El domingo, el ambiente que se respiraba en la gran urbe bizantina de nuevo cambió. De la ansiedad, angustia y frenética actividad que llenaban los días de la semana, tratando de apurar hasta el último minuto en la preparación de la defensa, se pasaba, como por arte de magia, a la apacible y risueña celebración de la liturgia, las reuniones familiares y los tranquilos y agradables paseos junto al mar.
El día del Señor se abandonaba el trabajo en almacenes, tahonas, pesqueros, tiendas o en las obras de la muralla. Las iglesias, más las que seguían celebrando ritos ortodoxos que las que se avenían al cristianismo occidental, se llenaban de fieles que acudían a escuchar misa y comulgar piadosamente.
Sin embargo, Francisco no se sentaba esta vez en uno de los bancos de San Salvador de Chora. Desde el miércoles pasado, primer día sin resaca desde su desacertada vivencia nocturna, Sfrantzés le había enviado junto con un grupo de jinetes a explorar los alrededores de la ciudad, buscando a cuantos habitantes no se hubieran refugiado aún tras las murallas, a la par que recolectando suministros, armas y útiles de todo tipo que pudieran resultar necesarios en el futuro asedio. El castellano aceptó resignado la penitencia por su falta, aunque con cierto alivio pues, desde antes de embarcar en Génova, no montaba a caballo, sin contar con que más de un mes había transcurrido desde su llegada sin siquiera dar una vuelta por los alrededores.
El acentuado ejercicio, si no sirvió al castellano para aclarar sus pensamientos respecto a su posible futuro sentimental, al menos suponía una oportuna evasión al monótono trabajo efectuado sobre las murallas. La limpieza de los fosos, llenado de grietas y acumulación de pólvora y aceite durante más de un mes resultaban inquietantemente pesados.
La vida en Constantinopla estaba resultando muy distinta de aquella que imaginó en la cubierta del barco de Giustiniani según se aproximaba a puerto. De hecho, no sólo sus esperanzas se habían frustrado, sino que él mismo comenzaba a experimentar un cambio. Últimamente y con creciente frecuencia, su mente regresaba al pasado, a los alegres momentos de su juventud en Castilla. La continua imagen de los trabajadores de la capital bizantina recibiendo visitas, comida y cariño de familiares y amigos, las tradiciones, la pasión con la que vivían cada momento, haciendo de un bautizo o una boda todo un acontecimiento, causaban que Francisco rememorara sus propias vivencias, tiempo atrás, cuando apenas se diferenciaba de los hijos de muchos de los griegos a los que ahora contemplaba afanarse en el diario quehacer.
Tras años de lujos, gastos, fiestas, viajes y vida hedonista, la idea de no pertenecer a ningún sitio martilleaba su pensamiento sin misericordia. No era la primera vez. A decir verdad, comenzaba a acostumbrarse a estos sentimientos como si de un molesto compañero de viaje se tratase, un mal con fácil cura: mujeres, vino y dinero para gastar. El problema que le acuciaba, y por el cual su conciencia tomaba fuerzas casi a diario, es que había llegado por obra del azar a un lugar donde el dinero escaseaba, el vino causaba más daño que beneficio y las mujeres no eran la fácil presa de otros puertos.
Tal vez fuera ese el principal obstáculo para retomar su antiguo estilo de vida, ese malgastar cada día viviendo sin pensar en un mañana. Cada mujer que se había cruzado en su caminar no dejó sino un recuerdo que utilizar en chanzas o conversaciones de taberna, de muchas no podría dar siquiera el nombre, de otras olvidó hasta su misma existencia. Pero todo eso fue antes de que aquellos ojos verdes irrumpieran en su mente con mayor fiereza que un vendaval azotando la costa.
Por eso la certeza de la imposibilidad de un encuentro con Helena suponía un alivio mientras cabalgaba por la campiña griega; permitía tiempo para pensar, para meditar. Aunque ninguno de aquellos pensamientos conducía a fin posible, no eran más que giros, atajos y vericuetos sin sentido, que ocupaban la mente, sin avance ni razón, pero, al menos, junto con la distracción de las largas jornadas a caballo por los semidespoblados alrededores, permitían un descanso a su exhausto interior.
Ahora, casi agotado por la larga marcha desde el amanecer, se encontraban a punto de atravesar la puerta Carisia. El lento traqueteo de las tres carretas tiradas por bueyes, con otras tantas familias de bizantinos que, junto a media docena de jinetes armados, Francisco escoltaba hacia la protección de los muros, imponía un tedioso ritmo al caminar de los caballos, retrasando su entrada en la ciudad hasta pasado mediodía.
Pasando debajo de los recios arcos de ladrillo que delimitaban el portón, el oficial que acompañaba a Francisco y que, a decir verdad, dirigía la pequeña expedición, aclaró al castellano los múltiples nombres que recibía la puerta en la que comenzaba la calle Mese.
—Originalmente se la denominaba puerta de Adrianópolis, dado que aquí finalizaba el camino que llegaba desde esa ciudad, antes de que la tomaran los turcos. También se la conoce como Polyandriou o puerta del Cementerio, por la cercanía de los dos cementerios que acabamos de atravesar.
Francisco se giró instintivamente, tratando de observar los cementerios, uno bizantino y otro armenio, a los cuales hacía referencia el monólogo del oficial. Se dio cuenta de que había pasado junto a ellos sin siquiera notarlo, ensimismado en sus pensamientos. De haber hecho su aparición los turcos, probablemente se habría introducido entre ellos paseando con el caballo sin reconocerlos. En su cabeza tan sólo había sitio para recordar los encuentros con Helena, la única razón por la que sentía perderse la misa dominical dado que los sermones del clérigo oficiante no acababan de calar en él.
«Cuidaos del Demonio, pues muchas son sus apariencias, pero en el fondo todas son parte de un mismo mal». Las palabras pronunciadas por el clérigo en la anterior liturgia provocaron una sonrisa en el castellano. En aquel momento parecían un oscuro augurio dirigido personalmente a sus oídos, pero ¿dónde se encuentra el mal? Cualquier religioso apuntaría sin titubeos hacia aquella turca de ojos perturbadores, voz seductora y lujurioso cuerpo. La sola idea de una noche de pasión con aquella venus hecha carne obnubilaba a Francisco, que comprendía que esa era la actitud con la que se había sentido cómodo desde hacía años, la misma que le llevaba vagando de puerta en puerta, a coger el placer donde se encontrara, ignorando el resto, sin pensar en consecuencias, sin ataduras, sin pensarlo dos veces. Siguiendo ese hilo de pensamiento, ¿no existía un mal oculto en Helena? No lo que cualquiera pudiera entender como malvado, algo que a duras penas encajaría con la dulce y tímida bizantina. El incierto futuro que él podía ver en ella consistía en cercenar su vida tal y como la conocía. Lo había dicho muy claro, las condiciones de su amor eran pocas, pero para alguien como Francisco, terribles; fidelidad y compromiso, ideas que había rehuido desde que tenía uso de razón, desde que la muerte de su padre derrumbó su mundo, dejando a un joven inmaduro desprotegido, con demasiado dinero para mantener la cabeza fría, aunque escaso para que durara más de unos años.
Por un momento, el viejo Francisco apareció para susurrarle al oído que no sería la primera vez que obtenía los favores de una dama a cambio de falsas promesas, que nunca le había importado el qué dirán o el encuentro con una antigua amante despechada. Pero no fue más que un fugaz suspiro, porque, a pesar de los pocos encuentros mantenidos, se sentía incapaz de intentar una felonía de tal calibre con Helena, desarmado ante su dulzura, asqueado de sí mismo por la sola idea de dañarla de esa forma. Achacándolo al fervoroso ambiente de domingo, el castellano tomó la firme determinación de actuar, por primera vez en mucho tiempo, de forma honorable, aunque eso no implicaba optar por ninguno de los caminos abiertos ante él. Tomó la cobarde decisión de no decidir nada, dejar que los acontecimientos transcurrieran y esperar. No es que la idea resultara consoladora, pero, para alguien como él, acostumbrado a huir de cualquier complejidad, era más cómodo que enfrentarse a la situación y, al menos, permitía una felicitación interior por su recién estrenada adopción del ideal de caballero.
Ya dentro de la ciudad, un grupo de guardias captó la atención del castellano, al aproximarse a ellos para verificar tanto el contenido de los carromatos como las identidades de los miembros de la diminuta comitiva, dejando que accedieran a la calle Mese, en ese momento nutrida de grupos de piadosos griegos que regresaban de oír misa. Entre ellos distinguió a Helena y Yasmine, caminando una al lado de la otra entre algunos de los funcionarios del palacio, presumiblemente de vuelta hacia Blaquernas.
Francisco desmontó inmediatamente y alargó las riendas de su caballo al oficial, aduciendo que necesitaba estirar las piernas. El bizantino recogió las bridas de su montura asintiendo con la cabeza, para después continuar con los carromatos, interrumpiendo momentáneamente el tránsito de los caminantes por la calle y dejando atrás al castellano, que, sin mucho acierto, trataba de sacudirse el polvo del camino de la ropa.
Cuando consideró que su vestimenta estaba suficientemente adecentada se acercó hasta las dos mujeres, que contemplaban el paso del pequeño destacamento de jinetes y carromatos sin mucho interés.
—Creo que me he perdido la liturgia —dijo Francisco en cuanto se encontró al lado de ellas.
—Y también la hora del baño —afirmó Helena al observar el desaseado aspecto del castellano.
Francisco arrugó la frente al tiempo que cerraba en torno a él la capa corta con la que se protegía de la intensa brisa.
—Es cierto, con tantas nubes esperaba que lloviera por el camino solucionando mi aseo, pero veo que el cielo no se encuentra predispuesto a hacerme favores. Iré a palacio a refrescarme.
—Déjalo, espero que en esta ocasión podamos finalizar el paseo sin contratiempos —comentó Helena con una sonrisa.
—¿El paseo? —repitió Francisco sorprendido.
—Sí, al Hipódromo —afirmó la bizantina con ingenuidad.
—¡Desde luego! —exclamó el castellano—. La última vez fue entretenido, aunque hoy prefiero una caminata más tranquila.
—Te noto diferente —dijo ella mientras comenzaban a caminar en dirección a la calle Mese—. ¿Ha pasado algo esta semana?
—No, sólo es una mezcla de cansancio, molestias físicas y algún resquemor por el futuro.
—¿No tendrá algo que ver con ese encuentro nocturno que todos comentan?
—Las noticias vuelan, supongo que el secretario imperial ya te ha encomendado una clase de moderación con la bebida.
—No te vendría mal —afirmó ella riendo—. Deberías tener cuidado con los lugares que frecuentas, en todas partes hay fanáticos, podrían haberte hecho daño.
—Desde luego lo intentaron, me gustaría decir que me deshice con facilidad de un puñado de oponentes, pero, la verdad, de no ser por John me habrían recogido al día siguiente con la cabeza abierta.
—¡Dios mío! No pensé que hubiera sido tan grave, el secretario sólo me habló de un par de magulladuras.
—Y así fue, la suerte está del lado del que tiene el amigo más grande.
—¿No me mientes? —preguntó ella parándose a observar el rostro de Francisco.
—Yo le vi al día siguiente —intervino Yasmine, que hasta el momento caminaba un par de pasos por detrás de la pareja—, parecía en plena forma, tan sólo un rasguño en la cabeza.
—No es nada —comentó Francisco rascándose la herida de la sien, que, aunque ya cerrada, mostraba un tenue moratón.
—Aún debe de molestarte —dijo Helena rozando con su mano la zona.
El gesto fue idéntico al realizado por la esclava turca unos días antes, por lo que Francisco miró instintivamente a Yasmine, la cual observaba la escena con una pícara sonrisa, incomodando al castellano tanto como el sentir, por primera vez, el contacto de la piel de Helena sobre su frente. Ella retiró su mano con suavidad, con una tímida mirada hacia la joven esclava, enrojeciendo ligeramente al comprobar la sonrisa de Yasmine.
—Gracias por interesarte —dijo Francisco retomando el paseo, más para librarse de los ojos inquisitivos de la bella turca que por deseos de ver los antiguos monumentos de la ciudad.
—No quiero quedarme sin mi único alumno.
—¿Sólo por eso? —susurró él acercándose al oído de Helena.
—No seas tan pretencioso —sentenció ella también en voz baja, aunque él pudo observar como eludía su mirada, señal inequívoca de que había acertado en el blanco.
El castellano se sentía inquieto al pensar en Yasmine, detrás de ellos, escuchando cada palabra, observando cada gesto. La vieja costumbre de no dejar nunca a una mujer soltera en compañía de un varón no familiar no era exclusiva de Bizancio. Francisco ya había sufrido trabas semejantes con anterioridad, pero no en una situación en la cual la acompañante le produjera tal perturbación. A pesar de su anterior juramento de no precipitar la toma de decisiones, pensó dar un golpe de timón y hacer un guiño al destino, por lo que susurró de nuevo al oído de Helena:
—¿No estaríamos mejor con algo más de intimidad?
—No es posible —respondió ella en el mismo tono—. Ni siquiera deberíamos hablar bajo.
—No creo que Yasmine esté interesada en nuestra conversación, seguramente tiene cosas mejores que hacer, nos libraremos de ella.
—¡Cómo! Pero el protocolo…
—Olvídate del protocolo, hoy es domingo, todo el mundo pasea con sus familiares, nadie te conoce a ti, nadie me conoce a mí, ¿de qué preocuparse? ¿Sabes correr?
—¿Correr?
—Sí, ¡vamos!
Francisco cogió de improviso la mano de Helena y se lanzó a la carrera calle abajo, casi arrastrando a su sorprendida acompañante, desde la cima de la colina donde se encontraba la iglesia de los Santos Apóstoles. Yasmine se quedó parada, como si hubiera echado raíces, con la boca medio abierta, demasiado sorprendida para reaccionar o perseguirlos. El momento de duda fue aprovechado por el castellano para suavizar el paso, preocupado por si su acompañante tropezaba con la larga túnica, ya que no deseaba que la mañana acabara con la bella bizantina rodando por el empedrado de la calle.
—Parece que la hemos burlado —dijo él mirando de reojo sobre su hombro a la joven turca, que parecía darles por perdidos y se encaminaba en dirección contraria, presumiblemente regresando a palacio.
—Estás loco —replicó Helena riendo, tratando de mantener en su sitio, con poca fortuna, el velo que cubría su cabeza mientras corría. Su pelo se había soltado de las finas tiras de lino, incapaces de soportar semejante tratamiento, y ahora flotaba en largos bucles ondulados, balanceándose al ritmo del vivo paso de la pareja. Francisco sonrió al verla reír, libre al fin de las tensas ataduras de la encorsetada vida palaciega. En aquel momento le pareció más bella que nunca, por lo que mantuvo el paso rápido unos metros más, disfrutando de la imagen de su encantadora acompañante, a la vez que levantaban suspicaces miradas de algunos de los viandantes con los que se cruzaban. Otros, en cambio, les observaban con una sonrisa llena de comprensión.
—Para un poco —dijo ella aún entre risas— antes de que acabe en el suelo como una chiquilla.
Francisco se detuvo en la esquina de una pequeña tienda con una estrecha callejuela de edificios medio en ruinas, que permitía ver, a poca distancia, el acueducto de la ciudad, con sus dos imponentes hileras de arcos que canalizaban en este último tramo el agua recogida por un embalse, en un bosque a más de veinte kilómetros de distancia. El tendero les observó de reojo mientras ajustaba el contrapeso de una balanza romana, sobre la que medía una buena cantidad de harina, solicitada por un par de gruesas matronas que cuchicheaban con descaro.
—Ha sido fácil —comentó Francisco—. Apenas un par de zancadas.
—¿Fácil? Aún no ha acabado —dijo ella con una sonrisa, levantando un palmo la túnica y continuando la carrera hacia el foro de Teodosio, seguida por el joven y por las adustas miradas de las clientas de la tienda.
Poco después, ya casi jadeando por el esfuerzo y con el velo de lino blanco en la mano se paró de nuevo a un lado de la calle. Él la alcanzó sin esfuerzo con una traviesa sonrisa en el rostro.
—¿Quieres volver a probar fortuna? Aunque esta vez sin ventajas.
—No, gracias —respondió ella tratando de recuperar el aliento—, no podría llegar muy lejos y creo que ya hemos llamado la atención lo suficiente.
—Caminemos pues, aún nos queda un buen trecho hasta el Hipódromo.
Ella se puso de nuevo el velo cubriendo su pelo, aunque había perdido las cintas que lo sujetaban en la carrera, por lo que las puntas de su castaña melena sobresalían sobre hombros y espalda, provocando los callados comentarios de los grupos de mujeres y las disimuladas miradas de los hombres con los que se cruzaban. Afortunadamente para la joven bizantina, la zona del foro y su continuación hacia el antiguo palacio imperial eran frecuentemente transitadas por ciudadanos latinos, cuyas costumbres, más liberales que las griegas, evitaban que la pareja llamara demasiado la atención. Caminaron por las estrechas callejuelas, acortando camino hacia su destino, con paso tranquilo y aún agitados por la rápida huida.
—¿Haces esto muy a menudo?
—Sólo cuando me persiguen.
—No me refiero a correr —dijo ella con una sonrisa—, sino a saltarte las normas. Parece habitual en ti.
—Las costumbres que mantenéis son demasiado rígidas para mi gusto, a veces es necesario olvidarse de las reglas y hacer lo que te dicta el corazón, sin pensar, sólo actuar, como un impulso.
—Tu impulso casi me tira cuesta abajo.
—No exageres, eres más ágil de lo que tratas de aparentar.
—No aparento, simplemente, a mí no me suelen perseguir.
—Eso es algo que me cuesta creer.
—No te rías de mí, fíjate qué aspecto tengo, todo el pelo suelto y enmarañado.
—Tu cabello tan sólo realza la luz de tu rostro —afirmó él deteniéndose y mirándola de frente—. A veces me cuesta creer que no reconozcas tu propia belleza.
Helena bajó de nuevo la mirada con timidez, en el momento en que él aprovechó para retirar suavemente con su mano un mechón de pelo de su frente. Ella alzó los ojos, mirándole directamente, sin hablar. Cogió su mano cuando se apartaba y la acercó lentamente hacia su mejilla, ladeando la cabeza al sentir su contacto, entrecerrando los ojos al notar la cálida aspereza de su curtida piel. Su respiración se hizo más intensa, rápida, como el ritmo de los latidos de su corazón mientras él se acercaba, aproximándola hacia sí con suavidad, evitando con su ligereza que cualquier brusco movimiento rompiera la magia del momento. Ella aún mantenía su mano sobre la de Francisco cuando él la besó, con mayor dulzura de la que nunca imaginó pudiera darse en su primer beso, con la suavidad de la seda, aunque, al mismo tiempo, con la embriagadora fuerza del mar. Se mantuvieron así, fundidos, durante lo que para ella fue una vida, una ansiada eternidad, convertidos en una cálida estatua de mármol, besándose con la tranquilidad de quien sabe que no existe nada más en el mundo, sintiendo a través de su piel el agitado tamborileo del corazón del otro, rozando con la yema de los dedos el pelo, el rostro, el cuello de quien, por un solo instante, se ha convertido en la razón por la que vivir.
Sin embargo, con un nuevo latido, la realidad regresó, ruidosa y húmeda, en forma de inesperada lluvia, que rompió con sus gotas ese mágico momento. La gente que atravesaba la calle comenzó a acelerar el paso tratando de llegar a sus destinos antes de que el oscuro cielo descargara toda su ira sobre la ciudad. Algunos aún tuvieron tiempo para indignados comentarios, «¡qué indecencia!, ¡y encima en domingo!, los jóvenes ya no respetan nada».
Ellos se miraron, uno en brazos del otro, mientras las primeras gotas mojaban sus cuerpos, hasta que Francisco señaló el cercano palacio imperial.
—Deberíamos refugiarnos. No tendremos tiempo de hacer todo el trayecto de vuelta.
Ella se dejó llevar. Se encontraban ya al lado del inmenso edificio que antiguamente albergaba las populares carreras de carros. En el extremo más cercano, toda una sección de los muros había desaparecido, dejando ver desde la calle la espina central, con el obelisco y la columna serpentiforme que lucían en él. Los arcos exteriores del pórtico más cercano se encontraban atestados de jóvenes con sus monturas, a los que el aguacero había sorprendido ejercitándose en la antigua arena de competición, por lo que ambos continuaron hacia un edificio rectangular con patio interior, junto a la derruida antigua puerta principal de bronce del Gran Palacio.
Uno de los lados cortos de la construcción había desaparecido, dejando un hueco por el que penetrar en el descuidado patio, donde un par de vacas, encerradas por una burda cerca de madera, pastaban en la maleza que cubría lo que anteriormente era uno de los jardines del complejo palacial. El techo del edificio había desaparecido, pero ellos consiguieron resguardarse en uno de los arcos del pórtico del patio. Allí, a salvo de la lluvia y de ojos indiscretos, volvieron a besarse, con la misma pasión y ternura con la que sellaron su amor en la calle, con el acelerado repiqueteo de la lluvia al golpear el suelo como música en sus oídos, con el calor de sus cuerpos unidos combatiendo el húmedo frío de marzo, con las figuras de los mosaicos y la mirada vacía de los rumiantes como únicos testigos.
Casi sin aliento, ella se abrazó a Francisco con fuerza, tratando de asegurar que no era un sueño, que los sentimientos que habían brotado de su interior con una increíble explosión eran tan reales como su amado compañero. Él la atrajo hacia sí, acariciando su pelo mientras unía su mejilla a la de Helena, con los ojos cerrados, disfrutando de su aroma, del cálido contacto de su dulce piel, de la suavidad de su pelo y de una tranquilidad en su interior que contrastaba con el acelerado ritmo de su corazón.
—Dime que no es un sueño —dijo ella en un susurro, como si quisiera evitar que su voz rompiera el hechizo.
—No sueñas. Estoy aquí, junto a ti.
—Abrázame fuerte.
—Estás temblando, ¿tienes frío?
—No, es la emoción, nunca había sentido nada parecido.
—¿Nunca te habían besado? —preguntó él mientras Helena negaba con la cabeza, casi llorando de felicidad—. Yo… —añadió Francisco antes de que ella le interrumpiera poniendo las yemas de sus dedos sobre su boca.
—No digas nada, por favor —dijo ella—, sólo abrázame.
Él la abrazó, con ternura, como nunca en su vida había sostenido a otra en sus brazos, notando su cuerpo, su agitada respiración, el ligero temblor de aquellas pequeñas manos que se aferraban a él. Deseando que aquel día el Señor enviara sobre la Tierra el segundo diluvio universal, en ese momento desaparecieron de su cabeza las dudas, las preguntas y el pasado; ante él no había nada que no fuera la más maravillosa de las mujeres que pudieran haber sido creadas por Dios. ¿Qué otra cosa podía hacer, sino apretarla contra su pecho y olvidarse del resto del mundo?
Yasmine llegó al palacio poco antes de que comenzara la tormenta. Sin nada que hacer tras la furtiva huida de su señora con Francisco, subió a uno de los pisos superiores, al pasillo con grandes ventanas que miraba al Cuerno de Oro, donde el castellano se encontró con Helena en su primer día en la ciudad, para contemplar desde allí cómo la fuerte lluvia arreciaba sobre los tejados y patios de las casas contiguas. Allí, con la vista perdida en la bucólica escena y la mirada mostrando un tenue rastro de melancolía, la encontró Teófilo, el cual se acercó con rapidez hacia la joven.
—¿Qué es lo que has hecho? —gritó cuando llegó a su lado.
—No sé a qué te refieres —respondió ella con completa ignorancia.
—No me mientas, lo sé todo.
Yasmine contuvo el aliento durante un instante mientras en su mente los pensamientos se disparaban en todas direcciones, cogida de improviso, sin ningún tipo de defensa. No podía comprender cómo Teófilo podía haber descubierto el trabajo que realizaba para el banquero Badoer. Resultaba imposible, había tomado todas las precauciones imaginables.
—No sé qué crees saber —comenzó tratando de excusarse de la forma más convincente posible—, pero te juro…
—¡Basta! —chilló él cortando en seco su conversación—. Te he dado todo, soy pariente del emperador, tú una simple esclava, no puedes tener ningún tipo de queja del trato que te he concedido, sin embargo me traicionas. ¿Cómo has podido?
—Déjame que te explique —dijo la turca alargando los brazos hacia él.
—¡No me toques! —gritó a la vez que la empujaba contra la pared, asiéndola después con fuerza por los brazos, zarandeándola con fuerza—. ¿Acaso él es mejor que yo? ¡Dímelo!
—Me haces daño —dijo ella tornando su mirada de sorpresa en un gesto de furia—. ¡Suéltame!
Él la soltó, abofeteándola acto seguido con su mano derecha. Yasmine recibió el golpe sin gritar, sin un solo gemido. Después se irguió, mirando a Teófilo con dureza, con un orgullo impropio de una esclava, mientras de su labio brotaba un hilillo de sangre.
El bizantino se mantuvo quieto, impresionado por la actitud de la joven, casi tanto como por haber sido capaz de golpearla en un acceso de furia, dudando de qué hacer a continuación. Habría esperado que la joven llorara, suplicara disculpas mientras trataba de excusar su infidelidad con mentiras, pero frente a él, más que una mercancía sin voluntad ni decisión propia, se encontraba una verdadera mujer, de ojos centelleantes y sorprendente valor.
—¿Qué te han dicho? —preguntó ella con voz gélida, casi conteniendo la ira.
—Que me has sido infiel con Francisco.
Ella casi se echó a reír, tan sólo se trataba de un ataque de celos. Sin embargo, tras el titubeo inicial, pensó que podría utilizar la jugada a su favor.
—¿Y lo has creído? ¿Sin venir siquiera primero a hablar conmigo?
Teófilo calló desviando la mirada, concediendo toda la ventaja a Yasmine, quien, a sabiendas de que tenía ganada la partida, decidió mantener la iniciativa.
—¿Quién te ha contado esa mentira?
—No lo sé —contestó Teófilo.
—¿No lo sabes? —dijo ella con voz más dura si cabe.
—Me pasaron una nota, en una cena. No pude ver quién fue.
—¡Una nota!, ¿y por una simple nota escrita de mano de un cobarde te presentas como una furia a golpearme? Supongo que ese es todo el orgullo que le queda a la gran familia de los Paleólogo, pegar a mujeres indefensas, castigar a sus esclavas, porque no soy más que una esclava para ti, una esclava y una necia, por pensar que alguien podía sentir algo más que deseo.
—No digas eso, yo te quiero —se defendió él—. Es que no podía soportar la idea de verte con otro hombre.
—Tienes una extraña forma de demostrarme tu amor —sentenció ella tocando la sangre de su boca—. No quiero volver a verte.
Yasmine intentó alejarse de él, aunque al primer paso Teófilo agarró su brazo.
—¡Espera!, lo siento, no quería…
Ella le miró a los ojos y, acto seguido, bajó la vista a la mano que aún sujetaba su brazo. Teófilo la soltó al tiempo que suplicaba perdón.
—Por favor, no sé cómo decirte cuánto lo siento, no te vayas así, necesito seguir viéndote.
—Soy una esclava —dijo ella con voz gélida mientras se alejaba—. Es mi obligación obedecer a mis amos, pero no esperes nada más de mí.
Teófilo permaneció de pie, abatido, furioso consigo mismo, viendo como Yasmine se alejaba rápidamente por el pasillo, confuso aún, sin saber qué pensar acerca de sus sospechas. Sentía que, con aquel golpe, había roto para siempre el amor que le unía a la bella turca. Sin querer entender que la verdadera culpa residía en su interior y, sin poder mantener la sospecha sobre ella con más pruebas, decidió exteriorizar su enfado con la única persona que él pensaba podía resolver ese embrollo, su supuesto familiar castellano.
Al día siguiente, Helena acudió a las habitaciones de la futura emperatriz a la hora acostumbrada, aunque aún ensimismada en sus pensamientos, recordando con una sonrisa la tarde anterior, al lado de Francisco, besándose bajo la lluvia. Aun a sabiendas que no resultaría adecuado, ansiaba ver a Yasmine, para explicarle el porqué de su escapada a la carrera y el final en el que acabó aquella loca huida. La encontró en el dormitorio principal de las estancias, mientras alisaba la cama de la que sería la basilisa, tras haber cambiado las finas sábanas de seda con su perfección habitual, a pesar de que nadie dormía en ese aposento desde hacía años.
—Buenos días, Yasmine —dijo con alegría—. Espero que no te haya molestado nuestra pequeña locura de ayer.
—En absoluto, señora —respondió mientras se giraba, incorporándose con la misma parsimonia de cualquier otra mañana, dejando ver, con ese gesto, un oscuro hematoma sobre su cara.
—¡Dios mío! ¿Qué te ha pasado? —exclamó Helena acercándose a ella y examinando su inflamado rostro.
—No os preocupéis, señora, no me impedirá trabajar.
—No digas tonterías, debe de dolerte horriblemente, cuéntame, ¿te han golpeado?
—No todo el mundo en palacio me trata con la misma amabilidad que mi ama.
—Yasmine, por favor, sabes que para mí eres una amiga, no una esclava. Dime quién ha sido, hablaré con el secretario imperial para que le castigue por ello.
—¿Le importará a él que golpeen a una esclava? —dijo Yasmine con expresión fría—. A fin de cuentas sólo soy una posesión más.
—No hables así, eres un ser humano —replicó Helena apoyando su mano en el hombro de la turca—. Sé que algún día recuperarás la libertad, esta misma tarde tengo que reunirme con el secretario, estoy segura de que antes o después me escuchará.
—Sois muy generosa —afirmó Yasmine con una tímida sonrisa—, pero la esperanza es un lujo que no me puedo permitir, os agradezco sinceramente vuestra preocupación, pero si os dijera el nombre de mi agresor no haría sino acrecentar mis problemas. Permitidme mantener el silencio.
—Como quieras —cedió Helena—. Pero déjame al menos que te aplique unos paños, eso bajará la hinchazón.
Helena condujo a la bella turca a sus habitaciones particulares, donde con unas gasas procedió a aplicar delicadamente un ungüento en la mejilla de Yasmine.
—No debería estar aquí, no es lugar para una esclava, podría levantar comentarios.
—No me preocupa lo que pueda decir la gente, no voy a dejarte así.
—¿Qué fue de la paidagogos siempre preocupada por las apariencias? —preguntó la joven turca con una inquisitiva sonrisa.
—Supongo que cierto noble latino ha cambiado alguna de sus prioridades —respondió Helena con timidez.
—Debí imaginar que la carrera de ayer sería idea de ese noble.
—Al principio sí —confirmó Helena con alegría, casi emocionada al comprobar que al fin su asistente parecía actuar con mayor confianza—, después colaboré con más entusiasmo.
—Parece buena persona, espero que no sea como los demás latinos.
—¿Por qué lo dices?
—Los occidentales son apasionados, halagan con palabras y con atenciones, pero pierden el interés con la misma rapidez, y pronto buscan a otras mujeres para saciar su instinto de cazador.
—Él no es así —rio Helena—. Es encantador, galante, caballeroso, guapo y divertido. Supongo que todas las enamoradas piensan igual, pero creo que no me defraudará.
—Deseo que así sea —afirmó Yasmine con una enigmática sonrisa—. Gracias por los cuidados, debo volver al trabajo.
—¿Sabes lo que vamos a hacer? —dijo Helena poniéndose en pie junto a la turca—, hoy vamos a descansar, aprovecharemos el espléndido sol de la mañana para pasear por el foro, ir al mercado y recorrer el puerto. Nos vendrá bien un poco de aire.
—Suena muy bien, y yo no puedo negarme a las órdenes de mi señora —comentó Yasmine con fingido sometimiento.
—Entonces pongámonos en marcha.
Salieron por la puerta, una al lado de la otra, como dos iguales, levantando suspicaces miradas y algún que otro comentario de los funcionarios con los que se cruzaban. Atravesaron el patio y se adentraron en las calles del barrio de Blaquernas, seguidas, sin sospecharlo, por la mirada del sonriente Basilio, el cual, con la furtividad que daban sus últimos meses de experiencia en los pasillos del palacio, espiaba al confundido Teófilo mientras se dirigía a las murallas buscando a Francisco.
El bravo castellano se encontraba junto a la tercera puerta militar, dirigiendo a su amplia cuadrilla de obreros con redoblada energía, ora ascendiendo, ora bajando por la escalera de acceso a las torres de la muralla exterior, circulando por cada punto, incansable, observando todas las actuaciones de albañiles, peones y artesanos, derrochando sus inagotables energías, a la vez que esperaba impaciente la caída de la tarde, incluso a sabiendas de que no podría volver ese día a palacio. Ansioso por buscar a John y ponerle al corriente de su recién estrenado compromiso, deseaba pregonarlo a los cuatro vientos. Incluso anhelaba ver al ejército turco aproximándose para poder descargar su entusiasmo con unos cuantos golpes de espada. Muchos de los compañeros que llevaban un mes junto a él trabajando en las murallas preguntaron el motivo de su evidente alborozo, recibiendo una escueta confirmación de su caída en el profundo pozo del amor. Algunos le previnieron horrorizados con toda suerte de historias sobre el futuro que le esperaba, y otros le felicitaron por su suerte, aunque, en general, contagió su entusiasmo a los que le rodeaban.
Tal vez por eso recibió a Teófilo con suma cordialidad y alegría cuando apareció, con gesto adusto, por esa zona de la muralla preguntando por él a los trabajadores.
—Mi primo favorito —comentó al verle llegar—, ¿qué nuevas traes de palacio?
—¿Puedo hablar contigo en privado? —respondió secamente el bizantino, con el rostro serio.
—Claro —repuso Francisco con sorpresa, señalando la zona de arcos bajo el adarve de la muralla—. ¿Hay noticias de los turcos?
Teófilo se dirigió hacia uno de los huecos formados por los pilares, sin contestar al castellano, el cual le siguió inquieto, pensando que la situación sería gravísima, casi esperando escuchar en cualquier momento las campanas de la ciudad avisando del ataque del sultán.
—¿Qué ocurre? —preguntó con preocupación cuando se encontraron a salvo de miradas indiscretas.
—Ocurre que estás mordiendo la mano que te da de comer —respondió Teófilo con brusquedad—, y que si continúas haciéndolo acabarás muerto.
—No te entiendo, ¿qué quieres decir?
—¡No te hagas el inocente! —espetó el bizantino agarrando las solapas de Francisco y empujándolo contra el pilar del arco que sujetaba el adarve—, me pones enfermo.
—Tranquilízate —dijo el castellano mientras alguno de los trabajadores paraba sus quehaceres para observar la escena bajo los arcos—, estás fuera de tus casillas.
Teófilo miró de soslayo a los cercanos observadores, soltando a Francisco con desgana.
—Aléjate de ella —gruñó clavando sus ojos en los del castellano—, no pienso avisarte otra vez.
Acto seguido abandonó el lugar a grandes zancadas, malhumorado, esquivado por los trabajadores que encontraba en su camino, mientras Francisco le observaba atónito, haciendo un gesto, para quitarle importancia a la confrontación, a un par de soldados genoveses que se acercaban con intención de ayudarle. Se apoyó en la columna, tratando, sin conseguirlo, de recuperar la sonrisa y dar sensación de normalidad a su cuadrilla. Sin embargo, no entendía por qué Teófilo podía haber reaccionado tan mal a su relación con Helena y, sobre todo, cómo podía haberse enterado tan rápido. Se preguntó si no estaría él también enamorado de la bella bizantina o, peor aún, si esta le había ocultado algo. No podía hacer nada al respecto, no al menos hasta terminar las obras, pero decidió aprovechar el primer hueco del que dispusiera para acercarse a palacio y hablar con Helena.
Jorge Sfrantzés leía uno de los informes diplomáticos de su embajador en Hungría cuando Helena entró en la sala, tras haber solicitado permiso con cortesía. El secretario imperial dejó cuidadosamente a un lado el pergamino, con la cara escrita vuelta hacia abajo y sonrió a la bizantina, tratando de no exteriorizar la preocupación que sentía.
—Buenas tardes, señor secretario —saludó Helena.
—Mi querida Helena, gracias por acudir, sé que te prometí vernos con mayor asiduidad, pero los asuntos de estado son extraordinariamente absorbentes.
—Es comprensible, no tenéis que disculparos.
—Siéntate —indicó solícito Sfrantzés, señalando una cómoda silla tapizada a la joven mientras él escogía un asiento de tipo romano, sin respaldo—. No voy a ocultarte que esperaba una mayor progresión de nuestro invitado extranjero —comenzó el secretario, levantando una mano para interrumpir la réplica de Helena—, pero también he de comprender que la mayor parte del tiempo lo pasa atendiendo las obras de la muralla, lo que no permite mucho margen a su instrucción.
—Hemos tenido poco tiempo, pero estoy convencida que no va a volver a causar problemas.
—Eso espero, el emperador ha estado meditando profundamente la situación y, con el apoyo del resto de miembros de su familia, ha decidido que Francisco sea incluido en la procesión del día de Pascua, lo que supone un reconocimiento tácito a su presunta relación familiar.
—¡Oh! —exclamó Helena, algo dubitativa—. Es magnífico, seguramente estará encantado con la noticia.
—¿Hay algo que quieras contarme? —preguntó Sfrantzés al comprobar la inquietud que la noticia había causado en ella.
—No, nada en particular, me esforzaré en indicarle toda la tradición de la ceremonia.
—Dime, ¿qué tal se encuentra entre nosotros? ¿Crees que se está adaptando bien?
—Más que bien, tengo la certeza de que se siente como en su propia casa.
—¿Por alguna razón en especial?
—No —respondió ella bajando la mirada con timidez—. El ambiente, el cariño de la gente, sentirse útil y querido, pequeñas cosas que ayudan a integrarse.
El secretario imperial enarcó una ceja escrutando a Helena con la mirada, mientras ella jugaba nerviosa con el dobladillo de su túnica sin levantar la vista del suelo.
—Está colaborando muy activamente en los preparativos de la defensa —comentó Sfrantzés, aún con sus indagadores ojos tratando de penetrar en la mente de la joven—, espero que no se sienta cansado, ¿habláis con frecuencia de lo que puede pasar o se le nota preocupado?
—No, él nunca habla del futuro, ni de la guerra que se avecina, supongo que son temas demasiado tristes y oscuros. Siempre está de buen humor, con una sonrisa y una palabra amable. De hecho, ni siquiera me ha contado en qué parte de la muralla trabaja.
—Es un buen estado de ánimo, vivir el presente sin preocupaciones —comentó el secretario—, sin embargo, aunque querría imitarle, mis obligaciones no me lo permiten. Ha sido un placer hablar contigo, espero volver a llamarte pronto pero te felicito por tu trabajo, estoy convencido de que si nuestro mutuo amigo se siente a gusto entre nosotros hay que agradecértelo a ti en gran medida.
—Muchas gracias, señor secretario —dijo ella con una sonrisa—, pero me gustaría comentaros algo más.
—Dime, Helena.
—Es acerca de mi asistente, Yasmine. Es una leal compañera, y todos en palacio conocemos la poca inclinación que nuestro señor el emperador tiene hacia la esclavitud, ¿sería posible que intercedierais para obtener su libertad?
—Dice mucho de ti como persona y como buena cristiana la preocupación que manifiestas, pero me temo que es imposible, al menos por el momento. Hace pocos meses que fue regalada, y su anterior propietario, podría considerar su liberación como un insulto. En las circunstancias en las que nos encontramos, no podemos indisponernos con uno de los más ricos banqueros de la ciudad.
—¿Tal vez después de que los turcos sean rechazados?
—Sí, sería posible. Vuelve a comentarme el tema entonces, te prometo hablar con el emperador.
—Gracias de todo corazón.
—No, gracias a ti por tus esfuerzos y por tu constancia. Muchos habrían mostrado dejadez dedicándose a una emperatriz que aún tardará muchos meses en presentarse.
Helena se despidió del secretario imperial, el cual, cuando se encontró nuevamente a solas, recogió de la mesa el mismo legajo que leía al entrar la joven y volvió a repasar su contenido. Desgraciadamente, lo que expresaba no había cambiado, la idea que le rondaba la cabeza no era fruto de una equivocación, ni de un examen precipitado. Juan Hunyadi, regente de Hungría, exponía con toda claridad que le resultaba imposible en la situación actual acudir en ayuda de Bizancio. Necesitaba varios meses, en el mejor de los casos, para recomponer su ejército y pertrecharlo para atacar el desprotegido flanco de los turcos, algo que, sin lugar a dudas, el sultán conocía a la perfección. Esa era una de las razones por las que Mahomet había decidido la invasión. Lo que Hunyadi no comentaba en su alocución al embajador bizantino, pero que este había incluido en su informe, era que Ladislao V, el legítimo heredero al trono de Hungría, acababa de cumplir la mayoría de edad legal, tratando de recuperar el poder de manos del regente, lo que le inmovilizaba totalmente en la capital, impidiéndole casi por completo desplazarse a la frontera para encabezar un ataque. Hungría, el reino cristiano más cercano y potente de la zona, era la última esperanza diplomática de Bizancio después de Venecia, dado que el gran príncipe de Rusia estaba demasiado lejos. Vladislao II, príncipe de Valaquia, era vasallo del sultán y no se enfrentaría a los turcos sin apoyo húngaro y, por último, Jorge Brankovic, el déspota de Serbia, a pesar de su cristianismo, había ofrecido tropas a Mahomet y, al parecer, ya se encaminaban a Constantinopla, no a defenderla del islam, sino a favorecer su caída.
Juan Hunyadi finalizaba su mensaje con la promesa de hacer cuanto estuviera en su mano y, aunque Sfrantzés confiaba en la buena fe del que se había mostrado como uno de los adalides de la cristiandad y enemigo acérrimo de los turcos, tenía constancia de sus múltiples dificultades, por lo que no podía sino esperar un milagro o el envío de una flota desde Venecia. A pesar de su espíritu crítico y su mente lógica, comenzaba a dar crédito a aquellos agoreros monjes que vaticinaban la pérdida de la ciudad por el enfado de Dios ante su falta de fe. La sucesión de contrariedades que se abalanzaban una tras otra sobre la capital bizantina parecía excesiva para tratarse de simples coincidencias. La situación política era cambiante, y el sultán podía simplemente haber aprovechado el mejor momento para lanzar su ofensiva, lo que entraba dentro de lo razonable. Pero a la avalancha de negativas en la solicitud de ayuda, se sumaba el excesivamente riguroso invierno, los ligeros temblores de tierras y las lluvias torrenciales que presagiaban una primavera atípica. Odiaba tener que reunirse de continuo con su amigo Constantino para anunciarle únicamente malas noticias.
Entre todas estas adversidades, el hecho de que Helena pareciera haberse enamorado de Francisco, a tenor de su actitud, era el menos importante de los males. Había perdido la confianza en la persona que había dispuesto para tenerle informado de la actuación del castellano. No por falta de lealtad, sino porque su amor podía distorsionar su opinión sobre el joven, obligando a poner en duda cualquier información que intentara sonsacar a la fiel bizantina. Decidió, no obstante, no continuar con las indagaciones. Tal vez su odio hacia el megaduque Lucas Notaras le nublara el juicio, pero era en esa dirección donde su instinto le indicaba que debía redoblar los esfuerzos. El castellano, por extraño que pudiera parecer su origen y a pesar de las incógnitas que pesaban sobre su discutible pasado, no encajaba en modo alguno en el perfil de un infiltrado. Un espía nunca se emborracharía, llamando la atención de esa manera, del mismo modo que intentaría por todos los medios mantenerse junto a las personas más influyentes de la ciudad. Por el contrario, Francisco dividía su tiempo entre el gigantesco ingeniero escocés, las obras con los operarios griegos y sus flirteos con Helena. Fue Giustiniani el que insistió en tenerle a su lado y, aunque pudiera haber tenido tiempo de sobra durante la travesía para procurarse su amistad, no mostraba un excesivo interés por los asuntos más trascendentales. En definitiva, Sfrantzés decidió dar orden al agente que se encargaba de seguir al castellano en el exterior del palacio, infiltrado en su cuadrilla de trabajadores en la muralla, que abandonara su misión.
A pesar de sus intensos deseos, reforzados si cabe tras la inquietante visita de Teófilo, resultó imposible que Francisco abandonara la reparación de la muralla el tiempo suficiente para poder regresar a palacio en busca de Helena.
Durante los días siguientes mantuvo su buen humor, al mismo tiempo que su cabeza trepidaba con todo tipo de pensamientos, contenidos a duras penas por el joven, que, por primera vez en su despreocupada vida, sufría los embates de inseguridad que todo enamorado experimenta en los comienzos de tan turbadora relación.
Poco después de que Teófilo se marchara, Giustiniani apareció para encargar al castellano que acelerara los trabajos al máximo. Sin concretar las posibles informaciones que le llevaban a tomar tal decisión, ordenó doblar la guardia en todos los puestos, al mismo tiempo que acordaba una fecha tope para la finalización de las tareas de reparación de los muros. El primero de abril, día de Pascua, las defensas habrían de encontrarse en condiciones de resistir el asedio. Solicitó a Francisco que mantuviera la fecha en secreto y, tan sólo, que apremiara a sus trabajadores para agilizar el acondicionamiento de ese sector de los muros.
Se dedicó en cuerpo y alma al trabajo, más si cabe, al descubrir que una mente ocupada era el mejor remedio para evitar las amargas cábalas y los quebraderos de cabeza que su reciente relación comenzaba a causarle. Así, con todos los sentidos puestos en la dirección de las obras, comentaba con su principal albañil, al pie de la línea interior de murallas, la siguiente zona a reparar.
—John me ha confirmado que los techos de las torres de esta línea necesitan reforzarse, ¿cuándo crees que acabaréis con el foso exterior para comenzar aquí?
—Espero que el domingo. Este lunes acarrearemos la madera necesaria, aunque se necesitarán vigas de mucho grosor. Serán difíciles de encontrar.
—Hablaré con Giustiniani —confirmó Francisco—. ¿Necesitas algo más?
—Harían falta dos estructuras elevadoras para subir las vigas hasta el techo de las torres por el lado interior —respondió el capataz mirando hacia lo alto del muro para calcular la distancia— y… ¡Cuidado!
Antes de que Francisco comprendiera lo que ocurría, el capataz griego le empujó con fuerza, arrojándose sobre él con improvisado ímpetu. Un instante después una piedra rectangular de gran tamaño, de las que se usaban para reconstruir las defensas superiores del muro, cayó sobre el lugar exacto donde, momentos antes, se encontraba el castellano, golpeando con inusitada fuerza la pierna derecha del griego, la cual se dobló y rompió como la paja seca con un sonoro chasquido, produciendo una terrible herida cuando el hueso astillado atravesó la piel. Con angustiosos aullidos de dolor, el capataz quedó tumbado sobre Francisco, retorciéndose en fuertes espasmos, tratando de girarse para ver su casi amputado miembro.
El castellano, desconcertado, fue ayudado por algunos de los más cercanos, que atendieron a su vez, con más buena voluntad que acierto, al pobre albañil.
—Yo estoy bien —comentó al ponerse de pie, aún aturdido—. Llamad a un médico para él.
Instintivamente miró a lo alto del muro, separándose unos pasos para poder observar mejor a los tres o cuatro trabajadores que se encontraban sobre el adarve, señalando hacia abajo y comentando la escena.
Viendo que los demás miembros de la cuadrilla se arremolinaban para ayudar al herido, aprovechó para atravesar la puerta corriendo, acercándose a toda prisa a las escaleras interiores que conducían al adarve desde el que había caído la piedra, a doce metros sobre el suelo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó a los trabajadores que se encontraban en la zona, aún asomados al exterior.
—No sabemos —respondió uno de ellos—. Estábamos ocupados con una polea atascada.
—¿Nadie ha visto cómo caía esa piedra?
—No, tal vez el otro.
—¿Qué otro?
—Había alguien más aquí arriba —dijo el griego buscando a su alrededor—. Yo no me he fijado bien, pero se encontraba pegado al muro.
—Yo no le he prestado atención —comentó otro de los trabajadores—, pensé que era un nuevo miembro del grupo.
—¿No podéis describirme su aspecto?
Los cuatro que se encontraban junto a la polea se miraron entre sí negando con la cabeza. Alguno de ellos afirmó con poca seguridad que se trataba de un griego, pero ninguno fue capaz de dar una descripción aproximada. De hecho, ni siquiera podían asegurar que hubiera sido él el que dejara caer la piedra.
Francisco escrutó con rapidez a los viandantes que se encontraban en la zona cercana a la muralla, en el interior de la ciudad. Casi un centenar de personas se movían de un lado a otro, soldados, mujeres con grandes ánforas de agua, chiquillos jugando con aros, trabajadores que trasladaban materiales. Entre esa pequeña multitud resultaba imposible distinguir a alguien del que no se conoce ni una somera descripción, por lo que bajó de la muralla cuando vio llegar a uno de los médicos. Éste, tras examinar al herido, confirmó lo peor, perdería la pierna debido a la gravedad de la rotura e, incluso, no podía garantizar que viviera, en caso de que la herida se infectara. El castellano organizó el traslado del capataz y nombró a uno de los trabajadores para sustituirle, «temporalmente» añadió, de modo que todo el mundo volviera a sus quehaceres, tratando el asunto con sus compañeros como un terrible accidente. Para sus adentros, Francisco pensaba que no había sido tal, sino un intento de quitarle de en medio. Inicialmente le vino a la cabeza la pelea a la salida de la taberna, y el grupo de griegos a los que vapulearon; sin embargo, pronto resonaron en su cabeza las palabras de Teófilo, y pensó que el noble bizantino había decidido no esperar a que se alejara de Helena.
Decidió mantenerse en las obras para acallar posibles especulaciones, aunque llevó aparte a un puñado de soldados genoveses para pedirles que tuvieran los ojos abiertos e informaran de cualquier desconocido que merodeara por las obras. Esperaría hasta el día siguiente para acudir a palacio y hablar con Sfrantzés, ya que, a fin de cuentas, si alguien tenía conocimiento de todo lo que ocurría en la ciudad era el secretario imperial.
—¿Estás seguro que no fue un accidente? —preguntó Constantino con seriedad.
Cuando el secretario imperial había acudido la tarde siguiente al suceso a informar al emperador, este no esperaba que, junto a la decepcionante noticia de las dificultades de Hungría para enviar ayuda, su supuesto primo castellano ocupara de nuevo un primer plano en la reunión mantenida, como casi cada tarde, con el miembro más influyente de su gobierno. Tras las largas deliberaciones sobre la conveniencia o no de dar carácter oficial a la difusa condición del castellano, justo cuando se llegaba a una conclusión ocurría un incidente que no parecía tener nada de casual.
—No —respondió Sfrantzés—. Tenía a uno de mis informadores en el grupo que trabajaba con Francisco, pero, desgraciadamente, lo retiré un par de días antes. Tan sólo cuento con relatos de segunda mano.
—¿Piensas que puede haber sido el sultán?
—¿Uno de sus agentes? No lo creo, no tendría sentido, ¿por qué querría el sultán matar a Francisco? Ni siquiera es una pieza principal de la defensa. De haber sido Giustiniani la víctima… pero ni siquiera se parecen, por lo que tampoco puede hablarse de un error.
—Resulta muy preocupante, más aún después de lo que me has contado de Teófilo. No puedo creer que mi primo esté envuelto en algo tan turbio, menos aún cuando hasta hace unos días era uno de los más firmes partidarios de aceptar oficialmente al castellano como pariente.
—Yo tampoco lo entiendo —confirmó Sfrantzés—, pero como comprenderás, es una opción que a priori no podemos descartar.
—Con vuestro permiso, Francisco de Toledo solicita ser recibido —interrumpió cortésmente el praipositos.
—Hazle pasar.
Francisco entró con seriedad en la sala, realizando una ensayada reverencia, seguida de un guiño al secretario imperial y una amplia sonrisa. Aun sabiendo la seriedad del asunto, no podía contener su alegría al pensar que, tras esa reunión, podría acercarse a ver a Helena.
—Antes de nada —comenzó Constantino—, ¿qué noticias tienes del capataz?
—Ha perdido la pierna —informó el castellano—, aunque el médico confía en que no aparezca infección y pueda salvar la vida.
—Jorge, encárgate de que su familia reciba una compensación.
—Así se hará —afirmó el secretario imperial—. ¿Qué podéis contarnos sobre el incidente?
—Nada que no sepáis ya. No hay testigos, nadie vio nada, sólo un extraño junto a esa zona del muro. Sólo sé que no fue un accidente.
—¿Por qué?
—Porque el causante no se habría desvanecido en el aire. Fue planeado.
—Parece obvio, ¿sospecháis de alguien?
—Teófilo —afirmó Francisco sin titubeos.
—Teófilo no es un asesino —intervino el emperador— y, si realmente hubiera querido matarte, no lo habría hecho de un modo tan rastrero. No es precisamente valor lo que le falta.
—No lo dudo, pero cualquiera puede perder la cabeza —replicó Francisco— y tenía un motivo.
—Nos han llegado noticias de vuestra discusión el otro día, pero tal vez nos aclararía la situación que nos contarais la razón de dicho desencuentro.
—Discutimos por una mujer —respondió Francisco.
—Eso sí encaja más con mi primo —comentó Constantino—, aunque sigo sin poder creerlo. Te habría atravesado con su espada, pero nunca arrojaría una piedra a traición.
—Tal vez encargó a otro el trabajo sucio —supuso el castellano.
—Me extraña —dijo Sfrantzés—. Pero de todas formas investigaré el asunto. Aunque hay que recordar que no es el único al que parece molestar tu presencia. Pudo ser un fanático religioso o alguno de los que os agredieron al salir de la taberna.
—Sí, también lo he pensado —confirmó Francisco.
—Por cierto —comentó el emperador—, ¿cuál es la dama por la que os batís?
—Su nombre es Helena, trabaja en palacio, en las dependencias de la futura basilisa.
—¿La protovestiaria? —exclamó Constantino—. No debería sorprenderme, es muy bella, pero no recuerdo que mi primo me haya hablado de ella y, normalmente, alardea de todas sus conquistas.
—Espero que no vaya contra las normas de la corte —dijo Francisco, más por cortesía que por importarle realmente.
—Sinceramente —respondió el emperador—, no seré yo el que desapruebe el amor entre dos personas. Además, en estos momentos tenemos asuntos mucho más importantes de los que preocuparnos.
—En ese caso, si no hay nada más, creo que me retiraré.
Francisco se despidió de Constantino y Sfrantzés, dirigiéndose, tras un par de vacilantes intentos, hacia las estancias donde solía encontrarse Helena. A su espalda, el principal consejero del emperador esperó a que la puerta se cerrara de nuevo para comentar con su amigo.
—¿Quieres que hable con Teófilo?
—No —respondió Constantino—, debería hacerlo yo. Por ahora mantente al margen.
—Como quieras.
Francisco, mientras tanto, tardó un buen rato en orientarse a través del edificio, maldiciendo la poca atención prestada en las anteriores visitas a esa zona del palacio. Resolvió el problema con la ayuda de un criado que se encontraba limpiando una de las pocas estatuas que se exhibían en la sede de la corte. Su cara le resultaba extrañamente familiar, aunque no supo precisar de dónde. El sirviente, bajito y con nerviosos ojos diminutos, dudó un momento antes de darle las indicaciones precisas, ofreciéndose más tarde para acompañarle. Francisco rechazó la oferta con cortesía, pensando que iría más rápido solo y se encaminó a las estancias de la futura basilisa.
En la puerta, como de costumbre, un solitario soldado, perteneciente, por su rubicunda melena y poblada barba y bigotes, a la guardia varenga, vigilaba el acceso a las puertas principales de esa zona. Tras contener un instante el aliento, pensando que se encontraría nuevamente con el adusto guardián de las veces anteriores, sonrió de alivio al comprobar que se trataba de alguien distinto, aunque el trato recibido no fue mejor.
—Lo siento, no podéis pasar.
—¿Es lo único que os enseñan a decir en griego? —dijo el castellano casi sin poder creérselo.
—Tú debes de ser el pesado del que habla Harald —comentó el guardia con alegría observando a Francisco.
—¿Cómo? ¡Sólo me faltaba eso, ser el chismorreo del cuartel! Pues esta vez voy a entrar te guste o no —afirmó Francisco, algo más confiado debido a la menor altura del soldado actual.
—No os lo toméis así, no es nada personal, en realidad debería estaros agradecido, hoy me habéis hecho ganar ocho stavraton de plata. Apostamos sobre cuál sería el próximo en encontraros —añadió el norteño con pícara sonrisa ante la sorprendida mirada del castellano—. También he de añadir que Harald paga otros tantos a quien os dé una paliza, por lo que tampoco me importaría que intentarais pasar.
Francisco apretó los dientes, preparó los puños y a punto estuvo de ofrecerle las nuevas ganancias al burlón guardia cuando la puerta se abrió de nuevo, apareciendo Yasmine tras ella con una sonrisa.
—Dejadlo, por favor, la señora no está dentro —informó a Francisco—. Hace ya un buen rato que se retiró a sus aposentos.
El guardia dirigió una mirada de decepción a la esclava que le había convertido, en un suspiro, en un hombre más pobre, mientras el castellano mantenía sus ojos clavados en el soldado, alentando en él la esperanza de poder cobrar aún la deseada recompensa.
—Acompañadme —solicitó la turca a Francisco, con un delicado gesto para que la siguiera.
Él, con desgana, abandonó la pugna con el varengo, cambiando su atención hacia la bella joven, que se introdujo en uno de los pasillos que partían de la sala de entrada a las estancias de la futura emperatriz.
—Parece que el destino siempre te sitúa en situación de evitar que me meta en problemas.
—En realidad no —respondió Yasmine deteniéndose a mirar de frente al castellano—. He oído la discusión con el guardia y he salido a cuidar que no acabéis visitando al médico.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó él señalando la marca, aún visible, que la esclava lucía en su mejilla.
—Tenía envidia de vuestra herida de guerra. ¿Pensáis que aja mi belleza?
—No, en absoluto —negó Francisco con turbación cuando la turca se aproximó a él, acercando su rostro al suyo.
—Tal vez podríamos aliviar nuestros mutuos padecimientos —continuó Yasmine, acercándose aún más a Francisco, casi acorralándolo contra la pared y exhalando su aliento en su boca—, ¿no os resulta apetecible la idea?
—Mucho —respondió el castellano situando su mano sobre la cintura de la esclava, imaginándola sin la blanca túnica, notando como su corazón comenzaba a latir con más fuerza.
Ella se adelantó, situando sus carnosos labios casi rozando los de Francisco, con sus ardientes ojos clavados en los del castellano, el cual traspasó la invisible barrera que los separaba, besándola con pasión, estrechándola contra sí, notando como la bella esclava le aceptaba y respondía a sus caricias, abandonándose por un instante, hasta que, como un latigazo, una voz interior le sacudió desde dentro y se separó bruscamente de la turca.
—No —dijo, casi sin aliento—. No es por ti —añadió Francisco ante la mirada entre sorprendida e indignada de la esclava—. Eres extraordinariamente hermosa, y no puedo negar que me atraes, pero no voy a hacerlo, no puedo hacerle esto. Debo irme.
Antes de que Yasmine pudiera decir nada, Francisco se apartó de ella y se alejó rápidamente por el pasillo, sin mirar atrás, sin más pensamiento que huir de la tentación, del peligro, pero, sobre todo, de huir de sí mismo y de su pasado.
Yasmine le observó cuando se marchaba. Era el primer hombre que la había rechazado y, sin embargo, tras el primer momento de sorpresa y el inicial sentimiento de despecho, sonrió. Le costó admitirlo, pero, aun sin querer que ocurriera, existía una razón oculta por la que agradecía que Francisco se hubiera negado a caer en sus brazos.
Se dirigió a su cuarto con tranquilidad, remoloneando por los pasillos en penumbra, deslizando sus dedos por los mosaicos de las paredes, silueteando las coloridas figuras representadas. Disfrutando de uno de los pocos momentos en que no tenía necesidad de fingir, de mantenerse alerta para que no escapara de su boca una palabra inconveniente o una delación. Los meses transcurridos desde que Badoer la introdujera en palacio para tener acceso a la información en su fuente primordial, no habían supuesto para Yasmine otra cosa que no fueran sentimientos reprimidos, frialdad, continua tensión y fingida indiferencia. Como una especie de caparazón, había construido a su alrededor una espesa muralla que aislara su verdadero interior. Pero demasiado tiempo viviendo una mentira comenzaba a causar mella en su ánimo. Anhelaba con todas sus fuerzas que el ejército del sultán arribara de inmediato y asaltara como una marea aquella maldita ciudad, no porque fueran sus secretos correligionarios, sino porque era plenamente consciente de no poder soportar esa situación durante mucho tiempo.
Casi sin desearlo, fue acercándose poco a poco a su habitación, un lugar que, para ella, se identificaba con un calabozo. Al llegar a su estancia casi dejó escapar un grito al abrir la puerta y encontrar dentro a Teófilo.
—¿Qué haces aquí? —preguntó con sorpresa, aunque aliviada al pensar lo que habría pasado de aparecer con Francisco.
—Tenía que verte —respondió él—. Desde que me dejaste ando como loco, no sé lo que hago, no consigo ni conciliar el sueño.
—Ese no es mi problema, tú mismo elegiste el camino.
—Por favor, cariño, ¿qué debo hacer para que me perdones? No quería hacerlo, pero no soportaba la idea de verte con ese maldito…
—¿Francisco?
—Sí, fui a verle el otro día, el muy cobarde se hizo el despistado. De no ser por la gente que nos rodeaba le habría estrangulado.
—¿No tienes otra cosa mejor que hacer que mostrar tus celos por toda la ciudad?
—No te burles de mí —dijo él acercándose sumisamente—, vengo de recibir una buena reprimenda de Constantino.
—Mentiría si dijera que no me alegro.
—Eres cruel, y más si tenemos en cuenta que ni siquiera has negado que fuera verdad. Sólo me has avergonzado por dudar de ti, pero no he oído de tus labios la verdad.
—¿A qué has venido? ¿A pedir perdón o a confirmar tus miedos?
—Supongo que a ambas cosas.
—Pues debes decidirte —dijo ella aproximándose a Teófilo, recuperando la mirada felina, con la que sabía desarmaba al bizantino—, porque te concederé sólo una. Si quieres volver conmigo te daré otra oportunidad, pero —dijo cortando con un gesto el ademán de él para abrazarla—, en ese caso, nunca sabrás si realmente estabas en lo cierto.
—¿Por qué esa condición? —replicó él mordiéndose el labio de impaciencia.
—Es lo que dicen en la iglesia: todo pecado merece una penitencia.
Él permaneció callado, meditando en silencio si sería capaz de asumir la ignorancia o los celos le absorberían hasta dominarlo.
—Existe otra opción —comentó ella mientras andaba a su alrededor, situándose a su espalda y susurrando al oído de Teófilo—: te daré cada detalle, cada momento. Sabrás hasta el último de los pensamientos que he tenido —añadió con voz suave y seductora, rodeando con sus brazos el pecho del noble bizantino—, mis más íntimos secretos, para después no verme ni hablarme jamás, pues si te acercas, aun siendo esclava, te desgarraré la garganta.
Teófilo cerró los ojos, sintiendo el tacto de sus manos sobre su pecho, su aliento cercano, sus lujuriosos labios casi pegados a su piel. Algo en su interior le decía que se mantuviera firme, que esa decisión le carcomería por dentro lentamente.
—¿Qué me dices? —susurró ella besando con ardor su cuello.
—Haré lo que tú quieras —afirmó él, abandonándose conscientemente, entregando su voluntad a la voluptuosa esclava, esquivando toda razón a cambio de los favores de su amante.
Esa noche Teófilo no se quedó, como de costumbre, sobre la cama de Yasmine, como un niño travieso, que trata de ocultarse, avergonzado, de la inquisidora mirada de su madre. Abandonó la habitación de la esclava turca con prisas, abatido tras la pasión de su encuentro con la deliciosa joven. Aunque ella había tratado de recuperar la normalidad, preguntando con delicadeza sobre los trabajos que efectuaba, los preparativos de la defensa o las relaciones con Constantino, él sabía que se trataba tan sólo de simple cortesía, un meritorio esfuerzo por parte de Yasmine para intentar facilitar el reencuentro, pues, ¿qué interés puede albergar una esclava en temas militares? Teófilo sabía perfectamente que la verdadera intención de sus interminables preguntas sobre esos temas era, sencillamente, desviar el diálogo del tema esencial si todavía estaba enamorada de él. Comprensivo, debido a su tremenda falta anterior. Había estado sumamente locuaz, entregándose a un rápido monólogo de datos, números y lugares, ansioso de poder mantener una conversación con su amada aun a costa de temas tan insufribles. Su esfuerzo valió la pena, pues justo antes de dejar la estancia, ella le despidió con un cálido beso, aunque, a pesar de ello, Teófilo partió con un gran peso en el corazón, sin saber muy bien si lo que le abrumaba era la culpa y el pensamiento de no haber hecho lo suficiente para agradarla o, por el contrario, si lo que le angustiaba era la certeza de haber perdido su dignidad.
En cuanto se quedó a solas, Yasmine redactó un nuevo mensaje para que Basilio pudiera llevarlo al día siguiente al banquero veneciano. Escribía deprisa, pensando en acabar la nota antes de que el impaciente griego apareciera por la puerta maldiciendo a Teófilo y odiando su suerte. Sin embargo, para su sorpresa, el criado bizantino tardó casi una eternidad en hacer acto de presencia, llegando a incomodar a la turca, que paseaba por la habitación como gato enjaulado, elucubrando sobre los motivos de la tardanza de su amante. Cuando por fin apareció no llegó, como acostumbraba, con los celos a flor de piel. La brusquedad de los últimos encuentros se había tornado en alegre sonrisa, cuando vio su redondeado rostro aparecer en el marco.
—Creí que te habías olvidado de mí —dijo la esclava con impaciencia.
—En absoluto, te aseguro que eres el centro de mis pensamientos —respondió Basilio con amabilidad.
—Te noto cambiado, más alegre que los últimos días. Pasa y cuéntame el motivo.
—Ninguno en particular, tengo la amante más hermosa de la ciudad, un buen trabajo y una vida descansada. Soy lo bastante listo como para darme cuenta de mi privilegiada situación.
—Gracias, hacía tiempo que no me dirigías palabras tan cariñosas.
—He estado ofuscado una temporada, pero tú no tienes la culpa. Al revés, has sufrido mi mal humor sin quejarte, con todo lo que tienes que soportar de esos pervertidos, soy un ingrato —afirmó Basilio con una amplia sonrisa.
—No pienses así —dijo ella completamente anonadada por el extraño comportamiento del griego—, cualquiera puede tener una mala temporada. Además, creo que estamos avanzando con mi antiguo amo. He escrito una nueva carta, si no te importa llevarla mañana…
—¡Por supuesto! —exclamó él con desbordante entusiasmo—. La llevaré sin tardanza, aunque, esta noche, me vendría bien un poco de cariño, si no estás muy cansada.
—Nunca estoy cansada para ti —respondió ella abrazándole confusa.
Basilio la apretó con fuerza, deslizando sus manos por su cuerpo, mientras evitaba por todos los medios echarse a reír.
A pesar del pequeño contratiempo de la muralla, cuando la piedra lanzada sobre Francisco falló por la intervención de aquel estúpido albañil, su enrevesado plan estaba resultando bastante acertado y, por encima de todo, inmensamente divertido. Las voces que antes resonaban en su cabeza, recordándole lastimosamente las caricias que la turca concedía a otros hombres, habían desaparecido, convertidas en suaves susurros, que le indicaban con amabilidad los pasos que debía dar para librarse de sus molestos oponentes. Cuando le indicaron que aprovechara el continuo ir y venir con viandas hacia las murallas para efectuar el taimado ataque sobre el castellano, sintió un profundo miedo inicial. Sin embargo, la melódica voz que había sustituido a los insoportables quejidos amorosos anteriores le infundía confianza, a la par que le recordaba, con dulzura imposible de ignorar, que si no hacía caso a sus enseñanzas, podría perderla, con lo que volverían las aterradoras voces.
Después de arrojar la piedra, observando su caída y cómo impactaba en la pierna del infeliz obrero, sintió, en primer lugar, decepción por haber fallado su objetivo principal, luego miedo por ser descubierto, lo que le hizo bajar a toda prisa de la torre, aprovechando la confusión, a punto de cruzarse con Francisco, que apareció como una flecha desde el otro lado del muro. Finalmente, una vez que se supo a salvo, una indescriptible sensación de euforia invadió todo su cuerpo, sentimiento que se mantenía al recordar con vívidos detalles cómo se aplastaba la pierna del capataz bajo el peso de la piedra que él, el hasta entonces ignorado Basilio, había lanzado desde lo alto del muro. Se sentía poderoso, capaz de cualquier cosa, casi como un vengador conducido por Dios. Y aunque al principio la idea le parecía blasfema, pensó que tal vez fuese el mismo Señor el que le hablaba en su interior, utilizando a su mejor siervo en su justo castigo a los pecadores.
Ahora se encontraba en la habitación de Yasmine recogiendo la justa recompensa a sus acciones, disfrutando de los placeres de aquella pécora que, hasta poco antes, había dominado su voluntad. Por fin era libre, las ataduras que le unían con esa despreciable esclava se difuminaron hasta hacerse totalmente invisibles. Tan sólo la utilizaría para sus planes, cosechando con lujuria su premio cada vez que quisiera. La felicidad que le invadía, y que a Yasmine le parecía incomprensible, no era fingida. Únicamente era una farsa el interés que mostraba por complacer a la turca. Seguiría con su habitual trabajo de correo de esas estúpidas cartas, aunque ya no le interesaba su contenido. Un destino nuevo, mucho más elevado, se abría ante él y, en comparación, la vida al lado de una prostituta exesclava resultaba una idea irrisoria. Mantendría su servilismo con ella y con aquellos que le rodeaban, esperando la ocasión propicia para ir completando los pasos de su infalible plan.