El amanecer del doce de abril trajo a la sitiada ciudad una horrorosa visión que sería reflejo de lo que se podía esperar en el caso de que la urbe fuera sometida por las tropas del sultán.
Sobre una de las colinas, frente a las bombardas y cañones del ejército musulmán, ya de regreso y colocadas en sus posiciones de asedio, seis docenas de hombres, aún vestidos con los rasgados jirones de los uniformes bizantinos, aparecían empalados en largas estacas, con los ensangrentados cuerpos retorcidos en una final mueca de dolor. Muchos de los que subieron a las murallas a observar con sus propios ojos tan macabra muestra de crueldad, dieron gracias a Dios por la distancia que separaba las líneas turcas de la ciudad, dado que impedía distinguir las desencajadas caras de los caídos, cuyos rostros reflejaban, con toda su crudeza, el intenso sufrimiento que les llevó a la muerte.
Como acertadamente habían imaginado algunos de los jefes militares genoveses, el sultán había destacado dos pequeños cuerpos de tropas para ocupar sendas fortificaciones griegas a ambos lados de Constantinopla, enclaves exteriores con escaso número de defensores, pero con capacidad para cortar, mediante rápidos golpes de mano, las líneas de suministro y comunicaciones del ejército turco. A su vez, habían supuesto un buen entrenamiento para los artilleros, facilitando la experimentación de nuevas tácticas de tiro.
Con muchos de los ciudadanos y curiosos aún sobre las almenas de la muralla interior, el gran cañón, cuya terrible voz ya temían los bizantinos, rugió de nuevo su grito de muerte, disparando media tonelada de piedra sobre los muros exteriores de la ciudad, seguido, sin que los ecos de su tronar se hubieran apagado, por una descarga cerrada de todos los cañones emplazados por los turcos.
El estruendo de las explosiones, el rugido de las densas balas cuando atravesaban el agrio y pestilente humo para impactar finalmente sobre los ya resquebrajados muros y el temblor que seguía a los tremendos golpes con los que la muralla era sacudida aterraron a soldados y civiles, que, en su interior, comprendieron que ya no habría día en que dejaran de escuchar ese demoledor quejido con el que Constantinopla gritaba de dolor cuando sus milenarias defensas eran perforadas por las balas de sus enemigos. El humo acre y el olor a azufre perseguirían a los asustados habitantes hasta la victoria o el desastre final; incluso aquellos que poco tiempo antes defendían con entusiasmo que los turcos se estaban retirando, ahora se santiguaban, rezando con desesperación, para suplicar al Señor todopoderoso la gracia de sobrevivir a tan dura prueba.
Mahomet, tras la exitosa toma de los dos enclaves cercanos, había reunido de nuevo a su potente ejército para, con incuestionable decisión, retomar el asedio de la ciudad con la que soñaba desde que tenía uso de razón. La sorpresa y la ira por el titánico esfuerzo bizantino empleado en reconstruir la muralla, justo la noche antes de su asalto, a los dos días de comenzar el sitio, se había tornado en la mente del sultán en fuente inagotable de determinación y voluntad de victoria. En aquella pugna, el joven dirigente arriesgaba todo, trono, reputación e incluso la vida, pues no dudaba de que a su lado revoloteaban muchos aduladores que, como negros buitres disfrazados de seda y joyas, esperaban con sus falsas sonrisas y tibios halagos que aquel jovenzuelo tropezara estrepitosamente para poder clavar sus garras en la corona turca.
Los pocos días de tregua habían servido para fijar algunas ideas que, con inusual madurez, Mahomet reconocía haber pasado por alto en su impulsiva emoción por tomar la ciudad. El vago plan de acumular pacientemente la fuerza de su imperio, demoler las murallas con sus cañones y asaltar las defensas con su arrolladora superioridad numérica se había mostrado, a todas luces, demasiado simple para erosionar la voluntad de Bizancio por prevalecer. Con el recuerdo de su fracaso la primera vez que accedió al trono, a los doce años, aún presente, había calmado su agitado ánimo para, con tiempo y paciencia, detallar una calculada estrategia con la que obtener su objetivo.
Las líneas maestras de su plan pasaban por un punto principal. En los anteriores asedios a los que se había visto sometida Constantinopla, no sólo por parte de los turcos, sino desde hacía siglos, la gran baza de Bizancio para derrotar a todos sus oponentes se jugaba en el mar. El control que la flota bizantina ejercía sobre las aguas, gracias a su pasada superioridad numérica y táctica, lograda mediante el excelente uso que sus almirantes hacían del secreto fuego griego, otorgaba la ventaja fundamental de aprovisionar la ciudad, impidiendo su caída por medio del hambre, así como liberaba a los defensores de tener que guarnicionar los flancos de la capital, permitiendo su concentración en la poderosa triple muralla que defendía el lado terrestre del triángulo en el que se encuadraba la ciudad. Tan sólo el asalto de los cruzados, superiores en el mar, había tenido éxito. La débil muralla que defendía el acceso desde el interior del Cuerno de Oro era el punto por el que los ambiciosos latinos habían conseguido penetrar, tras prolongada y heroica lucha con la guardia varenga, en la entonces riquísima Constantinopla. Por todo ello, Mahomet tenía claro que su flota debía jugar un papel fundamental en el asedio, no sólo evitando la llegada de víveres, sino forzando la entrada en el Cuerno de Oro a través de la sólida cadena y la decena de galeras que protegían su embocadura para amenazar ese tramo de murallas, ahora desprotegido.
Esa era la principal razón por la que Mahomet se encontraba a lomos de su caballo junto al mar, en el extremo del flanco derecho de su línea de combate, observando con seriedad cómo su flota, acompañada de gran estruendo de trompas, tambores y címbalos, enfilaba en orden de batalla la entrada al Cuerno de Oro, cuya cadena defendían en perfecta formación diez galeras, cuyos tripulantes se apresuraban sobre la cubierta hacia sus posiciones dispuestos a rechazar el ataque.
En mitad del puente de la galera otomana que enarbolaba las rojas insignias de la comandancia de la flota, Suleyman Balta Oghe se ajustaba el ceñido chaleco de cuero, recubierto con innumerables placas de brillante metal. Las correas de unión entre el peto y el espaldar casi impedían respirar con normalidad, y el almirante de la flota turca no quería boquear como un desesperado en busca de aire al primer esfuerzo. Gran parte de su recién ganada reputación se basaba en su arrojo e incontenible denuedo en la batalla. Sus hombres podían confundir una respiración agitada por la presión de la armadura con nerviosismo o miedo, algo que Balta Oghe no permitiría, aun a costa de combatir desnudo si era necesario.
Hijo de un aristócrata búlgaro, fue capturado por los turcos en una escaramuza, aunque pronto comprendió las ventajas de aceptar el islam, renegando del cristianismo para enrolarse en las filas de los Kapi Kulu, e impresionando al aún joven Mahomet con su excepcional desenvolvimiento como embajador ante Hungría, así como su feroz ataque contra la isla genovesa de Lesbos. Tales méritos, sumados a la amistad del sultán, le habían elevado al rango de Kapudan Pasha, comandante de la renovada flota turca.
Sin embargo, ahora observaba entre el ensordecedor ruido la multitud de barcos de guerra que avanzaban, con una mezcla de excitación y temor. A la ya conocida sensación de euforia que le inundaba en cuanto se abría ante él la posibilidad de un combate, se unía, por primera vez en su carrera, un prudente recelo ante la batalla naval que se avecinaba.
Mientras el sultán disparaba sus primeras salvas contra las espesas murallas de Constantinopla, Balta Oghe había conducido gran parte de sus navíos, a la espera de la llegada de los de mayor calado, contra las cercanas islas Príncipes. Allí, una treintena de soldados bizantinos atrincherados en una antigua torre, había mantenido en jaque a sus tropas durante dos días. Los cañones transportados por los barcos se habían mostrado ineficaces contra los muros, y sus inexpertos marinos no fueron capaces de superar la ventaja que la altura concedía a los defensores. Tan sólo amontonando broza contra la base de las murallas y prendiéndole fuego fue capaz de derrotar a los tercos bizantinos, que pagaron con la vida su tenaz defensa.
Una vez de vuelta a la zona de asedio, con los refuerzos recién llegados del mar Negro, Mahomet había ordenado a su almirante atravesar inmediatamente las defensas cristianas y romper la cadena que cerraba el acceso al Cuerno de Oro. El sultán, a pesar del interés con el que atendía su flota, era poco entendido en las técnicas navales, por lo que confiaba en la fuerza del número y la selección de los capitanes. No comprendía que la mayor experiencia de los marinos cristianos y la superior calidad de sus barcos de guerra podían equilibrar la balanza. La flota turca se componía de barcos antiguos, remozados y recalafateados, así como de un buen número de nuevas adquisiciones, construidas con urgencia en los astilleros del Egeo, pero, en general, eran inferiores a sus homólogos cristianos.
Para tratar de superar esos inconvenientes, el plan de ataque elaborado por Balta Oghe incluía una sofisticada estrategia de oleadas, en las que se sucederían las formaciones de barcos para aportar tropas frescas a la lucha, extenuando a los italianos que manejaban las galeras. Sin embargo, bastaba una mirada desde el puente de su navío para comprobar que sus marinos, reclutados a toda prisa para el asedio, estaban más concentrados en aporrear los tambores que en mantener la formación.
—Vuelve a comunicar al grupo de cabeza la orden de mantener la formación —gritó a su capitán—. Esos estúpidos se están desorganizando, acabarán por entorpecerse unos a otros.
Con creciente enojo, el almirante turco observaba como los inicialmente alineados grupos de fustas y parandarias se entremezclaban cada vez más, enredando sus remos, en un caótico intento por ser los primeros en alcanzar las filas de los cristianos.
Mientras Balta Oghe trataba de transmitir órdenes a los navíos más cercanos para rehacer las desorganizadas formaciones, sobre los barcos cristianos, Alviso Diedo, veneciano al mando de la flota, observaba la torpe maniobra casi sin poder creer lo que veían sus ojos. La entrada del brazo de mar era lo suficientemente estrecha para que un puñado de galeras extendieran una delgada línea de un lado a otro, invalidando la superioridad numérica de los turcos, al impedir que todas sus naves atacaran al tiempo. Lo único que podía hacer tal multitud de velas, remos y cascos era formar un tremendo tapón.
—Muchos bríos traen esos —indicó el ingeniero Bartolomeo Soligo, de pie al lado del comandante veneciano—, pero me temo que malgastan sus fuerzas golpeando el tambor.
—Nosotros no disponemos de instrumentos musicales —replicó Alviso Diedo—. Tendrán que conformarse con la bienvenida de nuestras catapultas. Ya están a tiro, enviadles una buena andanada.
Soligo asintió con la cabeza al tiempo que hacía una seña para que, sobre el mástil principal del barco, se elevara una pequeña bandera roja. En cuanto alcanzó ondeando la mitad del palo, todas las catapultas de los barcos italianos soltaron su mortal carga, a falta de cañones, cuyo uso en los combates navales por parte de los venecianos se había mostrado claramente ineficaz, dada la dificultad de su manejo en los estrechos puentes de las galeras y su enorme peso si se querían incluir artefactos de grueso calibre, los únicos capaces de dañar seriamente un barco de guerra.
Los proyectiles arrojados por los italianos, a pesar de su certera puntería, causaron poco daño en las nutridas filas turcas pero, para desesperación de Balta Oghe, deshicieron los pocos restos de organización que aún mantenían las líneas musulmanas. Las rápidas fustas, como si el ataque hubiera sido la señal de partida para una loca carrera, se abalanzaron sin orden ni concierto sobre los grandes navíos cristianos, tratando de alcanzar, con la mayor rapidez posible, la distancia de abordaje para avasallar por la fuerza de su número a los defensores.
—No les ha gustado el saludo —comentó el veneciano con ironía—. En cuanto se aproximen un poco más nos devolverán las atenciones.
—Aún se encuentran un poco lejos —afirmó Soligo—, pero podemos dar mano libre a los arqueros.
—No, que se mantengan a cubierto, quiero tenerlos más cerca, dejaremos que alcancen nuestras líneas y se enzarcen, después atraparemos a los más intrépidos contra la cadena para eliminarlos uno por uno. ¿Ha llegado ya la respuesta del megaduque?
—El bote se acerca a toda la velocidad que le permiten sus remos. Espero que ese bizantino estirado haga honor a su título y nos mande refuerzos a tiempo.
A un centenar de metros de su objetivo, los arqueros turcos de la primera línea de barcos arrojaron una intensa lluvia de flechas sobre los navíos latinos, aún anclados junto a la gruesa cadena, obligando a los dos comandantes a refugiarse tras uno de los palos. Tras el punzante ataque, los primeros bajeles se apresuraron a aproximarse, no sin antes recibir una rotunda respuesta por parte de las catapultas, manejadas con increíble precisión por los marineros italianos.
Al producirse el contacto, la estruendosa música de los turcos se acalló, dando paso a los gritos y chillidos de los soldados, el entrechocar y crujir de la madera y el sonoro golpeteo de los remos al hender el agua. Los turcos arrojaron teas ardientes sobre las cubiertas de sus enemigos, al tiempo que intentaban, con hachas y grandes cuchillos, cortar las gruesas maromas de las anclas que fijaban los navíos cristianos junto a la cadena, atrayéndolas con ganchos y rezones.
Durante los primeros confusos momentos, Balta Oghe, incapaz de alcanzar la primera línea por culpa del atasco formado por sus propios barcos, creyó observar un atisbo de flaqueza entre las filas enemigas, sólo un espejismo, pues tras las dudas iniciales, los marineros latinos organizaron grupos armados de cubos para apagar los incipientes fuegos mientras sus arqueros, gozando de la ventaja que les concedía la mayor altura de sus bordas, asaeteaban a placer a los cercanos turcos que intentaban cortar las cuerdas de las anclas.
El almirante turco profería a gritos continuas órdenes, intercaladas con insultos en búlgaro, tratando de deshacer el denso tapón que sus propios barcos, llevados por el entusiasmo, estaban provocando en la entrada del Cuerno de Oro. Mientras tanto, a bordo de una de las galeras italianas, Alviso Diedo comprobaba como los barcos que encabezaban la numerosa flota otomana, empujados por los ímpetus de los que les seguían y sin dejar de combatir, con gran desventaja, con las altas galeras italianas, empezaban a entremezclarse peligrosamente con sus enemigos.
—Ya están donde los queríamos —gritó el veneciano mientras comprobaba de un vistazo como se acercaban los refuerzos bizantinos desde el puerto—. ¡Levad anclas!, dad la señal de maniobrar, aislaremos algunas de esas fustas entre nuestros barcos y la cadena. Así serán presa fácil para los refuerzos del megaduque Notaras.
Con expertas y precisas órdenes, Alviso Diedo comandó su barco para, en un redoblado esfuerzo contra la maraña de pequeños bajeles que les cercaban, mover su galera a la par que las más cercanas, tratando de envolver a algunas de las pequeñas fustas musulmanas, separándolas del núcleo central de la flota turca. Los marineros, desdeñando las jabalinas y flechas que volaban con aviesa intención de un barco a otro, ocupaban sus puestos, cubiertos de la mejor manera posible por los arqueros y soldados cargados a bordo, para iniciar las maniobras, mientras los turcos, haciendo gala de un temerario desdén hacia el peligro, trataban de asaltar las bordas de los buques latinos.
—¡Malditos estúpidos! —comentó Balta Oghe, observando impotente la hábil maniobra de los italianos, incapaz de hacer valer cualquiera de los movimientos que ordenaba a sus formaciones—. ¿Acaso están ciegos? Van a meterse de cabeza en una ratonera.
Su segundo, que hasta ese momento se había mantenido callado a su lado, como si toda aquella algarabía no tuviera nada que ver con él, le miró con cierta indiferencia.
—Nuestra flota es muy superior, podemos permitirnos perder unos pocos barcos.
Balta Oghe miró al oficial con estupor, preguntándose quién habría dado el puesto a semejante inepto, sólo para recordar, segundos después, que fue él mismo quien le ascendió al mando a cambio de una jugosa compensación económica. Añorando los pasados tiempos, cuando era gobernador de Gallípoli, el almirante emitió un hondo suspiro, dejando caer los hombros.
—Da la orden de retirada.
El oficial le miró de reojo, enarcando altivamente una ceja, antes de ejecutar el mandato de su superior, mientras este se retiraba de la cubierta despojándose de la inútil protección de su armadura.
El sultán, desde su posición en la costa, contemplaba la precipitada retirada de su flota con una mezcla de ira y desesperación. A pesar de la ingente cantidad de recursos invertidos en la construcción de la armada y del esmero con el que había elegido personalmente a la mayoría de los oficiales de la misma, se mostraba claramente ineficaz contra un puñado de barcos latinos. Tal vez Balta Oghe tuviera razón y la mayor experiencia de los italianos en los combates navales fuera suficiente para compensar su tremenda desventaja numérica, aunque, en realidad, a Mahomet no le importaba demasiado la causa. El penoso espectáculo ofrecido por su flota frente a la cadena que cerraba el Cuerno de Oro no dejaba mucho espacio a la esperanza de que fuera capaz de forzar la entrada en el brazo de mar.
Era evidente que, con el tiempo, sus marinos se formarían, ganarían experiencia y alcanzarían un nivel semejante al de sus contrincantes pero, como Chalil procuraba recordarle siempre que podía, a diferencia de otros asedios, el tiempo no jugaba a favor del atacante. Sus espías en Venecia daban parte puntualmente de todas las reuniones del consejo, por lo que toda la cúpula del mando turco ya conocía la intención de la ciudad de los canales de enviar una escuadra en ayuda de Constantinopla. Los venecianos eran los mejores marinos de su tiempo. Si su flota no podía hacer valer su abrumadora superioridad contra una decena de barcos de otras tantas nacionalidades, ¿serían capaces de frenar las galeras de la reina de los mares? La respuesta era desconsoladora. Ahora que los venecianos habían vencido sus miedos a perder sus lucrativas relaciones comerciales con el Imperio turco, decidiéndose por la intervención armada, la única ventaja de la que disfrutaba el sultán era la lentitud de la burocracia veneciana y la dispersión de su flota, que le proporcionarían dos o tres meses de tranquilidad antes de que las banderas del león alado de San Marcos pusieran fin a su control naval de los estrechos y, por tanto, permitieran el abastecimiento de hombres y suministros de la ciudad, acabando con cualquier intento de tomarla.
Distraído aún con la descorazonadora vista que procuraban los más de cien bajeles, tropezando unos con otros en una torpe retirada, a la cual le habrían bastado a Bizancio dos docenas de barcos para convertir en desastre, Mahomet cambió su ceñuda expresión por otra más relajada, acariciando su nariz aguileña mientras sus ojos se clavaban en el horizonte, perdidos entre el bosque de mástiles, velas y remos sin fijarse ya en ellos. Durante la refriega, había tenido la idea de colocar algunos cañones al otro lado de la ciudad de Pera, tratando de aprovechar la mayor altura de sus colinas sobre los muros para hacer fuego con mejor ángulo contra los barcos cristianos que protegían la cadena. Sin embargo, ahora se abría paso en su mente una idea mucho más arriesgada, algo que, tras la derrota, se mostraba como la mejor opción para conseguir romper el bloqueo que esa maldita cadena causaba sobre el Cuerno de Oro.
—Ese cobarde se retira —dijo Zaragos Pasha cuando alcanzó al sultán con la visible intención de verter todo tipo de injurias sobre el almirante de la flota turca—. Esto confirma que no es la persona adecuada para el puesto.
Mahomet se volvió hacia su general, sin poder precisar si la furia que se despertaba en su interior era consecuencia de la pérdida de la batalla o, por el contrario, se debía a la insolencia de Zaragos, el cual no había dejado de desaprobar sutilmente el nombramiento de Balta Oghe como comandante de la flota, un puesto que aspiraba a conceder a uno de sus protegidos.
Como forma de afianzar su posición, el joven sultán había fomentado inicialmente las rencillas entre los distintos grupos de poder que componían la corte, aunque, ya asentado en el trono, comenzaba a sufrir los efectos de su propia política, situándose en medio de las conjuras palaciegas y las taimadas luchas entre los más poderosos.
—Volveremos a intentarlo pasado mañana —afirmó Zaragos con más delicadeza, asustado por la inquisitiva mirada del sultán.
—No —repuso Mahomet volviendo su atención a la desorganizada retirada—, la posición de los cristianos es buena, al menos en eso Balta Oghe tenía razón, no podemos rodearles, lo que invalida nuestra ventaja numérica. Por ahora realizaremos amagos, salidas en falso para socavar la moral de nuestros enemigos, obligándoles a mantenerse continuamente armados y alerta. Usaremos los cañones para hundir sus barcos. Haz llamar a Urban, tengo trabajo para él.
—Vuestros deseos son órdenes, majestad —repuso Zaragos con una respetuosa reverencia, partiendo inmediatamente en busca del ingeniero húngaro.
El sultán permaneció al lado del mar, dirigiendo su mirada ora hacia las naves, ora hacia los muros de la ciudad asediada, preguntándose si Alá le tenía reservada la victoria o, por el contrario, le esperaba la amargura de la humillación y la derrota. Ya que nada saben los hombres de las predisposiciones del Todopoderoso, Mahomet no podía sino conservar la fe y redoblar sus esfuerzos.
Los cañones más cercanos rugieron con fuerza, expulsando junto con las balas una gran nube de humo grisáceo que, llevada por el viento, envolvió al sultán, inundando su olfato de salitre, oscureciendo durante unos instantes la visión de Constantinopla, alejándola entre oscuros jirones de la vista de Mahomet. Éste alargó la mano entre el humo, como si intentara tomar las innumerables cúpulas de sus iglesias a través de una espesa niebla.
—Tal vez sea el momento de probar esas defensas.
Nadie se encontraba lo bastante cerca como para escuchar sus palabras, que se fueron flotando entre el humo, disipándose poco a poco mecidas por la brisa del mar.
Las innumerables gemas engarzadas en el vestido refulgían con cada rayo de sol que atravesaba la ventana acristalada, mientras Helena examinaba los finos bordados de oro y plata que ribeteaban las figuras, con las que se adornaba la púrpura destinada a la futura emperatriz.
Una de sus principales funciones como protovestiaria consistía en el cuidado de la riquísima vestimenta mostrada por la basilisa en los protocolarios actos de la corte bizantina. Cada semana debía repasar sus costuras, engarces y terminaciones, comprobando que cada preciada perla se mantenía en su sitio correcto, que el hilo de los bordados no se deshilachaba o que la tela no formaba parte de la dieta de algún molesto insecto.
La rutinaria inspección sobre aquellas lujosas prendas, parte del poco boato que aún lucía Constantinopla, se encargaba, por razones obvias, a una persona de confianza, normalmente a un familiar del emperador. Por eso Helena siempre había considerado un gran honor y un privilegio disfrutar de semejante posición dentro de la estructura de la corte, prebenda pagada con un infinito esmero y matemática precisión en la realización de dichas labores. Sin embargo, le resultaba imposible fijar su atención en la resplandeciente túnica. Con cada destello de una de las joyas que cubrían la ancha banda central desde el cuello al borde inferior, aparecían en su mente horribles imágenes de Francisco atacando a Yasmine.
Con los ojos enrojecidos por el llanto y la falta de sueño, antes del alba se encontraba ya en las estancias de la que sería esposa del emperador, tratando inútilmente de ocupar su cabeza con los trabajos más mecánicos y repetitivos, extrayendo ropajes y velos de cada arcón para volverlos a plegar con esmerado ritual, dejándolos de nuevo en su sitio. Todo en vano. Las palabras de Teófilo seguían resonando en sus oídos, como un veneno ponzoñoso que se va ramificando en su cuerpo tras una mordedura. Si surgía un pensamiento de rechazo, impulsando razones que invalidaran las tétricas historias contadas por el primo del emperador, bastaba un instante para que nuevas dudas y preguntas asaltaran a la desdichada joven, que no paraba de rezar mientras esperaba la llegada de la turca, tratando de aclarar en su interior cómo sonsacar la verdad a la joven esclava.
—Hoy os habéis levantado muy pronto.
La voz a su espalda sobresaltó a Helena, que a punto estuvo de dejar escapar un grito. Inmersa como estaba en sus oscuras divagaciones, no había sido capaz de escuchar la llegada de Yasmine, que la observaba desde el umbral de la habitación, con aquellos ojos marrones que, esa mañana, aparecían ante la bizantina como una temible caja de Pandora.
—¿Os ocurre algo? —preguntó la esclava al ver el desfavorecido aspecto de su ama—. No tenéis buen aspecto.
—No he dormido nada —se disculpó Helena forzando una tímida sonrisa—, los cañonazos me crispan los nervios, supongo que no esperaba que volvieran a golpearnos tan pronto.
—Mi pueblo es perseverante, no se irá tan fácilmente.
—Supongo que a veces desearás que derriben la muralla y entren en la ciudad —comentó Helena sin saber muy bien cómo enfocar la conversación—. A fin de cuentas, son los tuyos, te liberarían.
—Las ciudades que no se rinden son saqueadas —afirmó Yasmine tajantemente—. Los soldados en busca de botín no preguntan a las mujeres jóvenes si son libres o esclavas, griegas o turcas, no es algo que les preocupe. No, no tengo interés en ver como una turba de bashi-bazuks ansiosos por cobrarse una pieza entra en mis aposentos.
—Debe de ser algo horrible, no puedo ni imaginar lo que debe de sufrir una mujer expuesta a tal vejación. Rezo a Dios todos los días para que nos libre de ello.
La turca permaneció en silencio, con sus bellos ojos fijos en el rostro de Helena, sin trasmitir ningún tipo de emoción, sin un solo atisbo que diera pie a la bizantina a intuir si la esclava había pasado ya por un trance parecido. Desesperada por descubrir la verdad, Helena se decidió a hablar sin tapujos.
—Sé quién te atacó —dijo con firmeza—. Debía haberme dado cuenta de que tu silencio no era sino temor ante la identidad del agresor. Pensarás que una esclava no puede hacer nada contra un familiar del emperador.
Por un instante, Yasmine mudó su inescrutable rostro, dejando traslucir durante un segundo una ligera expresión de sorpresa, lo suficiente para que Helena se diera cuenta.
—¿Quién os ha dicho tal cosa? —preguntó la turca, una vez recuperada su habitual compostura.
—Eso no importa —respondió Helena aguantando las lágrimas al pensar que la esclava confirmaba sus sospechas—, sólo me gustaría saber por qué no me lo dijiste.
—¿Y qué importancia habría tenido? Hay un ejército a las puertas de la ciudad, a nadie le interesa lo que le ocurra a una esclava.
—A mí me interesa, podías haber confiado en mí. Me siento como una estúpida.
Yasmine bajó la mirada, apoyándose en el estrecho marco de madera de la puerta mientras Helena se sentaba sobre la cama, entrelazando sus manos para evitar que se notara el temblor que la atenazaba.
—Tenéis razón —admitió la esclava con un suspiro—, sé que habríais querido ayudarme. Si aún deseáis hacerlo, prometedme guardar el secreto.
—¡Cómo! —repuso Helena—. ¿Porqué? Debería decírselo al secretario imperial, él puede hacerse cargo de la situación.
—¡No! —gritó Yasmine, clavando una afilada mirada en la bizantina, temerosa de que una investigación pudiera descubrir algo mucho peor para ella que una simple bofetada. Sin embargo, al instante respiró profundamente y se calmó, dulcificando su expresión. Se sentó con suavidad al lado de Helena, posando las manos sobre las suyas—. El pasado está olvidado, permitid que mantenga mi silencio, tal vez es lo único que como esclava no pueden arrebatarme.
Helena miró a la turca a los ojos, mientras una lágrima escapaba por su mejilla.
—No diré nada —afirmó al fin.
Yasmine sonrió, enjugando delicadamente la cara de Helena con su mano, musitando un inaudible «gracias» antes de levantarse despacio y abandonar la habitación, dejando atrás a una mujer con el corazón destrozado, convencida de que el amor de su vida era el responsable del más execrable acto que un hombre pudiera cometer.
—La protovestiaria desea veros.
Sfrantzés alzó la cabeza de entre la montaña de papeles que abarrotaban el escritorio de su habitación, sorprendido de ver al joven criado asomando la cabeza por la puerta entreabierta.
—Creo haber dicho que no me molestaran —repuso el secretario imperial con seriedad.
—Lo sé, mi señor, y así se lo he comentado, pero insiste en que se trata de un asunto urgente y se niega a volver más tarde.
Sfrantzés se dejó caer hacia atrás con un prolongado suspiro, en precario equilibrio sobre la silla sin respaldo, al tiempo que elevaba la cabeza mientras escuchaba como las doloridas vértebras de su columna crujían al recolocarse tras interminables horas encorvado sobre los informes de los almacenes de la ciudad. Recuperó la posición erguida y se levantó dejando escapar un lastimero quejido, pensando que desde su última reunión, cuando descubrió que Helena se había enamorado de Francisco y por tanto ya no podía fiarse de sus informaciones, no la había vuelto a ver. Tal vez una pequeña charla con la agradable joven supusiera un oportuno descanso entre las interminables listas de existencias de grano, harina, pescado en salazón y carne en adobo.
—Hazla pasar.
El servicial funcionario desapareció durante un instante, antes de abrir la puerta dejando entrar a la habitación a una pálida Helena.
—Tienes mal aspecto —comentó el secretario al ver a la joven, acercándose para coger su brazo y aproximarla con delicadeza hasta un cómodo asiento en un lado de la estancia—. ¿Te encuentras bien? Puedo ofrecerte un poco de vino o mandar al servicio a por una infusión.
—Muchas gracias, señor secretario, no hará falta —respondió Helena con voz débil—. Tan sólo me encuentro cansada.
Sfrantzés se agachó para escucharla, aunque un doloroso chasquido procedente de su maltrecha espalda le obligó a aproximar una silla y sentarse frente a la joven.
—Dime, ¿qué es eso tan urgente que necesitas decirme?
—Quiero ser relevada de mi función de paidagogos del primo del emperador.
El secretario imperial se incorporó ligeramente, con gesto de sorpresa. No era la clase de cosas que le pareciera extraordinariamente importante.
—¡Vaya! —exclamó confuso—, ¿y cuál es la razón?
—Me siento como una niña al decirlo, pero permitidme no contestar a esa pregunta.
—No quisiera en modo alguno que te sintieras coaccionada —afirmó Sfrantzés, totalmente intrigado—, pero has de comprender que no sólo se trata de una petición sorprendente, más aún con la urgencia con la que la has planteado, sino que no puedo relevarte de tus ocupaciones sin una explicación razonada.
Helena agachó la cabeza, abatida, debatiéndose entre innumerables sentimientos contrapuestos, mientras una parte de su ser le impelía a confiar al secretario imperial todos los detalles tanto de la agresión a Yasmine, como de las dudas del propio Francisco referentes a su identidad; su conciencia le impulsaba a callar ambas confesiones.
—Supongo que estaréis al tanto de mi relación con el primo del emperador.
—¿Con Francisco? Sí, por supuesto —confirmó Sfrantzés mientras escrutaba el pálido rostro de la joven, la cual desviaba la mirada para no cruzarla con los penetrantes ojos del secretario.
—Tengo constancia de que ha realizado un acto terrible, indigno de su elevada posición y que me impide continuar dicha relación, por lo que para mí sería en extremo humillante y doloroso tener que mantener mi cargo.
—¿Qué acto es ese?
—He jurado no decirlo.
El secretario se levantó de su asiento, moviendo la cabeza con inquietud. Se acercó al escritorio y se sirvió un pequeño vaso de vino mientras se reía de sí mismo cuando recordaba su anterior pensamiento de que aquella conversación podría suponer un descanso a sus intensas ocupaciones.
—Francisco de Toledo —comentó Sfrantzés con tono tranquilo tras un breve trago del fuerte caldo— es oficialmente un familiar cercano del emperador. Si ha incumplido alguna de las reglas por las que se rige la corte o las leyes de Bizancio, debe ser llevado ante Constantino para ser juzgado, más aún en una situación como la actual, donde tenemos el peligro a las puertas.
—No es algo que afecte a la seguridad de la ciudad —replicó Helena—, más bien creo que entra dentro de la moralidad personal.
—¿No soy yo quien debería juzgar eso?
—Para ello sería necesario que os lo contara y no puedo romper mi juramento.
—A veces resulta fastidioso tener que anteponer al Señor a los asuntos del Estado —comentó el secretario con abatimiento—. Sabes que era buen amigo de tu padre, lo mismo que tuyo, por eso te conozco, y sé que eres una cristiana devota y que no romperás tu palabra, pero quiero que sepas que puedes confiar en mí. Me tienes a tu lado para lo que necesites, incluido cualquier asunto sentimental en el que mi pobre ayuda pueda ser útil.
Helena comenzó a sollozar, tratando de ocultar sus lágrimas con la mano. Sfrantzés se arrodilló a su lado, cogiendo su mano con suavidad y alzando delicadamente su rostro.
—Cuéntame por qué estás tan afligida.
—Siento que se me desgarra el corazón —repuso Helena con la voz quebrada antes de que su llanto se acentuara, sin que el hombro del desconcertado Sfrantzés pudiera consolarla.
—Tranquilízate, todo se arreglará —dijo el secretario con suavidad—. Por ahora olvídate de la instrucción en el protocolo, mantendremos a Francisco ocupado en el campamento genovés.
—Lo siento mucho —se excusó ella mientras se separaba, tratando de enjugar sus lágrimas y controlar sus sentimientos—. Tenéis tantas cosas en las que pensar que no os faltaba más que soportar mi llanto y mis incoherentes palabras.
—¿De qué sirve la victoria si nos olvidamos de aquellos por los que luchamos? Me alegro de que vengas a mí y soy yo el que lamenta haberte descuidado. Tal vez debería haberte hecho partícipe de alguna de las deliberaciones acerca de Francisco, sobre todo tras el altercado con Teófilo.
—¿Teófilo? —exclamó Helena de repente.
—Sí —respondió el secretario imperial con extrañeza—. Al parecer tuvo ciertas desavenencias con el castellano.
La joven bizantina se quedó callada, mirando a Sfrantzés boquiabierta con absoluta sorpresa.
—¿Ocurre algo? —preguntó este.
—No —repuso ella con poca convicción—, creo que ya os he molestado demasiado, si me lo permitís, me retiraré.
—Por supuesto —repuso Sfrantzés, levantándose al tiempo que ella para abrirle educadamente la puerta—. Vuelve cuando quieras, para ti mi puerta siempre está abierta.
Helena se despidió tímidamente, saliendo con rapidez de la estancia, mientras el confundido secretario imperial se acercaba con parsimonia a su escritorio y apuraba la copa de vino servida con anterioridad. Si bien en un primer momento había atribuido la desesperación de la joven a algún tormentoso evento de índole sexual, probablemente algún asalto nocturno del despreocupado castellano a una casa de mala reputación, descubierta por la cándida bizantina, la reacción de Helena al escuchar el nombre de Teófilo había sorprendido al secretario. ¿Se trataba simplemente de algún tipo de lucha sentimental por el amor de la joven como pensaba el emperador? Teófilo tenía fama de mujeriego y, al parecer, pretendía a la protovestiaria. Sin embargo tenía constancia de que desfogaba sus pasionales impulsos con una esclava de palacio, por lo que no encajaba en el perfil de enamorado celoso. Su intuición le acuciaba a pensar en otro tipo de opciones.
Sfrantzés paseó por la pequeña habitación, recorriéndola de lado a lado con las manos a la espalda meditando sobre distintas posibilidades. No cabía duda de que algún hecho en concreto había cambiado drásticamente el comportamiento de Teófilo con Francisco. Había dado por sentado que el amor de Helena hacia el castellano era el desencadenante pero, aunque era indudable que la joven formaba un puntal importante de la intrigante trama, la anterior idea perdía fuerza y, aunque lo más lógico era que se tratara de un asunto irrelevante dada la actual situación de asedio, el secretario imperial decidió hacer caso a los impulsos que le acuciaban a investigarlo. Su misión era descubrir cualquier información que pusiera en peligro la Corona, por lo que, dada la nula capacidad de sus agentes para conseguir alguna prueba sólida que confirmara las sospechas de Sfrantzés hacia Lucas Notaras, decidió que no sería arriesgado extraer a uno de ellos de la vigilancia sobre el megaduque para que le procurara información sobre Francisco y Teófilo, escudándose en los efectos sobre la moral de la población si llegara a hacerse pública la idea de un conflicto entre familiares del emperador.
Por otro lado, su fuente en el núcleo de la corte turca le había confirmado que el sultán había recibido, merced a sus espías, la distribución de las defensas bizantinas, lo que, en principio, excluía al castellano, ausente de dicha reunión, de la lista de posibles espías. Llegado al acuciante punto en el que se veía, falto de tiempo y de pruebas en uno u otro sentido, decidió dar rienda suelta a lo improbable y tejer otro hilo, con la esperanza de que su tela de araña atrapara por fin a la molesta mosca que revoloteaba por los más ocultos rincones de palacio.