—La nota es demasiado escueta.
La voz de Giustiniani delataba una profunda impaciencia. Los turcos llevaban una semana bombardeando a placer las ya agrietadas murallas de la ciudad, al mismo tiempo que, en los interludios que se sucedían a cada disparo de las baterías, grupos dispersos de arqueros musulmanes se aproximaban entre el humo de los fogonazos y el polvo levantado por los impactos para asaetear a los escasos defensores que se mantenían en los adarves, así como a los posibles grupos de obreros que se encargaban de renovar las derruidas defensas.
Aunque en el intercambio de flechas, jabalinas e incluso alguna que otra piedra los desprotegidos bashi-bazuks recibían un castigo mucho mayor que el inflingido a los bien parapetados ballesteros bizantinos, no había día en el que no se dedicaran, con más o menos efectivos, al hostigamiento de los contrarios, procurando complementar, con su matinal aguijoneo, el incansable trabajo de demolición que la artillería del sultán efectuaba sobre la muralla.
De tan monótona danza, a los soldados griegos les impresionaba sobremanera la insistencia de los turcos en recoger a todos sus caídos, independientemente de lo próximos que se encontraran sus cuerpos a la muralla o los hombres que pudieran perder en el intento. Al acabar la jornada, ni un solo soldado enemigo permanecía ante los muros de la ciudad. Sin embargo, esa mañana, un mensaje enrollado alrededor de una de las flechas que sobrepasaron la muralla provocó mayor revuelo que cualquiera de las temerarias muestras de valor de los soldados musulmanes. El texto, escrito con letra apresurada sobre un pequeño trozo de pergamino, rezaba: «El sultán atacará esta tarde».
—Espero que los próximos avisos traigan más información —continuó Giustiniani mientras esgrimía el amarillento pergamino ante los ojos del príncipe Orchán.
—La letra está escrita con premura —afirmó el noble turco—, seguramente no habrá dispuesto del tiempo necesario para más. Ahmed está bien aleccionado, no olvidéis su anterior informe.
El genovés asintió con la cabeza, reticente a dar la razón a Orchán. El mensaje recibido el primer día de asedio informaba con todo detalle sobre la composición del ejército enemigo, por lo que la explicación del joven príncipe resultaba convincente. Sin embargo, aunque Giustiniani decidió dar por zanjada la cuestión, pensaba que era absurdo que su agente infiltrado se arriesgara a ser descubierto para enviar una simple y prescindible línea. Los preparativos turcos para el asalto podían ser vistos, a pesar del sol poniente, que castigaba los ojos de los defensores, desde las murallas. Antes de que las tropas se lanzaran contra la ciudad, miles de auxiliares civiles, protegidos por compañías de arqueros, habían rellenado el foso en varios puntos para permitir el paso de los soldados. El ataque era más que evidente, lo que necesitaba saber Giustiniani era el número y tipo de tropas que intervendrían y, sobre todo, las secciones de muralla que iban a sufrir la embestida.
—Supongo que el punto principal por donde los turcos intentarán superarnos se encuentra en el valle del río —comentó el genovés señalando la posición sobre un sencillo mapa, apoyado en una pequeña mesa de madera a la entrada de la modesta tienda donde se alojaba el protostrator—. Es la zona más castigada por la artillería y, a su vez, la más vulnerable.
A su lado, Constantino, junto con los principales jefes militares, observaba con atención las concisas explicaciones de su comandante en jefe, armado ya con una flamante coraza sobre la que lucía la capa púrpura con el águila bicéfala bordada en hilo de oro. Su rostro serio reflejaba la serenidad de quien se ha visto en numerosas ocasiones ante la perspectiva de un combate. Alrededor de ambos líderes, más de una veintena de capitanes asistían en atento silencio a la enumeración de las posiciones en las que cada uno se haría cargo de la defensa.
Las tropas se encontraban formadas junto a la muralla, a salvo de los posibles impactos de las balas expulsadas por los cañones turcos, en espera de que el fuego cesara para ocupar sus puestos de batalla y recomponer, en lo posible, las derruidas defensas antes del combate.
—Sin embargo —continuó el genovés mirando al emperador—, no podemos dar nada por sentado, por lo que lo más adecuado sería que vos recorrierais el resto de los tramos de la muralla para encabezar la defensa, en caso de un ataque en múltiples secciones.
—Es mi deber combatir a la cabeza de mis hombres —repuso Constantino—. Debo ser el primero en dar ejemplo.
—No faltan buenos capitanes —intervino Sfrantzés— y, sin embargo, si Giustiniani está inmerso en el combate junto al río, será necesario que alguien dirija la defensa del resto de posiciones. No veo nadie mejor que el emperador de Bizancio para que los soldados se pongan inmediatamente a sus órdenes.
Constantino miró a su secretario y amigo, comprendiendo que la verdadera razón que se escondía en sus palabras era que nadie más tendría suficiente autoridad para aglutinar la amalgama de nacionalidades en las que se distribuía el conjunto de los defensores, por lo que, a pesar de sus fervientes deseos de situarse en primera línea, debió ceder a la lógica y aceptar la idea de Giustiniani.
—Si no hay preguntas —terminó el genovés—, ocupen sus puestos, y que el Señor nos proteja.
Francisco se mantuvo quieto mientras los capitanes de las distintas compañías se movilizaban en todas direcciones, encaminándose hacia sus agrupaciones de tropas entre deseos de buena suerte y secos golpes de confianza. El castellano, a diferencia del resto de los asistentes, no disponía de un mando, sintiéndose prescindible, como un niño huérfano a la puerta de una escuela, que ve cómo sus compañeros son recibidos por sus padres mientras él se queda abandonado.
Había enviado a Jacobo, el muchacho veneciano de cuyo armamento y manutención tuvo que encargarse, con Mauricio Cattaneo, para que comenzara su peligroso cometido de enlace entre las distintas agrupaciones de tropas, por lo que, una vez que el joven, del que apenas se había despegado en la última semana, hubo partido, estuvo tentado de seguirle e incorporarse a la numerosa compañía del bravo noble pero, convencido de que Giustiniani tendría algún tipo de tarea en mente para él, tal como había demostrado los últimos días, llevándole de aquí para allá recorriendo almacenes y obras, resolvió quedarse tras la reunión en espera de destino.
—¿Dónde quieres que me sitúe? —preguntó al comandante genovés una vez que se alejó el último de los oficiales.
—¡Vaya, Francisco! —exclamó Giustiniani con jovialidad—, no me acordaba de ti, pensaba que estarías con tu joven aprendiz en la compañía de Cattaneo.
—Eso tenía pensado, pero…
—Ya que estás aquí —interrumpió el genovés—, no sería mala idea que te situaras a mi izquierda; allí estarán, junto al río, las mejores tropas del emperador y, faltando él, es posible que necesite un enlace que hable griego y no se arrugue frente al peligro.
—Me extrañaría que los oficiales bizantinos no entendieran latín o italiano —repuso Francisco con cierto resquemor ante la idea de personarse en la zona más peligrosa de la línea de frente.
—Sería lógico —afirmó Giustiniani—, pero en una batalla no se pueden dejar los detalles a la lógica, tiene la mala costumbre de fallar cuando menos se espera. ¿Estás preocupado por el mozuelo?
—No, en absoluto, Cattaneo cuidará de él y, si hace falta, creo que tiene suficientes arrestos para mantener su pellejo intacto, es simple cobardía, que aflora en ocasiones como esta.
El genovés soltó una prolongada carcajada ante el comentario de Francisco, luego palmeó su espalda con fuerza, haciendo vibrar su armadura, y se encaminó, aún entre risas, hacia el lugar donde esperaban sus lanceros, seguido inmediatamente por el castellano, el cual sonreía con externa indiferencia, tratando de mostrar una ficticia seguridad que contrastaba con el sudor de sus manos y la sequedad de su garganta.
Una vez alcanzadas las agrupaciones de tropas, se despidió del genovés, encaminándose a su izquierda, donde se situó junto a un oficial bizantino que comandaba a un centenar de soldados armados con lanzas y protegidos por pesados escudos rectangulares y ajustadas cotas de malla y corazas. El que dirigía la unidad le saludó con un ligero gesto de cabeza, sonriendo ante la sorpresa de Francisco al ver su alto gorro de fieltro marrón, en sustitución del casco de tipo italiano que lucían sus hombres y el mismo castellano.
Al lado de esta unidad, Francisco alcanzó a ver a un grupo mucho más pequeño de soldados armados con grandes hachas y escudos redondos. Sus cascos eran distintos de los italianos, que cubrían sólo las mejillas; estos se extendían sobre los ojos, a modo de antifaz, protegiendo la nariz a la vez que otorgaban a los rubios guerreros de la guardia varenga un pintoresco aspecto, propio de las miniaturas de los libros miniados, que representaban a los feroces vikingos que asolaban Europa siglos atrás.
Se preguntó dónde se encontraría John, deseando haberlo tenido a su lado, sobre todo al recordar su desastroso comportamiento en la pelea frente a la taberna. A pesar de un buen puñado de refriegas y de su notable manejo del acero, nunca se había visto inmerso en una gran batalla. En su comportamiento primaban más la prevención y las hábiles fintas que los combates, dejando los duelos únicamente para las ocasiones en que resultaran inevitables. De hecho, no tenía constancia de haber matado nunca a nadie. Aunque en una ocasión su contrincante había quedado tan malherido que no daba un ducado por su vida, no supo de su más que probable fallecimiento, logrando así evitar, por desconocido, el posible cargo de conciencia de su pecado. Ahora, ante la perspectiva de encontrarse en primera línea contra un ejército entero de turcos, apelaba a la memoria de su valiente padre para que no permitiera, desde su puesto en el cielo, que a su hijo le temblaran las rodillas, al menos no de manera tan ostentosa que otros pudieran darse cuenta.
Un estruendo, seguido de una lluvia de pequeñas piedras y polvo, producido por el impacto de una gran bala de cañón sobre la parte superior de la muralla, le hicieron agradecer el casco y la armadura, cuando algunos trozos de ladrillo rebotaron, inermes, sobre su coraza. El lejano rugido de los cañones casi llegaba a agradecerse, teniendo en cuenta que mientras tronaran los turcos no se acercarían a los muros, retrasando el inevitable choque.
Los soldados que se encontraban a su lado mostraban, en su mayoría, un gran aplomo. En sus caras se reflejaba la tensión de la próxima lucha y, aunque Francisco suponía que, al igual que él, por dentro tendrían el corazón latiendo desenfrenadamente, tranquilizaba saber que contaba con un buen puñado de compañeros, capaces de mantener la calma en semejante situación. A pesar de que unos pocos se movían inquietos, balanceándose de un lado a otro, casi deseando comenzar la lucha para poder dar rienda suelta a sus nervios, los rostros de aquellos soldados reflejaban la fría y meditada decisión de cumplir con su deber para con Dios, el emperador, su ciudad y su familia, en ese orden o en cualquier otro. Francisco se alegró de tener a su lado a la élite del pequeño ejército bizantino, casi sin poder imaginar el cuadro de inseguridad que se percibiría en los extremos de la línea de murallas, donde los inexpertos reclutas alistados entre la población componían el núcleo de la defensa.
Tratando de calmar el agitado estado de ánimo en el que se encontraba, se obligó a centrar sus pensamientos en un tema alejado de la próxima batalla, no apareciendo ninguno mejor que Helena. Sin embargo no encontró en el recuerdo de la bella griega el sosiego que cabría esperar, dado que, tras varios días sin verla ni tener noticias suyas, Francisco comenzaba a inquietarse.
En su último encuentro, tras expresar con más torpeza que acierto sus dudas acerca de su propia identidad y de las posibilidades reales de permanecer en Constantinopla una vez que la batalla hubiera finalizado y el emperador pudiera dedicar más tiempo a esclarecer su difuso pasado, la joven, aun mostrando una gran calidez que transmitía el amor que la inundaba, había dejado claro que era una pregunta a la que tan sólo el castellano podía responder.
La vida de Helena, todo su mundo, giraba en torno a esa ciudad. Incluso cediendo a la idea de que el amor que sentía por Francisco fuera lo suficientemente fuerte como para acompañarle, Francisco temía plantear esa alternativa, no tanto por miedo a un rechazo por parte de la bizantina, sino por su propia reticencia. ¿Era esa la vida que merecía la mujer que amaba, siempre de puerto en puerto sin destino fijo ni futuro estable? Durante los días en los que Helena no había acudido, como era su costumbre, al encuentro del castellano, Francisco había meditado largamente sobre tan espinosa cuestión, al menos en los pocos ratos de ocio que el incombustible Giustiniani le permitía y no se encontraba exhausto por la continua tarea. Tan numerosas e intensas eran las ocupaciones que el genovés, con redoblado entusiasmo, había cargado sobre el castellano, poco acostumbrado a tan endiablado ritmo de trabajo, que su fugaz intento por solicitar del Señor una respuesta iluminadora, acabó con un molesto clérigo ortodoxo zarandeándolo en el banco de la iglesia de San Jorge, enfurecido por los sonoros ronquidos que emitía Francisco.
Con tamaños obstáculos, la única decisión lógica era pensar que, en caso de tener que abandonar la ciudad, no se marcharía acompañado de Helena. Si de verdad se encontraba perdidamente enamorado de ella, no sería justo obligarla a seguir una vida en nada semejante a la que conocía y en la que se sentía a salvo. Eso permitía tan sólo dos alternativas: la aceptación, propia y ajena, de su pertenencia al linaje imperial, con su consiguiente y plena integración en la corte o, por el contrario, la más cómoda huida, con la esperanza de que el tiempo y los placeres de la vida cicatrizaran la más que profunda herida que dejaría en su pecho aquella bizantina de ojos claros.
A todas estas complejas disquisiciones se había unido, los últimos dos días, una inquietante sensación de extrañeza ante la repentina desaparición de su adorada Helena. Si bien dos o tres días de tregua permitían la intimidad suficiente para sopesar con tranquilidad cada una de las opciones, una semana sin noticia alguna presagiaba negros augurios. Aunque pudiera significar que la joven esperaba una respuesta clara del castellano, también entraban en la mente de Francisco confusas imágenes de una Helena decepcionada cayendo en los brazos de Teófilo. Al fin y al cabo, el noble griego no dejaba de observarle aviesamente en las últimas reuniones de la cúpula militar, incluida la mantenida minutos antes.
Un repentino alboroto atrajo de nuevo a Francisco a la realidad. El tremendo cañoneo había cesado, aún con el sol poniéndose en el horizonte, garantizando a los asaltantes turcos que los defensores tuvieran que soportar su cegadora luminosidad. Con una seca orden de Giustiniani, corrida de boca en boca entre los oficiales, las distintas agrupaciones de tropas que se mantenían alineadas se arremolinaron junto a las puertas de acceso para ocupar sus puestos en la muralla exterior.
Francisco, caminando como un autómata, arrastrado por la repentina riada en la que se había transformado el tranquilo centenar de soldados, atravesó los grandes arcos que horadaban los muros de la muralla exterior, junto a sendas torres cuadrangulares, para deslizarse hacia la izquierda, aún en compacta formación, por el ancho camino que separaba las dos líneas de defensas.
En su rápido movimiento, el castellano fue comprobando, a medida que avanzaba, que aquella parte próxima al río había sido castigada con dureza por la artillería del sultán. A pesar de la presencia de un buen número de soldados, e incluso valientes civiles, armados de tablas, sacos y toneles, reconstruyendo con afán la parte superior de lo que antaño era un resplandeciente camino de ronda protegido por almenas, el aspecto que presentaba la zona resultaba tétrico.
Tropezando con los numerosos cascotes de diverso tamaño que se esparcían por el suelo e impresionado por la vista de algunas de las enormes balas enviadas por los turcos, que lucían prácticamente intactas sobre el terreno, el castellano avanzó, junto con su grupo, por entre los continuos montículos de escombros, formados por los restos de las torres de defensa, caídas ante el acoso de los cañones del sultán.
Ya en la zona asignada, subió sin dificultad por la rampa de tierra apelmazada, que sustituía a las antiguas escaleras en el acceso a lo alto de la muralla exterior, en una zona donde la antigua altura de los muros había quedado reducida a la mitad. Con la respiración entrecortada por la combinación de carrera, pesada armadura y atenazadores nervios, alcanzó la delgada empalizada de madera y piedra de metro y medio de altura que, junto a un puñado de barriles rellenos de tierra y trozos de ladrillo, formaba la línea defensiva, quedándose sin aliento al contemplar, desde tan endeble posición, la magnitud del despliegue turco.
—Virgen santísima —dijo en un susurro.
Sobre las colinas cercanas, justo detrás de la empalizada que protegía los cañones otomanos, una aterradora masa de tropas, enarbolando banderas y pendones, aullando como lobos rabiosos entre ensordecedores tonos de tambores, pífanos y trompas, se disponía, en cerradas formaciones, a descargar toda su furia justo en la sección donde se encontraba Francisco, el cual se santiguó, rezando de forma inaudible todas y cada una de las oraciones que alcanzaba a recordar.
A su lado, los soldados griegos se esmeraban en restablecer, como mejor podían, las precarias e improvisadas defensas, mientras Francisco se fijaba ahora en la extensión de piedras, tierra y escombros que caía de forma más o menos abrupta por el lado exterior, componiendo, para su desgracia, un accesible camino hasta los pies de las defensas bizantinas. Más a su izquierda, pudo atisbar una de las torres que se escalonaban en la muralla, proverbialmente intacta, para alborozo de los escasos ballesteros que en ella se guarecían, apresurándose a montar los letales dardos en sus armas, al mismo tiempo que trataban de acoplar, entre las almenas, un pequeño cañón, probablemente cargado con todo tipo de pequeñas esquirlas, a modo de metralla.
Un inmenso rugido quebró el aire, como si la anterior cantinela de gritos y redobles fuera una lejana letanía y, como un solo hombre, veinte mil gargantas emitieron su reclamo de sangre cuando los infantes turcos se lanzaron a la carga.
—Sitúate en ese hueco de la izquierda.
El oficial bizantino, en vista del estado de Francisco, acompañó su orden con un fuerte golpe en el hombro, que sacó al castellano de su ensimismamiento, típico de los hombres que se enfrentan a un gran peligro por primera vez, incapaces de reaccionar, manteniéndose como estatuas, observando cómo el mundo se ralentiza.
Con el doloroso despertar, Francisco, aún confuso, aunque con el control de sus nervios recuperado, asintió con la cabeza y bajó a trompicones por la rampa dirigiéndose a unos metros de distancia, donde, con gran desesperación, comprobó que la escueta empalizada de madera se encontraba aún a mitad de su proceso de reconstrucción. Tratando de centrarse en el trabajo, sin querer mirar la marea humana que se acercaba a la carrera, ya apenas a quinientos metros, se abrió un hueco entre los atareados soldados para aupar un grueso tablón entre dos barriles, intentando elevar un par de palmos el parapeto de defensa.
—Hay que rellenar los agujeros entre los tablones con los sacos —se oyó decir a sí mismo, como si de una voz ajena se tratara.
Mientras un par de soldados afianzaban las maderas, otros tantos ayudaban a Francisco con los sacos rellenos de tierra, tratando de tapar los huecos dejados entre las astilladas tablas y los toneles. De un vistazo, pudo comprobar, con un sudor frío que le recorría la espalda, como los enemigos más avanzados se encontraban a menos de doscientos metros.
—¡Afianzad el parapeto, rápido!
Otro soldado se acercó con una maza y largas estacas, con intención de clavarlas en la tierra del barril a modo de cuñas para fijar el madero superior, impidiendo que rodara a uno u otro lado. Mientras, de las torres de la muralla interior, donde se habían situado parejas de arqueros, volaron numerosas saetas, al tiempo que resonaban los ligeros cañones bizantinos. Nubes de polvo se elevaban entre las olas de soldados turcos que se encaminaban hacia las zonas del foso rellenadas con tierra a modo de puentes. «Cien metros», pensó Francisco al ver las flechas por encima de su cabeza. Se abalanzó sobre el soldado arrebatándole una de las estacas para clavarla en el otro barril, utilizando su casco a modo de martillo.
Una flecha se clavó sobre el tablón, a un par de palmos de distancia, mientras muchas otras silbaban por encima de su cabeza o chocaban contra la empalizada con un rítmico golpeteo. Francisco dominó el instinto de cubrirse y continuó martilleando la estaca, que se introducía milímetro a milímetro entre la tierra y los pequeños guijarros que abarrotaban el tonel.
—¡Aquí están! —gritó uno de los soldados al tiempo que sacaba la lanza por encima de las defensas y aprestaba el escudo.
Francisco dio un último golpe a la estaca antes de retirarse, justo a tiempo para evitar una jabalina lanzada por un turco, situado al pie de la abrupta rampa que les permitiría ascender hasta la empalizada. Al esquivar el ataque, dio un traspié, rodando hacia atrás por la tierra hasta el pie interior de la muralla. Rápidamente recuperó su casco, desenvainó la espada y se encaminó de nuevo hacia donde sus compañeros ya cruzaban sus armas con los turcos más cercanos.
Los primeros atacantes, los más veloces en la alocada carrera, eran, a su vez, los más ligeramente armados, por lo que Francisco pudo comprobar, una vez reintegrado en su puesto junto al parapeto haciéndose un sitio entre los soldados griegos, que no realizaban verdaderos intentos de asaltar la empalizada, limitándose a lanzar algunos venablos o cautas estocadas con las lanzas. Más peligrosos resultaban los que formaban la segunda línea de combate. Protegidos por armaduras y cotas de malla, disponían de escalas para las partes de muralla aún intactas, mientras que, para aquellos tramos, como el defendido por Francisco, con un acceso más asequible, transportaban largos palos terminados en garfios con los que trataban de enganchar toneles y maderos, intentando hacerlos rodar pendiente abajo para abrir brecha en la empalizada.
Durante lo que al castellano le pareció una eternidad, los turcos se mantuvieron a prudente distancia de las lanzas griegas, probando la utilidad de sus garfios, al tiempo que los defensores trataban de inutilizarlos en cuanto se enganchaban a un tablón. Tras un buen número de frustrados intentos, otro grupo de turcos apareció con teas encendidas que arrojaron contra la empalizada. Afortunadamente, y para sorpresa de Francisco, numerosos civiles, entre los que se encontraban desde un par de críos de doce años hasta una monja, se habían introducido entre los muros junto a las tropas, portando grandes recipientes con agua, tanto para los defensores como, por una prudente orden de Giustiniani, en previsión de un eventual ataque con fuego. Gracias a su colaboración, los pequeños incendios fueron extinguidos sin tardanza, antes de que pudieran dañar las defensas.
Durante casi dos horas, los turcos se relevaban para hostigar a los defensores, intercambiando flechas, venablos y disparos de pequeñas armas de fuego con los ballesteros de las torres. El combate resultó mucho menos sangriento de lo que Francisco había pensado, dado que la estrecha zona atacada impedía que los turcos aprovecharan su superioridad numérica. Sin embargo, con la llegada de la oscuridad, cuando todo parecía indicar que el temido ataque no pasaba de ser un simple tanteo de las defensas, una serie de señales acústicas precedieron a un renovado asalto, efectuado por tropas de refresco, contra los ya extenuados griegos e italianos.
Con un sorprendente impulso, una docena de soldados protegidos con corazas y escudos redondos cargaron pendiente arriba contra el debilitado parapeto. Los griegos aprestaron sus lanzas, atravesando a dos de ellos en la acometida. Sin embargo, con un siniestro crujido, las castigadas estacas de fijación se partieron y el gran tablón que coronaba la empalizada cedió al embate, arrastrando a la mayor parte de los griegos terraplén abajo.
En un parpadeo, Francisco se vio de bruces contra cuatro oponentes, los cuales trataban de aprovechar la confusión para superar los restos de las defensas antes de que los soldados caídos pudieran recuperarse.
—¡Por Dios y por Castilla! —gritó, más para darse ánimos a sí mismo que para aterrar a sus rivales.
Con el valor de la desesperación y tratando de controlar sus nervios, lanzó dos o tres inocuas estocadas contra los musulmanes, los cuales se protegían eficazmente con sus escudos del acero toledano. Con la confianza perdida al ver como un golpe directo a uno de sus enemigos rebotaba contra su coraza dejando tan sólo una pequeña muesca, Francisco comprendió lo diferente que resultaba un combate de esas características respecto a los tradicionales duelos.
La serie de golpes del castellano, aunque lejos de causar bajas en el enemigo, al menos mantenía a los contrarios demasiado ocupados como para saltar la barrera, lo que, unido a la reincorporación de algunos de los soldados, hizo confiar a Francisco en superar su dantesco bautismo. Sin embargo, con un nuevo impulso de los elementos más retrasados, los turcos derribaron los restos del parapeto y empujaron a los defensores, haciendo caer de espaldas al bravo noble, el cual, casi sin saber cómo, se vio tumbado boca arriba resbalando por la pendiente mientras uno de los turcos se abría paso entre sus compañeros, enfilando su espada para atravesar al indefenso castellano.
Francisco se afianzaba en el suelo con la mano libre, intentando desesperadamente incorporarse para detener el fatal golpe, cuando un hacha pasó por encima de él, rebanando limpiamente la cabeza de su adversario, justo antes de que descargara el golpe definitivo sobre el castellano.
Con una inmensa risotada, un gigantesco soldado de la guardia varenga, secundado por tres de sus compañeros, se abalanzó sobre los turcos más cercanos, descargando su temida hacha con fuerza incomparable, cerrando la brecha, hombro con hombro con los griegos hasta obligar a los asaltantes a retroceder, expulsándolos de la cima de la derruida muralla.
Francisco se dejó caer hacia atrás, suspirando de alivio, tratando de recuperar el resuello, hasta que el fornido soldado, de vuelta a su antigua posición, le tendió la mano, ayudándole a levantarse.
—Gracias, amigo —acertó a decir Francisco cuando se puso en pie.
Los ojos del varengo, la única parte de su cara que se percibía en la titilante luz de los pequeños fuegos, tras el ceñido casco, se abrieron de par en par al fijarse en el rostro del castellano.
—¡El pesado de la puerta! —exclamó con su gutural acento.
—¡La criada rubia de las coletas! —respondió Francisco al reconocer al guardia como el inamovible protector de las estancias de la futura emperatriz, aunque, justo después de acabar la frase, se imaginó a sí mismo cortado en dos pedazos por la misma hacha que le había salvado la vida.
Por el contrario, el guardia, tras unos segundos de vacilación, soltó una carcajada, palmeó amigablemente la espalda del castellano, casi derribándolo, y regresó, con sorprendente agilidad para su tamaño, a su puesto.
Francisco, un tanto molesto y dolorido por la difundida costumbre masculina del amigable golpeteo, se mantuvo durante unos segundos tras las líneas, recuperando el aliento antes de regresar de nuevo a la zona superior de las defensas, donde, gracias al renovado empuje de los varengos, los musulmanes comenzaban a ceder terreno. Poco después, los tambores turcos tocaron retirada, dando paso a un rápido repliegue de los atacantes que dejaba atrás cientos de caídos.
De entre los soldados que defendían las murallas surgió un intenso griterío, celebrando la victoria y la supervivencia, acompañando, junto a una última y escasamente efectiva andanada de flechas y venablos, la ordenada retirada de los soldados turcos.
El castellano se dejó caer, exhausto, con la espalda apoyada en los restos de la derruida empalizada, observando en la penumbra los cuerpos de los pocos asaltantes que habían conseguido penetrar en la zona defendida. La cabeza cortada por el fornido varengo se encontraba a su lado, próxima a una caída tea, con cuya luz pudo apreciar la boca abierta y los ojos perdidos, mostrando una tez clara congestionada por un gesto de dolor. Ahogando una repentina arcada, desvió la mirada hacia arriba, encontrándose con el oficial bizantino al que había acompañado. Su armadura estaba cubierta de polvo y mostraba algunas muescas, delatoras de otros tantos golpes recibidos. Su elegante gorro había desaparecido y en su mano, una espada recta, propia de un armero italiano, mostraba su brillante filo teñido con un ligero tono rojizo, indicativo del buen hacer de su propietario en el reciente asalto.
—¿Te encuentras bien? —preguntó el oficial sin mucho convencimiento.
—Sí —respondió el castellano tras un instante de vacilación—, ha sido mi primer combate, supongo que se nota.
—Ligeramente —dijo el oficial con una sonrisa, tendiendo la mano para ayudar a Francisco a levantarse.
El castellano se incorporó con dificultad, observando su armadura y atuendo, manchado de un oscuro barro, mezcla de sangre y tierra de la rampa, demasiado cansado para que le importara.
—¿Es siempre así? —preguntó, con la vista fija en los caídos al pie de la rampa, muchos de los cuales gemían y se retorcían doloridos por las profundas heridas.
—No, esto ha sido un tanteo, la próxima vez irá en serio.
Francisco clavó sus ojos en el oficial. «Un tanteo», pensó. Si aquella jornada de casi cuatro horas de lucha no era sino una mera introducción a lo que cabía esperar las próximas semanas, mejor le habría ido pagando sus deudas en la lejana pero segura Génova.
—Has tenido suerte —afirmó el oficial, señalando la caída cabeza con la espada.
—No tiene aspecto de turco —comentó Francisco.
—Y no lo es —repuso el bizantino—, probablemente sea serbio o búlgaro.
—¿No son cristianos?
—Sí, al servicio del sultán, ya sea como mercenarios o como enviados por sus vasallos cristianos.
Francisco se quedó callado, como si acabara de despertarse en un mundo diferente al que creía conocer, tratando de asimilar lo ocurrido a la vez que le parecía imposible seguir con su vida anterior después de lo que acababa de presenciar.
—No te extrañes —comentó el curtido oficial mientras se marchaba a comprobar cómo estaban sus hombres—. Política y religión no suelen ir de la mano.
El castellano le siguió con la mirada mientras se mezclaba con los soldados, preocupándose por aquellos con heridas o con algún hueso roto. Después levantó su espada, observando su impecable filo, oscurecido ahora por el polvo aunque, no sabía si por fortuna o por desgracia, limpio de cualquier rastro de roja sangre.
El sol apareció de nuevo a la mañana siguiente, iluminando con sus tibios rayos el interior de la tienda en la que se encontraba Francisco, el cual se tapaba los ojos con la camisa, intentando evitar que la claridad le obligara a levantarse tras una horrible noche plagada de pesadillas.
Sin entender cómo una batalla tan reciente podía dejar un recuerdo tan vago y lejano, tuvo que ceder a la insistencia del astro rey, arrojando a un lado la inútil prenda e incorporándose con un quejido. A la luz de la mañana, pudo ver, a la par que sentir, los numerosos moratones y rasguños que jalonaban su cuerpo, centrados en el pecho y ambos brazos.
A su lado, Jacobo, al cual había acogido a petición de Cattaneo, por ser el único que aún gozaba de espacio suficiente, dormitaba como un niño, encogido en postura fetal y con las manos recogidas bajo la barbilla. Francisco se alegró al comprobar que el joven se encontraba en buen estado. Comenzaba a sentir cariño por aquel valiente mozalbete capaz, a su pronta edad, de mantener sus valores con una dignidad de la que muchos adultos no podían hacer gala.
Se incorporó con cuidado, tratando de no despertarle, aunque no pudo evitar golpear una de las múltiples partes en las que su armadura se desperdigaba por el suelo. Para alivio del castellano, Jacobo tan sólo emitió un suspiro, encogiéndose más, si cabe, en su postura. Francisco aprovechó para calzarse las botas y ajustarse la túnica bizantina, regalo del emperador, con un cinturón, antes de dejar la tienda.
La deslumbrante claridad del sol le obligó a entrecerrar los ojos, necesitando unos segundos antes de poder apreciar la visión que le llegaba del campamento, no muy diferente a la de días pasados. Al parecer, los curtidos combatientes de Giustiniani no padecían el mismo impacto por la dramática experiencia que el castellano. En pequeños grupos, se arremolinaban alrededor de aquellos con alguna herida o brazo en cabestrillo, escuchando, entre risas y comentarios, el relato de su comportamiento y hazañas, disfrutando de la elevada moral que concede la victoria.
Una explosión retumbó en la cercana muralla, levantando por encima de los muros exteriores una gran nube de humo y polvo, recordando a los sitiados que, para el sultán, la noche anterior apenas había supuesto un ligero desliz, una tibia prueba de fuerzas. El continuo martilleo de los cañones no desaparecería con tanta facilidad.
Con aire ausente, paseó entre los soldados, reconociendo muchas caras y sin echar en falta ninguna, aunque sin saber con certeza si era debido a su falta de memoria o porque realmente ninguno de los más cercanos había caído en el combate. Un poco más adelante, un soldado de escasa estatura y anchas espaldas le ofreció una rebosante jarra de un enorme tonel de cerveza, al cual faltaba ya un tercio de su contenido.
—¿No es un poco pronto para eso? —preguntó Francisco mientras rechazaba la bebida con un gesto cortés.
—Después de lo de ayer —replicó el soldado encogiéndose de hombros—, hará falta el tonel para reconstruir la muralla, y no vamos a permitir que se desperdicie lo de dentro —añadió con un pícaro guiño.
Un cúmulo de voces desvió la atención del castellano, que dejó al soldado apurando la jarra, antes que ofrecerla a otro viandante, para acercarse a un numeroso grupo de italianos que aplaudían y vitoreaban a un clérigo, el cual les sermoneaba, al parecer con notable éxito, desde lo alto de una ancha mesa. Para su sorpresa, cuando se acercó pudo comprobar que el aclamado no era otro que el arzobispo Leonardo, el cual arengaba a sus compatriotas genoveses.
—Cientos de esos infieles han caído frente a vuestro valor —gritaba a la multitud— demostrando al sultán el valor de las armas bendecidas por Cristo. Algunos hombres de poca fe, engreídos por las mieles del mando y el poder, se reían cuando yo decía que el Señor velaría por nosotros y por nuestra victoria, pero así lo ha demostrado el Altísimo, evitando que ni uno solo de los que profesan la verdadera fe caiga bajo las armas del islam.
Con un ensordecedor griterío, la multitud interrumpió las palabras del fanático sacerdote, vitoreándole con ardor, a la vez que comentaban entre ellos la veracidad de su discurso. Algo más alejado, con el rostro serio clavado en la ensalzada figura, Francisco descubrió a Giustiniani, despojado ya de su armadura y con un atuendo más ligero, aunque con la omnipresente espada al cinto.
—Es la primera vez que veo como alguien se atreve a cuestionarme en público en medio de mis propias tropas —comentó el genovés cuando Francisco se acercó a saludar.
—No le hagas caso —replicó el castellano—, todos conocen tu valía, si a alguien hemos de agradecer la victoria de ayer es a ti.
—Lo de ayer no fue un verdadero asalto —se quejó Giustiniani—, el sultán tan sólo quería comprobar nuestra fuerza. Es cierto que ha subido la moral, pero aún nos queda un largo camino por delante.
—¿Es cierto lo que dice ese idiota, que no hemos sufrido bajas?
—¿Acaso es verdad algo de lo que sale por su boca? —respondió el genovés—. No, han sido pocos, pero hemos perdido algunos hombres, a los que sumar más de cien heridos.
—Al menos a los turcos les fue peor.
—Pobre consuelo es ese. Mientras Mahomet puede compensar sus pérdidas, cada hombre que perdemos nosotros es un defensor menos en el próximo ataque.
—Pensé que te encontraría más contento después de lo de ayer.
—La euforia tras una victoria puede ser tan perjudicial como la derrota. Después del ataque los soldados se dedicaron a vitorearse unos a otros en lugar de reconstruir las defensas. Si el sultán hubiera dispuesto una segunda oleada de tropas nos habrían barrido, no por ser muchos, sino por nuestra propia desidia.
—No seas tan duro contigo mismo —dijo Francisco con una sonrisa—, has hecho un gran papel, yo no podría decir lo mismo.
—¿Por qué? —preguntó Giustiniani—. Te mantuviste en tu puesto y hoy estás vivo y entero. Has cumplido.
—¿Y cómo sabes que no salí corriendo?
—He hablado con el oficial bizantino —alegó el genovés con una pícara sonrisa—, me ha dicho que estás bastante verde, pero que, aunque pensaba que te desmayarías en cualquier momento, aguantaste cuando te viste en la necesidad. Eso para mí es suficiente.
—No es que consiguiera gran cosa —negó Francisco recordando sus inútiles golpes al quedarse solo frente a los cuatro serbios armados—, me sentí debilucho como un crío.
—Eso es producto de los nervios, lo harás mejor la próxima vez. Eso sí —añadió el genovés antes de adentrarse en el campamento para charlar con sus soldados—, intenta clavar la espada en lugar de lanzar tajos. Pinchar suele ser más efectivo que cortar.
Francisco agachó la cabeza ante el último comentario de Giustiniani, avergonzado por su inexperiencia, aunque, a decir verdad, comenzó a sentir una pequeña punzada de orgullo cuando se abrió paso en su interior la idea de que había cumplido con lo que se esperaba de él y, como decía su amigo genovés, desgraciadamente tendría nuevas oportunidades para mejorar su técnica.
Un par de soldados se acercaron distraídos, golpeándole casualmente al pasar, recordando al castellano, con acertada puntería, la existencia de una dolorosa magulladura en uno de sus costados. Ahora que notaba el quejido de su piel en las partes golpeadas, dio gracias a Dios por el arreglo efectuado en su armadura y comprendió que, a fin de cuentas, no había salido mal parado. Poco antes de la batalla habría dado cuanto poseía por la garantía de acabar magullado pero intacto, gracias, sobre todo, al buen hacer de aquel gigante rubio, al cual juró tratar con más consideración cada vez que le volviera a negar el acceso a las habitaciones de la futura emperatriz.
Helena. No había vuelto a pensar en la bizantina hasta ese momento. Los dramáticos acontecimientos que habían absorbido su mente la noche anterior dejaron en el aire una cuestión de renovada importancia. La cercanía con la que la muerte había rondado a su alrededor no dejaba lugar a dudas místicas sobre la esencia de la vida. Ahora lo veía completamente claro. Con una sorprendente nitidez comprendió que por fin había encontrado una razón a su vida, a su continua búsqueda. El Señor no le había enviado a ese lejano rincón por casualidad, era su oportunidad de redimirse, de dejar atrás su oscuro pasado y consumar el paso del que había huido. No podía ser simple casualidad del destino que sus pasos le hubieran guiado hasta ella tan sólo para saborear ligeramente sus dulces labios y luego huir de nuevo.
Los cientos de muertos de la noche anterior, la terrible proximidad con la que la cruel señora de la guadaña había jugado con él, le mostraban la fragilidad de la vida, capaz de evaporarse en cualquier momento. Era tiempo de alargar la mano y aceptar la que podría ser la última ocasión de ser feliz, de sentirse querido y de amar.
—¿Has vuelto para darme las gracias? —dijo el guardia varengo con una sonrisa.
Francisco enarcó las cejas, preguntándose si aquellos hombres nunca descansaban. Tras su asumida decisión, había utilizado el tiempo justo para asearse antes de presentarse impecablemente vestido a la manera bizantina frente a la puerta donde esperaba encontrarse con Helena.
—Sí, por supuesto —respondió al guardia—. Y dado que estoy convencido que no me dejaréis pasar y que ahora sois dos en el puesto, ¿no podríais hacerme otro favor y avisar a la protovestiaria?
—No debí salvarte la vida —replicó el guardia con un suspiro, aunque, tras cruzar una mirada con su compañero, respondida por este con un encogimiento de hombros, abrió la puerta y se introdujo diciendo:
—Espera un momento.
—¿Él aquí?
Helena se sobresaltó cuando el enorme soldado le comunicó que Francisco la esperaba junto a la puerta.
—¿Hay algún problema? —preguntó el guardia, extrañado ante la reacción de la bizantina.
No estaba preparada para verle. Aunque tenía constancia de que el secretario imperial no podría mantenerle alejado del palacio durante mucho tiempo, no se había hecho a la idea de encontrarse con él. A pesar de sus concienzudos intentos para matar ese amor que florecía en su pecho, las raíces eran demasiado profundas, sus vigorosas ramas parecían crecer más aún con la ausencia del castellano y, aunque se lo negaba a sí misma a cada instante, temía caer en sus brazos cuando volviera a verle. Su corazón se negaba a entender las razones por las que su cabeza no permitía, con poca fortuna, que ese amor resurgiera. Si como mujer hubiera deseado escupirle su desprecio a la cara, como enamorada sentía la debilidad que la atenazaba, más aún sabiendo que se encontraba a unos pocos metros de distancia.
—No puedo verle —dijo al fin con un suspiro—, haz el favor de decirle que se marche. El secretario imperial le explicará que ya no soy su paidagogos.
El guardia asintió con la cabeza, emitiendo unas incomprensibles palabras en su norteño idioma y se alejó a cumplir la orden.
—¿No conseguiste verla? —gruñó John, incrédulo ante el relato de Francisco.
—No —respondió el castellano—. El varengo que entró a hablar con ella me dijo que lleva unos días bastante extraña, con los ojos enrojecidos, como si se pasara las mañanas llorando. Me mandó a ver al secretario imperial.
—¿Y qué te dijo?
—Que ella ha pedido ser relevada de sus funciones, pero no acertó a decirme por qué. Trató de quitarle importancia, pero creo que ni él mismo lo sabe.
—¿Nada más?
—Estaba muy ocupado después del asalto.
—Por cierto —comentó el escocés—, me han dicho que te portaste como un jabato, un poco torpe, pero digno al fin y al cabo.
—Más habría valido que me atravesaran junto a la empalizada.
—¡No digas tonterías! —exclamó el ingeniero, malhumorado al ver el abatimiento de su amigo—. Todo esto tendrá una explicación, tan sólo tenemos que encontrar la forma de arreglar las cosas.
—Va a ser complicado si no puedo ni siquiera verla.
John se acarició el mentón, en un gesto que repetía mecánicamente cada vez que se concentraba, tratando de encontrar alguna forma de ayudar al castellano, que le contemplaba en silencio, sentado sobre las escaleras de acceso al camino de ronda de la muralla interior. Cuando el escocés se acercó al campamento de Giustiniani para charlar con Francisco, esperaba compartir unas cervezas con el alegre compañero que había sido hasta el momento, burlándose de su iniciación en el campo de batalla. Quedó muy sorprendido al verle triste y melancólico, paseando junto a las murallas como alma en pena que se deleita con los continuos impactos de las balas de los cañones turcos contra los altos muros.
Durante los últimos días, como uno de los mejores amigos del castellano en la ciudad, había podido comprobar como Helena se iba convirtiendo día a día en el centro de la vida de Francisco, escuchando las continuas loas a su belleza, inteligencia y demás virtudes que el enamorado joven atribuía a su doncella. Había podido comprobar su profunda transformación, del despreocupado juerguista, que encandilaba a toda la tripulación del navío en el que se embarcó en Génova con sus relatos de fugaces y peligrosos romances, al comprometido y leal caballero que se esforzaba como el que más en la defensa de aquella decadente ciudad. Por eso le resultaba incomprensible que aquella joven de rostro angelical pudiera dar la espalda a su compañero sin ningún tipo de explicación.
—Tiene que haber pasado algo desde la última vez que la viste —afirmó por fin—, haz memoria, seguro que hay algún detalle importante que se nos escapa.
—No se me ocurre cuál.
—En ese caso recurriremos a la estrategia militar.
—¿De qué estás hablando? —preguntó el castellano intrigado.
—La primera labor para asediar una ciudad es recabar información de su estado, sus defensas, posibles conflictos entre su población o cualquier otra cosa que pueda ayudar en su toma.
—No te entiendo.
—Necesitamos averiguar qué es lo que ha pasado y, dado que tú no puedes hacerlo, debemos enviar a otro para que haga dicho trabajo.
—¿Quieres ir tú a hablar con ella? —preguntó Francisco sin mucho convencimiento—. Si no ha querido verme a mí, no creo que haga una excepción contigo.
—No he dicho que fuera yo —negó el escocés—. Necesitamos a alguien a quien ella no haya visto nunca. Tal vez algún soldado o compañero nuestro…
Francisco se quedó mirando al ingeniero con los ojos abiertos, intentando seguir las elucubraciones de su amigo sin acertar a comprender muy bien adónde llegaría todo eso aunque, por otro lado, ligeramente esperanzado por la posibilidad de entender el comportamiento de la bizantina.
—¡Ya sé! —gritó John al tiempo que una certera bala arrancaba, con gran estropicio, un trozo de la torre más cercana, cubriéndoles de polvo y amenazantes cascotes—. ¿Qué tal ese jovenzuelo que se aloja en tu tienda?
—¿Jacobo? —replicó Francisco—. ¡Es todavía un crío!
—Por eso es perfecto —argumentó el escocés—. Nadie desconfiará de él, además es veneciano, podrá pasear por el palacio libremente, sin llamar la atención, como uno de los soldados del baílo acantonados allí.
El castellano sopesó la propuesta con detenimiento, imitando el gesto meditabundo del ingeniero. La idea tenía sentido, aunque le disgustaba tener que poner a Jacobo al corriente de su vida sentimental, casi tanto como utilizarle para espiar a su amada. Sin embargo, vistas las opciones a su alcance, cualquier cosa era mejor que cruzarse de brazos o entrar como una furia en el palacio buscando una explicación.
—¿Qué opinas? —preguntó John con entusiasmo—. Si vale para combatir, valdrá también como informante.
—Intentémoslo —cedió Francisco finalmente.
Jacobo escuchaba sorprendido las confusas explicaciones de Francisco, mientras John resoplaba de impaciencia a su lado, moviendo la cabeza de un lado a otro ante la desorganizada disertación del castellano.
—Entonces… —preguntó el joven sin saber si había entendido bien—, ¿queréis que persiga a vuestra prometida?
—No —negó el castellano—, tan sólo que trates de averiguar cuál ha sido la causa de su repentino encierro, aunque, si surge la oportunidad, puedes hablar con ella.
—¿Y qué le digo?
—No sé, trata de ser sutil y cauteloso, que no sepa que te envío yo.
Jacobo se rascó la cabeza confuso. Tenía a Francisco en gran estima merced al buen trato que este le había dispensado, tras quedarse prácticamente desamparado con la partida de su barco, en la cobarde huida efectuada por algunos bajeles venecianos un par de meses antes. Sin embargo, a pesar de sus ganas de corresponder a su hospitalidad y preocupación, no acababa de comprender su función en tan embrollado asunto sentimental.
—En definitiva —intervino el escocés tratando de aclarar la cuestión—, lo que Francisco está tratando de decirte de forma tan compleja es que te pasees por el interior del palacio siempre que tengas oportunidad, de forma que puedas observar el comportamiento de Helena y los que la rodean. Pensamos que este repentino cambio en su actitud no es casual, podría haber sido amenazada o engañada de algún modo. Ten en cuenta que Francisco, al haber sido reconocido como familiar del emperador, puede que haya despertado los recelos de algún noble o de otros parientes disconformes con la decisión. Tal vez alguno de ellos utilice a Helena para hacer daño a Francisco.
El muchacho asintió a las palabras del ingeniero con un poco más de convencimiento. De hecho, la idea de ayudar a su improvisado mentor en una excitante intriga palaciega comenzó a despertar su interés, decepcionado tras su pobre papel la noche anterior donde, para su desgracia, Mauricio Cattaneo le había tenido de un lado a otro de las líneas, transmitiendo mensajes a todos los oficiales italianos que combatían contra los turcos. Cuando estos se retiraron, el joven se encontraba absolutamente exhausto, a pesar de no haber desenvainado la espada en ningún momento, lo cual le incitaba a involucrarse en esta curiosa aventura.
—¿Cuándo empiezo? —preguntó por fin con una sonrisa.
—En cuanto puedas —respondió el castellano aliviado—. Pero, por lo que más quieras, ¡sé discreto!
—Podéis confiar en mí —repuso Jacobo—. Mi señor Cattaneo me ha dado el día libre para recuperarme de las carreras de anoche. Me iré ahora mismo al palacio a ver qué puedo averiguar.
—Una última cosa —comentó Francisco—: Teófilo, el primo del emperador. Tuve un encontronazo con él acerca de Helena, hace tiempo, cuando reconstruíamos la muralla, ten cuidado con él, puede que tenga mucho que ver en esto.
Jacobo asintió con la cabeza, con los ojos muy abiertos y, acto seguido, dejó la tienda, donde acababa de vestirse antes de que Francisco apareciera con el gigantesco ingeniero escocés, para, alegre ante su nueva tarea, correr colina arriba hacia el barrio de Blaquernas.
Poco después, al tiempo que disminuía el ritmo de su carrera, también lo hacía el entusiasmo inicial. Ante la vista de las resquebrajadas torres exteriores del palacio, donde aún ondeaban con fuerza las banderas del emperador, comenzaron a asaltarle las dudas sobre cómo afrontar su cometido. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de cómo empezar, por lo que resolvió introducirse entre los soldados venecianos que custodiaban la muralla del palacio y, desde allí, tratar de orientarse para encontrar a la famosa dama, su exótica esclava y al peligroso noble bizantino, a la par de echar un ojo al gigantesco varengo del que tanto hablaba el castellano.
Esa misma tarde, tras el concienzudo informe que el protostrator había presentado ante el emperador, Constantino se reunió en secreto con su amigo Sfrantzés, preocupado ante el delicado panorama expuesto por el genovés. Su puesto recorriendo la zona amurallada libre de los combates, en previsión de un ataque sorpresa turco, le había mantenido alejado de la batalla, impidiéndole poder comprobar de primera mano el comportamiento de hombres y defensas, ante la prueba inicial que el sultán efectuaba contra la ciudad.
La victoria había elevado considerablemente la moral de la tropa y, sobre todo, de la población civil, la cual, con increíble entusiasmo, se había concentrado la mañana siguiente en torno a las iglesias, para agradecer al Señor la superación de la prueba. Sin embargo, el tono triunfal que esperaba de Giustiniani resultó totalmente equivocado. Aunque las bajas eran relativamente escasas, sobre todo comparadas con las enemigas, el genovés se encontraba poco satisfecho con el desarrollo de los combates. Según su criterio, las defensas se habían mostrado demasiado endebles, el acceso a lo alto de la muralla excesivamente fácil para el enemigo, y la displicencia de los soldados tras la retirada turca un gravísimo error. Por si fuera poco, los escasos cañones que alineaban los bizantinos, tal como preveía el ingeniero de su compañía, causaron poco daño a los atacantes y socavaron con sus fuertes vibraciones las maltrechas murallas y torres donde se colocaron. La caída de la noche restó efectividad a los ballesteros griegos y las casi cuatro horas de combate pusieron de relieve la escasez de tropas, así como su cansancio por permanecer de continuo en lucha, debido a la imposibilidad de obtener reservas o soldados de refresco que pudieran efectuar relevos, algo que los turcos, gracias a su avasalladora superioridad numérica, sí podían realizar.
Finalmente, tras un detallado estudio logístico de los suministros existentes y consumidos, el comandante genovés predijo importantes problemas para alimentar a los soldados en un par de semanas, por lo que, en breve, sería necesario tomar medidas.
—Así están las cosas —afirmó un abatido Constantino tras relatar a su fiel secretario los pormenores de su reunión con Giustiniani.
—Tenemos que ver el lado positivo —repuso Sfrantzés—. Este tanteo de Mahomet nos servirá para pulir nuestros defectos, de hecho me alegra que el protostrator se muestre tan crítico con el resultado, eso indica que se preocupa por mejorar cada detalle.
—Es cierto que vale su peso en oro, pero empiezo a preguntarme si no estaremos exigiendo demasiado de nuestro pueblo. Esta misma noche pretende limpiar el foso, afianzar la muralla y despejar los escombros del lado exterior.
—Los trabajadores pueden realizar turnos, durmiendo de día para poder reparar la muralla de noche. No creo que el problema radique ahí.
—¿Por qué lo dices?
—Si el asedio se alarga demasiado —afirmó Sfrantzés con aire decaído—, no dispondremos de fondos suficientes para pagar a soldados y trabajadores.
—Nuestro pueblo se juega su futuro en esta pugna, colaborarán aunque no se les pague, lo harán por sus casas y por sus familias.
—Pero ¿y los soldados? Muchos de ellos son mercenarios, ¿cómo reaccionarán si se interrumpe su salario?
—No quiero ni pensarlo, pero no adelantemos acontecimientos. Por ahora mantenemos a los turcos a raya, rezaremos para que la ayuda llegue pronto.
—Hay algo más que quiero comentarte —dijo el secretario con voz queda, temiendo que alguien pudiera escuchar su conversación a través de las paredes.
Constantino miró de reojo a su alrededor, comprobando que la puerta de su estancia se encontraba convenientemente cerrada, antes de asentir con la cabeza, consciente de la importancia de las palabras de su amigo cuando adoptaba ese tono.
—He recibido nuevas noticias del campamento del sultán —comentó Sfrantzés con preocupación—. Al parecer esperan refuerzos especiales de Serbia, que llegarán en una pocas semanas.
—¿Más soldados? —preguntó Constantino extrañado—. No me parece que Mahomet necesite un mayor número de tropas.
—No se trata de infantes corrientes, sino mineros, los mejores de Europa.
El emperador mostró un gesto de sorpresa durante unos instantes, antes de que diera paso a una intensa preocupación.
—¡Piensan minar la muralla! —exclamó sin poder creérselo.
El secretario asintió con seriedad; el minado de una muralla consistía en excavar un túnel bajo sus cimientos, apuntalándolos con gruesos maderos a los que, en el momento del ataque, se les prendía fuego, ocasionando el hundimiento de toda una sección, lo que abriría en un instante un inmenso boquete en las defensas, por el que se colarían, como una riada, los batallones turcos. A diferencia de los escombros dejados por los cañones, aprovechables, tal como hacía Giustiniani, para levantar una precaria empalizada, el minado convertía los muros en un pequeño terraplén, llevándose consigo a la mayoría de los defensores que en ese momento se encontraran sobre los adarves.
—Si los turcos consiguen efectuar un minado en uno o dos puntos de las murallas perderemos la ciudad. Una vez dentro de las defensas su abrumadora superioridad los hará imbatibles.
—Debemos avisar a Giustiniani —afirmó Constantino—. Espero que tenga gente experta en ese campo y sepa cómo combatir las minas.
—Rezaremos por que así sea.
Constantino, que comenzaba a exhibir una palidez inusual en su rostro, así como una incipiente pérdida de peso, debido a las tensiones de las tres semanas de asedio, sintió como una nueva y pesada losa recaía sobre sus hombros. A la angustiosa situación interna de la ciudad se añadía la abrumadora inferioridad de medios, de la que el sultán estaba haciendo perfecto aprovechamiento. Tenía la sensación de que, independientemente de los esfuerzos que él pudiera realizar para mejorar las defensas o rechazar las hordas turcas, el enemigo siempre tenía un nuevo modo de amenazarles.
—Hay algo más —comentó Sfrantzés, casi angustiado al tener que descargar tan amargo peso sobre su mejor amigo, aunque consciente de que el emperador no consentiría quedarse al margen—: creo que tienes delicados problemas familiares.
—¿Qué clase de problemas?
El secretario informó a Constantino de la extraña visita de Helena, de sus iniciales sospechas acerca de lo que parecía un simple desengaño emocional de una joven enamorada y de cómo, tras la mención de Teófilo, había reaccionado ella, despertando las sospechas del astuto secretario.
—Tal como lo cuentas —comentó el emperador—, no creo que vaya más allá de una simple disputa amorosa; puedo hablar con ellos si crees que puede ayudar a calmar el asunto.
—Yo también pensé que no sería nada importante pero, no sabría cómo decirlo, tengo una corazonada. Hay algo que no encaja en todo esto y, sea lo que sea lo que se nos esté escapando, no podemos permitirnos el lujo de ignorar cualquier posibilidad.
—¿Piensas que alguno de ellos es el informador de Mahomet? —preguntó el emperador mientras arrugaba la frente en señal de incredulidad—. Pensé que habías descartado a Francisco con aquella reunión en la que no permitiste su presencia.
—Y así era —repuso Sfrantzés—, pero no quiero dejar ninguna piedra sin levantar y, aunque no me guste admitirlo, mis agentes no consiguen pruebas contra Notaras; no sé si es rematadamente listo o tienes razón en pensar que él no es el traidor, en cualquier caso no perdemos nada por asegurarnos.
—Tienes razón —admitió Constantino—, no necesitamos arriesgarnos. Además, no sé cómo lo haces, pero tus intuiciones suelen acertar, excepto en el caso del megaduque, donde, amigo mío, creo que tu aversión personal te ciega.
—Aun así me permites que actúe libremente, incluso investigando al primero de tus ministros, tal vez por eso tu pueblo te ame y sea capaz de seguirte hasta el final. No ha habido muchos emperadores tan dignos y honrados en la historia de Bizancio.
—Gracias por tus palabras, Jorge —repuso el emperador con un hilo de voz—, pero ahora mismo me conformaría con no ser el último de esos emperadores.
En el campamento turco, Mahomet se encontraba en su tienda, paseando de un lado a otro sobre la mullida alfombra de complicados motivos geométricos y florales, con las manos a la espalda, meditando sobre lo que el numeroso grupo de oficiales a los que había reunido la noche anterior había comentado acerca del ataque efectuado contra las murallas.
A pesar de tratarse de una mera tentativa para probar las fuerzas de los bizantinos, el sultán se sentía furioso. El único intento serio de atravesar las defensas había sido rechazado con facilidad y, aunque las bajas no eran elevadas, resultaban excesivas para una simple prueba. El armamento de los soldados griegos e italianos superaba en calidad al de sus infantes y, al parecer, ese maldito Giustiniani conocía su oficio, disponiendo sus escasos medios de forma eficaz. Sin embargo, lo que realmente inflamaba la ira del sultán era la arrogancia de sus propios oficiales, aún convencidos de poder avasallar a los bizantinos en cuanto se lo propusieran, gracias a la mera superioridad numérica. No aportaron soluciones, ni crítica alguna a su comportamiento, dejándolo todo en manos de Alá, el cual les proporcionaría la victoria sobre los infieles.
Mahomet era un fervoroso creyente, pero, como buen gobernante, sabía que no podía dejar que el Todopoderoso resolviera sus problemas. Si Alá les concedía su favor, la ciudad caería, pero la experiencia demostraba que el Señor no llevaba a la gloria a dejados sino, más bien, a aquellos que se esforzaban en dar lo mejor de sí mismos. El sultán se sentía rodeado de incompetentes, oficiales válidos para realizar incursiones fronterizas o rápidas campañas a caballo pero, por lo que acababa de ver, incapaces de aprovechar la excepcional arma de guerra que Mahomet acababa de forjar. Tan sólo en los disciplinados jenízaros podía depositar su confianza aunque, como élite de su ejército, eran demasiado preciados para desangrarlos inútilmente. Serían reservados hasta que su concurso fuera totalmente imprescindible; mientras tanto, tendría que calmar su ánimo y tratar de aprovechar al máximo a su mediocre estado mayor.
La furia que invadía al sultán no conseguía cegar su mente. Incluso irritado por las escasas conclusiones de su acción sobre las murallas, debía mantener su cabeza fría, dado que, según las sabias enseñanzas de su padre, debía confiar más en la inteligencia que en la fuerza bruta. Su plan inicial, detallado con cuidado tras su decepción en los primeros días de asedio, aún mantenía su vigencia. El siguiente paso seguía marcado a fuego en su interior: romper la cadena y entrar en el Cuerno de Oro para finalizar el cerco sobre la ciudad y amenazar la débil muralla que protegía el puerto. La toma del estratégico brazo de mar paralizaría los restos de la flota bizantina, interrumpiría sus conexiones con la ciudad genovesa de Pera, donde los griegos compraban impunemente armas y alimentos, evitaría la pesca en sus aguas, negando a la ciudad otra preciada fuente de suministros y, por último, obligaría al emperador a desviar parte de sus escasas tropas a ese tramo de murallas, ahora indefenso, debilitando su línea principal.
Sin embargo, cuanto más evidentes resultaban los beneficios de la toma del Cuerno de Oro, más dolorosa se hacía la derrota naval de Balta Oghe frente a la cadena la semana anterior. Tras el humillante fracaso, el sultán había ordenado a Urban mejorar sus cañones, situando uno en la colina tras los muros de Pera, desde donde se abrió fuego contra los barcos cristianos cercanos a la cadena, hundiendo uno de ellos y obligando al resto a refugiarse en el interior del brazo de mar, tras los muros de la ciudad genovesa. Un éxito momentáneo que apenas varió el equilibrio de fuerzas y la preponderancia de los bajeles italobizantinos. De alguna forma, necesitaba dar un golpe a la situación, totalmente estancada, aunque muchos de sus ladinos subordinados regalaran de continuo sus oídos con promesas de una rápida victoria.
—¡Majestad! Se acercan barcos cristianos.
El sultán se sobresaltó cuando escuchó las palabras del jenízaro que acababa de entrar en su tienda. Abrió la boca para abroncarle por su insolencia, deteniéndose antes de emitir palabra alguna, repentinamente inquieto ante la posibilidad de que la flota veneciana hubiera adelantado su salida de puerto.
—¿Qué tipo de barcos? ¿Cuántos son? —preguntó finalmente con premura.
—Al parecer son cuatro grandes transportes a vela, aún se encuentran lejos, por lo que ignoramos su nacionalidad, pero es indudable que se dirigen a Constantinopla.
—Ensilla mi caballo, quiero ver a Balta Oghe personalmente.
El soldado hizo una profunda reverencia y partió a la carrera, mientras el sultán se preguntaba quién era tan osado para desafiar su bloqueo con un puñado de barcos mercantes.
En la proa de uno de aquellos barcos, el capitán Flatanelas oteaba el horizonte, con la vista fija en la visible colina de la Acrópolis. Enviado a Sicilia por el emperador para aprovisionarse de trigo, con el que aumentar las reservas de la ciudad, no esperaba que, a su regreso, tuviera que enfrentarse con toda la flota turca.
El paso de los Dardanelos se había producido sin un solo contratiempo, no debido a la bondad del Señor, como afirmaban los marinos, sino por la inexistencia de barcos turcos, producto de su masiva concentración en el asedio de la ciudad. La necesidad de reunir su flota había obligado al sultán a desguarnecer los estrechos que daban acceso al mar de Mármara, permitiendo el paso del carguero bizantino, junto con tres barcos genoveses, atestados de comida y armas, fletados por el Papa en ayuda de la ciudad. Los barcos italianos se habían visto obligados a detenerse en Quíos, debido a un temporal, por lo que, cuando pudieron retomar el viaje, consiguieron reunirse con el buque griego en la travesía de los estrechos.
Flatanelas estaba convencido de que los turcos ya estarían advertidos de su presencia, con tiempo suficiente para poder reunir un contingente con el que atacarles antes de su llegada a puerto. A su cargo disponía de un buen número de marinos pero, por desgracia, no se trataba de soldados y, aunque el experto capitán estaba seguro de que, acuciados por la desesperación, se defenderían con ahínco, echaba de menos disponer a bordo de un grupo de guerreros armados, tal y como los genoveses transportaban en sus barcos.
—Que todos los hombres tengan a mano sus hachas, no creo que podamos atravesar la distancia hasta el puerto sin luchar.
El segundo de a bordo atravesó la cubierta, repitiendo las órdenes de su capitán, animando a los aguerridos marinos para que se preparasen a combatir contra la flota turca. En ese momento, Flatanelas no confiaba en alcanzar el Cuerno de Oro, sin embargo, no cedería sin luchar. Desde su infancia había tenido que trabajar como grumete en innumerables barcos, a lo largo y ancho del Mediterráneo, enfrentándose a vendavales, enfermedades y piratas. No sería este el día en que cedería su navío sin llevarse a unos cuantos de esos infieles por delante. Su gran baza, la única que podría darles alguna ventaja sobre los armados bajeles enemigos, eran tres grandes barriles, cargados con el denso aceite conocido como «fuego griego».
Desde su invención, ocho siglos atrás, cuando acabó con la flota árabe que atacaba Constantinopla, el oscuro combustible inflamable, cuya fórmula secreta era celosamente guardada por los sabios bizantinos, había proporcionado a la armada de los emperadores una increíble ventaja sobre sus oponentes, debido a que flotaba sobre el agua y, más importante aún, ardía sobre ella. Si un recipiente conteniendo dicho líquido ardiente caía sobre la cubierta de un barco, el agua arrojada sobre él no sólo no conseguía apagarlo, sino que contribuía a extenderlo sobre la madera, consumiendo bajeles enteros, sin que su tripulación pudiera entender cómo aquella mágica y diabólica mixtura podía ser extinguida.
—Todo está listo —afirmó el segundo de Flatanelas, tras su trasiego por toda la cubierta del barco—, los hombres están armados, ahora estamos en manos de Dios y del viento.
«Y de los turcos», pensó el capitán, observando la arboladura de su barco y rezando para que volara por encima del calmado mar hasta la seguridad del Cuerno de Oro, sin querer imaginar lo que pasaría si a su llegada comprobaban que los turcos habían forzado la cadena.
—Espero que las órdenes queden suficientemente claras —repitió Mahomet, sudando bajo el grueso ropaje tras su precipitada cabalgada hasta el puerto de las Dobles Columnas, donde amarraba el grueso de la escuadra turca—: debéis capturar los navíos o, en su defecto, echarlos a pique.
—Haré cuanto esté en mi mano, mi señor —contestó Balta Oghe con una reverencia.
—Haréis mucho más —replicó el sultán—, porque os va en ello la cabeza. Si esos barcos entran en la ciudad yo mismo os rebanaré el cuello.
El almirante miró al sultán con expresividad, sin saber si debía renovarle su lealtad y afirmar la confianza de hacerse con los barcos, pero ante el acerado rostro de Mahomet, decidió callar y salir con una ligera inclinación a disponer a su flota para el combate.
—Aprestad solamente los barcos de remos, no quiero que el viento nos juegue una mala pasada —comentó a sus oficiales mientras se dirigía hacia su nave—. Cargad tantas tropas como quepan en las cubiertas para realizar abordajes y avisad a todos los capitanes; mi barco irá en cabeza, que nadie se interponga.
Unas horas después, casi un centenar de barcos maniobraban con rapidez, impulsados por los fuertes brazos de miles de remeros, en un amplio abanico, como una gigantesca boca, que amenazaba con tragarse a los cuatro cargueros. Al son de la música de trompetas y tambores, con la confianza que otorgaba su incuestionable superioridad frente a los mercantes, galeras, fustas y parandarias se agrupaban en torno a la nave almirante, eligiendo sus presas con la avidez de un depredador mientras, en las faldas de la colina donde se elevaba la Acrópolis de Constantinopla, en sus murallas e, incluso, en lo alto de los derruidos arcos del Hipódromo, los ciudadanos de la asediada urbe se arracimaban, para contemplar la agonía de aquel puñado de bravos que se atrevían a desafiar al grueso de la armada turca.
Con los cuatro grandes bajeles ya próximos a la muralla sudeste de la ciudad, el almirante turco, de nuevo aprisionado bajo su brillante armadura, se puso en pie sobre la proa de su galera, la más próxima al barco de Flatanelas, para enviar un ultimátum de advertencia.
—¡Arriad las velas! —gritó haciendo bocina con las manos—. Rendid las naves y salvaréis la vida.
Durante un instante no hubo respuesta desde la alta borda del navío cristiano. Unos segundos después, un hombre alto y delgado se asomó a la proa del barco griego y, con voz tan fuerte como segura, respondió a la oferta del almirante turco.
—Si queréis estos barcos, venid a por ellos.
Balta Oghe observó durante unos segundos la gran nave de tres palos y velas cuadrangulares. Con sus treinta metros de eslora, era un poco mayor que las genovesas que la acompañaban, de tan sólo dos mástiles y velas latinas. Al carecer de remos tendrían que valerse de la fuerza del viento para aproximarse a puerto y, aunque su gran tonelaje, muy superior al de sus pequeñas fustas, dificultaba que los barcos turcos pudieran detenerlo a la fuerza, al menos, sirviéndose de sus escasos remos, retrasarían su travesía lo suficiente como para permitir un cambio en el viento, que dejara a los mercantes en sus manos.
Fijándose en el imponente castillo de popa, ricamente decorado con tallas y pintura de un vivo color rojizo, el almirante comprendió que la mayor altura de sus bordas y castillos supondría una gran desventaja en los abordajes, por lo que decidió agotar primero a las tripulaciones con pequeños incendios, obligando a los marineros a correr de un lado a otro con cubos llenos de agua. Más tarde, cuando los navíos se encontraran completamente rodeados, los soldados a bordo de sus galeras iniciarían el asalto por oleadas, confiando en que, esta vez, su detallado plan de relevos entre los numerosos barcos se ejecutara a la perfección.
—Ordena al primer grupo que se interponga en su camino y dificulte en lo posible el acercamiento al puerto —dijo a su oficial sin dejar de mirar la borda del barco más cercano—. Las fustas del segundo y tercer grupos que rodeen a los mercantes genoveses y los hostiguen con fuego. ¡Que por ahora no se acerquen demasiado! —gritó cuando el oficial ya había partido a retransmitir sus órdenes.
Desde su posición ventajosa, Flatanelas pudo comprobar como los bajeles turcos maniobraban para entorpecer su acceso al puerto, tratando inútilmente de desviar las inmensas moles de los cargueros de su preciso rumbo. Desde una prudente distancia, arrojaban teas y lanzas portallamas sobre la cubierta, algo previsto por el capitán griego, el cual, con tiempo para preparar el combate, había aleccionado a su tripulación para apagarlas con rapidez por medio de cubos y barriles de agua estratégicamente dispuestos a lo largo de la ancha cubierta.
Durante casi una hora, los habitantes de Constantinopla pudieron observar con alborozo como los titanes, rodeados por la marea turca, avanzaban, lenta pero incansablemente, hacia la seguridad de la cadena que cerraba el Cuerno de Oro. Sin embargo, tal como el almirante turco había supuesto, a punto de doblar el cabo de la Acrópolis, el viento cambió.
—Ya están donde los queríamos —rugió Balta Oghe al comprobar como, fruto de la brisa y la fuerte corriente, los barcos comenzaban una lenta deriva hacia los muros de Pera, alejándose de Constantinopla tras casi rozar sus muros—, ¡iniciad el asalto!
Situado sobre el castillo de popa de su barco, Flatanelas veía con desesperación como el repentino cambio de viento había arrastrado sus barcos a la fuerte corriente de entrada al Cuerno de Oro, corriente que les alejaba inexorablemente de su destino, para enviarles con suavidad a las fauces formadas por la flota turca que, con un gran estruendo de tambores, esperaba, con sus cubiertas repletas de vociferantes soldados, a que los inermes buques cayeran en sus manos.
—¡Dejad las velas y coged las hachas! —gritó con toda la fuerza de sus pulmones—, tenemos que rechazar el asalto.
Desde la suave playa que se encontraba al pie de las murallas de Pera, Mahomet comprobaba ilusionado como los barcos cristianos, rodeados por un bosque de mástiles turcos, flotaban casi a la deriva, introduciéndose sin poder evitarlo en medio de las formaciones de Balta Oghe, preparadas para hacerse con los cargueros. Tal como había previsto, desde la ciudad sitiada no se hacía ningún intento, por parte de la exigua flota cristiana, para socorrer a los mercantes, debido a la inmensa superioridad turca en el mar. Con la lógica de la supervivencia, el emperador prefería sacrificar sus refuerzos, antes que exponerse a un desastre en el mar que abriera al sultán el paso al Cuerno de Oro.
Con impaciencia, obligó a su caballo a introducirse unos metros en el agua, para poder contemplar el grandioso espectáculo desde un mejor ángulo, con una inmensa sonrisa, fruto de la posibilidad de que, por primera vez desde el inicio del asedio, Alá les sonriera con una victoria. Ante sus ojos, pudo cercionarse de cómo uno de los barcos genoveses se encontraba cercado por media docena de trirremes, mientras las más pequeñas fustas y parandarias, en número difícil de precisar, se arremolinaban en torno a los dos restantes, dejando el gran barco griego para el bajel del propio almirante y su grupo de galeras.
Desde la distancia a la que se encontraba, en medio del enmarañado paisaje de mástiles, cuerdas y remos, resultaba casi imposible discernir con detalle el desarrollo de los sucesivos asaltos que los soldados realizaban sobre los cuatro barcos, llegando a oídos del sultán tan sólo gritos difusos y entrechocar de remos y maderos. Allá a lo lejos, en la posición del carguero griego, pudo comprobar como surgía una inmensa llamarada de uno de sus propios barcos que, imprudentemente, se había acercado demasiado al mercante, permitiendo a sus valerosos marinos utilizar fuego griego, el cual parecía extenderse por la cubierta y el cordaje con sorprendente rapidez. Mahomet alcanzó a observar un buen número de soldados y marinos, cubiertos de fuego, que se arrojaban al agua entre los remos lanzando alaridos de dolor.
El dantesco espectáculo no impresionó al sultán, que introdujo aún más su caballo en el agua, deseoso de comprobar con sus propios ojos cómo era posible que aún no se hubiera arriado ninguna de las orgullosas banderas cristianas que ondeaban en los cuatro grandes bajeles.
—¡Vamos! —gritaba Balta Oghe a los soldados que se encontraban delante de él—, ¡intentémoslo de nuevo!
Tras haber maniobrado con su barco para situarse a popa del gran carguero griego, evitando ponerse a tiro de su mortal mezcla aceitosa, agrupaba por tercera vez a sus soldados para, por medio de garfios y rezones, acercarse al mercante, para asaltarlo de forma coordinada con el resto de galeras que lo rodeaban, una de las cuales ardía como una tea a la deriva, alcanzada de lleno por el fuego griego emitido desde el bajel cristiano.
Con un creciente sentimiento de impotencia, Balta Oghe comprobaba desde su posición como los genoveses, protegidos por armaduras y cotas de malla, rechazaban los continuos asaltos de los grupos de abordaje de sus fustas, utilizando hachas y espadas para cortar tanto las cuerdas y garfios de abordaje como cualquier mano que se agarrara a la borda de sus barcos.
Los turcos, sufriendo de nuevo la profunda desventaja de la menor altura de sus cubiertas, eran incapaces de asomarse a las bien protegidas bordas cristianas, defendidas con increíble desesperación por los bien entrenados soldados y marinos genoveses. Al igual que en el primer enfrentamiento, con los navíos que custodiaban la cadena del Cuerno de Oro, las flechas y venablos arrojados por los italianos desde su privilegiada posición causaban fuertes estragos entre sus filas, mientras que los numerosos arqueros situados en las parandarias apenas resultaban efectivos.
En torno al mercante griego, de mayor porte, aunque menos armado que los genoveses, el almirante turco comprobaba que sus sucesivos intentos no obtenían mejor resultado. Con un puñado de hombres, bien situados sobre el castillo de popa, los bizantinos habían sido capaces de rechazar sus dos primeros asaltos con relativa facilidad y, como bien sabía Balta Oghe, debía hacer algo para remediarlo antes de que el viento cambiara de nuevo.
—¡Adelante! —gritó con fuerza, abalanzándose entre sus hombres, para encaramarse, espada en mano, a una de las cuerdas enganchadas a la popa del mercante griego.
Seguido por sus soldados, Balta Oghe subió con dificultad hacia lo alto del castillo de popa, utilizando los pies para apoyarse sobre las tallas de la madera que decoraban el exterior del casco mientras, con la mano derecha, aferraba el curvo sable de abordaje.
—¡Ánimo! —exclamó al ver como tres de sus soldados le secundaban, subiendo con mayor agilidad, debido a la falta de peso de sus inexistentes armaduras.
Una flecha voló sobre su cabeza, clavándose a unos palmos de distancia contra la borda del mercante. «Esos estúpidos inútiles me van a ensartar», pensó Balta Oghe, meditando por un instante si sus propios tiradores serían más peligrosos que los cristianos.
A punto de alcanzar el final de la borda, un marinero griego apareció con un hacha en la mano, descargando un furibundo tajo sobre el almirante turco, el cual, a duras penas, consiguió desviarlo con la espada, respondiendo desde su precaria posición, agarrado por una mano a la cuerda y con los pies deslizándose sobre las resbaladizas tallas exteriores del castillo de popa, con un atinado golpe. La punta de su sable encontró en su impulso el hombro del marinero, introduciéndose medio palmo en su cuerpo, obligando al dolorido bizantino a soltar su hacha y retroceder con un intenso alarido.
Con una aviesa sonrisa de satisfacción, Balta Oghe, consciente de que debía aprovechar la oportunidad antes de que otro marinero ocupara el puesto del herido, afianzó los pies sobre el casco y tomó impulso para saltar a cubierta. Fue justo en ese momento triunfal cuando una piedra, disparada por uno de sus propios hombres, rebotaba sobre la borda, impactándole en el ojo. Con un estremecimiento de dolor, la cuerda se escurrió de entre sus manos y Balta Oghe, tuerto y desesperado, se hundió en el agua, deseando que el peso de su armadura le arrastrara al fondo, evitándole la humillación de tener que sobrevivir a su derrota.
Flatanelas animaba a sus hombres, acudiendo con su espada a una y otra borda, para ayudar a repeler otro de los innumerables intentos de abordaje que los turcos, incansablemente, realizaban con inusitado tesón.
Observando el creciente número de heridos que eran llevados bajo cubierta, y con la seguridad que tres de sus hombres ya se encontraban llamando a las puertas de san Pedro, comprobó que las armas arrojadizas comenzaban a escasear, casi tanto como las manos encargadas de su uso. El temible fuego griego, a pesar de su éxito inicial, hacía ya tiempo que se había agotado, dejando todo el trabajo al valor y las hachas de los marinos bizantinos. Necesitaban ayuda o, exhaustos como se encontraban, enfrentados a los continuos asaltos de las inagotables tropas turcas, pletóricas de refuerzos y naves de refresco, no tardarían mucho en ser arrollados.
Tratando de calmar su agitación, ascendió por las empinadas escaleras del castillo de popa, acercándose, indiferente a las saetas que volaban en todas direcciones, a la borda desde la que se veía el barco genovés más cercano. Allí, los soldados armados que defendían la nave, perfectamente entrenados para dicho cometido, repelían con facilidad las agresiones de los musulmanes.
—¡Ah del barco! —gritó hacia la cubierta del mercante italiano, rezando para que le oyeran a esa distancia, entre el maremagno de aullidos y golpes que se elevaba entre ellos.
Su capitán giró la cabeza, saludando a Flatanelas con la mano.
—¡Necesitamos ayuda!, ¿podéis abarloar vuestras naves y enviarnos refuerzos?
El genovés arrugó la frente, tratando de entender las entrecortadas palabras de su compañero griego, después se giró en dirección contraria, donde los dos barcos italianos restantes se mantenían juntos, unidos por algunos cabos.
Tras unos momentos, que a Flatanelas le parecieron eternos, esperando, sin poder oír nada, el resultado de la conversación entre los capitanes genoveses, el primero se volvió con una sonrisa y asintió con la cabeza. Mientras el bizantino daba gracias a Dios por haberse encontrado con tan valerosa ayuda a la entrada de los Dardanelos, a bordo de los mercantes italianos, los marinos se apresuraban a sus puestos para tratar de acercarse al carguero griego.
—No os acerquéis más, majestad —rezongaba el asustado eunuco Shehab ed-Din—, acabaréis tragado por un bajío.
Mahomet, ya entrada la tarde, desesperado por la duración de la batalla y, sobre todo, por la carencia de resultados de su flota, forzaba a su caballo a entrar en el agua, como si no pudiera soportar la inactividad y quisiera participar en el combate. Con el mar lamiéndole las rodillas y el largo caftán empapado, el sultán ignoraba los consejos de su asexuado ministro, obsesionado por hacerse oír, a la vez que furibundo ante la incomprensible incapacidad de su inmensa flota por hacerse con cuatro barcos mercantes.
—¡Malditos seáis todos! —gritaba, con el rostro congestionado por la ira que le consumía—. ¿No sois capaces de vencer en proporción de veinte a uno?
Algunos de los soldados embarcados más cercanos se volvían, con la cara compungida y avergonzada al oír a su señor, mientras otros retransmitían sus órdenes y maldiciones a los que, en la proa de los barcos, trataban de asaltar las naves cristianas.
—¡Almirante del demonio! —chilló Mahomet, casi ronco de tanto forzar la voz—. Si no puedes tomar los barcos, ¡húndelos!
Balta Oghe, rescatado a su pesar por sus marineros, se había negado a dejar su puesto, a pesar de la gravedad de su herida, coordinando los ataques desde su galera. Los cristianos habían conseguido acercar sus bajeles, amarrándolos unos a otros con cuerdas y maromas, traspasando tropas de barco en barco a tenor de las necesidades y, a pesar de que, tras horas de lucha, se encontraban extenuados, continuaban defendiéndose como verdaderos leones, delatando la incapacidad de los turcos, pese a sus continuos intentos, para abordar los navíos cristianos.
Demasiado lejos para escuchar las imprecaciones de su señor, el almirante llegó por su propio pensamiento a la misma conclusión.
—Usad la artillería —dijo a su segundo—, debemos hundirlos.
—Aún podemos abordarlos —repuso este con su habitual mirada despectiva.
Balta Oghe empuñó su sable y, con un certero golpe, cortó el cuello del sorprendido oficial, el cual, con un gorjeo, cayó sobre la cubierta, tratando inútilmente de detener con sus manos la sangre que fluía a borbotones de su herida.
—¡Hundidlos! —gritó el enfurecido almirante a los marinos que le observaban en cubierta.
Un instante después, los remeros bogaban con inusitado ímpetu para maniobrar la galera, situando los dos pequeños cañones de proa en el ángulo correcto para abrir fuego sobre los indefensos barcos cristianos.
Completamente agotado, casi deseando que los turcos tuvieran éxito en sus acometidas para poder descansar eternamente en el Paraíso, Flatanelas observó como, cerca de la puesta de sol, algunos de los barcos turcos se abrían hueco entre los demás, presentando sus ligeros cañones de proa que, con un sonoro fogonazo, enviaron sus balas de pequeño calibre contra los costados de su barco.
Con un crujido, una de ellas impactó con fuerza contra el armazón del buque, astillando algunas tablas, aunque, por fortuna, sin causar graves daños, mientras el resto de las balas caían al agua, elevando una ligera fuente de líquido en el lugar donde desaparecían.
El capitán griego comprobó, desde la borda, el agujero del casco realizado por el disparo y, con alivio, llegó a la conclusión de que los turcos necesitarían un cañón más potente para abrir una vía de agua importante en los densos tablones que conformaban el casco del carguero. Esperanzado, rezó para que, con la llegada de la noche, la brisa cambiara de dirección y les permitiera escapar de la trampa mortal.
Balta Oghe entrecerraba su ojo sano, tratando de enfocar adecuadamente el borroso contorno del carguero, intentando cerciorarse de que las repetidas descargas de su artillería embarcada, pese a los continuos impactos sobre el costado del barco, no conseguían causar daños importantes en su estructura, ni alcanzar la precisión suficiente para impactar bajo su línea de flotación, donde una brecha daría paso a un torrente de agua que anegaría la nave.
Soportando las intensas punzadas de dolor que inundaban su cabeza, complicando, más si cabe, su estado de agotamiento, vociferaba continuas órdenes, para que los distintos grupos de naves se relevaran en el hostigamiento de los cargueros, confiando a la desesperada que uno de los furiosos asaltos tuviera éxito, antes de que la llegada de la noche desorganizara completamente la formación turca, permitiendo, amparados por la oscuridad, a los buques cristianos que permanecían tras la cadena, totalmente armados, dejar su fondeadero para intervenir en la lucha.
A bordo de los cuatro barcos, la situación rayaba en lo dantesco, con más de la mitad de los tripulantes muertos o heridos y el resto al límite de sus fuerzas, tan sólo el hecho de haberse atado unos a otros, reduciendo las bordas por las que los turcos podían asaltar los navíos, impedía que se crearan enormes huecos entre las diezmadas filas de los defensores.
Agotadas las flechas, piedras, jabalinas o cualquier otra arma arrojadiza, con las cubiertas resbaladizas por la sangre, que las teñía de un oscuro tono rojizo, la resistencia se encontraba al borde del colapso. Mientras cientos de soldados turcos se relevaban continuamente, para aportar tropas descansadas a la batalla, italianos y griegos, luchando sin tregua durante más de seis horas, miraban con desesperación la docena de galeras, venecianas y bizantinas, que, desde el otro lado de la cadena, apenas a mil metros de distancia, se mantenían ancladas, con sus cubiertas repletas de inactivos soldados.
De pronto, cuando ninguno de ellos contaba con sobrevivir para ver un nuevo día, el viento cambió. Primero fue una tenue ráfaga, desapercibida por todos, luego un pequeño golpe sobre las lonas, hasta que, con un continuo siseo, las velas de los mercantes se hincharon, haciendo crujir los castigados mástiles y cuadernas. Con un chasquido, la gran masa flotante que formaban los amarrados cargueros embistió contra las más cercanas fustas de los anonadados turcos.
Flatanelas, de rodillas sobre la cubierta, con un brazo salpicado de rojas heridas, producto de las astillas arrancadas de la borda por el arma de un soldado enemigo, oraba a Dios con lágrimas en los ojos, mientras su barco derivaba lentamente hacia la seguridad de la cadena, donde, para desesperación de los turcos, las trompetas de las galeras venecianas tocaban zafarrancho y el griterío de los cristianos, por fin decididos a atacar, resonaba en las cercanías.
Balta Oghe sintió un repentino mareo, tan achacable a la pérdida de sangre como a la certeza de la derrota. Con su flota maltrecha y desorganizada, en medio de la noche y con la moral de sus marinos bajo mínimos, tras la imposibilidad de asaltar un puñado de barcos mercantes, lo último que podía desear era enfrentarse en esas condiciones con la escuadra cristiana. Era preferible salvar los barcos, reservándolos para otra ocasión más propicia, que arriesgar el imprescindible dominio marítimo en una situación tan desventajosa. Por eso, el almirante tomó la que sabía con seguridad sería su última orden al mando de la flota del sultán.
—Todos en retirada.