A la llegada de Giustiniani siguió una frenética actividad. Con el primer amanecer, el recién ascendido comandante en jefe comenzó por realizar una inspección de las defensas de la ciudad. La muralla constituía el elemento principal de contención del asalto turco. Iniciada en tiempo de Teodosio II por el regente Antemio, nunca antes en casi mil años había sido superada, excepto durante la cuarta cruzada, cuando los latinos se valieron de disensiones internas para tomar la ciudad al asalto. Su concepción, totalmente novedosa, permitía una defensa en profundidad en el tramo comprendido entre el Cuerno de Oro y el mar de Mármara, donde los defensores podían arrojar una lluvia de proyectiles sobre los asaltantes y reforzar los tramos más débiles sin arriesgarse. Se componía de tres elementos complementarios entre sí. Por su parte exterior un profundo foso de dieciocho metros de ancho, parcialmente inundable, constituía el primer escalón de la defensa. En su extremo corría un parapeto bajo, que cubría el Peribolos, una zona libre a modo de camino para las tropas de quince metros de ancho. Tras él se levantaba la primera de las dos murallas, de ocho metros de altura, salpicada de torres cuadrangulares a intervalos desiguales. Encerraba entre ella y la muralla interior, la más cercana a la ciudad, el Parateicon, un nuevo pasillo de casi veinte metros de ancho por donde los defensores podían moverse de una sección a otra sin exponerse a los proyectiles enemigos. La muralla interior o segunda muralla suponía el último obstáculo para el invasor, que con sus trece metros de altura, cinco de grosor y torres cuadradas u octogonales que se alzaban hasta veinte metros, resultaba una construcción titánica. Se había realizado con piedra caliza, reforzada por hileras de ladrillo, que le otorgaban vistosas líneas horizontales rojizas sobre el suave gris del conjunto.
Paseando entre sus distintas secciones con sus oficiales más allegados y el ingeniero John Grant, Giustiniani forjaba en su cabeza un plan para restañar los puntos débiles, realizar mejoras y aprovechar los recursos disponibles de la forma más eficiente.
—¿Qué opinión te merece John? —preguntó Giustiniani al ingeniero escocés.
—¿Prefieres antes las buenas noticias o las malas?
—Lo dejo a tu elección.
—En ese caso diré que las murallas parecen bien conservadas. Tengo la impresión de que los últimos emperadores bizantinos no han escatimado sus rentas en el cuidado de esta maravilla. Los sillares de piedra son sólidos, las torres se encuentran bien situadas, alternándose las de la muralla exterior con las de la interior, eso proporciona buenos ángulos de tiro sobre los atacantes y no se observan grietas de importancia en el conjunto, no hay nada que no se pueda reparar con rapidez. Además el sistema de defensa en tres niveles permite un amplio abanico de posibilidades.
—¿Y las desventajas?
John se rascó el mentón con la mano durante unos instantes antes de responder. Conocía a Giustiniani desde hacía tiempo, por lo que tenía plena conciencia de que ocultarle información era absurdo, antes o después llegaría a las mismas conclusiones que él.
—Las pocas piezas de artillería que tienen los bizantinos son de escasa utilidad y las de mayor calibre pesan demasiado para los techos de madera de las torres. Al disparar harían más daño a los muros que al enemigo. Eso nos deja tan sólo pequeños cañones, arcos y ballestas como armas de alcance, sin contar con que la reserva de pólvora es escasa. Por otro lado, la zona de Blaquernas no dispone de foso, habría que empezar excavando uno nuevo a lo largo de toda la sección. El foso restante necesita ahondarse y limpiarse, eso implica un número elevado de trabajadores, de los que no disponemos.
—El emperador nos los proporcionará, supongo que a la población civil le interesará más que a nadie colaborar en las tareas de renovación de las defensas.
—La zona más débil de la muralla es la que se encuentra sobre el río —prosiguió John—. En los alrededores de la puerta militar de San Romano, no se apoya sobre ningún terreno alto, y eso da facilidades al acercamiento de los turcos.
—Pondremos allí a nuestras mejores tropas, ¿algo más?
—Sí, lo más grave. ¿Con cuántos soldados contamos?
—No conozco la cifra exacta, aún no he hablado sobre eso con Constantino, pero calculo que los bizantinos dispondrán de poco más de un millar, a sumar a los nuestros, algo más de dos mil en total.
—Hay cerca de quinientas torres a lo largo de toda la muralla —afirmó John con tono pesimista—, sólo la parte terrestre, entre el mar de Mármara y el Cuerno de Oro tiene seis kilómetros de longitud. Eso da una media de un soldado cada tres metros, situándolos en una sola de las tres líneas de defensa, y abandonando completamente las murallas que dan al mar. Por sólida que sea la muralla, será un coladero con tan pocos hombres.
Giustiniani miró a su compañero con seriedad. En ese momento sintió ganas de abofetearse por haber descuidado un tema tan importante. El fervor popular y la púrpura imperial le habían nublado el juicio, desatendiendo una labor militar esencial. Se necesitan tropas encima de los muros para que estos tengan efecto. Con un rápido cálculo John acababa de tirar por tierra cualquier ilusión de contener el asalto del sultán. Se necesitaban diez o doce mil hombres sólo para guarecer adecuadamente las murallas terrestres, y no disponían ni de la cuarta parte.
—Sinceramente, no había pensado aún en ello, no podemos hacer nada con fuerzas tan escasas. Pediré al emperador que convoque esta misma tarde un consejo. Si no encontramos más soldados la ciudad está perdida. Mientras tanto continuaremos revisando elementos, no podemos perder tiempo.
Una vez inspeccionada la muralla, Giustiniani pasó revista a la zona comprendida dentro de su perímetro, comprobando las distintas defensas existentes que, en muchos casos, separaban un barrio de otro, la situación de los almacenes de comida y armas, el abastecimiento de agua y la geografía general de la ciudad.
Existía, sin embargo, un factor que el capitán italiano no podía ponderar por medios físicos, ni mediante su experiencia militar y en el que se encontraba incapacitado para influir. Para los habitantes de Constantinopla, el mayor de los defensores de la ciudad era Dios en persona. Su incuestionable fe en el Señor quedaba de relieve en las distintas leyendas que salpicaban la imaginería popular, como aquella en la que se contaba que la ciudad no caería hasta que el Señor no enviara una señal por medio de la luna, mientras que en una de las puertas encastradas en la muralla podía leerse la siguiente inscripción:
Cristo, Señor nuestro, guarda tu ciudad de toda inquietud, de toda guerra; rompe victoriosamente la fuerza de los enemigos.
Esta peculiar forma de entender la lucha que se presentaba como una especie de prueba de fe, en la que el Altísimo intervendría según los méritos morales de los ciudadanos. Podía suponer grandes ventajas, levantando la moral de los defensores en la creencia de que con Cristo de su lado sería imposible una victoria turca, aunque, del mismo modo, cabía la posibilidad de un desastre, si en algún momento surgiera una razón que indicara, a ojos del pueblo, que el Señor les había abandonado. Ante esto, Giustiniani no podía sino encomendarse a la suerte y la providencia, rezando a su vez, para que nada turbara la moral, la esperanza en la victoria, ni la inquebrantable fe religiosa de los bizantinos.
Angelo Lomellino, el podestá de Pera, paseaba de un lado a otro de la estancia, en el interior del palacio donde se instalaba el gobierno de la ciudad genovesa. Desde que su secretario le anunciara la petición de audiencia por parte de un noble de alcurnia, llamado Mauricio Cattaneo, no había podido controlar los nervios. Ahora se sentía encerrado, como un gato al que rodean de espinos, revolviéndose en la sala, lujosamente decorada con tapices de tonos granates y ocres, pateando el suelo de mármol blanco en un intento de aclarar sus ideas.
Desde el momento en que tuvo constancia de las intenciones del sultán turco, meses atrás, por medio de un embajador enviado por el propio Mahomet a recabar la postura de la colonia en el conflicto, sus horas de sueño se transformaron en una continua vigilia. El bombardeo de cartas diplomáticas entre Génova, la colonia, el emperador bizantino y el sultán, le ocasionaba intensos ardores de estómago cada vez que una comida era interrumpida por un mensajero.
Las instrucciones recibidas desde Italia impelían al podestá a negociar un acuerdo con el sultán, garantizando la seguridad de la colonia a costa de proclamar su neutralidad. Algo aparentemente sencillo, tal vez denigrante e innoble, ya que suponía el abandono a su suerte de sus vecinos griegos, pero fácil de cumplir a priori. Sin embargo la decisión no se mostraba tan asequible. Por un lado, la cadena que cerraba el puerto del Cuerno de Oro, se enganchaba en uno de sus extremos sobre los muros de Pera. Una de las condiciones con las que se cedió, por parte de Bizancio, el entonces suburbio a Génova, imponía que los griegos cerraran el puerto en caso de peligro, lo que implicaba una cierta connivencia por parte de Pera. Eso eliminaba la posibilidad de una absoluta neutralidad, algo de lo cual los turcos eran plenamente conscientes, y por ello el sultán había solicitado a cambio una nueva condición, más siniestra, la cual le incumbía personalmente. Era este último acuerdo, secreto, oscuro, casi pecaminoso, el que arruinaba las noches de Angelo. Tal vez fuera la conciencia la que se cebara en el gobernador, pero no había vuelta atrás. Los caballos galopaban desbocados y no podía sino arrearlos para que aquella infernal carrera acabara cuanto antes.
—Mauricio Cattaneo espera ser recibido.
El asistente personal del podestá apareció como por ensalmo, asustando a Angelo, el cual no había reparado en que la puerta se encontraba abierta.
—Hazle pasar —respondió secándose el sudor de la frente con un fino paño de lino bordado.
Mauricio Cattaneo atravesó el umbral de la puerta unos instantes después, altivo, vestido de forma elegante, como correspondía a un noble italiano de alta cuna, pero con la espada firmemente anudada al cinto y la mano reposando en el pomo. Podía haber desdeñado las difusas advertencias recibidas de Lucas Notaras, pero, como hombre curtido en los enmarañados caminos de la diplomacia italiana, prefería arrogarse un cierto nivel de prudencia y acompañarse del acero, siempre un buen amigo en momentos difíciles.
—Gracias por recibirme con tanta celeridad —saludó cortésmente mientras examinaba al podestá. Al estrechar su mano, de forma breve, notó un ligero temblor. Los ojos de Angelo apenas se posaron en los suyos, incapaces de soportar la mirada un instante—. Comprendo que un hombre de vuestra posición siempre anda envuelto en mil asuntos que atender.
—Es un placer para mí, ¿a qué debo el honor de vuestra visita?
—Como supongo que ya sabéis, llegué ayer, junto con Giustiniani Longo, a Constantinopla, para ayudar en la defensa de la ciudad.
—Sí, ha sido todo un acontecimiento, no se habla de otra cosa, en los muelles se agolpaba la multitud para ver llegar los barcos.
—No estamos en absoluto de acuerdo con la postura que ha adoptado el gobierno de Génova, menos aún con la de esta ciudad.
—No debéis juzgarnos tan duramente, tenemos responsabilidades hacia los comerciantes y la población civil. Nosotros no estamos en guerra con el sultán, hemos de garantizar a los habitantes su seguridad, algo imposible si nos enzarzamos en esta contienda.
—Esa es la postura oficial, lo sé, lo que me interesa conocer es el alcance de vuestra neutralidad.
—No os comprendo —respondió Angelo con voz temblorosa, y en su interior notó cómo el estómago se encogía, al atisbar la posibilidad de que sus acuerdos secretos con el sultán hubieran sido descubiertos.
Mauricio se tomó unos segundos antes de explicar sus palabras, a cada momento observaba cómo el podestá se mostraba más y más nervioso, lo cual le intrigaba y le inquietaba a su vez. Un hombre con un puesto de responsabilidad tan elevado está sometido a muchas presiones, más si cabe en situaciones tan críticas como las actuales, por eso causaba estupor que una simple conversación causara semejante alteración en él.
—Os encuentro turbado, ¿he venido en mal momento?
—No, me encuentro bien —respondió Angelo secándose de nuevo el sudor de la frente—. Tengo calor, no acabo de acostumbrarme a este clima.
—Si preferís que sigamos más tarde esta conversación…
—No, por favor, continuad.
—Giustiniani va a dirigir la defensa de la ciudad, y tanto él, como otros nobles compatriotas, como los hermanos Bocchiardi y yo mismo, queremos apelar a vuestra filiación cristiana, para que nos proporcionéis ayuda, independientemente de las órdenes recibidas de Génova, sin llegar al punto de comprometer la neutralidad de la colonia.
—Pues… no sabría qué decir, ya os he comentado que no debemos involucrarnos en el conflicto, la población…
—Sabemos que no modificaréis el status quo de la colonia, pero se puede intervenir de forma más sutil.
—No veo la manera, no podemos colaborar con barcos ni tropas.
—¿Puedo reclutar voluntarios en la ciudad? Eso no involucraría al gobierno. Estoy seguro de que muchos conciudadanos desearían combatir con nosotros; además, seguramente existirá una importante colonia bizantina.
—Por supuesto —replicó Angelo aliviado—. Aunque los ciudadanos genoveses integren la inmensa mayoría, muchos griegos se emplean en las tareas cotidianas, en oficios que requieren abundante mano de obra, como los estibadores del puerto. Tenéis mi permiso para hablar con quien queráis, cualquier voluntario puede pasar a Constantinopla, pero deben ser discretos.
—También podríais abastecer a la ciudad de víveres, llegado el caso.
—No habría problema, nuestro puerto permanecerá abierto para cualquier compra que queráis hacer.
—¿Compra? ¿Pretendéis beneficiaros del asedio?
—No, claro que no, pero el gobierno como tal no dispone de suministros, todo está en manos de los comerciantes locales, no podemos obligarles a vender a bajo precio, comprendedlo.
—Siempre podéis influir en ellos, si os lo proponéis.
—Haré cuanto esté en mi mano.
—Una cosa más —dijo Mauricio—. Supongo que vuestra neutralidad os obligará a una innegable correspondencia con el sultán.
—No, en realidad apenas tenemos contactos —replicó Angelo—, tan sólo lo habitual.
—En cualquier caso, la información es vital, cualquier noticia que podáis transmitirnos, por insignificante que parezca, puede ser importante.
—Podéis contar con mi absoluta lealtad y colaboración en ese aspecto y, si me disculpáis, tengo otros asuntos que atender.
—Por supuesto, habéis sido muy amable, agradezco vuestra comprensión.
Mauricio abandonó el palacio pensativo, su conversación con el podestá no había resultado esperanzadora. Como conclusión, le permitía reclutar voluntarios, algo que podría haber llevado a cabo sin su consentimiento; permitía asimismo la compra de víveres, de nuevo una concesión vacía, ya que para eso se necesitaba dinero, no permisos, y, lo más inquietante, en su despedida reafirmaba su lealtad. Mauricio no había cuestionado en ningún momento la lealtad de Angelo, sólo su postura diplomática. Se daba por descontado la fidelidad para con Génova y, en el caso de la relación con Bizancio, se subordinaba a los intereses de la colonia. Le extrañó que se reafirmara por su cuenta sin solicitarlo, era típico de los que ocultan algo y quieren alejar toda sospecha. De su reunión Mauricio extrajo muchas conclusiones, la primera de ellas, que era bastante probable que el megaduque bizantino estuviera en lo cierto al prevenirles sobre el gobierno de Pera.
Tras una ardua mañana en palacio, atendiendo a las instrucciones protocolarias sobre su futuro comportamiento en la corte, Francisco pensaba invertir la tarde en asuntos mucho más placenteros. Su primer día en Constantinopla consistía, hasta el momento, en una aburrida y enmarañada charla acerca del protocolo que debía conocer y seguir un pariente de la familia imperial. Tras una larga conversación con Constantino la noche anterior, en la que fue avasallado a preguntas sobre la distante Castilla y su vida en general, cuyas más disolutas partes fueron convenientemente evitadas, no albergaba una idea clara de la postura del emperador hacia su parentesco. Era cierto que le había tratado con gran consideración y cercanía, despidiéndose de forma más que amigable, como lo era también el sutil, aunque perceptible, cambio de actitud de Sfrantzés, aunque, a pesar de ello, sentía un tenue resquemor sobre sus verdaderos pensamientos.
A primera hora de la mañana, el secretario imperial había aparecido en su cuarto, acompañado de un funcionario, con aspecto de escriba a juzgar por sus diminutos ojos entrecerrados y su extrema palidez, indicativa de una vida de reclusión bajo la luz de los candiles encorvado sobre algún códice. Le había comunicado que, a partir de ese momento, sería su instructor, para aconsejarle la mejor manera de integrarse en la protocolaria corte bizantina. También añadió que, durante el tiempo que durara su aprendizaje, restringirían las apariciones de Francisco junto al emperador, sólo en ocasiones señaladas, sin especificar cuáles, para evitar que, por desconocimiento de los correctos pasos a seguir, pudiera deslucir el evento. Aquello era bastante razonable pero, en cierto modo, resultaba también una excusa perfecta para mantenerle en esa gris zona intermedia en la que se encontraba, tratado con exquisita cortesía y especial atención y, al mismo tiempo, sin reconocimiento oficial a su posible relación de parentesco. Tenía la impresión de que el emperador quería algo más de tiempo para conocerle antes de tomar una decisión, a pesar del gran paso dado la noche anterior.
Las clases y la enseñanza no casaban en demasía con el espíritu alegre y desenfadado del castellano, el cual hubo de esforzarse durante horas para no cabecear de sueño mientras su improvisado tutor explicaba, con monótona letanía, los distintos puestos, vestimentas y acciones de los familiares imperiales en la procesión del lunes de Pascua. La minuciosidad de los detalles y la organización de los eventos palaciegos resultaba pasmosa para Francisco, el cual casi se cae del asiento cuando escuchó, asombrado, que hasta disponían de un libro completo, escrito siglos atrás, dedicado a codificar dichos rituales. Entre las distintas explicaciones que el rechoncho funcionario recitaba, casi sin un momento de silencio, Francisco volaba con su imaginación, adelantando los acontecimientos de aquella tarde, en la que pretendía volver a cruzarse con esa preciosa joven de esquiva sonrisa, girando en algún momento dichos pensamientos, a una oscura trama del emperador para deshacerse de él matándolo de aburrimiento por medio de sus más cansinos cortesanos. De hecho, llegaba a desear que los turcos asaltaran la ciudad, con tal de disponer de una excusa para escapar a la carrera de la lección.
Finalizada la enseñanza, con el terror incrustado en el cuerpo al pensar que al día siguiente se sucedería otra sesión de tortura protocolaria, Francisco se dispuso a recorrer el palacio en busca de su casi desconocida dama, así como de un lugar donde poder disponer de un ambiente más íntimo y romántico, que facilitara el acercamiento y la distensión. Por un momento se encontró tentado de preguntar a su nuevo maestro, pero desechó inmediatamente la idea, primero por el aspecto de su disertador, el cual era más que probable que no hubiera visto una mujer fuera de un libro desde hacía años y no conociera lugar más romántico que el escritorio y la biblioteca y, segundo, aterrado por la posibilidad de que existiera un profuso ceremonial, con varios meses de aprendizaje, para cortejar a las bizantinas. Sólo de pensarlo sintió un escalofrío, prefiriendo actuar sin conocimiento para poder alegar ignorancia llegado el caso. Francisco se había considerado siempre un hombre de coraje, pero aquel escriba huraño le comenzaba a inspirar más miedo que un oso pardo de los montes de su tierra.
Durante su periplo a través de pasillos y estancias en busca de un sitio adecuado para mantener una conversación con un mínimo de intimidad, desechó el patio interior por ser lugar de paso, atravesado por numerosos guardias y funcionarios, moviéndose de una sala a otra del palacio. También evitó la galería de amplios ventanales donde se encontraron la primera vez, repetir el lugar podría dar a entender que carecía de imaginación o, peor aún, que se pasaba el día revoloteando en los alrededores desesperado por encontrarse de nuevo con ella. Después de un buen rato deambulando por los distintos pisos del edificio, se topó tras una puerta enrejada con un amplio jardín que, aunque sin duda habría vivido días mejores, se mantenía en un estado aceptable, disponiendo de una fuente en uno de sus lados, rodeada de bancos de piedra cubiertos de hojas, indicativos del poco uso recibido. El lugar perfecto.
El último aunque no menos importante paso a realizar, consistía en encontrar a la dama en cuestión, cosa singularmente difícil, dado que no conocía de ella más que su nombre. No sabía si residía en palacio, si se encontraba de paso, tal vez fuera la hija o, peor aún, la esposa de algún noble que acudía esa noche a la cena, aunque la impresión que tenía, por lo poco que hablaron, es que vivía entre esos muros.
Dado que sus conocimientos sobre su nueva residencia eran escasos, decidió que un lugar era tan bueno como otro para salir al encuentro de la bella joven, comenzando un lento vagar por los distintos pasillos. Durante ese tiempo, Francisco pudo comprobar de primera mano la escasez de recursos económicos que asfixiaba a la corte bizantina. Aún no sabía que, antes de la irrupción de los cruzados en 1204, el palacio era admirado por sus patios de mármol, su gran sala central construida con pórfido y sus innumerables estatuas y adornos. El lujo de los emperadores bizantinos se mostraba en cada detalle, en la rica decoración, los vistosos mosaicos e incluso en la vajilla de oro con la que se celebraban los banquetes en palacio. Sin embargo el saqueo de los latinos centró uno de sus puntos en Blaquernas, arrasándolo completamente. El mármol fue levantado y las estatuas enviadas a Occidente o derribadas en la refriega. Todo el oro, incluso el laminado que decoraba las paredes, fue objeto del pillaje. Costó mucho esfuerzo y grandes sacrificios restaurar el palacio para convertirlo en habitable nuevamente, aunque no con el antiguo esplendor. Nunca hubo dinero suficiente para excesivos lujos después del gobierno de los emperadores latinos. Excepto en las partes principales, las dedicadas al emperador y a las recepciones de diplomáticos y nobles extranjeros, muros, mosaicos y mármoles se encontraban sustancialmente deteriorados, por el paso del tiempo y la falta de cuidados. El numeroso grupo de funcionarios y trabajadores se amontonaba en pocas dependencias, lo cual, aunque inevitablemente incómodo para el trabajo y la vida en la corte, facilitó enormemente la labor del castellano, quien, con algo de labia y mucho de experiencia sonsacando información, consiguió averiguar que existía una dama llamada Helena dedicada al cuidado de las estancias de la basilisa, en previsión de su llegada.
La suerte es de los audaces, según comentaba un viejo dicho popular castellano y, ciertamente, Francisco pensaba dar todas las facilidades a la diosa de la fortuna cuando se adentró en la zona destinada a la futura emperatriz, sin embargo siempre existían impedimentos, muchos de ellos insalvables.
—Lo siento, no podéis pasar.
El fornido guardia que custodiaba el acceso a las habitaciones imperiales no parecía dispuesto a caer en las redes de la carismática charla de Francisco. Tampoco mostraba ningún interés o deferencia hacia su relación con el emperador. Al parecer el castellano se había topado con uno de esos escasos soldados que cumplen con su deber a pies juntillas, lo cual sorprendía enormemente al joven noble, acostumbrado a la laxa disciplina de las milicias castellanas e italianas, cuya obstinación siempre se disolvía con algo de conversación, unas monedas o la promesa de un trago. Con el rubio coracero, perteneciente sin duda a la guardia varenga, de anchas espaldas y mirada hosca, sus intentos de acercamiento y soborno resultaban, de hecho, perjudiciales, ya que Francisco pudo observar cómo el hombre acentuaba la fría mirada a cada momento.
A punto de darse por vencido y buscar una ruta alternativa, la puerta de bronce esculpida que con tan férrea disposición custodiaba el estólido guardia se abrió con suavidad, anticipando la aparición de una hermosísima joven, de ojos ligeramente rasgados y ajustada túnica de un blanco casi transparente, cuya sola visión consiguió que ambos dulcificaran sus expresiones.
—¿Hay algún problema? —preguntó con voz suave al ver cómo las miradas se clavaban en ella.
—Intenta acceder a las estancias de la emperatriz —respondió el guardia, recuperando el gesto adusto.
—No hemos tenido el gusto de ser presentados —comentó el castellano—. Soy Francisco de Toledo, pariente del emperador, y me encontraba aquí casualmente cuando he tenido un percance con este soldado, el cual, al parecer, me ha malinterpretado, dado que no era mi intención forzar la entrada en ningún recinto privado.
El guardia dejó escapar un tenso soplo, mientras clavaba sus ojos furibundos en Francisco, cerrando los puños. Por un momento el castellano temió que se le arrojara encima, pero afortunadamente la disciplina de la guardia varenga mantenía gran parte de su justificada fama.
—¿Y cuál era vuestra intención? —preguntó la joven ladeando ligeramente la cabeza—. Tal vez pueda serviros de ayuda.
La última frase se encontraba cargada de un tono dulce y meloso que, unido a la fría pero intensa mirada de aquellos ojos castaño claro, hicieron que Francisco, por primera vez en mucho tiempo, se quedara casi sin palabras.
—Ninguna en realidad, bueno, pudiera decirse que sí, es decir, no… sólo pasaba por aquí.
Una nueva figura femenina apareció por la abertura de la puerta, quedando tan sorprendida como la anterior al encontrar una pequeña congregación tras el umbral.
—¡Jesús! ¿Qué es lo que ocurre?
—Un curioso que intenta entrar donde no debe —repitió el guardia, rogando para que la nueva aparecida le ordenara desalojarle por la fuerza.
—Volvemos a encontrarnos —comentó Francisco con una sonrisa—. Este palacio es más pequeño de lo que parece.
—¿Conocéis a este hombre? —preguntó el decepcionado militar.
—Sí, nos encontramos ayer, Francisco de Toledo si no recuerdo mal —respondió Helena con ironía—. Has actuado correctamente —añadió dirigiéndose al soldado—, aún no sé si es persona de fiar.
—Gracias, señora —concluyó el guardia sin mucho convencimiento.
—Me herís en lo más profundo con vuestras palabras —comentó Francisco con tono divertido—, pensé que os había impresionado vivamente en nuestro anterior encuentro.
—Me atrevería a afirmar que todos vuestros encuentros se salen de lo común —replicó Helena.
—¿Me necesitáis para algo más? —intervino la primera de las damas que habían aparecido ante los ojos del castellano.
—No, Yasmine, puedes irte, por hoy hemos acabado.
La joven turca se retiró en silencio, no sin antes dirigir una última mirada cargada de intensidad al recién llegado pariente imperial, el cual disimuló como pudo las ganas de seguir con la vista su figura, manteniéndose estoicamente indiferente, a sabiendas de la mala impresión que produce en una mujer que un hombre mire a otra de reojo.
—Ya que esta feliz coincidencia nos ha vuelto a reunir, espero que podamos retomar nuestra conversación de ayer —comentó Francisco—. Apenas cruzamos unas palabras.
—¿Por qué no? Así tendréis ocasión de explicarme este pequeño embrollo.
—En realidad no ha sido tal, una simple confusión, aunque —continuó con voz baja y acercándose a ella— agradecería que cambiáramos de lugar, no creo que le caiga demasiado bien al guardia.
Helena sonrió mirando al soldado de reojo, el cual se mordía el labio de rabia, tratando de imaginar lo que el castellano había comentado y que no alcanzó a escuchar. Asintió a la proposición y comenzó a caminar con Francisco pegado a su lado.
—¿Quién era esa joven?
—Yasmine, mi ayudante. Llegó hace unos meses como regalo de Giaccomo Badoer, uno de los banqueros italianos más importantes de la ciudad.
—¿Es una esclava?
—Sí, aunque espero que pronto el emperador le conceda la libertad; comparte la opinión de muchos de nosotros, que la esclavitud es algo denigrante e indigno de buenos cristianos.
—Si es esclava no será cristiana.
—No sabría decirlo, me acompaña los domingos a la iglesia y conoce nuestra religión, pero no pondría la mano en el fuego, es muy reservada, no comenta nada de índole personal. Sin embargo profesar una religión diferente no es motivo para esclavizar a nadie.
—Extrañas palabras dichas por alguien que ve cómo su ciudad está a punto de ser asediada por los turcos. La esclavitud es algo común, tanto en nuestro lado como en el musulmán, no esperéis libraros si perdemos esta batalla.
—Dios predicó el amor a todos los hombres, no sólo a los cristianos. Si el sultán nos ataca le combatiremos, pero la guerra no puede hacer que dejemos de lado nuestras creencias y actuemos como bárbaros.
—La guerra hace que se tambaleen las ideas más firmes. ¿No la teméis o acaso pensáis que Dios os protegerá de todo mal?
—No soy tan fuerte como podéis creer, me asusta pensar en los días que nos esperan, rezo a diario para que ocurra algo que evite esta insensatez. Desgraciadamente la codicia del sultán por nuestra ciudad no para de crecer. Y sí, debo decir que siento que el Señor nos protege, siempre ha cuidado de Constantinopla, no dudo que estará a nuestro lado cuando más le necesitamos, incluso a pesar de que nosotros sacrificamos nuestras creencias por un poco de ayuda.
—¿Os referís a la unión de las Iglesias?
—Sí, hemos cedido ante el primado del Papa de Roma, hemos celebrado los ritos latinos en la sagrada Santa Sofía y no hemos visto hasta ayer ni un barco, ni un soldado, ni una señal de la esperada ayuda de Occidente. Muchos culpan a los latinos de la situación, sin embargo seguimos rezando para que nos asistan y les vitoreamos al verlos llegar. Es una situación extraña y como tal no se puede pedir demasiada comprensión.
Helena se mantuvo un rato en silencio, mientras sus pasos se encaminaban, hábilmente dirigidos por Francisco, hacia el jardín cercano, anexo al palacio. En su mente recordaba aquel día de diciembre, cuando se celebró la esperada unión eclesiástica, claudicación para muchos, entre la Iglesia latina y la Iglesia ortodoxa. Fue en Santa Sofía, con asistencia de toda la cúpula de la corte bizantina, encabezada por el emperador, así como los enviados papales, el moderado cardenal Isidoro y el aborrecido arzobispo Leonardo de Quíos. Ella había dudado en acudir al evento, luchando entre la opción más pasional, mantenerse firme a su fe tal como predicaba furiosamente el inamovible Genadio, y la más fría y calculada, ceder ante la evidencia de que Occidente no enviaría ayuda a no ser que se cumplieran las condiciones exigidas por el Papa; esta última ganó la batalla y aún, meses después, no lograba decidir si había actuado correctamente.
Francisco se adentró en el jardín conduciendo a la melancólica Helena hacia el banco descubierto en su anterior paseo por el palacio. La conversación no se encaminaba por los románticos derroteros que él habría deseado y ahora trataba de encontrar algún tema algo más alegre y distendido que el actual. Sin embargo, notaba cómo crecía en su mente la idea de que una venda ocultaba la realidad de aquella ciudad. Desde que había puesto pie en ese puerto, no se había presentado ante sus ojos más que la multitud jubilosa y la vida de palacio; ahora comenzaban a aflorar los sentimientos, los pensamientos ocultos tras un primer vistazo, la triste y dolorosa verdad tras la púrpura imperial. La decadente Constantinopla luchaba denodadamente por sobrevivir, recogiendo cada aliento, cada día, como si fuese el último, con la sola esperanza de vivir un nuevo amanecer, siempre pendiente de un destino incierto. Por su futuro había sacrificado hasta lo más sagrado, su fe, y no por ello el horizonte se despejaba de negros presagios. Comenzó a notar una sensación extraña, como un ahogo, un inquietante peso que aparecía cuando pensaba que él era uno de tantos en los que ahora los habitantes depositaban su confianza.
Llegó como un aventurero, ávido de comodidades, con la idea de una espléndida temporada de deleites con algún interludio violento, para darse de bruces con una población en estado miserable, ansiosa de esperanza. Nunca antes se había enfrentado a una situación semejante; en la rica Italia, rodeado de banqueros y mercaderes, de lujo y ríos de dinero, resultaba fácil retener indefinidamente las monedas ajenas, ya que ninguno de aquellos a los que vaciaba la bolsa con préstamos no satisfechos se resentía verdaderamente, salvo en el orgullo. Ahora, por vez primera, notaba un cierto apuro al pensar en su situación allí. Pensó finalmente que los nervios por un posible rechazo del emperador a su endeble coartada eran los que le atenazaban, por lo que trató de concentrarse en la conversación y en Helena.
—Podríamos sentarnos durante un momento —comentó Francisco tratando de encontrar un nuevo tema sobre el que desviar la charla—. Necesito un descanso después de tan ardua mañana.
—¿Habéis estado ocupado con asuntos de estado?
—No exactamente; esta mañana la he pasado escuchando a un hombre bajito y rechoncho, de ojos diminutos, que hablaba sin parar de ceremonias y tratamientos reales. Reconozco que he estado a punto de fallecer entre tanta divagación, necesito un poco de aire fresco que me despeje las ideas. Entiendo que todas las cortes tienen sus reglamentaciones, pero me resulta totalmente increíble que exista gente capaz de conocerlas e incluso deleitarse en ellas. No creo que pueda soportar durante mucho tiempo a alguien así, y lo peor es que me temo que tendré que continuar con la tortura.
Helena, que hasta ese momento se había sentado en el banco y centraba su atención en colocar adecuadamente su estola de seda, miró a Francisco con sorpresa según hablaba, abriendo sus hermosos ojos a la vez que esbozaba una incipiente sonrisa.
—Este es entonces un buen lugar para que olvidéis al hermano Lotario.
—¿Le conocéis?
—Fue él quien me enseñó todo sobre mi trabajo.
—Casi me da miedo preguntar, pero ¿cuál es vuestro cometido en palacio?
—Soy protovestiaria, dama de compañía de la futura emperatriz, y como tal una de mis tareas principales es instruirla en todo lo relacionado con el protocolo que conlleva su cargo. En cierta medida soy como el hermano Lotario, pero en mujer —añadió Helena mientras sonreía divertida.
—Me temo que he quedado como un estúpido. Qué me recomendáis, ¿el cilicio o el látigo?
Helena rio con la última frase; esa era la primera vez que él oía su risa, tímida y a la vez sincera, acompañada de un movimiento de su mano para tratar de colocar ese rebelde mechón de pelo, inasequible a cualquier peinado, que le caía, ondulado, por la frente.
—Os reís —afirmó él—. ¿Significa eso que no tendré que flagelarme?
—No será necesario —respondió ella alegremente—. Tan sólo espero que mi compañía no sea la continuación de la tortura matinal.
—En absoluto, de haberos tenido como profesora aún seguiría en mi cuarto, embelesado, atendiendo explicaciones sobre el puesto del espadero mayor.
—No sé si tengo aptitudes para la enseñanza, aún no he podido practicar con nadie.
—¿Cuándo llegará la emperatriz? Supongo que tendrá que esperar a que todo esto termine.
—Se ha enviado una embajada, pero los preparativos llevan tiempo, el viaje desde Georgia es largo y, evidentemente, hasta que la ciudad no se encuentre a salvo de todo peligro no se arriesgará a la emperatriz en un trayecto semejante.
—Ya que tanto sabéis de protocolo, ¿podéis decirme si es adecuado para dos miembros de la corte tratarse con algo más de familiaridad, o tendré que hablaros de vos hasta cumplir cincuenta años?
—Yo soy una simple dama, cuando se trata a un familiar del emperador…
—Presunto familiar —añadió él con rapidez—. Aún no tengo el beneplácito oficial.
—Renunciáis a vuestro linaje con facilidad.
—Sólo entre nosotros —comentó él bajando la voz, como si temiera posibles espías en los alrededores—, hasta que el emperador me bese en público os permito que me llaméis Francisco.
Ella volvió a reír, mirándolo después directamente a los ojos aún con la sonrisa en los labios. Su rostro irradiaba una luz especial, una sincera calidez que resultaba prácticamente irresistible.
—Francisco —dijo ella, casi con un susurro, en un tono tan suave que al castellano nunca le había sonado mejor su nombre—, creo que necesitas más clases de protocolo.
—No, por Dios —respondió él demudando la cara en un gesto de infinito terror al tiempo que se llevaba la mano al pecho como si le fuera a dar un infarto, mientras ella sonreía ante la ocurrencia—, cuánta crueldad en tan bello rostro. —Me gusta el modo en que sonríes-añadió—. Conviertes este pequeño jardín en un edén.
—Vas a conseguir que me ruborice —comentó ella bajando la mirada con timidez—. No estoy acostumbrada a los halagos.
—Me cuesta creerte.
—Por favor, no sigas, apenas nos conocemos.
—Eso se puede solucionar fácilmente, háblame un poco de ti, de dónde eres, qué misterioso camino te ha conducido hasta la corte y, sobre todo, si estás casada o prometida.
—Soy de Mistra, en el Peloponeso, y mi vida no tiene aventuras ni sobresaltos, mi padre era funcionario al servicio del emperador, cuando aún era déspota de Morea. Tal vez Esparta fuera grande y poderosa en la Antigüedad, pero la Mistra que ahora ocupa su lugar es apenas una villa que no merece siquiera el calificativo de ciudad. Sin embargo allí me crie felizmente. Nunca nos sobró el dinero, pero mis padres se las arreglaron para darme una educación y, a través del secretario imperial, conseguir que me aceptaran para mi actual cargo.
—¿Y tus padres?
—Murieron hace unos años. Vinieron a Constantinopla unos días antes de que se desatara la última plaga.
—¿Y no tienes hermanos u otros parientes?
—Tan sólo un hermano de mi padre, del que apenas sé nada. La corte es ahora mi casa y mi familia.
—Deduzco por tus palabras que no te has casado.
—No, el amor es una bendición que aún no he vivido —respondió ella con timidez—. Me gusta creer que el Señor tiene reservado un plan especial para mí. Cuando aún me encontraba en Mistra, de niña, muchas tardes mis amigas y yo imaginábamos cómo serían nuestros futuros esposos, elucubrando sobre el lugar en el que viviríamos o los hijos de los que cuidaríamos. Luego el tiempo pasa, la edad adulta llegó de repente con la muerte de mis padres y aquello borró con violencia mis antiguas ilusiones. Mi trabajo en palacio centra ahora mi vida y aún he de dar gracias a Dios por lo que me ha concedido, de no ser por el secretario imperial no puedo imaginar qué sería de mí.
—¿Jorge Sfrantzés?
—Sí, supongo que le conoces.
—Desde luego, se sentaba a mi lado en la cena de ayer, parece un hombre honesto e inteligente, muy cercano a Constantino.
—Era amigo de mi padre —afirmó Helena—. Él y el emperador son íntimos desde hace años.
Francisco mantuvo unos segundos de silencio, fijándose en su rostro, deleitándose con sus brillantes ojos, que se mostraban esquivos, ocultando la luz de sus pupilas en cada ocasión que él fijaba la mirada en su clara luminosidad. En el momento en que Francisco se disponía a retomar la conversación, una nueva voz sonó frente a ellos.
—¿Francisco de Toledo?
El sirviente apareció como surgido de la nada, a pocos metros de distancia, ligeramente encorvado y con los brazos pegados al cuerpo, como si quisiera con su postura disculparse por su intromisión.
—Sí, soy yo —respondió el castellano un tanto sorprendido por la interrupción.
—Disculpadme, el secretario imperial me manda a buscaros para que os conduzca a una reunión.
—¿Y ha de ser ahora mismo?
—En efecto —afirmó el recién llegado con visible turbación—. Si no os importa seguirme…
—Los deberes te reclaman —intervino Helena con un suspiro—. Espero que el emperador no te llame para besarte, me ha gustado saltarme el protocolo por un momento.
—¡Dios me libre!, Constantino no es exactamente mi ideal de amante —comentó él mientras se levantaba, despertando una nueva sonrisa en su bella acompañante—. Esperaba tener algo más de tiempo. No conozco apenas a nadie en la ciudad, ¿podrías ejercer de anfitriona y enseñarme sus monumentos?
—No sería adecuado que paseáramos a solas por la calle, pero el domingo nos veremos en misa, casi todos en palacio se acercan a seguir la liturgia a San Salvador de Chora.
—Hasta el domingo entonces —replicó Francisco mientras se alejaba siguiendo al sirviente—. Por cierto, ¿qué día es hoy?
—Martes —respondió ella riendo.
—¡Martes!, me acabas de partir el corazón.
Helena rio la última ocurrencia del joven castellano. Aún sentada en el banco, observó cómo se alejaba siguiendo al enviado del secretario, volviéndose de vez en cuando para saludarla antes de perderse por el umbral. Permaneció algún tiempo en el jardín, sonriendo mientras recordaba el desenfadado descaro de Francisco, muy diferente a la orgullosa superioridad que mostraban la mayoría de los habitantes latinos de Constantinopla. Su carácter alegre parecía contagiarse y se sorprendió al descubrirse deseando que la semana se acortara para poder llegar al domingo cuanto antes.
—Habréis tardado un buen rato en encontrarme —comentó Francisco a su guía mientras le seguía a través de pasillos y escaleras del palacio.
—En realidad no, el secretario imperial me ha indicado dónde os debía buscar.
—¿Y cómo lo sabía él?
—El secretario imperial sabe todo lo que ocurre en palacio —respondió el sirviente bajando ostensiblemente la voz, como si temiera que alguna de las figuras detalladas en los dorados mosaicos de las paredes se pudiera transformar en cualquier momento en un secreto informador.
El joven castellano asintió en silencio mientras se preguntaba si su comportamiento no estaría siendo observado por algún agente del emperador. En todo el día no había notado hecho relevante alguno que le impulsara a sentirse vigilado y, a decir verdad, algunas de las indagaciones realizadas sobre el paradero de Helena podían llegar con facilidad a oídos de Sfrantzés. A pesar de ello decidió mantenerse alerta respecto a aquellos con los que se cruzaba.
Tras un corto trayecto hacia la zona más noble y mejor cuidada de palacio, su acompañante le indicó finalmente una doble puerta de bronce dorado, con su superficie densamente tallada con imágenes bíblicas de la Pasión de Cristo, custodiada por dos robustos espaderos de anchas espaldas embutidos en sus corazas, que le observaron de arriba abajo antes de cederle el paso a la sala interior. En ella, de tamaño no muy extenso para tan lúcida entrada y con las paredes cubiertas de inmensos tapices dorados de seda, una gran mesa de madera oscura con uno de sus lados largos recto y el otro ovalado, formando una enorme D, proporcionaba el marco junto al cual casi una docena de personas se entremezclaban en pequeños grupos que charlaban en casi tantas lenguas como asistentes. Entre ellos, Francisco reconoció a algunos de los presentes en la noche anterior, Girolamo Minotto, baílo de Venecia, junto con Gabriel Trevisano, capitán al mando de la flota, el cónsul catalán, Pere Juliá, que conversaba animadamente con Giustiniani y Mauricio Cattaneo, dos personajes con coloridos caftanes de corte oriental y elaborados turbantes de seda que observaban al resto de la concurrencia con seriedad y, por último, en el extremo opuesto de la sala, dos clérigos que se mantenían en silencio y apartados del grupo.
Apenas Francisco se hubo acercado a Giustiniani, el cual le recibió con alegría, otra puerta situada enfrente de la anterior, se abrió para dar paso a Constantino, acompañado de Jorge Sfrantzés, Lucas Notaras y Teófilo Paleólogo. Las conversaciones finalizaron y todos saludaron cortésmente al emperador antes de ocupar sus puestos alrededor de la mesa. El castellano trató de recordar en ese momento sus primeras clases de protocolo, para ubicarse correctamente entre los asistentes, sin embargo su desorientado intento no sólo carecía de acierto, sino que produjo un pequeño revuelo de sillas y excusas ante la reprobatoria mirada del secretario imperial. Una vez todos se encontraron sentados, con Francisco entre los dignatarios turcos y el cónsul catalán, Constantino comenzó la reunión.
—Sé que este consejo se ha convocado con urgencia y, por ello, doy las gracias a todos por su asistencia. El motivo de este encuentro es que el recién nombrado protostrator, Giovanni Giustiniani Longo, nos adelante sus conclusiones sobre la situación militar de la ciudad según la inspección realizada esta mañana. Al parecer ha encontrado puntos importantes sobre los que es necesario discutir y, para evitar pérdidas de tiempo innecesarias, he creído conveniente reunir a algunos de los notables de Constantinopla en representación de sus delegaciones.
—Si me permitís, majestad —intervino Sfrantzés—, presentaré a los asistentes, dado que algunos de ellos no se conocen entre sí.
—El capitán Giustiniani —comenzó el secretario tras el asentimiento de Constantino— ha sido nombrado jefe de la defensa de la ciudad por el emperador, con la aquiescencia de los nobles venecianos, catalanes o pisanos, así como el resto de colonias extranjeras que se encuentran en Constantinopla. Junto a él, ha solicitado la presencia de Mauricio Cattaneo y Francisco de Toledo.
Con cada presentación del secretario imperial, el interpelado se levantaba cortésmente a saludar con una inclinación al resto de concurrentes y, aunque Francisco actuó como los demás, sintió una leve decepción al comprobar que Sfrantzés había omitido su parentesco con el emperador. El secretario continuó con seriedad por los representantes venecianos y el cónsul catalán. Los dos religiosos que asistían a la reunión, el cardenal Isidoro, representante papal, y el arzobispo Leonardo de Quíos, invitado de última hora debido a su insistencia, mantuvieron actitudes opuestas. Mientras el anciano cardenal saludó sonriente y cordial a la concurrencia, el adusto arzobispo se mantuvo sentado, observando con fijeza a los dos asistentes de aspecto oriental, hecho que no pasó desapercibido por los integrantes de la corte bizantina.
—Por último —finalizó Sfrantzés— se encuentra entre nosotros el príncipe Orchán, pariente del sultán y, por tanto, posible pretendiente al trono turco.
—No entiendo qué interés puede tener la asistencia de un infiel a esta reunión.
La intervención del arzobispo Leonardo sorprendió a todos los presentes, excepto al propio Orchán, el cual observaba al religioso con serenidad, acostumbrado a este tipo de desplantes por su condición de musulmán.
—El príncipe ha ofrecido su colaboración y la de sus servidores en caso de asedio —respondió Sfrantzés con calma—. Se juega tanto como nosotros o incluso más. De caer la ciudad en manos del sultán, todos los presentes somos conscientes del trato otorgado por Mahomet a los posibles pretendientes al trono.
Aunque la mayoría de los asistentes asentía las palabras del secretario imperial, Francisco no sabía a qué trato se refería, ni lo que acostumbraba el sultán respecto a sus parientes. A pesar de ello prefirió permanecer en silencio antes que interrumpir la tensa conversación con torpes preguntas, sobre todo después de su nefasta actuación en el momento de sentar a los integrantes del consejo.
—A los turcos les derrotará el poderoso brazo del Señor —afirmó el arzobispo Leonardo con rotundidad—. Yo no fiaría una sola alma cristiana a la defensa de un musulmán, ni mucho menos daría armas a un grupo de turcos dentro de las murallas para que, con añagazas y traiciones, abran las puertas después de negociar un acuerdo con sus correligionarios. ¿Acaso no estamos entre caballeros cristianos? ¿Para qué necesitamos el auxilio de los bárbaros teniendo a Cristo Todopoderoso de nuestro lado?
—Mi fe en Dios no tiene límite —intervino Giustiniani, antes de que el megaduque Notaras, rojo de indignación, tomara la palabra—, pero como no soy un cristiano perfecto, mi débil carne se siente más reconfortada ante el enemigo cuanto mayores son las tropas queme acompañan. Si el emperador, aquí presente, ha decidido que el príncipe turco es digno de confianza y un buen aliado contra el sultán, seré el primero en agradecerle su colaboración y aceptarle en mis filas.
—¡Eso es casi blasfemo! —rugió el arzobispo Leonardo.
El cardenal Isidoro había permanecido callado hasta ese momento, observando la escena con sus vivaces y penetrantes ojos. A pesar de sus casi setenta años y su frágil aspecto, mantenía la mente en permanente vigilia, utilizando sabiamente sus conocimientos de su patria natal, Bizancio, y su profunda cultura para mantener una práctica posición conciliadora desde su llegada, lo que le hacía acreedor de la confianza del Papa. Cuando comenzó a hablar lo hizo en tono intencionadamente bajo, para obligar a los asistentes a mantener el silencio a la vez que calmaba los ánimos.
—Mi querido compañero, tal vez pueda parecer extraño a vuestros ojos que cristianos y musulmanes puedan llegar a un acuerdo e, incluso, combatir codo con codo contra un enemigo común. Es mi deber recordar que esta situación ya se ha dado con anterioridad en numerosas ocasiones, podría dar fe de ello el joven castellano aquí presente, dado que en su reino han coexistido varias religiones durante años. Los caminos del Señor son infinitos y Él, en su omnipotente sabiduría, no habría situado aquí al príncipe Orchán para dañar una ciudad que se encuentra bajo su protección y la de la Santa Virgen.
—Ya, pero…
—Además —continuó Isidoro cortando la réplica del arzobispo— sería un desprecio a los dones del Altísimo el que nos empeñáramos en ignorar las oportunidades que nos ofrece. Tenemos a nuestro lado un nuevo aliado, que podría ser útil a la causa del Señor, y rechazar su concurso nos aproximaría al pecado de soberbia, eso sin contar que iría en contra de toda lógica militar.
—En realidad…
—Por último —interrumpió de nuevo Isidoro, provocando que el arzobispo se removiera, incómodo, en su asiento—, ya que entramos en el tema de la milicia, aprovecho para finalizar mi intervención entregando las tropas que el Papa me ha confiado al mando del caballero genovés al que el emperador, con mi total aprobación, ha nombrado comandante en jefe. Si de algo sirve mi concurso y el del arzobispo, no dudéis en solicitar nuestra ayuda.
—Es un gran honor —respondió el genovés—. Espero estar a la altura de la confianza depositada en mí.
—Agradecemos el gesto —intervino Lucas Notaras, visiblemente más calmado aunque con expresión seria—, aunque más agradeceríamos que el Papa enviara una ayuda de mayor porte, los doscientos soldados que os acompañan no son en absoluto suficientes y quiero recalcar que la solicitada unión de las Iglesias ya se ha producido.
—En vuestro corazón, los bizantinos seguís siendo unos herejes —aprovechó para espetar de nuevo el arzobispo—. ¿Cómo osáis solicitar ayuda sin antes renegar de vuestra impura fe? ¿No fuisteis vos el que gritó que prefería el turbante del sultán al capelo del cardenal?
—Y volvería a hacerlo —afirmó Notaras dando un puñetazo en la mesa—. Sois la representación de todo aquello por lo que nunca aceptaremos de buen grado la jefatura papal. Roma se considera el ombligo del mundo, tejiendo redes para dominarlo todo, ¡si ni siquiera habéis sido invitado a esta reunión!
—¡Caballeros! —Constantino intervino poniéndose en pie, acallando las respuestas con la mirada—, estas discusiones no tienen sentido, cada pelea que se produce entre nuestras filas nos debilita. La prueba que nos espera es temible de por sí, no demos al enemigo más facilidades de las que ya posee. En juego está la existencia misma de esta ciudad y la libertad y la vida de todos los que en ella habitan. Si las palabras no van a contribuir a reforzar nuestra posición frente al sultán, mejor dejar que se mantenga el silencio.
La reprimenda del emperador hizo agachar la cabeza al megaduque, mientras que el arzobispo se mantuvo callado, con una mueca de resignación marcada en su rostro. Tras unos segundos de tensas miradas, Constantino prosiguió:
—Nuestra aceptación de la unión con la Iglesia latina no es fruto de la precipitación ni del momento —Constantino miraba a Lucas Notaras mientras pronunciaba estas palabras—, ha sido meditada conscientemente. Tal vez el pueblo no acabe de entender la situación, pero es algo que se resolverá con tiempo, paciencia y oración, no con castigos ni quema de herejes —añadió clavando sus ojos en el arzobispo, el cual se mantuvo cabizbajo sin atreverse a cruzar su mirada con la del emperador—. Bien es verdad que la ayuda prometida por el Papa no se ha satisfecho y, aunque la presencia del cardenal Isidoro y sus tropas es un prometedor comienzo, si el Santo Padre está de verdad decidido a auxiliarnos no puede demorarlo más.
—Las últimas noticias que me han llegado de Roma —comentó Isidoro— indicaban que se trataba de conseguir transporte para fletar tres barcos con suministros para la ciudad. Por otro lado, se han entablado conversaciones con Venecia para el envío de una flota, aunque esto llevará más tiempo. Lamento no poder acreditar más detalles, el bloqueo del sultán también afecta a mi correspondencia con el Papa.
El cardenal Isidoro, prudentemente, no quiso crear más polémica involucrando a los venecianos, pero se encontraba francamente preocupado por el último mensaje recibido de la ciudad eterna. En él se comentaba que Venecia se negaba a colaborar con el Papa, aduciendo que le adeudaba dinero de cuatro galeras alquiladas diez años atrás y, más preocupante aún, se hacía referencia a un cada vez más enrarecido ambiente en Roma, con riesgo de que estallara una revuelta.
—Tendremos que valernos con nuestros propios recursos —sentenció Giustiniani—. Unidos presentaremos un frente compacto al sultán, aunque, para poder realizar planes más concretos, necesitaría saber cuáles son las fuerzas que la ciudad puede poner a nuestro servicio.
—Disponemos de un modesto contingente —respondió Lucas Notaras—, apenas medio millar, al que sumar la guardia de palacio, los arqueros y ballesteros cretenses y, por último, los oikeioi, caballeros al servicio del propio emperador.
—¿Y la guardia varenga? Al menos sé de uno que parece capaz de enfrentarse con una docena de contrarios —intervino Francisco recordando al soldado que custodiaba las puertas tras las que surgió Helena.
—Son apenas medio centenar, con funciones básicamente ceremoniales. Su valor y disciplina pueden ser tan elevados como en otros tiempos, pero su escaso número les resta cualquier importancia significativa. Aparte de las tropas oficiales tan sólo podemos contar con las milicias ciudadanas de los distintos barrios de la ciudad.
—Respecto a nuestros ciudadanos —añadió Girolamo Minotto con cierto orgullo—, reclutaremos a los marineros de los barcos en puerto que puedan distraerse de los buques mercantes, aquellos ciudadanos en edad y condición militar y los pocos soldados presentes. En conjunto, añadiendo pisanos, ragusanos, florentinos y otros italianos que se han sumado a nuestra causa tal vez podamos alistar a un millar, sin contar con los que permanecerán en las galeras de guerra.
—Es una excelente y generosa contribución —afirmó Giustiniani— que hace honor al renombre de Venecia. Génova aportará un número similar cuando Mauricio Cattaneo acabe su misión de reclutamiento en la vecina colonia de Pera y, aunque sea faltar a la modestia, debo añadir que mis tropas están perfectamente armadas y entrenadas. Sin embargo, lamento comunicar que el primer problema que se presenta es defender una muralla de catorce kilómetros de longitud con apenas tres mil soldados, tarea prácticamente imposible. Necesitamos urgentemente defensores.
—Sé que mi concurso no es del agrado de todos —comentó el príncipe Orchán con voz suave, mientras el arzobispo Leonardo suspiraba enojado—, sin embargo ofrezco mi guardia y a mis acompañantes para ayudar en la defensa.
—Os doy las gracias —comentó el emperador— y considero un honor teneros a nuestro lado. También realizaremos nuevos reclutamientos entre la población, aunque llevará tiempo. Dado que la llegada de otra ayuda se antoja improbable, hasta entonces debéis sostener la ciudad con las fuerzas actuales. Sin contar con la desventaja numérica, ¿cómo veis la situación?, y ¿cuál será vuestra primera decisión?
—En mi opinión —comenzó Giustiniani con voz grave y gesto experto— disponemos de dos grandes ventajas, el tiempo y la muralla. Las fortificaciones de la ciudad se encuentran en un estado bastante aceptable, que podemos mejorar mientras el sultán no aparezca ante los muros. La solidez de los bastiones compensa una más que previsible diferencia numérica con el enemigo. Por otro lado, según me ha comentado Gabriel Trevisano, la flota reunida en el puerto podría alistar dos docenas de barcos de guerra, suficientes, según su opinión, para defender la cadena que cierra el Cuerno de Oro. Y en último lugar, tenemos que confiar en que antes o después llegarán refuerzos de Venecia o Hungría, por lo que el tiempo es nuestro aliado. No necesitamos derrotar al sultán o destruir su ejército, basta con evitar su victoria para que cualquier fuerza de socorro le obligue a levantar el sitio. En consonancia, mi primera intención consiste en reforzar en lo posible la muralla, para lo cual necesitaría trabajadores de la población, así como abrir un foso delante de las murallas de Blaquernas, ya que esa zona carece de él, por lo que se encuentra más desprotegida que el resto de la línea. También pienso preparar los accesos y puertas para atrancarlos y destruir los puentes sobre el foso cuando el enemigo se encuentre a la vista. Tan sólo mantendremos alguna portezuela disponible para hostigar al contrario con golpes de mano. Por último, sería necesario enviar algunos jinetes a explorar los movimientos del sultán de modo que dispongamos de algún tiempo para prepararnos antes de ver sus estandartes al otro lado de los muros.
—Para la excavación del nuevo foso ofrezco nuestros servicios —intervino Minotto—. Los venecianos no sabemos permanecer ociosos viendo cómo los demás colaboran.
—No habéis comentado ninguna desventaja más —inquirió Sfrantzés—. No quisiera socavar la moral de los presentes, pero me resisto a creer que no existan más inconvenientes que el número de soldados disponibles.
—En efecto, existen otras preocupaciones —admitió Giustiniani—, aunque la escasez de tropas es lo más importante; si el ejército enemigo se presentara mañana ante la ciudad, podríamos darnos por perdidos. En otro orden de cosas, cuando el asedio comience, el verdadero punto débil será la carencia de suministros. Por lo que he podido comprobar en mi inspección, las cisternas y el río proporcionan agua suficiente para una resistencia prolongada, pero no creo que sea posible almacenar más de tres o cuatro meses de víveres para la población, y si no conseguimos ayuda en ese tiempo la ciudad caerá sin que Mahomet necesite un solo asalto. También me preocupa la carencia de artillería, de la que el sultán dispone en abundancia, aunque confío en la profundidad de las murallas para contrarrestarla. La zona del río Lycos es la más débil de la muralla, es probable que los ataques se centren allí. Sin embargo no podemos desguarecer el resto del perímetro, lo que implica que no dispondremos de todas nuestras fuerzas mientras el enemigo dispone de la ventaja de concentrar su empuje. Otro punto preocupante es la carencia de tropas experimentadas, cualquier reclutamiento realizado entre la población necesariamente se compondrá de civiles inapropiadamente armados y con escaso o nulo entrenamiento. Mientras tengan la protección de los muros podrán valerse, pero si el enemigo traspasa las fortificaciones exteriores y entra en la ciudad será casi imposible rechazarlo. Y aunque no soy muy ducho en temas navales, mi experimentado colega Gabriel Trevisano no confía en que nuestra flota sea capaz de derrotar a la turca o mantener abiertas las comunicaciones, por lo que hay que contar con una casi absoluta incomunicación de la ciudad.
Un tenso silencio siguió a las palabras del genovés. El optimismo inicial que transmitía su informe sobre la situación de las murallas se tornó en honda preocupación a la luz de la mísera cantidad de tropas disponibles y del resto de inconvenientes enumerados. Consciente del efecto que las últimas noticias habían causado sobre los asistentes, Constantino se apresuró a intervenir en la conversación. Su firmeza a la hora de tomar decisiones y la rapidez con la que el emperador asumía la situación podían ser fuertes acicates para mejorarla moral de aquellos que formarían el núcleo de la dirección de la defensa.
—Creo que entonces tenemos claros los próximos pasos. Es importante que involucremos a la población, dado que su concurso será imprescindible para mejorar las defensas. El secretario imperial se encargará de contratar obreros o voluntarios para ponerlos a disposición del protostrator. A la vez realizaremos un recuento de armas y posibles reclutas. Redoblaremos los esfuerzos diplomáticos con el exterior y recaudaremos cuantas contribuciones sean necesarias para realizar los pagos oportunos a tropas, obreros y comerciantes de suministros.
—Me gustaría contar con Francisco a partir de mañana —comentó Giustiniani—. Necesito a alguien de confianza que me sirva de traductor con los trabajadores griegos y a la vez se entienda en italiano con soldados y oficiales. El sultán tendrá informadores en la ciudad y no puedo fiarme de cualquiera. Al ser él un familiar cercano del emperador su lealtad está fuera de toda duda.
—Por supuesto —respondió Constantino tras un imperceptible titubeo—, me parece una idea excelente, cualquier cosa que os facilite el trabajo no debéis sino pedirla. Siempre que él no tenga inconveniente.
—En absoluto —terció Francisco con rapidez—. Tal como comentaban nuestros amigos venecianos no me atrae la idea de permanecer ocioso, me encantará colaborar en lo que sea menester.
—En ese caso —intervino Sfrantzés solicitando con la mirada la aquiescencia del emperador—, si no hay más temas a tratar podemos dar por finalizado el consejo.
Todos los presentes asintieron, uno de ellos, el arzobispo Leonardo, de mala gana, llegando la reunión a su término. Sfrantzés se acercó a una de las puertas de acceso a la estancia, permitiendo el paso a los sirvientes de palacio que acompañarían a los asistentes a la salida. Francisco se levantó con los demás pero, cuando se disponía a marcharse hacia sus dependencias, observó cómo el príncipe Orchán y su acompañante se mantenían de pie en la estancia, al igual que Giustiniani y la cúpula palaciega bizantina. A punto de abandonar la estancia, el capitán genovés le hizo una discreta seña para que esperara y, aunque extrañado por la situación, se mantuvo en el interior de la habitación mientras el resto de invitados se alejaba charlando, aparentemente ajeno al nuevo cónclave. Los corpulentos guardias que flanqueaban las puertas cerraron las hojas de bronce con suavidad, ahogando las voces de los anteriores asistentes y sus criados, que se disponían a abandonar el palacio.
Antes de iniciar cualquier comentario, el príncipe Orchán dirigió una mirada interrogativa hacia Francisco, contestada al punto por Giustiniani.
—Podéis hablar con libertad, el caballero es pariente del emperador.
El joven castellano se mantuvo de pie, intentando que su cara no reflejara la profunda incomprensión que sentía. La verdad es que no entendía lo que estaba pasando pero, tras observar una breve pero significativa mirada entre Constantino y Sfrantzés, decidió no decir nada y mantenerse a la espera de los acontecimientos.
—Bien —comentó Orchán resignado—, como he comentado antes de comenzar la anterior reunión, creo que tengo una aportación más útil a nuestra causa que el puñado de guardias que me acompañan en mi duradero exilio.
—No penséis —intervino Sfrantzés— que por pequeña, no agradecemos vuestra colaboración, y más teniendo en cuenta que lucháis contra vuestros correligionarios.
—En absoluto —respondió Orchán—, pero soy consciente de que unos pocos soldados no supondrán una diferencia apreciable, ni transformarán la derrota en victoria. Sin embargo, donde pocos no influyen, puede que uno solo signifique más que un millar.
—Explicaos —pidió Giustiniani.
—Somos turcos —afirmó Orchán—, al igual que los miles de soldados que mi primo Mahomet estará concentrando para el combate. Nada nos diferencia de ellos, ni lengua, ni vestimenta, ni aspecto. Entre las distintas unidades que se reúnen en tiempo de guerra, los bashi-bazuks, voluntarios enrolados por la perspectiva de un fácil botín, llegan de todas partes del reino. No se conocen entre ellos, forman grupos dispares en los que es fácil introducirse, y eso es lo que quiero que haga mi compañero y fiel colaborador Ahmed.
Francisco no se había fijado hasta el momento en el turco que acompañaba al príncipe. Pasada la treintena, sus rasgos eran duros, muy marcados, con el mentón afilado y terminado en una pequeña barba algo descuidada. Su tez aceitunada y sus ojos oscuros contrastaban con el intenso color verde de su turbante y caftán. Su mirada hosca daba a entender que la diplomacia no se encontraba entre sus mejores aptitudes y, al detener ahora su vista en él con más cuidado, se podía deducir que los ropajes lujosos eran tan sólo un disfraz para poder introducirlo en palacio sin que los demás asistentes a la reunión se fijaran en él.
—Ahmed forma parte de mi guardia desde hace quince años, tiene mi más absoluta confianza, tanto sus habilidades como su discreción son proverbiales. Pretendo que se introduzca en el campamento del sultán, se infiltre entre sus tropas y nos envíe información de primera mano de sus movimientos e intenciones.
—Sería una gran ventaja —afirmó Giustiniani—, aunque ¿cómo nos hará llegar la información?
—Ahmed es un arquero excepcional, una vez comience el asedio enrollará los mensajes en una flecha y la lanzará de noche por encima de la muralla en un punto en concreto.
—Es una tarea muy arriesgada —intervino Constantino.
—Sólo vivo para servir a mi príncipe —afirmó Ahmed con voz seca—. Partiré discretamente mañana.
—En ese caso tan sólo podemos desearte suerte —comentó Giustiniani—. En tus manos puede estar gran parte de la salvación de la ciudad.
—Nos retiramos ya —dijo Orchán—. Aún tenemos que definir detalles antes de mañana. Aunque sé que no es necesario, no quisiera despedirme sin pedir humildemente silencio acerca de este asunto, no desconfío del resto de los líderes ciudadanos, pero el fanatismo religioso de alguno de ellos puede hacer peligrar la misión y con ello la vida de Ahmed.
—Es totalmente comprensible —confirmó Constantino—. Podéis confiar en los presentes. El megaduque os proporcionará una escolta que os acompañe durante el regreso, para evitar cualquier posible equívoco de la población.
—Yo también aprovecharé la compañía para salir de palacio —anunció Giustiniani—. Espero veros mañana junto a las murallas al amanecer —añadió refiriéndose a Francisco.
Ambos turcos efectuaron una reverencia acompañada del saludo árabe antes de desaparecer silenciosamente por la puerta acompañados de Francisco y Giustiniani, el primero encaminándose a sus habitaciones guiado por un criado, y el italiano acompañando a los turcos y a Lucas Notaras.
—Yo me despido también —saludó Teófilo mientras se dirigía a la puerta contraria.
—Todavía tenemos cosas de las que hablar. ¿Tanta prisa tienes?
—Hay asuntos urgentes de los que ocuparme.
Sfrantzés permaneció unos segundos callado, observando la puerta mientras los guardias del exterior volvían a cerrar ambas hojas. A su lado, Constantino se mostraba serio, pensativo, con la frente arrugada en un gesto de preocupación. El secretario no precisaba preguntar nada a su amigo para conocer sus pensamientos, dado el nivel de compenetración que mantenían, sin embargo, conocía muy bien la pesada carga que imponía el gobierno y cómo aliviaba compartirla.
—No te veo satisfecho con el resultado de la reunión.
—En absoluto —sentenció Constantino—. La situación se complica cada vez más.
—¿Te refieres al arzobispo?
—Entre otras cosas. Gracias a Dios que Giustiniani parece pletórico de cualidades diplomáticas, le veo perfectamente capaz de manejar a genoveses, venecianos, turcos y griegos sin que se maten unos a otros, pero no puedo sustraerme a la sensación de que nos sentamos sobre un polvorín. Eso sin contar con las querellas religiosas. Pensaba que la unión de las Iglesias había zanjado el asunto, pero la visión del arzobispo discutiendo con Notaras me hace replantearme todo lo asumido. Lo último que necesitamos es una revuelta religiosa.
—El cardenal Isidoro es un hombre prudente y de inmensa paciencia, además de griego de nacimiento, hay que recordar que fue hegoumenos del monasterio de San Demetrio, por lo que conoce a la perfección nuestro pueblo. Podríamos retomar la antigua idea de nombrarle patriarca de Constantinopla en sustitución del huido Gregorio.
—No me atrevo a realizar un nombramiento tan comprometido. Por otro lado, dudo que el cardenal aceptara. Lo mejor será tratar de evitar al arzobispo Leonardo y mantener a Notaras centrado en tareas militares para evitar su confrontación. A veces desearía que los turcos aparecieran de inmediato para poder situar al arzobispo Leonardo en la zona más peligrosa.
—No creo que su valentía esté en consonancia con su ardor religioso —afirmó Sfrantzés con una sonrisa—, aunque yo también disfrutaría viéndole rodeado de herejes; como él proclama, sería instructivo observar el método que utiliza para facilitar su conversión a la verdadera fe.
—¡Eso es casi blasfemo! —rugió Constantino imitando la voz del arzobispo, haciendo que ambos prorrumpieran en fuertes carcajadas—. Me alegro de tenerte a mi lado —continuó el emperador cuando pudo apaciguar las risas, mientras apoyaba su mano en el hombro de su amigo—, hay pocas personas que me comprendan tan bien como tú.
—Siempre podrás contar conmigo para lo que necesites —respondió Sfrantzés agarrando con fuerza la mano sobre su hombro—, no dejaremos que nuestra ciudad caiga, el primer paso hacia la victoria es creer en ella.
—Y así es, amigo, pero también debemos ocuparnos de cuestiones más materiales. Mañana da orden a los tribunos de los distintos barrios para que elaboren una lista de aquellos en condición de combatir y las armas de las que disponen, y mantenlo en secreto.
—De acuerdo, aunque te prevengo que, por pocos que sean, no tenemos moneda suficiente para pagarlos. Hemos recibido numerosas contribuciones, pero la mayor parte de lo recaudado de monasterios e iglesias es metal trabajado, candelabros de plata casi en su totalidad; sería necesario fundirlo y acuñar moneda.
—Sería la primera vez bajo mi mandato, ni siquiera tenemos ya maestro para realizar los grabados.
—Para uno de los lados utilizaremos los moldes de stavraton de plata con la imagen de Cristo que aún poseemos del reinado de tu hermano Juan VIII aunque, para el lado con tu efigie, tendremos que encargar el trabajo a uno de los aprendices; no creo que salgas muy favorecido.
—No es algo que me preocupe —dijo Constantino con una sonrisa—. Necesitamos acuñar moneda tan rápidamente como podamos, también deberemos pagar a los obreros que restauren la muralla.
—Me encargaré de ello después de hablar con los tribunos. Tú descansa un poco, llevamos unos días muy agitados.
—El gobierno no duerme nunca —negó el emperador—, pero procuraré reservar fuerzas para lo que nos aguarda, buenas noches, Jorge.
Teófilo recorría los pasillos con premura, con la cabeza gacha sin fijarse en aquellos con los que se cruzaba, tratando de pasar desapercibido aun a sabiendas de que resultaba imposible no destacar en el área del palacio reservada a la servidumbre. Sin embargo nadie dio muestras de reconocer en aquel lujosamente ataviado noble al primo del emperador. La costumbre de verle de noche en noche caminando discretamente hacia una de las estancias normalizaba una situación no por habitual menos provocadora. Los encuentros sexuales esporádicos entre los miembros de la nobleza con algunas de las criadas y servidoras de Blaquernas no eran en absoluto desconocidos, sin embargo, eran socialmente desaprobados y, por tanto, se mantenían en un público anonimato.
Cuando alcanzó su destino, Teófilo golpeó con delicadeza la puerta, esperando unos segundos oír la voz que le cedía paso. Entró furtivamente en la habitación, pobremente amueblada con un pequeño camastro, un par de arcones de oscura madera, una silla de deteriorado respaldo en forma de lira y un mueble mezcla de escritorio y atril, sobre el que descansaba una gastada Biblia, regalo del propio Teófilo, unas hojas de papel y material de escritura.
Yasmine le miraba de pie, en el centro de la habitación, resplandeciente bajo la tenue luz de dos velas que titilaban sobre el escritorio, produciendo pálidos reflejos en su fina piel. Su largo y sedoso pelo se derramaba libremente sobre sus delicados hombros, que sostenían una casi transparente túnica blanca.
Teófilo se abalanzó sobre ella sin mediar palabra, cubriendo subello rostro de apasionados besos, pero ella se separó con delicadeza mientras su expresión se encogía en un fingido mohín de enfado.
—Llegas tarde, te he estado esperando desde la puesta de sol.
—Lo siento, amor mío —se disculpó Teófilo—, pero no he podido librarme de esa tediosa reunión del consejo.
—Siempre tienes alguna excusa que te aleja de mí, ¿a qué viene tanta cháchara oficial?
—No importa, cariño, ahora podemos recuperar el tiempo perdido —dijo Teófilo mientras reanudaba su ataque sobre la joven turca.
Yasmine detuvo su avance posando suave, pero firmemente, un dedo sobre los labios de su amante a la vez que negaba con la cabeza endureciendo sus hermosas facciones.
—Esta vez no te perdonaré tan fácilmente, será mejor que te expliques de forma convincente o te irás a jugar a otro lado.
—¡Lo digo en serio! —exclamó Teófilo—. Traté de negarme, pero Constantino no me dejaba en paz. ¿Cómo iba a querer estar en una reunión con genoveses y turcos en lugar de aquí, con la mujer más bella del palacio?
—¿Turcos? ¿Diplomáticos del sultán?
—No —negó él zafándose del dedo que hacía de barrera y estrechando a la joven mientras la besaba en el cuello—, el príncipe Orchán, del que ya te he hablado, venía con un soldado que piensan infiltrar entre el enemigo cuando comience el asedio.
—¿Y pretendes que me lo crea? —dijo ella apartándolo de nuevo, aunque con menos insistencia—. En cuanto llegue cerca del sultán le detendrán.
—Estaban muy seguros —replicó Teófilo reanudando su continuo asalto al cuello de la musulmana—. Al parecer lo disfrazarán de soldado irregular, tus compatriotas se alistan con frecuencia para hacerse con un botín, aunque esta vez se van a romper los dientes en nuestras defensas.
—¿Cómo se llamaba? Si es un criado turco podría conocerlo.
—No lo creo, tenía aspecto de soldado, de todas formas no me acuerdo de su nombre, no podía pensar en otra cosa que no fuera venir a verte, todas las explicaciones de Giustiniani sobre las defensas y las murallas me resultaban terriblemente aburridas, no veía el momento de salir de allí.
—Espero que no te sitúen en un sitio peligroso —dijo ella mientras le abrazaba permitiendo que sus brazos la rodearan y facilitando su acceso—. Te conozco, y seguro que solicitarás el puesto más arriesgado. No soporto la idea de perderte —añadió acercando su mejilla a la de él y besándole con dulzura.
—No te preocupes, ni cien mil infieles serían capaces de evitarme volver a tus brazos.
—¿Podré ir a verte? ¿Estarás cerca? Quisiera ser hombre para combatir a tu lado, cuidarte si te hieren y defenderte con mi pecho si es necesario.
—La guerra no es lugar para mujeres, supongo que estaré cerca, en la muralla sobre el río, la parte más vulnerable, pero no te inquietes, tengo una misión mejor para tu pecho, que me ayudará a mantener fuerte mi brazo.
La túnica blanca se deslizó suavemente de los hombros de Yasmine, cayendo al suelo sin un ruido, descubriendo la perfección de su cuerpo y hundiendo a Teófilo en un placentero juego de pasional acercamiento al sencillo lecho.
Teófilo observaba embelesado desde la cama cómo la joven esclava turca se atusaba el cabello color azabache con el peine de marfil grabado que él le había regalado el mes anterior. Desnudo sobre el colchón de arpillera, se asombraba al comprobar cómo en unos minutos su bella acompañante había recuperado el aspecto que tenía antes de entrar él. Dormida la pasión, sus intensos ojos refulgían con aquella fría indiferencia que tanto le atraía. La primera vez que la vio, cuando aquel banquero italiano la entregó como regalo a su primo, el cual, para no ofender a quien se debía una fuerte cantidad de numerario, tuvo que aceptar, contra su parecer, el sorpresivo regalo. Desde el primer momento quedó prendado de aquella joven, no es que no disfrutara de los placeres de otras muchachas, algunas de ellas entre las más deseadas de la ciudad, lo que realmente diferenciaba a Yasmine de cualquier otra mujer que hubiera conocido era esa mezcla de misterio y ardiente frialdad que contenía su mirada, sus movimientos lentos y sensuales, las exuberantes formas que entrelucían sus vestidos y sus refinadas maneras, muy alejadas de los toscos comportamientos de las demás criadas, útiles para los juegos de cama pero insufribles una vez terminada su misión. Con aquella turca de piernas interminables la espera se hacía eterna, el goce un paraíso en la Tierra y el descanso posterior un tranquilo mar de relajación mientras ella acariciaba su pecho susurrándole su amor al oído. No le había costado mucho que Constantino aceptara su sugerencia de asignarla al cuidado de la protovestiaria; conocía a Helena, la inasequible virgen que había rechazado con increíble educación sus múltiples propuestas amorosas, y tenía la absoluta confianza de que, bajo su delicada jefatura, la esclava no sufriría castigos, penosos trabajos o excesivas cargas que pudieran ajar su belleza. El acercamiento posterior conllevó un inusitado esfuerzo en tiempo y dinero para lo que Teófilo tenía acostumbrado al tratar con mujeres. La mayoría se rendían al oír su filiación con el emperador y se entregaban con el primer regalo de joyería fina, por lo que la aparente resolución de la turca a rechazar sus dádivas y declaraciones no provocaba otra cosa que la insistencia y el encono por parte de Teófilo. Finalmente, tras lo que le pareció una tortuosa y dilatada espera, fue poco a poco ganando la confianza de la joven. Descubrió que, a diferencia del resto de las sirvientas o incluso nobles cortejadas con anterioridad, no ambicionaba joyas, caros regalos o lujosos vestidos, tan sólo detalles concordantes con su posición que pudieran aliviar su encarcelamiento en jaula de oro; una Biblia, un peine, un pequeño espejo de bronce o algunos cosméticos y perfumes provocaban en ella un profundo agradecimiento que, finalmente, tras innumerables intentos, se transformó en un consumado y pasional amor. Ahora se encontraba intensamente ligado a Yasmine, incapaz de apartarla de su pensamiento ni siquiera por un día. Tan sólo la esperanza de un combate cercano con el ejército turco le reportaba algún interés, y no por su antiguo espíritu guerrero, sino con la esperanza de poder regresar a su lado cubierto de la gloria de incontables hazañas militares que hicieran de él un héroe a sus ojos. No encontraba ningún lugar en palacio más cómodo y cálido que aquella áspera textura de la arpillera con la que se conformaba el sencillo catre en el que se tumbaba y sin embargo…
—Debes irte —repitió ella con dulzura—. Sabes que no puedes quedarte aquí, sería un escándalo que te descubriera algún funcionario de lengua floja.
—Me hastía este encubrimiento, estoy deseando poder gritar a todo el mundo nuestro amor, confío en que Constantino te conceda la manumisión en cuanto acabe el peligro sobre la ciudad, entonces podré tomarte a mi lado en palacio, sin ocultismo ni patrañas.
—No sabes cuánto sueño con ese momento, rezando cada día para poder verme a tu lado, no sólo fugaces y dulces momentos, sino años, viendo pasar juntos las estaciones desde la ventana, abrazados el uno al otro sin miedo a separarnos una vez más.
Teófilo se levantó y se dirigió hacia ella abrazándola, besando su mejilla y tratando de consolarla mientras ella bajaba la cabeza apenada.
—Vete ya, no soporto las despedidas.
Él se vistió deprisa, despidiéndose con un largo y cálido beso antes de atravesar la puerta y dirigirse hacia la parte noble de palacio. Yasmine, mientras tanto, continuó acicalando su cabello, escuchando los pasos de su amante perderse tras los gruesos muros, aunque al momento su expresión cambió, la fría mirada regresó a sus ojos a la par que se levantaba y se dirigía al atril. Tomó la caña de escritura, hundió su punta en el frasco de negra tinta anexo y comenzó a escribir con facilidad en árabe, de derecha a izquierda, con fluidez y notorio cuidado, evitando que sus manos se mancharan con el oscuro líquido. Pocas líneas después, observó su trabajo con expresión seria y se volvió con lentitud al escuchar el ligero chasquido de la puerta al abrirse. Con disimulo, una delgada figura masculina se había introducido en la estancia y observaba a Yasmine con sus diminutos ojos cargados de ira y lascivia, posando su mirada sobre el deseable cuerpo de la esclava.
—Te digo siempre que esperes, si un día te cruzas con él…
—¡Estoy harto! —gritó él—. Harto de ver cómo se desliza en tu cama cada noche, para satisfacer sus asquerosos deseos, harto de lamentarme en mi cuarto por nuestra perra suerte, harto de pensar a cada momento lo que hará contigo durante vuestros encuentros, debería matarle.
—No seas loco, te ejecutarían, y a mí contigo, ¿es eso lo que quieres? No olvides que soy yo la que soporta esta tortura, teniendo que ceder por mi condición de esclava a satisfacer su lujuria, ¿cómo crees que me siento? Tan sólo mantengo la esperanza porque estás a mi lado.
—Lo siento —dijo él apesadumbrado—, pero esta situación me va a volver loco.
—Debemos ser fuertes, amor mío —afirmó ella acercándose a su acompañante y abrazándole con dulzura—. El Señor nos tiene reservado un futuro mejor, sé que nos ha de compensar por todo nuestro sufrimiento, quién sino Él conoce nuestros sentimientos, nuestro profundo amor, y quién sino Él es capaz de cualquier cosa.
Él se aferró a Yasmine con fuerza, apretándola contra sí hasta que casi le costaba respirar, al tiempo que aspiraba con fuerza el perfume que emanaba de su pelo y presionaba su mejilla contra el rostro de la joven.
—He escrito una nueva carta, necesito que la lleves mañana.
—¡Otra de esas inútiles misivas! —exclamó él apartándola bruscamente—. No sirven para nada, es la tercera que escribes y ocurrirá como con las dos anteriores: ese maldito banquero veneciano la recogerá sin siquiera leerla y me despedirá sin una palabra de agradecimiento. No pienso volver a llevarle nada.
—Mi antiguo dueño es el único que puede hacer algo para devolverme la libertad, el emperador jamás me manumitirá mientras su primo me utilice, ¡debemos seguir intentándolo!
—¡No!, se acabaron las cartas, las noches de vigilia y las vanas esperanzas, idearé la forma de escaparnos, con los turcos a las puertas no se dedicarán a seguirnos.
—Piénsalo bien, cariño —comentó ella con voz dulce y paciente—. Con la amenaza del sultán sobre la ciudad todas las salidas estarán fuertemente custodiadas, nos detendrían y ejecutarían sin pensarlo, no me importa lo que me pase, pero no puedo consentir que arriesgues tu vida de esa forma. No perdemos nada por seguir intentando que Badoer me conceda la libertad —añadió mientras se acercaba a él y le besaba, al tiempo que sus manos subían poco a poco la túnica de su acompañante—. Tan sólo es una carta, ¿qué podemos perder? Antes o después aceptará nuestro dinero, nuestras súplicas y compraremos la libertad.
Yasmine deslizó la túnica del hombre por encima de su cabeza, mientras clavaba sus intensos y sensuales ojos en los de su cada vez menos enervado compañero, después aproximó su boca al pecho del excitado varón, besándolo.
—¿No harás ese pequeño recado por mí?
La esclava continuó besándole, haciendo círculos con su lengua, más y más abajo, mientras mantenía aún su ardiente mirada fija en sus ojos.
—Dame esa maldita carta —sentenció él cerrando los ojos.