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Con paso firme, Balta Oghe, acompañado de varios de los oficiales al mando de sus barcos, se dirigía al encuentro del sultán.

Tras la humillante derrota del día anterior, el temor a las seguras represalias de Mahomet le causaba una angustia mayor que la pérdida de uno de sus ojos.

Daba por segura su decapitación, tal y como el propio sultán había advertido justo antes de la batalla, por lo que, en un último alarde de orgullo, decidió presentarse ante su señor con la cabeza alta, luciendo la dignidad que le restaba.

Frente a la colorida tienda del sultán se había dispuesto un improvisado jurado, formado por el propio Mahomet y sus principales visires y generales, sentados en una apretada línea de altos cojines y flanqueados por dos filas de lanceros jenízaros, detrás de los cuales se agolpaban, curiosos, cientos de soldados y auxiliares civiles, venidos de todo el campamento.

Con el continuo rugido de los cañones resonando en las cercanías, Balta Oghe se presentó ante el sultán efectuando una profunda reverencia, sin poder soportar la fría mirada de ira con la que Mahomet le recibió.

—Aquí estoy para responder de mis actos —comunicó ceremoniosamente al tribunal.

—Se te acusa de cobardía frente al enemigo —comentó el eunuco Shehab ed-Din con su aflautada voz—, cargo que conlleva la muerte por decapitación.

—Es cierto que fui deshonrosamente derrotado —repuso el almirante elevando la mirada—, pero no soy un cobarde.

—Sois más que un cobarde —intervino el sultán, tratando de contener su ira—, sois un inútil y un traidor, un despreciable estúpido, incapaz de hundir cuatro miserables barcos cargados de trigo con toda una flota a vuestro mando.

—Os he servido fielmente, majestad —respondió Balta Oghe, tratando de sostener la mirada cargada de odio de Mahomet—, podéis preguntar a mis oficiales, ellos darán testimonio de mi comportamiento.

—Que se adelanten los testigos —admitió Chalil, sentado a la derecha del sultán.

Un nutrido grupo de oficiales, capitanes e incluso simples marinos, relataron al tribunal, uno tras otro, cómo el almirante se abalanzó con gran arrojo sobre el mercante griego, siendo gravemente herido en el intento, aunque no por ello abandonó su puesto, sino que continuó en el mando de la flota, tratando infructuosamente de tomar los barcos enemigos.

Con creciente hastío, Mahomet escuchó los numerosos testimonios, plagados de tecnicismos navales, incomprensibles para él, acostumbrado a las tácticas militares terrestres e incapaz de aplicarlas correctamente en los combates sobre el mar. Consciente de su limitación en el terreno de la flota, el sultán clavaba los ojos en su almirante, de forma que algunos temían que, en cualquier momento, saltara sobre él para estrangularlo con sus propias manos.

No sólo la derrota de su flota recaía sobre él, como último responsable del Imperio turco, también ponía de relieve ante propios y extraños su debilidad en el mar y la superioridad de la marina cristiana. Incluso uno de los principales jeques religiosos presentes en el campamento había osado dirigirle una carta, en la que afirmaba que el pueblo le censuraba por sus errores y falta de autoridad. Mahomet no podía precisar cuál era el mayor origen de su rabia, si la certeza de la creciente moral bizantina tras los múltiples reveses de sus fuerzas o, por el contrario, la inusitada falta de respeto que la incomprensible derrota de ese inepto podía acarrear entre sus propias filas.

Sin embargo, a pesar de sus deseos de ver a Balta Oghe en el cadalso, debía seguir las indicaciones del divan, el órgano consultivo con el que gobernaba. Su poder personal necesitaba apoyos, por lo que le resultaba imprescindible el concurso de sus visires y, dentro de ellos, el del influyente Chalil.

La cadena de fracasos, con los que había comenzado su planificada operación de asedio a la capital del exiguo Imperio bizantino, no hacía sino disminuir la estima de sus tropas y recordarle las numerosas advertencias de su primer visir respecto a su deseada aventura. Parecía como si todos y cada uno de los obstáculos que Chalil había comentado con su señor se hubieran acumulado en una interminable ola de desaciertos.

A pesar de su aversión por el anciano visir, debía admitir a regañadientes que era uno de los pocos consejeros que no intentaba granjearse su favor con palabras insulsas de alabanza, exponiendo su parecer, incluso cuando no se atenía a los deseos del sultán. Eso le convertía en el más valioso de sus ministros y, al mismo tiempo, en el más temido. Debido a la corta edad de Mahomet y a su precario equilibrio sobre el trono, cada vez más cuestionado, a tenor del desarrollo de la campaña, el aún importante ascendiente de Chalil en el gobierno, escasamente contrarrestado por Zaragos y su adulador eunuco Shehab ed-Din, suponía una seria amenaza, toda vez que cualquier aspirante al trono que quisiera derrocarle vería en el primer visir la pieza maestra con la que acceder al poder.

De algún modo, Mahomet había comprendido que la lucha por Constantinopla, más que la culminación de una aspiración personal, era un combate por su propio trono, por la supervivencia de su reinado personal. Dado que el prudente Chalil no osaba dar un paso en falso, oponiéndose abiertamente al sultán, salvo en su postura a favor de una reconciliación con Bizancio, era justamente en ese punto donde Mahomet debía triunfar, dominando la asediada ciudad, a la vez que atesoraba con su triunfo el prestigio necesario entre sus tropas para deponer al primer visir, situando a uno de sus fieles allegados en el poder.

Entre las complejas disquisiciones sobre las que la mente del sultán se concentraba, el último de los testigos de Balta Oghe terminó de ofrecer su testimonio, sumiendo al tribunal en un tenso silencio.

—¿Majestad? —intervino temeroso el eunuco.

—Todos conocéis mi parecer; que el primer visir, en vista de las pruebas ofrecidas, dicte sentencia.

Chalil abrió los ojos sorprendido, mirando de reojo a Mahomet, que permanecía con la vista fija en el almirante. Tragando saliva ante la nueva jugada de su señor, comprendió que le estaba poniendo en una posición extremadamente compleja. Las declaraciones de los testigos no dejaban lugar a dudas, demostrando el valor derrochado por Balta Oghe durante el desarrollo de la batalla y, si bien, como comandante de la flota, no había cosechado más que derrotas, el cargo de cobardía era difícilmente sostenible, aunque, por otro lado, declararlo inocente humillaría públicamente al sultán, el cual tendría una buena excusa para expulsar al anciano visir de su cargo. Por otro lado, adherirse, contra los numerosos testimonios, al deseo de decapitación expresado por Mahomet, destruiría la reputación del primer visir, minando sus apoyos y su posición entre el ejército, al cual, incomprensiblemente, no le gustaba que se sacrificase a sus oficiales para vengar una derrota en la que veían una señal de Alá en contra de su gobernante.

—Suleyman Balta Oghe —carraspeó el anciano visir, tratando de ocultar en su tono de voz el nerviosismo que sentía al tomar la decisión final—, en virtud del poder conferido por su majestad y, en vista de los testimonios ofrecidos por los oficiales de la flota, se reconoce vuestra valentía en el combate, lo que anula el cargo de cobardía, aunque —añadió al sentir los ojos de Mahomet clavados en él— también se os hace responsable, por vuestra manifiesta incompetencia, de la derrota de nuestra flota, en condiciones en las que era evidente la superioridad que os asistía, por lo que quedáis degradado de vuestro cargo de almirante y gobernador de Gallípoli.

Balta Oghe, cual extrañado Polifemo, parpadeó con su ojo sano, incrédulo ante las palabras del primer visir, que le liberaban de la pena de muerte, mirando alternativamente al anciano Chalil y al sultán, inseguro ante la posibilidad de que Mahomet decidiera cambiar el veredicto, tal y como la ley le autorizaba a hacer.

—¿Deseáis añadir algo, mi señor? —preguntó el primer visir al sultán.

Mahomet, con un rictus glacial clavado en el rostro, mantuvo la compostura, mientras se maldecía ante las disposiciones de Chalil. Una vez más, había subestimado a su primer visir, encontrándose ahora enredado en su propia trampa. Con la habilidad y experiencia de los muchos años en el cargo, el anciano consejero había salvado la vida del almirante, a la vez que le castigaba por su ineficacia. En su fuero interno, el sultán tuvo que admitir que Chalil había emitido una justa sentencia y, por tanto, no podía cambiarla sin quedar en evidencia. Sin embargo, necesitaba dar salida a su rabia contra aquel estúpido, al que más le habría valido perder la cabeza en lugar de un ojo.

—Todas tus posesiones serán incautadas —dijo finalmente el sultán— y entregadas a los jenízaros como recompensa a su lealtad. Además mereces otro castigo por tu insolencia, ¡agarradle!

Cuatro soldados apresaron al depuesto almirante y lo tumbaron boca abajo sobre el suelo, mientras Mahomet, preso de un incontrolable arrebato de furia, lo golpeaba con un bastón ante la mirada del divan, los oficiales de la marina y gran parte de su ejército.

Finalmente, exhausto y jadeante, el sultán arrojó a un lado el palo, alejándose del maltrecho Balta Oghe, el cual, con la ropa hecha jirones y salpicada con su propia sangre, se retorcía, al borde de la inconsciencia, bajo el fuerte abrazo de los jenízaros. Mahomet atravesó entre medias de los asistentes, los cuales se apartaban a su paso, abriendo un estrecho pasillo, por donde el sultán transitó sin tocar a uno solo de sus soldados hasta su caballo. Montó a horcajadas de un salto y se lanzó al galope hacia el puerto, a comenzar la realización del temerario plan que su mente había elaborado, como única alternativa a la desesperante carencia de calidad demostrada por su flota.

Oculto el rostro tras una amplia y tosca capa negra con capucha, Constantino paseaba de incógnito entre sus súbditos, aliviado al comprobar que su sencillo disfraz le libraba de todas las miradas, centradas en Giustiniani, quien, a pesar de haber abandonado, por una vez, su habitual armadura, su traje italiano, de dorada abotonadura y fino paño, mostraba la poca intención de su propietario por pasar desapercibido, labor imposible por otra parte, dado que el comandante genovés se había convertido, gracias a su infatigable y eficaz defensa de las murallas, en una verdadera celebridad entre los habitantes de Constantinopla.

Durante años, el emperador había deseado librarse del encorsetado protocolo de la corte, para recorrer las calles de su limitado reino, comprobando de primera mano las lamentables condiciones en las que gran parte de la población malvivía entre las ruinas de la antaño espléndida urbe. Sin embargo, las continuas apariciones en actos públicos, festividades religiosas u otras ocasiones especiales dejaban un estrecho margen a tan excéntrica actividad, impropia de la mayoría de los augustos emperadores que le precedieron en el cargo.

Para él, la mejor forma de ayudar a su pueblo comenzaba con un conocimiento lo más exacto posible de su situación, algo cuando menos complicado de averiguar a través de los números y elocuentes informes de la corte. Con la inestimable colaboración de su amigo Sfrantzés, había podido percatarse de la dura vida que esperaba a cualquiera de los miles de granjeros, obreros y pequeños comerciantes que constituían el núcleo de la ciudadanía, aunque, a pesar de los desinteresados esfuerzos del secretario imperial, Constantino siempre notó un vacío en su política. La cercanía y el calor de la gente eran materias vedadas para el trono de Bizancio, reservadas para las ocasiones en las que el emperador, a lomos de su enjaezado caballo y rodeado de notables y guardias, recorría las calles aclamado por la multitud.

Ahora, tras tres semanas de penalidades, disfrutaba de ese pequeño momento de intimidad, incluso mientras el protostrator comunicaba sus temores y las últimas noticias sobre las defensas.

—Aún no acabo de entenderlo —finalizó Giustiniani, tras un largo monólogo, al que el emperador, ensimismado en la contemplación de los atareados transeúntes, no había atendido.

—¿El qué? —preguntó Constantino volviendo a centrarse en la conversación.

—Por qué el sultán no aprovechó para atacar —repitió el genovés, sin dar importancia a la momentánea ausencia del emperador—. Puedo entender que la derrota de su flota por los cargueros supusiera un duro golpe e, incluso, que decayera la moral entre la tropa, pero al día siguiente sus cañones derribaron la torre Bactatinia sobre el Lycos, junto con gran parte de la muralla exterior. Cualquier ataque de sus tropas habría penetrado en la ciudad.

El emperador recordó el incidente, dos días atrás. Giustiniani, tras comprobar los tremendos daños provocados por el bombardeo, y en la creencia de que los turcos atacarían de inmediato, había reunido a todas sus tropas tras la brecha, en un desesperado intento por repeler al avasallador ejército del sultán en cuanto entrara en la ciudad. Sin embargo, nada ocurrió, la noche llegó sin noticias de los infantes turcos y, en un nuevo ejercicio de esfuerzo constructivo, al amanecer las defensas lucían repuestas con escombros, tierra y grandes barriles.

—El secretario imperial me ha comentado que el sultán estaba ausente ese día —explicó Constantino—. Al parecer, tras deponer y apalear a su almirante, se instaló en el puerto donde amarra su flota.

—Ha sido un golpe de suerte —afirmó Giustiniani—, aunque es una lástima que depusiera al comandante de la flota, su inutilidad jugaba a nuestro favor.

Constantino sonrió ante el comentario del genovés, volviendo a perder su mirada sobre unos niños, que jugaban en medio de un solar abandonado, moldeando unas murallas de barro sobre una gran losa, mientras otro de ellos, con largos y estrechos palos dispuestos en hilera, arrojaba pequeñas piedras sobre la construcción, convirtiendo el terrorífico cañoneo, que a diario sufrían los habitantes, en un inocente juego.

—¿Cómo supo el secretario que el sultán no se encontraba en el campamento? —preguntó Giustiniani con suspicacia—. ¿Ha vuelto a informar el espía de Orchán?

—No, en realidad tenemos más de una fuente entre los turcos. No es tan rápida como las flechas con mensajes, pero, por el contrario, es bastante más fiable y concienzuda.

—No preguntaré el nombre ni la posición, me basta con saber que sus informes son veraces y, debo admitir, que en eso Sfrantzés tiene buena mano.

Un pequeño grupo de milicianos, armados con arcos y ligeras armaduras de cuero, desfilaron en desorden por delante de Giustiniani, saludando amigablemente al genovés, a la par que recibían ánimos del protostrator en un lamentable griego.

—Hay que agradecer al Señor que la guerra se os dé mejor que los idiomas —se burló Constantino.

—He tardado media vida en aprender latín —admitió compungido el genovés— y aún me cuesta que me entiendan. El griego es para mí una jerga incomprensible, no esperéis un discurso si no es en mi lengua natal. Por eso la ayuda de vuestro primo ha sido fundamental, no sabría cómo agradeceros que me lo asignarais.

—Me alegra saber que ha sido de ayuda, he de confesar mis iniciales recelos sobre su capacidad.

—Sois en exceso prudente —replicó Giustiniani—, aunque no he de negar que no es una mala cualidad en un gobernante.

Constantino agradeció el cumplido, dejando de lado la conversación. A pesar de la absoluta confianza que le inspiraba el genovés, no pensaba comentarle sus dudas sobre el parentesco del castellano con su familia, algo que el comandante italiano había dado por válido desde el momento en que Francisco pisó la cubierta de su buque. Por el momento, aquel era un tema interno de la corte bizantina, por lo que no era necesario involucrar a nadie más y, menos aún, al genovés que, sobre sus espaldas, ya cargaba toda la defensa de la ciudad.

—Esta debió de ser una ciudad magnífica —comentó Giustiniani, mientras admiraba la estructura del Hipódromo—. Supongo que, cuando esto acabe, trataréis de restablecer su antiguo esplendor.

—Siempre que la defensa no nos arruine, el tesoro imperial no se encuentra en sus mejores momentos.

—En cualquier caso, si en algún momento consideráis a este humilde servidor digno de ser recordado por medio de alguna estatua en uno de los múltiples foros que dan vida a esta ciudad, sería un honor para mí contribuir a la construcción de un sencillo recordatorio de mi participación.

Constantino sonrió, tratando de ocultar su gesto con la capa, divertido ante la idea del genovés. Giustiniani no había pedido recompensa alguna por sus excelentes servicios y, aunque el emperador le había prometido la isla de Lesbos, descubría ahora que, al parecer, su anhelo consistía en verse inmortalizado con un monumento a su memoria en la que fuera capital del Imperio romano. Cualquier otro emperador no habría puesto el menor reparo ante tan extravagante solicitud, pero Constantino era consciente de que haría falta algo más que una pequeña aportación para que Constantinopla recuperara su perdida belleza.

—No encuentro a nadie más digno de tal honra —respondió finalmente el emperador, incapaz de negar su sueño al hombre que tanto hacía por la salvación de su ciudad—, aunque, si este asedio no acaba pronto, no esperéis más que una estatuilla de arcilla de palmo y medio de alto.

—Tendré que hablar seriamente con el sultán, puedo perdonar que nos haga la guerra, pero llevarla hasta ese extremo es de muy mala educación.

El emperador rio con ganas la ocurrencia del genovés, imaginándole en la tienda de Mahomet protestando por la imposibilidad de construir su deseada estatua. De no estar teñida por el continuo ruido de las explosiones, Constantino habría disfrutado realmente de la conversación.

Tras varios días vagabundeando por los pasillos del palacio de Blaquernas, Jacobo comenzaba a desesperarse de los resultados obtenidos en la misión encomendada por Francisco.

Aunque desde el primer día pudo ver a Helena, en su matinal trayecto hasta las habitaciones de la futura emperatriz, acompañada por un fornido guardia varengo y una esclava de aspecto adusto e impresionante belleza, no había obtenido pista alguna sobre el asunto que al castellano traía de cabeza y, lo que era peor, no tenía ni idea de cómo conseguirla.

Inicialmente había optado por deambular entre los soldados venecianos, escuchando sus conversaciones, mientras fingía descansar apoyado en una pared o encontrarse de paso con algún mensaje. Sin embargo, tras muchas horas perdidas de grupo en grupo, no consiguió nada sobre la bizantina, salvo numerosas descripciones sobre la forma en que los aguerridos soldados podrían aliviar su mustio aspecto, así como, ya puestos en faena, dar un concienzudo repaso a su esclava.

Ciertamente, la joven griega mostraba un rostro demacrado, que delataba su decaído ánimo, causado probablemente por la extraña ruptura sentimental con Francisco. Tal vez por eso a Jacobo le extrañaba tanto su actitud, se preguntaba el porqué de su distanciamiento, si tanto le afectaba. Esperaba encontrar a una altiva dama bizantina, cubierta de seda y joyas, mirando altiva, desde un imaginario pedestal, a cualquiera que osase interponerse en su camino. En su lugar, se había topado con un rostro angelical, pálido y decaído, y con unos sinceros ojos claros enrojecidos por el continuo llanto. La incomprensión es un buen acicate para la curiosidad, por lo que Jacobo había invertido todas sus horas de ocio en la tarea, aunque el resultado no fuera el que habría deseado.

Su siguiente paso, tras la inútil escucha de los obscenos comentarios emitidos por los soldados venecianos, y dado que no hablaba griego, para intentar sonsacar a los guardias varengos que custodiaban a la bella griega, consistió en seguir disimuladamente tanto a Helena, la noche anterior, como a la esclava turca, en un dudoso esfuerzo por tentar la suerte y poder presenciar algún hecho que vertiera algo de luz en tan enmarañada cuestión.

En concordancia con esa idea, Jacobo se sentaba en uno de los dinteles de las ventanas del pasillo más cercanas a la puerta de Yasmine. Con las piernas colgando y las manos ocupadas cortando finas láminas de pan, de la hogaza con la que intentaba aliviar las penurias del tiempo de vigilancia, el jovenzuelo observaba de reojo, con frecuencia, el umbral de la esclava, ajeno a las miradas de extrañeza de los funcionarios griegos que habitaban esa parte del palacio y que, de forma más o menos evidente, murmuraban mientras pasaban a su lado sobre la incomodidad de tener que soportar el tropel de los poco respetuosos soldados venecianos que se acuartelaban en el edificio.

Jacobo mataba el tedio de la prolongada espera imaginando su regreso a casa, visualizando a sus padres en la dársena de San Marcos, agitando las manos con excitación, mientras él se acercaba lentamente en un bote de remos, cargado de regalos, concedidos por el emperador de Bizancio en premio a su valeroso comportamiento en defensa de la ciudad. Casi podía paladear el dulce sabor de los suculentos asados que su madre cocinaría a su regreso, asustada por lo delgado que llegaría su retoño de sus aventuras. Su padre le abrazaría orgulloso y se quedaría boquiabierto con los relatos de las numerosas hazañas realizadas por su hijo, tomando buena nota de cada una de ellas, para poder luego contarlas, a su vez, ampliando las partes más emocionantes, a su grupo de amigos de la cercana taberna.

En medio de sus ensoñaciones, reconoció una de las caras que pasó a su lado. Vestido con una elegante capa, tratando, sin conseguirlo, de disimular su rostro, Teófilo atravesó el pasillo sin siquiera fijarse en el jovenzuelo, acercándose con paso decidido hasta la habitación de la esclava turca, donde, con una ligera mirada a ambos lados, llamó ligeramente con los nudillos.

La puerta se abrió, dejando escapar un haz de luz, sin que, desde su posición en la ventana, Jacobo pudiera ver a Yasmine. Teófilo entró de inmediato, cerrando la puerta tras de sí con suavidad.

El corazón del joven veneciano se aceleró, mientras se le iluminaba la cara, al pensar que por fin se le presentaba una oportunidad. El simple hecho de que el primo del emperador, sobre quien Francisco le había advertido, se reuniera, de noche y con sigilo, con la esclava al servicio de Helena debía de significar algo, aunque, por sí solo, no valdría de nada al castellano. Jacobo necesitaba conocer la razón que había propiciado ese encuentro y, dado que, evidentemente, Teófilo no iba a contárselo al salir, su mejor recurso consistía en acercarse con el máximo cuidado y aplicar el viejo método de escuchar tras la puerta, fea costumbre que ya le había costado al mozalbete un par de azotainas por parte de su madre y que, sin embargo, ahora efectuaría, con la disculpa de tratar de ayudar al hombre que le había acogido a su lado, noble fin que justificaba el medio.

Con un ágil salto descendió de su asiento, manteniéndose quieto por unos segundos, hasta comprobar que no hubiera nadie en las cercanías. Tras la leve pausa, se aproximó silencioso como un gato por el pasillo, pegado a la pared, hasta la habitación de Yasmine, de cuya puerta escapaba una pequeña línea de luz por el diminuto espacio vacío que la separaba del suelo. Demasiado pequeño para que Jacobo pudiera agacharse a mirar, se mantuvo quieto, con la cara a unos pocos centímetros de la madera, tratando de calmarse para que los desbocados latidos de su corazón no ocultaran el apagado sonido que llegaba desde el interior de la estancia.

Por un momento, no acertó a escuchar más que extraños ecos y crujidos; luego, cuando, olvidándose de cualquier precaución, pudo concentrarse en su labor, identificó con sorpresa una continua serie de jadeos y ardorosos suspiros.

«No puede ser», se dijo a sí mismo. Sin poder creerse lo que escuchaba, mantuvo la atención, tratando de agudizar al máximo sus sentidos. Sin embargo, los jadeos llegaban con más nitidez, así como el rítmico crujido de tablas y cuerdas, indicativo del indudable juego amoroso que se realizaba sobre un catre.

Un ruido hizo que Jacobo se separara rápidamente de la puerta, alarmado ante su falta de cuidado. Tras un rápido vistazo a ambos lados del desierto pasillo, se tranquilizó, pensando que se trataba de un simple chasquido de alguna madera, retomando su escucha, casi divertido ante las crecientes exclamaciones de ardorosa pasión emitidas, con toda claridad, desde el interior de la estancia, hasta que, como una molesta conciencia, la imagen de su madre apareció en su mente, recordándole con seriedad la tunda que recibiría a su vuelta si continuaba con aquel obsceno comportamiento.

Tratando de escudarse en la prudencia, dio por terminada la jornada, alejándose con una sonrisa de su comprometida situación, alegre por no haber sido descubierto y, sobre todo, por disponer al fin de una noticia importante que comunicarle a Francisco.

Mientras se alejaba por el pasillo, sonrió aliviado por haber decidido finalizar su arriesgada escucha. Un hombre, con aspecto de funcionario, se cruzó con él, observándole con curiosidad al pasar. De haber continuado junto a la puerta le habría sorprendido, en una posición en la que resultaría complicado alegar una excusa. Pensando en acudir en cuanto amaneciera al campamento genovés, donde se alojaba Francisco, lo único que ahora ahogaba su alegría era el tener que soportar los interminables ronquidos de la atestada sala donde se amontonaba una docena de soldados venecianos, único lugar donde había podido encontrar un hueco para pasar la noche.

Por segunda vez consecutiva, Jacobo explicaba todos los pormenores de su descubrimiento al incrédulo Francisco, mientras John Grant le apremiaba con los detalles de sus escuchas tras la puerta de la esclava.

—¿No podrías haber confundido los ruidos? —preguntó el castellano con inocencia.

—Para mí estaba bastante claro —replicó el muchacho.

—No es tan joven como para equivocarse en algo así —añadió el ingeniero escocés con una sonrisa condescendiente, ante el gesto de duda de Francisco—. Estoy seguro de que este mozalbete ya era el terror de los padres de hijas solteras en Venecia antes de su partida.

Jacobo observó de reojo al corpulento escocés, sin saber si debía desengañarle sobre su experiencia amatoria, bastante corta, por no decir inexistente, aunque prefirió mantener el silencio, fingiendo conocimiento para evitar que surgieran dudas sobre su capacidad para identificar tan evidentes jadeos y suspiros. No quería entrar en detalle sobre por qué su madre ya le había castigado con anterioridad por causas parecidas ni, principalmente, delatar su virginidad ante los únicos compañeros que le trataban como un hombre hecho y derecho.

—No acabo de entenderlo —comentó Francisco encogiendo los hombros—. Si Teófilo está tan enamorado de Helena como para amenazarme públicamente e, incluso, intentar matarme, ¿qué es lo que hace con Yasmine?

—Parece evidente —alegó el ingeniero con picardía—. Está jugando con ambas.

—No es lógico —negó el castellano—. Cuando se está enamorado no se cae tan fácilmente en las redes de otra mujer, por muy bella y sensual que sea.

—Si tú lo dices… —replicó John sin mucho convencimiento.

—Yo podría hablar con ella —intervino Jacobo, ilusionado por continuar con los descubrimientos.

—¿Con Yasmine?

—No, con la dama Helena. Tal vez si le decimos que Teófilo visita a su esclava pierda interés en él.

—En primer lugar —repuso Francisco—, nunca he dicho que Helena tuviera interés por Teófilo, tan sólo que era alguien que podía tener algo que ver. En segundo lugar —continuó, cortando la réplica del joven—, sigo pensando que si no quiere hablar conmigo ni verme, mucho menos adecuado me parece enviar a otro en mi lugar. Y por último, aunque pudieras hablar con ella, ¿qué te hace pensar que te iba a creer?

—¿Y por qué iba a desconfiar de mí? —respondió Jacobo con inocencia.

—Yo creo —comentó John— que llegados a este punto, no perdemos nada por intentarlo. Además, al no conocer a Jacobo, no tiene motivos para eludirlo. Una vez que consiga acercarse, no creo que Helena ordene al guardia que lo eche a puntapiés; al menos tendremos una oportunidad.

—Te agradezco tu interés —dijo Francisco—, pero sigo pensando que no es una buena idea.

—¿Y qué otra alternativa tenemos? —repuso el escocés—. Jacobo ha necesitado tres días para descubrir algo y tampoco se puede arriesgar indefinidamente a escuchar tras las puertas. Si alguien le sorprende tendremos un problema serio. No creo que sentarse a esperar traiga la solución.

—Es cierto —añadió el animoso jovenzuelo.

Francisco suspiró profundamente, incapaz de convencer a sus dos compañeros de la locura que, a sus ojos, suponía esa idea. Sin embargo, tras meditarla durante un instante, la aceptó, tal y como exponía el ingeniero, como la única forma de tratar de resolver aquella intriga que le carcomía por dentro desde hacía días.

—De acuerdo —aceptó el castellano—, pero déjame que te aconseje lo que debes decir.

Jacobo abrió los ojos de par en par, como hacía cuando trataba de fijar su atención en algo, intentando concentrarse en las explicaciones de su señor. De repente, en el exterior de la pequeña tienda donde se hacinaban los tres compañeros, un creciente eco de gritos, golpes y carreras se impuso al rítmico fondo de las explosiones de los impactos sobre la muralla.

—¿Qué es ese jaleo? —preguntó Francisco con inquietud—. Espero que no sea un nuevo ataque.

John salió de la tienda con dificultad, debido a su tamaño, maldiciendo en su idioma al golpearse la cabeza con uno de los postes. El castellano y su joven compañero le oyeron preguntar a gritos a un grupo de soldados, instantes antes de que el rostro demudado del escocés apareciera de nuevo ante ellos.

—¡Los turcos han entrado en el Cuerno de Oro!

—¡Es imposible! —exclamó Francisco—. Ni siquiera hemos escuchado que la flota estuviera combatiendo.

—Todo el mundo corre hacia las murallas que dominan el puerto —repuso el ingeniero—, yo voy a seguirlos a ver qué pasa.

—Iré contigo —afirmó el castellano, recogiendo el cinto y la espada con rapidez mientras Jacobo se apresuraba tras los pasos del ingeniero.

A su alrededor, el campamento se encontraba en plena ebullición, con grupos de soldados avisando a gritos a los que aún permanecían ociosos. Mientras algunos se abalanzaban sobre armas y corazas otros, al ritmo que marcaban las órdenes de sus oficiales, se congregaban en torno a los abanderados, incluyendo una numerosa compañía que ya se dirigía, a la carrera, hacia las murallas que lindaban con el Cuerno de Oro.

Alarmado ante la posibilidad de encontrar los barcos turcos adueñándose de la flota que defendía el puerto, Francisco corrió colina arriba, desde el valle formado por el río donde se asentaba el campamento hacia las murallas más próximas al brazo de mar. El trayecto era largo y empinado, con una fuerte subida hasta las cercanías de la calle Mese, donde terminaba una de las colinas sobre las que se había construido la ciudad, iniciando desde allí una suave bajada hasta la zona del puerto, atravesando el extremo del barrio de Blaquernas hasta el de Petrion.

Casi sin resuello por el rápido ritmo inicial de la carrera, el castellano tuvo que ver como el incansable Jacobo se perdía de vista, detrás de las grandes zancadas del ingeniero escocés, perdido ya entre los grupos de civiles que surgían alarmados de las casas próximas, cada vez en mayor número a medida que se adentraba en los barrios poblados, dejando atrás el palacio imperial. Disminuyendo el paso, pudo escuchar innumerables comentarios, a cual más aterrador, que circulaban a gritos, en varias lenguas, entre los viandantes. Sin saber si debía creerse aquella mezcla de especulaciones, patrióticas proclamas y angustioso pesimismo, Francisco realizó un último esfuerzo para alcanzar las murallas, en las cercanías de la puerta de Fanar, comprobando que, sobre el ancho adarve, se concentraba una densa multitud que señalaba hacia la ciudad de Pera con grandes aspavientos de asombro.

Con las piernas agarrotadas y exhausto por la marcha, Francisco prefirió caminar con rapidez a lo largo de la muralla hasta encontrar una torre en la que no tuviera que pelearse con media ciudad para poder situarse junto a las almenas. A pocos metros de distancia avistó un bastión octogonal, situado en un ángulo de los muros, que aparentaba menor ocupación que los anteriores, lanzándose escaleras arriba, mientras respiraba agitadamente, hasta llegar a su cima.

Tras unos segundos agachado, con las manos sobre las rodillas, recuperando el aliento, se acercó hasta la línea de almenas que coronaba la torre, apretándose entre el grupo de civiles y soldados que se situaba en las primeras filas, hasta hacerse un hueco con el que contemplar el Cuerno de Oro.

Con un rápido vistazo hacia la derecha, pudo comprobar con sorpresa como las galeras italianas y bizantinas que conformaban la exigua flota al servicio del emperador se mantenían ancladas en el puerto o junto al barrio genovés de Pera, buscando la protección de sus muros frente a los cañones del sultán. La cadena se alzaba intacta, visible, pese a la distancia, por sus flotadores de madera. El puerto aparecía tranquilo, con los numerosos barcos de pesca amarrados en los pequeños muelles que jalonaban la costa, agrupados en coloridos cónclaves en las zonas más cercanas a las puertas. Sobre la superficie del Cuerno de Oro no se veía ningún barco sobre el que ondearan las banderas turcas y, sin embargo, la gente se santiguaba a su lado, exclamando con temor plegarias al Altísimo para que les librara del enemigo infiel.

Siguiendo un brazo, que apuntaba tembloroso hacia la ciudad de Pera, Francisco se fijó en sus muros, tratando de encontrar en sus rectas líneas grises algún indicio que justificara la intensa agitación que le rodeaba. Todo parecía normal, los pendones genoveses se mantenían en su sitio e, incluso, la torre Gálata, que dominaba el norte de la ciudad, se erguía orgullosa como techo del barrio genovés.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó finalmente a un anciano que se encontraba a su lado.

—¿Es que no lo veis? —repuso el griego con incredulidad—, allí, junto a los muros de Pera —añadió señalando al horizonte cuando el castellano se encogió de hombros.

Francisco siguió el trémulo dedo del anciano, que le guiaba hasta una pequeña fusta que se encontraba anclada al otro lado del brazo de mar, en las cercanías de la colonia genovesa, distante apenas unos cientos de metros de los cargueros italianos que pertenecían a los comerciantes de Pera. Tras fijarse en ella, Francisco se frotó los ojos con el dorso de la mano.

—¡No puede ser! —exclamó.

En lo alto del mástil del navío, la escasa brisa reinante desplegaba el pendón rojo de la flota turca.

Durante unos instantes se mantuvo con la vista fija en el barco, parpadeando para comprobar que no se trataba de una ilusión óptica, fruto del cansancio provocado por la carrera. Tras admitir que el navío pertenecía a la flota del sultán, no alcanzó a comprender cómo aquel solitario bajel había sido capaz de burlar a los vigías, la cadena y a las galeras cristianas, penetrando en el Cuerno de Oro indemne y sin haber tenido que combatir.

Fue en ese preciso momento en el que se percató de la presencia del segundo barco aunque, inicialmente, su ubicación pasó desapercibida. Con el eco de los tambores y trompetas sonando débilmente en la lejanía, las velas desplegadas al viento, los diminutos oficiales paseando por la cubierta y los remos agitándose rítmicamente, una segunda fusta se encaminaba con lentitud hacia el brazo de mar, mientras su solitaria compañera se apartaba con tranquilidad, dejando sitio para la recién llegada.

La normalidad que mostraban tripulación y cubierta del bajel turco hizo que Francisco tardara en apreciar la aterradora verdad que sus ojos mostraban. Los remos, con los que los galeotes bogaban al ritmo que marcaba el cómitre, se agitaban en el aire, como si la nave se deslizara por un fantasmagórico océano, dado que las inverosímiles olas que aquel barco surcaba estaban hechas de madera.

La fusta navegaba sobre una plataforma de troncos, apoyada en una rampa del mismo material situada alrededor del extremo de la península en la que se encontraba la ciudad de Pera, ¡por el lado de tierra!

Con un súbito relámpago de comprensión, apareció claramente ante sus ojos la aterradora magnificencia de la proeza realizada por el sultán turco. Tras construir una ancha calzada de madera alrededor de las murallas de Pera, con la fuerza de cientos de hombres y decenas de yuntas de bueyes, Mahomet estaba arrastrando su flota de barco en barco, elevándolos del agua a través de la colina, mediante el camino construido para ello, para introducirlos en el Cuerno de Oro, salvando un desnivel de sesenta metros, a la par que evitaba la invulnerable cadena y la guardia de las galeras cristianas, atónitas ante el espectáculo que presenciaban.

Mientras la segunda fusta alcanzaba el agua entre atronadores gritos de júbilo por parte de los civiles turcos encargados de su remolque, el velamen de una tercera ya se apreciaba tras los muros de la colonia genovesa, sin que cupiera duda alguna de que tras ella muchas otras esperarían su turno en tan increíble desfile. Seguramente, de no encontrarse en juego la supervivencia de la ciudad, Francisco habría jurado que aquel era el mayor espectáculo que había visto la humanidad hasta la fecha, sin embargo, más que en ningún otro instante anterior, le invadió la idea de que la esperanza de sobrevivir a aquel asedio se desvanecía por momentos.

Sfrantzés se apresuraba por el iluminado pasillo, ajeno al brillo que la luz del mediodía arrancaba de los estropeados mosaicos. Aún con el alma en vilo por la descorazonadora imagen que había contemplado desde el puerto, se preguntó al pasar junto a las teselas que representaban a un gladiador clavando su tridente en un león si el sultán no acababa de herir de muerte las esperanzas de Constantinopla.

Desechando sus temores, corrió hacia la puerta del palacio, bajando a trompicones las escaleras de mármol del patio interior de Blaquernas, donde media docena de inquietos guardias balanceaban sus lanzas de un lado a otro, esperando recibir en cualquier momento la orden de acudir a las murallas para rechazar un ataque general de los turcos. Al secretario imperial le hubiera gustado tranquilizarlos pero, tras atravesar el patio a la carrera y adentrarse en las silenciosas calles del barrio cercano al complejo palacial, primero sería necesario que él mismo se detuviera a recuperar la calma y el aliento.

Pero el tiempo apremiaba. Casi dos docenas de barcos enemigos se extendían al otro lado del Cuerno de Oro, junto al valle de los Manantiales, donde el sultán había construido, en tan sólo cuatro días, la plataforma de madera por la que ahora transitaban sus buques, como ingrávidos navíos que colgaran de invisibles hilos desde el cielo. El emperador había convocado una reunión de máxima urgencia, la cual, tras descartar el palacio por su peligrosidad, dado el redoblado cañoneo que soportaban sus muros, se celebraba en la iglesia de Santa María, junto a la antigua y cegada cisterna de Aecio.

Agradeció la soledad mientras atravesaba las serpenteantes calles que conducían, a través de pórticos semiderruidos y pavimento en mal estado, hasta la iglesia de Santa María. En su estado actual, vestido con una sencilla y holgada túnica marrón y sudando por la mezcla de nervios y paso apresurado, cualquier ocasional viandante cambiaría la imagen preconcebida que los ciudadanos tenían sobre el secretario imperial, como hombre frío y calculador, por la de un funcionario agobiado al que los acontecimientos le sobrepasaban. En momentos en los que el peligro se ve más cercano es cuando los prohombres de la sociedad debían mantener la calma para, con su ejemplo, tranquilizar a aquellos que no disponían más que de información sesgada. La realidad de la situación, sin embargo, no invitaba a la serenidad, sino a la terrible preocupación que delataba el rostro de Sfrantzés cuando alcanzó el pórtico de la iglesia.

Sin fijarse siquiera en los bellos arcos de ladrillo de las ventanas, decorados con formas curvas y pequeñas columnillas, se adentró en la nave principal, de planta cruciforme, dirigiéndose, tras santiguarse mecánicamente al pasar bajo el Pantocrátor que decoraba la cúpula central, hacia la sacristía, en cuya puerta, dos guardias varengos se mantenían, completamente armados y en celosa vigilia, controlando con la mirada a los pocos asistentes que se congregaban en el templo para rezar sus oraciones.

La misa matinal de ese martes, tres semanas después del inicio del asedio, había finalizado una hora antes, por lo que la iglesia se hallaba prácticamente vacía, actuando, tanto por su posición como por su escaso renombre, como perfecto lugar de reunión del discreto consejo imperial.

Los rubicundos guardias permitieron el paso del secretario imperial con un breve saludo de cabeza, cerrando la estrecha puerta de madera de la sacristía a sus espaldas. Hacinados en el interior, alrededor de una pequeña y desgastada mesa ovalada, en la que en condiciones normales apenas habría sitio para ocho asientos, se acomodaban, de la mejor manera posible, el emperador, el megaduque, Lucas Notaras, el baílo veneciano Minotto y Gabriel Trevisano, junto con seis de sus principales capitanes de navío. En una de las esquinas, encajonado entre Constantino y el gobernador veneciano, Giustiniani resoplaba, tratando de encontrar una postura en la cual encontrarse cómodo. A pesar de su desconocimiento de los temas navales, el emperador había solicitado su presencia por si su colaboración fuera necesaria en algún momento.

—Lamento el retraso —se disculpó Sfrantzés, ocupando un pequeño taburete cercano a la puerta.

—¿Cuáles son las últimas noticias? —preguntó Notaras con gesto de preocupación.

—Dos docenas de barcos, la mayoría parandarias y unas pocas fustas. Pero hay medio centenar de buques esperando al otro extremo del camino de madera, en el mar de Mármara.

La mención del número de bajeles envueltos en la audaz operación de transporte realizada por el sultán produjo un intenso murmullo entre los asistentes a la reunión, que se miraban unos a otros, intercambiando exclamaciones de asombro por la gesta de los turcos.

—¿Cómo es posible que nadie nos haya avisado sobre los preparativos? —preguntó indignado uno de los capitanes venecianos.

—Desde Pera no han llegado noticias —repuso el emperador—. Tal vez pensaran que se trataba de una simple carretera, para mejorar las comunicaciones entre el puerto donde ancla su flota y la zona de acampada de su ejército.

—Es posible —admitió Minotto pensativo—, pero aun así debieron advertirnos, hace tiempo que escasean las noticias de interés desde la colonia genovesa.

Otro coro de murmullos se alzó entre los capitanes de las galeras venecianas, emitiendo un amplio número de críticas acerca de la tibia posición adoptada por el podestá Lomellino en el conflicto.

—Tal vez podamos inducir a los genoveses de Pera a que utilicen su flota contra los barcos turcos —comentó otro de los capitanes de navío—. Si sus galeras se unen a las nuestras podemos atacar antes de que introduzcan más efectivos en el Cuerno de Oro. Eso nos otorgaría ventaja numérica, permitiéndonos destruir parte de sus barcos casi sin riesgo.

—No creo que el podestá quiera romper ahora su política de neutralidad —afirmó el secretario imperial—, además, las negociaciones llevan tiempo y, tal y como yo veo la situación, debemos actuar con urgencia. Mientras los turcos tengan su flota dividida en pequeños grupos serán vulnerables.

—Hay otro problema —intervino Giustiniani, satisfecho por poder aportar algo en aquella reunión, repleta de marinos—: los turcos han situado algunos cañones sobre las lomas cercanas al valle de los Manantiales. No son de gran calibre, ni tampoco disponen más que de media docena, pero su posición elevada los hace mucho más peligrosos contra nuestros barcos que cualquier cañón embarcado.

Los asistentes se miraron unos a otros en silencio, denotando que aquel detalle había sido pasado por alto.

—¿Podríais embarcar parte de vuestras tropas en algunos transportes y destruirlos? —preguntó Constantino dubitativo—. Después vuestros hombres podrían incendiar la plataforma de madera y las naves en el interior del Cuerno de Oro.

—Salvo que fuera la única alternativa posible —respondió el genovés—, no lo haría. El sultán dispone de varios miles de hombres en esa zona, y puede recibir refuerzos de su campamento en cuestión de minutos. Para semejante asalto se necesitarían casi todos nuestros efectivos, sin que pueda garantizar el éxito. Apenas disponemos de fuerzas para cubrir la muralla terrestre, no veo razonable arriesgar tropas y material en una acción tan peligrosa.

—En ese caso debemos atacar inmediatamente con todas nuestras naves disponibles —dijo Notaras—. Actuemos mientras los turcos se encuentren divididos.

—¿Y dejar la cadena indefensa? —repuso Minotto—. Tal vez sea eso lo que quiere el sultán: sacrificar unos pocos barcos con tal de atraer nuestra atención, distrayéndonos de su verdadero objetivo.

—Yo tengo una idea —afirmó Giacomo Coco, capitán de una galera veneciana procedente de Trebisonda—: podemos quemar los barcos enemigos por medio de dos de nuestras propias fustas.

Los reunidos dirigieron sus miradas sobre el capitán, ansiosos por escuchar el detalle del, en principio, descabellado plan, que trataba de enfrentar a dos buques contra dos docenas.

—No se trata de combatir —advirtió el veneciano, al sentir como todos los ojos se clavaban en él—, sino de cortar las anclas de los navíos turcos durante la noche. Enviaremos dos grandes mercantes —añadió moviendo las manos sobre la mesa simulando los bajeles integrantes en el ataque— con los costados y el frente protegidos por balas de algodón y lana, de modo que puedan absorber las balas de los cañones en caso de que nos descubran antes de finalizar el plan. Dos galeras se situarán a los costados, evitando cualquier ataque, mientras que dos pequeñas y rápidas fustas se mantendrían tras la línea, ocultas en la oscuridad. Llegados a la posición de anclaje de los barcos turcos, las fustas se introducirían rápidamente entre sus líneas, aprovechando la confusión del combate inicial, cortando amarres y derramando fuego griego sobre los cascos de los barcos. Una vez prendido, las llamas se propagarán entre la flota enemiga, que será destruida o, por el contrario, se verá obligada a adentrarse en el Cuerno de Oro, desorganizada y lejos de la protección de sus cañones, donde será presa fácil para nuestras galeras. A su vez, los turcos no se expondrán a atacar la cadena de noche, sin una idea clara de lo que pasa en el interior del puerto.

Un tenso silencio siguió a la explicación de Giacomo. Los asistentes meditaron la propuesta con atención, tratando de asimilar todos los detalles para comprobar su validez.

—Puede funcionar —dijo Trevisano finalmente—. Es arriesgado pero factible.

—¿Disponemos de los barcos? —preguntó el emperador.

—Si los venecianos se avienen a colaborar… —comentó Lucas Notaras.

—Por supuesto —afirmó el baílo tajantemente—. Esta noche estará todo listo para el ataque. Trataremos de realizar los preparativos con la mayor discreción, no me fío de los genoveses. Vos no estáis incluido en mis sospechas, por supuesto —añadió rápidamente cuando Giustiniani le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Quién dirigirá el ataque de las fustas?

—Solicito ese honor —intervino Giacomo Coco con rapidez—, si el comandante Trevisano está de acuerdo.

—No veo inconveniente —repuso el aludido—. Nadie mejor para realizar el ataque que el hombre que lo ha planeado. Yo capitanearé el grupo de galeras.

—En ese caso —terminó el emperador con voz pausada—, dado que la sorpresa es esencial para el éxito de la misión, mantendremos el asalto en secreto. El protostrator mantendrá secciones de sus tropas apostadas en la muralla para evitar un contraataque turco por tierra. Todo está dispuesto, sólo necesitamos que Dios nos guíe.

Los reunidos asintieron a las palabras de Constantino, levantándose con gran ruido de sillas y tintineo de espadas, saliendo en orden por la estrecha puerta de la sacristía, donde los varengos se mantenían erguidos a ambos lados, sin mostrar en sus rostros el más mínimo interés por lo dispuesto en aquella reunión secreta.

Con el corazón en un puño, el estómago revuelto a causa de los nervios y el sudor cubriendo su rostro, Angelo Lomellino atravesaba la amplia sala del palacio de gobernación de Pera, donde se ubicaba su despacho y la sede del gobierno de la colonia, de un lado a otro, en un frenético paseo que ya duraba una hora.

Tras haber sido informado durante el almuerzo, por medio de un marinero a sueldo, de la intención de los sitiados de quemar las naves turcas mediante un asalto nocturno, el angustiado podestá había sufrido un repentino ataque de pánico. Como un cañón con la boca taponada, a punto de explosionar por la presión de su interior, Lomellino, tras una veloz y dolorosa visita al excusado a vomitar la comida, indigesta tras la noticia, se había sentido peor de lo que recordaba en su vida.

Si en la colonia, así como en la propia Génova, la excusa más utilizada para disculpar el deshonroso posicionamiento de Pera en el conflicto se centraba en los temas comerciales, la realidad incluía oscuros matices que enmarañaban la situación.

En aquel momento, Lomellino rememoraba el día en que los embajadores del sultán le ofrecieron, junto con una considerable suma de dinero, la protección del sultán respecto a su colonia si, además de mantener una humillante neutralidad, el podestá se avenía a suministrar información.

Inicialmente había tratado de rechazar el sibilino soborno, apelando a su honor y dignidad personal, puestos en entredicho por los turcos. Sin embargo, tras un concienzudo regateo, el tan manido honor había sido dado de lado en pro de una astronómica compensación en oro, que sería cobrada en cuanto cayera la sitiada ciudad. A cambio, Lomellino se convirtió en un vulgar espía, un soplón de elevado rango, cuyo destino se encontraba ahora ligado al de su señor.

Desde el momento en que comenzó el asedio y, con él, las incómodas visitas de Cattaneo o de los embajadores imperiales enviados por Constantino, se encontraba en un perenne estado de nervios, caracterizado por crónicos problemas estomacales, producidos por el acervo temor a ser descubierto y, como corresponde a los traidores, ejecutado sumariamente.

Trataba de tranquilizarse a sí mismo, exponiendo la razonable idea de que su obligación como gobernador de Pera consistía en salvaguardar la integridad de la colonia y sus ocupantes, siendo la ayuda a sus vecinos correligionarios un asunto secundario. Pese a ello, las noches se poblaban de pesadillas, aterradores presagios de un futuro probable, mientras los días transcurrían acusándose de estúpido, por meterse de cabeza en la boca del lobo sin haber visto, hasta el momento, un solo gramo de oro.

Se secó la frente con un pañuelo blanco de lino, ya casi empapado por el sudor, maldiciendo la tardanza de su emisario. El ataque sorpresa que la flota cristiana al servicio del emperador pensaba realizar esa misma noche podía dar la vuelta a la situación, en principio favorable al sultán y, por tanto, a los intereses del propio Lomellino, por lo que, sin pensarlo dos veces, el podestá había enviado a su fiel Fauzio, a quien el oro que vertía en su mano, como un río que fluye sin obstáculos, convertía en el más fiable de sus criados, hasta la tienda de Mahomet, poniéndole al corriente de los planes elaborados por sus enemigos.

La espera de la contestación del sultán se hacía interminable, dando tiempo al inquieto gobernador para imaginar todo tipo de situaciones adversas, en las que el final mostrado siempre era el mismo, su cuerpo balanceándose al extremo de una soga.

—Fauzio desea verle.

Lomellino dio un respingo de sorpresa cuando la voz de su secretario le indicó la presencia de su emisario.

—Hazlo pasar —dijo con urgencia— y cuida de que nadie nos moleste.

El mensajero entró en la sala con paso tranquilo, casi disfrutando del tembloroso aspecto que ofrecía el podestá. De joven, Fauzio no había destacado en nada, no era fuerte, ni rápido, ni buen nadador o culto, no disponía de habilidades manuales especiales ni de un porte distinguido, era la personalización de la vulgaridad y, precisamente, esa era su mayor virtud, al menos en el trabajo para el cual el gobernador de Pera le descubrió. Su rostro, carente de marcas o señales distintivas, al igual que su complexión y vestimenta, similar a la de cientos de sus conciudadanos, junto con su proverbial discreción, le convertían en el espía perfecto. Era esa persona que todo el mundo se cruza pero en la que nadie repara, el rostro que se olvida con tanta facilidad que, incluso, algunos de los funcionarios de palacio con los que se cruzaba con asiduidad jurarían no haberlo visto en la vida.

Lomellino encontró en él un genuino hallazgo para sus planes y, por su parte, Fauzio obtuvo del podestá las riquezas que nunca habría conseguido por cualquier otro medio y, aunque su señor no le inspiraba ningún tipo de empatía, era perfectamente consciente de su posición, por lo que nunca mordería la mano que lo alimentaba.

—¿Qué te ha dicho? —le apremió Lomellino con expectación.

—Necesita tiempo para preparar a su flota —respondió Fauzio, al que la inquietud del podestá le resultaba manifiestamente divertida—. Tenéis que conseguir que se posponga el ataque al menos tres días.

—¡Eso es hasta la noche del próximo viernes! —exclamó alarmado Lomellino—. ¿Cómo quiere que haga eso?

—El sultán no parecía preocupado por los detalles, aunque dejó bastante claro que, de producirse el asalto antes de esa fecha, las consecuencias para vos serían… ¿cuáles fueron sus palabras? Definitivas.

—¿Definitivas? ¡Oh, Dios mío! —dijo el podestá santiguándose y cruzando las manos como si quisiera elevar una plegaria al Señor.

Lomellino volvió a pasear por la habitación, incapaz de mantenerse quieto por un instante, mientras Fauzio le miraba con gesto desaprobatorio, tratando de ocultar la sensación de desprecio que le producía el evidente miedo que embargaba al gobernador.

—Debo hablar con Constantino —elucubraba Lomellino como si se encontrara solo en la habitación—, aunque no sé qué decirle, tal vez que el sultán lo sabe todo y que deberían esperar para no caer en una trampa.

Fauzio se mantenía callado, ajeno a la inconexa cháchara del podestá, saboreando de forma imaginaria los manjares con los que, esa misma noche, celebraría, a la salud de Lomellino y de las arcas de Pera, la nueva suma que engrosaría su ya abultada bolsa. Cada servicio que realizaba para su agitado señor se convertía, casi por arte de magia, en una fuente de tintineantes monedas, permitiendo al espía la posibilidad de un nivel de vida capaz de causar admiración entre los nobles de la ciudad. Sin embargo, el cauto Fauzio tan sólo daba rienda suelta a los pecados capitales en contadas ocasiones. De hecho, las noches en las que terminaba cada uno de los encargos del gobernador suponían los únicos momentos en los que el genovés se permitía satisfacer gula, pereza y lujuria.

—¡Ya lo tengo! —gritó Lomellino con entusiasmo, sacando a Fauzio de sus pensamientos—. Vuelve a ver al sultán y confírmale que el ataque no se producirá hasta la noche del viernes.

—No hace falta —repuso Fauzio con desdén—, Mahomet lo daba por supuesto, de hecho me dio instrucciones específicas para esa noche.

El podestá parpadeó un par de veces, intrigado por las disposiciones tomadas por el sultán, mientras daba vueltas en su cabeza a la idea con la que esperaba salvar su cuello de la horca.

—¿Podéis repetirlo?

—¿Todo el mensaje?

—Sí.

Sfrantzés no podía dar crédito a lo que acababa de oír, mientras el enviado de Angelo Lomellino, llegado urgentemente desde Pera unas horas antes de que los barcos se hicieran a la mar para atacar la flota turca, que ya, cerca de la puesta de sol, había introducido casi setenta barcos de pequeño calado en el interior del Cuerno de Oro, trataba de recordar, incómodo, las palabras exactas que le habían ordenado transmitir.

—Su excelencia, Angelo Lomellino, podestá de la ciudad de Pera —entonó el emisario con voz grave—, presenta ante la corte de Bizancio su más enérgica protesta por el intento realizado por Venecia, con la connivencia del gobierno de esta ciudad, de atacar las naves turcas surtas en el Cuerno de Oro, por medio de una acción taimada y ruin, cuyo único fin es arrebatar los laureles del triunfo a la augusta flota genovesa, robando todo el honor de la victoria que, en justicia, deberíamos compartir.

El secretario imperial asintió ligeramente con la cabeza, mirando de reojo al baílo veneciano Girolamo Minotto, que se encontraba al lado del emperador con una mezcla de ira y sorpresa pintada en el rostro.

—¿Debemos entender —preguntó el emperador, intentando evitar la más que probable enconada réplica del veneciano— que Pera está decidida a apoyarnos militarmente en nuestra lucha?

—Mi señor no piensa permitir que los venecianos se hagan con el triunfo en exclusiva, poniendo a Génova en ridículo ante los reinos cristianos mientras ellos derrotan a la flota turca. Exigimos que uno de nuestros buques sea admitido en la escuadra que realice el ataque.

—¡No nos necesitáis para hacer el ridículo! —gritó Minotto con la cara roja de furia—. Lo hacéis perfectamente por vuestra cuenta.

—¡No tolero ese lenguaje de un veneciano! —replicó el emisario con indignación.

—¡Caballeros! —se impuso Sfrantzés, acallando a ambos italianos—, recuerden que se encuentran en presencia de Constantino XI, emperador de Bizancio. No es lugar ni momento para echarse en cara viejas rencillas.

—Tenéis razón —se disculpó el genovés—, os presento mis excusas, aunque espero que nos concedáis el puesto que solicitamos.

—No veo inconveniente —afirmó el emperador, ignorando la mirada del baílo veneciano—. Si Pera quiere unirse a nuestra lucha será bienvenida, de hecho, es algo que pedíamos desde hacía tiempo. ¿Cuál es la razón de tan repentino cambio?

—Lamento no poder contestar, dado que soy un simple mensajero y desconozco las razones que conducen a mi señor a tomar esta resolución —respondió diplomáticamente el emisario.

Minotto resopló disgustado, tratando de calmarse. Había vertido duras críticas sobre la neutralidad de la colonia genovesa, pero no por ello acababa de gustarle el reciente cambio. Los aires de prepotencia con los que el emisario había transmitido su mensaje le recordaban el porqué de tan larga y enconada pugna entre las dos ciudades rivales italianas.

—¿Qué barcos pensáis aportar? —preguntó finalmente.

—Uno de los buques que vayan abriendo la marcha, en el puesto de honor.

—En el caso del plan detallado —comentó Sfrantzés— se trataría de un mercante, protegido con balas de lana y algodón, podéis utilizar cualquiera de los que disponéis en el puerto. Hablaremos con Gabriel Trevisano, comandante de la flota, para que se ponga de acuerdo con el capitán de vuestro carguero y esta noche se encuentre dispuesto en el punto adecuado.

—El ataque no podrá ser esta noche —repuso el genovés—, no estaremos preparados hasta la noche del viernes.

—¡Cómo! —exclamó Minotto casi fuera de sí—. Disponéis de una docena de barcos mercantes con las características adecuadas, en unas horas podéis tenerlo dispuesto. ¿Se puede saber para qué queréis tres días?

—Hay que desembarcar la carga —se excusó el emisario como si explicara la lección a un niño—, reclutar una tripulación adecuada y colocar las defensas, coordinar a los capitanes, revisar el plan…

—¡No faltaría otra cosa que quisierais comandar la expedición! —gritó el veneciano.

—El tiempo es fundamental —insistió Sfrantzés—, será prácticamente imposible mantener los preparativos en secreto durante tantos días.

—La fecha no es discutible —mantuvo el emisario.

—¡En ese caso idos al infierno! —espetó el baílo.

—¡Gobernador Minotto! —el emperador alzó la voz, mirando directamente al veneciano con toda la dignidad de su cargo en el rostro—. Mantened la compostura. Las difamaciones no sirven de nada —añadió el emperador, como un maestro que regaña a dos escolares díscolos—, los enfrentamientos entre nosotros no conducen más que a debilitarnos. Hasta ahora hemos mantenido una buena relación, permitid que continúe.

—Es mejor que nos dejéis un momento —propuso Sfrantzés al emisario de Pera— para que podamos discutir con tranquilidad vuestra propuesta, antes de contestar.

—Por supuesto —concedió el genovés, dirigiendo una agria mirada de reproche al baílo Minotto antes de abandonar la sala.

El veneciano, con el odio marcado en sus ojos, esperó en silencio hasta unos segundos después de que las puertas por donde había desaparecido el mensajero se hubieran cerrado, como si temiera que se hubiera apostado tras ellas a escuchar.

—Me opongo totalmente a retrasar el ataque —dijo Minotto con firmeza—. No debemos dar tiempo a los turcos a reforzar sus posiciones o a descubrir nuestra intención.

Constantino arrugó la frente al escuchar las palabras del baílo, convencido de la certeza de su razonamiento, aunque incapaz de dejar marchar la oportunidad de poner de su lado a los genoveses.

—Si Pera rompe su neutralidad, su flota podría desequilibrar la balanza del mar a nuestro lado.

—Si realmente quieren combatir al sultán —repuso el veneciano—, no necesitamos un ataque nocturno con unos pocos barcos, dispondríamos de fuerzas suficientes para derrotar la escuadra que los turcos han introducido en el Cuerno de Oro manteniendo la cadena protegida.

El emperador asintió contrariado. Minotto acababa de exponer claramente el punto más extraño del ofrecimiento, por no llamarlo exigencia, del podestá. Sólo pensaban aportar un barco, una presencia testimonial, que les permitiera arrogarse los laureles del triunfo en caso de derrota de la escuadra turca.

—No puedo sino admitir la inteligencia de la jugada del gobernador Lomellino —afirmó Sfrantzés—. En la oscuridad de la noche, los turcos no podrán identificar su barco como perteneciente a la colonia genovesa, por lo que su neutralidad permanecerá a salvo, a la vez que, cuando se consiga la victoria, podrán vanagloriarse de su contribución, como una excusa que presentar en contra de su posición de neutralidad.

—Los genoveses tratan de expurgar su humillante conducta con oscuros movimientos políticos —arguyó el veneciano con indignación—. Creedme cuando digo que no recibiremos más ayuda de Pera por permitirles compartir un puesto en esta batalla.

—Como emperador, y más aún teniendo en cuenta la situación de asedio en la que nos encontramos, no puedo permitirme rechazar ofrecimiento alguno de auxilio. No se trata solamente de un simple barco, sino del mantenimiento de buenas relaciones con la única ciudad que nos puede enviar suministros y hombres en caso de necesidad.

—Os juro por mi honor que una escuadra de Venecia vendrá en auxilio de esta ciudad —afirmó Minotto con firmeza—. No necesitáis recoger las migajas que caigan de la mesa de esos cobardes.

—Así lo deseo —contestó el emperador—, pero la realidad es que aún no hemos visto las velas de dichas galeras. Pueden llegar mañana o tardar un mes y, desgraciadamente, Giustiniani no puede garantizar que nuestras defensas soporten tanto castigo. Creo que debemos plegarnos al ofrecimiento del podestá.

El veneciano se mantuvo callado durante unos instantes, estudiando el rostro inflexible de Constantino, antes de emitir un profundo suspiro y asentir.

—Si esa es vuestra decisión retrasaremos el ataque —accedió el veneciano— y, aunque comprendo vuestro razonamiento y lo respeto, sólo espero que no tengamos que lamentarlo.

Jacobo paseaba de un lado a otro del estrecho pasillo, incapaz de mantenerse quieto debido a los nervios que le atenazaban. Los dos días transcurridos desde la entrada de los bajeles turcos en el Cuerno de Oro habían transcurrido en medio de una inmensa confusión, con la ciudad entera acudiendo ora a la muralla ora a la gran iglesia de Santa Sofía, temiendo que el sultán ordenara un asalto general en cualquier momento.

Mauricio Cattaneo le había mantenido ocupado, enviándole de aquí para allá, con mensajes y anuncios, para coordinar, por orden de Giustiniani, la situación de las tropas que se harían cargo de la defensa de la muralla que defendía el Cuerno de Oro. Los ya de por sí escasos soldados debían ahora multiplicarse para extender su línea defensiva casi cuatro kilómetros. Con semejante ajetreo le había sido imposible retomar su conversación con Francisco, por lo que ahora, en el primer momento disponible, se encontraba en un pasillo del palacio de Blaquernas con intención de interrogar a la bella Helena sin una sola idea de lo que le iba a decir.

A pesar de tener edad suficiente para atesorar experiencia con el sexo opuesto, Jacobo había pasado los últimos años en el mar. Mientras la mayoría de los muchachos de su entorno se habían divertido con las jóvenes del barrio en los descansos de sus respectivos trabajos, Jacobo se había encerrado en medio de un casco de madera, escapando apenas un par de días cada dos o tres meses a una taberna, o cualquier otro lugar donde se reunieran los marinos en los puertos. En ese momento habría preferido combatir a los turcos en la muralla a encontrarse en aquel pasillo, pero, al igual que se había sentido incapaz de abandonar la ciudad a su suerte pudiendo huir con su antiguo patrón, tenía plena conciencia de que era su deber hacia su nuevo señor y amigo castellano el contribuir, como buenamente pudiera, a tan compleja tarea. No encontraría un momento más propicio, dado que, poco antes, la joven esclava que siempre acompañaba a la bizantina, había pasado a su lado, escoltada por un soldado de la guardia varenga de espaldas tan anchas como un toro. Eso indicaba que la griega permanecía aún en las estancias de la futura emperatriz y, en poco tiempo, abandonaría su puesto en solitario, custodiada por el mismo gigante, de regreso a su puesto.

Fuertes pasos resonaron al fondo del pasillo, haciendo que el muchacho se volviera asustado. Un fornido soldado rubio, luciendo una oscura cota de malla hasta las rodillas, ajustada en la cintura por un ancho cinturón de cuero marrón del que pendía una larga espada, abría paso a una mujer, casi imposible de distinguir tras la musculosa figura del varengo, el cual, al ver de nuevo al joven en mitad del pasillo, clavó en él dos ojos como ascuas, haciendo que Jacobo tragara saliva, sintiéndose de repente pequeño e insignificante. Pensó que, si la intención del guardia era atemorizar a los soldados venecianos para evitar problemas con la dama, no podían haber elegido a un soldado mejor que aquel gigantesco vikingo de aspecto feroz.

Intentando mantenerse erguido, Jacobo no pudo evitar pegarse a un lado del pasillo, haciendo sitio a la diminuta comitiva, pudiendo comprobar, cuando se encontraban casi a su altura, como la mujer precedida por el guardia era Helena. Evitando con esfuerzo un repentino deseo de santiguarse, ignoró la furibunda mirada del varengo cuando pasó a su lado y, en un tono casi inaudible, se dirigió a la bizantina.

—Señora, ¿me permitís hablar con vos un instante?

La joven, que andaba cabizbaja, con la cara semioculta por uno de los largos pliegues de su verde túnica, que se doblaba sobre su cabeza, se paró de repente, parpadeando al ver a Jacobo, como si no hubiera reparado en su presencia hasta ese momento.

El veneciano pudo ver su rostro, pálido y apenado, así como sus ojos, que, si aún conservaban la belleza con la que Francisco los describía, transmitían una mirada llena de melancolía que disminuía la fuerza de su brillo.

Poco más pudo observar el muchacho antes de que, ante él, apareciera el pecho del varengo, al que tuvo que mirar hacia arriba, como si se hallara a los pies de una acorazada torre de metal.

—No se te ha perdido nada por aquí —dijo el soldado, en un tono bajo y a la vez tan siniestro que Jacobo sintió como le temblaban las rodillas.

—No es mi intención molestar a la dama —musitó el asustado joven—, tan sólo tengo un mensaje que retransmitir, me llevará sólo unos minutos.

—Déjale hablar —dijo Helena posando su mano sobre el hombro del guardia.

El rubio coloso se hizo lentamente a un lado, sin dejar de observar a Jacobo, presto a despedazar al mozuelo a la menor señal de que pudiera representar un peligro.

—Mi nombre es Jacobo —dijo él, aún con voz temblorosa— y me encuentro al servicio de Francisco de Toledo.

Helena arrugó la frente con extrañeza al escuchar el nombre de Francisco, mientras el soldado se mantenía en un segundo plano, aunque con los ojos clavados en el muchacho, mostrando un vivo interés por la conversación.

—Mi señor se encuentra en extremo preocupado por vos —añadió Jacobo antes de que Helena pudiera pronunciar palabra— y no entiende el porqué de vuestra negativa a verle.

—No quiero ser descortés —comentó finalmente la bizantina—, pero no creo que sea un tema que deba hablar con un criado.

—No soy un criado —repuso Jacobo elevando el tono, antes de agachar la cabeza de nuevo ante la dura mirada del varengo—, mi señor me acogió a su lado cuando me quedé solo en esta ciudad, dándome un puesto en la compañía de Mauricio Cattaneo y procurándome armas, comida y cobijo, pero me trata como a un amigo a pesar de su rango y como tal me considero, siempre dentro del respeto que me merece su posición.

Helena mantuvo la mirada en el joven veneciano, mostrando, por primera vez, una sonrisa fugaz.

—Tu señor debería haberte contado sus andanzas antes de enviarte aquí, te habrías ahorrado el viaje.

—No le conozco desde hace mucho tiempo —repuso Jacobo interrumpiendo el amago de Helena por continuar su trayecto—, pero estoy convencido de que os ama con locura y que no tiene idea de la razón que os impulsa a negarle vuestra presencia.

—Pareces sincero —afirmó Helena con un suspiro—, supongo que te ha engañado tan bien como a mí. De todas formas, si tan pronto olvida sus actos, pregúntale por Yasmine, seguro que eso le refresca la memoria.

Jacobo enarcó las cejas, sin comprender cuál sería la parte que podría jugar la esclava en esta enrevesada historia, sobre todo cuando, poco antes, había sido testigo de su apasionado encuentro con Teófilo. Abrió la boca intentando solicitar una explicación más extensa, pero con un rápido gesto, Helena levantó la mano y negó con la cabeza.

—Ya es suficiente —dijo ella con suavidad—, he sufrido bastante y no quiero sino olvidar; márchate, por favor.

El muchacho hizo una torpe reverencia, guardando silencio, evitando la más que probable intervención del fornido varengo en caso de insistencia, por lo que no pudo sino contemplar como ambos se ponían de nuevo en camino, alejándose por el pasillo.

Jacobo se encaminó en dirección opuesta, cruzándose con un griego, que clavó sus diminutos ojos en su rostro. Al joven le resultaba vagamente familiar y supuso que se trataría de uno de los muchos funcionarios que deambulaban por palacio, a los cuales la presencia del contingente veneciano no causaba más que problemas y quebraderos de cabeza, por lo que le ignoró y apretó el paso, tratando de salir del edificio antes de que los guardias de las puertas las cerraran, como hacían cada tarde.

Basilio observó con fijeza el rostro imberbe del jovenzuelo veneciano que había abordado a Helena. La primera vez que le vio, en las cercanías de la habitación de Yasmine, a pesar de la extrañeza que le produjo su presencia, le pareció uno más de esos sucios latinos que se habían adueñado de una buena parte del palacio, con la fútil excusa de defenderlo. Sin embargo, aunque demasiado lejano para alcanzar a escuchar el contenido de la conversación, la duración de la misma, excesiva para un simple piropo o consulta, no dejaba lugar a dudas acerca de la intencionalidad del encuentro.

«Ya te lo advertí», dijo la suave voz de su cabeza. Basilio no recordaba que las voces le hubieran puesto en aviso acerca del muchacho, pero dio por sentado que lo había olvidado, maldiciéndose por no haber prestado más atención a lo que decía su secreta guía. Ahora canturreaba en su oído melosamente, indicando con acierto que la presencia de aquel veneciano en ambos puntos, tan íntimamente relacionados, por fuerza, no podía tratarse de una simple coincidencia. Por tanto, era muy posible que se tratara de una amenaza para sus planes o, peor aún, un nuevo pretendiente para su bella y codiciada esclava turca. Lo más probable, pensó, era que intentara acceder a Yasmine a través de su señora o, quién sabe, quizá fuera sólo una marioneta, manejada por los hilos de alguien más poderoso.

Las voces le fueron encaminando a través de una intrincada trama, detrás de la cual podrían existir numerosos rostros aunque, en realidad, a Basilio no le importaba quién fuera el responsable final. Si no podía llegar hasta la cabeza, le bastaría con cortarle las manos.

Llegó hasta la puerta de las estancias de Teófilo, llamando con una amplia sonrisa, cuando, al mismo tiempo que el primo del emperador aparecía en el umbral, una nueva idea se abría paso en su mente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Teófilo enojado—. ¡Rápido! Pasa antes de que alguien te vea.

—Lo lamento, amo —se disculpó Basilio con su habitual voz sibilina—, pero no podía esperar para comunicaros lo que he descubierto.

—¿Y qué es? —inquirió el noble intrigado.

—¿Recordáis la falsa nota de advertencia que os hicieron llegar en una de las cenas de gala?

—Sí, me comentaste que había sido enviada por Badoer, a través de un informante secreto.

—Pues acabo de descubrir quién es el informante.

Teófilo miró fijamente a Basilio, primero con una expresión de sorpresa e incredulidad, tornada poco a poco en una aviesa sonrisa, que hizo que el alegre Basilio tuviera que acallar una carcajada, al comprobar lo fácil que resultaba manejar a aquel patético infeliz.

Francisco se encontraba bajo uno de los arcos de la muralla interior, resguardado de las esquirlas y escombros que pudieran caer en caso de impacto de una bala sobre sus almenas, al tiempo que, debido al estruendo de las explosiones, se desgañitaba tratando de traducir las instrucciones de John Grant a la cuadrilla de operarios griegos que, esa noche, debían reparar esa sección de la muralla.

Por orden de Giustiniani, junto con su fiel amigo escocés, llevaba toda la mañana, y parte de la tarde, inspeccionando la estructura de la muralla interior, comprobando los puntos en los que los muros habían sido dañados y la posible solución a las grietas que, cada vez con mayor frecuencia, hacían su aparición en la tercera y última de las líneas defensivas.

En muchos puntos, las almenas que coronaban adarves y torres habían desaparecido, sustituidas por agujeros y pequeños montículos de piedras en precario equilibrio. Aunque el grosor de sus muros y la presencia de los restos de la muralla exterior protegiendo su mitad más baja mantenían los muros en pie en toda su extensión, su terminación superior había desaparecido en multitud de secciones, dificultando la cobertura de los arqueros que se encaramaban a ella en los combates.

El ingeniero revisaba con cuidado cada uno de los tramos, ascendiendo por las escaleras hasta la cima, desafiando valerosamente el fuego enemigo, para comprobar con sus propios ojos el daño causado por los descomunales proyectiles. Tras cada revisión, explicaba a Francisco lo que se debía hacer, para que este lo comunicara al grupo de obreros griegos que, bajo la cobertura de la noche, se dedicarían a reforzar los puntos más débiles.

Hasta esa zona se aproximaron, a la carrera, Mauricio Cattaneo y el joven Jacobo, adentrándose en los robustos soportales de piedra y ladrillo en medio de una espesa nube de polvo, producto del acierto de los artilleros turcos contra una de las torres cercanas.

—¿Es que no se les van a acabar nunca las balas? —preguntó Cattaneo indignado, sacudiéndose el polvo de la ropa.

—No creo —respondió el escocés—, aunque no deben de andar muy bien de munición. Cuando he subido al camino de ronda he visto cómo un grupo de turcos recuperaba del foso algunas de las piedras que se han quedado cortas. Si arriesgan a sus hombres por unas cuantas balas de cañón, espero que comiencen a sentir escasez.

—¡Quién lo diría! —repuso el genovés mientras un tiro demasiado alto silbaba sobre sus cabezas—. El bombardeo no ha cesado desde hace dos semanas. Tal vez sea más barata la sangre que la piedra pulida.

—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Francisco—. Espero que Giustiniani no quiera que nos pongamos a realizar las reparaciones ahora.

—No, en realidad acompaño al joven —aclaró Cattaneo señalando a Jacobo—, me ha dicho que tiene información importante que comunicarte.

Francisco miró al muchacho, tardando sólo un segundo en arrugar la frente y observar al genovés con aire inquisitivo.

—No te extrañes —dijo este ante la mirada del castellano—, tenía curiosidad por saber a qué se dedicaba, que tanto tiempo le mantenía apartado de sus quehaceres, así que, dado que no hay manera de sonsacarle a qué viene tanta carrera de ida y vuelta al palacio, le he obligado a guiarme.

—El señor Cattaneo también es amigo vuestro —se excusó Jacobo—, no creo que haya mal alguno en ponerlo al corriente.

—No es que no agradezca el interés —dijo Francisco un tanto contrariado—, pero no me acaba de gustar convertir mi vida privada en el centro de atención de los asediados.

—La culpa es de los turcos —intervino John con sorna—. Si atacaran de una vez en lugar de envolvernos en polvo y azufre, no tendríamos tiempo para dedicarnos a estos temas.

—Si es una cuestión personal —adujo Cattaneo con seriedad—, me basta con tu palabra para dar por zanjado el asunto.

—No importa —repuso Francisco con un encogimiento de hombros—, a fin de cuentas debí pedirte permiso antes de emplear a Jacobo, no pensé que se alargara tanto. De hecho, creo que no pensé en absoluto.

En pocos minutos, y tras traducir las instrucciones finales al grupo de griegos que se ocuparían de esa sección de muralla, el castellano, abandonada toda reticencia, puso a Cattaneo al corriente de su vida sentimental, así como de la misteriosa actitud de la joven bizantina.

—En extraña relación te has visto envuelto —comentó finalmente el genovés, algo aturullado por el aluvión de nombres y situaciones—, por eso prefiero la guerra, es más simple que el amor.

—Esperemos que las gestiones de Jacobo arrojen algo de luz sobre el asunto —dijo el ingeniero, haciendo que todos los presentes giraran sus cabezas para observar al muchacho, que hasta entonces había permanecido callado.

—No sé si podré aclarar algo —comenzó con timidez—, apenas crucé unas frases con ella. Me pareció encontrarla profundamente apenada, con la tez pálida y los ojos llorosos, me dio la impresión de que se encuentra muy afectada, e incluso me confirmó que estaba sufriendo por ello.

—En ese caso —intervino el escocés— su actuación es aún más extraña.

—Pero ¿qué es lo que dijo? —preguntó Francisco nervioso.

—Pues…

—Vamos, muchacho, habla de una vez.

—Que engañáis a la gente —afirmó finalmente el renuente Jacobo.

—¡¿Qué?! —exclamó el castellano conmocionado.

—Sí, eso me dijo —confirmó el joven—. Dejó claro que algo habéis hecho, aunque no me proporcionó detalles sobre ello, y mencionó el nombre de la esclava, como si fuera parte del asunto.

Francisco palideció, con la boca abierta, al escuchar las palabras de Jacobo, mientras John le observaba con el ceño fruncido y Cattaneo parpadeaba confundido.

—No puedo creerlo —balbuceó el castellano.

—¿Hay algo que no nos hayas contado? —preguntó el ingeniero con suspicacia.

—Bueno… —tartamudeó Francisco— sólo fue un beso.

Cattaneo resopló, moviendo la cabeza de un lado a otro a su lado, el escocés agitaba los brazos, bramando con fuertes aspavientos.

—¡Sólo un beso! ¿Y esperas que nos lo creamos? Haber empezado por ahí y nos hubiéramos ahorrado todo esto.

—No me extraña que no quiera verte —añadió Cattaneo con tono de desaprobación—, hay que tener mala sangre para acostarse con su criada.

—¡No hice nada, maldita sea! —gritó Francisco con impotencia—. Fue un día que no pude ver a Helena. Ella intentó seducirme en un pasillo, casi arrinconándome contra la pared, me besó y… prometo que sólo vacilé un instante, después me separé de ella. No he vuelto a verla a solas, ni siquiera sé cómo se ha enterado Helena.

—¿La esclava seduciendo al noble? —repuso John con ironía—. Admitirás que no suena muy plausible.

—Pues os juro por lo más sagrado que es exactamente lo que pasó —afirmó el castellano con seriedad— y, la verdad, un beso en un momento de debilidad no creo que sea algo tan horrible como para que no me conceda, al menos, la oportunidad de disculparme.

—Yo os creo, señor —intervino Jacobo.

—Gracias —dijo Francisco—. Al menos me queda un amigo que confía en mí.

—Insinuar que somos malos amigos resulta casi ofensivo —adujo Cattaneo con seriedad.

—Es cierto —admitió el castellano apoyándose, abatido, contra una de las columnas que sostenían la muralla—, no he sido justo con vosotros, pero ya no sé cómo pediros que creáis mis palabras.

—Tal vez sea ese el problema —comentó el escocés adoptando su peculiar postura de meditación.

—¿Qué quieres decir?

—Muy sencillo —repuso el ingeniero—, nosotros somos sus amigos y, a pesar de ello, nuestra reacción inicial ha sido de incredulidad. Teniendo en cuenta que Helena ha de sentirse doblemente afectada por un desliz semejante, es muy probable que, debido a las numerosas historias sobre la galantería de Francisco con las damas que corren de boca en boca por el campamento, haya dado por segura la traición. Resultaría comprensible que, tras haber seducido a su criada, a la que, por otro lado, el propio Francisco nos ha comentado, trata como a una amiga, no quiera saber nada de él.

—Suena bastante lógico —afirmó Cattaneo, al mismo tiempo que Jacobo asentía con la cabeza—. Teniendo en cuenta el denso historial amoroso de nuestro compañero no sería de extrañar que se le atribuyera la presa antes de soltar la cuerda del arco. Sin embargo, esta explicación presenta un punto oscuro —añadió el genovés con seriedad.

Los tres le observaron con intensidad, invitándole a compartir sus dudas, a lo que Cattaneo respondió con unos segundos de silencio, complacido ante la expectación levantada por su aporte a la intrincada relación sentimental del castellano.

—Si, por lo que dices, todo ocurrió en un breve momento, en medio de un pasillo, supongo que sin testigos, eso sólo deja a una persona —continuó el genovés, tras una pausa para que Francisco confirmara con un gesto su descripción— capaz de desvelar ese momentáneo desliz, la propia esclava.

—¿Yasmine? —preguntó el castellano extrañado—. ¿Y qué podría ganar ella mintiéndole a Helena? Ella sería igualmente responsable y, por tanto, se expondría a enemistarse con la que, al fin y al cabo, es su señora. Además, la teoría podría encajar dentro de la personalidad de muchas de las mujeres a las que he conocido, pero Helena no es de esa clase de personas, no me habría arrojado a un lado sin darme la oportunidad de explicarme o, al menos, escucharme. Incluso habría venido en persona a abofetearme.

—No si la esclava hubiera dispuesto de algún tipo de prueba irrefutable que hiciera innecesaria la búsqueda de otros testimonios —arguyó Cattaneo—, aunque no se me ocurre cuáles.

—Señor —intervino el muchacho—, dado que la turca es, de un modo u otro, imprescindible para aclarar el asunto, ¿no querréis que hable con ella?

—No, Jacobo, muchas gracias —respondió Francisco—, pero creo que debo pedirle explicaciones personalmente.

—Me gustaría seguir ayudando —insistió el mozuelo pateando el suelo—, es la primera vez que me siento útil. Aparte de los mensajes que transmito para el señor Cattaneo —añadió al ver el gesto, entre indignación y sorpresa, con el que el noble genovés había respondido a sus últimas palabras.

Francisco miró a Cattaneo, hasta que este se encogió de hombros asintiendo con la cabeza, comprensivo ante la excitación de Jacobo por procurarse una ocupación que no fuera acarrear piedras o correr, de una compañía a otra, transmitiendo mensajes.

—Puedes seguir en palacio —dijo finalmente el castellano— y, si descubres algo nuevo, ven presto a contármelo.

Jacobo sonrió, partiendo a la carrera, más veloz que las balas que sobrepasaban la muralla, en dirección a las ondeantes banderas que lucían sobre los maltrechos muros de Blaquernas.

Los remos rasgaban suavemente la oscura superficie del mar, arrancando pálidos mechones de espuma en rítmica cadencia. El murmullo que producía la nave al deslizarse por las tranquilas aguas del Cuerno de Oro apenas se veía incrementado con cada acometida de los remos, difuminándose, como el de sus cercanas compañeras, en medio del continuo golpeteo de las olas sobre la costa del mar de Mármara.

Giacomo Coco, sobre la cubierta de una de las fustas, maldecía a la luna, que, recién comenzada su mengua, iluminaba, a pesar de las nubes que empañaban su silueta, los contornos de barcos y murallas, de mástiles, colinas y costa. Maldecía su posición, tras los dos pesados mercantes, recubiertos de balas de algodón y lana, en medio del trío de pequeñas fustas y diminutos botes que cargaban los barriles de fuego griego, con el que debían abrasar las naves y esperanzas de los turcos, y, por último, aunque con mucha mayor intensidad, maldecía a los genoveses por el retraso que habían impuesto al ataque.

Forzando la vista contra el horizonte, escudriñando en la noche las sombras que conformaban los muchos bajeles de la flota enemiga, apretaba los puños de impaciencia, mientras los setenta y dos remeros de su embarcación, con perfecta sincronización, hundían sus remos en el agua al ritmo lento de los demás integrantes del grupo de ataque, intentando mantener la sorpresa, clave de todo el plan.

Miró a su derecha, tratando de discernir, sin conseguirlo, en la cubierta de una de las galeras venecianas que escoltaban al grupo central, la figura de Gabriel Trevisano, deseando que, de algún modo, le comunicara que acelerara su barco y se lanzara contra los turcos, rompiendo la tensa espera que le destrozaba los nervios.

Tamborileó los dedos sobre uno de los grandes toneles, repletos del aceitoso líquido bizantino que debía proporcionarles la victoria, comprobando con un rápido vistazo que apenas se habían alejado de sus posiciones iniciales, en el puerto. En ese momento, con breve aunque sorprendente nitidez, una luz brilló junto a las almenas de una de las torres de Pera. Giacomo se frotó los ojos, tratando de dilucidar si la vista le jugaba una mala pasada, aunque el creciente rumor de voces que ascendía desde los bancos de remeros no dejaba lugar a dudas.

—¡Mantened el ritmo! —ordenó secamente sin alzar la voz.

Las conversaciones se acallaron y la boga continuó con pequeños desajustes, aunque los susurros entre soldados y tripulación silbaban a todo lo largo de la cubierta. Giacomo fijó su vista en la masa oscura que componía la flota turca, más grande a medida que se aproximaban a ella, y, a pesar de que el ruido de los remos parecía ahora atronador, la impresión de tranquilidad llenaba el Cuerno de Oro.

Sin embargo, el instinto del veneciano aullaba advertencias, como un lobo ante la luna. Aquella luz no podía ser sino una señal convenida con los musulmanes para avisarles de la presencia de los asaltantes. Si los turcos reaccionaban contra ellos, antes de que sus fustas pudiesen mezclarse entre los barcos para derramar su terrible arma, la pequeña escuadra cristiana no tendría ninguna oportunidad contra la superioridad numérica enemiga. No había tiempo que perder, si los turcos estaban prevenidos, era necesario acelerar el ritmo de avance y tratar de ganar la mayor ventaja posible antes de que se dispusieran para el combate, y si, por el contrario, la sorpresa aún jugaba de su lado, nada perderían por el sonido de unos remos golpeando el agua. «Al diablo», pensó el veneciano y, con voz potente, resonando por encima del murmullo del agua, gritó:

—¡Bogad, remeros, con toda la fuerza de vuestros brazos!

Desde la colina más cercana al valle de los Manantiales, a cuyo pie fondeaba la flota turca, Mahomet observaba con dificultad el puñado de sombras que se cernían sobre su posición.

—Uno de los barcos parece adelantarse —comentó el oficial de artilleros que comandaba la batería de cañones emplazados en la ladera.

El sultán le ignoró, concentrado en distinguir los borrosos contornos de los navíos cristianos, delatados por la señal realizada por Fauzio, el espía del podestá, desde una de las torres de Pera.

Con una aviesa sonrisa, Mahomet se imaginó a Lomellino, sudando como un pollo cocido vivo. Desde el momento en que el genovés aceptó el cuantioso soborno ofrecido por sus embajadores, supo que, a pesar de no recibir un solo ducado de los muchos prometidos, el podestá, en un indecoroso intento por mantenerse a flote entre dos aguas, haría cualquier cosa para satisfacer al sultán, tratando de ocultar sus indignos planes a sus propios conciudadanos.

Si algo gustaba a Mahomet de los latinos era su ilimitada avaricia, sólo superada por su hipocresía. A diferencia de los fieles musulmanes, respetuosos seguidores de sus creencias y aguerridos defensores de los preceptos coránicos, los cristianos, permanentemente imbuidos de los perjudiciales efluvios del alcohol, maligno elixir que tan sabiamente había prohibido el profeta Mahoma, seguían a clérigos corruptos, que se regodeaban en su riqueza. Sus reyes luchaban unos contra otros, proclamando después su fidelidad a una Roma que despreciaban y cuyo poder socavaban con cualquier pretexto. Su desorbitada pasión por el oro, el lujo y el boato hacían de la mayoría de los nobles latinos una raza sumamente sencilla de corromper, facilitando el camino para la conquista.

La simple promesa del brillo del oro había bastado para que Lomellino vendiera su alma y, con ella, a cientos de sus correligionarios, que se dirigían, con valor, hacia una trampa.

—Ya están a tiro, majestad —afirmó el oficial.

—Abrid fuego —replicó Mahomet con serenidad—, y que las tripulaciones estén preparadas para contraatacar en cuanto veamos los primeros rayos de sol.

Una docena de fogonazos relucieron sobre la costa, por encima de los oscuros mástiles turcos, seguidos, un instante después, por el fantasmagórico eco de las explosiones, prólogo de la llegada de las balas, que impactaron, con un terrorífico silbido, alrededor del barco de Giacomo, levantando enormes columnas de agua, visibles con la escasa luz de la luna.

Con una nueva maldición, el veneciano se santiguó y ordenó a sus marinos que hicieran sonar los tambores. Si habían de morir, que fuera con el honor del combate, no envueltos por la oscuridad, como ladrones.

Los remeros redoblaron esfuerzos, haciendo volar la pequeña fusta por encima del tranquilo mar, alterado ahora por los sonoros golpes de los remos y el corte de la quilla del barco en el agua.

—¡Preparad el fuego griego!

La voz del capitán resonó en cubierta, justo antes que la fatalidad, más que el acierto de los artilleros turcos, hiciera que una enorme bala atravesara la cubierta del barco, aplastando cuadernas, tablones y remos, así como al valeroso Giacomo Coco, muerto de un golpe, como su propio navío, al que el agua comenzó a anegar sin tiempo a que muchos de los marineros pudieran encomendarse al Altísimo.

Desde la distancia, Gabriel Trevisano escuchó el desgarrador chasquido de la fusta cuando la bala de cañón atravesó el casco, haciendo tambalear al buque, el cual, inmediatamente, perdió velocidad, cayendo inertes sus remos al agua.

Casi sin tiempo para pensar en los marineros del barco hundido, algunos de los cuales tuvieron la fortuna de saltar al agua antes de que el bajel fuera tragado por la oscuridad, las siguientes andanadas de los cañones turcos impactaron sobre los cargueros que abrían la marcha, golpeándolos con inusitada violencia, apenas atenuada por la protección de lana que acolchaba sus bordas.

Aunque las apelmazadas defensas consiguieron amortiguar alguno de los impactos, contribuyeron a avivar los fuegos producidos por el ataque, ocupando a demasiados hombres en su sofocación. Ambos navíos perdieron el rumbo, situándose en medio del camino seguido por el resto de la pequeña escuadra, ahora totalmente desorganizada.

—¡Hay que apartar esos barcos! —gritó, impotente, Trevisano, intentando hacer oír su voz por encima del eco de gritos que se elevaba entre los botes—. ¡Que las barcazas se aproximen a la flota turca!

Algunos de los pequeños barcos de remos, cargados del aceitoso fuego griego, se adelantaron a las galeras, rodeando los mercantes a la deriva, hasta que una nueva descarga de la artillería otomana impactó de lleno en uno de ellos, provocando una brutal llamarada que convirtió, por un momento, la noche en día, extendiendo el líquido inflamado entre los demás pequeños transportes, provocando la explosión de sus toneles cargados hasta la borda con el peligroso líquido.

Con una amplia sonrisa de satisfacción, iluminada grotescamente con cada fogonazo que se elevaba desde el agua, Mahomet contemplaba con alborozo la obra de sus artilleros, deseoso de poder asistir a la primera victoria de sus tropas desde el comienzo del asedio, aunque aún recelando de cualquier treta que los cristianos pudieran efectuar.

—Majestad —comentó con suavidad el oficial que comandaba las piezas—, los botes son demasiado pequeños para alcanzarlos, si no es por casualidad.

—Olvidadlos —repuso el sultán—, ya no son una amenaza, concentrad el fuego en la galera que se encuentra a la izquierda de la formación.

El oficial saludó respetuosamente, ordenando de inmediato a sus hombres que variaran la posición de los pesados cañones, girándolos para enfilar sus negras bocas hacia la silueta del nuevo blanco.

—¡Comandante! —llamó Mahomet, esperando a que el nuevo almirante de la flota turca se aproximara raudo a su lado—. Amanecerá dentro de poco, quiero que la escuadra se prepare para atacar en cuanto se divisen los primeros rayos de sol. Que ninguno de los buques cristianos regrese a puerto.

Maniobrando torpemente entre los escasos botes, que trataban de regresar a puerto, y las fustas, que aún intentaban alcanzar la escuadra turca, la galera de Trevisano se deslizaba a un lado de los dañados cargueros, interponiéndose entre ellos y la cercana flota enemiga, que en esos momentos, con las primeras luces del alba despertando vivos tonos anaranjados en el horizonte, abandonaba sus anclajes en dirección a la desorganizada fuerza de ataque cristiana.

Tras el frustrado intento de asaltar a los turcos por sorpresa, el único afán que impulsaba a Gabriel Trevisano era la esperanza de salvar tantos hombres y barcos como fuera posible, evitando que la derrota se transformara en un desastre, capaz de otorgar al sultán el control absoluto del mar.

La llegada del amanecer descubrió, en las lomas de la colina más próxima, la situación de las baterías turcas, tremendamente reforzadas desde el día en que se produjo el traslado de los barcos por medio de una rampa de madera. Mahomet había sabido jugar sus bazas, aprovechando el tiempo otorgado por los cristianos antes de lanzar su ataque, utilizándolo para incrementar sus fuerzas.

Con continuos y caóticos cambios de rumbo, la pesada galera, gracias al sudor y el esfuerzo de sus remeros, se mantenía a salvo de la mortal lluvia de balas que volaban desde las posiciones turcas, provocando hondos suspiros de alivio entre los marinos, al ver como, aunque próximos, los proyectiles no alcanzaban el barco.

Aprovechando la pésima ejecución de la maniobra de cerco iniciada por los turcos, los cargueros, a los cuales protegía la galera de Trevisano, así como las dos fustas supervivientes, se alejaban, rumbo a la protección del puerto cristiano, cuando dos inmensas piedras, arrojadas por los pesados cañones enemigos, alcanzaron a la vez el navío del almirante veneciano.

Con un crujido que estremeció toda la embarcación, la galera se detuvo casi en seco, comenzando a escorar visiblemente hacia estribor, en medio del griterío de los tripulantes, que saltaban al agua, abandonando remos, armas y armaduras, en un desesperado intento por salvarse.

El almirante Trevisano, observando con fingida tranquilidad como sus hombres nadaban, con nerviosismo y precipitación, hacia los botes más rezagados, libres ya del peso del inútil fuego griego, así como hacia la segunda galera, que interrumpió su retirada para recoger a los náufragos, esperó tambaleándose sobre la escurridiza cubierta, hasta comprobar que el último de los tripulantes había abandonado el barco, antes de arrojar su armadura, librándose de un peso que le llevaría al fondo del Cuerno de Oro, y saltar a las frías aguas del brazo de mar, maldiciendo los cañones del sultán, de calibre muy superior a las ligeras piezas de artillería que montaban los bajeles turcos. Su posición elevada sobre la colina cercana, tal como había predicho Giustiniani, permitía un buen ángulo de tiro, aumentando su precisión y peligrosidad.

Con el salado sabor del mar impregnándole los labios, tuvo tiempo para observar la multitud de civiles griegos que se hacinaba sobre las murallas de la ciudad, contemplando absorta los últimos compases de la desastrosa batalla naval, antes de ser izado con rapidez a bordo del último barco cristiano que se retiraba del lugar.

—Pobre espectáculo estamos dando —musitó con la vista fija en la escuadra turca, de la que llegaban los estentóreos gritos de victoria emitidos por soldados y marinos, coreados por una última andanada de la artillería del sultán.

El Cuerno de Oro quedaba definitivamente en manos de Mahomet, abriendo el acceso al flanco más débil de las murallas que cercaban Constantinopla. Trevisano pensó que le sería imposible olvidar el sabor de aquel brazo de mar, el gusto de la derrota le perseguiría lo que le quedara de vida.