El consejo de guerra del sultán, formado por sus visires y principales jefes militares, esperaba pacientemente las órdenes de su señor en el interior de la lujosa tienda, montada con matemática precisión, que albergaría la residencia de Mahomet durante el tiempo que duraran las hostilidades. El propio sultán se acomodaba entre mullidos almohadones de brillantes sedas, sobre el suelo alfombrado, centrando su atención en los escritos de Homero, deslizando sus inquisitivos ojos por las líneas escritas en árabe, sin mostrar nerviosismo alguno, para desesperación de su cortejo de nobles, mientras esperaba la contestación del emperador bizantino a su oferta de rendición.
La ley coránica era estricta en el caso de la toma de una ciudad. Primero se debía ofrecer a los habitantes la posibilidad de rendirse al ejército musulmán. Si se aceptaban los términos la ciudad pasaba a pertenecer al sultán, la población mantenía la libertad, sus posesiones materiales, incluidos sus lugares de culto, y se prohibía todo tipo de pillaje. Pasarían a ser súbditos del sultán, independientemente de su religión, protegidos por tanto. Tan sólo se les podría imponer el yizya, el impuesto al que estaban sujetos todos los dimmíes. Si, por el contrario, rechazaban la rendición, comenzaba el asedio. La ciudad podía ser tomada al asalto y, tras la victoria, seguían tres días en los cuales los soldados disponían de total libertad para saquear, hacer cautivos, esclavizar o matar a los habitantes. No se respetaría ningún tipo de edificio religioso ni dispondrían los supervivientes tras la lucha de derecho alguno, salvo las concesiones que el sultán, en su buena voluntad, quisiera conceder.
Mahomet, como buen seguidor de los preceptos de Mahoma, tras su llegada junto con las tropas de su guardia frente a los muros de Constantinopla, había enviado un mensaje al emperador, solicitando su rendición y la de la ciudad, ofreciéndole retirarse a sus dominios en la Grecia continental y el respeto de las vidas y haciendas de los pobladores. Ahora, totalmente embargado por la emoción, a pesar de su impertérrito aspecto exterior, esperaba ansioso la contestación de su rival. Convencido de que un emperador de la talla de Constantino jamás cedería a las pretensiones del enemigo sin ofrecer la lucha que el honor demandaba, todo estaba dispuesto, aquel jueves, 6 de abril de 1453, para que el disciplinado ejército turco avanzara tropas y cañones a sus posiciones finales, a poco más de mil metros de las murallas de la ciudad.
Aunque a sabiendas de que, frente a su consejo militar, debía mantener el porte digno y sereno que su padre ofrecía, era incapaz de leer ni una sola de las líneas de la Ilíada con las que intentaba distraerse. Habría deseado correr por el campamento, repasar los suministros, recolocar las piezas de artillería, subir él mismo a la muralla enemiga, cualquier cosa con tal de desfogar los impulsivos ánimos propios de sus veintiún años recién cumplidos. Tan sólo la certeza de que, a pesar de su aparente poder omnímodo, estaba constantemente a prueba por parte de los nobles bajo su mando, recelosos de su juventud e inexperiencia, le refrenaba para mantener tan costosa apariencia de tranquilidad. Estaba cumpliendo su sueño. Frente a él, a tan corta distancia que casi podía sentirla en sus manos, se encontraba la última capital del Imperio romano, el trono del sucesor de Augusto, Trajano, Julio César. Estaba destinado a ser el próximo emperador de Roma, ese era el gran legado que pensaba dejar a sus descendientes y, sin la gloria de una dura conquista, no sería recordado en el futuro. Por eso, aun conociendo el fuerte carácter de Constantino, temblaba con la sola idea de que, cobardemente, los griegos decidieran deponer las armas, negándole la victoria, la gloria y el recuerdo de la posteridad.
Finalmente, un soldado, cubierto totalmente con su cota de malla y el puntiagudo casco de combate, dejó, tras una leve inclinación, un rollo de pergamino en las manos del primer visir, Chalil Bajá. Éste hizo ademán de acercarse al sultán para ofrecerle la contestación del emperador bizantino, pero, con un tenue gesto de su mano, Mahomet le detuvo mientras fingía acabar las últimas líneas de las páginas del libro que tenía en su regazo. Con el corazón desbocado por la emoción, el joven sultán esperó el tiempo necesario, hasta que el tintineo del acero le indicó que los miembros del consejo estaban suficientemente desesperados, para ordenar a Chalil que, en voz alta, leyera el contenido del mensaje.
Ya que has optado por la guerra y no puedo persuadirte con juramentos ni con palabras, haz lo que quieras, en cuanto a mí, me refugio en Dios y, si está en su voluntad darte esta ciudad, ¿quién podrá oponerse? Yo, desde este momento, he cerrado las puertas de la ciudad y protegeré a sus habitantes en la medida de lo posible. Tú ejerces ahora tu poder, pero llegará el día en que el Buen Juez nos dicte a ambos la justa sentencia eterna.
—En definitiva —comentó Mahomet mirando fijamente a Chalil—, se niega a rendirse.
El primer visir, incómodamente envuelto en su fina cota de malla, adornada con sedas blancas y azules, se mantuvo en silencio, sin saber realmente si el sultán afirmaba o solicitaba confirmación de sus sospechas. Ante dicha disyuntiva, su experiencia le dictaba no emitir palabra alguna, evitando un comentario que pudiera ofender a su señor. A pesar de su último informe, en el que sus espías detallaban la posición de las tropas aprestadas por los bizantinos para defender la ciudad, el sultán mantenía con él un trato frío y distante, por lo que el anciano visir cuidaba cada uno de sus gestos y palabras, no queriendo dar ningún motivo a sus numerosos enemigos en la corte para desacreditarle ante su señor.
Mahomet se levantó con parsimonia, cruzando entre sus generales hasta salir de su tienda de color rojo y oro, deteniéndose junto al estandarte de cuatro colas de caballo, símbolo del mando supremo del ejército, a observar la disposición de sus doce mil jenízaros, formados en perfecto orden, en apretadas columnas delante de su tienda. Se paseó, entre las compactas compañías, con tranquilidad, bajando sosegadamente la colina en dirección hacia la ciudad, contemplando, por encima de las murallas, el lento circular de los pendones venecianos, a medida que casi un millar de soldados de la ciudad de los canales desfilaban con música y abundante griterío por el camino de ronda, en sonoro contraste con la silenciosa espera del inmenso ejército turco. Tan sólo entre los grupos de irregulares, los bashi-bazuks, se observaba alguna agitación y movimiento en sus desordenadas filas.
El sultán, seguido en silencio por un cortejo de generales, heraldos, guardias y pajes, se paró en un pequeño montículo, los brazos en jarras, abarcando con su aguda vista toda la extensión frontal de la ciudad, así como los nutridos regimientos de su ejército, extendiéndose, a izquierda y derecha, hasta el horizonte. Tras unos segundos deleitándose con el silencio antes de la batalla, realizó un gesto con una mano, ordenando al inquieto Chalil que se acercara.
—Que avancen —indicó con suavidad.
—Sólo vivo para hacer vuestra voluntad —respondió el primer visir con una reverencia, volviéndose acto seguido a comunicar las órdenes recibidas.
Los generales aclamaron al sultán, luz del islam, defensor de la verdadera fe, antes de partir, con gran pompa y sonido de tambores, al frente de sus respectivos cuadros de tropas. Como un reguero de pólvora que arde, el campamento turco entró en repentina ebullición, avanzando por escuadras, con atronador ruido de griterío y música de trompas, címbalos y tambores, hasta las posiciones determinadas de antemano para situar la línea de ataque principal.
Mahomet permaneció estático, mientras las apretadas columnas de soldados avanzaban con paso rítmico entre cánticos, seguidos por una multitud de civiles, auxiliares encargados de realizar los trabajos logísticos, cavar las zanjas, levantar un improvisado parapeto de defensa del campamento que protegiera cañones y hombres de posibles incursiones bizantinas, así como desplazar tiendas, cocinas de campaña, víveres y pertrechos.
Recorridos apenas unos cientos de metros, el multitudinario ejército se detuvo. Con una seca orden de los coordinados oficiales, un silencio atronador cayó sobre las colinas, hasta que, como uno solo, miles de turcos se postraron para orar a Alá, dejando las armas a su lado momentáneamente, solicitando de su infinita gracia, el valor necesario para enfrentarse a su futuro.
El sultán observó su piadoso ejército, mientras, a su izquierda, nutridas formaciones de hombres armados, serbios y albaneses, cristianos puestos bajo su mando por sus respectivos dirigentes, se mantenían en pie, probablemente orando en silencio a su propio Dios.
Terminada la corta plegaria, el avance se reanudó con el estruendo anterior, hasta las posiciones finales, marcadas por estacas verticales, donde los zapadores auxiliares del ejército comenzaron los trabajos de fortificación bajo la atenta mirada de las formaciones de soldados.
Mientras se desarrollaban las obras defensivas, algunos grupos de irregulares, excitados por la perspectiva del próximo asedio, se aproximaron a tiro de flecha de las murallas para insultar y mofarse de los impertérritos soldados bizantinos que las custodiaban tras las almenas, gesticulando como si fueran a cortarles sus largas barbas tras degollarles.
Entre el nutrido grupo, Ahmed, el fiel arquero al servicio de Orchán, montaba una flecha en su arco, preparada para enviar un mensaje con los efectivos del ejército turco, así como sus respectivas posiciones frente a la muralla. Al eficaz guardia no le había resultado difícil mezclarse entre los millares de soldados irregulares que se concentraban atraídos por las ansias de botín y la expectativa de un fácil saqueo. Una vez en el interior del campamento, su proverbial discreción le permitía observar, apuntar y memorizar cada estandarte, cada nombre y cada orden, de modo que, en su veloz flecha, lanzaba al interior de la ciudad los detalles exactos de las disposiciones tomadas por el sultán.
El ejército turco contaba con cerca de ochenta mil hombres, en su mayor parte soldados regulares, traídos tanto de la zona europea como de la parte asiática del imperio. El segundo contingente en importancia lo formaban los bashi-bazuks, con su armamento ligero y su escasa organización. Junto a ellos, formando la élite de los regimientos de la guardia del sultán, se encontraban los temidos jenízaros, antiguos niños cristianos, reclutados entre las provincias septentrionales del Imperio turco y adoctrinados eficazmente en la religión musulmana y el servicio al sultán. Junto a estos impresionantes efectivos humanos, Mahomet desplegaba en su campamento quince baterías, con un total de sesenta y nueve cañones, algunos de ellos inmensos.
Tras arrojar su flecha, los hasta entonces impávidos bizantinos comenzaron a replicar esporádicamente, obligando a los dispersos grupos de vociferantes turcos a replegarse a posiciones más alejadas, en la zona donde se realizaban los trabajos para levantar el parapeto y posicionar los cañones. Entre ellos, el fiel Ahmed sonreía al comprobar que su primer cometido había sido cumplido a la perfección.
Esa misma tarde, tras los muros de la ciudad sitiada, los defensores, aprestados todos para el combate, observaban recelosos la rápida culminación de los preparativos turcos y cómo, con inusitada agilidad, situaban los numerosos cañones de los que disponían en sus posiciones tras ligeras portezuelas de madera.
El único consuelo que le quedaba a Giustiniani al ver los negros cilindros de metal era que las fuertes lluvias de los últimos días convertían el terreno en un lodazal, donde, una vez situadas las piezas de artillería, cada disparo estaría seguido de denodados esfuerzos por recolocar los cañones en el deslizante suelo, disminuyendo apreciablemente la cadencia de su fuego.
Comparados con las piezas disponibles para la defensa de la ciudad la desproporción resultaba abrumadora. El genovés confiaba inicialmente, antes de conocer el número y tamaño de la artillería del sultán, en que los gruesos muros que defendían la ciudad podrían resistir durante largo tiempo un bombardeo. Sin embargo, al ver por fin con sus propios ojos la increíble potencia de fuego que Mahomet desplegaba junto a su campamento, su fe en las murallas comenzó a flaquear.
Constantino, tras una breve conversación con su comandante en jefe, notificándole su contestación a la oferta de rendición y, por tanto, la inminencia de la apertura de hostilidades, había puesto a disposición del jefe militar un buen número de civiles auxiliares para reparar por las noches, de la mejor manera posible, cualquier desperfecto que el enemigo pudiera causar en las murallas. También había almacenado, en recias casas cercanas a las murallas, todas las reservas del famoso fuego griego que se pudieron fabricar.
El arzobispo Leonardo, con su habitual afán de superioridad, había increpado al genovés por no ordenar un ataque mientras el ejército del sultán avanzaba de una posición a otra, pensando que aquel sería un buen momento para diezmarlo. «Es cierto —comentó Giustiniani irónicamente—, sólo son diez veces más que nosotros, menos mal que tenemos a Alejandro Magno disfrazado de religioso para aconsejarnos». Aunque sus despreciativas palabras ofendieron profundamente al arzobispo, el genovés no se sintió satisfecho, por lo que, acto seguido, reafirmó sus estrictas instrucciones, dictadas a Carlo, el soldado que había situado en el grupo de Leonardo, para que le enviara a su esperado encuentro con el Señor a la menor señal de que el clérigo flaqueara en su deber.
Francisco ascendió a la torre donde se encontraba el protostrator, armado con la coraza prestada por los italianos durante su viaje de llegada a la ciudad.
—Tienes un aspecto infame —rio Giustiniani al verlo llegar, con el peto de acero casi colgando de dos tiras de cuero mal ajustadas—, ¿no hay herreros en palacio que te ajusten la armadura?
—No me he acordado de ella hasta hoy.
—Mal puedes acabar si descuidas lo que protege tu vida. Envíala a la forja mañana mismo y que te la adapten. Por uno de esos huecos cabe una galera —afirmó el genovés golpeando con el puño el desprotegido costado de Francisco.
El castellano trató de apretar las cintas tanto como pudo, mientras se aproximaba al borde de la torre, quedándose casi sin aliento al contemplar, en toda su magnitud, el ejército al que se oponían.
Desde las almenas alcanzaba a ver la delgada empalizada de madera que protegía los negros cilindros, mientras cientos de hombres, despojados de sus armas y armaduras, pululaban alrededor de ellos en extraña sincronización. Grupos de lanceros a caballo recorrían las primeras líneas, justo detrás de las posiciones artilleras. Escuadras de arqueros y soldados armados con brillantes cotas de malla y escudos redondos se mantenían, en compactas formaciones, situados de trecho en trecho por detrás de las defensas. A su espalda, un mar de tiendas de todos los colores se extendía hasta donde alcanzaba la vista, por encima de las colinas cercanas a la ciudad e, incluso, más allá del Cuerno de Oro, junto a las cercanas murallas de Pera, evitando con su presencia cualquier tentación de los genoveses por romper su neutralidad.
—Impresiona, ¿verdad? —dijo el genovés al observar la atónita mirada de Francisco.
—¿Siempre se siente uno así? —preguntó el castellano apoyándose en una de las almenas para evitar que la intensa debilidad que experimentaban sus rodillas le jugase una mala pasada.
—Cada maldita vez —respondió Giustiniani con seriedad—. No sé las veces que me he visto en una situación así, y aún se me seca la boca.
—Si te sirve de consuelo —añadió el genovés palmeando la espalda de su amigo—, desde el otro lado la vista no es más tranquilizadora. Estas murallas, vistas desde abajo, son como un acantilado cortado a pico, no creas que los turcos están batiendo palmas.
—Sí que ayuda —mintió Francisco—, aunque mejor me vendría contemplar Toledo desde sus cercanos montes.
—Veo que no pierdes el humor —sonrió Giustiniani ante la ocurrencia de su compañero—. Cuídate de no perder otra cosa.
En ese momento, un horroroso estampido laceró sus oídos, haciendo que ambos saltaran de sorpresa. Entre una densa nube de humo grisáceo, el gigantesco cañón de Urban, el mayor del ejército turco, saludó con su terrorífico himno a los defensores de Constantinopla. Con un espantoso crujido, la inmensa bala, de media tonelada de peso, impactó con un golpe seco contra los muros de la muralla exterior, haciendo temblar la estructura en toda su longitud a la vez que, con inconcebible fuerza, levantaba una nube de esquirlas, tierra, polvo y cascotes arrancados del flanco de la muralla.
Ambos se miraron atónitos, mientras, desde el cercano campamento turco, miles de gargantas gritaban de júbilo, antes de que todos los cañones abrieran fuego al unísono, como pavorosas comparsas de su diabólico hermano.
Giustiniani, una vez sobrepuesto de la sorpresa, avanzó por el camino de ronda, entre las filas de asustados soldados, con los ojos escocidos por la mezcla de polvo y salitre que el viento traía sobre las murallas. Cerca de la zona del primer impacto, la bala había desgajado casi un metro de la pared del muro, aplastando en su mortal trayectoria a tres o cuatro infortunados arqueros, destrozando sus cuerpos hasta hacerlos irreconocibles, al tiempo que acababa su impulso causando un boquete en los muros de la muralla interior.
—¡Virgen santísima! —exclamó el genovés cuando el polvo le permitió comprobar los inmensos daños sufridos.
—Si esto es lo que pueden hacer con un solo cañonazo estamos perdidos —dijo un soldado a su espalda.
—Reforzaremos los muros —gritó el genovés—, traed tiras de cuero y balas de lana o paja para amortiguar los impactos. Decid a los auxiliares que reúnan maderos, barriles rellenos de tierra, ramas, piedras, lo que sea que sirva para levantar una empalizada. Esta noche repararemos los daños.
El soldado dudó un poco antes de partir con rapidez a cumplir las órdenes, reuniendo a su vez a otros compañeros para ayudarle en la tarea.
Francisco alcanzó a Giustiniani, observando asombrado a su lado la destrucción causada por la artillería enemiga.
—¡Dios bendito!, espero que lo que vayan a hacer esos soldados sea eficaz, no podremos resistir muchos impactos como este.
El genovés asintió con la cabeza, mientras meditaba sus órdenes. Los hombres necesitaban esperanza y estaba convencido que eso era lo único que podían proporcionar la lana o el cuero, inútiles para detener una bala de semejantes dimensiones.
En el campamento turco, Mahomet observaba con seriedad los daños producidos en la muralla por la primera andanada de sus cañones. A pesar del alborozo y las múltiples felicitaciones de sus más altos generales, el sultán se mantenía callado, feliz de comprobar el poder destructivo de sus costosos artefactos, aunque contrariado en cierta medida por la demostración de solidez de las espesas murallas que protegían la ciudad. Excepto el preciso tiro del basilisco, su mayor cañón, manejado por el propio Urban, el resto de los impactos conseguidos, menos de la mitad de los disparos realizados, apenas habían levantado muescas sobre los densos muros de piedra y ladrillo.
Se acercó hasta la posición del famoso artillero, afanado en recolocar el enorme artilugio sobre su armazón de madera, deslizante en el fangoso suelo de la colina.
—Ha sido una buena andanada —felicitó Mahomet—. ¿Cuándo estaremos en condiciones de repetir el fuego?
El ingeniero se pasó una mano por su pelada cabeza, con cara de preocupación, meditando con calma, a la vez que observaba el quehacer de los numerosos artilleros a su servicio.
—En tres o cuatro horas.
—¿Cómo? —exclamó el sultán—. A ese ritmo tardaremos una eternidad en desmenuzar las murallas.
—El suelo está muy blando —explicó Urban—, y esta pieza es excesivamente grande para manejarla con facilidad. Además, hay que dejar que se enfríe entre disparos sucesivos, si no hay riesgo de que se derrita por dentro y estalle o, en su defecto, se agriete.
—¿No hay forma de acelerar la cadencia?
—Intentaré bajar la temperatura del acero empapándolo de aceite tras hacer fuego, pero aun así, no esperéis más de seis o siete disparos al día.
Mahomet asintió consternado a las palabras del artillero, tratando de encontrar una solución que acelerara la demolición de las fuertes murallas de la ciudad.
—Tal vez podríamos disparar sobre la base de los muros, para debilitar toda la estructura y que se derrumbara por secciones —comentó el sultán.
—Es cierto que, si la zona sobre la que se dispara ya está agrietada, es más fácil que el impacto cause daños severos, pero un arma de este calibre no tiene precisión suficiente para afinar tanto la puntería.
—Podríamos utilizar los cañones más pequeños para ablandar secciones de muralla antes de utilizar los más potentes —insistió Mahomet—. Estos tan sólo darían el golpe de gracia final.
—Sí, se puede intentar —confirmó Urban sin mucho convencimiento.
—Tampoco necesitamos derribar la muralla en toda su longitud, bastaría con una brecha lo suficientemente ancha para permitir el paso de las tropas. Ponte con ello, quiero un agujero en esas murallas para mañana por la tarde.
El ingeniero asintió con la cabeza, sin querer comprometerse verbalmente, aunque después comenzó a ladrar órdenes, a través de su intérprete, acelerando el ritmo de trabajo de sus artilleros, los cuales se habían detenido a escuchar la conversación.
El sultán llamó a los responsables del resto de las piezas para ordenarles abrir fuego independientemente, de forma que cada cañón disparara según sus posibilidades. No sería tan devastador como una andanada completa, pero lo compensaba sobradamente con dos ventajas. El número de disparos se incrementaba, ya que no necesitaban esperar al cañón más lento y, sobre todo, Mahomet estaba convencido de que el continuo tronar de las armas, el denso humo producido, que el viento predominante llevaba sobre la ciudad, y la continuidad de los impactos sobre la muralla y las casas cercanas a ella causarían un fuerte efecto psicológico sobre los defensores de Constantinopla, sometidos durante todo el día a un duro castigo.
Durante aquella tarde y el día siguiente, los cañones vomitaron por sus negras bocas dos centenares de mortales balas, que cruzaban silbando la distancia que les separaba de las murallas antes de impactar sobre los muros de piedra con atronador estruendo. Casi llegado el anochecer, con un último impacto que llenó el aire de polvo, esquirlas y candentes restos, la puerta Carisia, cercana a la iglesia de San Jorge y a San Salvador de Chora, se derrumbó con estruendo, inundando parcialmente con sus restos el foso situado enfrente.
El sultán se acercó personalmente a observar la brecha causada por la descomposición de ese sector de los muros, comprobando con alegría cómo los tremendos daños causados en ese punto habían abierto un hueco. Sus tropas podrían lanzarse por encima de los derrubios, arrollar a los defensores y tomar las murallas a través de la montaña de cascotes en que se había convertido la antigua puerta.
—Tened listas las tropas —comentó eufórico a sus generales—. Mañana, el alba presenciará la caída de la ciudad.
Giustiniani, tras haber ordenado a las tropas que descendieran de los muros, evitando así pérdidas innecesarias por el continuo bombardeo, fue el primero en acudir junto a la demolida puerta Carisia, contemplando con horror el desastroso aspecto que presentaba aquella zona, antes segura. Las dos torres que flanqueaban la entrada se habían derrumbado, aplastando la debilitada estructura de la puerta, repartiendo toneladas de cascotes, piedra y ladrillos tanto en el foso exterior, tras arrastrar el parapeto contiguo, como en el espacio interno entre los dos tramos finales de murallas. El resultado de tan desazonadora vista era la formación de una rampa de material derruido que ascendía desde el exterior de la muralla al interior de la zona defendida por los griegos, abrupta, por la irregularidad de su suelo, aunque relativamente fácil de ascender por soldados experimentados.
El genovés no necesitaba escuchar las órdenes que se transmitían en el campamento turco para comprender que, al día siguiente, miles de hombres fuertemente armados ascenderían en tromba por aquel hueco.
—¡Dios todopoderoso! —la voz de Constantino resonó a su espalda cuando el emperador se situó tras el protostrator contemplando a su vez los restos de la antaño orgullosa puerta.
—Esta zona no es segura, majestad, deberíais manteneros a cubierto.
—La noche está cayendo —replicó el emperador, aún asombrado ante el fatal golpe recibido por la visión de la derruida muralla—. Los turcos han detenido el fuego, a fin de cuentas ya han conseguido su objetivo. Si el Señor no lo remedia mañana tomarán la ciudad.
—No nos rendiremos tan fácilmente —repuso Giustiniani con renovado optimismo—, aún tenemos hasta el alba para prepararnos.
—Se tardaron años en levantar estas murallas —comentó Constantino al ver la sonrisa de confianza del genovés— y nos llevó meses reparar sus grietas. ¿Pensáis levantar un nuevo muro en una noche?
—Sois un buen cristiano, majestad —replicó Giustiniani con una amplia sonrisa—. Tened fe en el Señor y llamad a los trabajadores auxiliares. Hoy se ganarán el sueldo.
Constantino dirigió una mirada de incredulidad a su comandante en jefe, asintiendo con la cabeza al tiempo que se preguntaba si había dado el mando a un loco o al único hombre capaz de salvar su ciudad.
Con la llegada del amanecer, Mahomet salió de su tienda, vestido con su mejor caftán, un vistoso turbante rojo y blanco y una cimitarra de empuñadura enjoyada al cinto. Tras una noche casi en vela, volteándose de lado a lado de su cómodo lecho de cojines de plumas, a pesar del cansancio producido por la falta de sueño, se encontraba eufórico, deseando contemplar cómo sus bien adiestradas tropas asaltaban la orgullosa ciudad, abriéndole paso para su fastuosa entrada triunfal en la urbe.
Al salir de su tienda contempló el límpido cielo, sin una sola nube, con el sol aún bajo en el horizonte, iluminando poco a poco las innumerables torres y campanarios de las iglesias de la ciudad, las miles de tiendas de su ordenado campamento y los regimientos de soldados, con sus armaduras abrillantadas para el esperado combate, en formaciones compactas detrás de la línea de artillería.
Ansioso como se encontraba por iniciar el ataque, la oración a Alá antes de dejar su tienda había conseguido tranquilizar su nerviosismo, permitiéndole, al menos, disfrutar de la calidez de los rayos de sol que alcanzaban su rostro.
—¿Está todo preparado? —preguntó cuando Chalil apareció ante él, servicial, como era su costumbre.
—Sí, mi señor —respondió el visir, con voz insegura—, aunque hay algunos problemas.
—¿Problemas? ¿Qué problemas?
El anciano gran visir dudó un poco antes de contestar, inclinándose reverencialmente mientras entrelazaba sus manos con evidente nerviosismo.
—La brecha ha desaparecido.
—¡Cómo! Es imposible —gritó el sultán—. ¿Me quieres hacer creer que han construido una muralla en una noche?
—Vedlo vos mismo, mi señor, también han limpiado el foso exterior —musitó Chalil compungido, a la vez que odiaba con todas sus fuerzas a Zaragos Bajá por tener que ser él quien le comunicase la noticia al joven sultán. Aunque el día anterior Mahomet había quedado muy complacido con los informes, con el plan detallado de defensa bizantino, que los espías del gran visir transmitieron a través de este, cualquier acción de mérito anterior no suponía garantía ninguna respecto al futuro. Ser él quien comunicara al sultán que la posibilidad de tomar la ciudad se desvanecía no era un trago dulce de tomar.
Mahomet apartó al visir con la mano avanzando entre las formaciones de soldados hasta tener a la vista la zona donde la puerta Carisia había colapsado el día anterior. Aunque las torres no se alzaban a sus lados, a esa distancia podía comprobar como la muralla lucía de nuevo reconstruida.
—Mi caballo —dijo sin acabar de creérselo.
—Mi señor, es peligroso, los enemigos…
—¡Mi caballo!
Chalil asintió con rapidez, ordenando a uno de los guardias que trajera la montura del sultán, enjaezada con sedas y joyas en previsión de su ahora fallida entrada triunfal en la ciudad.
Mahomet, aún con la vista fija en la muralla, montó ágilmente sobre la silla y partió al galope seguido por media docena de jenízaros pertenecientes a la silâhtar, la caballería de la guardia, con sus gorros rojos, en contraste con el blanco de los infantes.
Con completo desprecio hacia su seguridad personal, el sultán se aproximó a la zona hasta quedar casi al alcance de las flechas bizantinas, observando atónito cómo la sección devastada el día anterior había sido rehecha con rapidez. El muro ya no se componía de hileras de ladrillo y piedra, como el resto de la muralla, sino que había sido levantado con los propios escombros, apuntalándolo por dentro con troncos y vigas de madera, sustituyendo las perdidas almenas por barriles y toneles, presumiblemente rellenos de tierra y piedras. El foso había sido vaciado de los restos de las torres caídas en el derrumbamiento. La rampa de derrubios que facilitaba el acceso a lo alto de la descompuesta muralla había sido limpiada, de forma que la anterior brecha se había tornado en una inaccesible línea de defensa.
Vista de cerca, se evidenciaba que la resistencia de tan improvisada empalizada no se podía comparar con los recios muros que aún se erguían frente a los turcos en el resto de la línea, pero suponía una fuerte y eficaz defensa ante cualquier contingente que Mahomet pudiera lanzar contra los orgullosos genoveses que defendían aquella sección, enarbolando sus lanzas tras su precario adarve. El tramo que antes se podía salvar a pie, ahora necesitaba cuerdas y escalas, por lo que, con la decepción escrita en el rostro, el sultán volvió grupas hacia su campamento, seguido por su guardia y por los burlescos vítores de los defensores.
Tras el corto tramo al galope se acercó hasta la posición donde esperaba Chalil, reunido ahora con el resto de los jefes militares a la espera de la decisión del sultán.
—¿Qué hacemos, majestad? —preguntó Chalil con indecisión.
—Suspended el ataque —ordenó Mahomet mientras bajaba del caballo y se volvía de nuevo a contemplar la ciudad.
El sultán se mantuvo impasible, concentrando su vista en las murallas, mientras algunos de sus generales trataban de convencerle para que les permitiera asaltar las posiciones enemigas con sus tropas, jurando por lo más sagrado que tomarían la ciudad a pesar de la desaparición de la brecha. Sin siquiera contestar a tan irracionales propuestas, Mahomet se giró, caminó en silencio hasta su tienda, arrojó el lujoso turbante al suelo y se apoyó, frustrado, en la mesa donde se extendían los mapas de la decadente Constantinopla, la misma ciudad que, pese a su abandonada apariencia, comenzaba a sorprenderle con su inusitada voluntad de supervivencia.
El sueño de un corto asedio y una rápida victoria se desvaneció y, por primera vez, el sultán se preguntó si sería capaz de conquistar la inmortal Bizancio.
Helena se apresuraba por el pasillo, abarrotado de sonrientes soldados venecianos pertenecientes a la milicia del baílo, la cual se había acantonado en el palacio de Blaquernas encargada de su defensa.
A pesar de que las habitaciones de la servidumbre, en la zona más alejada de las murallas, no habían sido afectadas por la invasión de armados latinos, la joven bizantina se sentía intimidada cada mañana, cuando, siguiendo su rutina diaria, se dirigía a las estancias de la futura emperatriz.
Como correspondía a su fama, los italianos la increpaban con todo tipo de piropos, insultos o soeces palabras, la interceptaban en el pasillo solicitando un beso o, incluso, trataban de levantarle la túnica.
Gracias a la oportuna intervención de Francisco, cuando tuvo constancia de la situación, el emperador consintió en que uno de los guardias varengos de palacio la escoltara en el trayecto y reforzara a su solitario compañero frente a las puertas de las habitaciones de la basilisa. Eso no evitó las chanzas o los piropos, pero al menos el imponente aspecto de los varengos ofrecía oportuna protección frente a las ligeras manos de la soldadesca.
Por otro lado, su ayudante turca, tras algún incidente similar, decidió unirse a ella en los cortos viajes, buscando a su vez la protección que confería el norteño. De esa forma, la normalmente más ajustada vestimenta de la esclava, así como, aunque le diera un punto de envidia decirlo, su aparente mayor atractivo para el sexo opuesto, conllevaron que la mayor parte de las gracias que, con tan poca educación, brotaban de las bocas de los venecianos, se olvidaran de ella para dirigirse a describir cada una de las voluptuosas partes de la anatomía de Yasmine.
A salvo en su destino, con la puerta custodiada por una pareja de fornidos guardias, Helena respiró aliviada intentando concentrarse en la rutina. Los cañones turcos habían dejado de tronar un par de días antes, permitiendo a la angustiada ciudad recuperar parte de la ansiada calma, aunque, como mostraban los múltiples comentarios que se oían de boca en boca, todos esperaban que, en cualquier momento, el terrorífico sonido de las explosiones volviera a escucharse, con su letal carga de muerte y destrucción.
Helena trataba de acabar cuanto antes, de forma que aún tuviera el tiempo suficiente para acercarse hasta el campamento al pie de las murallas a ver a Francisco, llevándole algunas viandas y, sobre todo, para comprobar que se encontraba bien, y regresar antes de que los guardias que custodiaban las puertas del palacio clausuraran, como cada atardecer, las robustas hojas de bronce.
—¿Qué tal van las cosas por la muralla? —preguntó Yasmine con aire de indiferencia.
—Bien —respondió Helena, contenta de poder hablar con la turca y distraer su mente. A la esclava no le estaba permitido salir de palacio sin autorización, por lo que la bizantina pensaba que no estaría al tanto de lo ocurrido—. La moral es muy alta, todos comentan que Giustiniani es un gran comandante. Al parecer se pasa el día y gran parte de la noche de un lado a otro, donde más falta hace, animando a los hombres y dirigiendo la defensa.
—No parece que a los venecianos que protegen el palacio les hagan falta nuevos ánimos —comentó Yasmine con una sonrisa.
—Ayer uno de ellos me espetó que debía agradecerle su lucha entregándole mi cuerpo —afirmó la escandalizada Helena—. En Venecia no deben enseñar a sus jóvenes otra cosa que no sea tratar con mercaderías. No sabes lo que me alegra que aceptaras acompañarme custodiadas por el guardia.
—Que dos docenas de hombres armados te desnuden con la mirada en un estrecho pasillo no es precisamente mi ideal de romanticismo.
Helena sonrió mientras repasaba los hilos de oro de uno de los vestidos bordados de la futura emperatriz, comprobando que mantenían la posición adecuada sin soltarse.
—¿Iréis hoy a ver al joven pariente del emperador? —inquirió Yasmine con una pícara sonrisa.
—Eso pretendo —respondió la bizantina—. Tan sólo espero que se mantenga la calma. Cada vez que escucho el horrible estampido de los cañones turcos el corazón me da un vuelco. Supongo que todas las enamoradas sienten los mismos temores cuando su amado se encuentra en peligro.
—No creo que a Francisco le ocurra nada —tranquilizó la joven esclava—. No aparenta ser uno de esos locos que se exponen a cualquier peligro en busca de gloria o de impresionar a los demás.
—Pareces conocer a los hombres, ¿hay alguno en especial que encienda tu corazón?
—No —negó la turca endureciendo las facciones de su cara—, tal vez una esclava no esté en disposición de escoger quién comparte su cama pero, al menos, puede elegir reservar sus sentimientos para un futuro mejor.
—Lo siento —se disculpó Helena—, soy una ingrata, aquí estoy hablando de mi amor con alegría mientras tú no gozas ni siquiera de libertad.
—Ya estoy acostumbrada a mi situación y, afortunadamente, no me quejo del puesto al que he sido asignada.
—La verdad es que eres digna de admiración, a pesar de cómo te tratan muchos, cumples con tu trabajo sin quejarte, asumiendo los riesgos del asedio cuando, a fin de cuentas, aquellos que se encuentran tras los muros son tu propio pueblo.
Yasmine parpadeó un par de veces, sorprendida, sin saber muy bien si aquella frase envolvía algún oculto sentido o si, como parecía, se trataba de palabras sinceras. Conociendo el carácter de la joven bizantina, no pudo más que aceptar la última de las opciones.
—Hago lo que se espera de mí —contestó con una ligera sonrisa—. Si me disculpáis…
—¿Te ocurre algo? —preguntó Helena al ver como la joven esclava se marchaba con rapidez de la habitación.
—No es nada, sólo un ligero mareo —replicó la turca llevándose una mano a la cabeza.
Yasmine abandonó la estancia con precipitación, pensando únicamente en evadirse de la mirada de Helena. Una vez en otra de las salas, se apoyó en un armario, con la vista fija en la puerta, intentando controlar sus emociones. Durante mucho tiempo, la actitud de la bizantina le había parecido simple compasión, un falso intento de limpiar su conciencia, comportamiento típico de aquellos cristianos hipócritas, que juraban a Dios en la iglesia para luego romper sus mandatos sin temor alguno. Sin embargo, transcurridos los meses, la cándida e inocente griega había demostrado, día tras día, que su intención respecto a la esclava era la misma que preconizaba. Por increíble que le pudiera parecer a Yasmine, Helena quería realmente tratarla como a una igual e, incluso, trabar amistad con ella. Durante un tiempo, la joven turca mantuvo la separación, la frialdad e indiferencia con la que trataba a los que la rodeaban y no servían a su verdadero interés de obtención de información. Últimamente, se había descubierto a sí misma interesándose por los amoríos de la bizantina con el bravo Francisco e, incluso, se sintió aliviada cuando este rechazó sus proposiciones a favor de mantener la fidelidad hacia su enamorada. Se había autoconvencido de que su renuncia a continuar acosando al castellano, quien podría reportarle jugosas informaciones debido a su cercanía con Giustiniani, se debía a los inusitados celos de Teófilo, la fuente más fiable de la que bebían sus numerosas cartas encriptadas para el banquero veneciano. Sin embargo, la oculta realidad era que no quería causarle daño alguno a Helena, la única persona en palacio que la había tratado siempre, a pesar de la frialdad esgrimida por la turca, con respeto y cortesía. Sus últimas palabras, preguntando por el corazón de la esclava, por el amor que siempre había reprimido debido a su condición, la habían alterado de un modo que sólo podía significar una cosa, una profunda grieta en su armadura, una abertura por la que todo el armazón creado para ocultar sus interesados servicios como espía amenazaba con deshacerse, posibilitando su descubrimiento, algo que no podía permitir y, a pesar de ello, no sabía cómo evitar.
Helena, por su parte, algo preocupada por la salud de su compañera de faena y, por qué no decirlo, ilusionada por disponer de algo más de tiempo para reunirse con Francisco, decidió dar por cerrada la suave jornada matutina, recogiendo a la aparentemente mejorada esclava para, escoltadas por el guardia varengo, regresar a la zona de palacio libre de la presencia de los soldados venecianos.
El castellano, en ese mismo momento contemplaba, aún con un disimulado escalofrío en la espalda, el campamento turco en compañía de Mauricio Cattaneo y un joven soldado, un chaval espigado de dieciséis años que, a pesar de ser veneciano, no quería ser integrado entre las tropas del baílo Minotto, por lo que este último, incapaz de solicitar un favor de un genovés, había llamado a Francisco para que fuera el castellano el que tratara de buscarle acomodo en una de las compañías italianas.
—Un espectáculo impresionante —comentó Francisco emulando las palabras de Giustiniani días atrás—. Asusta, ¿verdad?
—No tengo miedo —afirmó el joven soldado ante la contrariedad del castellano, que tuvo que tragarse, por innecesaria, su preparada frase para animar al mozalbete.
—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Cattaneo—, ¿y por qué prefieres las escuadras genovesas a las de tu propia ciudad?
—Jacobo y, con todo el respeto, señor, sería complicado explicar mis razones.
—No hay duda de que eres veneciano —apuntó Cattaneo con una sonrisa—, pero si quieres arrimar el hombro serás bienvenido en mi compañía. Que Francisco te consiga una armadura y una espada de los arsenales bizantinos, ¿eres buen corredor?
—Como el viento —afirmó él.
—En ese caso harás de enlace entre mi agrupación de tropas y el mando de Giustiniani. No esperes un destino cómodo.
—No lo espero, señor, me quedé para colaborar.
—Vete a palacio —comentó el castellano indicándole con la mano la situación del edificio, el cual se veía desde la torre donde se encontraban los tres, aún intacto, con sus muros blancos atravesados por hileras rojas de ladrillo y con las almenas coronadas por numerosos pendones y banderolas con la doble águila de los Paleólogo—, dile al guardia de la puerta que eres mi asistente y que te indique dónde se encuentra la armería. El herrero se llama León, es un poco seco pero trabaja bien —añadió dándose un golpe en la ya resplandeciente coraza, ajustada por fin a su cuerpo con precisión—. Dile que vas de mi parte, te proporcionará lo que necesites.
El jovenzuelo asintió a todas las explicaciones con atención, concentrado en agradar a sus nuevos jefes. Después partió como una exhalación escaleras abajo hacia el palacio de Blaquernas, emocionado ante la perspectiva de volver a sentirse otra vez integrado en un equipo, como en los primeros tiempos en que se encontraba en el barco de Pietro Davanzo, aunque con la diferencia de que esta vez estaba seguro que sus padres se sentirían orgullosos de él si pudieran verle.
—Parece despierto el rapaz —comentó Cattaneo cuando le vio desaparecer por las escaleras que descendían desde el techo de la torre—, y valiente, necesitará bravura cuando tenga que recorrer los muros entre el humo del salitre y las explosiones.
—Minotto no me explicó de dónde ha salido —replicó el castellano—, pero supongo que no importa con tal de que quiera echarnos una mano. Aunque Giustiniani no ha detallado a nadie el número exacto de tropas, no creo que dispongamos de las necesarias.
—Nunca son suficientes —comentó el genovés levantando los hombros con indiferencia—. De Pera he conseguido reclutar dos centenares de voluntarios, muchos según el podestá, aunque escasos para lo que esperábamos, pero lamentarse no aumentará los números.
—¿Qué se comenta entre tus hombres? En la ciudad ya hay quien dice que los turcos se retiran.
—Por que el sultán haya cesado el fuego y desaparezcan algunos cañones no se puede pensar que hemos ganado —replicó Cattaneo apoyándose en las almenas para contemplar las miles de tiendas turcas que se extendían por las colinas cercanas—. Esto no ha sido sino el primer asalto. Están tanteando nuestras fuerzas, comprobando los puntos débiles de la muralla y organizando sus propias tropas. Tal vez algunos de sus cañones muestren algún defecto y estén siendo reparados o, más probablemente, las descargas que se escuchan en la lejanía sean la prueba de que están atacando alguna posición cercana para asegurarse las espaldas.
—Sí, no creo que el sultán se rinda sin intentar un asalto al menos.
—Yo creo que será pronto, por sorpresa —afirmó Cattaneo—, aunque Giustiniani asegura que tardará al menos una semana e irá precedido de un fuerte bombardeo. No sé si desear que tenga razón.
—No parecen gustarte los cañones.
—Sólo cuando los tengo de mi lado —dijo el genovés—. Prefiero tener de frente un buen acero que la negra boca de esos engendros. Desde que inventaron esas máquinas el honor va desapareciendo lentamente de los campos de batalla. Me temo que en el futuro las guerras van a ser tan infames que llegarán a desaparecer.
—No creo que sea para tanto —repuso Francisco—. Por muchos cañones que posea el sultán, no valdrán nunca lo que un puñado de valientes.
El genovés sonrió ante el comentario, meditando si podrían regresar esos tiempos en los que los caballeros de ambos bandos se emplazaban en terreno neutral para batirse, dirimiendo así sus diferencias, cara a cara, por medio del valor y la destreza, en buena lid y no entre una multitud de desarrapados sedientos de botín. Tal vez, el elevado concepto de la guerra que perseguía, muy alejado de las impersonales y destructivas contiendas en las que había participado, no existía más que en los cuentos, fábulas y oratorias de los cantares, pero, al menos, le gustaba creer que todos aquellos que se habían unido a la lucha por la salvación de Constantinopla lo hacían imbuidos del mismo espíritu que le empujaba a él y, por tanto, si tal cantidad de esforzados caballeros eran capaces de frenar, por una última vez, el progreso de la guerra mercenaria y cobarde, su cruzada personal habría valido la pena.
Francisco abandonó la torre en dirección al campamento cercano, esperanzado con recibir, como cada día, la visita de Helena, dejando al melancólico Cattaneo apoyado en las almenas, contemplando ensimismado el ir y venir de las tropas musulmanas.
Los soldados que custodiaban las murallas se habían acantonado por orden de Giustiniani en las cercanías de sus puestos de guardia, para poder acceder a los puntos de defensa asignados en el menor tiempo posible. Improvisados campamentos se levantaban a pocos metros por detrás de las murallas, suficientemente alejados para evitar posibles caídas de cascotes o piedras bajo el bombardeo turco, aunque, al mismo tiempo, cubiertos por los propios muros de cualquier proyectil que, por un tiro excesivamente elevado, entrara en la ciudad sin chocar con la muralla. Aunque hasta la fecha tan sólo unos pocos disparos habían superado las defensas, siendo mayor el número de los que se quedaban cortos y caían, inofensivamente, al foso, el terror que causaban en la población la artillería del sultán y su posible efecto sobre las endebles casas de ladrillo en las que moraban la mayoría de los bizantinos propició que los pocos pobladores que habitaban la zona central, cercana al río, fueran evacuados y alojados en otras partes más protegidas de la ciudad.
Francisco, dada su condición de familiar imperial, podía haber mantenido su pequeña, aunque cómoda, estancia en el palacio de Blaquernas. Sin embargo, el propio Giustiniani solicitó al emperador que el bravo joven se alojara en una tienda cercana a la suya propia. El intrépido capitán genovés había constatado que el castellano, gracias a su dominio de varias lenguas, su pertenencia indirecta a los círculos más altos de la aristocracia griega, su don de gentes y, sobre todo, su nacionalidad, ajena a la de los más numerosos contingentes de tropas, suponía un imprescindible nexo de unión para facilitar la coordinación entre las compañías.
Venecianos y genoveses se odiaban entre sí y, a pesar de la universal aceptación del mando único de Giustiniani, resultaba complicado que colaboraran unos con otros. Los genoveses, a su vez, mantenían viejas rencillas con los ciudadanos catalanes en función de los intereses históricos esgrimidos por ambos sobre la isla de Córcega, mientras los griegos se mostraban agradecidos por la ayuda, aunque, al mismo tiempo, molestos por la presencia de tantos occidentales, dueños desde hacía años de su comercio, así como fortuitos representantes del Papa. Al ser Castilla un reino con escasa tradición marinera hasta poco tiempo atrás y encerrado en sí mismo con su centenaria lucha contra los musulmanes de la Península Ibérica, ninguno de los grupos latinos albergaba fuertes rencillas hacia Francisco, quien, por otro lado, debido a su aceptación por Constantino dentro del protocolo imperial, disponía de un notable ascendiente sobre los bizantinos. De hecho, hasta el príncipe Orchán parecía tratarle con inmejorable cortesía, al parecer tranquilizado por Sfrantzés respecto a la fiabilidad de su confianza.
Por esa razón, ahora Francisco caminaba entre las numerosas tiendas del nutrido contingente genovés, evitando quedar atrapado en el fango en el que las torrenciales lluvias de ese principio de abril habían convertido el terreno cercano a las murallas, en vez de que sus pies recorrieran los duros suelos de mármol de los pasillos del palacio. El castellano había vivido en su ajetreado pasado en condiciones igualmente precarias, pero, aunque no se quejaba de ello, echaba de menos la mullida cama de Blaquernas.
Sorteando los grupos de soldados, arracimados junto a improvisadas hogueras sobre las que humeaban grandes ollas, espantado en ocasiones por el nauseabundo olor que llegaba, según el cambiante viento, desde las cercanas letrinas, mezclado con el suave aroma de los densos guisos con los que algunos de ellos apaciguaban el estómago, se preguntaba si sería el único familiar de un emperador que dormía sobre el encharcado suelo.
En torno a él los aguerridos hombres de armas se sentaban, libres de las incómodas armaduras, sobre maderos, piedras o deteriorados taburetes, evitando el pegadizo lodo que cubría el suelo. La mayoría se protegía de los inesperados chubascos con gruesas lonas extendidas frente a sus tiendas, bajo las cuales, con las armas a mano en previsión de un ataque, charlaban a voces unos con otros, esperaban la comida taza en mano, apuraban a largos tragos algún pellejo de vino ganado en una apuesta, comenzaban pendencias tan efímeras como ruidosas o se entretenían con los dados, jugándose las soldadas que aún no habían cobrado. La mayoría se quejaba, con razón, de la pitanza, del mal tiempo con el que parecía anunciarse la primavera y de la perspectiva de una larga permanencia inmersos en tan deplorables condiciones.
A pesar del indefinido olor dulzón que despedían la casi totalidad de las burbujeantes cacerolas sobre las que se preparaba, con escasa maña las más de las veces, la comida principal del día, Giustiniani se preocupaba personalmente de que los víveres llegaran a sus hombres en cantidad aceptable y con puntual precisión. Como buen conductor de tropas, el genovés tenía muy claro que un soldado podía soportar las horas de vigilia, las adversidades meteorológicas, las heridas, la escasez de mujeres y la tardanza en la paga, pero la mala comida resultaba más dañina que un brote de peste, pues, afectaba tanto a la moral de la tropa que podía desencadenar un motín. Como diría un general, años más tarde, un ejército camina sobre su estómago, por lo que el protostrator, para estos compases iniciales del presumiblemente largo asedio, había puesto especial cuidado en que todos los defensores dispusieran de raciones de pan, algo de carne, queso y cereal en abundancia, así como ligeras cantidades de vino y cerveza. Su experiencia le había enseñado que, en cualquier asedio lo suficientemente intenso, los víveres, finalmente, escasean, siendo inevitable su racionamiento. Por ello, son los días iniciales los que determinan la moral de los defensores y su voluntad para resistir. Si desde el primer día se les niega la comida, comenzando de inmediato la penuria y la escasez, ante la perspectiva de una prolongación indefinida de dichos males, la voluntad se quiebra, debido al recuerdo de la antigua comodidad y a su brusca pérdida. Por el contrario, si la disminución de la ración se hace de forma gradual, los soldados se habitúan a la situación y es la inercia la que mantiene la férrea determinación de no cejar en la lucha. Tal vez por ello, la moral se mantenía elevada entre los alborozados defensores, que, a pesar de tener frente a ellos al numeroso ejército turco, confiaban en salir con bien de aquel trance.
De entre los que formaban el contingente extranjero, genoveses y venecianos en su mayoría, cada uno esgrimía sus razones para justificar su presencia entre los armados guardianes de la última gran ciudad que le restaba a Bizancio. Aunque algunos profesaban una elevada fe en Dios que les impelía de un fuerte espíritu de cruzada, costaba encontrar alguno que no respondiera con un lacónico «por dinero» cuando se les preguntaba el porqué de su alistamiento en una pugna que les había conducido tan lejos de sus hogares. Al infante no le interesaba la alta política ni las nobles razones defendidas por los grandes mercaderes o los pomposos aristócratas. Todos ellos querían sacar algo de aquella prueba. La mayoría sólo pensaba en regresar a casa con una gruesa bolsa colgada al cinto, un par de cicatrices que dieran vigor a los relatos de taberna con los que exhibir su valor entre sus amigos y vecinos y, los más afortunados, una mujer griega o un esclavo turco. Las encendidas palabras de clérigos y orates atraían a algunos grupos de fanáticos, dispuestos a dar su vida en pos de una gloriosa y lúcida recompensa en el más allá, pero, aunque la perspectiva de un Paraíso resultaba un buen consuelo ante alfanjes y espadas, los seguidores de la cruzada eran ya una minoría, escueto recuerdo de otros tiempos en los que los navíos latinos surcaban el Mediterráneo con la cruz en sus velas, cargados de soñadores en pos de un ideal corrompido por los intereses políticos y económicos.
En aquella mezcolanza de mercenarios, cruzados, hombres de honor y griegos de a pie, Francisco encajaba como uno más aunque sin pertenecer realmente a ninguno de los grupos. Ahora que la vida presentaba un inesperado giro, con la irrupción de aquella joven bizantina de cautivadores ojos, el castellano comenzaba a encontrarse fuera de lugar justo en el único momento de su azarosa vida en que le gustaría integrarse en su nuevo entorno. Su camaleónica personalidad le permitía adaptarse tanto a un rudo campo de soldados como a la refinada corte imperial, pero en ambos casos era pura fachada. Bastaba excavar un poco bajo la superficie para encontrar carencias, defectos que el tiempo se encargaba de descubrir. En la extraordinaria situación actual se mantenía a flote, pero su dormido espíritu de empedernido buscavidas comenzaba a enviar señales de aviso con insistencia. El día que la tormenta amainara y el ejército del sultán volviera grupas hacia Anatolia, su confusa posición debería definirse en uno u otro sentido y, como en anteriores ocasiones, temía que su única salida consistiera en una deshonrosa retirada, émula de tantas y tantas anteriores en puertos de distinta categoría.
En su último encuentro antes de que las campanas anunciaran la llegada de los turcos, trató de reunir el valor para contarle a Helena los pormenores de su llegada a la ciudad, sus propias dudas acerca de la fiabilidad de su parentesco con el emperador y su temor a verse empujado a huir. Sin embargo, no pudo evitar conmoverse ante las palabras de su enamorada. Habría sido en extremo doloroso, a la par que injusto, romper en aquel momento sus ilusiones. Después, la sensación de urgencia engendrada en un primer momento por el inicio del asedio alejó la ocasión que una confesión de tal calibre necesitaba.
El amor que Francisco sentía era sincero, eso era lo único que aparecía cristalino en su interior y suponía el mayor acicate para pensar que, de insuflar el corazón de Helena un sentimiento parecido, la bella joven sería capaz de ignorar o perdonar el oscuro pasado del castellano. Eso no evitaba que los oscuros pensamientos en los que imaginaba como Helena huía desconsolada, alejándose de él para siempre, volvieran una y otra vez en cada ocasión que reunía fuerzas para compartir con ella sus secretos.
Centrado en dichas irresolubles elucubraciones, Francisco casi tropieza con la propia Helena, plantada delante de su tienda, con el bajo de su pálida túnica manchado de barro y la cara semioculta por un espeso velo que no la libraba de las curiosas miradas de los soldados cercanos.
—No te esperaba tan pronto —dijo Francisco borrando la preocupación de su rostro para sustituirla por una amplia sonrisa—. De haberlo sabido habría ido a buscarte. Te has llenado de barro.
—No importa —negó ella—. Tenía ganas de ver dónde te alojabas ahora que no puedes ir a palacio, aunque, si debo ser sincera, no me tranquiliza en absoluto lo que he visto.
—No sé por qué lo dices —replicó él con ironía—, las ratas aún no se han quejado de mi presencia.
—A veces me pregunto si hay algún sitio en la Tierra donde no te encuentres a gusto.
—Aquel en el que no estés tú.
Helena sonrió imperceptiblemente bajo el velo, tras lo cual se acercó a Francisco para susurrarle al oído que dieran un paseo. No sólo se le hundían los pies en el barro, inundando sus pequeños zapatos con un pegajoso e incómodo limo, le incomodaban más aún las torvas miradas de los cercanos soldados que, mientras devoraban con ansia su esperado almuerzo, contemplaban sin recato a la joven bizantina, comentando con sus compañeros el juego que darían a sus moderadas curvas si tuvieran la oportunidad.
Ambos caminaron, no sin esfuerzo, fuera del lodazal y del campamento, encaminándose sin prisa por las pobladas callejuelas sin rumbo fijo, tan sólo buscando un rincón que les concediera alguna intimidad cerca del hervidero de tropas, transportistas y obreros que pululaban incesantemente en las cercanías de las murallas. Los días anteriores se encontraban en la iglesia de San Jorge, punto intermedio entre el campamento genovés y el palacio de Blaquernas, lugar de renacida popularidad donde numerosos griegos de las milicias al mando del emperador se reunían para escuchar misa, proporcionando un lugar recogido y a la vez seguro, alejado de los ojos de los soldados italianos, desesperados por la escasez de prostitutas así como de tiempo para frecuentarlas.
—¿Cómo crees que acabará esto? —preguntó Helena con tono melancólico.
—Antes o después al sultán se le desgastarán los dientes de tanto roer la muralla sin éxito y levantará el asedio. Sólo es cuestión de tiempo —respondió Francisco con fingida confianza. Afortunadamente, los tremendos daños causados por los cañones turcos los dos primeros días no eran de dominio público. Los que trabajaban en la muralla por la noche para reparar los desperfectos y levantar una nueva empalizada sobre los restos caídos de los muros no gozaban de una visión de conjunto que comentar con sus vecinos, por lo que aún persistía la ilusión de la inviolabilidad de los tres cinturones de murallas.
—No me refiero al asedio —repuso Helena—, sino a nosotros. Me pregunto qué pasará cuando pase el peligro, ¿volverás a Castilla?
—Sin ti no.
—¿Significa eso que quieres volver y te gustaría llevarme contigo?
—Pues… no sé —dudó Francisco—. No entiendo a qué te refieres.
—Este es mi mundo —aclaró ella—, pertenezco a él, no conozco otra cosa. Sé que no es comparable con los puertos italianos o las ciudades hispanas, pero me da miedo dejarlo, enfrentarme a lo desconocido. Tal vez suene ridículo decirlo con un ejército turco a las puertas, pero aquí me siento segura.
Francisco escuchó sus palabras con atención, acariciando el suave rostro de la bizantina bajo el tupido velo, tratando de transmitir su cariño con la mirada.
—No quiero estar en otro lugar que no sea a tu lado —afirmó él—. No me importa que sea aquí o en un prado perdido al otro lado del mundo.
Entraron en la iglesia, silenciosa tras la celebración de la liturgia. Tan sólo unos cuantos feligreses dispersos se arrodillaban entre los bancos de madera, dirigiendo sus plegarias al deteriorado mosaico del Cristo Pantocrátor que llenaba el ábside central de la cabecera, detrás del altar, cerrado por una pequeña celosía de madera tallada. Helena plegó su velo sobre la cabeza, liberando su rostro, a la vez que se santiguaba y realizaba una respetuosa genuflexión frente a la imponente imagen del Señor que, a pesar de su falta de brillo y la pérdida de numerosas teselas, aún dominaba con su majestuosidad sobre el resto de pinturas y decoraciones en las que se representaban los apóstoles y santos en silenciosa procesión.
Se desplazaron a un lado, situándose detrás de una de las columnas que delimitaban la nave central, separándola de las laterales, más oscuras.
—¿Qué te preocupa? —dijo él en un susurro.
—Aún no has dicho que te quedarás en Constantinopla —repuso ella con un hilo de voz, como si temiera que tras esa pregunta llegara la confirmación de sus miedos, como si quisiera reprimir aquel sonido que salía de su boca, para evitar deshacer sus esperanzas.
—Quiero hacerlo, pero no depende sólo de mí.
—¿De quién si no?
—En primer lugar —comenzó Francisco con preocupación— hay que tener en cuenta la posibilidad, remota por supuesto, de que los turcos podrían ganar la batalla.
—Ese caso no me preocupa —repuso ella mirándole directamente a los ojos, transmitiendo una serenidad que impresionó al castellano—. Si ocurre eso moriremos o nos esclavizarán, en cualquier caso dejaremos de ser dueños de nuestro destino. Pero, como tú mismo has dicho, el sultán será rechazado, ¿qué te impide quedarte después?
—No es tan sencillo —repuso Francisco bajando la mirada.
Ella tomó su cara entre las manos, obligándole con suavidad a mirarla, suplicando con sus bellos ojos una respuesta a su pregunta, mostrando inquietud y, al mismo tiempo, una gran firmeza que transmitía la idea de negarse a partir sin una solución.
—¿Me amas? —preguntó ella casi entre sollozos.
—No lo dudes ni por un instante —contestó él acariciando su pelo—. Es lo único seguro que hay en mi vida.
—Entonces es sencillo, ¿qué problema puede ser más fuerte que nuestro amor?
Francisco desvió de nuevo la mirada, escapando esta vez de las manos de Helena, volviéndose hacia la pared lateral de la iglesia, donde uno de los apóstoles, con un libro en la mano, le miraba con sus inquisitivos ojos.
Notó como ella le abrazaba por detrás, apoyando la cabeza en su hombro.
—Sea lo que sea lo que llevas en tu interior, dímelo, por favor, no tengas secretos conmigo.
—¿Y si yo no soy quien digo ser? —preguntó Francisco sin poder creer lo que decía su propia voz.
—No te entiendo —negó ella rodeándole para mirarle a los ojos—, ¿a qué te refieres?
—Piénsalo, ¿tengo aspecto de pertenecer a la familia de un emperador? Tal vez sólo soy un aprovechado en busca de vida fácil que utiliza los desvaríos de una anciana para su beneficio. Puede que mi abuela no fuera más que una pobre enajenada que construyó un mundo imaginario de príncipes y reinos perdidos para evadirse de su propia miseria, acabando por creerse su propio cuento. ¿Qué pruebas tengo de lo que digo? Ni yo mismo estoy seguro de ser quien aparento.
Helena se mantuvo en silencio, con los ojos abiertos de par en par, sin un solo movimiento mientras Francisco hablaba. Cuando este terminó, situó su mano en el pecho del castellano, notando los agitados latidos de su corazón.
—Serás aquello que sientas aquí. Dios te lo dirá a través de tu corazón. Pero sé que alguien que rebosa nobleza, que llena de alegría y amor a los que le rodean, no puede ser un farsante. No se puede engañar al Señor, él te hablará, sólo tienes que pedirle consejo.
Francisco se mantuvo unos instantes en silencio, sintiendo la ligera y cálida presión de la mano de Helena sobre su pecho, escrutando cada rincón de su hermoso rostro para fijarlo en su mente, como si aquel instante fuera un precioso tesoro que debiera conservar para siempre.
—¿Y si lo que me dice —comenzó con un titubeo— es que debo dejar esta ciudad?
Helena mantuvo su mano sobre el pecho del castellano, acercándose para besarle suavemente en los labios, después se separó, cubrió de nuevo su rostro con el velo y susurró antes de partir.
—Entonces deberás irte.
Basilio sonrió mientras Helena pasaba a sus espaldas sin verle. Arrodillado junto a la columna en la que ambos habían estado, observó con regocijo como Francisco, instantes después, caminaba hasta los primeros bancos, cercanos al altar, donde se sentó, meditabundo, buscando la inspiración divina que la bizantina le había indicado.
El griego se levantó, clavando sus ojos en la espalda del castellano, dando tiempo a Teófilo para que llevara a cabo su parte antes de abandonar la iglesia. Al principio estuvo tentado de contar al noble las secretas dudas de Francisco respecto a su linaje, pero, tras meditarlo con más cuidado, decidió mantenerse callado, esperando el momento en que pudiera utilizar ese conocimiento con mayor provecho.
Entre tanto, Teófilo esperaba pacientemente en una calle cercana, observando la puerta de entrada a la iglesia, fijándose en cada una de las mujeres que abandonaban el templo, en espera de una en particular.
Desde su puesto, acechando furtivamente a la joven Helena, Teófilo pensaba en sí mismo como en un caballero que salva a una inocente paloma de las garras de un lobo, un hombre capaz de violar a una doncella el día antes de pedir gentilmente la mano de otra. Aunque, a pesar de todas las excusas, disertaciones y peroratas con las que ese griego de ojos penetrantes y diminutos trataba de convencerle de la nobleza de sus actos, no dejaba de incomodarle una cierta sensación de vergüenza, de estar cometiendo un acto denigrante impropio de su rango. Por otro lado, a pesar de la extrema cortesía y el pulcro y protocolario trato que aquel criado le dispensaba, la idea de permitir que un simple funcionario le ayudara o, incluso, insinuara los pasos más adecuados a seguir en esa situación le enfurecía, preguntándose con insistencia si no sería más adecuado plantar cara a Francisco, en lugar de realizar interminables rodeos en pro de mantener una ficticia concordia entre los miembros de la familia imperial.
Sus disquisiciones acabaron en el momento en que vio como Helena aparecía en la oscura puerta de la iglesia, tapada por un velo, aunque reconocible por su larga túnica de color claro, y se encaminó con paso lento en dirección al palacio imperial. Teófilo esperó prudentemente antes de seguirla calle arriba, comprobando que Francisco no abandonaba el templo. Después se encaminó con rapidez aunque sin correr, detrás de la joven. Ante las callejuelas que daban acceso al barrio de Blaquernas, dudó por un instante por cuál de ellas continuar, temeroso de no alcanzar a la griega antes de que atravesara las puertas del palacio, donde ya no sería posible su encuentro sin que alguien pudiera reconocerlos. Se adentró por una de ellas al azar, corriendo sin disimulo entre los viandantes hasta visualizar a Helena a unos metros, en la empedrada calle que conducía a San Salvador de Chora. Se acercó a ella con calma y la cogió del brazo con suavidad.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó cuando la joven se volvió sorprendida al sentir que la sujetaban.
—Sí, por supuesto —asintió Helena con voz insegura—. ¿Ocurre algo?
—Vamos a un sitio más tranquilo —respondió él sin soltar su brazo, señalando con un gesto el pórtico delantero de una casa abandonada en esa misma calle.
Helena se dejó conducir por Teófilo, aún sorprendida por cómo la había abordado y sin imaginar la posible razón de ese extraño comportamiento en el primo del emperador. Cuando alcanzaron la cobertura del soportal, a salvo de la mayoría de las miradas de los que transitaban la estrecha calle, se mantuvo en silencio, aún con el velo sobre la cara, esperando las palabras del noble.
—Últimamente pasas mucho tiempo con Francisco —comentó Teófilo.
—Así es —confirmó Helena sin entender nada—. El secretario imperial me ha encargado su instrucción en el protocolo de la corte.
—No hace falta que ocultes la verdad, sé que sois amantes.
—¿Cómo decís? —dijo ella boquiabierta.
—Hay ciertas cosas que ignoras de tu amado galán —prosiguió Teófilo con indiferencia—. No es tan noble y amable como se empeña en aparentar.
—No entiendo nada de esto —negó ella moviendo la cabeza—, ¿a qué os referís?
—No eres la única de cuyos favores ha gozado desde que llegó, aunque supongo que sí la primera que se los entrega por voluntad propia.
—Yo no… —comenzó ella a punto de deshacerse en lágrimas, sin poder creer lo que Teófilo acababa de decir, negando que sus oídos pudieran haber escuchado esas palabras.
—Sé que es doloroso, pero tenía que ponerte sobre aviso. Tú trabajas con Yasmine, tal vez a ti te cuente lo que le hizo ese salvaje.
Helena sintió que la cabeza le daba vueltas. Se apoyó en una de las desgastadas columnas de piedra del pórtico buscando un soporte en el que reclinarse para evitar que sus temblorosas rodillas cedieran. Notaba como su estómago se encogía al tiempo que los latidos de su corazón se intensificaban, retumbando en su interior como campanas que repican.
No podía ser cierto, se decía a sí misma, no podía creerlo, Francisco nunca haría eso, era un caballero. Acababa de confiarle sus dudas sobre su identidad, es cierto, pero ella, en el poco tiempo que llevaban juntos, podía sentir su bondad, su alegría interior y su amor.
—¿Estás bien? —preguntó Teófilo al ver que la joven vacilaba, aumentando el ritmo de su respiración.
—Mentís —dijo ella secamente.
—Helena…
—¡Mentís!, ¡mentís! —repitió ella a la vez que le golpeaba el pecho con los puños, descargando su ira y sus lágrimas al mismo tiempo.
—¡Tranquilízate!
Teófilo, indiferente a los débiles golpes de la joven, trató de agarrar sus brazos. En ese momento, con un grito, mezcla de furia y desconsuelo, Helena se separó de él, corriendo fuera del pórtico calle abajo, sin dirección fija, tratando de huir del noble tanto como de sus venenosas palabras. Teófilo permaneció en la calle, observado por un grupo de soldados latinos, que sonreían burlones ante lo que pensaban sería una escena de amante despechada.
Basilio apareció por detrás del bizantino, como por ensalmo, con una gran sonrisa y actitud servil.
—Debería ir tras ella —comentó Teófilo con preocupación—. No sé si esto ha sido una buena idea.
—Vos sois un noble —afirmó Basilio con voz melosa, ocultando su rostro ante la mirada de Teófilo, que parecía culparle con los ojos del dolor que había provocado en Helena—. Un hombre de honor no podía hacer otra cosa que advertir a una dama del peligro y protegerla. El daño que puedan causar vuestras justas palabras en su corazón no es más que un pequeño precio comparado con el sufrimiento que habría llegado después.
—Es cierto —afirmó Teófilo sin mucha convicción, tratando de deshacerse del sentimiento de culpa que le acongojaba cuando recordaba los desgarradores sollozos de la joven—, pero no dejo de preguntarme si no existía otra forma de actuar.
—Las actuaciones taimadas son impropias de vuestra categoría, mi señor, vos debéis afrontar una situación con valor y dignidad, tal como acabáis de hacer. Cualquier daño infligido no es culpa vuestra, sino de ese ladino castellano.
Teófilo asintió con la cabeza, aceptando las palabras del convincente Basilio para limpiar su alma de aquella oscura sensación. Él era el primo del emperador, un Paleólogo, y, por tanto, consideraba su deber cuidar de los suyos en contra de quien se había confirmado como uno de los más arteros personajes que hubiera conocido. Seguía sin entender por qué no podía darle muerte, como era su deseo, pero al menos tenía el consuelo de saber que, tal y como insistía aquel servicial criado, actuaba correctamente.
—¿Me habrá creído? —comentó finalmente Teófilo, sin dirigir la pregunta a nadie en particular.
—La semilla está sembrada —replicó Basilio ocultando una sonrisa—, sólo hemos de esperar a que fructifique.
Mientras tanto, Helena, perdido el velo en la ciega carrera, se detenía finalmente, exhausta, cerca de San Salvador de Chora, sentándose en uno de los escalones que daban acceso al nártex principal de la iglesia, con la cara entre las manos, sollozando desconsoladamente.
No podía creerlo, pero ¿qué interés tendría el primo del emperador en difundir una mentira semejante? Yasmine conocía la relación que mantenía con Francisco y, la ahora confusa bizantina, no creía haber escuchado en sus conversaciones queja alguna contra él. Sin embargo, ¿era alguna de sus referencias un oculto aviso? ¿Acaso no huyó en cuanto Helena trató con ella el tema sentimental? y, sobre todo, ¿quién la había golpeado? Resultaba ridículo pensar que una persona como Francisco pudiera ser capaz de violar salvajemente a una joven, y, por otro lado, Teófilo daba por seguro que eran amantes cuando aún ella no había yacido con el castellano, lo cual significaba que su información no era fiel, podía equivocarse. Sí, se dijo, tenía que ser una equivocación; sin embargo, rezó desesperada a Dios, suplicando con toda su fe, mientras un torrente de lágrimas corría por sus mejillas, que aquello no fuera más que una broma cruel y pasajera y que el Señor no hubiera despertado en ella tan ardorosa pasión, para entregarla en los brazos equivocados.