5

Las negras nubes que oscurecían el sol de la mañana descargaban copiosamente su lluvia sobre los numerosos habitantes, que se congregaban angustiados en las murallas del Cuerno de Oro. Al otro lado, en la orilla dominada ahora por los turcos tras su victoria sobre la escuadra cristiana, medio centenar de marinos latinos, que habían alcanzado a nado la costa tratando de escapar de sus hundidas embarcaciones, eran empalados a la vista de los ciudadanos, mezclando su sangre con el agua de lluvia que se deslizaba desde la colina, bordeando matojos y pequeños arbolillos hasta el brazo de mar que separaba a los contendientes, convirtiendo por un instante las pacíficas aguas en una suerte de rojizo Nilo, tocado por el báculo de Moisés.

En medio de llantos, maldiciones y plegarias, los bizantinos contemplaban horrorizados el sádico comportamiento del sultán hacia los prisioneros, indigno de todo honor en la guerra y contestado por el emperador por medio del degüello, sobre la muralla, de doscientos cuarenta prisioneros turcos.

Desde su posición junto a la artillería que, la noche anterior, había batido con mortal eficacia la escuadra cristiana, Chalil se compadecía del alma de aquellos hombres, a los que veía caer al agua, como sacos, desde el ensangrentado adarve de los muros de Constantinopla.

A su lado, con una torva mirada en el rostro, casi tan siniestra como la escueta sonrisa que se dibujaba, como una mueca, sobre su boca, Mahomet observaba complacido la ejecución de los que habían sido, hasta poco antes, sus propios soldados.

—Que Alá se apiade de ellos —musitó el primer visir.

—No les compadezcas —repuso el sultán con frialdad—, han servido a su señor hasta el final.

—La ejecución no es fin para un guerrero —afirmó Chalil al tiempo que evitaba mirar a Mahomet a los ojos, manteniendo su vista en el triste espectáculo—, ni para los nuestros ni para los enemigos.

—Un soldado sólo tiene un destino, servir a los planes de Alá y de su rey.

—¿Me permitís preguntar cuál ha sido el plan que ha llevado a una muerte inútil a tantos hombres?

Mahomet parpadeó sorprendido, cambiando su siniestro gesto anterior por una mueca de incredulidad al escuchar la pregunta de su primer visir.

—¿Te refieres aparte de satisfacer mi sadismo? —repuso el sultán recuperando la sonrisa.

—Yo nunca me atrevería…

—Lo sé —interrumpió Mahomet—, eres demasiado listo, demasiado viejo para caer en la tentación de cuestionar mis órdenes o prestar oídos a las necedades que cuchichean a mis espaldas. No negaré que me causa cierta satisfacción sentir en mi mano el poder de dar muerte a mi antojo pero, desgraciadamente para aquellos que no ven en mí más que a un joven ebrio de sangre y gloria, hay una razón muy básica para esto.

Chalil se volvió con lentitud, observando intrigado a su señor, el cual volvía a sonreír aviesamente, complacido por la extrañeza de su primer visir.

—Es muy sencillo —continuó Mahomet ante el apremiante silencio del anciano—. Gracias a la inutilidad de mi nuevo almirante, los cristianos han conseguido replegar sus barcos, evitando que pudiéramos convertir su fallida intentona de asalto en un desastre sin paliativos que nos diera el control del mar. Sólo han dejado en el intento dos navíos y un centenar de marinos, pérdidas que, si bien no pueden reemplazar, no rompen el equilibrio de fuerzas, ni tampoco socavan su mayor pericia en el agua.

—Hemos conseguido una gran victoria, majestad —afirmó Chalil—, no debéis menospreciarla, mantenemos nuestra flota en el Cuerno de Oro, eso nos da pie a amenazar un largo tramo de murallas que los griegos deberán defender, reduciendo sus tropas en el frente principal. Eso sin contar con la posibilidad de construir un puente sobre el brazo de mar que, al resguardo de nuestras velas, permita enlazar con rapidez las tropas acantonadas a uno y otro lado del puerto.

—Eso no son más que pequeñas ventajas —repuso Mahomet con un movimiento de desdén de su mano—. No tenemos fuerzas suficientes para derrotar a sus navíos en el interior del Cuerno de Oro, y en caso de desesperación pueden disponer a sus marinos a lo largo de la muralla sin necesidad de debilitar otras secciones. No, esta escaramuza, aunque importante, no ha afectado al ejército bizantino. La guerra es una lucha de voluntades —añadió el sultán tras una pausa—. No gana el más fuerte, sino el que más lo desea. Mientras los cristianos mantengan su fe en la victoria será prácticamente imposible desalojarlos de las murallas. Lo que hemos destruido aquí no es su flota, sino su moral.

Chalil enarcó una ceja, sin comprender el razonamiento al que se dirigía el sultán, ni tampoco dónde encajaba la tortura de los prisioneros en él.

—¡Ah!, viejo consejero —dijo Mahomet moviendo la cabeza de un lado a otro como si no pudiera comprender cómo el primer visir no entendía lo que para él aparecía tan claro ante sus ojos—. No tienes más que ver lo que ocurre al otro lado del puerto.

El primer visir se volvió a observar de nuevo la muralla. A sus pies yacían los cuerpos de muchos de los soldados turcos ejecutados por el emperador como represalia, mientras otros cuantos flotaban a la deriva, en medio de manchas rojizas que se difuminaban con el lento vaivén de las olas. Sobre los adarves, una multitud de personas parecía contemplar la matanza realizada, con un coro de llantos y maldiciones cuyos ecos apenas llegaban hasta los oídos de Chalil.

—Hemos enfurecido a los bizantinos —dijo finalmente el anciano sin mucho convencimiento.

—No. Tal vez tu vista no sea tan aguda como la de un joven, porque yo distingo un pueblo asustado, que recuerda que fue por esas mismas murallas por las que los cruzados asaltaron su ciudad, saqueando sus lugares más sagrados, destruyendo el que aún era un imperio pujante. Esta noche el mismo Constantino se mantendrá en vela, temiendo correr el riesgo de su predecesor. ¿Acaso crees que, de no estar desesperado, el recto y honorable Constantino XI habría mandado ejecutar a prisioneros indefensos?

—De no verlo con mis propios ojos no lo habría creído —admitió Chalil.

—Tú ves sangre y dolor, yo veo la prueba de que mi rival ha perdido los nervios y eso es más peligroso que la pérdida de la batalla. Ayer obligué al estúpido del podestá a realizar una señal luminosa desde sus muros para avisarme de la salida de los barcos cristianos. No era necesaria, ya que nosotros conocíamos sus intenciones, pero por ese simple gesto mañana los venecianos acusarán a los genoveses de traición. En un par de días la confianza que ahora los mantiene luchando hombro con hombro se quebrará, y ambos nos ofrecerán abrir una puerta en la muralla a cambio de nuestra piedad, antes de que lo haga el otro.

—Entonces, el ajusticiamiento de los marinos era una especie de mensaje dirigido al emperador.

—A él y a su pueblo. Con medio centenar de empalados a la vista de las murallas le será imposible convencer a sus súbditos de que el ataque ha sido un simple revés. Por mucho que intenten explicarlo aparecerá a ojos de los ciudadanos como un verdadero desastre. En estos momentos nuestro mejor aliado es el miedo. Ahora déjame, quiero disfrutar de mi victoria.

Chalil asintió, realizando una reverencia antes de despedirse cortésmente de su señor, descendiendo unos metros por la colina hasta donde aguardaba su escolta. Mientras caminaba, no pudo evitar que su vista se deslizara por las tranquilas aguas del Cuerno de Oro donde, en un macabro baile, varios cadáveres se balanceaban unos junto a otros, alejándose de las murallas. Por mucho que entendiera el razonamiento de Mahomet y aceptara los obvios beneficios que su actuación pudiera acarrear, era incapaz de justificar la inhumana carnicería. El islam, pese a lo que los incultos cristianos daban por sentado, era una religión de paz. No importaba cuánto rememorara el anciano visir los cinco pilares en los que se apoyaba el islam, fe, oración, limosna, ayuno y peregrinación, no encontraba en ninguno de ellos razón alguna para el profundo odio que despertaba su culto entre los latinos. Sin embargo, denigrantes actuaciones como la que el sultán acababa de realizar, totalmente ajenas a la religión, despertaban entre los cristianos la sed de venganza y la incomprensión, como una barrera de espinos, entre dos mundos enfrentados.

De rodillas frente al altar mayor de la iglesia principal del monasterio donde se encontraba voluntariamente aislado, Genadio, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas rodeando un pequeño icono de la Santa Virgen, se concentraba en las oraciones que surgían, en inaudibles susurros, de sus secos labios.

Ignorando el hormigueo que invadía sus piernas tras casi una hora sobre el frío suelo de piedra, protegido únicamente por su negro hábito de lana del que tan sólo destacaba la gran cruz griega que colgaba de su cuello por un grueso cordón, disfrutaba de la paz interior que le proporcionaba la plegaria. En los últimos meses había descubierto que únicamente en la oración al Señor encontraba reposo y sosiego su agitado espíritu.

En los momentos en que se concentraba en la lectura de las Sagradas Escrituras o en las labores más mundanas, sentía como los sentimientos de culpa e impotencia se adueñaban de su alma. En la austeridad de su celda monacal, Genadio se preguntaba una y otra vez por qué había fallado a su pueblo, pues no dudaba de que gran parte de la responsabilidad por el abandono de la fe ortodoxa, al que había llevado la unión de las dos Iglesias decretada el año anterior, no podía ser cargada sobre los hombros del emperador, su corte o incluso en el propio pueblo. Era él, así como el resto de los clérigos, el que había fracasado en su labor pastoral.

Desde el día en que tomó, con plena conciencia, el camino de la fe como forma de vida, Genadio se esforzó en cambiar a sus conciudadanos, guiándolos en la recta senda que conducía hasta Dios. Sin embargo, cuanto más se esforzaba, cuanto más lógicos y racionales eran sus argumentos, más se alejaba Bizancio de la verdadera religión. Si en la cristianísima Constantinopla resultaba imposible entender que el alma está por encima de la perecedera vida del cuerpo y que no se puede renunciar al Señor por un trozo de pan y unos años de seguridad, ¿qué esperanzas le quedaban al cristianismo?

Esa fue la razón por la que, tras intentarlo con el habla, la escritura e incluso a gritos, decidió darse por vencido y encerrarse en el monasterio, buscando el consuelo de la meditación y la soledad.

—Maestro, disculpad.

Uno de los jóvenes monjes del monasterio en el que se alojaba apareció a su lado, sacando bruscamente a Genadio de sus meditaciones.

—¿Qué ocurre? —preguntó con calma, a pesar de lo inoportuno de la interrupción.

—Ha llegado un mensajero del emperador, al parecer se requiere vuestra presencia urgentemente.

—Déjame unos minutos.

El religioso se apartó con rapidez, sentándose en uno de los bancos de la iglesia, al otro lado del sencillo iconostasio, en espera de la contestación que debía transmitir al emisario del emperador.

El antiguo puesto como secretario imperial que Genadio había ejercido años atrás durante el reinado de Juan VIII, hermano del actual emperador, aún latía en su interior, pues pudo notar como su mente se agitaba con la sola idea de acudir a uno de aquellos secretos encuentros en los que se dilucidaba el futuro de la ciudad. Pero el fuego de la política que antes ardía en su pecho se había convertido en un pequeño montón de rescoldos, rápidamente silenciados con una simple plegaria. Fue precisamente la futilidad de sus esfuerzos en la corte una de las razones principales que le encaminaron al cuidado de sus conciudadanos por medio de la fe y la palabra, en lugar de con el oro y la espada. Pensó a su vez que así hallaría el descanso que anhelaba, eludiendo las intrigas palaciegas, los tratos con falsos aduladores y la eterna impotencia que sentía al ver desmenuzarse su nación.

Pero no hay descanso para aquellos a los que se les concede el don de la sabiduría, para los que ven más allá del mañana. Ya hacía meses que Genadio tenía la certeza absoluta que Occidente no acudiría en ayuda de la sitiada urbe, a pesar de su claudicación religiosa. Del mismo modo, aparecía claro ante sus ojos que el mundo ortodoxo estaba condenado. Tal vez fuera posible rechazar a las huestes turcas, pero era tan sólo cuestión de tiempo que la segunda Roma, la ciudad que había alumbrado Oriente, fuera saqueada por los infieles y convertidos sus templos en mezquitas. La toma de los hábitos tan sólo había incrementado su frustración para con los bizantinos, desmoronando cualquier pretensión que le quedara de poder contribuir a la salvación de su estilo de vida.

A pesar de su temor a la invasión del islam, Genadio no podía evitar sentir un cierto grado de envidia por la forma en que los musulmanes vivían su religión, por aquella pasión y humildad con la que expresaban su fe, la misma fuerza interior que habían desplegado los antiguos cristianos en los oscuros tiempos de la Roma pagana, con la que derrotaron al mayor imperio que hubiera visto la Tierra. A ojos del monje los turcos estaban destinados a ocupar la ciudad, simplemente porque su fe en Dios y en la victoria era superior a la que demostraban los cristianos, demasiado ocupados en sus propias disputas para acordarse de sus deberes con el Altísimo.

Ahora, el religioso estaba convencido de que la intención del emperador al convocarle no sería otra más que reclamar su intercesión con los muchos feligreses que aún profesaban la fe ortodoxa. Pensaba así evitar, en lo posible, el choque entre latinos y griegos, odio dormido mientras los éxitos mantenían a raya al enemigo turco, aunque, con el primer fracaso, se convertiría en un vano intento que no sacaría al monje de su encierro.

—Dile al mensajero que no pienso romper mi aislamiento de la vida pública —dijo finalmente, sobresaltando al adormilado monje, que dio un respingo en el banco para ponerse de pie.

«Cualquier intento es inútil», pensó Genadio mientras el monje abandonaba la nave de la iglesia para avisar al emisario imperial; ahora todo se encontraba en manos de Dios, y era Él, en su infinita sabiduría, quien debía decidir si el pueblo de Bizancio merecía sobrevivir a la prueba de fe en la que se hallaba inmerso.

La sacristía de la iglesia de Santa María acogía de nuevo un secreto cónclave en el que se concentraban, en medio de un ruidoso coloquio, los notables que dirigían la defensa de la ciudad.

Esta vez, en previsión de nuevos encuentros en el lugar debido a su tranquilo emplazamiento, próximo a las murallas aunque lo suficientemente alejado para sofocar el eco del continuo cañoneo, los escasos muebles con los que contaban los religiosos habían sido transportados a la cripta, dejando espacio para la introducción de una mesa rectangular de roble, transportada de noche desde el palacio junto con una docena de cómodas sillas de alto respaldo.

El secretario imperial esperaba fuera de la sala, junto a cuatro fornidos guardias varengos, la llegada del mensajero enviado al monasterio del Cristo Pantocrátor en busca de Genadio.

A pesar de las elevadas voces que surgían del interior de la sacristía, donde los asistentes comentaban en abierta discusión lo sucedido la pasada noche, Sfrantzés mantenía el rostro sereno, impasible, tratando de mantener la tranquilidad, tal y como se esperaba de alguien capaz de mantener la mente clara en los momentos de mayor presión. No deseaba revivir los instantes previos a la anterior reunión, con su aparición, sudoroso y sofocado, en la solitaria iglesia. Esta vez había tenido tiempo para avisar a los convocados y, aunque la mayoría, incluido el emperador, habían llegado antes de la hora prevista, él ya había preparado la pequeña estancia y esperaba a los asistentes.

Una discusión, en un tono algo más discordante de la algarabía general que reinaba en la sala, hizo que el secretario imperial se volviera, escudriñando a través de la portezuela entreabierta. Los guardias varengos se aproximaron a la entrada, inquietos por el ruido, atentos ante la posibilidad de que el emperador necesitara su ayuda.

—No os preocupéis —tranquilizó Sfrantzés—, aunque debéis permanecer alerta. Algo me dice que esta reunión va a ser agitada y es posible que requiera vuestra presencia.

El oficial que comandaba el diminuto grupo, imposible de diferenciar de los soldados por la carencia de distintivos sobre su cota de malla, asintió con un movimiento de cabeza, antes de desviar los ojos hacia la entrada a la nave de la iglesia, donde un funcionario, vestido de librea, acababa de entrar corriendo.

—El religioso a quien debía traer —dijo el mensajero, de forma entrecortada mientras recuperaba el aliento— se niega a venir.

—¿Ha dicho por qué? —preguntó Sfrantzés.

—No, la verdad es que no pude hablar con él, pero el monje que se encontraba en la puerta del monasterio me dijo que Genadio se había apartado de la vida pública y deseaba permanecer en su retiro.

El secretario imperial arrugó la frente, contrariado por la terca negativa del popular clérigo. Su concurso había sido solicitado para tratar de convencerle de la necesidad de hablar a sus muchos seguidores, para calmar los ánimos de la población, alterada por la visión del desastre naval y de las múltiples ejecuciones que siguieron al combate.

Con un cortés agradecimiento despidió al agotado mensajero y entró en la sala con paso lento.

—No dejéis que nadie se acerque —recalcó al oficial de los guardias antes de atravesar el umbral, cerrando la portezuela a sus espaldas.

Junto con los máximos responsables bizantinos, venecianos y genoveses, el puesto que en la anterior reunión había correspondido a los capitanes venecianos se completaba, en ausencia de estos, con la presencia del cardenal Isidoro, el cónsul catalán, Pere Juliá, el príncipe Orchán, Teófilo Paleólogo y el arzobispo Leonardo de Quíos, quien acababa de llegar desde Pera, donde había acudido a solicitar personalmente una explicación por parte del podestá Lomellino respecto a lo ocurrido la noche anterior.

A pesar del hueco dejado por Genadio, el movimiento e intensa discusión en los que se encontraban inmersos los convocados provocaban un abrumador efecto en la diminuta sala, escasamente iluminada por un estrecho ventanal vidriado que se incrustaba en uno de los espesos muros de la iglesia.

—Podemos iniciar la reunión —comentó finalmente Sfrantzés, elevando el tono por encima del coro de conversaciones que se desarrollaban en paralelo entre los asistentes—. El emisario que envié en busca de Genadio me informa de su renuncia a formar parte de este consejo.

—Es increíble que se haya convocado a ese fanático hereje —comentó el arzobispo con su habitual desprecio hacia los que aún profesaban abiertamente la ortodoxia—. Gracias a Dios que al menos ha tenido la decencia de negarse a asistir.

—Genadio es uno de los guías espirituales que cuentan con mayores apoyos entre la población —repuso el secretario imperial—. Su negativa a colaborar complicará nuestras gestiones.

—Que semejante fantoche goce de popularidad dice muy poco a favor de la cristiandad de Bizancio —dijo Leonardo despectivamente.

—Es posible que Genadio sea en exceso extremista sobre cuestiones de fe —replicó el megaduque Notaras— y, aunque no quiero caer en la tentación de contestaros como merecéis, me limitaré a decir que fanáticos despreciables se pueden encontrar en la jefatura de cualquier religión.

El arzobispo enarcó una ceja, tratando de discernir si las palabras del ministro bizantino encubrían una irónica difamación.

—Es cierto —intervino el juicioso cardenal Isidoro acallando la posible réplica de Leonardo—. No hemos venido aquí a tratar de los conflictos entre nuestras Iglesias, sino a buscar una solución a la crisis que esta fatalidad ha traído a nuestra situación.

—No se puede tratar de fatalidad lo que ha sido pura traición —intervino el baílo veneciano.

—¿A quién acusáis de traición? —preguntó Giustiniani con asombro.

—Todos hemos oído de boca del propio almirante Trevisano, aquí presente, como una luz se encendió sobre una de las torres de Pera en el momento en que nuestros barcos se hicieron a la mar. Sinceramente, no creo que se necesite ser marino para atar estos cabos.

—¿Insinuáis que en Pera hay genoveses a sueldo del sultán? —preguntó el intrigado cónsul catalán.

—¡Eso es ridículo! —espetó el arzobispo con un soplido de indignación—. No seré yo quien justifique la deshonrosa posición del podestá, e incluso tengo pensado dirigir una nota de protesta al gobierno de nuestra madre Génova, pero me niego a creer que mis compatriotas puedan ser unos traidores a la causa cristiana. Tal vez fuera un simple reflejo, o una alucinación.

—¿Un reflejo?, ¿de noche? —adujo irónicamente Trevisano—. Una alucinación no afecta a cientos de marinos. Encuentro increíble que queráis negar lo evidente.

—El podestá no tiene constancia alguna de dicha luz, fuego o aparición, aunque bien pudiera tratarse de un hecho fortuito y, por supuesto, niega tajantemente que entre los súbditos genoveses existan traidores.

—Tal vez debería preguntar a sus propios marinos —dijo Trevisano—, los que navegaban en el mercante que él se empeñó en prestarnos, el mismo que ha servido para dar tiempo al sultán a reforzar sus defensas.

—Esa apreciación no es justa —intervino Giustiniani—. Es cierto que Minotto advirtió de los riesgos que la espera podía suponer, pero Lomellino no fue el último responsable de aceptar el retraso.

Trevisano bajó la cabeza resoplando, incapaz de dar la razón al genovés aunque tuviera constancia de la verdad de sus palabras.

—Yo más bien me inclino a creer que toda esta discusión sobre la presunta señal se debe a la intención de ocultar la desgraciada actuación del capitán Giacomo Coco, descargando las culpas que corresponden a los venecianos en una supuesta trama de espías genoveses —añadió el obispo.

—¡No puedo creer que seáis tan ruin! —exclamó el baílo veneciano—. Estáis difamando a un hombre que ha dado su vida por esta ciudad, vertiendo injurias sobre Venecia, movido por vuestro odio racial, para excusar el indigno proceder de vuestra desleal colonia.

La llegada del arzobispo desde Pera a primera hora de la mañana, cuando el remojado y deprimido Trevisano había ya informado a los notables de la ciudad del desastroso resultado del ataque, era esperada con tensa expectación. Aunque los venecianos, convencidos de que la luz vista por la mayor parte de los marinos que tomaron parte en el ataque, no era sino una señal de algún espía afincado en Pera advirtiendo al sultán de la presencia de los navíos cristianos, difícilmente habrían creído cualquier explicación recibida del impopular arzobispo. Casi no podían contenerse al escuchar cómo el religioso, en representación del podestá, no sólo negaba la intencionalidad de la señal, sino que se atrevía a descargar la culpa en el difunto capitán veneciano al mando del ataque.

—¡Y yo no puedo concebir que estéis tan ciego! —replicó Leonardo en un tono aún más elevado que el de su contertulio, sujetándose la cruz de oro que colgaba de su cuello con una mano para evitar que saliera despedida con la agitada contestación—. Según su propio relato, tras la supuesta señal de la que tanto hablan todo permanecía tranquilo en el campamento turco, y así continuó hasta la suicida maniobra de la fusta. Fue el propio capitán Coco el que impuso el orden de marcha, el mismo que afirmó que la sorpresa era fundamental para después lanzarse con música de trompas y tambores sobre la flota turca, revelando la posición de los barcos y poniendo en peligro a los que marchaban en cabeza, incluido nuestro propio mercante que fue solicitado por ustedes.

—¡Eso es una difamación! —bramó Trevisano, que se encontraba fuera de sí, escupiendo saliva de forma incontrolada al hablar, con el rostro congestionado por la furia y los músculos del cuello marcados, como si fueran a estallar en cualquier momento—. ¡Es fácil cargar las culpas sobre un muerto! Giacomo avivó el ritmo cuando se vio descubierto. Todos saben que Pera es un nido de traidores, no se puede esperar otra cosa de un genovés.

—¡Almirante Trevisano! —exclamó Giustiniani, que había sido llamado con urgencia por el emperador para tratar de calmar los ánimos—. Entiendo el dolor que podéis sentir por la muerte de tantos compatriotas, e incluso comparto alguna de vuestras dudas sobre el incidente descrito por los marinos, pero no consiento que se insulte a mi patria de esa manera.

El veneciano miró al comandante genovés fijamente, sin que el protostrator, puesto en pie y con la mano apoyada en el pomo de la espada, pestañeara un instante o desviara su mirada. Finalmente, y con un leve movimiento de cabeza, Trevisano dio por perdido el invisible duelo, proporcionando disculpas al genovés.

—Lamento mis palabras; me siento furioso, frustrado y traicionado. Sé que no hay nadie aquí que haya hecho más por la defensa de esta ciudad que vos, y dad por seguro que, a pesar de mi estado de ánimo, no os incluyo en las acusaciones que he vertido, pero eso no me aparta del convencimiento de que existen traidores en Pera que han provocado nuestra derrota y…

—¡Os reafirmáis incluso contra el único héroe que ha defendido Constantinopla! —interrumpió el arzobispo genovés—. Aquí no hay más traición que la veneciana, raza de mercaderes capaces de vender a su propia gente con tal de quedarse con la última ciudad bizantina, librándose a su vez de la competencia de Pera.

—¡Retirad esas palabras o moriréis aquí mismo! —gritó el baílo Minotto echando mano a la espada.

—¡Caballeros! —gritó el emperador, levantándose a su vez del asiento—. Ya tenemos bastante con enfrentarnos al ejército turco. ¡Por Dios!, no se hagan la guerra unos a otros.

—¡Majestad! —repuso Minotto—. Hemos dado nuestra sangre por Dios, por vos y por vuestra ciudad, y aún continuaremos mientras nos quede un aliento, pero no puedo consentir esta ofensa, y menos de un hombre que se oculta tras su hábito.

El cardenal Isidoro se puso en pie lentamente, atrayendo la atención de los presentes justo en el momento en que la puerta de la sala se abrió, apareciendo en el estrecho marco la gigantesca figura de uno de los guardias que custodiaban la sala, alarmado por el creciente griterío y las imprecaciones que se emitían. La visión de sus acerados ojos, remarcados por el casco que cubría su cabeza, atemorizaba casi tanto como el hacha que portaba en la mano, presta a ser utilizada.

—No será necesario que nuestro amigo veneciano se sienta ofendido —afirmó Isidoro con parsimonia mientras Constantino hacía un gesto al varengo para que regresara a su puesto—, el arzobispo Leonardo ofrecerá inmediatamente sus disculpas.

—¡Disculparme yo! ¿Por exponer la verdad?

—Sí —respondió el cardenal con firmeza—, ahora mismo. Nada en la Tierra os autoriza a insultar de la manera que lo habéis hecho a los valientes venecianos que pelean al lado de nuestros nobles por la salvación de la ciudad. Esta es la segunda vez que os ordeno disculparos, y también la última. Si esto se repite os enviaré de vuelta a Roma. Si hemos de caer ante los turcos, sea, pero no consentiré que quien se dice representante del Papa rompa la frágil alianza que con tanto esfuerzo el emperador y Giustiniani se han encargado de forjar.

El arzobispo Leonardo bajó la cabeza, malhumorado ante la categórica orden del cardenal, sintiendo como se convertía en el centro de todas las miradas, expectantes por comprobar si cedería a la imposición de su superior eclesiástico.

—Siguiendo el voto de obediencia —dijo finalmente en un tono prácticamente inaudible, que obligó a los presentes a agudizar el oído para entender sus palabras— presento mis disculpas a los presentes.

El gobernador Minotto se mantuvo en pie observando fríamente al arzobispo, que seguía cabizbajo, mordiéndose los labios a causa de la humillación. El veneciano no mostraba intención de aceptar la exigua declaración de Leonardo, aunque, tras un tenso y casi imperceptible intercambio de miradas con el emperador, volvió a sentarse de mala gana. Su cara aún mantenía la expresión de un hombre a punto de saltar de ira, por lo que Constantino intervino de inmediato, tratando de distraer a los presentes con un nuevo tema:

Baílo Minotto —comenzó con tono suave, en un intento de distender la crispación que se notaba en la sala—, dado que no tenemos ninguna noticia sobre las disposiciones tomadas por Venecia respecto a vuestra petición de ayuda, pero debemos suponer que una flota ya se encuentra en camino, ¿no creéis que sería adecuado enviar un barco en su busca? Es posible que, al no conocer nuestra situación, decidan detenerse en algún puerto para avituallarse antes de encaminarse en esta dirección.

—Creo que es una buena idea —apoyó Giustiniani, también deseoso de refrescar el enrarecido ambiente—. Daría ánimos a la población después de la triste noticia de hoy.

—Con los turcos dentro del Cuerno de Oro —repuso el cónsul catalán—, ¿no sería más juicioso conservar todos nuestros barcos de guerra para defender las murallas de un posible ataque?

—No pensaba en una galera —explicó Constantino—, sino en un pequeño velero. Disponemos de varios bergantines en los puertos que podrían salir sin necesidad de abrir completamente la cadena, tan sólo habría que disfrazar a los marineros como turcos y cambiar el pabellón para que, en medio de la noche, la flota del sultán no pueda reconocer el barco. El príncipe Orchán podría incluir a alguno de sus fieles y ayudar con la caracterización del bote.

—No perdemos nada —admitió finalmente Minotto con un encogimiento de hombros, distrayendo su atención del callado arzobispo—. Puedo enviar con ellos a alguno de mis hombres para que indique los lugares más probables donde amarraría la flota veneciana de camino hacia aquí. Sin embargo yo esperaría unos días antes de hacerme a la mar, ahora los turcos estarán alerta, con el consiguiente peligro para los que realicen el intento. Dentro de tres o cuatro días la situación se habrá calmado.

—Perfecto, así se hará, el megaduque se hará cargo de los preparativos y seleccionará a los marinos. Creo que con esto podemos dar por finalizada la reunión.

—Yo tengo un tema importante que tratar —intervino Giustiniani—: cada vez con mayor frecuencia, los soldados griegos piden permiso, o incluso desaparecen durante horas. Alegan, con razón, que deben ausentarse para buscar comida para sus familias, lo cual es innegable y por ello no puedo castigarles, pero comienza a afectar a la seguridad de la muralla.

—La solución sería comprar los suministros que podamos encontrar en la ciudad —explicó el emperador— y distribuirlos equitativamente entre la población, pero no sé si disponemos de recursos suficientes para ello —admitió mirando interrogativamente al secretario imperial.

—Sé que mi autoridad entre los clérigos ortodoxos es cuestionada —dijo el cardenal Isidoro—, pero creo que todos me apoyarán si concedo autorización para que se requisen objetos de valor de los templos, como candeleros o copas de plata.

—Eso nos concedería los fondos necesarios —afirmó Sfrantzés con confianza.

—Un último asunto —finalizó Giustiniani—. Si se me permite la sugerencia, dado que no podemos obviar reacciones entre nuestros hombres, similares a la que aquí hemos vivido, deberíamos redoblar la vigilancia sobre la tropa para evitar incidentes que más tarde podamos lamentar.

Un coro de murmullos de aprobación siguió al comentario del militar genovés, admitiendo lo inevitable. Si los propios jefes de la defensa, que trabajaban codo con codo a diario por la salvación de la ciudad, habían estado a punto de llegar a las manos, no se podía esperar calma absoluta entre soldados con muchas rencillas que resolver a base de acero en cuanto se les diera la menor excusa.

La reunión finalizó rápidamente, en un inteligente intento de separar a los asistentes mientras se mantuviera el tenso pero cortés trato con el que había acabado el último tema. El secretario imperial ordenó a dos de sus guardias que escoltaran de modo visible a los religiosos, con especial hincapié en el detestado arzobispo. Aunque no pensaba que ninguno de los nobles presentes fuera capaz de atacarle de forma deshonrosa, debía reconocer que él mismo se veía tentado de ordenar que un par de asesinos a sueldo le esperaran en la primera esquina.

El emperador, tras despedir a los dignatarios con toda la cordialidad que pudo expresar en tan escabrosa situación, permaneció en la sala, sentado en la cabecera de la pulcra mesa, apoyando en ella los codos a la vez que se sujetaba la cabeza entre las manos.

—Nos estamos desmoronando —le dijo a Sfrantzés cuando quedaron a solas.

El secretario imperial se sintió descorazonado al observar el abatimiento de su mejor amigo. Su aspecto pálido se acentuaba con las profundas ojeras que rodeaban sus ojos. Su pelo, de un vigoroso color negro, mostraba ahora numerosas canas que salpicaban su cabeza. Aunque mantenía su barba cuidada y el lujoso aspecto que correspondía a su elevado cargo, Sfrantzés no podía ignorar que aquel prolongado estado de emergencia le estaba consumiendo con rapidez, absorbiendo la rebosante vida que emitía Constantino, hasta dejar tras de sí sólo un pálido reflejo de su grandeza anterior.

—Tan sólo es un tropiezo —respondió el secretario con falso ánimo—. Si lo pensamos con tranquilidad, la situación apenas ha cambiado.

El emperador sonrió, mesándose los cabellos con la mano.

—Sólo tú podrías ver algo positivo en todo esto.

—No positivo —rectificó Sfrantzés—. Es evidente que el sultán ha obtenido una victoria, pero no tenemos que magnificarla. A fin de cuentas su flota está dividida y no es lo bastante fuerte como para poder superar a nuestros barcos en el interior del puerto, por lo que la muralla permanece segura; bastarán unos pocos guardias para vigilarla.

—En estos momentos, la flota del sultán es el menor de mis problemas; si venecianos y genoveses rompen la confianza que los mantiene unidos se acabó. No podremos continuar solos.

—Giustiniani ha mantenido a las tropas en sus puestos, debemos confiar en él. No ha perdido ni un ápice de su valía ni carisma entre los soldados. Como dice el baílo, lo mejor será esperar unos días a que la situación se calme por sí misma.

—No nos queda otro remedio —comentó Constantino suspirando—. Me gustaría estar un rato a solas, aprovecharé que me encuentro en una iglesia para rezar, llevo tiempo sin poder hacerlo con tranquilidad.

Sfrantzés dudó por un momento si quedarse con él. El informante que había retirado de casa de Lucas Notaras para que investigara a Francisco y Teófilo había regresado la tarde anterior con toda una serie de extrañas noticias acerca de los numerosos viajes del criado del castellano a palacio, así como su interés por la protovestiaria. Aunque todo indicaba que sus sospechas se reducían a un complejo asunto sentimental, era su responsabilidad poner al corriente al emperador de los asuntos que involucraban a su familia. Sin embargo, con la excusa de profundizar en la investigación y el convencimiento de que un nuevo e insignificante problema no ayudaría en absoluto a mejorar su ánimo, se despidió, pensando que nadie mejor que el Señor para consolar a un hombre derrotado y guiarle a través de la madeja de decisiones que tendría que desenredar si quería mantener vivos los latidos del desesperado corazón de Bizancio.

Las precauciones de Giustiniani no fueron suficientes para imponer la tranquilidad en la ciudad. El día que siguió al fracaso del asalto se convirtió, a medida que los entresijos de la derrota llegaban a la población, en un rosario de peleas, discusiones y disturbios, controlados a duras penas por las milicias urbanas que patrullaban las calles.

Mientras venecianos y genoveses se acusaban unos a otros de traición o imprudencia, los más exaltados entre los griegos recuperaron la lucha entre ortodoxos y latinos, lanzando viejas proclamas que se repetían desde los tiempos de la cuarta cruzada, despertando en aquel que se aviniera a escuchar los antiguos odios, que muchos creían superados, contra la unión de las Iglesias.

Había bastado un pequeño revés, una simple piedra en el camino para que aquella obligada coalición de nacionalidades se tambaleara peligrosamente, demostrando que los planes que forjaran los representantes de la clase dirigente de nada valían si no calaban en los corazones de los ciudadanos, aquellos que, alejados del protocolo y las corteses maneras de la aristocracia, formaban el verdadero núcleo y alma de la urbe.

El protostrator, en combinación con el baílo veneciano, había tomado la resolución de acantonar a los soldados genoveses en su campamento junto a la muralla, así como a los venecianos en Blaquernas y el barrio del puerto, eliminando los riesgos de un conflicto de grandes dimensiones, a la vez que se alejaba de las calles a centenares de hombres armados en un momento en que la tensión hacía el ambiente irrespirable. Sin embargo, a pesar de recorrer la ciudad incansablemente tratando con su presencia de calmar los ánimos, no pudo evitar que, hasta bien entrada la noche, grupos de exaltados recorrieran la ciudad provocando incidentes contra comercios italianos, judíos y catalanes. Aunque el emperador desplegó algunos escuadrones de sus tropas a caballo el propio Giustiniani desaconsejó una dura represión, confiando en que el estallido de violencia desapareciera tan rápidamente como se había formado. El genovés pensaba, con acierto, que las agresiones e incidentes se calmarían con la llegada del nuevo amanecer, cuando el sonido de los cañones turcos devolviera a los bizantinos a la penosa realidad de su angustiosa situación, obligándoles a centrar su mente en la supervivencia frente al sultán, antes que en inútiles venganzas u odios ancestrales.

A la misma convicción había llegado Basilio, a través de las insinuantes voces que repiqueteaban en su cabeza. La noche pasaría pronto y, con ella, la oportunidad de llevar a cabo con impunidad la última idea que le había sido sugerida por su guía interior.

En medio de la oscuridad, agazapado en uno de los derruidos pórticos que jalonaban el camino entre el palacio de Blaquernas y el campamento genovés, el griego esperaba pacientemente la llegada de su presa.

A pesar de la prohibición de entrar o salir de palacio a partir de cierta hora de la tarde, su continuo deambular por los más intrincados rincones del gran edificio le había llevado a descubrir secretas formas de eludir el bloqueo oficial, permitiéndole transitar libremente por las calles a cualquier hora. Había utilizado esos conocimientos para seguir al joven Jacobo desde el momento en que le vio hablando con Helena.

La calle, débilmente iluminada por el pálido resplandor que emitía la luna, se mantenía vacía y silenciosa, turbada su quietud tan sólo por los lejanos ecos de las pocas cuadrillas de exaltados que aún pululaban por la ciudad. Esa zona de la urbe apenas era transitada, dada su carencia de habitantes y la inexistencia de comercios o edificios en buen estado. Tan sólo las ruinas arrojaban alguna sombra sobre el empedrado suelo que, en esa parte de la vía, comenzaba a lucir grandes huecos en su pavimento.

Los únicos que solían moverse a través del desierto camino, vigilado con sumo cuidado por Basilio, eran los soldados que iban o venían del campamento de Giustiniani al palacio. Por ello, la orden del genovés impidiendo a sus hombres abandonar esa noche sus tiendas había facilitado las cosas al astuto griego. Sabía que el único al que se encontraría esa noche sería ese jovenzuelo impertinente que se pasaba el día corriendo de un lado a otro, transmitiendo los frutos de su labor de espionaje al odiado castellano.

La espera no alteraba el ánimo de Basilio, convencido por las voces de que no debía sino mantener la paciencia para cobrar aquel escurridizo pez en las mejores condiciones. Para evitar que el húmedo frío de la noche calara su ropa había tomado la precaución de vestirse con su más gruesa túnica, unos pantalones de lino, una pesada estola y una capa oscura. Aunque tantas prendas estorbaban sus movimientos, disminuyendo su agilidad en caso de una pelea, estaba seguro de que la sorpresa le facilitaría la tarea y, por otro lado, la capa era esencial para su plan.

Como bien imaginaba Basilio al comunicar a Teófilo la noticia de que había identificado al informante del ladino banquero veneciano, el recto noble insistió en detenerlo y entregarlo al secretario imperial, confiando en poder, a través de su interrogatorio, llegar hasta Badoer. No le había costado mucho al ingenioso funcionario convencer al inocente primo del emperador de que sería más adecuado esperar, seguirle y recoger información, antes que descubrirle. Sin desvelar la identidad de Jacobo, engatusándole con la noticia, había conseguido que Teófilo le permitiera penetrar en sus estancias privadas, donde, en un descuido, había sustraído una de las capas del bizantino, bordada con las águilas de los Paleólogo, la misma que ahora llevaba encima.

De un vistazo, intentó asegurarse de que el trozo bordado que había cortado de la capa y arrojado al suelo en medio de la calle permanecía en su lugar. Aquella sería la irrefutable prueba que involucraría a Teófilo en la muerte del joven ligado a Francisco. Éste también perecería en parecidas circunstancias antes de que un tribunal pudiera cargar al noble bizantino con la acusación, eliminando a sus dos contrincantes en una hábil jugada.

Regodeándose en lo sencillo que había resultado manejar los hilos de la trama para conseguir que ambos parientes se enfrentaran entre sí, Basilio estuvo a punto de perder la concentración, en el momento en que una figura apareció entrecortada por la luna en el extremo de la calle, encaminándose a la carrera hacia donde se encontraba el griego.

Con los ojos fijos en la sombra que se aproximaba, el griego extrajo de entre sus ropas un afilado cuchillo, asiéndolo con fuerza mientras calculaba el ritmo de acercamiento de su contrincante, el cual se aproximaba con rapidez, salpicando con sus botas el agua de los charcos en los que se reflejaba la luna.

Conteniendo el aliento, Basilio esperó a que el joven estuviera casi a su altura para, con un grito de rabia, arrojarse sobre él, cuchillo en mano, en un furioso asalto a traición.

Jacobo apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando aquella figura se abalanzó sobre él en mitad de la calle. Cansado por las muchas carreras que habían lastrado sus piernas ese infernal día, a pesar de que el asaltante profirió un bramido en su ataque no fue lo bastante rápido como para eludirlo y, con horror, observó el brillo de su mano cuando el desconocido descargó el golpe, alcanzándolo en un costado.

Un escalofrío recorrió su cuerpo cuando el gélido metal laceró su piel, dejando escapar un inaudible gemido. Con un traspié, se separó de su agresor, más por la inercia de la carrera que por sus propios esfuerzos, llevándose una mano a la herida, donde notó la tibieza del espeso líquido que surgía de ella.

En un latido, mientras la sombra preparaba su brazo para descargar un segundo golpe, Jacobo tuvo que decidir entre darle la espalda e intentar huir a la carrera o, por el contrario, girar para enfrentarse a él en un desesperado intento de defenderse.

Basilio lanzó un gruñido de satisfacción cuando su primer golpe alcanzó el objetivo, disfrutando del estremecimiento del cuerpo de su enemigo cuando la hoja penetró su carne. Sin embargo, no había calculado bien el impulso de la carrera del joven, que había conseguido sortearle a pesar del profundo tajo y ahora trataba de volverse hacia él. «Está loco», pensó el griego cuando observó como el mozalbete se giraba para enfrentarse con su desconocido asaltante.

Sin intención de dar ninguna oportunidad al herido, el griego tomó impulso y, con un nuevo grito de furia, lanzó el brazo hacia delante, impactando en mitad del pecho del joven italiano, que dio un paso hacia atrás intentando amortiguar el golpe. Para sorpresa de Basilio, con pasmosa agilidad el mozuelo había atrapado su brazo, impidiendo que la afilada hoja del cuchillo se hundiera hasta el fondo.

Con un torrente de adrenalina recorriendo su cuerpo, Jacobo notó como el frío acero golpeaba con fuerza su pecho, en un doloroso impacto que le dejó sin respiración, pese al cual, gracias a que lo había recibido sin firmeza y a la brusca acometida de su atacante, con más intención que pericia, consiguió trabar los brazos de su enemigo, intentando arrebatarle el cuchillo con la fuerza de la desesperación.

La sombra, cuya cara permanecía oculta bajo los pliegues de su oscura capa, forcejeó sorprendida con el joven, tratando de clavar de nuevo el filo de su arma sobre el pecho del italiano, causando apenas unos pocos cortes.

Sintiéndose flaquear, con la respiración entrecortada y las piernas a punto de fallarle, Jacobo concentró toda la energía que aún le quedaba y propinó a su contrincante un fortísimo puntapié en la espinilla, consiguiendo que este, con un aullido de dolor, se separara de él mediante un brusco tirón y huyera a la carrera, abandonando al sangrante Jacobo en medio de la calle.

El campamento se encontraba aún en silencio. Escasos soldados se aventuraban a salir de sus tiendas al intenso frío de la mañana, impropio de finales de abril, y los que lo hacían se frotaban los brazos con fuerza para entrar en calor, maldiciendo el extraño tiempo que traía la primavera en aquella ciudad dejada de la mano de Dios.

Francisco apresuraba el paso, cruzando enfrente de los somnolientos militares en compañía de Cattaneo, en dirección al desvencijado edificio, el único que permanecía en pie en la zona, que hacía las veces de hospital de campaña, proporcionando al creciente número de heridos un techo algo más estable que las empapadas lonas que resguardaban al resto de sus compañeros.

Fue Mauricio Cattaneo quien despertó al castellano, poco antes del amanecer, alarmado por la desaparición de su joven emisario. Después de buscarlo sin éxito por media ciudad, había acudido al campamento de Giustiniani. Tras las oportunas preguntas a los retenes de guardias escucharon el angustioso relato de cómo Jacobo, desangrado y a punto de desfallecer, había llegado hasta el linde del acantonamiento, derrumbándose junto al asombrado italiano que montaba guardia.

La inexistente puerta del edificio había sido reemplazada por una gruesa tela de tonos ocres, manchada por su lado exterior de barro y sangre seca. Tras retirarla, ambos se adentraron en una gran sala, débilmente iluminada por varios braseros en los que algún tipo de planta medicinal ardía con intensidad, despidiendo un fuerte aroma que ocultaba el hedor de los miembros gangrenados y las pústulas de los enfermos.

La mayoría de las ventanas habían reemplazado los rotos vidrios por gruesas tablazones de madera, dejando tan sólo unas pocas para que las primeras luces del amanecer ayudaran a iluminar la inmensa estancia. El edificio, de tipo basilical, disponía de tres naves alargadas, con la central de doble ancho que las laterales, porticadas y en penumbra. A ambos lados se alineaban decenas de camastros, ocupados en su mayor parte por enfermos, más que con heridos, dado que tan sólo los genoveses de Giustiniani utilizaban este hospital, servido por media docena de médicos y enfermeros.

Entre toses, ronquidos y lamentos, comenzó entre los enfermos la búsqueda de Jacobo, interrumpida por uno de los médicos, que se adelantó hacia donde se encontraban los dos compañeros conminándoles a dejar el edificio.

—Es mejor que dejen el hospital, algunos de estos enfermos son contagiosos.

—Buscamos a un joven —dijo Francisco— de unos quince o dieciséis años, creo que lo trajeron hace unas horas.

—¿El apuñalado?, sí, llegó en plena noche.

—¿Cómo está? —preguntó Cattaneo—. ¿Podemos verle? Tendríamos que hablar con él.

—Imposible, ha perdido mucha sangre, es casi un milagro que haya sobrevivido esta noche. Hemos curado sus heridas pero sigue inconsciente y aún hay riesgo. No se podrá hablar con él en dos o tres días.

—¿Dijo algo?

—No, lo trajeron inconsciente, lo único que puedo decir es que tenía una herida profunda en un costado —explicó el médico, señalando en su propio cuerpo la situación de la herida de Jacobo—; es la más peligrosa. Tiene otra herida en el pecho, pero afortunadamente el esternón soportó el impacto sin llegar a romperse, si no, le habría desgarrado el corazón.

—¿Vivirá? —preguntó Francisco tragando saliva, temeroso de la contestación del cirujano.

—Es difícil de decir —respondió el médico moviendo la cabeza de un lado a otro—, es joven y sano, creo que conseguirá sobrevivir a la pérdida de sangre, pero si aparece infección es probable que muera.

—¡Malditos hijos de perra! —exclamó Mauricio cerrando los puños—. Si consigo echármelos a la cara los despellejaré vivos.

—No sé si debería decirlo —susurró el médico acercándose a Francisco—. Los soldados que le trajeron salieron después del campamento a pesar de las órdenes de Giustiniani. Al parecer, el muchacho dijo al guardia dónde le habían atacado antes de desfallecer, pero el grupo que buscó a los agresores no encontró nada, tan sólo rastros de sangre y un trozo de tela desgarrado. Creo que lo tengo por aquí.

El cirujano se dirigió a una larga mesa situada entre dos de las columnas que dividían una de las naves, llena hasta rebosar de frascos de vidrio, pequeños recipientes cerámicos, lancetas, escalpelos y todo tipo de instrumental quirúrgico. De en medio del embarullado grupo de objetos extrajo un pequeño trozo de tela, sucio de barro y con los bordes deshilachados, que entregó al extrañado Francisco con un encogimiento de hombros.

—Ni siquiera sabían si se le cayó al agresor en medio del forcejeo o llevaba semanas en el suelo, lo recogieron porque les pareció manchado de sangre, pero tan sólo es barro y suciedad, en medio de la noche es difícil distinguir una cosa de otra.

—Seda —dijo el castellano extrañado cuando palpó la tela que alargaba el médico—, parece bordada, pero no hay luz suficiente para ver el dibujo.

—Salgamos fuera —comentó Cattaneo—. Avisadnos en cuanto mejore el muchacho —añadió dirigiéndose al cirujano.

El médico asintió con la cabeza, silenciando el obvio añadido «o si muere» que el genovés se había negado a pronunciar. En los muchos años que llevaba dedicado a remendar los destrozos que la guerra provocaba en los hombres, había observado desde curaciones milagrosas hasta dolorosas muertes por un simple corte. Por ello no quiso añadir nada a sus palabras, las vanas esperanzas resultaban difíciles de aceptar, por lo que lo único que aconsejaba era la piadosa oración, que, si bien muchas veces no contribuía a sanar a enfermos o heridos, al menos aliviaba sus conciencias de la impotencia de saberse inútiles y, en último caso, ayudaba al alma del difunto en su tránsito al juicio final.

—Les avisaré —afirmó mientras apoyaba su mano en el hombro de Francisco—. No duden de que haremos todo lo que esté en nuestra mano, el resto ha de decidirlo Dios.

Cattaneo agarró el brazo de Francisco, tirando suavemente de él, mientras el castellano, con la vista perdida en el fondo de la nave, se dejaba arrastrar a la salida.

Una vez a la luz del sol, examinaron con cuidado el trozo de tela. Tras limpiar con agua el barro que lo cubría, la seda, de un bello color azul, reveló un fino bordado de hilos de oro, formando la cabeza de un águila, de cuya base partía un segundo cuello hasta uno de los bordes del rasgado pedazo.

—¡El águila bicéfala de los Paleólogo! —exclamó Cattaneo con incredulidad—. ¡Es imposible!

—Seda e hilo de oro —comentó Francisco—. Artículos demasiado escasos para poder dudar de su autenticidad. Tan sólo el emperador y sus más íntimos parientes tienen acceso a un tejido como este.

—Sé lo que estás pensando —afirmó el genovés—, y creo que te equivocas.

—¿Quién sino Teófilo pudo haber dejado esto?

—Francisco —dijo Cattaneo cogiendo a su amigo por los hombros y mirándole de frente—, ¡mírame! ¿De verdad crees que el primo del emperador va a esperar de noche tras una esquina a Jacobo para matarle? Por mucho que lo detestes sigue siendo un noble, incapaz de actuar de forma tan rastrera.

—¿Qué otra explicación tienes para esto?

—No lo sé —repuso el italiano—, pero lo que sí sé es que, de ser Teófilo su agresor, nuestro joven compañero no habría sobrevivido. Quien o quienes fueran sus atacantes, y me inclino por uno solo, no era experto en esto. Nadie que conozca el oficio clava un cuchillo en el pecho sin hundirlo hasta el corazón. Puede que, como dijo el médico, ese trozo de tela llevara allí mucho tiempo.

Francisco apretó la rasgada seda con fuerza, furioso ante la situación, aunque consciente de la aplastante lógica que encerraban las palabras de Cattaneo. Si bien aquel trozo de tela no se había caído solo de la lujosa prenda de un noble, Teófilo era un buen luchador, en ningún caso habría dejado a Jacobo con vida y, tal como decía el genovés, incluso a él le parecía extraño que actuara de ese modo.

—¿Qué crees tú que ha pasado? —preguntó el castellano.

—Dado que el muchacho se ha pasado los últimos días corriendo del campamento genovés al palacio donde se encuentran los venecianos es posible que alguno le haya tomado por espía o traidor aunque, por la escasa experiencia que debía de tener su atacante más parece que algún griego exaltado por los acontecimientos del día anterior le ha apuñalado en un momento de enajenación. Probablemente huyó después, en cuanto tuvo conciencia de lo que había hecho.

—Al parecer, esta noche han tenido lugar varios asaltos por parte de grupos de bizantinos —corroboró Francisco—. Tiene sentido que uno de ellos atacara a Jacobo. Sin embargo, creo que iré a palacio a hablar con Teófilo; si realmente está tratando de provocarme voy a ponérselo fácil.

—No hagas tonterías —dijo el genovés—. Te meterás en un buen lío.

—Estoy cansado de este juego del gato y el ratón, de las añagazas, las vueltas y revueltas con lo que hacen uno y otro. Mira a qué han llevado, el pobre Jacobo está a punto de morir y todo sigue igual.

—Es probable que ese muchacho estuviera en esa misma situación aunque tú ni siquiera le hubieras conocido; fui yo quien le mandó de noche de un campamento a otro, no te culpes por algo en lo que no has tenido nada que ver.

Francisco se mantuvo con la vista fija en el trozo de tela, acariciando con los dedos la suave superficie, tratando de aclarar su mente en un denodado esfuerzo por pensar con claridad.

—Lo mejor que podemos hacer es esperar un par de días a que Jacobo mejore —finalizó Cattaneo—. Tal vez pueda decirnos quién fue su agresor. Después yo mismo te acompañaré a palacio si lo crees conveniente.

El castellano fijó la vista en su amigo, asintiendo con la cabeza a la vez que internamente agradecía el apoyo que le brindaba en aquel momento en que todo parecía ponerse en contra. Desde que Helena había rechazado inexplicablemente su presencia había comenzado a entender la infinita desazón que reconcome el alma de los enamorados cuando no se sienten correspondidos. Él, que nunca habría pensado encontrarse en situación semejante, notaba como la inacabable alegría que antes derrochaba se oscurecía, envuelta en una extraña niebla de la que no podía escapar. Los ánimos de Cattaneo y John eran lo único que le impulsaba a continuar luchando por aquella tortuosa relación que no podía expulsar sin más de su cabeza. Con un suspiro, deseó con todas sus fuerzas que el destino no le hubiera conducido hasta aquella ciudad miserable, preguntándose por qué el Señor disponía caminos tan inescrutables, jugando con los hombres como si de marionetas se tratase.

A pesar de todos los esfuerzos realizados para mantener la intensidad del fuego que las baterías turcas desarrollaban contra Constantinopla, tras un mes de incesantes disparos, muchos de los cañones se encontraban dañados.

El basilisco, la joya de las piezas de artillería que el ingeniero Urban había fabricado para el sultán, se encontraba fuera de servicio tras aparecer una preocupante grieta en su centro. Las vibraciones producidas por las continuas explosiones, sumadas a la rítmica sucesión de cambios de temperatura en su superficie, habían acabado por rajar la gigantesca arma, obligando al húngaro a trabajar día y noche en un improvisado taller, reparando uno tras otro los numerosos cañones que resultaban dañados, con especial interés en este último.

Mahomet se pasaba el día viendo cómo Urban refundía piezas, soldaba grietas y pulía de nuevo los interiores de las ánimas, en un continuo ir y venir de cañones, artilleros y carros de bueyes. Su idea de una confrontación interna entre las distintas facciones que componían la defensa se había ido al traste por la concienzuda labor de Giustiniani, apoyado en todo momento por Constantino, el cual había rechazado nuevamente su oferta de rendición, realizada por medio de algunos comerciantes genoveses del barrio de Pera.

Tras los momentos de euforia que siguieron a la victoriosa batalla en el Cuerno de Oro, los ánimos comenzaban a enfriarse nuevamente en el disciplinado campamento turco. Los bizantinos parecían haberse sobrepuesto a su fallido intento de destruir los barcos otomanos, retomando cada noche, con increíbles energías, la titánica tarea de reconstrucción de la muralla, arrasada durante el día por los cañones del sultán.

La información de los espías de Chalil, inútil en las fases iniciales, se mostraba apreciablemente más interesante con el tiempo, a pesar de que los continuos mensajes no desvelaban precisamente noticias esperanzadoras. Sin contar con la confirmación de que los tumultos en la urbe apenas habían durado un día, la desigual distribución de alimentos que traía de cabeza a la mayoría de los griegos había finalizado cuando el emperador compró, con el dinero requisado de las iglesias, todos los suministros que pudo encontrar, encargando a una comisión la gestión de su reparto.

Por otro lado, el eficaz espía al servicio de Chalil informó sobre las intenciones de Constantino para enviar un pequeño bergantín veneciano en busca de la flota que debería liberar la ciudad. Su primer visir había insistido con vehemencia en que se permitiera al velero escapar del cerco de forma inadvertida, convencido por los informes llegados desde la ciudad de los canales de que sería imposible que la flota de la Serenísima República estuviera lo suficientemente cerca como para ser detectada por los exploradores. Según Chalil, a su regreso, con las manos vacías, el golpe a la moral de los defensores sería decisivo. Mahomet se avino al plan, y el oculto navío pasó de noche entre los advertidos vigías turcos sin contratiempos. Sin embargo, observando el incansable quehacer del ingeniero Urban y su numerosa hueste de ayudantes, comenzaba a titubear, meditando si no habría sido mejor hundirlo a la vista de las murallas.

Por otro lado, su flota no había realizado ninguna acción de acuerdo a los planes, incluida la batalla en el Cuerno de Oro, donde la responsabilidad de la derrota de los latinos se debía achacar a sus piezas de artillería, por lo que no confiaba en que pudieran dar alcance al ligero bergantín.

Abandonando la improvisada forja, donde el fuerte tintineo de los golpes y el asfixiante calor de los hornos nublaban la mente, el sultán comenzó a pasear entre las innumerables tiendas de su campamento, perfectamente alineadas en larguísimas filas que casi se perdían en el horizonte.

Los cristianos que habían tenido el privilegio de acceder al emplazamiento de un ejército turco quedaban asombrados ante la limpieza, el orden y la disciplina de sus unidades. La disposición de los distintos servicios, la ausencia del temido alcohol, que embriagaba cuerpo y espíritu, y la pulcritud que los soldados observaban en su diario quehacer, descendían drásticamente la propagación de enfermedades, típica de los acantonamientos cristianos, así como las riñas, peleas o tumultos. Tan sólo entre los irregulares, donde podía encontrarse gente de toda condición, llegados en busca de botín y ávidos de rapiña, se podía encontrar un ambiente similar al de un campamento propio de los cruzados occidentales.

Mahomet se encontraba a gusto entre sus hombres, observando con interés todo aquello que envolvía la vida en el campamento, desde la preparación de la comida a los rezos diarios, pasando por el entrenamiento o los momentos de ocio en que los soldados se reunían junto a las fogatas para relatar a sus compañeros mil y una historias de la tierra en la que habían nacido.

A pesar de su fama, para el sultán su ejército era un preciado bien, una de sus más valiosas joyas. Tan sólo los bashi-bazuks o los regimientos de auxiliares provenientes de los reinos vasallos de los Balcanes eran prescindibles; sus jenízaros, así como las tropas de sipahis y azaps formaban el núcleo de la defensa del islam y, como tal, merecían la mayor de las consideraciones. No los enviaría a la muerte inútilmente, aunque era indudable que muchos de ellos caerían en el próximo asalto, el mismo que Mahomet, con los ojos fijos en la derruida muralla de Constantinopla, apenas visible entre el humo y el polvo levantado por los impactos de las balas de cañón, pensaba ordenar en pocos días.

Tres días de tensa incertidumbre e inenarrables pesadillas necesitó Jacobo antes de que sus ojos se abrieran y pudiera emitir algunas palabras.

—¿Dónde estoy?

Consciente de que su inaudible balbuceo pasaría desapercibido, trató de fijar su nublada vista. En un primer momento apenas pudo distinguir más que unas difusas formas en una oscura esquina del edificio donde se encontraba. Parpadeó con insistencia tratando de aclarar su visión, consiguiendo enfocar el desdibujado rostro de una virgen, pintada sobre el plano techo de madera que le cubría, casi oculta tras los tiznados rastros de algún pasado incendio.

En un esfuerzo, que le produjo una dolorosa punzada, giró la cabeza a su derecha, descubriendo una larga fila de camastros, ocupados en su mayor parte por arropadas figuras que apenas sobresalían de sus colchones hechos con cuerda y arpillera.

Movió el brazo derecho, hormigueante tras varios días de inactividad, palpándose la cabeza, incrédulo ante la carencia de heridas a pesar del horrible martilleo que atenazaba sus sienes.

Sintió la boca reseca, con un sabor agrio a hierbas putrefactas que casi le hizo vomitar. Tras el primer intento de incorporarse, una dolorosa punzada en su costado izquierdo le aconsejó sabiamente que se mantuviera tumbado. El pecho le dolía con cada respiración y, con una torpe y rápida inspección, comprobó que una venda lo recubría.

Con un fogonazo, el recuerdo de su nocturno atacante resurgió de su interior, haciendo que el muchacho se estremeciera. Su memoria terminaba en un angustioso caminar hacia unas hogueras lejanas, aunque el asalto permanecía vívido en su mente, tan real como si pudiera verlo en ese momento.

Un hombre pasó junto a su cama, portando un ancho cuenco rebosante de agua ensangrentada que casi derrama al ver el brazo levantado del joven, al que no había notado en todo ese tiempo.

—¡Vaya! —exclamó con alegría—, parece que finalmente has decidido quedarte en este mundo de lágrimas.

Jacobo quiso contestar, pero de su boca no salió más que un débil gorjeo.

—Será mejor que no hables, voy a buscar al cirujano.

—¿Estás seguro de que no pudiste ver su cara? Tal vez necesites más tiempo para aclarar tus recuerdos.

A pesar de la aplastante lógica con la que Cattaneo había convencido a Francisco de lo absurdo que sería acusar a Teófilo del asalto, el castellano aún deseaba en su interior recibir de labios de su joven compañero la confirmación de sus sospechas, por lo que la rotunda negativa de Jacobo a identificar a su asaltante frustraba su ánimo.

—No recuerdo cómo llegué al campamento —confirmó el muchacho con voz aún débil—, pero sí que vislumbro claramente el encuentro y puedo asegurar que nunca vi su cara.

—Los soldados que se acercaron más tarde al lugar encontraron un trozo de tela —comentó Francisco, alargando al herido la seda rasgada que recibió del médico—. ¿Podrías decirme si pertenece a las ropas de tu agresor?

Jacobo palpó el suave trozo de prenda, acercándoselo a la cara mientras fruncía el ceño.

—Estaba demasiado oscuro para distinguir el color de sus prendas —admitió con un suspiro— y, aunque forcejeamos y es posible que su ropa se rompiera, en medio de la lucha no me fijé en el tacto de su capa. No podría decir nada respecto a esto.

El castellano recogió con desánimo el pequeño trozo de tela mirando de reojo a Cattaneo, que le observaba con expresión desaprobadora, como si tratara de decirle que ya se lo había advertido.

—Tendremos que pensar que fue un simple griego, enajenado por la situación y con un acervado odio a los latinos. Será imposible dar con él.

—Lo importante es que te recuperes —intervino John, avisado por Francisco de los acontecimientos—. Dentro de poco te veremos de nuevo corriendo de un sitio a otro acogotando turcos.

—Me temo que harán falta varias semanas para eso —corrigió el cirujano—. La herida del costado es bastante profunda y podría abrirse de nuevo con un gesto brusco. Por ahora ha de permanecer en cama unos cuantos días.

—¡Yo quiero volver a mi puesto! —protestó Jacobo.

—No tengas prisa —dijo Cattaneo—, Mahomet es cabezota, esperará lo suficiente para que puedas volver a probar tu valor junto a la muralla.

—Como vuelva a ser llevando mensajes…

—¡Eso suena a reprobación! —exclamó el genovés con fingido enfado—. Si vuelves a tratar así a tu superior te daré una buena tunda.

Jacobo rio el comentario, aunque, al instante, cambió su cara en un gesto de dolor, retorciéndose cuando la herida advirtió, con una dolorosa punzada, de lo peligrosas que resultaban las carcajadas en su situación.

—Ya es suficiente por hoy —finalizó el médico con autoridad—. Mañana podrán pasar a verle otro rato.

Casi sin dar siquiera ocasión a despedirse, el cirujano empujó a los visitantes hacia la salida, arguyendo que disponía de poco tiempo y muchos pacientes, obligando a los tres amigos a abandonar el hospital.

—Debo volver con Giustiniani —se excusó el ingeniero—. Avisadme mañana cuando tengáis un rato para ver al mozo.

—Yo iré a palacio —afirmó Francisco con decisión—. Ya he pospuesto este asunto demasiado tiempo.

—¿Estás decidido? —inquirió Cattaneo—. En ese caso iré contigo, no me fío de que no cometas ninguna locura.

—¿De qué estáis hablando? —preguntó el escocés mientras se rascaba la cabeza.

—Es largo de contar —repuso el castellano—, y tengo prisa. Yasmine habrá acabado su jornada y ahora podré encontrarla en su habitación.

—¿Vas a liarte con la turca? —se asombró John—. Y yo que pensaba que lo hacías por Helena, ¡no entiendo nada!

—¡No, maldita sea! —respondió Francisco con desesperación—. Sólo voy a aclarar este asunto, y preferiría ir solo.

—Ni lo pienses —negó el genovés con determinación—. Estás demasiado ofuscado para actuar con coherencia.

—¿Tú también quieres liarte con la esclava? —dijo el ingeniero con una sonrisa—. Si esperáis a mañana me apunto al plan.

El castellano dirigió una mirada de odio al escocés, que a duras penas podía contener la risa, antes de partir con paso rápido hacia el barrio de Blaquernas seguido por Cattaneo, que, pese a coincidir con Francisco en lo poco oportuno del comentario de John, no pudo reprimir una sonrisa de complicidad con el gigantesco ingeniero cuando este se encogió de hombros ante la situación.

A pesar de la aparente firmeza con la que Francisco entró en el palacio imperial, su interior mostraba una mezcla de sentimientos encontrados que lo desorientaban completamente. Si, por un lado, ansiaba escuchar de labios de Yasmine el relato de lo que había contado a Helena sobre su supuesta relación, temía sobremanera lo que la esclava pudiera desvelarle y, sobre todo, no tenía claro cuál sería su reacción.

Aunque no había intercambiado palabra alguna con Cattaneo durante el rápido trayecto hasta Blaquernas, indignado aún por las chanzas de John, agradecía su presencia y el apoyo que suponía. Los días transcurridos en medio de las calladas dudas sobre la actitud de Helena o en espera de las noticias que pudiera recabar Jacobo suponían un oculto modo de retrasar lo inevitable. Mientras ascendían las escaleras de mármol del patio interior del palacio, observados con indiferencia por los guardias de la entrada, Francisco se daba cuenta de que temía descubrir la verdad, pues esta podría suponer la dolorosa confirmación de la ruptura con el único amor que había conocido en su vida. Resultaba más seguro permanecer en la ignorancia, angustiado, sí, pero siempre con la secreta esperanza de que todo volvería a ser como antes, que en algún momento se acabaría aquel desatino y reencontraría su camino con Helena. Enfrentándose abiertamente a Yasmine finalizaría ese círculo y Francisco no estaba seguro de poder soportar lo que encontraría tras esos muros si no resultaba ser la compleja equivocación que imaginaba esperanzado.

—¿Conoces el camino? —preguntó el genovés.

—Sí.

El decidido paso del castellano se ralentizaba a medida que se internaban en los pasillos que daban acceso a las habitaciones de la servidumbre, hecho no desapercibido por el perspicaz Cattaneo, que notaba como su amigo se inquietaba. Si, en un principio, el genovés se dedicó a admirar los mosaicos y suelos de mármol decorados con complejas figuras geométricas que adornaban las zonas de paso principales del palacio, tanto la desaparición de los lujosos adornos en la funcional área dedicada a los criados, como la creciente dubitación de Francisco, motivaron que centrara su atención en el tenso castellano.

—Supongo que querrás hablar a solas con ella —comentó Cattaneo cuando su compañero señaló una puerta en mitad de un pasillo.

—Si te soy sincero, no estoy seguro de nada.

—La nobleza de un hombre se demuestra por sus actos —afirmó el genovés—. Cobardes o valientes, todos sentimos temor, lo que diferencia a unos de otros es que los primeros rehúyen el combate mientras los segundos lo afrontan con dignidad y honor, aceptando las consecuencias que Dios les depare.

—¿Y si no somos capaces de aceptar lo que tememos?

—Damos gracias al Señor por tener amigos que nos ayudan a conseguirlo.

Francisco miró a su compañero, encontrando el firme apoyo que necesitaba para tomar su decisión, asintiendo con la cabeza, antes de llamar a la puerta de la esclava con el corazón encogido, mientras Cattaneo se alejaba unos metros.

La sencilla puerta de madera se abrió con un crujido, destapando la esbelta figura de la turca.

—¡Vaya! —exclamó ella con sorpresa, cambiando inmediatamente el tono por una sensual voz—, habéis decidido aceptar mi proposición.

—He venido para hablar contigo —repuso Francisco con frialdad—. ¿Puedo pasar?

Yasmine observó al castellano durante un instante, apartándose después a un lado, cediendo tácitamente el paso al interior de su habitación.

Francisco entró con lentitud, mirando de reojo a la esclava, que, sin quitar sus arrebatadores ojos de encima a su sorpresivo invitado, cerró la puerta tras él con suavidad.

—Y ahora que te encuentras en mi dormitorio, ¿qué piensas hacer conmigo?

—Quiero hacerte algunas preguntas.

La turca se deslizó con lentitud hacia él, envolviendo sus brazos alrededor de su cuello, clavando en su rostro una mirada cargada de ardiente pasión.

—¿No preferirías desnudarme, en lugar de malgastar el tiempo con inútiles palabras?

Reprimiendo la repentina punzada de deseo que pugnaba por salir de su interior, Francisco separó con suavidad los brazos de la esclava de su cuello, manteniéndolos alejados de su cuerpo.

—Quiero que me cuentes lo que le dijiste a Helena.

Yasmine abrió los ojos con sorpresa, riendo ante la seria posición del castellano.

—¿Realmente has venido a mi lecho a hablar de ella?

—No me metería conscientemente en la misma cama que frecuenta Teófilo.

—Yo pensaba que un noble no se rebajaba a espiar a una esclava —respondió ella recuperando la mirada glacial.

—Helena se ha separado de mí porque piensa que he tenido una relación contigo y, dado que es evidente que es falso, tú eres la única que ha podido meterle esa absurda idea en la cabeza.

La joven turca torció ligeramente la cabeza, como si de repente hubiera encajado en su pensamiento unos engranajes que antes estuvieran dispersos.

—¿Te lo ha dicho ella?

—No, se niega a verme, se lo insinuó a alguien de confianza.

Yasmine se giró, con la vista perdida en el suelo, meditando internamente cuál debía ser su siguiente paso. Cualquier esclava haría lo que fuera por evitar problemas que causaran su traslado a otro puesto o un castigo de mayor dureza, pero la turca tenía mucho más que ocultar, por lo que la llegada del castellano y la firmeza con la que había rechazado sus intentos de seducción complicaban cualquier posible salida.

—Yo no he dicho nada a Helena —comentó ella, mirando de nuevo a Francisco—. Pero lo que dices puede dar sentido a alguna de las conversaciones que ha tenido conmigo.

Basilio corría por el pasillo esquivando a cualquiera que se encontrara en su camino, desoyendo las quejas de aquellos con los que se cruzaba, que le preguntaban con ironía si le perseguía toda la guardia jenízara.

Desde el momento en que vio como el odiado castellano entraba en palacio acompañado de uno de los jefes genoveses, sintió una repentina esperanza de poder acelerar sus planes para acabar con él.

Cuando le siguió hasta las habitaciones de Yasmine las voces comenzaron a resonar en su cabeza con tanta fuerza que tuvo que llevarse las manos a los oídos para tratar de amortiguar su tono. De inmediato, pensando que el tiempo resultaba crucial, echó a correr en dirección a las estancias de Teófilo, suplicando al benéfico Señor que guiaba sus pasos que el noble se encontrara en ellas.

Casi sin aliento, se detuvo enfrente de la puerta, aporreándola con insistencia hasta que Teófilo, a medio vestir y con la cara desencajada por la urgencia, abrió de golpe.

—¡Te has vuelto loco! —rugió al ver a Basilio, sudoroso y medio ahogado por el esfuerzo.

—Está con ella —replicó el griego de forma entrecortada.

—¿De qué hablas, estúpido?

—El castellano —explicó Basilio ocultando una sonrisa—. Acabo de verle entrar en la habitación de Yasmine.

Teófilo palideció al oír las últimas palabras, abriendo la boca para contestar sin llegar a emitir más que un balbuceo, antes de que su rostro se demudara en una mueca de ira y, empujando a Basilio contra la pared, saliera corriendo, descalzo y sin anudar la túnica a la cintura, por el pasillo.

El griego, dolorido por el impacto contra el muro, se volvió a ver cómo Teófilo corría poseído por la furia.

—¡Idiota! —exclamó sin poder evitarlo—. Ni siquiera ha cogido un arma.

—Alguien habló con Helena —explicó Yasmine antes de que Francisco le pidiera que aclarara sus anteriores palabras—. No me dijo quién pero, dado que a partir de ese día no ha vuelto a verte, le debió de contar que fuiste tú quien me golpeó.

—¡Yo! —gritó el castellano con indignación—. ¿Y no la sacaste de su error?

—No pronunció tu nombre, yo creí que se refería a otra persona, pero ella debía de estar pensando en ti.

Francisco arrugó la frente, intentando comprender dónde encajaba cada uno de los trozos de información que había ido acumulando. De repente todo apareció claro ante sus ojos.

—Teófilo —musitó.

—¿Qué? —exclamó la turca

—Fue Teófilo quien te golpeó —afirmó el castellano— y seguramente fue él quien engañó a Helena.

—Eso no tiene ningún sentido —dijo Yasmine.

—No sé si tiene sentido para ti —replicó Francisco—, pero ahora mismo vas a acompañarme a ver a Helena para explicarle todo esto.

El castellano agarró el brazo de la turca, dirigiéndose a la puerta.

—¡Suéltame! —exclamó ella.

Yasmine se mantuvo firme, obligando a Francisco a volverse, manteniendo su fría mirada clavada en la cara de él, a pocos centímetros de distancia, aún sujetando su brazo.

Fue en ese instante cuando la puerta se abrió de golpe y Teófilo, con un grito de rabia, se abalanzó sobre Francisco.

Apoyado en una pared, muy cerca del lugar donde Jacobo había estado días antes, Cattaneo esperaba aburrido a que Francisco reapareciera. Al principio estuvo tentado de presentarse ante la puerta pero, consciente de lo impropio de su curiosidad, se mantuvo alejado, incapaz de escuchar una sola de las palabras que pudieran decirse en el interior de la estancia de la esclava.

Distraído con el ir y venir de los funcionarios, acostumbrados ya a la presencia de los italianos en palacio, no vio a Teófilo hasta que pasó como una exhalación a su lado. Ni siquiera pudo reconocerlo, hasta que le vio lanzándose como un loco contra la puerta de la habitación de la turca.

El grito del bizantino cuando se perdió en el interior de la sala reactivó los embotados sentidos del genovés, aún sorprendido por la estrambótica imagen del griego. Sin tiempo que perder, desenfundó la espada y se apresuró hasta la abierta entrada, de donde surgían ruidos inconfundibles de lucha.

En pocos segundos llegó hasta la puerta, observando como Francisco se encontraba en el suelo, con Teófilo encima de él golpeándole con insistencia, mientras el castellano trataba de protegerse a la vez que agarraba a su contrincante para intentar desplazarle de su privilegiada posición.

Cattaneo vio a la esclava turca, de pie al lado de los contendientes, mirando con fijeza la acerada hoja que esgrimía en la mano, como si se preguntara para quién estaba destinada.

Con un rápido vistazo, el genovés comprobó que ninguno de los dos luchadores empuñaba arma alguna por lo que, consciente de encontrarse en medio de una disputa de dos familiares del emperador, arrojó su espada al suelo y se aproximó con rapidez hacia Teófilo, agarrándole por detrás de los brazos y tirando de él para liberar al castellano.

El bizantino, al sentir como le asían separándole de su presa, se impulsó hacia atrás, haciendo que Cattaneo perdiera el equilibrio y cayera de espaldas, aunque sin soltar al griego en ningún momento.

—¡Ayúdame a sujetarlo! —gritó mientras Teófilo se agitaba y contorsionaba, intentando escapar del fuerte abrazo del genovés.

Dos de los funcionarios que transitaban por la zona, alertados por los gritos e insultos, aparecieron en la puerta, quedando petrificados tanto por la escena que se desplegaba ante sus ojos como por la identidad de los involucrados.

—¡No os quedéis ahí! —exclamó la turca—. ¡Hay que impedir que se maten!

Los dos griegos, como movidos por un resorte, saltaron de inmediato al interior de la habitación. Uno se abalanzó sobre Francisco, que acababa de levantarse, volviendo a tirarle al suelo, y otro sobre Teófilo, inmovilizándole con su peso, a la vez que aplastaba a Cattaneo, que mantenía aún su firme presa sobre el bizantino, casi sin resuello a causa de los dos cuerpos que soportaba encima.

Más curiosos aparecieron en el lugar, siguiendo el eco de las exclamaciones y los gritos, dividiéndose entre los que se mantenían en el umbral, comentando con interés la situación, y los pocos que entraron en la ya abarrotada estancia para ayudar a mantener separados a los contendientes, liberando por fin a Cattaneo, medio asfixiado por el peso, permitiéndole levantarse y recuperar su espada.

—¡Que alguien llame a la guardia! —bramó una voz.

Desde la puerta, asomado furtivamente entre los que se mantenían en el pasillo, Basilio renegaba internamente de Teófilo, debido a su nula capacidad para acabar con el castellano. «Debes hacerlo tú», le susurró una de sus voces interiores, mientras el griego asentía furioso y comenzaba a pensar en el mejor momento para terminar el trabajo que Teófilo había dejado a medias.

Sin dejar traslucir la impaciencia que sentía en su interior, el secretario imperial se mantenía en un discreto segundo plano, permitiendo que el representante de la comisión nombrada por el emperador para encargarse del equitativo reparto de los víveres existentes entre la población detallara con parsimonia el estado de los suministros y la forma en que habían comenzado a distribuirse en los distintos barrios de la ciudad.

A pesar de su porte sereno, sus dedos jugueteaban inconscientemente con el trozo de papel que tenía en sus manos, el mismo que, enrollado alrededor de una flecha, había causado al recibirlo de Giustiniani el estado de excitación que trataba de controlar.

El concienzudo funcionario acabó su minucioso informe, agradeciendo al emperador su cortés disposición ante el relato de los aburridos detalles logísticos, arrancando un gesto de desaprobación de Sfrantzés, que comprobaba como Constantino hacía caso omiso a sus recomendaciones de descargarse en sus ministros de las tareas más pesadas. Al secretario imperial le asombraba la energía desplegada por el emperador, sin asociación posible con su demacrado aspecto.

—Supongo que será urgente —dijo Constantino en cuanto quedaron a solas.

—Ha llegado un nuevo mensaje del espía de Orchán, más detallado y, a la vez, más preocupante que el anterior.

—¿Y bien? No me tengas en ascuas.

—Los turcos planean atacar el lunes antes de la puesta de sol en la zona del Mesoteichion. Están reparando su artillería para intensificar el fuego sobre la muralla.

El emperador se dejó caer hacia atrás en el amplio trono, apoyando su espalda en el dorado respaldo con un suspiro.

—¿Se lo has comunicado a Giustiniani?

—Fue él quien me dio el mensaje —respondió Sfrantzés mostrando el pequeño trozo de pergamino donde Ahmed había garabateado su informe—. Está realizando los preparativos necesarios para reforzar esa zona de la muralla.

—Supongo que el sultán querrá aprovechar su victoria naval. Pensará que nos encontramos desmoralizados.

—El protostrator ha controlado la situación con eficacia. Aunque aún hay resquemor entre los italianos vuelven a colaborar en la defensa.

Constantino se quitó la pesada corona, masajeándose la frente con una mano al tiempo que cerraba los ojos.

—Sigo pensando que deberías abandonar la ciudad —afirmó Sfrantzés con mucha vehemencia—. Aún estamos a tiempo de romper el bloqueo.

—Ya sabes lo que opino de huir —repuso el emperador, recuperando la mirada firme y enderezando la espalda.

—No se trata de huir —explicó el secretario imperial—, sino de garantizar la continuidad de Bizancio. Desde Grecia podrías, con ayuda de tus hermanos, reorganizar la defensa, agrupar a los muchos descontentos de los Balcanes y atacar a los turcos en su retaguardia ahora que han desprotegido sus fronteras.

—Tal como lo dices suena fácil —comentó Constantino con una sonrisa—, pero ¿qué opinarían los que se juegan cada día la vida en los muros si escapara de la ciudad aprovechando la noche? La defensa se hundiría. Además, desgraciadamente no puedo confiar en mis hermanos y dudo mucho de que exista entre las ruinas de Grecia un puñado de hombres capaces de empuñar las armas.

El secretario bajó la cabeza incómodo, admitiendo a regañadientes que, pese a su deseo personal de ver a su mejor amigo a salvo, su partida supondría una auténtica catástrofe y, con toda seguridad, el derrumbe de la moral de los ciudadanos.

La puerta del salón del trono se abrió con suavidad, dando paso a un soldado completamente armado, que se adelantó hacia el emperador envuelto en el tintineo de su cota de malla.

—Majestad —comenzó tras realizar una cuidada reverencia—, con vuestro permiso.

—¿Qué ocurre?

—Tenemos bajo custodia a dos de los miembros de vuestra casa por una pelea en la estancia de una esclava.

—¡Cómo! —exclamó Sfrantzés incrédulo.

—Sus altezas Teófilo Paleólogo y Francisco de Toledo se han enzarzado en una trifulca en una de las habitaciones de la servidumbre, la que pertenece a la esclava turca de la protovestiaria —detalló el guardia.

—¡Hacedlos venir inmediatamente! —bramó el secretario imperial.

El soldado se golpeó el pecho con el escudo de forma marcial, partiendo a la carrera a cumplir las órdenes.

—Creía que tenías pensado vigilarlos —dijo Constantino al tiempo que miraba reprobadoramente a su fiel secretario.

—Y así ha sido, lo último reseñable que me han comunicado es que el criado de Francisco resultó apuñalado la noche de los incidentes, tras la batalla en el Cuerno de Oro. Desde entonces ninguno de los dos había actuado de forma sospechosa.

—Lo único que le falta a esta ciudad es un escándalo dentro de la esfera imperial —admitió el emperador con decaimiento.

Poco después, una pequeña comitiva se adentró en el amplio salón del trono. Teófilo y Francisco llegaron rodeados por media docena de guardias armados. El primero aún se encontraba descalzo y vestido con una sencilla túnica, rasgada a la altura del pecho, mostrando un aspecto más cercano al de un pordiosero que al correspondiente a un noble de alcurnia. Francisco, al que le habían retirado su espada, contenía la sangre que brotaba de su labio con un pañuelo y, aunque su vestimenta resultaba más adecuada que la de su supuesto familiar, mostraba en su cara signos evidentes de la pugna.

Tras ellos caminaba Mauricio Cattaneo, el cual había insistido en acompañar a los enfrentados por si fuera requerido su testimonio, aunque fue frenado por uno de los funcionarios que asistían al emperador en la entrada de la estancia, con la promesa de que sería llamado si así lo creía conveniente el emperador.

—Dejadnos —ordenó Constantino a los guardias—, y cuidad que nadie entre.

Los soldados dieron media vuelta y abandonaron la sala mientras el secretario imperial fulminaba con la mirada a los dos familiares del emperador, que permanecían en silencio, parados en medio de la estancia, con la cabeza gacha y la vista fija en el suelo.

—¿Acaso no tenéis bastante con los turcos que necesitáis mataros el uno al otro? —gritó Sfrantzés sin poder contener la ira—. Ahí fuera acampan miles de desarrapados, sedientos de botín, esperando una pequeña fisura para inundar nuestra ciudad, y ¿qué hacéis vosotros? Pelearos como vulgares borrachos de taberna.

Aguantando las incisivas palabras del secretario imperial, ambos se mantuvieron en silencio, inmóviles, sin intentar excusar su comportamiento.

—¿Habéis perdido la lengua? ¡Habla, Teófilo!, su majestad desea saber el motivo por el cual le has perdido el respeto.

—Es un asunto privado —repuso el aludido.

Sfrantzés se acercó a él, situándose a pocos centímetros de su cara, clavando en su rostro una mirada dura como el hierro, desconocida hasta el momento en el sereno consejero.

—Estamos luchando por sobrevivir —afirmó con voz gélida—. Dentro de la corte no hay asuntos privados.

Teófilo miró de reojo al emperador, sentado en el trono, de nuevo con la corona sobre la cabeza, erguido y señorial como no aparecía desde semanas antes, mostrando con su estólido rostro el apoyo que brindaba a las palabras de su secretario.

—Hoy hemos sabido que el sultán está preparando un nuevo asalto —añadió Sfrantzés, dividiendo su acentuada mirada de cólera entre los dos familiares del emperador—. No es momento por tanto de fútiles disputas internas que no harían sino debilitarnos y rebajar la moral de nuestras tropas, haciendo que los soldados se plantearan si deberían seguir a tan deplorables ejemplos de nobleza. Permaneceréis separados y vigilados hasta después del combate. Si tenemos la desgracia de que sobreviváis a esta prueba seréis juzgados por vuestro inconsciente comportamiento.

—Por si existe alguna duda al respecto —intervino Constantino con firmeza—, suscribo personalmente todas y cada una de las palabras del secretario imperial y añado que, de producirse otro altercado, aunque fuera mínimo, seríais ambos encerrados. No toleraremos que pongáis en peligro la defensa que tantas vidas está costando a nuestro pueblo.

—Ahora marchaos —finalizó Sfrantzés.

El secretario imperial convocó de nuevo a los guardias, ordenándoles que escoltaran a ambos nobles, acompañando a Teófilo hasta sus habitaciones y a Francisco al campamento de Giustiniani. Mirándose uno a otro de reojo, tras las severas palabras recibidas, ambos dieron media vuelta, dejando la habitación en silencio acompañados por los guardias e intercambiando una imborrable mirada de odio, antes de que los separaran en distintas direcciones.

—Has hecho bien —admitió Constantino cuando volvió a quedarse a solas con el secretario imperial—. Ahora hemos de centrarnos en derrotar a los turcos.

—Esperemos que cuando trascienda a la población quede en una mera pelea por una esclava. Prefiero que la gente piense que son unos amantes celosos antes de que se comente que el emperador no es capaz de manejar a su propia familia o que hay algo que se les está ocultando.

—¿Y es así?

—No lo sé —admitió Sfrantzés—. Hay muchas cosas que deberán explicar, y Dios quiera que me equivoque, pero hay algo que no encaja en este comportamiento. Tendré que hablar con esa esclava.

—Aparte de la tentación que supone su belleza no creo que tenga nada que ver —repuso Constantino con una sonrisa—. Yo no me preocuparía por ella.

—Mi función es preocuparme cuando nada indica que deba hacerlo —contestó el secretario imperial con seriedad—. Tras la batalla me tomaré el tiempo que sea necesario para aclarar este embrollo.

Nada en la expresión de su rostro mostraba a quien la viera los nervios que atenazaban a Yasmine mientras se dirigía, ya bien entrada la mañana, hacia las habitaciones de la futura emperatriz, donde debía haber comenzado su trabajo horas antes.

Levantando numerosos comentarios a su paso, tanto de los soldados venecianos como de los propios funcionarios griegos con los que se cruzaba, su único consuelo consistía en que la noticia de la pelea que tuvo lugar en su cuarto quedaba enmascarada por otra más urgente, la que informaba de las intenciones del sultán de lanzar un nuevo ataque sobre la muralla. Los preparativos se intensificaban por toda la ciudad, azuzados por Giustiniani, que, con la precaución que caracterizaba todas sus acciones, había recorrido por la noche cada uno de los tramos de la muralla para asignar las posiciones a los defensores, extrayendo tropas de las zonas costeras para acumular efectivos en el sector amenazado, el del valle del río.

Aunque a la esclava turca no le afectaban las chanzas de los italianos ni los improperios lanzados por los griegos, horrorizados por su impúdico comportamiento, Yasmine comenzaba a sentir un creciente temor. Según se comentaba en los pasillos de Blaquernas, había enloquecido de lujuria a dos altos miembros de la familia imperial, enfrentándolos entre sí por sus sórdidos favores.

Esa misma mañana, poco antes de que abandonara su dormitorio, un soldado había aparecido en su puerta para advertirla de que, bajo ninguna circunstancia, debía abandonar el palacio, dado que el secretario imperial en persona la interrogaría en pocos días.

El peligroso juego en el que llevaba envuelta desde hacía meses desgastaba poco a poco las costuras de su bien urdida coartada, con el evidente riesgo de que alguien con la suficiente perspicacia pudiera darse cuenta de que, bajo la ajustada túnica de la turca, se ocultaba algo más que un cuerpo deseado por muchos. Si existía un hombre capaz de descubrir su trabajo como espía era el metódico Sfrantzés, del que sólo el anonimato la había mantenido a salvo hasta ahora. Mientras se mantuvo en la penumbra, apenas conocida como la complaciente amante de Teófilo, el secretario imperial no disponía de razón alguna para indagar en su entorno. Sin embargo, aquel estúpido con sus incontrolables celos la había situado en medio de la tormenta, provocando que, por primera vez, la esclava tuviera que tranquilizarse durante varias horas, incapaz de acudir a su puesto antes de controlar el temblor de sus manos.

De nuevo dueña de sí misma, con la fría máscara en la que tornaba su rostro ocultando cualquier sentimiento interno, se adentraba tras las custodiadas puertas de las estancias de la basilisa sin tener una idea clara de cuál debería ser su comportamiento ante Helena, la cual, indudablemente, ya habría sido informada de los recientes acontecimientos y, por tanto, era previsible que interrogara a su esclava, testigo de primera mano de los hechos.

—¿Dónde has estado? Llevo un buen rato esperando.

Helena apareció junto a la turca apenas esta hubo cruzado el umbral, haciendo que se sobresaltara por la sorpresa.

—He recibido la visita de un enviado del secretario imperial que me ha entretenido —se excusó con rapidez.

—Ayer por la tarde me contaron toda una serie de horrendos relatos a los que no quiero dar crédito —afirmó Helena con seriedad—. Pensé que podría alejarme de todo esto, olvidarlo para seguir con la vida que he conocido hasta ahora, pero me resulta imposible. Necesito saber qué es lo que ocurrió, sin que me ocultes nada.

A pesar de su pálida tez y la falta de color que mostraban sus labios, el rostro de la bizantina se mantenía firme y sus ojos, melancólicos y decaídos durante los últimos días, brillaban con fuerza, como si el deseo de descubrir la verdad les hubiera insuflado nueva vida.

—Francisco vino a verme ayer —dijo Yasmine con delicadeza.

La griega se mantuvo atenta, respirando de forma agitada, impaciente ante la lentitud con que las palabras brotaban de la esclava, deseando preguntar el porqué de aquel encuentro y temerosa a su vez de la posible respuesta. A su vez, la turca se concentraba en observar la reacción de Helena, consciente de que un desliz podría delatarla.

—Aseguraba que no queríais verle por algo que yo os había contado, pensaba que os había convencido de que éramos amantes.

—Pero… ¿no te atacó? Él me dijo que te forzó.

—¿Él? —repitió Yasmine con sorpresa—. ¿Quién?

—Teófilo me dijo que Francisco te había… violado. Y tú me lo confirmaste.

—Yo nunca afirmé tal cosa —repuso la turca con rapidez—. Tan sólo admití que quien me golpeó era pariente del emperador, pero sólo fue un golpe, no hubo nada más y jamás mencioné a Francisco.

—No puede ser, ¿por qué iba Teófilo a mentirme?

—Es mi amante —admitió Yasmine— y está convencido de que Francisco comparte mi cama.

—¿Y no es así? —preguntó Helena con frialdad.

—No —replicó la esclava.

A punto de romper a llorar, Helena se giró, incapaz de soportar la intensa mirada de la turca.

—¿A quién debo creer? —inquirió entre acallados sollozos.

Yasmine se acercó a ella, situándose frente a la bizantina, mirando directamente a sus ojos con toda la convicción de la que era capaz.

—Yo soy sólo una esclava, mientras que Teófilo es un noble, pariente del emperador. Sin embargo no necesitáis preguntar, vuestro corazón os está gritando la verdad desde hace días, escuchadle a él, os dirá a quién debéis creer.

Helena comenzó a llorar, angustiada por la mezcla de emociones que la invadían. Si había de creer a la turca, su comportamiento hacia Francisco no tenía razón de ser y, por tanto, actuando como una estúpida podía haber arruinado el que, sin ninguna duda, era el amor de su vida, sin darle siquiera la oportunidad de defenderse. Por otro lado, le resultaba imposible pasar por alto las palabras de Teófilo. ¿Tan mezquino era su corazón como para destrozar la felicidad de otra persona para satisfacer su infundado odio? Si realmente existiera un motivo para los celos del noble, ¿no era indudable que Yasmine haría lo posible por ocultarlo?

—¿Por qué no habláis con Francisco? —preguntó la esclava con delicadeza.

—Yo también he recibido la visita de un emisario del secretario imperial —respondió ella controlando su llanto—. Me ha prohibido salir de palacio.

«Sfrantzés está tensando los hilos de su trampa», pensó Yasmine con un escalofrío.