Chalil observaba de reojo al sultán mientras caminaba a su lado, sudando por el esfuerzo bajo el grueso caftán, centrado en mantener el vivo paso de Mahomet al cruzar el bosque cercano a Edirne. Guardaba silencio, mientras el sultán le miraba por encima del hombro, con su nariz aguileña apuntándole de refilón y los ojos, cargados de ojeras aunque sin un ápice de debilidad en ellos, castigándole tanto como su lengua.
—¡Un espía! —bramaba Mahomet sin dejar de andar por la empinada cuesta entre las encinas hacia un prado cercano—. Un espía sin rostro ni nombre entre los miles de soldados que se concentran, un turco, ¡y a eso llamas un informe importante! No comprendo cómo mi padre te tenía en tan alta estima, tu red de infiltrados no vale un akçe de plata.
—Majestad —comenzó el visir—, aún no se ha iniciado el asedio, los datos pueden no tener aplicación inmediata, tal vez cuando nos encontremos ante sus muros…
—¡Aplicación inmediata! —replicó él deteniendo su marcha y volviéndose para mirar a su visir de frente, obligando al anciano a pararse con brusquedad—. Que la parte más débil de la muralla terrestre es la zona del río lo puede ver cualquier idiota que se acerque a la ciudad. Yo mismo exploré las defensas la última vez que crucé el Bósforo con el ejército. Y ese tal Giustiniani, ¿acaso un solo hombre va a defender toda la urbe? Medio millar de genoveses no van a impedir que me apodere de Constantinopla.
—Parece que es un reputado militar en Occidente, experto en asedios; puede suponer un obstáculo importante.
—¡Tonterías! —exclamó reanudando la marcha—. Si un comandante, por experto que sea, es capaz de detener a mi ejército, no merezco el título de Sultan i Rum. Ahora vas a comprobar de primera mano los medios con los que cuento, mucho más importantes que ningún comandante. Gracias a Alá que he tomado precauciones tanto contra las murallas como con los espías que necesito.
Chalil no sabía a qué se refería el sultán con esta última frase, no tenía constancia de la existencia de más informadores que aquellos a los que él controlaba, pero dado el grado de crispación de Mahomet decidió no preguntar.
Al llegar a la cima del camino, Chalil pudo ver por primera vez el prado de suaves tonos ocres, en cuyo centro se erguía una estructura de madera rodeada de más de un centenar de hombres en constante movimiento. Una rampa realizada con tierra y madera sostenía un enorme cilindro de acero, el cañón forjado por el húngaro Urban para el sultán, mayor aún que el que había sido situado en la fortaleza de Boghazkesen para cerrar el tráfico marítimo por el estrecho del Bósforo. Para absorber el retroceso del arma se habían dispuesto inmensos bloques de madera en los que reposaba uno de los extremos del ingenio; sobre él, a su vez, una fuerte estructura de troncos en forma de aspa permitía el juego de numerosas poleas con las que los artilleros trataban de afinar la posición en la que dispararía el cañón.
Aunque Chalil estaba al tanto de la prueba a efectuar ese día para comprobar el funcionamiento del arma, la visión que producía la descomunal máquina de guerra impresionaba vivamente al visir. Ocho metros de largo, casi un metro de ancho en la boca y con un palmo de grosor, pesaba seis toneladas y cargaba balas de piedra de más de quinientos kilos. Se componía de dos tramos cilíndricos, uno para albergar la bala y otro menor, atornillado al primero en el centro, para la carga de pólvora. Tal era el efecto que se esperaba que, ese mismo día, se había advertido a la población civil de la cercana ciudad de que no se alarmara si escuchaba un fuerte estampido; incluso Jacobo Gaeta, el médico judío del sultán, opinaba que una sorpresa semejante podía hacer que las mujeres embarazadas perdieran los hijos que esperaban. Teniendo en cuenta que nadie había escuchado antes la descarga de un arma semejante a Chalil le pareció adecuado prevenir posibles escenas de pánico entre los habitantes de Edirne por medio de un heraldo.
Según se aproximaban al artefacto, el sultán tornaba su mueca de irritación por una amplia sonrisa, mientras sus ojos bailaban entusiasmados de un lugar a otro, deleitándose con la precisa danza de los servidores de la pieza, afanándose alrededor de ese oscuro tótem de muerte en animada y exacta coreografía, observados por Urban, el cual afinaba cada una de las posiciones de los artilleros de su compañía a través de un traductor. Chalil no se acababa de acostumbrar a la figura del húngaro, el estereotipo de herrero no casaba en absoluto con el constructor de cañones. Alto, de cuerpo enjuto y aspecto frágil, barbilampiño y con profusa calvicie, podría pasar por funcionario en cualquier palacio, sin embargo sus delgados brazos atesoraban una pasmosa fuerza, al tiempo que su ágil mente le permitía estar atento a cada detalle.
Junto a Urban, admirando maravillados cómo el enjambre de soldados cargaba trabajosamente la bala de piedra pulida en el cañón, se encontraban Zaragos Bajá y el eunuco Shehab ed-Din, vestidos con sus mejores galas, atentos a las evoluciones de carros y poleas, ignorando al sultán hasta que pasó por delante de ellos.
—Majestad —inquirió el eunuco con su voz aflautada—, estoy deseando ver esta maravilla en acción contra los muros de Constantinopla, si la prueba de hoy es satisfactoria convertirá nuestros ejércitos en el brazo de Alá.
Mahomet ignoró por completo al tercer visir Shehab, centrando su atención en el cañón.
—Está dispuesto para hacer fuego a vuestra señal —afirmó Urban—. Sugiero que se aparten y mantengan la boca abierta y los oídos tapados.
—Puedes disparar —ordenó el sultán—, en cuanto a apartarme, si mis soldados pueden soportar el ruido no voy a ser yo menos.
—Como deseéis.
Los tres visires, agrupados a pesar de sus rencillas personales al lado del cañón, habrían deseado apartarse hasta el bosque, a cubierto de cualquier posible fallo; no sería la primera vez que un cañón explosionaba matando a cuantos lo rodeaban, pero, al quedarse el sultán, no podían sino imitarle permaneciendo plantados rezando a Alá por que todo saliera bien.
Mahomet dio la vuelta alrededor del arma, posicionándose en el lado contrario. Estuvo a punto de soltar una carcajada al fijarse en sus visires, con las manos en los oídos, expresión de terror y la boca abierta como si fueran peces, le habría gustado tener a alguien a su lado para apostar cuál de los tres se orinaría primero al oír el disparo, pero sus acompañantes más cercanos eran el oficial de jenízaros y sus cuatro soldados, que le seguían a prudente distancia, y, aunque parecían disfrutar de la escena tanto como él a tenor de las sonrisas que mostraban, no resultaba digno de su rango mofarse en público de tan elevados cortesanos.
Centrando sus ojos en el cañón, se dedicó a recorrer el arma con la mirada, fijándose en cada detalle, en la oscura piel que formaba su superficie, en las anchas cintas metálicas de refuerzo que jalonaban su longitud. Le recordaba el rechoncho cuerpo de un animal, casi podía ver las patas saliendo de su tronco, así como el fuego que escupiría por su negra boca. «Basilisco», pensó, nombrando al responsable de la futura caída de su ansiada Constantinopla.
Tan ensimismado se encontraba con su muda disertación que no advirtió cómo Urban prendía la mecha. El tremendo estampido le cogió de sorpresa, sintiendo aquel atronador sonido casi como un impacto en su pecho, haciendo que se tambalease hacia atrás a punto de caer. Una nube de humo gris claro se extendió de inmediato mientras el suelo temblaba al absorber los bloques de madera el fortísimo retroceso del cañón. La pétrea bala, escupida a una velocidad inverosímil, voló en un instante hasta perderse de vista, mientras todos los presentes agitaban la cabeza tratando de sacar el pitido residual que sus oídos aún se empeñaban en transmitir.
—¡Increíble! —exclamó Mahomet casi sin poder escuchar su propia voz—. Tengo que ver dónde ha caído.
El sultán salió a la carrera en la dirección donde la bala se había perdido de vista, seguido de inmediato por el oficial y los cuatro lanceros jenízaros, en perfecta formación a pesar del continuo movimiento, con sus blancos gorros börk, heredados de los Bektasi, una de las sectas derviche, balanceándose con cada zancada. Chalil, con demasiados años y achaques para imitar a los gamos, permaneció al lado de la humeante pieza, preguntándose de dónde sacaba el sultán las energías para correr por el prado como un chiquillo después de pasar toda la noche en vela. Aunque muchos murmuraban sobre la afición de Mahomet al prohibido alcohol cada vez que aparecía ante sus consejeros con los ojos enrojecidos y profundas ojeras, su visir principal conocía de primera mano el interés del sultán por disfrazarse de simple soldado y pasear durante la noche por la ciudad, escuchando cada conversación de sus súbditos, indagando personalmente lo que opinaba su ejército sobre el inminente asedio. Pocos en palacio estaban al corriente de tan extraño comportamiento, entre ellos Chalil, y ninguno comentaba nada a aquellos que achacaban su cansancio matinal a la bebida. Mahomet prefería ser infravalorado, dejar que los demás le supusieran un borracho incapaz; ese fue el fallo del emir de Karamania antes de ser aplastado y, con toda seguridad, quería que fuera la perdición de Bizancio.
Tras trotar durante kilómetro y medio en busca de su preciada bala, Mahomet sintió una explosión de júbilo al descubrir la zona de impacto, un boquete en el suelo de casi dos metros de profundidad. Se paró a su lado, alegre como un crío al que regalan el juguete más esperado, mientras los jadeantes jenízaros, aún en formación, le alcanzaban unos segundos después, sudorosos bajo el peso de sus tintineantes aceros. El fornido oficial observó espantado el profundo hueco dejado por la pesada piedra. Mientras su señor se regocijaba bailando alrededor del agujero, él se encomendaba a Alá para que no permitiera esa pesadilla, pues, ¿qué honor le queda al combate si se pierde el brillante choque de las armas, la cálida sangre vertida sobre la arena? Si la guerra se iba a reducir a aplastar al enemigo a pedradas, ¿cuál sería la misión de los jenízaros? Rezó quedamente a Alá, el magnífico, suplicando no llegar a ver el día en que el mundo prescindiera del valor, del arrojo y de la pericia en combate, sustituyendo hombres, carne y hueso por infernales artilugios que matan antes de llegar a verlos. Apenas iniciados en su interior unos versos del sagrado Corán, el joven sultán volvía a poner a prueba su entrenamiento corriendo a grandes saltos de vuelta hacia el cañón. Apretando los dientes, el oficial gruñó una seca orden a sus cuatro compañeros y juntos apretaron el paso detrás del risueño Mahomet.
—Es indudable que su majestad rebosa vitalidad —comentó Zaragos al ver como regresaba a la carrera con los extenuados guardias pisándole los talones—. Tendremos que buscar a Aquiles para que siga su frenético ritmo, esos pobres soldados no dan más de sí.
—El ímpetu de la juventud ha de ser refrenado por la sabiduría de la ancianidad —respondió Chalil.
—¿Qué decís? —chilló el eunuco mientras se agitaba los oídos—. No consigo entender nada.
—¿Aún confías en que desista de tomar Constantinopla? —preguntó Zaragos ignorando al preocupado eunuco.
—No —respondió Chalil—, a estas alturas la decisión está tomada, el asalto se realizará en breve, tan sólo confío en que Alá nos conceda la victoria. Los soldados siempre pensáis que la derrota no llegará nunca, pero yo he visto muchas batallas y, en todas ellas, hasta el más débil tiene una oportunidad. Si somos rechazados el imperio podría desmembrarse.
—¿No estás siendo demasiado pesimista? Nuestro ejército es diez veces mayor que cualquiera que pueda reunir Bizancio, surtido de hombres duros y disciplinados, por primera vez nuestra flota podrá dominar el mar y ya has visto de lo que son capaces los cañones de los que disponemos.
—Cierto, Zaragos, pero en mil años las murallas de Constantinopla han sido tomadas sólo una vez, en gran parte valiéndose de traiciones y disensiones internas, y el propio Murad fue rechazado ante sus muros por la aparición de la Virgen. Si algo así ocurriera de nuevo, Occidente podría pensar que somos débiles y enviar una nueva cruzada, más peligrosa aún que la detenida en Varna. Hungría se revolvería atacando nuestras fronteras y, peor aún, el príncipe Orchán reclamaría el trono con apoyo extranjero, dividiendo en dos al país en una guerra fraticida. No, Zaragos, no tengo la certeza de vencer en esta lid, y asumir semejante riesgo por una ciudad que en su interior es un campo de ruinas no me parece sensato.
—Los débiles siempre encuentran grandes dificultades para enfrentarse a su destino —comentó Zaragos—, pero si aún quieres, puedes comentar tus inquietudes con el sultán.
Mahomet alcanzó a los visires exultante de felicidad, respirando agitadamente por el esfuerzo, pero alegre como un adolescente enamorado.
—Urban, te has ganado con creces tus elevados emolumentos, ¿cuánto se tardará en desplazar el cañón a Constantinopla?
El ingeniero húngaro meditó un instante la respuesta, mirando su obra de arte con los ojos entrecerrados.
—Supongo que unos dos meses, serían necesarios un centenar de bueyes y casi doscientos hombres para transportarlo, además de otros tantos para alisar el camino y eliminar obstáculos.
—Dos meses —repitió Mahomet saboreando las palabras—. Podríamos fijar el ataque para el primero de abril. Zaragos, da orden de reunir las tropas, la flota se concentrará el mes que viene en Gallípoli. Quiero estar ante los muros de la ciudad en la Pascua cristiana.
—Así se hará —confirmó Zaragos con una siniestra sonrisa dirigida a Chalil.
El primer visir se mantuvo callado, con los ojos fijos en su alborozado señor, el cual se volvía a mirar el terrible cilindro de metal susurrando una extraña palabra, «basilisco».
A pesar de lo que pareciera inicialmente, la semana pasó en un suspiro para Francisco. Su tarea junto a Giustiniani en las murallas de la ciudad absorbía todo su tiempo, acudiendo a uno u otro punto, siguiendo al ingeniero John Grant por toda la línea de defensa para traducir sus órdenes a las cuadrillas de voluntarios griegos.
Aunque el estado de la muralla era más que aceptable, en algunos puntos concretos era necesario ahondar el foso, reparar grietas, recuperar almenas o apuntalar los techos de las torres. Los ciudadanos habían respondido con fervor a los ruegos de Constantino y se incorporaban al trabajo en número creciente, por lo que llegó un momento que el corpulento John no podía atender a tantos operarios, delegando parte de su propio trabajo en oficiales italianos, así como en el castellano, que se vio, sin tener idea de albañilería o arquitectura, dirigiendo grupos de trabajadores con tan sólo unas someras instrucciones de su amigo escocés. La tarea no resultó excesivamente complicada porque entre tanto voluntario siempre se encontraba alguno con un largo historial de construcción a sus espaldas, por lo que Francisco tan sólo necesitaba coordinar los esfuerzos, abandonando la parte técnica a personal más cualificado. Sin embargo, la amplitud del esfuerzo y el continuo cambio de ubicación a lo largo de la triple línea de murallas convertían los días en tenues suspiros, acelerando el recorrido del tibio sol de febrero. Y no es que el joven se quejara; el mero hecho de evitar las clases de protocolo del aburrido Lotario suponía un premio suficiente a cualquier esfuerzo, horas de acarreo de piedras e interminables caminatas.
Durante los frecuentes descansos, donde los trabajadores comían y recibían la visita en las propias obras de familiares y amigos, el carácter abierto y amigable del castellano, junto a su popularidad dada su oscura y misteriosa condición de allegado imperial, limitaban totalmente su capacidad para evadirse unas horas y regresar a palacio a buscar a su anhelada Helena. En las frías noches pasadas en el campamento de Giustiniani, junto a aquellos rudos soldados, Francisco no dejó de pensar en la bella griega. Su rostro aparecía con frecuencia al cerrar los ojos, mientras que el recuerdo de su suave perfume parecía mantenerse en el aire. En alguna ocasión trataba de desechar esa invasora imagen de su mente, sorprendido de que él, un hombre con innumerables conquistas a sus espaldas, se encontrara inquieto ante la sola idea de encontrarse con ella el domingo, como un joven cercano a su primera cita. La inocente candidez que desprendía la joven y sus tímidos ojos claros producían en Francisco un creciente deseo de conocer a fondo a aquella persona. Más que la simple atracción física que muchas otras habían despertado en él en el pasado, sentía la necesidad de hablar, de conocer su personalidad, de disfrutar de su compañía y, por supuesto, del tacto de su piel. En algún momento llegó a pensar si no sería más aconsejable tratar de distanciarse. Una relación continuada era algo impensable para él, menos aún con alguien tan cercano a la corte imperial y al que, en la intimidad de sus encuentros, podría desvelar inconvenientemente algún secreto. Nunca había mantenido a su lado a mujer alguna más de unas pocas semanas, el tiempo suficiente para gozar de sus placeres, aprovechar sus fortunas y huir, antes de que las deudas o los maridos celosos pudieran provocar incidentes desagradables. De hecho, se dio cuenta de que no recordaba a nadie con el que hubiera mantenido siquiera amistad de un modo duradero fuera de sus años de infancia, mientras su padre aún vivía, allá en Toledo. Sin embargo, a pesar de toda lógica y frío cálculo, una parte de él se negaba a alejarse de aquella oportunidad; siempre hay tiempo para huir, ¿no había vivido así los últimos años? De fuga en fuga, sin mirar atrás, sin volver nunca sobre sus pasos, ¿por qué iba a ser diferente?
Ese domingo, día de descanso en las obras de la muralla, tras un reparador baño en las termas del palacio, que eliminara de su cuerpo el sudor y el polvo acumulados durante los días de trabajo, se enfundó una lujosa túnica de seda de color ocre, bordada con águilas y leones dorados encerrados en círculos contiguos, regalo del emperador al darse cuenta de que su atuendo no casaba con el esperado en un cortesano de alto rango, y se encaminó a la iglesia de San Salvador de Chora, mezclándose con la nutrida congregación que surgía de las puertas de palacio, casas particulares y calles aledañas.
La zona cercana al palacio imperial era la más cuidada de la ciudad. Los pocos nobles, terratenientes y funcionarios de la corte con suficientes ingresos mantenían en las proximidades lujosas mansiones y palacetes, en perfecto estado a pesar de su antigüedad. Sin embargo, a medida que se acercaba a la puerta de Carisia y a la cercana iglesia de San Jorge las edificaciones se transformaban, disminuyendo en número y suntuosidad. Las viviendas aristocráticas dejaban paso sutilmente a modestas casas bajas, de desconchados muros de ladrillo. En muchas de ellas, las ventanas compuestas por delgados tablones de madera sustituían a los vidrios, no sólo notablemente más caros, sino extremadamente difíciles de conseguir en los últimos meses. Aun así el empedrado de la calle se mantenía uniforme, facilitando el paso de caminantes y mercancías.
Por la densamente transitada vía, extraño suceso en una ciudad semidespoblada, circulaban cerca de Francisco modestos trabajadores con sus túnicas raídas y apolilladas, numerosos funcionarios vestidos con pesadas túnicas lisas de domingo, grupos de mujeres con decorados velos de finas telas blancas, caballeros de alto rango trotando sobre corceles de ricos arneses, ataviados con negras capas sirias y acompañados de criados perfectamente uniformados, incluso un par de literas, sobre los hombros de fornidos esclavos turcos, cuya carencia de cortinaje permitían exhibir lujosas joyas, maquillajes recargados y complicados vestidos que mezclaban estilos turcos, italianos y griegos a las damas que las ocupaban. Por primera vez desde su llegada, el lujo y la fastuosidad del Bizancio que tantas gestas habían inspirado aparecían ante los ojos de aquellos llegados de Occidente.
Las mujeres de clase más alta lucían túnicas de lino o seda de diferentes colores, naranja, ocre, verde claro o granate, largas hasta los tobillos y con bordados en cuello, puños y en el dobladillo inferior; velos de gasa sobre la cabeza que dejaban entrever pendientes de oro con forma de cruz, el pelo recogido con cadenas de lino y plata, los labios pintados de un intenso color rojo, las cejas depiladas hasta convertirse en una fina línea y hebillas y prendedores con forma de pez sobre los hombros, reminiscencia de los antiguos símbolos cristianos. Las más ricas portaban brazaletes o collares cargados de perlas, amatistas o esmeraldas traídas desde la India, y encogían sus pupilas con belladona, hasta que se transformaban por un tiempo en diminutos puntos negros.
Los hombres ofrecían un rango mucho más elevado de diversidad, desde vestidos de estilo claramente occidental a espesas túnicas de lana cubiertas por capas de colores oscuros.
Sin embargo, a Francisco, una de las cosas que más le llamó la atención era la enorme diversidad de gorros que lucían los habitantes de Constantinopla, desde las picudas gorras negras de estilo italiano a los altos gorros de fieltro de brillantes colores, parecidos a aquellos portados por los turcos, pasando por los kalyphta, que tenían forma de barco, con un copete en su centro, los más populares, tanto de color rojo como, sobre todo, blanco.
A pesar de sus esfuerzos, no consiguió ver a Helena entre el gentío que se movía entre las calles, formando pequeños grupos de familiares o amigos, muchas veces separados por sexo. Ya en las cercanías de San Salvador de Chora, el panorama se volvió aún más complicado, dado que, en la pequeña zona abierta frente a la entrada, los habitantes de la ciudad se arremolinaban para observar a los altos dignatarios, comentar la vestimenta de las mujeres o, simplemente, tratar de encontrar un buen sitio dentro de la iglesia.
El aspecto exterior del edificio contrastaba por su magnificencia y casi perfecto estado con los que le rodeaban, apareciendo como una isla de riqueza en medio de un mar de mediocre decadencia y abandono. De la iglesia anterior, fundada en el siglo VI y reconstruida en varias ocasiones, la última casi trescientos años antes, aún permanecía reconocible en su estructura la cúpula central, sobre un alto tambor horadado por múltiples ventanas terminadas en arcos de medio punto. El resto permanecía fundido con la capilla mortuoria, el nártex o el edificio anexo añadido en su última modificación, cuando se convirtió en uno de los iconos religiosos del norte de la ciudad.
Ya en el interior, el derroche de medios con el que se había realizado la decoración permitía a Francisco maravillarse de la técnica bizantina para la creación de obras de arte. Mientras los fieles le empujaban con cara de desaprobación, debido a la parsimonia con la que avanzaba, él admiraba las intrincadas formas de los paneles de mármol que revestían la sección inferior de los muros, justo debajo de los espléndidos mosaicos de innumerables teselas que cubrían las paredes. Finalmente, en la cúpula meridional que recubría una parte del nártex interior de la iglesia, las finísimas pinturas que contenían la genealogía de Cristo. Tal era su ensimismamiento que, a duras penas y tras dura pugna, cuando se quiso dar cuenta, no encontró mejor sitio que un hueco junto a la entrada, en la zona accesible al público en general.
Desde su puesto al fondo de la zona central de la iglesia escudriñó a la multitud tratando de localizar a Helena, tarea difícil entre tanto asistente, más si cabe cuando la mayoría de las mujeres, situadas en la zona izquierda de la iglesia, cubrían su cabeza con velos o capas, a lo que había que sumar la costumbre ortodoxa de seguir la liturgia de pie, con lo que resultaba prácticamente imposible distinguir una cara en medio de la multitud. Tras un buen rato de infructuosos intentos, cuando la celebración de la misa ya había comenzado, localizó, bastante lejos de su posición, a la bella esclava turca que trabajaba en palacio junto a Helena. Debido a su condición, no llevaba velo que ocultara su larga melena, recogida en una sencilla cola de caballo. Al girar la cabeza había reconocido sus intensos ojos fijándose por un instante en un grupo de caballeros situados en las primeras filas de la zona central. Entre ellos reconoció a Teófilo Paleólogo, primo del emperador y, por tanto, uno de sus supuestos parientes, que se volvía con asiduidad hacia donde se encontraba la joven turca.
«No parecen muy discretos», pensó para sí mientras alargaba el cuello tratando de ver a las personas situadas a ambos lados de la esclava. Helena había comentado que la joven turca la acompañaba a la iglesia, lo que, unido a su posición en una zona reservada a la gente del palacio, indicaba que probablemente se encontraban juntas. La persona a la derecha de Yasmine era baja y demasiado ancha, mientras que la de la izquierda mostraba la altura justa, aunque era imposible confirmar su identidad, pues su túnica disponía de un lado más largo que se recogía sobre la cabeza, a modo de capucha para cubrir el pelo.
Durante toda la liturgia se mantuvo en vilo tratando de discernir si la dama en cuestión era aquella que buscaba, pero, como castigo a su falta de paciencia, en ningún momento se volvió, permitiéndole ver su rostro. Tal era su concentración que tardó en darse cuenta de que la liturgia se realizaba según el rito occidental, en lugar del tradicional ortodoxo. El clérigo que oficiaba la ceremonia, vestido con una impecable túnica negra, en contraste con su larga barba blanca, rematada por un largo trozo de seda con cruces bordadas, se mostraba incómodo en algunos pasos, pero, al parecer, se mantenía la postura oficial de unión de ambas Iglesias. Más tarde, hablando con los compañeros de fatigas en la muralla, descubriría Francisco que la mayoría de los habitantes que formaban las clases bajas de la ciudad seguían manteniendo su antigua fe, buscando en las pequeñas iglesias y basílicas a los clérigos que aún oficiaban según los ritos ortodoxos. Al castellano, la liturgia le proporcionaba un cálido sentimiento hogareño. Aun a medio mundo de distancia de todo lo que había conocido hasta ahora, mantener la tradición habitual de los domingos le ayudaba a integrarse en aquel nuevo ambiente. Sin embargo no pudo evitar una ligera decepción al pensar que no podría comulgar pan con levadura. Supuso que el arzobispo Leonardo habría mandado arrojarle a la hoguera por ello, pero no podía evitar sentir cierta curiosidad por el exotismo de los griegos a la hora de vivir su fe. En cierta medida, no tuvo más remedio que admitir que aquellos a los que Roma imponía ahora su liturgia y formas religiosas se encontraban mucho más cerca de Dios que cualquiera de los romanos a los que había conocido.
Con el fin de la misa llegó el lento desfile de los asistentes hacia el exterior del magnífico edificio. Francisco demoró pacientemente su salida, calculando el momento justo para encontrarse, de forma absolutamente casual, por supuesto, con la mujer que, por fin, pudo identificar como Helena. No resultó una jugada fácil, dado que a pocos metros caminaban algunos de los dirigentes bizantinos, el propio Giustiniani, Mauricio Cattaneo y otros distinguidos personajes a los cuales conocía de sobra y con los que hubiera debido entablar conversación de cruzarse en su camino, perdiendo así la esperada oportunidad. Sin embargo, si en algo descollaba el castellano era en su agilidad para desenvolverse en medio del gentío y fajarse sin un pestañeo de compañías no gratas. Con una hábil maniobra, digna de figurar entre las hazañas de la caballería de Alejandro o los mercenarios íberos de Aníbal, sorteó a un par de sonrientes matronas, un grupo de caballeros uniformados y a un imberbe mozalbete para aparecer como por ensalmo al lado de la dulce Helena, entrando de flanco al asalto de la línea.
—¡Helena! —exclamó Francisco con fingida sorpresa—. ¡Qué casualidad! No te había reconocido entre tan densa multitud.
—Me alegro de verte, Francisco, ya casi había perdido la esperanza de encontrarme contigo.
—Me esperabas entonces.
—No, no realmente, o sí —se defendió ella con cierta turbación—. ¿No dijiste que estarías en misa este domingo?
—Por supuesto, solamente quería indagar si lo recordabas.
—Y ponerme en un aprieto.
—Nunca en la vida se me ocurriría incomodar a tan hermosa dama, ya que, dicho sea de paso, hoy te encuentro especialmente radiante.
Francisco aprovechó un momentáneo tapón de gente frente a la puerta de entrada para mirar de frente a Helena, la cual bajó la mirada con una tímida sonrisa. Una estola de lino de color naranja pálido cubría su túnica, utilizando uno de sus largos pliegues para cubrir su cabeza, dejando entrever su pelo ondulado, recogido en un laborioso trenzado con finas cadenas de dorado metal. Su rostro de piel pálida, ligeramente sonrosada en las mejillas, no necesitaba el recargado maquillaje de otras mujeres. Entre la población femenina de la ciudad aún se mantenía la idea de que una piel morena era símbolo de trabajo al sol y, por tanto, de pertenencia a las clases bajas, por lo que las damas distinguidas blanqueaban su piel con gruesas capas de maquillaje. Al ver a su joven amiga, pensó que sería la envidia de cuantas la rodearan por su suave y aterciopelada piel.
—Me encanta tu galantería —dijo ella por fin—, pero no merezco tales halagos y menos en un lugar como este, rebosante de belleza.
—Si te refieres a las damas, creo que deberías hacer caso a mi gusto, mientras que si hablas de los adornos y mosaicos de la iglesia, no negaré que son vistosos y coloridos, aunque demasiado exagerados y poco realistas, ¿quién va a creer que alguien pudiera llevar un gorro como ese?
Francisco señaló uno de los mosaicos de la iglesia, situado en el nártex interior, sobre la puerta que daba paso a la nave central, en el cual un hombre barbado, con una larga y espesa túnica ofrecía de rodillas un modelo de la iglesia a Cristo, sentado en un trono. El hombre lucía sobre su cabeza un desproporcionado gorro blanco con franjas rojas en sentido vertical, en forma de cono invertido o inmenso turbante. Helena rio cuando siguió la mano de Francisco hasta el mosaico.
—Lamento decirte que ese hombre representa al megas logothetes Metoquites, al que se le dio permiso para llevar ese atuendo por sus servicios al emperador.
—¿De verdad se ponía semejante engendro?
—No sólo lo usaba —respondió ella entre risas—, lo consideraba un honor.
—Con semejante peso en la cabeza no comprendo cómo podía ser útil a nadie, a mí me costaría hasta pensar.
—Tal vez por eso acabó sus días encerrado en el mismo monasterio que mandó construir anexo a esta iglesia.
—No hace falta decir que estás versada en historia de la ciudad.
—Es parte de mi trabajo, además de una pasión personal. A las mujeres les resulta más difícil educarse que a los hombres, por lo que siempre es un aliciente poder superar esa barrera.
—Dado que apenas he visto de Constantinopla el puerto, palacio y murallas, ¿me acompañarías a dar un paseo por la ciudad para enseñarme sus maravillas?
—No sé si debería, la gente murmura continuamente, el protocolo…
—Yo podría acompañarla —se ofreció repentinamente Yasmine, muda hasta ese momento—. No tengo nada urgente que me obligue a volver a palacio.
—Buena idea —afirmó Francisco—, eso evitará los comentarios de la gente, ¿nos vamos?
—Claro —cedió Helena sin mucho convencimiento—. ¿Qué te apetecería ver?
—No sabría decirte —dudó Francisco mientras meditaba sobre algún gran edificio que se encontrara lo suficientemente lejos—, el Hipódromo tal vez.
—¿El Hipódromo? —replicó ella extrañada—. No queda gran cosa de lo que fue antaño, pero, si es lo que prefieres…
Saliendo de San Salvador de Chora, bajaron por entre los callejones apenas cien metros hasta la calle Mese. De las numerosas estatuas que jalonaban ambos lados de la avenida tan sólo restaban los pedestales, como mojones solitarios esperando un héroe que ensalzar, vacíos testimonios de un antiguo esplendor. Después de la invasión de los cruzados, el saqueo que sufrió la ciudad resultó devastador, y sin embargo, leve, al lado del continuo latrocinio y la despreocupación que los emperadores latinos mantuvieron durante los sesenta años de su reinado. Las estatuas fueron fundidas o transportadas a Occidente, se abandonó por completo el cuidado de iglesias y monumentos, la población menguó desde el medio millón de habitantes hasta los escasos cincuenta mil actuales, y toda riqueza que pudiera ser susceptible de transportarse acabó en las galeras venecianas rumbo a poniente, mientras los cada vez más escasos pobladores veían cómo barrios enteros quedaban deshabitados y en ruinas.
Paseando por la desolada calle en dirección a la predominante estructura de la iglesia de los Santos Apóstoles, Helena desmenuzaba la historia de Constantinopla, sus más insignes monumentos, su expansión y última decadencia. Como un profesor que repite una lección bien aprendida, trataba de encerrar sus pensamientos envolviéndolos en una monótona letanía de explicaciones, fechas, nombres y detalles. La bella griega trataba de mantenerse en un terreno en el que se sabía cómoda, a salvo de la perturbadora mirada del castellano. Desde la llegada de Francisco a palacio su mundo había dado un vuelco, la firme rutina diaria comenzaba a perder su sentido, con lo que Helena se sentía despertar de un nebuloso sueño. Tan sólo una semana después de la llegada de aquella pareja de barcos, la ciudad entera se había revolucionado, cambiando la tensa espera de los acontecimientos por una frenética actividad, desatada por los nervios acumulados en los últimos meses ante la casi inapelable idea del asalto turco. Para la bizantina, estos días habían abierto su existencia a un mundo lleno de anhelos y esperanzas que nunca pensó encontraría, pero con ellos también llegaron los miedos: miedo al dolor emocional, a sentirse herida o rechazada, a perder sus valores, arraigados profundamente desde niña. La asistencia a misas diarias y las numerosas oraciones no evitaban que su pensamiento volara con la rapidez de un águila, tratando de dilucidar qué es lo que se esperaba de ella, por qué el Señor la envolvía en tan oscuros momentos con una prueba semejante. Su mayor defensa consistía en un continuo volcado de inconexa información, saltando de un punto a otro de la historia con prisa febril, acrecentada al comprobar que Francisco hacía caso omiso de sus explicaciones para mantener su atención fija en ella.
Casi sin aliento por la interminable charla, con Yasmine unos pasos por detrás observando la escena con rostro inexpresivo, Helena vislumbró en las cercanías de los Santos Apóstoles una gran congregación de personas que se reunían alrededor de un clérigo, el cual, con voz firme, trataba de hacerse paso hasta la puerta de la iglesia.
—Os habéis reunido en vano —comentaba alzando la voz—, ya sabéis que me he retirado al monasterio.
—¡Háblanos, Genadio! —gritaban algunos—, tú eres nuestro guía.
—Todo está ya dicho —respondió él tratando, sin mucho éxito, de pasar entre la multitud—. Por favor, volved a vuestros quehaceres, dejad que viva mi pena en soledad.
—No queremos esta unión —repuso alguno—. Tan sólo las iglesias más pequeñas permanecen fieles a nuestra sagrada fe, ¿por qué Dios nos castiga de este modo?
—Dios no castiga —respondió Genadio a la multitud—, es su pueblo el que le da la espalda a Él, el Señor nunca abandonará a sus hijos.
Cuando reanudó sus esfuerzos por entrar en la iglesia, la multitud redobló su griterío, zarandeándolo en su afán por acercarse a él a oír sus palabras o pedir su bendición. Helena y Francisco observaban la escena desde el borde exterior del gentío, tratando de distinguir lo que pasaba en el centro de la escena.
—Es Genadio —comentó Helena—, uno de los clérigos de la ciudad que más se ha opuesto a la unión con la Iglesia latina. Muchos lo tienen por santo. Espero que no le aplasten entre todos, a veces la gente no se da cuenta de que su fervor es tan peligroso como el odio para el que se ve envuelto en medio. No consigo ver nada.
—Súbete al pedestal —dijo Francisco señalando un pedestal de piedra cercano, vacío de su estatua.
Helena subió ágilmente de un salto, dirigiendo sus ojos al centro de la vociferante multitud. No serían más de unos cientos, pero cada vez más personas se agolpaban en las cercanías, atraídas por el griterío y la curiosidad. Entre ellas un grupo de soldados, presumiblemente venecianos o genoveses de la compañía de Giustiniani, apareció en las cercanías de donde se encontraba Francisco, comentando entre ellos y divirtiéndose con chanzas sobre los campesinos bizantinos.
—¡Preferimos la muerte antes que abjurar de nuestra fe! —se oyó entre la multitud, coreado enseguida por la mayoría—. Seremos mártires, pero nunca herejes.
—¡El emperador nos ha vendido al Papa! —gritó otro ganándose la aprobación general.
—¡No! —gritó Genadio finalmente, hastiado de huir en vano sin que la muchedumbre le permitiera avanzar—. Sois vosotros los que os habéis vendido, renunciáis a vuestra alma a cambio de conservar la carne y los huesos, no culpéis a uno del pecado de muchos.
—Nosotros no pudimos decidir, fueron los extranjeros los que embaucaron a nuestro emperador —exclamó otro—, la culpa es de los obispos extranjeros, ese maldito Leonardo, que nos desprecia y nos humilla. ¡Arrojemos a los latinos de la ciudad!
La multitud prorrumpió en un fuerte griterío, cada vez más intenso a medida que se agolpaban más personas, las cuales se añadían al resto sin tener noción alguna de lo que se hablaba, atraídas más por la masa que por las ideas.
No era la primera vez que Francisco se encontraba en medio de una situación parecida, por lo que sabía por experiencia que pasar de la población descontenta al tumulto bastaba con una chispa. Viendo el cariz de los acontecimientos se acercó hacia Helena cogiendo su mano.
—Es mejor que nos vayamos.
Helena le observó desde su pedestal, primero con cara de sorpresa, tornada pronto en una ligera expresión de angustia. Desde su posición podía observar como la gente se enervaba contra el grupo de soldados italianos, los cuales habían dejado de reír y se mostraban ceñudos y serios.
—¡Expulsemos a los latinos!
—¡Sois unos herejes! —gritó entonces uno de los soldados italianos—. Preferís a los turcos antes que la verdadera fe. No merecéis nuestros esfuerzos, venís suplicando nuestra ayuda como plañideras y sin embargo nos odiais.
—¿No habríamos de odiaros, cuando fuisteis vosotros quienes arruinasteis nuestra ciudad? —exclamó Genadio con firmeza, subido en uno de los escalones de la iglesia—. ¿No asaltasteis nuestros edificios, saqueando nuestros monumentos más sagrados, vendiendo hasta los techos de las iglesias en una espiral de codicia? ¿No fuisteis los latinos aquellos que vejaron a nuestras mujeres e hijas? Mientras el pueblo pasa hambre vendéis el trigo del mar Negro en Occidente, para llenar los estómagos de los nobles con nuestra sangre. ¿Tan frágil es vuestra memoria que no recordáis el trato que nos dispensaron? —añadió dirigiéndose a la multitud de griegos, los cuales escuchaban en silencio al clérigo—. Vosotros vestís con harapos, realizáis los trabajos más humillantes recogiendo sólo las migajas que resbalan de su mesa, ¿y ahora esperáis de ellos la salvación? Venderéis vuestra fe en Cristo nuestro Señor a cambio de la decepción, pues no dudéis de que cuando el nombre del obispo de Roma resuene en nuestros sagrados templos los latinos olvidarán nuestro sufrimiento y las necesidades de Constantinopla. Que nadie albergue la esperanza de ayuda, pues mercaderes son, y nada ofrecen sino es a cambio del doble. Y aunque dicha ayuda llegara, ¿valdría el precio de vuestra eterna salvación? ¡No!, mil y una veces lo he gritado, pero seguís sordos, seguís ciegos y mudos. Y he de añadir que si ellos son culpables —continuó señalando al grupo de soldados— de avaricia, gula, soberbia y lujuria, vosotros sois aún peores, pues la cobardía os ha hecho viles, sois culpables de traición, ¡habéis traicionado a Dios! Y no perderé un segundo más de mi vida gritando a vuestros cerrados oídos. El camino está delante, ¡seguidlo si tenéis suficiente fe!
Dicho esto el iracundo clérigo se abrió paso bruscamente entre la silenciosa multitud hasta las puertas de la iglesia, por donde desapareció con rapidez. Su ausencia provocó un murmullo entre la gente, indecisa sobre el siguiente paso, sin embargo un nuevo clamor volvió a animar a los concurrentes. Al grito de «¡Viva Bizancio y la verdadera fe!», los más exaltados se dirigieron hacia los soldados italianos con actitud amenazadora, cercando al grupo a la vez que insultaban a los extranjeros. Cuando comenzaron los empujones y voló alguna piedra, los soldados desenvainaron los aceros, formando un círculo a modo de erizo contra la multitud. Francisco, tras comprobar que nadie se fijaba en él ni le identificaba como enemigo, comenzaba a buscar con ojo experto el mejor camino para salir de aquel embrollo cuando escuchó una voz, que se alzaba poco a poco entre la multitud. Para su sorpresa, era Helena la que trataba de hacerse oír, acallando con sus súplicas, gracias a su posición dominante, a los que parecían a punto de llegar a las manos.
—¡Amigos! —gritó cuando consiguió un mínimo de atención—, ¿qué es lo que hacéis? Estos hombres han cruzado el mar para luchar a nuestro lado por la salvación de Constantinopla. Cuando los turcos aparezcan frente a las murallas, arriesgarán sus vidas e incluso derramarán su sangre por vosotros. ¿Vais a luchar contra aquellos que vienen a defenderos? ¿Por qué tanto odio entre nosotros? Todos rezamos a un mismo Dios, todos queremos proteger lo que más queremos, ¿pensáis que el Señor no sufre al ver a sus hijos luchando entre sí? No es momento de rencores por el pasado, sino de permanecer firmes hombro con hombro, porque si no nos unimos no habrá futuro para esta ciudad. Hoy es domingo, el día del Señor, dejad a un lado las armas y volved a vuestras casas a disfrutar los pocos días de paz que nos quedan.
A medida que Helena hablaba, las caras iracundas de los griegos se tornaban en rostros más serenos, los italianos bajaron las espadas y la crispación se relajó. Francisco la miraba totalmente sorprendido, allí, de pie sobre el pedestal, con aquel mechón de pelo sobre la frente, reflejo de un espíritu indomable que acababa de aflorar como si surgiera de la nada. Unos pocos comenzaron a alejarse, arrastrando con ellos al resto. Los más indecisos siguieron su ejemplo, dejando solos frente a los soldados a los últimos irreductibles, los cuales, vista la desaparición del apoyo que surge de la masa y los todavía desenfundados aceros, decidieron dar media vuelta y dispersarse, no sin antes clavar sus ojos en Helena y, ya de paso, en el aún sorprendido castellano.
Francisco, boquiabierto, tendió su mano para ayudar a Helena a descender del pedestal, ya transformada como por ensalmo en la tímida joven con la que había salido de la iglesia de San Salvador de Chora.
—¿Dónde has tenido oculta a esa leona? —atinó a preguntar.
—Siempre se me dio bien hablar y no podía hacer otra cosa sino intentar que no se produjera una matanza.
—Ha sido asombroso —intervino Yasmine, que no se había movido del lado de su señora.
—Yo pienso exactamente igual —afirmó Francisco—. No me imaginaba tanto valor encerrado en tan delicado rostro, yo no pensaba sino en salir corriendo a la primera oportunidad.
—No digas tonterías —respondió ella con una sonrisa—, estaba segura que si algo salía mal nos protegerías a las dos de cualquier daño.
—Es lo malo de ser un caballero, dejarse matar por una turba violenta en defensa de dos damas puede parecer honorable, pero seguramente resultará más que doloroso.
—Gracias por vuestra intervención, señora —intervino uno de los soldados italianos que se habían visto cercados por la multitud—. Lamento que la escasa discreción de mi compañero haya desatado semejante alboroto, no olvidaremos vuestro gesto ni vuestro valor.
—Ha sido un placer —respondió Helena—, pero procurad tener cuidado hasta que se calmen un poco los ánimos.
—No creo que sea buena idea continuar el trayecto —comentó Francisco—, no me han gustado las últimas miradas que nos han dirigido algunos de esos energúmenos. No me apetece encontrármelos en un callejón, además, es una buena excusa para que me acompañes otro día.
—Supongo que será lo más prudente —respondió Helena iniciando el camino de vuelta hacia el palacio.
Tras despedirse del grupo de soldados, con Yasmine de nuevo unos pasos por detrás de ellos, bajaron por la suave cuesta que la calle Mese formaba desde la iglesia de los Santos Apóstoles. Más callados que en el trayecto de ida, Francisco aprovechó para despejar una duda mantenida desde la reunión anterior con los notables de la ciudad.
—Durante una de las charlas que he mantenido estos días alguien mencionó que el sultán tiene una manera especial de tratar a sus familiares, ¿tú sabes algo sobre eso?
—Supongo que se referirán a lo ocurrido con su hermano —respondió Helena.
—No sabía que el sultán tuviera un hermano, creía que el príncipe Orchán era su único pariente cercano.
—Y no lo tiene, al menos ahora. Küçük Ahmet, hijo de la segunda esposa de Murad, padre del sultán, era apenas un recién nacido cuando Mahomet subió al trono; su madre le dejó en la cuna para ir a ver al sultán, a felicitarle por su nombramiento, y mientras lo hacía Mahomet ordenó a sus secuaces que estrangularan al bebé en la cuna. No quería que pudiera crecer, disputándole el trono algún día.
—No me extraña que Orchán esté asustado porque ese aprendiz de Herodes tome la ciudad, seguramente ordenaría que le cortaran el cuello nada más verlo.
—Se comenta en palacio que Mahomet está pensando sancionar una ley por la cual el sultán electo mate a todos sus parientes, con la excusa de evitar luchas por el poder o guerras civiles que debiliten el Imperio turco.
—Por muy buenas que sean las intenciones no creo que tuviera agallas suficientes para matar a un recién nacido —comentó Francisco con cara compungida.
—El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones —declaró Helena con tono serio.
—Parece que nuestros últimos encuentros resultan accidentados por uno u otro motivo.
—Tal vez el destino no quiera vernos juntos.
—No creo en el destino, al menos mientras no diga lo que quiero oír —comentó Francisco cuando se adentraban por las calles que conducían al palacio.
—¿Y cuál quieres que sea tu destino?
—No tengo dotes de visionario —entrecerrando los ojos y levantando la cabeza hacia el cielo—, pero ahora mismo vislumbro entre la niebla de mi futuro una ciudad salvada del peligro y una hermosa joven de bellos ojos verdes y corazón de león acercándose hacia mí. ¿Cuál es el tuyo? Lo pregunto por si mi modesta colaboración puede influir en su cumplimiento.
—Creo que no te lo diré —contestó ella riendo—. Toda dama que se precie debe guardar sus intimidades ante los caballeros.
—Deja que adivine —continuó el castellano cerrando los ojos con fuerza a la vez que mostraba un gesto de profunda concentración—. Sí, ya lo veo, un apuesto, galante y valiente joven llegado de lejanas tierras, que despertará en ti profundos sentimientos.
—Cuando veas a mi apuesto y galante joven —comentó Helena con una sonrisa irónica— dile que no pido demasiado, sólo fidelidad, amor y, por supuesto, compromiso.
—¿Compromiso? —repitió Francisco abriendo los ojos de par en par.
—Compromiso —confirmó ella casi en un susurro—. Hasta entonces, seguiré esperando a mi valiente príncipe.
Habían entrado en el patio principal del palacio, donde los caminos a sus respectivas habitaciones se dividían. Ella le miró, como si quisiera escrutar en su interior la respuesta a sus expectativas, sin decir nada, con sus ojos clavados en el interior del castellano. Tras unos segundos desvió la mirada y comenzó a andar hacia uno de los lados del patio porticado, en dirección a la escalera de mármol que conducía al ala del palacio donde se alojaban los funcionarios.
—Espero verte pronto —se despidió—, ya sabes dónde encontrarme.
Francisco se quedó de pie, plantado en mitad del patio, observando cómo Helena desaparecía lentamente por las escaleras mientras Yasmine le miraba de reojo con una enigmática sonrisa.
—No os he dado las gracias —dijo la esclava turca.
—¿Por qué? —preguntó sorprendido el castellano.
—Cuando nos encontrábamos en medio de la multitud, dijisteis que os batiríais por dos damas. No es corriente que un noble mencione a una esclava, y menos la trate con esa cortesía.
—Nacer esclavo es un accidente —respondió el castellano—. De haber sido otra tu suerte tendrías a muchos de esos nobles a tus pies.
Yasmine se acercó a él, tanto que Francisco pudo oler su ligero perfume, casi hipnotizado por aquellos ojos marrones.
—Ahora debo irme —dijo ella—, tal vez en otro momento se me ocurra algún modo de demostrar mi gratitud.
El castellano se mantuvo callado, extasiado, mientras ella le miraba un instante antes de desaparecer contoneándose por la misma escalera que minutos antes ascendía Helena, dejando al totalmente confuso Francisco como una estatua decorativa en mitad del patio. Después de unos minutos, recobró el dominio de sus piernas y dejó su estática posición para dirigirse a sus habitaciones, sin percatarse de que una figura no había perdido detalle de la escena, desde su posición en una de las ventanas que daban al patio.
Sfrantzés no necesitaba oír lo que decían aquellas tres figuras en mitad del patio. Para él la escena, vista a través del cristal de la ventana de su cuarto, habría sido bastante obvia de no mediar un importante detalle ocurrido esa misma mañana. En la corte era los ojos y oídos del emperador, nada debía suceder en Constantinopla sin que él se enterara, por lo que no tardó demasiado en averiguarlo todo sobre los hasta ahora frustrados esfuerzos del castellano por cortejar a la bella Helena. Inicialmente no había dado importancia a tales eventos; con una invasión a las puertas, la posibilidad de que el recién llegado se dedicara a asaltar una cama femenina figuraba como un asunto banal, apenas digno de un comentario. Sin embargo, la paloma mensajera que había recibido de su contacto en la corte del sultán traía inquietantes noticias, la confirmación de una sospecha que debía comunicar al emperador y, en una reunión para la que se preparaba en ese momento, tratar con urgencia.
Aún con el vistoso atuendo, propio de su elevado cargo, con el que había asistido a los oficios litúrgicos, Sfrantzés plegó algunos documentos y salió de sus estancias con paso rápido. Atravesando los pasillos, en los que se había reforzado la guardia por orden suya, llegó con premura a las estancias privadas del emperador, donde los vigilantes ya habían sido advertidos para conducirle hasta el propio Constantino, el cual le esperaba, vestido con una modesta túnica de lino blanco, estudiando un mapa del mar de Mármara detallado sobre un pergamino.
—Buenos días, Jorge —saludó al ver entrar al secretario imperial—. No tengo mucho tiempo, ¿qué es ese asunto tan urgente?
Sfrantzés saludó cortésmente, pero se mantuvo en silencio hasta que el guardia que le acompañaba dejó la habitación cerrando la puerta tras de sí.
—Tengo informes de nuestro contacto en la corte del sultán, y no pueden ser más preocupantes.
—Ya casi estamos acostumbrados a las malas noticias.
El secretario imperial había conseguido, con su diligencia habitual, que uno de los más importantes colaboradores del dirigente turco enviara regularmente información sobre los pasos seguidos por el sultán contra Constantinopla. Ni siquiera el emperador sabía de quién se trataba, tal era el interés del concienzudo secretario por mantener a salvo su identidad y, aunque existían rumores en palacio que barajaban casi todos los cargos en la corte otomana, no podían ser, por fuerza, más que meras especulaciones. A pesar del desconocimiento sobre su verdadera posición, en los últimos tiempos, Constantino había llegado a temer la llegada de cada paloma mensajera, dado que sus informes siempre avisaban de un empeoramiento de la situación.
—Mahomet probó ayer un gigantesco cañón en las afueras de Edirne y ha dado orden de iniciar la marcha de sus tropas. Llegará aquí el uno de abril, el día de Pascua.
—Mal día para iniciar una guerra, la población espera la festividad como si fuera la última que pudieran celebrar, tener que suspender la fiesta sería un duro golpe. Pero dos meses de plazo entraba dentro de los cálculos que manejábamos, y no es ningún secreto que la artillería del sultán es muy superior a la nuestra. ¿Hay algo más, verdad?
—Sí —confirmó Sfrantzés con preocupación—, el sultán sabe lo del espía turco de Orchán.
—¿Cómo?, ¡no es posible!
—Eso mismo pensaba yo, pero en el mensaje que traía la paloma venían detalles que lo confirman.
—Sólo los que nos encontrábamos en aquella reunión conocíamos el secreto.
—Así es —atestiguó el secretario imperial apesadumbrado—, y descartando al propio Orchán y a su espía, que obviamente no querrá ser descubierto si aprecia su vida, tan sólo nos restan un puñado de alternativas.
—¿Has comentado algo con tus informadores?
—No, nadie lo sabe. Tampoco es probable que lo identificaran al pasar por una de las puertas, se le camufló convenientemente entre unos agricultores; los soldados se fijan en los que entran, no en los que salen. He interrogado personalmente a los guardias que custodiaban la sala, nadie salvo ellos se acercó a las puertas y, por precaución, puse guardias varengos. Ninguno de ellos sabía italiano, lo poco que pudieran escuchar sería totalmente incomprensible.
—Eso reduce el círculo.
—Mucho.
—¿Giustiniani? —preguntó el emperador—. Me resisto a creer que pueda estar comprado por los turcos, su entusiasmo parece totalmente sincero.
—De ser un espía podríamos considerarlo una jugada maestra por parte del sultán. Aunque no lo descarto, no es mi principal sospechoso, hasta el momento ha cumplido con su cometido de manera más que eficaz.
—¿En quién piensas?
—Ya sabes que nunca he confiado en Lucas Notaras.
—Perdió a uno de sus hijos en el último asalto turco a la ciudad —comentó Constantino—. Eso es un gran impedimento para negociar con sus agentes.
—También es cierto que tiene muchos negocios comerciales, lo que le permite disponer de contactos entre las diversas colonias extranjeras de la ciudad. Dinero y poder son un buen acicate para la traición.
—Confío en él —afirmó el emperador—, pero no tenemos por qué correr riesgos, vigílalo. ¿Alguien más?
—Sí, el castellano.
—¿Francisco?
—En efecto —confirmó Sfrantzés—. ¿Qué sabemos de él? Se enroló en la compañía de Giustiniani en Génova, su pasado sigue sin estar claro y gracias a su amistad con el comandante italiano está al tanto de todos los secretos.
—Todo espía necesita una red que le permita enviar los mensajes, tú mismo lo has dicho para el caso de Notaras.
—Cierto, por eso el megaduque es mi primera opción, pero no se puede descartar a tu supuesto primo.
—¿Puedes vigilarle de cerca?
—Es bastante listo, pero creo que tengo la persona adecuada para el trabajo. La principal cualidad de un espía es la discreción, y ¿existe mejor informador que el que no sabe que colabora?
—No te entiendo.
—La persona que le vigile no sabrá que lo está haciendo.
—¿Podrás conseguirlo?
—Descuida, aunque no debemos olvidar que hay una tercera alternativa, incluso más probable que las anteriores.
—¿Y cuál es? Yo te aseguro que no soy espía del sultán —comentó Constantino con una sonrisa.
—Lo sé —respondió Sfrantzés—. Me refiero a algo tan simple como una indiscreción o, más fácil aún, un infiltrado dentro del propio círculo de Orchán. Es ciertamente posible que, cuando se le envió a la ciudad, alguno de sus acompañantes fuera un informador.
—Es cierto y, respecto a eso, poco podemos hacer salvo comunicar las noticias al príncipe y dejar que él observe a sus hombres. Por lo demás, toma las medidas que creas oportunas.
—Me pondré inmediatamente a ello.
Sfrantzés se despidió de su amigo saliendo con rapidez de la habitación, dejando a Constantino de nuevo a solas, observando el detallado mapa con preocupación. Los problemas se acumulaban uno tras otro. Poco antes de la conversación con el secretario imperial le habían comunicado que los pocos enclaves que aún permanecían fieles al Imperio bizantino en Grecia estaban bajo asedio de las tropas turcas. No se podía esperar de ellos ningún tipo de refuerzo ya que luchaban por su propia supervivencia. Constantino cerró los ojos y se frotó la frente con la mano, en un intento de descargar su pensamiento de alguno de los innumerables problemas que le atenazaban. Sentía como le pesaban la responsabilidad, los años de continuas decisiones, combates y reveses. Tenía la sensación de haber pasado toda su vida luchando por un imposible, viendo pasar las estaciones sin un solo periodo de calma. Terremotos, plagas, invasiones, hambrunas, la lista de hecatombes que afligían a su pueblo desde que tenía uso de razón era casi interminable. Se preguntaba por qué Dios castigaba así a Bizancio, ¿tendrían razón aquellos que protestaban contra la unión de las Iglesias, los que denunciaban el abandono de la verdadera fe? Cuando dio el paso final con la celebración de la liturgia latina en diciembre, estaba convencido de que era la única forma de conseguir ayuda de Occidente para frenar a los turcos. Ahora le acosaban pensamientos de fracaso, de pérdida, como si hubiera sido la última humillación aceptada por un pueblo condenado a desaparecer. Recordó los días de gloria de Bizancio, cuando su imperio era la luz de Oriente, iluminando con su cultura y su arte toda una Europa sumida en la oscuridad y la barbarie, preguntándose por qué el Señor le había puesto al mando de ese mismo imperio en su época de ocaso. Tal vez fuese aquella la decisión más caprichosa de la fortuna: un Constantino fundó la ciudad y el reino, para que mil años después, otro Constantino la viese caer, arruinada tras siglos de decadencia.
La única decisión que tomó aquel día es que, si no era capaz de rechazar a los turcos, al menos tendría el valor y la determinación de caer junto a la ciudad que tanto amaba.
Helena se sorprendió al escuchar los ligeros golpes en la puerta de su habitación y, más aún, al abrir para encontrarse con el secretario imperial, con el lujoso uniforme de alto oficial del gobierno bizantino, esperando pacientemente con una sonrisa al otro lado del umbral.
—Señor secretario —comentó sorprendida—, ¿hay algún problema?
—En absoluto —respondió Sfrantzés manteniendo la sonrisa—, tan sólo me gustaría hablar un instante contigo si no es un momento inoportuno. ¿Puedo pasar?
—Por supuesto —afirmó ella haciéndose a un lado.
Sfrantzés entró en la sala cerrando con suavidad la puerta de la estancia.
—He oído que has entablado amistad con el joven castellano pariente del emperador.
—Así es —confirmó Helena—. Sé que el protocolo…
—No te preocupes por eso —interrumpió delicadamente el secretario imperial—, no he venido a echarte una reprimenda, todo lo contrario, su majestad está muy ocupado debido a la delicada situación de la ciudad, por lo que sus múltiples obligaciones no le permiten dedicar a su primo todas las atenciones que desearía. Me ha encargado rogarte que te ocuparas de mostrarle las costumbres de la corte, al parecer tiene cierta aversión por la persona anteriormente encargada.
—Sí, me ha comentado que sus explicaciones le resultaban difíciles de asimilar.
—No queremos que un familiar imperial se sienta rechazado o crea que no estamos pendientes de su bienestar y, conociendo tu inestimable valía y profundos conocimientos, el emperador piensa, y yo coincido con él, que lo mejor sería que sustituyeras a Lotario en sus tareas.
—Me halaga que el emperador me tenga en tan alta estima —comentó Helena casi sonrojándose—. Por supuesto haré lo que esté en mi mano, pero no quisiera ser objeto de murmuraciones en la corte.
—En absoluto, querida niña, puedes disponer de la esclava turca a tu servicio para acompañaros o de cualquier otro sirviente que consideres necesario, y ante cualquier problema no dudes en consultarme.
—Será un placer.
—Una última cosa, dado que no conocemos bien a nuestro joven amigo, el emperador desearía que le informarais, a través de mí, de cualquier cosa que pueda interesarle, sus inquietudes, diversiones, amistades; cualquier pequeño detalle, por insignificante que pueda parecer. A su majestad le interesa aprenderlo todo acerca de su recién llegado familiar, para facilitar en lo posible su integración en la corte.
—Desde luego, me parece muy loable que dedique tanto tiempo y esfuerzo, más teniendo en cuenta las pesadas ocupaciones de gobierno.
—Bien, en ese caso, volveré a verte para charlar sobre nuestro mutuo amigo.
¿Sería esta una señal del Señor o una simple coincidencia?, se preguntó Helena después de que el secretario imperial abandonara su habitación. Aun sin saber prácticamente nada sobre el joven castellano, con tan sólo unos pocos encuentros, estaba segura de la atracción que sentía por él. Sin saber cómo, había entrado arrolladoramente en su vida, como un viento que remueve un montón de hojas, desbaratando cualquier atisbo de orden que pudiera existir previamente. Ahora el destino le ofrecía la oportunidad de acercarse a él, de tratarle con detenimiento. Habría dado cualquier cosa por que sus amigas de la infancia hubieran estado a su lado, para poder hablar con ellas interminablemente sobre el joven castellano. Las habría abrumado con descripciones sobre su sonrisa, su noble porte, su alegre conversación e, incluso, sus cómicas chanzas y juegos de palabras. Su última amiga íntima en la ciudad, Helena, había muerto un año antes en el parto de su primer hijo, dejándola sola entre los grises funcionarios de palacio, sin un verdadero hombro en el que apoyar sus preocupaciones o comentar sus alegrías. No podía hacer otra cosa que mecerse al ritmo de las olas de la vida, comprobando con alegría que esperaba nerviosa y anhelante el próximo amanecer.
Los siguientes días fueron casi un calco de los anteriores, imbuidos de un frenesí constructivo alrededor de las fortificaciones de la ciudad. No sólo se mantuvo el ritmo de trabajo anterior, sino que se incrementó el número de cuadrillas de trabajadores que se afanaban en remozar foso, muro y torre de cada tramo de las defensas, centrando sus mayores esfuerzos en la zona de murallas terrestres, entre el mar de Mármara y el Cuerno de Oro. Las murallas que defendían la zona colindante con el Mármara, a pesar de su menor grosor, tenían la ventaja de las fuertes corrientes y la necesidad de un desplazamiento de navíos para acercar cualquier posible tropa atacante, mientras que los muros anexos al Cuerno de Oro disfrutaban de un sistema defensivo especial.
Para el momento en que la flota del sultán hiciera su aparición, tomando el control de las aguas cercanas a la ciudad, se tenía previsto cerrar el Cuerno de Oro por medio de una poderosa cadena, ya utilizada en numerosas ocasiones en asedios precedentes. De robustos eslabones de acero de medio metro de largo, y sostenida sobre el agua por flotadores de madera, se engarzaba en una de las torres de la colonia genovesa de Pera. Entre las obligaciones de su gobernador, Angelo Lomellino, se encontraba la de asegurar el acceso a los encargados de colocarla en caso de ataque enemigo. Sin embargo se necesitaron varios encuentros y numerosas reuniones para conseguir la confirmación, debido a los múltiples impedimentos prácticos que Lomellino no dejaba de presentar. El concurso de la cadena resultaba imprescindible para la defensa, pues permitía controlar el brazo de mar y, por tanto, liberar todo el tramo de murallas que daban al Cuerno de Oro de cualquier vigilancia. Eso suponía una mayor concentración de defensores en las zonas más amenazadas. A pesar de ello, esa zona fue la utilizada por los cruzados en 1204 para penetrar en la ciudad, algo que no se olvidaba en Bizancio, lo que conllevó a alistar una decena de barcos para defender la cadena de cualquier agresión de la escuadra turca.
La continuación de las obras no supuso diferencia para la mayoría de los que en ellas se esforzaban; sin embargo, Francisco constituía una excepción. Desde la notificación por parte de Jorge Sfrantzés de la nueva persona que actuaría como su paidagogos, el tiempo entre piedras y polvo le resultaba una tortura ante la imposibilidad de disfrutar de la compañía de Helena. Cuando se le ocurrió, impelido por las circunstancias, subir por la pasarela del buque de Giustiniani en el concurrido puerto de Génova, no tenía en mente pasar los siguientes meses como maestro albañil o director de obra. El trabajo manual y la supervisión de aquellos a su cargo, aunque tomado con buen humor e interés, comenzaba a hastiarle. Tan sólo la asombrosa confianza de aquellos griegos por salvar lo último que les quedaba de su otrora glorioso estado le animaba a continuar ejerciendo su papel en aquella extraña representación. Su encomiable actitud y férrea voluntad contagiaba a cuantos les rodeaban, impeliendo a venecianos, genoveses, catalanes o al propio Francisco a esforzarse con denuedo para mantenerse a la altura de un pueblo de supervivientes que mantenía la ilusión intacta en medio de un mar de problemas.
Mientras el flamante protostrator revisaba una y mil veces todas las disposiciones tomadas, los depósitos de armas disponibles o los suministros almacenados, con inigualable fervor a su castrense deber, Francisco había encontrado en el escocés un alma gemela para poder evadirse en la animada conversación sin tener que disertar continuamente acerca de la milicia, los ángulos de tiro o la calidad de la pólvora. De indudable pericia para la dirección bélica, el comandante genovés resultaba un compañero poco interesado en cualquier otro tema que no fuera el combate o la preparación para la guerra. Francisco deseaba tenerlo a su lado durante la lucha tanto o más que ahora prefería evitarlo en los momentos de asueto.
Aunque sus deseos habrían sido regresar cada día al palacio para recibir alguna clase de protocolo de la dulce Helena, las circunstancias no habían cambiado respecto a los primeros días de construcción, muy al contrario, las prisas se acumulaban, sobre todo al correr el rumor de que el sultán ya se había puesto en marcha con su ejército y pronto aparecería a los pies de la ciudad. Francisco, gracias a su posición como intérprete de Giustiniani y su cada vez más intensa amistad con Mauricio Cattaneo y otros jefes militares, estaba al tanto de las informaciones manejadas por ellos y, como tal, conocía de primera mano que se manejaba comienzos de abril como fecha de inicio de las hostilidades. Eso le dejaría un buen margen para trabar una más profunda relación con su nueva profesora de protocolo si al menos tuviera un rato libre que no fuera el domingo para poder compartir una charla con ella.
Para colmo de males, el último domingo el emperador decidió celebrar una liturgia privada en la capilla del palacio, a la que asistirían sus familiares y amigos más allegados, evitando involuntariamente que el castellano pudiera efectuar finalmente su ansiado paseo por la ciudad en compañía de la joven. Dado su nivel de frustración al haber podido mantener apenas media docena de encuentros con la bella paidagogos, decidió ahogar las penas la noche siguiente invitando al incombustible John Grant a unos cuantos tragos en una taberna, de la docena que aún se mantenían abiertas en la ciudad.
Con pasos inciertos y más suerte que conocimiento, ambos se dirigieron entre un mar de oscuras callejuelas al barrio griego cercano al puerto del Boukoleon, siguiendo las poco claras indicaciones recibidas por uno de los obreros pertenecientes a la numerosa cuadrilla dirigida por Francisco. Tras varios infructuosos intentos, el estruendo producido por un nutrido grupo de parroquianos de tan ateo templo condujo los pasos de los sedientos compañeros hasta las cercanías de un pórtico semiderruido, que concedía paso a una espesa puerta de madera, oculta guardiana de un vivaracho local repleto de asistentes.
El atronador ruido del interior contrastaba vivamente con la quietud de la calle. Una pequeña multitud reía, cantaba, charlaba, gritaba, jugaba a los dados y, sobre todo, bebía, alborotándose unos a otros con imprecaciones y exabruptos. La totalidad de los asistentes eran latinos: venecianos, genoveses y ragusanos mayoritariamente, formando grupos de variado tamaño que aullaban sus proclamas tratando de resaltar sus opiniones por encima del vocerío imperante. La omnipresente bebida consistía en cerveza, las más de las veces, dado que el bloqueo restringía el abastecimiento de vino, normalmente importado de Quíos o del Peloponeso y con unos precios prohibitivos.
El tabernero, italiano de origen, aunque de dudosa procedencia para evitar la pérdida de clientela, se apresuraba al otro lado de una vieja barra de madera a escanciar las jarras de los barriles disponibles junto a la pared. A pesar de las penurias generalizadas de la ciudad, unos pocos aprovechaban los inciertos tiempos para hacer fortuna en previsión de un próximo cierre del negocio, ya que si los turcos tomaban la ciudad, y suponiendo que el dueño sobreviviera al saqueo posterior, no había futuro en vender alcohol a musulmanes. Tampoco se veía a sí mismo transformando su taberna en una tranquila casa de té, así que en esos aciagos momentos tan sólo pensaba en llenar su bolsa, que en caso de victoria nadie se la iba a reclamar y, si la derrota llegaba, con buenos dineros siempre encontraría salida en un bote para él y su mujer o, incluso, bote y nueva mujer si el transporte era demasiado caro para dos. «La guerra es cruel», pensó mientras servía a unos venecianos, observando a su rechoncha esposa con el rabillo del ojo y deseando por un momento que el sultán saliera vencedor en la próxima contienda, hasta que Francisco le espetó al oído que le sirviera un par de jarras de cerveza.
Cuando tuvo sobre la barra ambas bebidas, el castellano alargó una a John preguntándose al mismo tiempo si aquel sería un ambiente adecuado para un miembro de la familia imperial. En su agitada existencia, Francisco había frecuentado todo tipo de locales de mala fama, casi con la misma frecuencia que los palacios y mansiones nobiliares. En ambos mundos se desenvolvía como pez en el agua, sin preferir realmente ninguno de los dos.
Antes de poder intercambiar unas palabras con su compañero escocés, una disputa comenzó en un lado de la taberna, volando algunas jarras entre insultos y empellones, pero, sorprendentemente, no pasó a mayores gracias a la intervención de algunos compañeros de los más acalorados, y la calma, si se podía llamar calma a semejante algarabía, volvió a imponerse.
—Si no hubiera visto con mis propios ojos a genoveses y venecianos juntos en la misma taberna —afirmó John— no lo creería ni aunque me lo jurase el obispo de Roma.
—Giustiniani tiene todo el mérito, probablemente es el único genovés sobre la Tierra al que obedecería un veneciano. A veces me hace dudar si tendrá más carisma que yo.
—No te traumatices por eso, nuestro jefe está completamente absorto en la guerra, no le dará tiempo a desplazarte socialmente.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Francisco alzando la jarra hacia el cielo en humorística ofrenda—. Que a los que acumulan demasiados dones el Altísimo no les concede la voluntad de usarlos.
John lanzó una ruidosa carcajada que ahogó seguidamente en cerveza, la cual apuró hasta la última gota y depositó en la barra con señas al tabernero para que rellenase el recipiente, haciendo temblar al castellano. En ese momento Francisco se preguntaba si no habría cometido una temeridad al ofrecerse a invitar al escocés, a juzgar por el precio de la cerveza y la capacidad alcohólica de su compañero. Tras un suspiro de resignación, decidió emularle mediante un buen trago del amargo líquido, mientras el fornido ingeniero comentaba con alegría:
—¿Cómo van tus asuntos con esa belleza griega? No esperaba que tardases tanto en agenciarte una buena moza en este puerto, ¿o es que no sabes por cuál de las dos decidirte?
—¿De las dos? Mi barco no sigue más que una estela.
—Me refiero a la turca que acompaña a tu enamorada. Muchacho, si yo la agarrara le iba a quitar esa cara tan agria que lleva cincelada a fuego. Con ese cuerpo mejor le iría en un burdel que de esclava.
—Que recuerde no es un terreno que quiera tantear, mis esfuerzos están sumamente concentrados, Helena tiene algo especial, es distinta a las demás mujeres que he conocido, ¿te he contado el incidente enfrente de la iglesia?
—Cuatro o cinco veces —respondió el escocés tras otro largo trago y una nueva petición, mediante gestos, al tabernero—, pero me estás asustando, cuando un hombre dice que tal o cual mujer es diferente, malo, eso es que te han atrapado. Me temo que aquí se acaban tus aventuras amorosas. Dentro de unos años volveré a ver cómo has acabado casado, tu mujer obesa y un montón de vociferantes críos trotando alrededor.
—No creo que sea peor que esta taberna —alegó el castellano—, aunque espero un futuro un poco menos negro que el que me pronosticas. Realmente estoy empezando a pensar si no tendrás razón y me estaré enamorando. Algo raro me pasa, eso seguro, antes la sola idea me habría hecho subirme al primer barco y cambiar de aires.
—Al menos esta vez no has elegido a una casada, eso simplifica las cosas. Dime, ¿vas a tardar mucho? Lo digo por si, en vez de túnica, tengo que acudir a la boda con turbante.
—Muy rápido quieres que vayan los acontecimientos, el amor es cosa frágil que no se puede apresurar.
—¡Ay, Francisco!, si te vuelves poeta sí que estás perdido, no vas a valer ni para que te ensarten.
—Tendrías que verme en acción, a mi lado Hércules es un simple afeminado.
John rio de nuevo a carcajadas antes de vaciar su bebida por enésima vez, provocando en el castellano un tremendo escalofrío, que recorrió toda su espalda para acabar en su cada vez más exigua bolsa.
Al salir del local, pocas horas y muchos tragos después, los dos amigos trataron de deshacer el camino andado hacia el campamento, con más vacilación y menos suerte que a la ida. El paso incierto tenía su explicación en la cerveza ingerida, mientras que la suerte adversa se encargaron de proveerla casi media docena de oscuras figuras que se interpusieron en la salida de una de las callejuelas.
—¿Algún problema? —atinó a preguntar Francisco con voz vacilante por el alcohol.
—¿No me recuerdas, perro extranjero? —contestó una de las figuras en griego.
El joven castellano trató de enfocar el rostro del que había hablado pero, ya sea por la deficiente iluminación de la luna o por la cerveza bebida en exceso, le resultó completamente imposible distinguir algo fuera del borrón general que suponía cualquiera de los contrarios.
—A decir verdad —comentó tras entrecerrar los ojos con esfuerzo—, ni siquiera te veo la cara. ¿Debería conocerte?
—No, por supuesto, los italianos sois tan asquerosamente orgullosos que no os paráis a mirarnos a la cara antes de escupirnos, pero no importa, yo sí te conozco a ti, y a la zorra traidora que defiende a los de tu calaña.
Francisco tardó unos segundos en asimilar la frase, intentando despejar su mente lo suficiente para poder acordarse de haber escupido a alguien. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de que el pequeño grupo que taponaba la calle parecía armado de estacas o palos, lo que fue definitivo para atar cabos. Se referirían al incidente en la puerta de la iglesia de los Santos Apóstoles, el esputo debía ser moral y no físico, y la zorra…
—¿Qué es lo que dicen estos enanos? —gruñó el corpulento John mientras Francisco parecía enderezarse y apretar los puños.
—Algo así como que todos los escoceses son unos bárbaros hijos de perra, adoradores de Satán que se pasan el día fornicando con sus cabras.
Como imaginaba, al ingeniero no le gustó en absoluto su traducción porque acto seguido se lanzó como un poseso contra los cinco individuos, los cuales, sonrientes al pensar que se enfrentaban a un par de borrachos tambaleantes, apenas tuvieron tiempo de levantar los palos antes de que varios de ellos rodaran por el suelo.
Francisco aprovechó la confusión para propinar, con todas las fuerzas y el tino que le permitía su estado, un puntapié al más cercano en la entrepierna. Acertó de lleno, observando como su contrincante se encogía en el suelo, aullando de dolor. Se giró a su izquierda para hacer frente a otro de los difusos enemigos, el cual vacilaba, con la estaca en la mano, indeciso ante la sorprendente resistencia de los supuestos borrachos. En aquel momento de duda, el castellano podría haberse desecho de él fácilmente, sin embargo, la lentitud de reflejos producida por la bebida y la distracción que le causó ver cómo un griego volaba en medio de ellos, presumiblemente aporreado por el gigantesco escocés, que se reía como un loco gritando incomprensibles imprecaciones en su idioma, consiguieron dar ventaja a su oponente, el cual lanzó un fuerte golpe al castellano, quien, privado por los malditos efluvios de Baco de la necesaria coordinación, recibió el impacto en las costillas, trastabillando consigo mismo y cayendo al duro suelo empedrado de la calle.
Con los edificios cercanos rotando a su alrededor, aún pudo observar como la maldita sombra de su atacante levantaba de nuevo el palo para terminar la faena, instantes antes de que un enorme puño impactara en su borroso cuerpo alejándolo del castellano con fuerte impulso. Al grito de «Wallace», el escocés había despachado a cuatro de sus oponentes sin despeinarse y, aunque Francisco estaba profundamente agradecido a su amigo por evitar que le abrieran la cabeza, se encontraba en ese preciso momento demasiado ocupado vomitando para preguntarle quién demonios era el tal Wallace.
—Habrá que repetir la juerga —bramó el escocés mientras pateaba a los indefensos griegos, convertidos en quejumbrosos bultos en el suelo, tratando de arrastrarse a salvo de la furia del ingeniero—, hacía tiempo que no me divertía tanto.
—Deja por un momento la fiesta —pidió Francisco— y ayúdame a levantarme y, si tienes algún tipo de poder sobre la piedra, dile a la calle que deje de moverse.
—Ven aquí, Hércules —dijo John tirando del brazo de Francisco para ponerlo en pie—, que no se diga que los castellanos no soportan la bebida.
—Dudo mucho que esos puedan decir nada en una temporada.
—¿Cómo habrán sabido que soy escocés? Todo el mundo me toma por alemán.
—Creo que es tarde para preguntárselo —atinó a contestar Francisco.
—Ya tienes una nueva anécdota que contar en tu próximo viaje.
—Por mí que paren el barco, que me bajo.
El ingeniero agarró a Francisco por el hombro mientras se reía desaforadamente, luego condujo a su dolorido y mareado amigo por media ciudad, cantando a voz en grito himnos guerreros de su tierra, mientras trataba de atinar con la calle adecuada que les condujera al campamento de Giustiniani.
En una de esas indecisas vueltas se cruzaron a distancia, sin verlos, con un grupo de unas veinte personas, viajando a oscuras, deprisa, silenciosas incluso al cruzar la empalizada que cerraba el acceso al barrio veneciano y a su zona del Cuerno de Oro. Unas monedas en la mano del vigilante de la cerca evitaron indiscretas preguntas, mientras el grupo aceleraba el paso hacia el puerto, donde el veneciano Pietro Davanzo escrutaba las calles cercanas impaciente, mascullando imprecaciones sobre la tardanza, las mareas y el viento favorable. Su auxiliar, un rubio mozalbete de dieciséis años que respondía al nombre de Jacobo, se mantenía quieto, observando a su capitán pasearse de un lado a otro del extremo de la pasarela que se encontraba en el muelle, como un preso en una estrecha cárcel.
—Nosotros partimos —dijo una voz queda a unos metros de la pareja.
—Os seguiremos enseguida —respondió Davanzo.
El joven grumete no preguntó nada cuando vio como el capitán de uno de los seis buques cretenses que se unían a su nocturna huida se dirigía a su bote a vela, cargado hasta la borda de civiles, para comenzar las maniobras que le alejarían de aquella ciudad maldita para siempre. Sabía que Davanzo aguardaría todo lo que pudiera antes de dejar en tierra a los pasajeros que deberían llegar de un momento a otro. Cada uno de ellos reportaba una considerable suma por su pasaje, necesaria para amortizar el viaje y aliviar los sobornos concedidos a los guardias del puerto por mirar hacia otro lado mientras siete buques abandonaban Constantinopla protegidos por la noche.
Jacobo se frotó los brazos, tratando de aliviar el húmedo frío de la noche, aunque lo que en realidad le atenazaba era la idea de huir de una ciudad que se enfrentaba a su mayor desafío. Mientras escuchaba las malsonantes imprecaciones de su patrón, se preguntaba si era el único en esa escurridiza flota en cuestionarse la traición que estaba a punto de perpetrar. Las palabras de su madre, cuando le despidió en el puerto de Venecia, dos años atrás, aún resonaban en su cabeza: «Vuelve convertido en un hombre de bien, hijo, que cuando te reúnas con el Señor en el juicio final puedas mantener la cabeza alta». Su padre, marino durante más años de los que Jacobo tenía de vida, le había explicado una y otra vez que la nobleza no va en la sangre, que, a pesar de que la sociedad se empeñe en negarlo con sus bien definidas castas, la nobleza está en el alma, y el alma sólo es de Dios. «No permitas que nadie te tache de innoble; podrás ser humilde, pobre e incluso inculto, pero el honor no te lo puede quitar otro que no seas tú mismo».
Y aquí estaba el pobre muchacho, al pie de la escala que le conduciría a la infamia, a punto de entrar en el oscuro mundo de los cobardes, los despreciados por el Señor, huyendo de una ciudad que les pedía a gritos auxilio, tapando los oídos, embotando el cerebro para no pensar, no sentir. En cierto modo, envidiaba a su patrón, él no parecía corroído por ningún tipo de remordimiento, de hecho, cuando por fin aparecieron las dos decenas de adinerados ciudadanos, cobró ávidamente sus pasajes, tanto a hombres, mujeres o niños, antes de permitirles adentrarse en la casi repleta cubierta, donde los marinos se afanaban ya en las velas para partir cuanto antes.
—Suelta amarras, muchacho, que nos vamos.
—¿Y qué pasará con la ciudad?
—¡Qué más da! Al diablo con ella, y haz lo que te digo, maldita sea, ya hemos perdido bastante tiempo.
Jacobo se apresuró a soltar las maromas de proa y popa que ataban el bajel al muelle, aunque luego se quedó al pie de la vacilante pasarela, que un par de marineros se aprestaban a retirar en cuanto él hubiera pasado al interior del barco.
—¡A qué esperas idiota! ¿Quieres quedarte en tierra? —comentó airado uno de los marineros.
Jacobo no respondió, simplemente se quedó allí, parado, mirando a los que le observaban desde la cubierta, hasta que Davanzo ordenó retirar la pasarela. «Peor para él», dijo con indiferencia sin siquiera pensárselo dos veces. Ni un comentario, ni un adiós o un saludo, nada se llevó Jacobo por sus dos años de leal servicio con Pietro Davanzo. Cuando se sentó en uno de los muretes que componían uno de los extremos del malecón, para ver cómo los siete barcos, uno tras otro, se evadían del Cuerno de Oro, se preguntaba si alguien recordaría que un jovenzuelo delgado, flojucho, aunque buen nadador, y sin un ducado en el bolsillo, se quedó a cumplir con su deber mientras cientos huían aterrados antes de ver un solo alfanje. Luego, mientras el alba clareaba el oscuro cielo, llegó a la conclusión de que no importaba, tan sólo les importaba a él, a sus padres y a Dios.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el guardia que llegaba con el amanecer a relevar a su compañero del puerto, al ver al aterido muchacho sentado en el muelle con la vista fija en el horizonte—. ¿Tienes adónde ir?
—Sí —respondió con confianza—, allá donde pueda alistarme.