la sorpresa.
—Yo me inclino por un ataque contra el sector del río —intervino el baílo Minotto—. Es la zona más débil.
—También la más protegida —repuso Giustiniani— y la que mantiene las mejores tropas. No, sería demasiado complicado, eso sin contar con que es la parte en la que centramos nuestros esfuerzos de reconstrucción.
—¿Dónde entonces? —inquirió el veneciano— y, sobre todo, ¿con qué tropas rechazaremos el asalto? No podemos distraer ni una sola compañía de sus puestos actuales y cada vez tenemos más bajas.
El genovés prosiguió con el irritante golpeteo que las yemas de sus dedos producían sobre la mesa, mientras su otra mano jugueteaba con el pomo de la espada.
—He oído que ayer se desembarcaron mercancías y armas de los barcos del puerto —comentó mirando a Minotto de reojo.
—Así es —confirmó el veneciano con indiferencia—. Con los turcos en el interior del Cuerno de Oro nuestra flota está inmovilizada, por lo que hemos preferido almacenar la carga de las bodegas en los arsenales imperiales.
—Eso quiere decir que los marinos están ociosos.
—Sólo algunos —puntualizó el baílo—. Tenemos una decena de barcos en continuo estado de alarma para defender la cadena en caso de un ataque.
—Pero hay otros tantos flotando inermes en el puerto —insistió Giustiniani.
—Cierto —admitió finalmente el veneciano—; me parece que ya veo adónde va a parar vuestro razonamiento.
—Desplegaremos a esos hombres para reforzar la muralla —finalizó el genovés con orgullo—, de ese modo podremos disponer de tropas suficientes sin debilitar ninguna de las secciones.
—No estoy de acuerdo —discrepó Minotto moviendo la cabeza de un lado a otro—. Venecia ya está contribuyendo con un numeroso contingente. Nuestros marinos no están bien armados ni son soldados expertos, deberían mantenerse en sus barcos por si es necesario alistar la flota entera. Los turcos disponen de fuerzas navales muy superiores.
—Es cierto —intervino Sfrantzés—, pero hay que tener en cuenta la enorme superioridad de nuestros barcos sobre los del sultán, algo ya demostrado en cuantos enfrentamientos han tenido lugar hasta ahora. Por otro lado, las armerías imperiales aún contienen gran cantidad de armaduras y armas de mano, tan sólo la pólvora escasea, eso permitirá cubrir las necesidades de los nuevos soldados.
—¿De qué servirá la flota si nos derrotan en tierra? —añadió Giustiniani—. Nuestra prioridad ahora es defender las murallas. En los últimos días los turcos no han hecho otra cosa que salir al mar tocando las trompas para huir con el rabo entre las piernas en cuanto ven a uno de nuestros buques abandonando el puerto.
—Todo eso es muy razonable —admitió el baílo—, pero sigue sin parecerme bien y, es más, no creo que a los marinos les guste la idea de abandonar sus barcos.
—Tal vez se encuentren más dispuestos a obedecer si se instalan en Blaquernas —sugirió Sfrantzés— junto a sus compatriotas. Ya que no hay forma de saber dónde se producirá el ataque, es un lugar tan probable como cualquiera y con menos implicaciones a la hora de mezclar contingentes de distintas naciones, algo que siempre puede llevar a encender una disputa.
—Es una buena sugerencia —alabó Giustiniani—, aunque la muralla que protege la zona del palacio es más moderna, también ha sido muy castigada, y su foso se encuentra medio cegado. Es un punto bastante accesible para un ataque relámpago y que, actualmente, se encuentra falto de defensores, pese a la energía y valor que derrochan los venecianos.
—Sí… —dudó Minotto, visiblemente halagado por las palabras del genovés— de esa forma existirían menos quejas. Trataré de convencer a los marineros para que se trasladen a mi sector. Si me disculpan, caballeros, me dedicaré inmediatamente a la tarea.
Con una rápida despedida, el veneciano partió raudo hacia el puerto, pensando en la difícil misión que le esperaba. Para los tripulantes de un barco, este es más que un transporte que pueda llevarlos de puerto en puerto, es lo más parecido a un hogar que muchos conocen a lo largo de sus vidas, por lo que ninguno de ellos abandonaría su puesto con facilidad. En las circunstancias en que se encontraba la ciudad, tampoco había que desdeñar la posibilidad de huir si los turcos llegaban a romper las defensas. A bordo de sus barcos siempre podían contar con una esperanza, mientras que, en lo más recóndito del barrio de Blaquernas, se encontrarían en una ratonera de la que les resultaría imposible salir en caso de apuro.
A su espalda, Sfrantzés se mantuvo sentado junto a Giustiniani, estudiándolo con su inquisitiva mirada, al tiempo que el genovés se mantenía a la espera, seguro de que el secretario imperial aún guardaba más información bajo su indescifrable mirada.
—¿No hay algo que debáis decirme? —preguntó el griego.
—No se me ocurre qué podría ser —respondió el protostrator con sorpresa.
—Creo que recibisteis una extraña visita hace dos o tres noches.
—¡Virgen Santísima! —exclamó el genovés con una sonrisa—, es increíble, ¿tenéis ojos en cada esquina?
—Tan sólo trato de estar bien informado.
—Supongo que os referiréis a ese truhán que intentó sobornarme.
El secretario imperial asintió con la cabeza, sin mostrar la ansiedad que sentía al comprobar como todas y cada una de las informaciones recibidas por su contacto se iban desvelando correctas.
—Ese pillo me ofreció oro suficiente como para ahogarme en él, pero, obviamente, le mandé al infierno. Si hubiera deseado riquezas, no os ofendáis si os lo digo, no habría venido aquí.
—No me cabía duda —respondió Sfrantzés con una sonrisa—, y no os preocupéis, soy muy consciente del estado de nuestras finanzas. Pero no me refería a vuestro evidente rechazo a la propuesta, sino al emisario. ¿Por qué no mandasteis prenderle?
—Pues… la verdad, no se me ocurrió. Hubo un momento que me enfureció lo suficiente para haberlo ensartado, pero no pensé en apresarle. Ahora que lo mencionáis creo que cometí un error, nos habría podido proporcionar información sobre los espías del sultán.
—No os lo toméis tan a pecho —disculpó el bizantino quitándole importancia al asunto—, un simple mensajero no podía saber demasiado sobre la red de espionaje de Mahomet. Me basta con que os mantengáis alerta y, sobre todo, reforcéis la seguridad de vuestra tienda, no quisiéramos perder al corazón que alienta la defensa.
—¡Vais a hacerme enrojecer! —se enorgulleció Giustiniani irguiéndose en la incómoda silla—. Aunque no debéis preocuparos, aprecio enormemente mi cuello, no pienso permitir que cualquier desarrapado me envíe al juicio final de manera tan poco caballerosa.
—Así lo espero —finalizó Sfrantzés.
El secretario imperial se despidió, encaminándose parsimoniosamente de vuelta hacia el palacio, tranquilizado respecto a la predisposición del genovés, inapelablemente comprometido con la defensa y con la ciudad. Aunque el hecho de permitir la marcha del espía indicaba un preocupante despiste, fruto con toda probabilidad del cansancio acumulado en tantas semanas de asedio, la lealtad de Giustiniani quedaba fuera de toda duda, manteniéndose como el visible baluarte de la defensa, como el héroe que habría de salvar a la angustiada Bizancio.