—¡Inaudito!, ¡indignante! —exclamó Sfrantzés.
El secretario imperial daba vueltas alrededor de Francisco, iracundo, aunque sin perder en ningún momento las educadas formas que le caracterizaban. El castellano, por su parte, plantado de pie en medio de la sala donde había sido llamado, ojos enrojecidos, garganta reseca y el cuerpo revuelto, no acertaba a adivinar si el bizantino había elevado su tono de voz o, simplemente, sus exclamaciones retumbaban en su cabeza amplificadas por la monumental resaca.
A su malestar general debía añadir los dolorosos pinchazos que le producían sus costillas en cada respiración y un notorio entumecimiento de su pie derecho, aunque esta última molestia resultaba mucho más llevadera al pensar en la que debía sentir su contrincante en sus partes más íntimas.
—Se supone que sois un familiar del emperador —continuó Sfrantzés— y os dejáis ver en una inmunda taberna, lugar de soldadesca latina, juego y bebedores compulsivos, y aún peor: ¡envuelto en una pelea callejera!
—Vinieron a por nosotros —se disculpó Francisco con voz ronca.
—Esa es una excusa infantil, un caballero sabe cómo evitar enzarzarse con unos matones de barrio, por no hablar de los bárbaros cánticos por media ciudad.
—Eso no lo recuerdo, pero supongo que será una descripción correcta de lo sucedido.
—Lo último que faltaba es que hubierais acabado en los brazos de una vulgar prostituta en medio de uno de los foros. Me extraña que nos ahorraseis esa última humillación.
Francisco no se atrevió a contestar al secretario que ni la más bella doncella del paraíso habría sido capaz de utilizarlo para juego sexual alguno en el lamentable estado que arrastró durante la noche; prefirió permanecer en silencio a la espera de que menguara el chaparrón. La noticia que corría de boca en boca esa mañana no versaba sobre sus aventuras nocturnas en compañía de John Grant, sino que la huida de casi setecientos ciudadanos latinos de la ciudad era la que llenaba las conversaciones. El castellano era plenamente consciente del tremendo golpe asestado a la moral de los habitantes, al ver como las ratas abandonaban precipitadamente el barco, y suponía con acierto que el desaforado enfado y posterior perorata moral recibida de parte de Sfrantzés se reforzaba al hilo de dicho acontecimiento, empeorando el genio del secretario, probablemente enervado por tener que ocupar parte de su valioso tiempo reprimiendo al castellano como si fuera un niño. Con la mente casi en blanco, incapaz de retener el rápido monólogo de Sfrantzés, tan sólo atinó a comprender una de las últimas frases.
—Visto que el cambio realizado en la persona destinada a instruiros no ha parecido dar fruto, me veo obligado a tutelaros personalmente, destituyendo a la protovestiaria de sus actuales funciones.
—No, no hace falta —interrumpió Francisco ante la mirada de sorpresa de Sfrantzés—. En realidad creo que estáis en lo cierto, ha sido una tremenda estupidez por mi parte. El comportamiento que he mostrado esta noche ha sido indigno de la familia a la que he de representar, no quisiera que nadie pagara por mis propios errores, tenéis mi palabra de honor, no volverá a ocurrir.
—Me alegra oíros —comentó el secretario imperial con mirada inquisitiva, como si no acabara de creerse la autoinculpación del castellano—. Espero que os esforzaréis más en el futuro para haceros digno del puesto al que aspiráis.
—Por supuesto y, dado que es obvio que necesito una inmersión intensiva en el complejo protocolo de la corte, ¿no habría manera de aumentar el número de encuentros con mi paidagogos? Hasta ahora he tenido pocas oportunidades de formarme.
—Veré qué puedo hacer —respondió Sfrantzés—, pero el trabajo en la muralla es absolutamente prioritario y, de forma incomprensible viendo vuestro actual estado, Giustiniani parece consideraros imprescindible.
—Sabe sacar lo mejor de mí —afirmó Francisco esbozando una sonrisa inocente—. ¿Puedo irme?
—Sí —acabó Sfrantzés frunciendo el ceño—. Aprovechad para adecentar un poco vuestro aspecto.
Francisco se retiró de la sala con lentitud, tratando de no mover su agitada cabeza con rapidez, mientras el secretario imperial suspiraba de impotencia a su espalda. Tras la deshonrosa deserción de Pietro Davanzo la noche anterior había mantenido una reunión de urgencia con Constantino a primera hora de la mañana. El baílo veneciano había jurado por lo más sagrado que ninguno más de sus ciudadanos abandonaría la ciudad y que combatirían al lado de los griegos hasta el final, pero el daño ya estaba hecho. Los ánimos, ya caldeados contra los latinos como demostraba el penoso incidente desatado contra Francisco en las cercanías de la taberna, podrían enervarse aún más desatando un buen número de conflictos. Gracias al cielo, Giustiniani había salido al paso de los rumores paseando a caballo con parte de sus tropas por toda la ciudad, asegurando a propios y extraños que permanecerían allí hasta rechazar a las huestes del sultán. Sin embargo, a pesar de la agradable confirmación de la valía del protostrator genovés, el incidente delataba numerosas carencias en la vigilancia de la ciudad, tanto en el puerto como en las empalizadas interiores. Quedaba aún un mes para la anunciada llegada del ejército turco, los espías confirmaban que las tropas del sultán se concentraban con rapidez, la flota musulmana pronto haría acto de presencia en el Bósforo y en Constantinopla no eran capaces de controlar su propio puerto. Si la reparación de la muralla proseguía a buen ritmo, por el contrario la finalización del censo por parte de los tribunos de la ciudad había arrojado un saldo desastroso: cuatro mil novecientos ochenta y tres posibles reclutas, incluyendo a los monjes de varios monasterios que se habían ofrecido a vigilar una porción de las murallas. Teniendo en cuenta la población actual de la ciudad, que tan sólo un diez por ciento de los habitantes estuviera en condiciones de combatir resultaba más que increíble, reflejo de la poca fe que se tenía en la victoria. En cualquier otra circunstancia los voluntarios hubieran doblado esa cifra. La actual falta de valor de los civiles no hacía sino resaltar la desesperación y el descontento social.
Al recibir la cifra final esa mañana, junto con el relato de la deserción de los barcos, Constantino había quedado desolado, acuciando a Sfrantzés a guardar silencio sobre el total de hombres disponibles para combatir. Tan sólo Giustiniani compartiría la cifra final, para poder realizar el despliegue de las tropas de acuerdo a su criterio militar. La única ventaja era que tan limitado número de defensores podía armarse adecuadamente en los arsenales preparados para tal fin, el consuelo que quedaba era que los pocos que combatieran en las murallas al menos dispondrían de un equipo superior al de los homólogos turcos. «Haremos lo que podamos con la ayuda de Dios», había finalizado el emperador. Sfrantzés estaba de acuerdo con él, lamentarse no serviría de nada, habría que combatir con aquello de que se disponía y rezar, para que el Señor tuviera a bien concederles la victoria.
Tras un cálido, largo y reconfortante baño en las cuidadas termas de palacio y una frugal comida para asentar su rebelde estómago, Francisco se sintió con fuerzas suficientes para poder aprovechar la tarde, libre de atender al trabajo en la muralla en cuanto Giustiniani comprobó riendo su patético estado, en compañía de Helena y siguiendo los consejos del secretario imperial para mejorar su conocimiento del protocolo de la corte.
Se felicitó a sí mismo por la rápida intervención que siguió a su propuesta de sustituir personalmente en sus funciones a la dulce y comprensiva bizantina. Existía un elevado número de habilidades que el castellano no estaba dispuesto a compartir con el funcionario imperial, por lo que la jugada de entonar el mea culpa sobre el desastroso incidente nocturno era motivo de orgullo, más, si cabe, teniendo en cuenta lo embotado de su ingenio debido a la monumental resaca, convertida ahora en un ligero malestar. De nuevo con sus facultades en franca progresión, se dirigió con paso rápido a las estancias destinadas a la futura emperatriz en busca de un nuevo encuentro, algo más concluyente según sus esperanzas, con la tímida griega. Sin embargo, la fortuna volvía a presentarle su lado más amargo.
—No podéis pasar.
Francisco apenas podía creer su suerte. ¿No decía Notaras que aún había medio centenar de guardias varengos en palacio? ¿Cómo era posible que se encontrara de nuevo con el mismo inamovible montón de músculos?
—¿Vives delante de estas puertas? —preguntó Francisco un tanto exasperado.
El soldado ignoró la cuestión, mirando de arriba abajo al castellano y torciendo el gesto, al parecer desaprobando su adopción del ropaje de estilo bizantino.
—Escucha —comenzó Francisco adoptando el tono más serio y arrogante que pudo emitir sin que se notara demasiado su aún sonora ronquera—, he tenido un día bastante complicado. La misión nocturna que realicé en pro de la defensa de la ciudad no terminó como esperaba, mi reunión con el secretario imperial esta mañana ha resultado exasperante y, por último, llego con retraso a mi encuentro con mi paidagogos, por lo que no me encuentro en este momento para chanzas ni posturas infantiles. Será mejor que te apartes antes de que te arrepientas.
El fornido soldado, con el ceño fruncido durante casi toda la parrafada, muestra inequívoca que su limitado griego no era capaz de comprender la mitad de lo expresado por Francisco, tornó su gesto por una burlona sonrisa de satisfacción al escuchar las últimas palabras. Era indudable que la sola posibilidad de repartir al castellano las atenciones que deseaba le infundía un profundo alborozo. Ante esa situación, Francisco pensó en la promesa dada al secretario imperial de no causar más problemas, en el dolorido cuerpo que le había quedado después del encontronazo ocurrido la noche anterior y, por encima de todo, en las anchas espaldas y aspecto de jabalí embrutecido que ofrecía su descomunal contrincante. Ante la perspectiva de acabar volando por los aires del mismo modo que los griegos utilizados como pelotas por John Grant, decidió cambiar de táctica.
—Al menos, ¿puedes entrar y darle un mensaje a la protovestiaria?
—¿Tengo acaso aspecto de criada?
—No sabría decirte, rubio y con coletas…
—¡Coletas! —repitió el soldado alzando su gutural voz—. ¿Qué es «coletas»?
—Nada malo —aseguró Francisco mientras se veía sin dientes tumbado en el frío mármol—. Supongo que el nombre griego para un atributo vikingo. Será mejor que espere aquí y dé yo mismo el mensaje.
Decidió alejarse prudentemente del furibundo soldado mientras aún tuviera tiempo, manteniéndose al otro extremo de la sala sin dejar de sentir los enojados ojos del guardia clavados en él. Tras un largo rato de espera, por uno de los pasillos que desembocaban en la estancia apareció Yasmine, cargando con un voluminoso vestido que transportaba primorosamente doblado. Al descubrir al joven esperando, casi arrinconado en la pared contraria a la ocupada por el guardia varengo disimuló una sonrisa.
—¿Necesitáis algo?
—No, trataba de encontrar a Helena pero, al parecer, no soy del agrado del guardia.
—No tenéis buen aspecto, incluso lleváis un corte en la cara.
—No es nada, sólo un rasguño —comentó Francisco rascando uno de los lados de su cabeza, donde el suelo había rebotado anoche al caerse en el callejón.
—A veces las heridas son más profundas de lo que aparentan —dijo Yasmine acariciando con su mano la enrojecida zona—, tal vez deberíais curaros este golpe.
Francisco tragó saliva al sentir la tibia y suave piel de la joven esclava sobre su cabeza, notando cómo las yemas de sus dedos masajeaban con dulzura ese dolorido punto, mientras sus ojos se hacían más profundos, infinitos, y sus labios se mostraban carnosos, tan apetecibles como la más dulce de las frutas.
—No importa —balbuceó el castellano—, apenas duele.
—Dispongo de algún tiempo —afirmó Yasmine casi con un susurro, a la vez que clavaba sus ojos en los de él—. Si os place, acompañadme a mi modesta habitación, allí podría ocuparme de aliviar vuestro malestar.
—Apostaría mi vida a que así es —acertó a expresar Francisco con un hilillo de voz.
—No deberíais apostar nada que no estuvierais dispuesto a perder —comentó ella, aún con la mano posada delicadamente en la sien del castellano.
—Es una proposición tentadora y…
Un sonoro golpe metálico cortó la frase en seco, ambos se volvieron para ver como un torpe criado, colorado por la vergüenza, acababa de tropezar, dejando caer al suelo la bandeja que transportaba, cargada de fruta que se extendió por casi toda la estancia, contemplada con regocijo por el guardia varengo, el cual no esperaba tan animado espectáculo en su turno delante de la puerta, y con groseras imprecaciones por parte del malhumorado sirviente, que trataba, con visible enfado, de recoger las escurridizas viandas para recargar su bandeja.
—Debo irme —comentó Yasmine al sorprendido Francisco, alejándose inmediatamente hacia la puerta, sorteando con habilidad los despojos del suelo, aunque no por eso se ganó la simpatía del criado, quien, aún a cuatro patas sobre el frío mármol, dirigió una mirada asesina a la joven esclava.
Francisco observó con envidia como el guardia permitía el paso a la turca y se mordió la lengua cuando estuvo a punto de pedir a la joven que se detuviera. Después se marchó por donde había llegado el poco hábil sirviente, con sumo cuidado para no tocar nada de lo extendido en toda la sala dado que, por la furibunda mirada del joven, tocar una sola de aquellas piezas de fruta sería más que sacrílego. Cuando se dirigió a sus aposentos decidió que, aprovechar el resto del día para recuperar parte del sueño atrasado sería la mejor forma de gastar su ociosa tarde. Después de todo, había tenido suficiente para colmar su día de resaca.
El torpe funcionario mantuvo sus diminutos ojos fijos en el castellano mientras se alejaba, acaparando la fruta y depositándola en la bandeja sin importarle su colocación. «Maldita perra», pensó mientras la sangre le hervía hasta el punto de sentir su sabor en la boca.
—Date prisa en recoger eso —dijo el guardia.
Basilio le dedicó la misma mirada que a Francisco, con los ojos inyectados en sangre y la boca torcida en un rictus de ira, contestado por el soldado con una burlona sonrisa, que dejaba entrever un profundo desprecio por el posible enfado de un sirviente que se dedica a trasladar fruta con tan poco tino de un lado a otro.
Tras apiñar los restos de fruta en la bandeja, cargó con ella dirigiéndose de vuelta a las cocinas. Había estado siguiendo a Yasmine por los pasillos, como hacía siempre que tenía una oportunidad, aunque, últimamente, la costumbre se había tornado en obsesión, descuidando sus labores en palacio con tal de poder escaparse a espiar a su amante.
Desde el primer día que la joven llegó a la corte, pensó en ella como un objeto a su alcance. Como esclava que era, pensó, no tendría pegas para con un simple funcionario pues, llegado el caso de pedir su libertad, nadie querría desposar a una esclava que, por otro lado, había tenido que satisfacer los ardores sexuales de sus amos. Sin embargo, a pesar de la constancia de la obligación que le impelía a admitir a algún noble en su cama, él tenía la absoluta certeza de que acabaría engañándole con otros, enamorándose como una prostituta novata. Tal vez se resistiría inicialmente pero, con el tiempo, acabaría aceptando las nocturnas incursiones de Teófilo, vertiendo veneno en su oído, tratando de conseguir un pez más valioso que un simple funcionario.
Mientras recorría los pasillos, Basilio continuaba rememorando las noches escuchando detrás de la puerta de su estancia, escuchando cada jadeo, cada suspiro que lanzaba con él, sonidos que se mantenían en su mente más y más tiempo y con mayor intensidad. Ahora los escuchaba por el día, en el trabajo, incluso mientras dormía. Algo en su interior le decía que de ahí a la copulación con múltiples amantes no distanciaría un solo paso. Cuantos más candidatos atrapara en su red de lujuria, más fácil sería después recuperar su libertad y hacerse con una posición elevada.
Deseó romper la puerta que custodiaba el guardia, golpearla hasta hacerla suplicar y luego poseerla con furia hasta que ella reconociera que no existía otro hombre mejor en el mundo, que sufriera con intensidad los mismos sentimientos que él llevaba dentro. Comprendió que era inútil, los sentimientos de ira que se agolpaban en su cabeza se deshacían en cuanto ella le tocaba, le susurraba su amor, le conducía a las cumbres del placer una y otra vez hasta quedar exhausto, extenuado, totalmente inerme ante sus súplicas y peticiones. Porque siempre había una petición, un ruego, una carta que llevar, un mensaje que dar a tal o cual persona. Al principio había creído la farsa de la compra de libertad, las misivas para que ese asqueroso banquero italiano intercediera ante el emperador por ella. Más tarde, la verdad se fue abriendo camino en su pensamiento; escribía en árabe para que él no pudiera leer las lascivas cartas que enviaba a sus amantes, pues no existía duda alguna de que tenía docenas de ellos por toda la ciudad, comunicándose con tan deleznable grupo por medio del italiano, seguramente el primero y peor de todos.
De nuevo una voz interior trató de calmarle, ella no podía salir de palacio más que acompañada, nadie del exterior tenía trato directo con una esclava de la corte. Su única preocupación era Teófilo y, vista la escena delante de las puertas, el otro primo del emperador, ese repugnante castellano. Al parecer la turca trataba de llegar alto en su desenfrenada orgía de codicia. «Debes matarlos a todos», resonó en su cabeza y de inmediato regresaron los sonidos, los jadeos, las súplicas de ella a otros hombres para que la poseyeran, los silenciosos «te quiero» susurrados siempre en otros oídos.
Llegó a la cocina con las manos crispadas sobre las asas de la bandeja, dejando caer su contenido sobre una mesa en la que se preparaban ensaladas, agarró el primer cuchillo que encontró a mano y trató de decidir en quién debía clavarlo primero.
—¡Basilio! —gritó uno de sus compañeros—. ¿Qué es todo esto? Y ¿dónde te habías metido? El parakoimomenos está como una furia buscándote.
—¡Que se vaya al infierno! —gritó él.
—Al infierno irás tú de cabeza como te atrape. Llévate esos sacos al campamento italiano cercano a la muralla, tal vez se calme si cuando llegue no te encuentra aquí, y vuelve corriendo, que esta noche has de servir la mesa imperial, hoy hay invitados.
Basilio miró los sacos con los ojos vacíos, sin ver lo que tenía delante. Poco a poco su respiración agitada se calmó, se miró la mano, aún asiendo el cuchillo, mientras una nueva idea se adentraba en su caótico pensamiento. La venganza se saborea con mayor intensidad cuando se hace esperar y, por casualidad, acababa de descubrir la forma de tomarse justicia con todos los traidores que le acechaban.
Mientras los pocos que se encontraban en la cocina le miraban con gesto de impotente incomprensión o, directamente, le ignoraban, él dejó el cuchillo de nuevo en su sitio con suavidad, sonrió y comenzó a cargar sacos con rapidez. Necesitaba apresurarse para poder dar los últimos toques a su recién ideado plan, antes de que comenzara su ejecución unas horas después.
Esa noche, además de algunos nobles bizantinos de alcurnia, el protostrator Giustiniani era el invitado más sobresaliente de cuantos se encontraban disfrutando de una deliciosa cena junto al emperador.
Aunque el lugar de la celebración coincidía con el de la primera cena ofrecida a los defensores de la ciudad el día de su llegada, de entre todos los ciudadanos latinos de renombre que acudieron a la primera, tan sólo el genovés repetía asistencia; el resto de los comensales eran griegos, parientes del emperador o notables de la ciudad. El ambiente se amenizaba con espectáculos de música y danza, mientras se servían exquisitos lomos de pescado preparado con una salsa similar al famoso garum romano. Los invitados, prácticamente todos amigos o conocidos, charlaban animadamente de cosas intrascendentes, provocando un alboroto considerable, alejando de sus conversaciones todo lo que pudiera recordar el inminente sitio al que se enfrentarían en unas semanas. Los platos se rellenaban casi continuamente, al igual que las copas de vino, obligando al numeroso servicio a un continuo baile, y permitiendo al sonriente Basilio, que atendía la mesa como uno más, preparar el primer paso de su madurado plan.
Giustiniani, colocado en uno de los extremos de la mesa, al lado de Sfrantzés, ojeaba a su alrededor buscando a su amigo castellano, ansioso de encontrar una cara conocida entre tanto griego.
—¿No acude Francisco? —preguntó al secretario imperial.
—Me temo que nuestro joven amigo se encuentra indispuesto y ha excusado su asistencia.
—Se nota que sois diplomático, yo habría dicho que estaba aún demasiado borracho para poder comer.
—Supongo que ya estáis al tanto del desagradable incidente de esta última noche. Debo presentar mis excusas en nombre del emperador por el equivocado comportamiento de un miembro de nuestra corte.
—No hacen falta tantas formalidades —comentó campechanamente el genovés—, son trances normales entre jóvenes en un nuevo puerto, nosotros hemos actuado de forma similar a su edad, al menos yo no tengo nada que envidiarles.
—Tal vez mi juventud fuera más sosegada de lo habitual, pero es de agradecer la comprensión que mostráis.
—Hablando de formalidades —añadió Giustiniani—, no es que no aprecie el honor de ser invitado, pero supongo que no soy el único latino por una casualidad.
—Ciertamente, hay un asunto que debíamos tratar con discreción. Ya hemos recibido los datos del censo de reclutas que estarán disponibles cuando llegue el momento.
—¿Tan malo es que hay que mantenerlo en secreto?
—No llegan a cinco mil.
Giustiniani casi se atraganta con la comida al oír la cifra, bebió un largo trago de vino entre toses y miró al secretario sorprendido.
—¿Cinco mil? —repitió incrédulo.
—Así es, incluyendo monjes.
—¿Van a cambiar los hábitos por la armadura?
—No, pero podrán liberar a los soldados de otras tareas.
—Me dejáis escasas opciones, es imposible guarecer tres líneas de murallas con tan pocas tropas.
—Debéis hacer lo humanamente posible, el resto se lo dejaremos al Señor.
—No me gusta abandonar tanto trabajo al Altísimo —negó Giustiniani—, siempre puede ignorarnos por vagos.
Sfrantzés se mantuvo en silencio, consciente de que el experimentado soldado estaba en lo cierto. Tampoco a él le agradaba cerrar los ojos y confiar en Dios para que resolviera sus problemas. A pesar de su inquebrantable fe cristiana, comprendía mejor que muchos que, pese a las exhortaciones de los clérigos más fanáticos, la victoria o la derrota dependían más de la táctica, el número y el valor de los soldados que de la disposición del Señor pues, luchase quien luchase, ¿no eran todos los hombres hijos de Dios? ¿Por qué favorecer a unos en vez de a otros?
Meditando sobre el tema, el secretario imperial centró su atención en otro punto de la mesa. En uno de los lados, cerca del emperador, Teófilo Paleólogo acababa de descubrir un pequeño papel situado aparentemente bajo su plato. Tras mirar a un lado y a otro con aire inquisitivo, intentando dilucidar quién habría podido dejarlo allí, desdobló el mensaje y leyó el contenido. Sean cuales fueren las palabras anotadas en dicho papel, Teófilo pareció palidecer, después volvió a escrutar a los presentes, esta vez con más insistencia, como si intentara leer en sus caras la autoría de las anotaciones. El secretario imperial desvió instintivamente la mirada hacia otro punto, simulando distraerse con la intrascendente conversación de otros comensales. Cuando volvió a fijar su vista en el primo del emperador el papel había desaparecido de su mano y, aunque Teófilo retomaba ligeramente el interés por la comida, permaneció callado y con gesto preocupado.
—¿Qué hay de las opciones diplomáticas? —preguntó Giustiniani, sacando a Sfrantzés de su ensimismamiento—. Supongo que se seguirá trabajando en esa línea.
—Por supuesto, seguimos manteniendo el contacto con varias cortes, dentro de nuestra limitada capacidad de maniobra. A día de hoy incluso tenemos un embajador permanente en Venecia, tratando de conseguir ayuda.
—Espero que sea un buen diplomático, porque lo único que podré hacer con tan pocos efectivos es retrasar el avance del sultán. Si no hay auxilio exterior, sólo es cuestión de tiempo que la ciudad caiga.
—Es uno de nuestros mejores embajadores, si hay alguien capaz de conseguir mover a los venecianos, es él.
—Dios le oiga, señor secretario, Dios le oiga.
Sfrantzés levantó su copa para beber a la salud del genovés. Mientras lo hacía, habría dado media vida por conocer el contenido del mensaje leído por Teófilo, y la otra media por saber qué estaba ocurriendo en ese momento en Italia.
—Apúrate, Damián, no podemos llegar tarde.
Damián, el joven paje del embajador bizantino Andrónico Briennio Leontaris, se apresuraba al lado de su señor bajando de la barca de remos que les había trasladado desde su bajel a la dársena de San Marcos, junto a la plaza central de Venecia. Aún anonadado por la multitud de navíos mercantes, galeras, barcazas y pesqueros que se arremolinaban en el puerto o sus cercanías, trotaba al lado del experimentado diplomático mientras ojeaba los monumentales edificios que encerraban la plaza.
En aquella mole de piedra y ladrillo, erguida sobre el agua, con tan intenso nivel constructivo que los edificios borraban el contorno de la costa, cien mil habitantes se amontonaban en sus vías y calles, en las cuales se habían prohibido caballos y carretas para evitar los atascos en sus estrechos callejones.
Sin dejar de tropezar con alguno de los muchos viandantes que cruzaban la plaza en un sentido u otro, Damián miraba extasiado a derecha e izquierda. A un lado se erguía la imponente estructura del palacio ducal, el mayor edificio civil de la ciudad, cuyas fachadas se acabaron tan sólo diez años antes. Le resultaba extrañamente bello, con la forma que tenía de invertir los pisos, con el bajo compuesto por un pórtico, repleto de animados grupos de personas, y el superior separado del primero por una galería abierta, de composición maciza, rota en algunos puntos por ventanas ojivales. Alma del gobierno de Venecia y lugar al que se dirigían, en su interior se iba a desarrollar la reunión del Senado. El otro edificio emblemático de la plaza, a la cual daba nombre, era la catedral de San Marcos, donde se guardaban las reliquias del santo, destacada por sus cinco cúpulas, los arcos de entrada y la riqueza de su decoración.
Andrónico también dirigió una fugaz mirada al inmenso edificio religioso, aunque en sus ojos no existía la inocente fascinación que delataba su joven ayudante. Para él, la catedral, construida por expertos bizantinos emulando las técnicas constructivas de Santa Irene y la planta en cruz de la iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla, denotaba la mayor de las humillaciones para su pueblo. En la balconada superior, arropando la imagen del santo, cuatro caballos de bronce remataban la imponente fachada de la catedral. Todos ellos formaban parte de una cuadriga existente en el Hipódromo de Constantinopla y todos ellos fueron robados por Venecia cuando sus cruzados saquearon la ciudad en 1204, llevándose un enorme botín, destruyendo a su principal rival comercial y, de paso, sellando el futuro de un imperio con siglos de vida.
Resultaba casi irónico que, a la sombra de aquellos testimonios de codicia, fueran a suplicar la salvación de Constantinopla a la misma potencia que destruyó la ciudad dos siglos atrás. Más que una reparación de los daños causados, sería la última cabriola del destino, el guiño burlesco de un gigante antes de aplastar con su pie aquello que desprecia. Para él era un verdadero deshonor tener que solicitar auxilio de los que consideraba simplemente un grupo de ladrones, más que mercaderes. El pendón del león, símbolo de San Marcos, que ondeaba en un alto mástil en medio de la plaza, así como en multitud de balcones y palacetes nobiliarios, que mostraba al mundo con orgullo la bandera de Venecia, para la mayoría de los bizantinos no simbolizaba otra cosa que saqueo, dolor y sometimiento y, sin embargo, hacia allí se encaminaba Andrónico, a una reunión en la que ni siquiera se le permitiría hablar; tan sólo, como un gran honor, acudir a escuchar las discusiones de los senadores. No era este su primer viaje a la ciudad, dado que dos años antes fue enviado por el emperador a solicitar permiso para la recluta de mercenarios cretenses.
Tras franquear las puertas del palacio ducal, custodiadas por media docena de lanceros de resplandecientes corazas, el patio interior del primer piso apareció ante sus ojos, repleto de patricios, mercaderes o personajes de menor calado social, todos a la espera de la aparición del dux[1] y sus senadores. Andrónico fue conducido entre los asistentes hasta una portezuela y, desde allí, recorrió nuevas estancias hasta la sala del senado, donde los cien senadores ya se encontraban instalados y a punto de comenzar la sesión. Fue situado en una de las esquinas, apretándose junto a Damián y tres embajadores de ciudades italianas.
El dux, Francesco Foscari, uno de los más acérrimos contrarios al envío de refuerzos a la ciudad, entró en la sala, vestido de forma impecable, sin una sola arruga en su gruesa capa de seda granate, precedido por dos maceros y con seis portaestandartes con el león alado de San Marcos desfilando ceremoniosamente a sus espaldas. A pesar del respeto con el que el senado entero se levantaba a su paso y la categoría y el honor que confería su rango, el poder real del dux se encontraba tremendamente limitado. Era el senado el que realizaba las deliberaciones y decidía los asuntos más importantes, limitándose el papel del dux a un mero ejecutor de las determinaciones del senado.
A su paso por la sala, en dirección al sillón que se encontraba en el extremo opuesto, sobre una tarima de madera cubierta por un oscuro tapiz, ni siquiera saludó al embajador Andrónico, ignorándolo despreciativamente. Su malestar contra Bizancio surgió por un asunto personal, no político. Cuando Constantino era aún déspota de Morea, convino con él el matrimonio de su hija, prometiendo una cuantiosa dote. Sin embargo, al proclamarse emperador, el matrimonio pasó a ser poco menos que imposible pues, como el propio Sfrantzés admitió, ningún griego querría por emperatriz a una veneciana. Foscari insistió, siendo rechazadas sus propuestas por la corte bizantina, lo que llevó a un intenso rencor en el veneciano, que ahora trataba de paralizar cada una de las propuestas de ayuda que se votaban en el senado, aduciendo todo tipo de inconvenientes.
Con la llegada del dux comenzó la sesión, recogida en actas por hábiles copistas y secretarios. El único asunto que se debatiría en la asamblea era la petición de ayuda de Girolamo Minotto, el baílo de la colonia veneciana de Constantinopla, llegada por carta el 19 de febrero. En la reunión ocurrida en dicha fecha, el senado, a pesar de las trabas esgrimidas por Foscari, decidió el envío urgente a la capital bizantina de dos transportes con cuatrocientas tropas, junto con quince galeras de guerra que partirían hacia la zona en cuanto pudieran armarse.
Dos semanas después, sin que nada se hubiera hecho, se juntaba de nuevo el senado, ante la impaciente presencia de Andrónico, el cual deseaba que la lenta burocracia italiana se pusiera por fin en marcha.
—Nos hemos reunido hoy —comenzó Foscari en cuanto todo el mundo hubo tomado asiento y se guardó el necesario silencio en la sala— para definir la composición de la flota que se pretende enviar al Mediterráneo oriental, así como escuchar la opinión de algunos senadores que aún desean transmitir sus inquietudes por la formación de dicha escuadra.
El embajador bizantino se acomodó en su asiento en previsión de una larga y agitada sesión. La idea de enviar la flota y su conveniencia ya había sido discutida con largura en la reunión del mes pasado. La votación final había mostrado una aplastante mayoría de setenta y cuatro votos a favor de su envío y siete en contra, aunque, evidenciando la rencorosa colaboración del dux, algunos pretendían reabrir el debate en otra maratoniana tanda de réplicas y contrarréplicas.
—Respecto a ese último punto —añadió un senador de ideas similares a las de Foscari— yo sigo manteniendo mi desacuerdo con involucrarnos en una guerra ajena a todos nuestros intereses en Oriente. El sultán no ha atacado ninguna de nuestras posesiones, y debería añadir que, si toma Constantinopla, debilitaría la posición de Génova en Pera, abriéndonos las puertas del mar Negro y su comercio de trigo, ahora seriamente limitado por la competencia de las factorías genovesas. Y no sólo eso, traerá estabilidad a esa región, lo que redundará en un incremento del comercio y, por ende, de los beneficios.
—¡Es increíble! —exclamó otro de los senadores—. Parece que hemos olvidado todo lo comentado en la reunión anterior, ¿ya no recordamos que fueron los cañones del sultán los que enviaron a pique el mercante de Antonio Rizzo? Su cuerpo empalado se expuso en un camino para que lo devoraran los buitres, ¿vamos a quedarnos cruzados de brazos?
—El capitán Rizzo trató de evitar el peaje de la nueva fortaleza turca de Boghazkesen; fue su imprudencia la que les costó la vida a él y a su tripulación. Debió detenerse y pagar las tasas turcas. Su codicia hundió su barco.
Un coro de protestas surgió de las filas del senado, mientras el dux trataba de poner orden en el alborotado auditorio para retomar la palabra.
—Olvidamos —comenzó otro miembro del senado— que gran parte de nuestras posesiones colindan con territorios actualmente en manos bizantinas. Si Constantinopla cae, el imperio de Bizancio se desintegrará en pocos años, nuestras colonias pasarán a ser fronteras turcas, ¿por qué se iba a detener el sultán? ¿Acaso no somos nosotros un enemigo mucho más peligroso? Si quiere deshacerse de los griegos, con más motivo nos atacará en cuanto pueda. Ahora podemos enfrentarnos a él en una posición más fuerte que si nos quedamos solos. Propongo pedir refuerzos a otros reinos cristianos para engrosar la flota de auxilio.
—¿Y a quién se pedirá colaboración? —gritó otro de los asistentes—, ¿al Papa? Aún nos debe catorce mil ducados.
—Es cierto —intervino Foscari—, no enviaremos ningún tipo de ayuda conjunta con el Papa, Nicolás V, hasta que subsane su deuda con esta Serenísima República; además, recuerdo a este augusto senado que ya se hicieron indagaciones diplomáticas en su día. Alfonso V respondió de forma vaga, el líder de Hungría no se encuentra en buena situación, y a su aún debilitado ejército tras el desastre de Varna se une ahora la mayoría de edad de su pupilo. Es posible que sus días de regencia acaben, y no se involucrará en una incursión militar. Evidentemente no van a ayudarnos los genoveses, o ese bandido albanés de Skanderberg.
—Ancona y Ragusa ofrecieron sus fuerzas —intervino un senador.
—Tan sólo en el caso de que se formara una gran coalición —replicó el dux—. No nos engañemos, nos encontramos solos en esta empresa y, recuerdo al senado, tenemos una costosa guerra en Lombardía que drena de modo incesante nuestros recursos. Se necesita mucho tiempo y dinero para transformar los mercantes en barcos de guerra, eso sin contar con que nuestra flota de galeras se encuentra dispersa por el Mediterráneo protegiendo nuestros intereses.
—¿Qué sugerís entonces? —preguntó otro de los integrantes del senado—, ¿abandonar al gobernador Minotto y a todos los ciudadanos de nuestra nación que habitan en Constantinopla? Somos cristianos y, que yo recuerde, nunca nadie tuvo motivos para tacharnos de cobardes. ¿Desde cuándo hemos de temer al sultán?
Un nuevo coro de voces se despertó en la sala cuando varios senadores apoyaron al que se había expresado en términos tan honorables, mientras otro grupo lo abucheaba entre el desconcierto general.
—Dejemos ya de discutir sobre un tema ya zanjado —retomó la palabra el mismo senador—. La decisión ya estaba tomada, no hay por qué votar otra vez. Lo que ahora cuenta es actuar cuanto antes. Se tarda un mes en navegar hasta el Bósforo, y es necesario alcanzar los Dardanelos antes del inicio de abril, pues, más tarde de esa fecha, los vientos contrarios dificultan en gran medida la travesía de los estrechos. No podemos perder semana tras semana votando interminablemente el mismo tema.
—Constantinopla dispone de fuertes defensas —repuso un senador de signo contrario—, puede resistir un largo asedio, tenemos tiempo de sobra para dilucidar sobre tan complejo asunto.
Mientras Andrónico permanecía atento a cada intervención, su joven paje se movía, incómodo, deseoso de preguntar a su señor cuánto tiempo más podía durar semejante ceremonia de opiniones encontradas. Al ser la primera vez que asistía a una reunión de ese tipo, no conocía los entresijos de la alta política en la república veneciana, donde el más ínfimo asunto debía ser debatido de forma interminable. El embajador se mantenía sereno, escrutando los rostros de los senadores a medida que se enumeraban las ventajas e inconvenientes de la decisión, tratando de aventurar el número de los que se encontraban a favor de auxiliar a su amenazada nación. Finalmente, tras casi dos horas de acalorado debate con aburridos monólogos y encendidas críticas por parte de ambos bandos, se llegó al acuerdo de mantener el envío de la flota, situando a su mando al experto capitán Alvino Longo bajo la dirección general de Giacomo Loredan. Tras el logro, satisfactorio para el embajador, llegaron las malas noticias. Nada se había hecho para preparar la flota y su partida debía retrasarse. Según los responsables de las dársenas, reclamados por el senado para dar su opinión, no se contaría con barcos disponibles en cantidad suficiente al menos hasta mediados de abril.
Al levantarse la reunión, con los senadores que antes se increpaban agriamente desde los bancos charlando unos con otros con amplias sonrisas, Andrónico se dirigió en silencio a la salida, sin una palabra, tan sólo algún gesto hacia aquellos senadores que más fervorosamente habían defendido la causa bizantina. Damián, a su lado, se agitaba nervioso, sin entender muy bien el resultado de la reunión, si era o no favorable y si la ayuda se enviaría. Ya fuera del palacio ducal, al dirigirse al palacete donde se hospedarían en espera de los acontecimientos, el embajador rompió el silencio.
—Pregúntalo.
—¿Señor?
—Lo que te ronda por la cabeza desde que abandonamos el senado.
—Pues… —comenzó Damián sin mucho convencimiento— no he entendido muy bien en qué ha quedado el asunto.
—¿Qué te parece que han determinado?
—Que enviarán una flota en nuestra ayuda.
—¿Algo más?
—En realidad, no —admitió el joven compungido.
—Siempre te digo que te fijes en los detalles. En la política son más importantes que las bellas palabras o los discursos grandilocuentes, que sólo sirven para engañar al pueblo.
Damián se mantuvo callado, con los ojos muy abiertos, esperando la continuación de la explicación, una descripción un poco más sencilla, apta para sus inexpertos conocimientos.
—Enviarán la flota a mediados de abril —dijo el embajador con un suspiro—, eso quiere decir que, con los vientos adversos, no llegarán a Constantinopla antes del veinte de mayo, sin contar con más demoras. Tal vez para entonces sea demasiado tarde.