El primero de abril, domingo de Pascua, llegó en un suspiro, con toda la ciudad conteniendo el aliento ante las inciertas noticias sobre el avance de los turcos. Por cada barrio circulaban distintos rumores, a cuál más terrorífico, sobre el imparable movimiento de los regimientos del sultán, circulando de boca en boca, en los mercados o en las reuniones familiares. Algunos aseguraban que los jinetes destacados por los alrededores habían regresado al galope anunciando el avistamiento de grandes contingentes de tropas a escasa distancia. Otros, por el contrario, comentaban que los alrededores se mantenían en calma y que el sultán aún no había podido reunir a su ejército. Pero incluso los más optimistas veían acercarse lo inevitable, por lo que la población rezaba con fervor con una única petición: que se les concediera paz durante la Semana Santa.
Y así fue, al menos, hasta la festividad más importante de la Iglesia ortodoxa, la que conmemoraba la resurrección del Señor. La ciudad se engalanaba para la procesión de Pascua, con alegría, aunque enmarcada dentro de un ambiente general de ansiedad, tan sólo aliviado por la licencia, casi general, concedida a los soldados para que pudieran asistir a los ritos de ese día tan especial.
El descanso estival resultaba, por otro lado, casi imprescindible, dado que los trabajos de la muralla se habían tornado frenéticos en los últimos días, tratando de llevar a término el mayor número de mejoras posibles. Los que habían colaborado en las obras merecían, a juicio del emperador, una pequeña recompensa por su esfuerzo antes de afrontar el más importante periodo de sus vidas.
La tradición, tan sumamente importante en la vida de Bizancio, indicaba que el día de Pascua el emperador debía acudir a la iglesia de los Santos Apóstoles a rendir homenaje a sus predecesores, mediante la celebración de una liturgia con su correspondiente procesión, meticulosamente reglamentada en el libro de las ceremonias. Este complejo manuscrito había sido realizado en el siglo décimo por Constantino VII Porfirogeneta, pensando en su hijo, pues la creciente pompa y magnificencia con las que las distintas ceremonias se adornaban resultaban excesivas para la tradición oral, usada hasta entonces.
El camino desde el palacio a la iglesia que coronaba la colina central de la ciudad no se realizaba con facilidad, pues se jalonaba con numerosas paradas en monumentos importantes, discurriendo finalmente por la calle Mese, donde se congregaba casi toda la población, reunida para contemplar el lujo y el boato que aún se mantenían en el decadente imperio, exhibidos en contadas ocasiones. Para los antiguos emperadores, la riqueza que se demostraba en estos acontecimientos representaba un colorido escaparate en el que se transmitía la fortaleza y grandeza del poder imperial. En esta ocasión, con el imperio menguado, convertido en su capital y unos exiguos territorios anexos o islas diminutas, con sus edificios abandonados y en ruinas, representaba el anhelo de los ciudadanos por mantener viva su cultura, su ciudad y el mundo que habían conocido desde incontables generaciones.
La procesión era encabezada por un grupo de spatharios, encargados, con su rítmico paso, de marcar los tiempos de avance y gritar loas al emperador, respondidos con entusiasmo por la multitud. Tras ellos, un grupo de músicos, con sus uniformes de gala, tocaba cítaras, címbalos y trompas, sin poder ahogar con su cacofonía las aclamaciones del público.
Constantino era la figura principal del desfile, ataviado con una túnica blanca recubierta por la capa púrpura, el color de la realeza. Portaba todos los atributos de su rango, el cetro, la pesada corona de oro y piedras preciosas, los finos bordados con el escudo imperial y el orbe con la cruz, símbolo del poder sacrosanto de su trono, conferido por Dios a su representante en la Tierra. Montaba un semental blanco, riquísimamente enjaezado con joyas, con las patas y la cola envueltas en cintas de seda. En los tiempos en que Bizancio era un pozo sin fondo de riqueza y grandes bienes, el emperador repartía monedas entre el público, al realizar las paradas en puntos determinados de la procesión. En las circunstancias actuales, tal derroche de dinero resultaba insoportable para las menguadas arcas del tesoro imperial por lo que, a pesar de la obligada tradición, se había suprimido ese acto.
Tras el emperador cabalgaban los familiares, nobles y personajes de más alta consideración del gobierno, todos ellos vestidos de un blanco inmaculado, tornando la procesión en una aparente serpiente de copos de nieve en movimiento. Tras ellos, en perfecta formación, desfilaban soldados de los regimientos de palacio portando banderolas y pendones con el escudo imperial y el águila bicéfala, símbolo de la dinastía Paleólogo, y funcionarios de menor nivel vestidos con sus mejores atuendos, con doradas lámparas que refulgían con brillantes destellos.
Por último, cerrando el impresionante desfile, caminaban gallardamente los miembros de la guardia varenga, sin armadura, pertrechados con grandes escudos rectangulares, lanzas y con sus temidas hachas de un filo colgando a la espalda.
Francisco, tal como se le había anunciado, participaba en la procesión junto a los miembros de la familia imperial, para lo cual, había sido prudentemente aconsejado por Helena en las pocas ocasiones que las exigencias de Giustiniani habían dejado libre al castellano.
Tras su fugaz encuentro con Yasmine en uno de los pasillos del palacio, había evitado verse con la bizantina, marchando directamente de vuelta al campamento italiano donde se alojaba mientras duraran las obras, demasiado confuso y avergonzado para pensar con claridad. Si en un principio la negativa a compartir el lecho de la excitante esclava le resultaba totalmente ajena, dada su anterior experiencia de mujeriego impenitente, tras meditarlo con profundidad, las subconscientes frases de incomprensión daban paso a un sólido sentimiento de satisfacción por haber mantenido su recién estrenada fidelidad ante semejante prueba de fuego. Meses antes se habría reído en la cara de cualquiera que pudiera afirmar que él, Francisco de Toledo, el mayor asaltador de alcobas que habían conocido las ciudades italianas, rechazara los favores de una belleza tan escultural como la que encarnaba la joven esclava turca. Sin embargo, lo que pensó sería una mancha en su largo historial de relación con el sexo opuesto, resultó sorprendentemente gratificante en cuanto, días después, con mayor entereza, y la firme resolución de no preocupar a su adorada bizantina con el agresivo comportamiento de Teófilo, volvió a encontrarse con Helena.
Nada más contemplar la sonrisa de la joven, la perturbadora imagen de Yasmine desapareció de su pensamiento. Cualquier sacrificio quedó totalmente justificado y lo único que permanecía en su interior era la felicidad del que se sabe amado. A Francisco, incluso, le resultaba imposible mantener la atención mientras Helena adoptaba su papel de instructora. No podía dejar de fijarse en su pelo, sus brillantes ojos, la tersura de su piel. Su indescriptible belleza le dejaba sin aliento, sin saber que, a pesar de sus fingidos intentos de imponer la seriedad, su adorada griega se enfrentaba a los mismos sentimientos y similares dificultades para mantener la concentración en su presencia.
Rompiendo una vez más su tradicional forma de actuar, Francisco se deleitaba con paseos, fugaces y apasionados besos, delicadas caricias y dulces palabras en cada uno de sus escasos encuentros. Descubrió, sorprendido, que la espera para conseguir de la tímida bizantina aquello que muchas otras le habían entregado en la primera noche no era en absoluto dolorosa o frustrante, sino que resultaba tranquilizadora e, incluso, gratificante, pues la sola idea de tratar a la más dulce de las mujeres como a cualquiera de sus insulsas conquistas anteriores le parecía repugnante. Le agradaba cada vez más la sensación de complicidad que adquiría con Helena, así como la perspectiva de que su relación fuera algo distinto, mejor que cualquier otra experiencia anterior, basada en el cariño, la dulzura y el amor, no en la obtención del placer fácil.
Por otro lado, las interminables semanas de trabajo, soportando fríos intensos y fuertes aguaceros, impropios de esa época, así como las numerosas advertencias de John Grant sobre el futuro que le espera a cualquier hombre casado, causaban mella en el castellano, permitiendo al vividor, que luchaba en su interior por renacer, acuciarle con dudas y sombríos pensamientos, sólo desvanecidos en el siguiente encuentro con Helena.
Ahora, mientras desfilaba con gallardía, pensaba en su amada, seguramente mezclada entre el público, saludando y coreando el nombre del emperador mientras atravesaban las concurridas calles de la antaño populosa capital bizantina. Al pasar junto a un numeroso grupo de soldados italianos, apiñados entre el gentío para contemplar el desfile, sonrió al cruzarse con algunos de sus compañeros, que le vitoreaban, complacidos de distinguir a uno de los suyos entre tantos griegos estirados.
Francisco trataba de disfrutar del desfile, a pesar de que las numerosas paradas y pasos protocolarios alargaban la procesión hasta hacerla durar todo el día. A lo largo de su agitada vida, nunca se había encontrado en una situación semejante, formando parte de la nobleza como uno más, escuchando las aclamaciones de la multitud, como partícipe de aquellos a los que van dirigidas. Sus anteriores estancias junto a la nobleza italiana, en Nápoles o Génova, duraban lo que sus anfitriones tuvieran a bien soportar a su parasitario huésped, por lo que, en ningún caso, había llegado a integrarse en las élites dominantes. Su situación actual no era aún del todo clara, pero su asistencia al evento, dentro de los estrictos posicionamientos detallados en el protocolo de la marcha, suponía, al menos, la aceptación por parte de Constantino de su pertenencia al linaje imperial.
Sus primeras palabras, nada más recibir, de labios de Helena, la noticia de su inclusión en el desfile, estaban destinadas a tranquilizar a la bizantina, que, a pesar de su confianza en el amor profesado por el castellano, sentía cierta inquietud ante el hecho de que pasara, teóricamente, a formar parte del círculo más íntimo del emperador. Para Francisco, la situación no difería en absoluto, tan sólo suponía un cambio externo, en dirección a la caterva de altos funcionarios y personajes influyentes, que aún mantenían discretas conversaciones sobre su estancia en palacio. El trato recibido por parte de Constantino, al igual que su relación con el resto de los compañeros de trabajos, no cambió en absoluto, sin variar siquiera las formas con el emperador, excepto en público, donde la servicial Helena se las veía y deseaba para que el tozudo castellano aprendiera las innumerables formas protocolarias bizantinas.
Finalmente, con la caída de la tarde, los aliviados griegos pudieron volver a sus desvencijadas casas, elevando intensas plegarias, llenas de gratitud, al cielo. Muchos de los habitantes se acostaron aquella noche con la idea de haber presenciado el último gran desfile que se celebraba en las calles de Constantinopla.
Al día siguiente, casi a mediodía, Francisco paseaba por el interior del antiguo Gran Palacio, haciendo tiempo mientras esperaba a su adorada Helena, imaginando, entre ruinas y edificios abandonados, cómo sería la vida en el Bizancio de los mejores tiempos.
Formando un triángulo entre el mar de Mármara, el Hipódromo y la inmensa Santa Sofía, el espacio ocupado por el conjunto de edificaciones civiles, jardines e iglesias conocido como Gran Palacio había constituido el centro de la corte hasta el siglo XII, cuando Manuel I decidió ocupar el palacio de Blaquernas. En su época de esplendor, casi veinte mil funcionarios, soldados, clérigos, nobles o familiares del emperador llenaban sus edificios.
Francisco había escuchado de boca de su abuela, siendo aún un niño, multitud de historias sobre aquel lugar. De todas ellas, la que más le impresionaba era aquella en la que contaba como, en los grandes banquetes ofrecidos por el mandatario bizantino, los asistentes, hasta treinta y seis, comían tumbados en cómodos divanes, sobre una mesa de oro, guardada tras unas puertas de marfil en el Castresiacon. Los cubiertos, del mismo valioso material de la mesa, palidecían ante los tres inmensos cuencos, rebosantes de frutas, que, debido a su excepcional peso, no podían ser levantados, por lo que se suspendían del techo con cuerdas, accionadas por un mecanismo mecánico que permitía moverlos de un invitado a otro.
Caminando ensimismado entre los edificios, sorteando las malas hierbas y las piedras desprendidas de las paredes, se acercó con paso lento hasta el edificio que contenía el salón del trono principal, cerca de la iglesia de San Esteban. Su entrada, antes meticulosamente ajardinada, ahora alojaba un improvisado cementerio, anexo a la iglesia, uno de los pocos edificios en condiciones de ser habitado. Las cruces griegas, que marcaban cada inhumación, situadas ante el salón del trono, suponían la última caprichosa vuelta del destino, convirtiendo el lugar que atesoraba mayor poder de los últimos siglos en la parábola final de la decadencia, mostrando el triste destino que parecía esperar a los antaño gobernantes de Oriente.
Las puertas de bronce del edificio, al igual que su cúpula, habían desaparecido durante la dominación de los cruzados, permitiendo que los tibios rayos de sol penetraran a través de la inexistente techumbre, iluminando con tristeza aquel lugar desolado.
Si Helena hubiera estado a su lado, le habría canturreado al oído cómo el trono se alzaba en el ábside final de la sala, a un nivel más alto que el resto del suelo de la habitación, cubierto por una tela trenzada con hilo de oro. Los escalones que conducían al trono de doble cabecera estaban tallados en pórfido, de colores casi tan vivos como el mosaico del ábside, donde Cristo, el Rey de reyes, dominaba con su serena mirada a los más allegados, situados alrededor del hueco circular. Junto a los preferidos, custodiando al emperador, dos anillos de soldados escogidos de la guardia imperial y la guardia varenga, con sus hachas de un filo colgadas a la espalda. Dos grandes órganos adornados con riquísimas joyas incrustadas, como único mobiliario de la sala, completaban la espectacular visión que provocaba el interior a los embajadores extranjeros destinados a la corte del emperador de Bizancio.
Sin embargo, de todo aquel esplendor no quedaba ya más que el recuerdo. A pesar de la luminosidad proporcionada a través del hueco del techo, Francisco no pudo sino entristecerse ante la imagen de abandono que ofrecían los suelos de mármol cubiertos de polvo, cascotes y telarañas, levantados y cuarteados, cubiertos de hendiduras en las que el musgo y numerosos matojos pugnaban por crecer. Nada se veía de los antiguos escalones de pórfido y, del señorial mosaico, apenas se percibían unas pocas teselas, aquí y allá, sin conexión ni orden visible.
Francisco se preguntó, mientras abandonaba aquel lugar con el corazón encogido, cómo era posible que los cruzados, los defensores de la verdadera fe tal y como ellos mismos se titulaban, fueran capaces de arrancar, por el vil metal, la imagen de Dios de una pared. Algo no encajaba en aquel ideal que arrastró a millares de hombres a una tierra extraña cuando, en lugar de honor, valor y fe, demostraron codicia, ira y depravación. Tal vez Bizancio se encontraba ya en un progresivo declive, pero resultaba cuanto menos irónico que el mayor reino cristiano de Oriente fuera apuntillado por los soldados de la cruz.
Sus oscuros pensamientos se desvanecieron al contemplar a Helena acercarse hacia él. El jardín más descuidado cobraba color y vida al paso de la joven, que se aproximaba sorteando los trozos de las estatuas caídas, cuidando que su túnica no se enganchara en algún derrubio. Su tímida sonrisa se ensanchó a la vista del castellano, besándole con pasión al encontrarse, antes de susurrar un dulce «buenos días» en su oído.
—Te busqué ayer entre la multitud.
—Yo sí te vi a ti, y desde entonces no pude separar los ojos de tu figura.
—Sería difícil distinguirme entre tantos nobles vestidos de blanco.
—No tanto, sólo necesitaba encontrar al más apuesto.
Él la besó, sonriendo agradecido su cumplido.
—¿No te esperan hoy en la muralla?
—No he ido a preguntar, temía que el incombustible Giustiniani me encargara cualquier tipo de tarea. Y tú, ¿cómo has salido sola de palacio?
—No me regañes —dijo ella riendo—, sé que es contrario al protocolo, pero la recompensa que me esperaba merecía la pena.
—Me alegro de que hayas podido acudir, tenía algo importante que decirte.
—Yo también quería hablar contigo y te agradecería que me dejaras comenzar antes de que me fallen las fuerzas y mi voluntad flaquee.
Francisco asintió con la cabeza, al tiempo que entrelazaba sus manos con las de Helena.
—Desde hace un mes —comenzó la joven bizantina con la timidez que mostraba en sus primeras citas— vivo en un sueño. Hacía tanto tiempo que había perdido la esperanza de que el amor llamara a mi puerta, que no puedo acabar de creer lo que me está ocurriendo. Jamás había sentido tan intensa y cercanamente a alguien como te noto a ti, mi vida entera ha dado un giro y se ha puesto patas arriba. Mi cabeza habla en mi interior, pero mi corazón grita tan fuerte que no soy capaz de escuchar otra cosa que no sean sus cánticos. Sé que soy una simple aprendiz de enamorada y que no debería, pero necesito preguntarte lo que significa para ti nuestra relación. Nuestra fe es diferente, tú has viajado por el mundo mientras yo no he salido en años de entre los muros de esta ciudad, tú eres familiar del emperador y yo una simple sirviente. No sé si sería ya capaz de vivir sin ti, pero me pregunto cuál es el futuro que aparece frente a nosotros. No estoy tan ciega como para rehuir nuestras diferencias eternamente.
Francisco miró las manos que mantenía entre las suyas, notando como su suave piel temblaba ligeramente mientras la bella griega hablaba. Las besó con suavidad al tiempo que comenzaban a sonar las campanas de alguna iglesia cercana.
—No puedo ver el futuro —respondió él con suavidad—, tan sólo te puedo decir que notes mi corazón —con estas palabras él acercó la pequeña mano de Helena a su pecho—, que sientas cómo late desbocado cuando adivina tu presencia. Sé cuál es el mensaje que me envía y, te aseguro, no voy a permitir que ni religiones, ni protocolos, ni nadie en el mundo me arranque esta sensación. Tú me estás transformando, y ya no puedo pensar siquiera en la vida que llevaba antes. Sin ti me siento vacío, perdido. No sé dónde estaré dentro de un año, me da igual la ciudad o el país, sólo te prometo que será a tu lado.
Ella le abrazó con fuerza, mientras un par de pequeñas lágrimas escapaban surcando sus mejillas.
—¿Por qué lloras? —preguntó él.
—Porque nunca he sido tan feliz.
—¿No oyes las campanas? —preguntó Francisco mientras la apretaba contra su pecho y las iglesias tañían una tras otra, pasando sus sonoros llamamientos por toda la ciudad—. Nos arrullan, doblan por nosotros.
Permanecieron allí, durante un rato, rodeados de pedestales vacíos y plantas silvestres, de edificios abandonados y decaído esplendor, ajenos a todo cuanto les rodeaba, centrados el uno en el otro, hasta que un clamor insistente consiguió atravesar su ensimismamiento.
—¡Los turcos! —gritó alguien—. ¡Han llegado los turcos!
Inicialmente no aparecieron más que un puñado de exploradores a caballo, observando la ciudad sobre las colinas próximas a las murallas terrestres. Cuando apareció el primer destacamento, Giustiniani envió un contingente de jinetes para hostigar al enemigo, matando a varios de los sorprendidos musulmanes y desbandando al resto. Sin embargo, pronto acudieron refuerzos en número creciente, obligando a los soldados griegos a refugiarse tras los sólidos muros.
Francisco y Helena tardaron un buen rato en acudir a las murallas. En su camino, por la calle Mese, se cruzaron con numerosas personas que corrían en todas direcciones, algunos hacia los torreones para tratar de ver el espectáculo, otros en dirección a sus casas a buscar a sus familias, incluso alguno se apresuraba hacia el puerto, pensando que los turcos ya habían entrado en la ciudad y que no quedaba otro recurso que no fuera huir. Algunas mujeres corrían a recoger a sus hijos, que jugaban en la calle, encantados con la animación y totalmente ajenos al nerviosismo que mostraban los adultos. Grupos de milicianos fuertemente armados se agrupaban en los foros, tratando de reunir sus efectivos para acudir a los sectores que se les habían asignado y, aunque el griterío y las confusas órdenes desconcertaban a los inexpertos soldados, la situación, afortunadamente, no podía definirse como crítica. En general, los nervios y los escasos episodios de histeria no eran más que el reflejo de la tensa espera con que los bizantinos habían convivido los últimos meses. Sin embargo, tenían muy claro que el día en que el ejército del sultán apareciera en el horizonte estaba por llegar.
Cuando Francisco y Helena se aproximaron a la zona de muralla situada al final de la calle, entre el palacio de Blaquernas y el río, sector defendido por las aguerridas tropas genovesas de Giustiniani, el ambiente varió de forma notable. El desconcierto anterior contrastaba con la tranquilidad y la exacta organización de las compañías de soldados, los cuales traspasaban las grandes puertas de la muralla interior para ayudar en la destrucción de los puentes sobre el foso que permitían el acceso a la ciudad. Unos pocos, embutidos en sus resplandecientes corazas, vigilaban atentos el trabajo de sus compañeros, mientras algunos ascendían, con gran estruendo de armas, a las torres y adarves de la muralla.
Junto a la puerta Carisia, John Grant dirigía los movimientos de la cuadrilla que se encargaba del puente. Sin mostrar preocupación alguna, tan sólo la diligencia habitual en las obras que realizaba normalmente, se mantenía a prudente distancia observando con ojos expertos, corrigiendo, de cuando en cuando, lo realizado por los improvisados obreros.
Al percatarse de la llegada de su amigo saludó sonriente, sin un atisbo de nerviosismo.
—¿Puedo ayudar? —preguntó Francisco cuando se encontró al lado del ingeniero.
—No hace falta, sobran manos para la tarea.
—La ciudad está en plena ebullición, me sorprende ver tanta calma por aquí.
—Las campanas han asustado a los habitantes —confirmó John—. En realidad tan sólo se trata de las avanzadillas de vanguardia enemigas, unos pocos miles de sipahis, caballería ligera. Bastará con derruir los puentes y atrancar las puertas para mantenerles fuera. Por ahora no hay ningún peligro.
—¿No asaltarán la ciudad? —inquirió Helena aún nerviosa, agarrada al brazo de Francisco, intentando, sin conseguirlo, atisbar a través de la puerta entre la maraña de soldados.
—Son soldados a caballo —respondió el escocés observando a la bizantina a la vez que guiñaba un ojo cómplice a Francisco, como si aprobara su elección—. No pueden pasar a través de la muralla. Aun así el emperador ha ordenado que coloquen la cadena que cierra el Cuerno de Oro a la navegación, por si apareciera la flota turca.
—Creía que te encargarías de ello —comentó el castellano.
—Tengo demasiado trabajo supervisando los puentes sobre el foso para ir al otro lado de la ciudad. Un tal Soligo se ocupa del puerto. Por cierto —añadió el corpulento escocés—, mi maleducado amigo no nos ha presentado. Soy John Grant, y podéis culparme de cualquier desaguisado en el que colabore este castellano flacucho.
—Encantada de conocerte —respondió Helena—. Francisco me ha hablado mucho de ti. Lamento que nos encontremos por primera vez en tan aciagas circunstancias.
—Aciagas para los que se encuentran ahí fuera, bajo sus turbantes. Van a pasarlo tan mal que ni sus hijos querrán saber nada de Constantinopla.
Los dos rieron con ganas el comentario de John, tranquilizados por la entereza del escocés, aunque Helena aún se mantenía pegada a Francisco, agarrando su mano.
—Podéis subir a la muralla si queréis —ofreció el ingeniero—, aunque tendréis que abriros paso a codazos entre todos los cotillas que han corrido escaleras arriba y, a decir verdad, no hay gran cosa que ver. La gente espera encontrarse con todo el campamento turco desfilando frente a la ciudad y se decepciona, aunque parezca increíble, cuando sólo observa a unos cuantos destacamentos de jinetes correteando de un lado a otro. El grueso del ejército tardará aún un par de días en llegar.
—Creo que regresaremos a palacio —afirmó Francisco, a pesar de su interés por subir a contemplar la llegada de la vanguardia turca, pues observaba el aún patente nerviosismo de Helena y prefería llevarla a un lugar más tranquilizador—. Tal vez el emperador requiera nuestra presencia.
—Acuérdate de mí si te pone a servir vino en las mesas —dijo John palmeando la espalda de su amigo con alegría.
Francisco y Helena se despidieron de él, adentrándose entre las concurridas callejuelas con paso tranquilo, desentonando con su lento caminar respecto a la agitada población cercana al palacio, que se arremolinaba en cada ensanchamiento de la calle para escuchar cualquier información del primero que tuviera algo que contar.
—Tengo miedo —dijo Helena.
—No debes preocuparte —la tranquilizó Francisco—, ya has oído a John, no hay peligro.
—No me refiero a esto —respondió ella señalando la caótica situación de los arrabales—, sino a ti. Dentro de poco comenzarán los combates, y sé que tú estarás en la muralla junto al emperador. Me aterra la idea de perderte.
—Helena —la llamó él, deteniéndose a mirarla a los ojos, a la vez que entrelazaban sus manos—, Giustiniani es un gran militar, le he visto trabajar estos últimos meses y te puedo asegurar que no hay nadie más válido para dirigir la defensa, y yo, por mi parte, puedo asegurarte que me he encontrado en situaciones parecidas y sé cuidarme, no debes preocuparte.
—Desearía que no hubieras tomado ese barco, así te mantendrías lejos de todo peligro.
—Entonces no nos habríamos conocido. Si pudiera elegir otra vez, atravesaría esa pasarela sin dudarlo un instante. Ya no puedo concebir la vida sin ti. Prefiero estar aquí y luchar por lo que quiero que mantenerme a distancia, ajeno a todo.
Ella le besó, abrazándolo con ternura en medio del frenesí en que se había convertido la calle. En esta ocasión nadie paró a criticar a la pareja, nadie se fijó en ellos ni realizó comentario alguno sobre la decadente moral de la juventud. La ciudad comenzaba el periodo más decisivo de su dilatada historia y, como una casa envuelta en llamas de la que todos pugnaban por salir, no quedaba tiempo para detalles.
Francisco habría deseado que la confianza que mostraba exteriormente se correspondiera con lo que pensaba en ese momento, pero, en realidad, la agitación de la ciudad le afectaba tanto como a cualquiera. Su ventaja se fundaba en la capacidad para aparentar normalidad y su habilidad de actor para engañar con su sonrisa mientras su interior se llenaba de preguntas sin respuesta. Tras muchos años sin hacerlo de corazón, elevó una ligera plegaria al Señor, allí, en medio de la calle, abrazado a la mujer que amaba, para suplicarle que no le arrebatara la felicidad, llegada tras tantos años de vida vacía.
Esa misma tarde, mientras las avanzadillas turcas preparaban el terreno para la llegada de sus inmensos cañones y aseguraban un campamento base frente a posibles ataques bizantinos, en las colinas próximas al triple cinturón de murallas terrestres el emperador convocaba a los notables de la ciudad para esbozar los últimos retoques a los planes de defensa de la capital.
En esta ocasión, a pesar de su ofrecimiento, Sfrantzés había decidido prescindir del voluntarioso Francisco, ofreciendo la excusa de que lo más adecuado sería mantener la separación con Teófilo, dado su reciente antagonismo. Sin embargo, la oculta razón era eliminar uno de los miembros que se encontraban presentes en el consejo donde el príncipe Orchán comentó su idea de enviar un espía al campo enemigo. De esa manera, poco a poco, con la paciencia de una hormiga, pensaba ir aislando a la persona o personas que constituían la fuente de información interna del sultán turco.
La reunión se celebró en la misma sala donde se reunía el consejo imperial. Se acomodaron en torno a la mesa, a puerta cerrada, los principales notables y ministros del gobierno bizantino, el protostrator Giustiniani, Girolamo Minotto y el cardenal Isidoro, acompañado, a su pesar, por el fanático arzobispo Leonardo, el cual, pese a su condición de religioso, se consideraba a sí mismo un avezado estratega militar.
A pesar del escaso peligro que suponían las tropas enemigas avistadas y el hecho de que su llegada era conocida e inevitable, el tenso ambiente que se respiraba entre los asistentes era producto de la sensación de urgencia que imprimía la materialización de los temores que les habían acosado durante los últimos meses. Si, por un lado, la llegada de las avanzadillas invocaba pensamientos de incertidumbre y padecimientos en el futuro inmediato, se daba la paradoja de que, en cierta medida, producía un alivio por la finalización de la espera y por el acercamiento del desenlace, fuese cual fuese el resultado final.
A petición del emperador, Giustiniani, en calidad de jefe de la defensa terrestre, comenzó explicando a los presentes, frente a un detallado plano de la ciudad rotulado en tinta roja y negra sobre un amplio pergamino, la disposición que habrían de tomar las tropas en los distintos puntos del perímetro amurallado. Cada sector se asignaba a la protección de un destacamento, alternando tropas griegas con italianas en el tramo principal de murallas terrestres. De ese modo, explicó el genovés, se intentaría disminuir las centenarias rencillas entre las distintas nacionalidades, obligándoles a entender que su colaboración era imprescindible para sostener la defensa.
La extensa enumeración de contingentes y jefes militares que habrían de comandarlos se produjo entre la expectación de todos los integrantes del consejo, sin que ninguno de ellos apuntara comentario alguno, incluso cuando se afirmó que las murallas que caían sobre el mar de Mármara serían defendidas por los monjes reclutados de un monasterio cercano. El comandante genovés fue interrumpido, con gran sorpresa de los asistentes, por el gesticulante arzobispo Leonardo, mientras indicaba la ubicación de las tropas en la muralla exterior.
—¡Es un error temerario! —gritó el arzobispo—, y habremos de lamentarlo todos. Hay que defender la muralla interna, la más cercana a la ciudad. Es la más fuerte, sobrepasando en altura a la que vos proponéis.
—No entiendo por qué lo decís —replicó el contrariado Giustiniani, mirando con seriedad al altivo arzobispo—. No disponemos de los soldados necesarios para guarecer sus torres con eficacia, tan sólo situaremos en cada una de ellas uno o dos arqueros. Por otro lado os recuerdo que durante el anterior asedio, contra el ejército de Murad, fue la muralla exterior la que detuvo a los turcos. La hemos reforzado a conciencia, y situando allí nuestras tropas estamos en disposición de retirarnos a la siguiente línea de defensa en caso de que las cosas se pongan contrarias a nuestros intereses. No pienso ofrecer dos de nuestras tres líneas defensivas a los turcos sin luchar.
—¿No será que evitáis decir lo que todos piensan ya? La muralla interior no ha sido restaurada al mismo nivel que la exterior porque los griegos encargados de hacerlo se quedaron el dinero destinado a su construcción.
—¿Cómo osáis proferir semejante afirmación? —exclamó enfurecido el megaduque Lucas Notaras, el cual, suspicaz ante la presencia del extremista religioso, no necesitaba más que una ligera excusa para arremeter contra el arzobispo—. Son nuestras vidas, haciendas y familias las que se dilucidan en esta contienda, ¿pensáis que somos tan ruines como para arriesgarlas por unas simples monedas?
—¿Qué otra cosa se puede esperar de un hereje? Si sois capaces de abandonar a Dios para regocijaros en vuestra blasfema ortodoxia, no seréis menos en vender vuestra ciudad por treinta monedas de plata. En eso os asemejáis a los khristóktonoi, los judíos asesinos de Cristo.
Todos los bizantinos, incluido el propio emperador, quedaron atónitos ante las imperdonables ofensas. Notaras echó mano a la espada, cerrando el puño justo antes de empuñarla. El secretario imperial se levantó de su silla, con una mezcla de incredulidad y furia en la mirada, justo antes de que el cardenal Isidoro, con la cara desencajada por la ira, bramara desde su puesto.
—¡Arzobispo! Lo que habéis proferido es una intolerable ofensa a la dignidad de todos los presentes. Exijo, en el nombre del Papa al que represento, que os excuséis en el acto.
—¿Debo excusarme por decir la verdad?
—¡Sólo Dios está en posesión de la razón absoluta! —replicó el iracundo cardenal—. No consentiré que os arroguéis semejante potestad, ni que insultéis de esa forma a nuestros anfitriones en mi presencia. La Iglesia pide voto de obediencia, obedecedlo pues, ¡disculpaos!
El arzobispo, aún sentado en su silla, observó con ojos mezquinos al cardenal, que le apuntaba con el dedo, esperando con su mirada llena de increíble firmeza. La habitación se mantenía en silencio, con los enojados griegos, algunos de ellos puestos en pie, clavando sus miradas en el rostro de Leonardo. Tras algunos segundos de vacilación, como si tratara de decidirse por el sometimiento o la ratificación de sus acusaciones, acabó por romper a hablar:
—Acato el voto de obediencia y presento excusas por mis palabras, aunque, en el tema militar que nos atañe, debo añadir que…
—¿No sois religioso? Dedicaos a cuidar de la fe de los cristianos y dejad la guerra a los militares —cortó en seco Giustiniani, casi a voz en grito, las palabras del arzobispo.
—Que un inepto como vos sea elevado al rango de protostrator da idea del futuro que nos espera, ¿no conocéis vuestro oficio?
—¡Vive Dios que si no vistierais esos hábitos os atravesaría con mi espada! —gritó el genovés, fuera de sí—. ¡Largaos inmediatamente o haré que os cuelguen de la barba!
—No sois quién para expulsarme de esta reunión —replicó el arzobispo.
—Yo sí —intervino Constantino con serenidad aunque reflejando una total firmeza— y ahora mismo os pido que salgáis del consejo. Vuestra presencia no volverá a ser requerida de aquí en adelante.
El arzobispo miró al emperador con sorpresa, abrió la boca para contestar, pero antes de emitir un sonido, volvió a cerrarla, levantándose bruscamente de su silla y dirigiéndose hacia la salida con fingida serenidad, despreciando con la mirada a los furibundos presentes.
—Ese hombre me descompone los nervios —afirmó Giustiniani cuando el arzobispo abandonó la sala.
—No sabría cómo expresar lo mucho que siento este comportamiento —se disculpó el cardenal Isidoro con el rostro apenado. El orgullo y la firmeza con la que había actuado frente a Leonardo se habían esfumado y, en ese momento, asemejaba un anciano, hundido por el peso de las responsabilidades.
—No es vuestra culpa —comentó Constantino—. Desgraciadamente el arzobispo tiene multitud de seguidores entre la colonia latina de la ciudad, que piensa en él como el adalid de su causa religiosa.
Constantino, por primera vez desde el inicio de los preparativos para la defensa, se mostraba cansado, abrumado por las obligaciones, como un capitán que observa cómo su buque es zarandeado por la tempestad sin poder sino rezar para pedir clemencia, con la certeza de ser un muñeco en manos del destino. El exceso de trabajo, el interés por encontrarse en todos los lugares donde pensaba su presencia sería beneficiosa para el ánimo de los ciudadanos y, por último, su dejadez respecto a comodidades, incluso las frugales comidas, comenzaban a hacer mella en él, a pesar de que aún mantenía el digno porte que se espera de un emperador de Bizancio.
—¿Obedecerá las órdenes? —preguntó Sfrantzés al cardenal—. Me pregunto si tal vez deberíamos relevarle de su puesto sobre las murallas.
—No sería buena idea —replicó Isidoro—. A pesar de su fanatismo o, quizá, gracias a él, es capaz de enardecer a sus voluntarios genoveses. Las funciones que sabiamente le asigna Giustiniani son muy limitadas y hay que decir que, por fortuna para nuestra causa, atesora un odio mucho más intenso hacia los turcos de lo que pueda expresar con los ortodoxos.
—Aun así —intervino Notaras— yo preferiría enviarlo en un navío de vuelta a Quíos, aunque, si el emperador así lo quiere, soportaré su presencia.
—Es decisión de Giustiniani.
El genovés tamborileó la mesa con los dedos, meditando la respuesta con cuidado. Nadie en la sala, tras la confrontación habida anteriormente, podía dudar de la animadversión del genovés hacia el arzobispo Leonardo, compatriota suyo a pesar de todo.
—Dichoso sería de enviarle atado sobre un burro al campamento del sultán —dijo Giustiniani finalmente—, pero, como ha recordado el cardenal, eso podría debilitar nuestras defensas. Como comandante no puedo permitirme ese lujo. Le mantendremos en su puesto, aunque situaré a uno de mis hombres de confianza a su lado y, si tiene la más mínima duda de que flaqueará en su cometido, será relevado.
El tono en el que el capitán genovés expresó la palabra «relevado» dio a entender que el arzobispo, caso de mostrar vacilación en la pelea con los turcos, no vería un nuevo amanecer a pesar de su hábito, su condición de religioso y sus posibles seguidores, aunque, en realidad, a nadie de los presentes, incluido el cardenal Isidoro, pareció importarle. De hecho, Lucas Notaras se acomodó en su asiento luciendo una amplia sonrisa.
—Baílo Minotto —intervino el emperador, dando por zanjado el molesto tema del arzobispo Leonardo—. Me gustaría rogaros que vuestras tropas, con los pendones y banderas del león alado de Venecia, desfilaran por las murallas a la vista del enemigo en cuanto el sultán haga su aparición. Creo que debemos dejar claro que los turcos se enfrentan a vuestra ciudad tanto como a la propia Constantinopla.
—Será un honor —repuso el veneciano con orgullo—. Nos hemos comprometido con esta ciudad y, al igual que nosotros, toda Venecia. Haremos cuanto esté en nuestra mano por Constantinopla, para borrar la vergonzosa huella que la huida de nuestros compatriotas haya podido producir.
Minotto se refería a la nocturna escapada llevada a cabo por los barcos comandados por Pietro Davanzo a finales de febrero y que llenó de oprobio al gobernador veneciano por su infame conducta. Constantino asintió con agradecimiento las palabras del baílo, levantándose para dirigir a los asistentes las palabras con las que daba por cerrado el cónclave.
—Caballeros, los tiempos que han de venir se acercan llenos de padecimientos y penurias, pero no dudo que, con la ayuda de Dios y de tan decididos compañeros, Bizancio sobrevivirá a tan dura prueba. Seamos dignos de la fe de nuestros compatriotas y permanezcamos unidos frente a la adversidad. Que el Señor nos dé fuerzas.
Todos los presentes se levantaron y aclamaron al emperador, causando tal alboroto que los guardias abrieron las puertas con premura, inquietos, uniéndose al coro de voces en cuanto comprobaron que el griterío no era producto de un tumulto, sino de la elevada moral con la que los asistentes a la reunión afrontaban el terrible asedio que comenzaba.
Esa noche Teófilo se encaminó con renovados deseos al dormitorio de Yasmine. Necesitaba su calor más que nunca. Por fin se acercaba el momento decisivo que había estado esperando toda su vida y desconocía cuándo volvería a tener la oportunidad de encontrarse con ella.
Demasiado joven para participar en el costoso asedio ocurrido treinta años atrás, esta era su oportunidad de demostrar al mundo su valía, su bravura y la fe que alentaba su pecho. Su deseo de destacarse en el próximo enfrentamiento con los turcos era aún mayor, si cabe, cuando rememoraba el aciago día en el que golpeó a su joven amante. Tenía la sensación de que ese gesto había partido en dos el fino puente que los unía y que, aunque después reparado, seguía agrietado. Tan sólo una acción de probada valía, demostrando por medio del heroísmo el amor que inflamaba su corazón, sería capaz de borrar esa infamante huella. Todo volvería a ser como antes, los sueños de futuro regresarían como si nada hubiera ocurrido y dejaría de notar esa angustia que le atenazaba cada vez que acudía a la alcoba de la bella esclava. A pesar de que Yasmine le trataba con cortesía, la complicidad que antes existía entre ellos se había desvanecido. Cada noche le entregaba su cuerpo con frialdad, sin el desbordante apasionamiento del que hacía gala en el pasado y, aunque tras la frenética actividad susurraba palabras de amor en su oído, el amargo sabor de boca que notaba Teófilo le llenaba de remordimientos.
Durante semanas, quiso encontrar un culpable ajeno a ellos, siendo Francisco el visible blanco de sus taimadas sospechas. Sin embargo, tuvo que admitir la inexistencia de prueba mayor que la anónima nota recibida en aquella cena. La creciente certeza de haber cometido un error con el castellano le imbuía de un aplastante sentimiento de culpabilidad. Necesitaba descargar aquel peso en otro, por lo que se negaba a descartar esa idea, por ser, simplemente, incapaz de soportar la responsabilidad que conllevaba la aceptación de tamaña penitencia.
Golpeó suavemente la puerta con los nudillos, como de costumbre, esperando que la voz de Yasmine le franqueara la entrada. Tras una larga pausa, la hoja se abrió, alumbrando el oscuro pasillo con la luz que emitía la lámpara de aceite, último regalo del enamorado Teófilo, que iluminaba débilmente la habitación.
La esclava turca apareció en el umbral, con la hechizadora y fría mirada que ofrecía en sus últimos encuentros, los labios entreabiertos, el oscuro pelo suelto sobre los hombros, contrastando con la blancura de su túnica. Sin decir nada le observó unos segundos, apartando su cuerpo de la entrada, invitando a Teófilo, con tan silencioso gesto, a adentrarse en su dormitorio, cerrando la puerta, sin ruido, tras el noble.
Desde el extremo del pasillo, Basilio observaba la escena con una enigmática sonrisa. Para su propia sorpresa, ya ni siquiera le molestaba comprobar que el odiado Teófilo se introducía en los aposentos de Yasmine para satisfacer su lujuria. Estaba en exceso ensimismado elucubrando los más detallados entresijos de sus planes de venganza como para distraer su atención en nimios detalles.
Tras las últimas semanas de espera, vigilando con incomparable tenacidad el comportamiento del primo del emperador, había decidido, ante la terca renuncia de Teófilo a descargar su ira en el castellano, que era el momento de involucrarse con mayor intensidad. Aunque los riesgos parecían abrumadores en un primer momento, la dulce voz de su interior le guiaba con mano firme para evitar cualquier desastre y, por otro lado, lo poco que pudiera temer de la escasa inteligencia de sus contrincantes no hacía sino estimular y excitar su imaginación. No hay recompensa sin peligro, no hay estímulo en una segura cacería. Había descubierto que alargar el juego aumentaba el placer que experimentaba cuando pensaba en su favorable resolución. Refrenando sus más profundos instintos de odio, que le impelían a tomarse la justicia de forma rápida y expeditiva, decidió tratar con sus oponentes como si de marionetas se tratase, paladeando cada movimiento de sus piezas, saboreando la ignorancia de los hilos que dominaban sus pasos.
Se sentó en uno de los extremos del pasillo, esforzándose en calmar su excitación, en mantener la paciente espera mientras Teófilo disfrutaba de los favores de su esclava. En ese momento la voz regresó, preguntándole, con su embaucadora suavidad, qué es lo que tenía pensado hacer con Yasmine una vez que se alzase con la victoria sobre sus odiados enemigos. La cuestión le intrigó, dado que se hallaba tan centrado en sus actuales planes que comenzaba a perder de vista el porqué de su venganza. Su inicial preocupación de obtener a la joven esclava para su exclusivo uso parecía haberse diluido entre la maraña de pensamientos que llenaban la mente del griego, por lo que no supo dar una respuesta concreta. Simplemente suponía que debería quedarse con ella, como si de un trofeo se tratase, como la visible demostración de su superioridad. Sin embargo, la voz sugirió, casi como una idea lanzada al azar, que existía un destino mejor que darle a aquella pecadora, algo que le haría alcanzar un inimaginable éxtasis.
Inicialmente, rechazó alarmado aquella sugerencia, aunque, tras darle algunas vueltas por los rincones de su perturbada mente, comenzó a agradarle, empezando a pensar que, ciertamente, sería el mejor final para su obra maestra.
Entre este cúmulo de pensamientos, perdida la noción del tiempo, la puerta de Yasmine se abrió de nuevo, sorprendiendo a Basilio. Teófilo abandonó la habitación, deteniéndose en el umbral para besar y abrazar apasionadamente a la joven turca, la misma que, poco después, esperaría la llegada del griego. Sin embargo, en esta ocasión, esclava y carta se demorarían más tiempo del habitual. Cuando el noble bizantino se encaminó por el pasillo hacia el lugar donde Basilio ya le esperaba de pie, con su mejor vestimenta de sirviente, no hizo ademán de pararse, considerándole uno más de los que tenían su lugar de residencia en esa sección del palacio.
—Esperad un momento, mi señor, tengo que hablar con vos.
Teófilo se detuvo sorprendido. A pesar de las innumerables ocasiones en que había transitado por aquella zona, nunca había cruzado palabra con ninguno de los sirvientes.
—Creo que me confundís, lo siento, tengo prisa.
—No, mi señor —negó Basilio interponiéndose nuevamente en el camino del noble—, soy perfectamente consciente de vuestra identidad.
Teófilo vaciló, sin acabar de entender las intenciones de aquel criado de escasa estatura y pequeños ojos brillantes que hablaba en voz baja.
—¿Quién sois y qué queréis?
—Mi nombre no es relevante —dijo Basilio, ocultando una sonrisa al percatarse de que la conversación se desarrollaba casi exactamente como la había planeado—, tan sólo soy un pobre desgraciado que no puede llevar por más tiempo el peso agobiante de un secreto que está carcomiendo mi alma.
—¿Qué secreto y qué tiene que ver conmigo? —preguntó Teófilo intrigado.
—Sé que sois un hombre de bien, caballeroso y de probada fe en el Señor. El conocimiento que ha llegado a mis pobres oídos os atañe directamente y, a pesar del terrible riesgo que me acosa por hablar con vos, no puedo mirarme a mí mismo sabiendo lo que os están haciendo.
—¡Cómo! —exclamó Teófilo totalmente atónito—. ¡Explícate ahora mismo!
—Mi señor, soy un simple criado, un ser indigno de que un noble de vuestra categoría se fije en mi presencia y, por tanto, muchas veces paso inadvertido mientras voy de aquí para allá realizando mis quehaceres. Por eso, mi amo, de quien no puedo dar el nombre, ya que mi vida está en juego, me encarga realizar ciertas labores, llamémoslas «oscuras», mientras él se mantiene alejado y en secreto.
—¿Y? —insistió Teófilo casi perdiendo la paciencia.
—Ambas cosas, mi discreción y la protección de mi amo, han hecho que, casualmente, me entere de todos los detalles de lo que acontece entre la joven esclava a la que vos frecuentáis y ese advenedizo castellano, a quien Dios maldiga, que se cree perteneciente a la nobilísima familia imperial.
—¿Qué es lo que dices, gusano? —exclamó Teófilo empujando bruscamente a Basilio contra la pared, cerrando las manos alrededor de su cuello con inusitada violencia.
—Mi señor —dijo él con dificultad, señalando con sus ojos en dirección al pasillo adonde se abría la puerta de Yasmine—, os pueden oír.
Teófilo tragó saliva, respirando con fuerza, a la vez que se controlaba lo suficiente para soltar al sirviente griego, el cual se frotó el magullado cuello con la mano.
—Cuéntamelo todo —susurró Teófilo con voz gélida— y ruega al Altísimo por tu miserable alma si me mientes.
Basilio estuvo a punto de dejar escapar una carcajada de placer, aunque logró contenerse, demudando su cara en un mohín de pena y temor, mientras sollozaba su historia con fingida sinceridad.
—El caballero castellano ronda por aquí casi desde su llegada. Hace unas semanas, un día que casualmente me encontraba realizando labores en esta zona, observé cómo trataba de obtener los favores de la esclava turca —Basilio hizo una tenue parada, deleitándose interiormente en la desencajada expresión del noble bizantino antes de continuar—, ella se negó, de forma orgullosa a pesar de su condición, y, fuera de sí por la negativa, ese endemoniado castellano la arrastró a su cuarto y dio rienda suelta a sus lujuriosos apetitos, ignorando las desgarradoras súplicas de la joven.
—¿Y no hiciste nada? —masculló Teófilo mientras apretaba los dientes.
—¿Qué podía hacer? —respondió Basilio a la par que se arrodillaba, sollozando a lágrima viva, mostrando su impotencia de manera tan verídica que él mismo se sorprendía—. ¡Miradme! Soy un simple criado, no un guerrero, apenas tengo fuerzas para levantar un saco de harina. Cuando me di cuenta de lo que ocurría, grité que buscaría a un guardia, pero entonces ese sucio extranjero latino salió y me golpeó, me amenazó de muerte, a mí y a mi familia. ¡Soy un despreciable cobarde! —gimió, arrojándose a los pies de Teófilo.
—¡Deja de gimotear y dime qué pasó después!
—Cuando el castellano se fue, Yasmine me agradeció que intentara ayudarla y me pidió que llevara un mensaje a mi amo, para que intercediera por ella.
—¿A quién? ¿Quién es tu amo y por qué no me dijo nada?
—No quiso deciros nada porque el castellano ha sido reconocido como familiar de nuestro ilustre emperador. Pensaba que, si os lo decía, seríais capaz de matarle y eso os llevaría al cadalso y ella os ama, con tanta pasión que afrontaría todos los sufrimientos en silencio con tal de evitaros el más mínimo mal.
Teófilo observaba atónito al sollozante griego retorcido a sus pies, sin saber cuál de los sentimientos de rabia, incredulidad o desazón que se mezclaban en ese momento en su interior era más intenso que los demás. Aquel miserable que vomitaba sus dolorosas palabras decía algo que al noble bizantino se le antojaba imposible. Debía ser falso, deseaba que así fuera, tanto como deseaba aplastarle furiosamente, enmudecerlo para siempre, aunque, por otro lado, la impaciencia le carcomía por dentro. La necesidad de seguir oyendo aquel relato, de saber toda la punzante verdad le devoraba.
—Tú enviaste la nota —afirmó con frialdad.
—No, no fui yo —negó Basilio—, fue mi amo, a través de otro de sus informadores. Sé que os vigila.
—¿Quién es tu amo?
—No puedo decirlo, me mataría.
—Dímelo ahora mismo, maldito, o te juro por Dios que te destripo con mis propias manos —amenazó Teófilo al compungido sirviente, agachándose para zarandearle con fuerza.
—Giaccomo Badoer —balbuceó Basilio tras unos segundos sollozando.
—¿El banquero veneciano? —inquirió el noble bizantino con incredulidad.
—Sí, Yasmine le envía notas a través de mí, solicitando, casi suplicando que interceda por ella ante el emperador para que la libere y poder así librarse del castellano. Pero él la odia, porque ella le negó sus favores cuando era su esclava, por lo que envió esa carta, en la que os decía que era ella la que se ofrecía libremente al extranjero. Deseaba que os separaseis de ella, pero, creedme, mi señor, os ama sólo a vos, nunca haría cosa semejante.
—No es posible, ¿cómo sabes tú eso?
—No sé quién es el otro informador de mi amo, pero uno de mis mejores amigos, un albañil que trabajaba en la obra de la muralla con ese odioso latino, le vio hablando de esto con el castellano. Este último se dio cuenta, y simuló un accidente para matarle. Mi amigo no murió en el acto, pudo vivir lo suficiente para contarme lo que sabía.
—¡El accidente de la muralla! Francisco dijo que intentaron matarle a él, ¡incluso se atrevió a culparme a mí! —exclamó Teófilo, como si una luz se hubiera encendido en su interior.
—Miente, mi señor. Él lo planeó todo para matar a mi amigo por haber escuchado lo que no debía y, de paso, culparos a vos.
—¿Te dijo tu amigo quién era el informador?
—No, no le conocía.
Teófilo se sentó en el suelo, junto al griego, abrumado por los descubrimientos. Seguía sin poder dar crédito a lo que escuchaba, aunque, con lo que oía, todo encajaba a la perfección. El accidente simulado en la muralla, la nota, la frialdad de Yasmine, comprensible tras la dura prueba sufrida, la aceptación de sus excusas a pesar de su imperdonable falta, las evasivas en las conversaciones, centradas en temas ajenos a su relación. Sin embargo, era demasiado, excesivo para aceptarlo sin más.
—¿Tienes alguna prueba de lo que dices?
—Por supuesto, entraré en la habitación de Yasmine y dentro de diez minutos saldré con una nota de su puño y letra que he de entregar a mi amo. Si permanecéis aquí, os dejaré que la veáis, ¿me creeréis entonces?
—Sí —respondió Teófilo, moralmente exhausto.
Basilio se puso rápidamente en pie, se limpió como pudo el rostro de lágrimas, adecentó su vestimenta y se encaminó con paso firme a la puerta de Yasmine. Teófilo, aún sentado en el suelo del pasillo, completamente anonadado, observó como el sirviente entraba en la habitación de la turca, sintiendo como el mundo se desmoronaba a su alrededor.
—Llegas tarde —dijo la turca al verle entrar.
—¿Has escrito una nueva carta? —preguntó él con indiferencia.
—Sí —respondió Yasmine con sorpresa.
—Dámela, y desnúdate —añadió Basilio con sus diminutos ojos brillando malignamente—. Sólo tengo unos minutos.
Ella alargó la nota, al tiempo que dejaba caer su túnica, ante la atenta mirada del griego, el cual, excitado hasta tal punto de amenazar con derramarse, no sabía si lo que le causaba tal estado era el voluptuoso cuerpo de la turca, la satisfacción de ver como sus planes se realizaban con precisión o, más probablemente, la idea de poseer a la esclava a sabiendas de que el enamorado Teófilo esperaba derrotado al otro extremo del pasillo. La fría venganza era el mejor de los afrodisíacos.