Reclinado sobre el escritorio, frente a la ventana, Jorge Sfrantzés transcribía, con un cuidado exquisito, las últimas letras del edicto imperial sobre la hoja de papel italiano, temiendo que, en el último momento, una mancha de tinta estropeara todo el trabajo. A diferencia del pergamino, el papel no permitía el raspado posterior de la tinta y, aunque aún no escaseaba, el bloqueo al que la ciudad había sido sometida no favorecía el derroche del material. La actividad de esas últimas semanas se tornaba más y más frenética a medida que pasaban los días. En su posición de principal secretario y amigo íntimo del emperador, necesitaba revisar o redactar gran parte del continuo papeleo que se generaba en el palacio imperial.
Se rascó el mentón con el dorso de la mano en un intento de reflexión. Las prisas eran incompatibles con la calidad de la escritura, y su afán de perfección le obligaba a presentar cada impreso con la excepcional caligrafía que le caracterizaba. Era en los malos momentos cuando se necesitaba mayor dedicación a las tareas cotidianas.
Los dedos y la palma de su mano derecha alternaban el negro de la tinta con la palidez de su piel, tras media mañana de afanosa escritura. Desde el alba aprovechaba la luz del tibio sol de ese 29 de enero de 1453. Despreciando el fresco ambiente de la habitación, vestía únicamente su sencilla túnica blanca de lana, ajustada a la cintura por un estrecho cinturón de cuero marrón, junto con botas altas del mismo material, de estilo militar. No resultaban adecuadas para uno de los más altos dignatarios de la corte, y en el rígido protocolo que lo rodeaba levantarían más de una airada protesta, pero en las frías mañanas de invierno, sentado inmóvil frente a su escritorio, remediaban eficazmente parte del gélido ambiente matutino. Contaba además con la incipiente laxitud del vestuario de la corte desde el establecimiento del bloqueo unos meses atrás; últimamente resultaba risible preocuparse del calzado adecuado cuando la mitad de la ciudad vestía con harapos.
Ya casi mediodía, era el momento en que le resultaba más fácil el manejo de la caña con la que escribía. Las letras del alfabeto griego, trazadas con hábiles y precisos movimientos, brotaban sobre el papel con un ritmo constante y suave. Aunque la lana de su vestido estaba más finamente tejida que las prendas occidentales del mismo material, no era tan cálida, lo que atenazaba sus brazos por el frío al realizar su trabajo. Pero a esa hora, con el ambiente caldeado por el sol a través del vidrio del cristal, los signos fluían de su mano casi sin esfuerzo.
Concentrado sobre su manuscrito, tardó en darse cuenta del repicar de las campanas de la cercana iglesia de San Salvador de Chora, que unían sus tañidos a los de otras iglesias del barrio elevando un coro de sonidos que se intensificaba, a medida que los numerosos campanarios cercanos agregaban sus cantos al conjunto.
Desde su ventana tan sólo alcanzaba a vislumbrar el patio interior del palacio de Blaquernas, residencia actual del emperador y de la corte. Observó cómo algunos de los sirvientes y funcionarios lo atravesaban apresuradamente en dirección a la puerta de entrada.
La puerta de su estancia se abrió de golpe, con un fuerte chasquido que le sorprendió hasta el punto de hacerle derramar la tinta sobre el escritorio. Teófilo Paleólogo, primo del emperador y uno de los miembros del consejo imperial, entró como una exhalación, anudándose el cinto de la espada a la cintura.
—¡Jorge! —gritó—, ¿no oyes las campanas? Serías capaz de continuar escribiendo mientras los turcos escalan la muralla.
—¡Virgen Santísima! ¿Nos atacan los turcos?
—No lo sé, el palacio está medio vacío, los pocos con los que me he cruzado no sabían nada, ¿avisamos a Constantino?
—Primero hemos de enterarnos de lo que está ocurriendo, podría ser una falsa alarma. Bajemos a preguntar a los guardias.
Sin pararse siquiera a recoger una capa, abandonó su estancia y se adentró aceleradamente en el pasillo, seguido por Teófilo, que corría maldiciendo su espada, que con cada zancada le golpeaba la pierna. Sin fijarse en los gastados mosaicos que cubrían las paredes de esa sección del palacio, reservada a la administración de la corte y funcionarios imperiales, recorrieron la distancia hasta las escaleras de mármol que conducían al patio sin cruzarse con nadie, observando de reojo cómo algunas habitaciones se encontraban vacías, con la puerta abierta de par en par.
La sensación de ser las últimas personas que permanecían en el palacio les impulsó a acelerar el paso, bajaron los escalones de dos en dos, en ruidosos saltos, y cruzaron el suelo empedrado del patio porticado a la carrera.
Aquella cacofonía sacra sólo aparecía en momentos de peligro o de extremo júbilo, y estos últimos escaseaban en la capital del imperio. Por un momento, la imagen del ejército turco asaltando la ciudad pasó por la mente de Sfrantzés. Desde que el sultán había finalizado la construcción de una nueva fortaleza en la parte europea del estrecho del Bósforo, en Constantinopla no se hablaba de otra cosa, la guerra parecía inevitable. Los turcos la llamaban Boghazkesen, el estrangulador del estrecho, fiel reflejo de su utilización. Ningún barco podía atravesar el estrecho sin permiso, bajo riesgo de ser hundido por el inmenso cañón instalado a tal fin en una de las torres, mirando hacia el mar. Un par de meses antes, un navío veneciano no respetó la orden de detenerse para la inspección y fue inmediatamente enviado al fondo del estrecho. El sultán condenó al capitán y la tripulación superviviente a la pena de empalamiento como advertencia.
Al llegar a la calle se detuvieron casi sin aliento junto a los dos guardias que custodiaban las puertas de entrada al palacio. Habían perdido su porte marcial y se asomaban, apoyados en sus lanzas, a la travesía, contemplando cómo grupos dispersos de personas se dirigían hacia la costa, al barrio de Studion.
—¿Sabéis qué está ocurriendo? —preguntó Teófilo al alcanzar al primero de los guardias.
Éste se giró sorprendido al oír aquella voz y enderezó su postura intentando adoptar una posición más formal. Cuadró la lanza al lado del cuerpo mientras su compañero seguía asomado a la calle ignorando la nueva aparición.
—No estamos seguros —carraspeó el soldado—, al parecer hay noticias de navíos latinos que se acercan a la ciudad con refuerzos o suministros, la gente corre hacia el puerto para comprobar si es cierto, pero no creo que todas las iglesias se vuelvan locas a la vez, supongo que se podrán ver desde la costa.
—¿Hay alguna certeza de que sean amigos?
—No —respondió el lancero con aire dubitativo—. En realidad lo primero que se decía era que se trataba de barcos turcos, casi una veintena.
Sfrantzés no se sintió aliviado tras escuchar al soldado. No podía desechar su idea inicial de un ataque, algo prácticamente inevitable, debido a los graves conflictos diplomáticos, incluida la ejecución de dos embajadores por parte del sultán turco. Sin embargo albergaba la esperanza de un repentino cambio en la situación, de forma que se retrasara la inminente contienda el tiempo suficiente para poder intensificar la preparación y recabar los apoyos necesarios. La aparición de una flota turca podría significar el inicio de la invasión. La boca se le secó sólo de pensar en las escasas fuerzas que podrían oponer al sultán en ese momento. Los últimos contactos diplomáticos, algunos de ellos dirigidos por él personalmente, habían resultado infructuosos. De hecho, Alfonso V, rey de Nápoles, esperaba la inminente caída de la ciudad con la secreta intención de alzarse como emperador, superando su ambición a la afiliación religiosa frente al enemigo turco. Más aún, no se esperaba ningún barco con ayuda. Era urgente comprobar la realidad de la situación para adoptar las medidas necesarias, por lo que pensó en informarse de primera mano de los hechos, en lugar de mantenerse en el palacio con los nervios a flor de piel por la espera de noticias.
—Deberíamos comprobarlo —comentó Teófilo como si le hubiera leído la mente—. Podemos acercarnos a la muralla, desde las torres centrales tendremos una buena vista del mar de Mármara. Aunque deberíamos armarnos primero.
—No es buena idea cargar con una armadura colina arriba —respondió Sfrantzés—. Si son barcos enemigos tardarán en alcanzar los muros, tendremos tiempo de volver y organizar la defensa. Es mejor marchar ligeros.
Sin despedirse del guardia corrieron de nuevo calle arriba dejando el palacio a su derecha hasta llegar al pie de la muralla, donde los muros del complejo se unían con la muralla interior. Desde allí no habría más de quinientos metros hasta la puerta Carisia, donde se iniciaba la calle Mese, la más importante de la ciudad, que se prolongaba hasta la iglesia de la Santa Sabiduría, más conocida como Santa Sofía. Cruzando dicha calle, colina arriba, se alcanzaba el punto más alto de la línea de murallas que defendían la ciudad. Desde una de las torres del final del Mesoteichion, la zona amurallada que atravesaba el valle del río Lycos, se divisaba hacia el sur toda la urbe, así como el mar de Mármara, lo que permitía cubrir con la vista cualquier buque o flota que se aproximara.
Continuando a la derecha de la alta muralla avanzaron con rápidos pasos alejándose del palacio, dejando atrás la iglesia de San Salvador de Chora, cuya cúpula, rematada con la cruz griega en su punto más alto, se asomaba fugazmente calle abajo.
Al alcanzar la calle Mese, Sfrantzés se detuvo un instante, recobrando fuerzas ante la subida a las almenas de las murallas. Aunque mantenía un buen tono físico preparándose para las exigencias del futuro inmediato, sus más de cincuenta años le pesaban en las piernas, y tras la carrera necesitaba unos instantes de reposo.
—No es momento de descansar —animó Teófilo—. Ahora comprendo por qué no querías recoger la armadura.
—Soy escriba, la guerra es para mí un oficio ocasional, dame un par de minutos.
El punto más elevado lo constituían las torres próximas a la puerta civil de San Romano, antaño una de las principales entradas de la capital del imperio. Se encontraba clausurada por orden del emperador, como el resto de accesos a la ciudad, para evitar que las partidas de soldados turcos que asaltaban últimamente la cercana campiña se adentraran tras la última línea de defensa. Para alcanzar esa zona aún debían cruzar el río Lycos y ascender unos treinta metros hasta la cima de la colina central de la ciudad, sin contar los numerosos escalones del muro exterior y la torre. El tramo era demasiado largo y empinado como para realizarlo sin una parada.
—Nuestros espías nos confirmaron hace un par de semanas que el sultán aún no ha reunido su flota, ¿cómo es posible que nos ataque con tanta rapidez?
—Tienes demasiada fe en tu servicio de información, Jorge. Los mensajes que nos llegan podrían estar manipulados por los turcos, o ser enviados por traidores.
—Es el único medio que tenemos para conocer los movimientos de Mahomet. Hasta ahora nos han dado buen servicio, no tenemos razón para desconfiar.
—Si nosotros tenemos agentes en la corte del Sultán, ¿cuántos espías tendrá él en Constantinopla? Puede haberse enterado de nuestras escasas fuerzas y adelantado el ataque.
—Es posible —admitió Sfrantzés—, pero se necesita algo más que una veintena de barcos para tomar la ciudad. Continuemos, tengo curiosidad por ver esa flota, es más probable que esté de paso para reforzar el bloqueo.
Continuaron su marcha, algo más calmada por deferencia hacia el secretario imperial, cruzando la calle Mese, antaño populosa y rebosante de vida, cuya visión actual proporcionaba una triste sensación de vacío. Un puñado de casas y tiendas salpicaban sus márgenes caprichosamente, como islotes vitales rodeados de edificios en ruinas. Los pórticos que proporcionaban abrigo contra el sol o la brisa a los, en otro tiempo, numerosos compradores, habían desaparecido o yacían derrumbados hasta donde alcanzaba la vista. Los pocos comercios que permanecían abiertos en aquella zona eran alfareros, pequeños artesanos o granjeros que vendían sus escasos excedentes de la cosecha. Apenas un puñado de personas, vestidas con remendadas túnicas, acordes con el entorno, deambulaban por entre los puestos abiertos, indiferentes a las estridentes llamadas de las campanas.
Tras rodear la iglesia de San Jorge, cuyo campanario continuaba emitiendo sonoros tañidos, se apresuraron al pie de la muralla hacia la parte más alta de la colina. El empedrado de la calle desaparecía poco a poco a medida que avanzaban, siendo sustituido por el blando terreno arenoso que flanqueaba el río. Los edificios en ruinas daban paso a claros de mayor tamaño, hasta llegar a una amplia zona a ambos lados del Lycos, donde el terreno se encontraba parcelado y en cultivo. Los antiguos jardines que separaban los distintos barrios de la ciudad se fueron convirtiendo poco a poco en terrenos baldíos, descuidados prados de matojos y malas hierbas que finalmente fueron aprovechados por algunos de los habitantes para completar la alimentación de sus familias. Estos campos se antojaban ahora fundamentales para el mantenimiento de muchos de los constantinopolitanos, cercados por tierra y mar por las huestes del sultán.
Atravesaron el estrecho río por un precario puente de madera situado junto a la muralla e iniciaron el tramo más penoso, colina arriba. El paisaje fue cambiando a medida que los terrenos cultivados daban paso a prados de matojos salvajes y rosales, aprovechados por algunos rumiantes que deambulaban pacíficamente entre la abundancia de forraje natural.
Tan pronto alcanzaron la torre anexa a la puerta, ascendieron por los escalones de la rampa que accedía al camino de ronda de la muralla interior y, posteriormente, a lo alto de la torre almenada por las escaleras posteriores a la misma. No se encontraron con un solo guardia hasta el piso superior de la construcción, donde un solitario vigía señalaba hacia el mar apoyado en las almenas mientras comentaba animadamente la situación con un par de monjes que habían tenido su misma idea.
Cuando se aproximaron al grupo, siguiendo con la vista la dirección marcada por el brazo erguido del guardia, vieron aparecer dos navíos a poca distancia de la costa, con sus blancas velas cuadradas desplegadas, rodeados del intenso color turquesa del Mármara, como si una suave mano los hubiera guiado hacia aquel lugar para enviarles un mensaje de esperanza. Los bajeles montaban tres palos y altas bordas con castillos a proa y popa. No disponían de remos, lo que, unido a la escasez de viento adecuado, ralentizaba la aproximación. La bandera se arremolinaba en torno al mástil principal, impidiendo su identificación desde esa distancia.
—Son barcos de transporte —comentó el vigía mirando por primera vez a los nuevos inquilinos de la torre, al tiempo que perdía momentáneamente el interés por los navíos.
—Serán genoveses, o tal vez catalanes —añadió uno de los monjes—; los venecianos rara vez se acercan a la ciudad sin la escolta de alguna de sus galeras.
—Si son genoveses, ¿no recalarán en Pera en lugar de dirigirse a Constantinopla? —inquirió el segundo fraile—. A fin de cuentas necesitan entrar en el Cuerno de Oro en ambos casos.
—Dios no lo quiera —respondió Sfrantzés sin quitar la vista de los buques.
Los monjes volvieron la cabeza hacia él mientras uno de ellos asentía ligeramente. La emoción despertada por la llegada de los barcos se convertiría en amarga decepción si se encaminaban hacia Pera, la colonia genovesa situada en la otra orilla del Cuerno de Oro.
—Aún deben doblar el cabo de la Acrópolis —comentó Teófilo, mientras se frotaba la pierna, magullada por el continuo martilleo de la espada en el trayecto—. Tienen que luchar contra las fuertes corrientes y los bajíos; además el viento proviene del norte, eso dificultará la entrada en puerto. Tenemos tiempo para volver a palacio e informar al emperador.
—Encárgate tú —respondió Sfrantzés—, yo me voy a acercar hacia el otro extremo de la ciudad a comprobar si atracan finalmente en Constantinopla.
Tras unos minutos contemplando el lento avance de la que podría ser la salvación de la ciudad, bajó las escaleras del torreón, suspirando de alivio tras comprobar que la flota turca aún les concedería algo de tiempo. Sin embargo, deberían tomarlo como una advertencia, la próxima vez que repicaran las campanas sería la guerra la que estaría llamando a la puerta. Con un cúmulo de pensamientos contrapuestos, arremolinados en su interior, se encaminó a paso lento hacia la parte oriental de la ciudad.
Refrescado por la ligera brisa que empujaba el barco, Francisco de Toledo mantenía fija la vista en la ciudad, tratando de captar todos los detalles a medida que el navío maniobraba para esquivar el espigón formado por la Acrópolis. Apoyado en la borda dirigía su mirada a la inmensa cúpula de Santa Sofía, que reflejaba resplandeciente el sol de la mañana. A su lado, la estructura de la iglesia de Santa Irene se empequeñecía hasta casi desaparecer detrás de algunos árboles dispersos. Ensimismado en sus pensamientos, le resultaba difícil reconocer cada elemento de la ciudad tantas veces descrita por los mercaderes genoveses con los que mantuvo contacto los últimos meses. Reconoció el abandonado palacio del Bukoleon con su puerto, las famosas murallas de estilizadas líneas rojizas, las ruinas del Hipódromo, con sus arquerías superiores prácticamente desaparecidas, al igual que la célebre cuádriga de bronce que ahora lucía en la plaza de San Marcos en Venecia. Por otro lado, desistió de identificar alguna de las centenares de pequeñas cúpulas pertenecientes a la multitud de iglesias que salpicaban la capital del languideciente imperio, las cuales poblaban un terreno semidespejado, que se aproximaba más a una serie de diminutas aldeas separadas entre sí por cultivos y terrenos agrestes que a una urbe. Resultaba extraño comprobar el grado de deterioro al que había llegado Constantinopla, la segunda Roma, erigida sobre siete colinas a semejanza de la ciudad eterna, y dotada de todo tipo de monumentos como correspondía a la capital del Imperio bizantino.
Cerca de Santa Sofía, y un tanto avasallada por su masiva estructura, divisó la columna de Justiniano, casi tan alta como la iglesia a la que acompañaba y coronada por una estatua de bronce del emperador a caballo, con porte glorioso, un globo en su mano izquierda y la mano derecha alzada en esa postura tan característica de las esculturas ecuestres romanas, como la que representaba a Constantino en San Juan de Letrán.
A la vista de su destino las dudas asaltaban su pensamiento con más fuerza que nunca. En el momento en que decidió ascender por la pasarela del barco, para unirse a los expedicionarios de Giovanni Giustiniani Longo, el gran capitán genovés de las guerras véneto-milanesas, la opción resultaba incluso atrayente. Las numerosas deudas abiertas con mercaderes y bancos genoveses no ponían a su alcance demasiadas elecciones, menos aún teniendo en cuenta que muchos otros prestamistas frustrados le esperaban en los reinos italianos de la corona de Aragón e incluso en su misma Castilla natal. El ritmo de vida de un hidalgo castellano requería unos gastos excesivos para su menguada bolsa. Vendidas las escasas tierras, juros, villas y posesiones mobiliarias recibidos en herencia, sus únicos ingresos provenían de unos préstamos a los cuales no podía hacer frente. Su vida se había transformado en una continua huida hacia delante. En esa encrucijada, un barco necesitado de voluntarios hacia una ciudad que espera una guerra era una ocasión a aprovechar.
En la parada realizada por los buques en Quíos le tentó la idea de escurrir el bulto y permanecer en la colonia. No cedió a ese impulso por el gran tráfico que mantenía con Génova aquel puerto. La posibilidad de encontrar rápidamente una cara conocida, y no amigable, excedía las probabilidades aceptadas por el buen juicio. De este modo, el destino le empujaba a aquellas tierras orientales que ahora aparecían ante sus ojos. Confiaba plenamente en su probado encanto, su refinada educación y en el planteamiento que estructuraba en su cabeza, por lo que desechó las indecisiones que aparecían en el último momento, por otro lado inútiles.
Una palmada en la espalda devolvió al joven a la atestada cubierta, donde los marineros se afanaban en el manejo de las velas intentando no tropezar con los soldados que se apelmazaban sobre las bordas señalando el puerto y comentando ruidosamente si las griegas serían tan castas y beatas como se apuntaba en Occidente.
—Pareces un sacerdote atendiendo una confesión, ¿acaso sueñas despierto?
John Grant, el ingeniero de la compañía, se acomodó en la borda al lado de Francisco, agarrando una de las maromas de cuerda con una de sus gigantescas manos, mientras se atusaba la barba y el pelo castaño con la otra. Su acento era fuerte, gutural, por eso la mayoría le llamaba «el alemán», sin embargo procedía de Escocia, de donde había salido muy joven para buscar aventuras, dinero y fama. Sus anchas espaldas y elevada estatura contrastaban con el delgado porte del castellano, que apenas le llegaba a la barbilla. Sin embargo, el carácter abierto de Francisco le granjeaba las simpatías de muchos de los integrantes del viaje; la carencia de numerosa plata en su bolsa era suplida con la plenitud de su ingenio, rebosante de anécdotas sobre medio mundo, a las cuales el ingeniero era aficionado.
—Tan sólo estoy tratando de disfrutar de este momento —respondió Francisco—. He oído hablar de esta ciudad tantas veces que encontrarme a sus puertas es difícil de creer.
—¡Menuda tontería! —espetó John—. El mundo cabe en un tonel, tan sólo es cuestión de proponérselo, si me dieran un ducado por cada lugar que pensaba no vería jamás…
—No todos somos tan inquietos. Yo he vagado lo justo, lugares escogidos donde sentirme uno más.
—Y donde encontrar buen vino y buenas mujeres —añadió el escocés— que a juzgar por tus antecedentes no tardarás en hallar aquí.
—No sé de dónde vienen esas extrañas elucubraciones sobre mi persona —comentó Francisco con tono socarrón—. A fe de castellano que no me considero amante de los vicios. Vino, mujeres y juego sólo he catado en contadas ocasiones, me inclino más por la buena mesa y el tintineo del acero y aunque de lo primero no espero encontrar en este puerto, a juzgar por su aspecto, es probable que nos hartemos de lo segundo.
—Vas a echar por tierra tu reputación, la soldadesca aún comenta tu historia sobre las hijas del banquero florentino, bien es cierto que cada escenificación se aparta un poco más del original.
—Siempre hay excepciones, la senda de la virtud es de arduo recorrido, no viene mal descansar un trecho en los brazos de una joven comprensiva.
—Más si cabe cuando tiene una hermana gemela igualmente comprensiva.
—Eso sólo ocurrió una vez y el arrepentimiento posterior fue sincero, sobre todo cuando el padre comenzó a aporrear la puerta jurando degollarme. Pese a todo fue una memorable despedida de Florencia.
Mientras John reía la ocurrencia de su compañero, en su camarote, debajo del castillo de popa, Giustiniani se mantenía erguido permitiendo a su ayudante ajustarle la coraza sobre el pecho. Cuando las noticias del bloqueo al que el sultán había sometido a Constantinopla llegaron a Génova, las mayores preocupaciones de sus habitantes se dirigían hacia Pera, el barrio genovés al otro lado del Cuerno de Oro. Las lucrativas relaciones comerciales con los puertos del mar Negro a través de los territorios controlados por los turcos bloqueaban cualquier tipo de ayuda oficial al Imperio bizantino, así como las luchas actuales en Italia al lado de Milán. El gobernador Angelo Lomellino, podestá de Pera, recibió precisas instrucciones para que alcanzara un acuerdo digno con el sultán que garantizara la neutralidad de la colonia, mientras a los ciudadanos particulares se les autorizaba a actuar como mejor quisieran. Entre estos últimos, Giustiniani había formado su compañía, experimentada en las guerras de asedio de Lombardía, para ponerse a disposición del emperador, en busca de fama y, sobre todo, de nutridos emolumentos para los suyos. Para él, antes que nada, quería la gloria del reconocimiento como salvador de Constantinopla. Su viejo sueño era una estatua ecuestre en bronce en uno de los foros de la capital imperial, que transmitiera en el futuro los ecos de sus hazañas. Cuando escuchó la llamada de auxilio de los griegos, tuvo la corazonada de que aquel asedio sería el más importante de su tiempo, que marcaría un hito en la historia, no existía lienzo mejor donde imprimir su huella. El primer paso comenzaría con una entrada triunfal en la ciudad, para lo cual ofrecería a la multitud su mejor imagen.
Ascendió lentamente con paso firme hacia la cubierta del buque, el cual cabeceaba suavemente en su avance hacia el puerto de desembarco. Cuando se situó en medio del navío, junto al palo principal que sostenía el velamen, realizó un gesto para que uno de los oficiales, con una voz seca, ordenara atención de los soldados. Giustiniani, embutido dentro de su coraza, con la enguantada mano apoyada en el pomo de la espada, la armadura emitiendo destellos con cada pequeño movimiento, reluciente hasta en sus más recónditas juntas, esperó pacientemente a que reinara el silencio entre la soldadesca para comenzar a hablar con voz firme.
—Supongo que tendréis tantas ganas de bajar de este maldito bote como yo.
La frase fue seguida de un comentario general de aprobación, la travesía se había tornado especialmente pesada, más aún desde la entrada en el mar de Mármara, donde por culpa de las corrientes y los vientos contrarios el trayecto entre Gallípoli y Constantinopla llevó una semana. Los infantes se sentían cómodos cuando la tierra no se movía bajo sus pies y, aunque los días de mareos y vómitos habían quedado atrás, todos deseaban apearse.
—Sin embargo —continuó el capitán— no bajaremos como una chusma cualquiera, como ratas que abandonan un barco. Ya que el barrio genovés de la ciudad dispone tan sólo de pequeños puertos sólo aptos para barcas de pesca, vamos a desembarcar en la zona veneciana —a estas palabras siguió un murmullo de insultos—; demostraremos a esos estirados nuestro mejor porte. Desembarcaremos completamente armados, desfilando frente a la multitud. Que toda la ciudad sepa que no hay soldados más gallardos, valientes y apuestos que los genoveses.
La vieja rivalidad comercial entre Génova y Venecia desembocó en poco tiempo en acoso y piratería de los barcos de ambas flotas. Por lo que cada ciudad buscó apoyos diplomáticos en contra de su adversario. Venecia con Aragón, azuzando a los reyes catalanes en Cerdeña contra el dominio genovés, mientras que Milán se convertía últimamente en aliada y señora de Génova, confrontando los ejércitos venecianos en tierras italianas. Siglos de disputas que fomentaban el odio y el enfrentamiento, debían ser dejados de lado si se quería ayudar eficazmente al sostenimiento de Constantinopla.
—Quiero ver los rostros de los bizantinos abrumados por el asombro y la admiración, y los de los venecianos verdes de envidia. ¡Armaos compañeros! Constantinopla espera ansiosa un buen espectáculo, no podemos defraudar al público.
Con un grito de júbilo los soldados se apresuraron hacia sus equipos vaciando la cubierta del bajel, donde los marineros retomaron sus faenas tras el pequeño descanso que había supuesto el discurso de su principal pasajero.
Giustiniani se aproximó a Francisco, que aún se encontraba apoyado contra la borda observando el ajetreo de los tripulantes. No disponía de armadura cuando se unió a la expedición, por lo que le habían prestado peto y espaldar que trataron de ajustarle con menor fortuna de la deseable. Para ese día vestía su mejor atuendo, de excepcional costura y mejor precio, dado que aún le debía los portes al sastre genovés que empeñó sus buenas horas en confeccionarlo. Pantalones y chaqueta de un bello granate oscuro con ribetes dorados, sobre una camisa inmaculadamente blanca, quedaban semiocultos por una capa de vivos colores rojizos y negros, que le mantenía abrigado de la fresca brisa marina. Con espada y daga al cinto, buen acero de su tierra, embutidas en correajes de reluciente cuero marrón a juego con sus botas, presentaba un aspecto magnífico, señorial, causando un toque de envidia al italiano, que, a pesar de sus elevadas rentas e ingresos, carecía del buen gusto del castellano en el vestir. Su mentalidad castrense le inclinaba hacia la ropa funcional, adecuada para cualquier eventualidad militar, lo que no casaba necesariamente con la elegancia.
—Estás endiabladamente elegante —afirmó Giustiniani—. Me gustaría que te mantuvieras a mi lado durante el desfile, dirá mucho de nosotros que un pariente del emperador nos acompañe, e incluso puede que echemos mano de tus conocimientos de griego, aunque, sinceramente, espero que en la corte sepan hablar latín.
En el momento de subir a bordo del barco, para unirse a la expedición, la primera pregunta que había formulado el capitán era la razón por la que un castellano quería viajar a Constantinopla. Responder que huía de sus deudores no era lo más acertado, por lo que comentó ser un pariente lejano del emperador. Su abuela materna era griega, de Mistra, en el Peloponeso. Además de enseñarle a hablar aceptablemente en griego, le contaba historias de su tierra natal durante su infancia, en el tiempo que estuvo a cargo de su educación. Su abuelo, uno de los ballesteros de la guardia de honor asignada por Pedro el Ceremonioso en el Partenón, la había tomado en matrimonio en el viaje de vuelta a la patria. El antiguo soldado decidió probar fortuna en el comercio, donde la suerte le sonrió, legando una buena herencia a su hijo, padre de Francisco, el cual se trasladó a Toledo, donde su posición de hidalgo restó gran parte de los recursos generados por su padre. Francisco ciertamente tenía básicos conocimientos, tanto de aquellas tierras lejanas como de la familia imperial, pero el único lazo que le unía con Constantino XI Paleólogo eran difusos datos proporcionados por una anciana nostálgica, que se decía perteneciente al linaje de los Comneno. Su convicción al relatar la historia de su ascendiente familiar, unida a su natural carisma, le proporcionó pasaje y el acercamiento a Giustiniani, el cual no quería desaprovechar semejante golpe de suerte. Por último, tenía a su favor no ser el primero en solicitar una plaza en el barco, pues poco antes que él, un bravo noble genovés, Mauricio Cattaneo, solicitó acompañar a sus compatriotas, asqueado por el indigno papel realizado por el gobierno de la ciudad.
—Debo recordar —respondió Francisco— que no conozco al emperador en persona, al igual que yo, no había nacido en el momento en que mi abuela dejó estas tierras.
—Es evidente —comentó el italiano—, pero tal como dicen, la nobleza se lleva en la sangre, no dudo que Constantino nos recibirá con los brazos abiertos, a ti por familiar y a mí por necesario.
—Seguramente su alegría será mayor por los setecientos soldados que te acompañan que por un primo lejano, con una coraza mal ajustada, la bolsa vacía y mareado por el trayecto. De todas formas no debes preocuparte por el idioma, no tendrás problemas para entenderte en latín, o incluso toscano, recuerda que la colonia italiana en esta ciudad es una parte importante de la población, así como la mayoría de los grandes comerciantes. En la corte han de estar habituados a tratar con ellos.
—Como bien dices, la lengua es un asunto secundario, lo que realmente va a influir en esta contienda será el estado de las murallas y el ejército del sultán, del resto podremos ocuparnos con más tranquilidad.
—Confío en que el asedio no sea especialmente duro, me costaría pensar que los turcos pudieran poner esta ciudad en serios apuros.
Giustiniani sonrió ligeramente, torciendo la boca en una expresión de condescendencia, como si tratara con un joven al que ha de enseñar los principios más básicos de la ciencia.
—Me temo, Francisco, que el sultán lanzará sobre nosotros todo el potencial del que dispone, que no es en absoluto desdeñable. Deberías hacerte a la idea de que la contienda va a ser larga, costosa y de feroces asaltos. Tendrás sobradas opciones de demostrar tu valía con el acero, y si Toledo merece la fama que le dan los espaderos italianos.
—Cuando esto acabe —replicó Francisco— toda la compañía hará procesión hasta Castilla para comprar en sus herrerías.
El italiano repitió la sonrisa mientras se alejaba hacia su camarote, dejando a su contertulio con una expresión de confiada altivez que contrastaba con las brumas que se desataban en su interior.
Una verdadera multitud se agolpaba en las inmediaciones del puerto, donde los barcos genoveses estaban realizando las últimas maniobras de atraque. Entre el gentío se podía escuchar media docena de lenguas, cada una comentando los avatares del momento en un grupo más o menos numeroso de compañeros ocasionales. En medio de esa extravagante acumulación de gente en una ciudad semidespoblada, Jorge Sfrantzés se abría paso difícilmente en las cercanías de uno de los amarres adonde se dirigían los buques. Tras unos minutos de forcejeo, empellones y numerosas imprecaciones de los asistentes, decidió subirse a uno de los muros bajos que circundaban la rada, que, aunque ya atestado, permitía nuevas incorporaciones con tal de que el intruso no tuviera reparos en aplastarse contra sus vecinos y aceptara el riesgo de caer de nuevo al piso de piedra. Desde su privilegiada atalaya, consiguió una aceptable vista del acercamiento de los navíos, librándose al mismo tiempo del maloliente efluvio emanado por los numerosos restos de pescado, que se extendían, pisoteados por los asistentes, en el pavimento del puerto.
En la cubierta se producía el frenesí final de los marinos, plegando velas, soltando el ancla y asegurando las maromas que fijaron, por último, la nave a su posición en el punto de atraque. Entre los hombres de mar se hacinaba en cubierta un numeroso grupo de soldados, embutidos en sus corazas, con yelmos relucientes y las lanzas elevadas amenazando con enredarse en el cordaje. En cuanto se estabilizó la posición del barco algunos hombres situaron desde tierra una recia pasarela de madera que permitiera el paso de los tripulantes. Mientras el segundo barco se acercaba igualmente a su embarcadero, por la pasarela comenzaron a desfilar en perfecto orden una veintena de soldados, seguidos a corta distancia de un grupo de altos personajes, dos de ellos con lujosas corazas completas, decoradas con líneas doradas en brazos y piernas, que aparentaban ser el oficial al mando de la tropa y su segundo. Junto a ellos caminaban distendidos un flamante caballero de elegantes ropajes granates y un hombre de fuerte complexión y atuendo más humilde. Ambos parecían complacidos, sobre todo el primero, el cual sonreía alegre mientras saludaba profusamente a la multitud, que vitoreaba a los nuevos llegados. Tras ellos formaron en filas más de tres centenares de soldados, impecablemente uniformados, que se unieron a otros tantos del segundo barco. El espacio dejado en el puerto por el gentío era tan estrecho que los soldados tuvieron que empujar poco a poco las primeras filas de espectadores para abrir paso a los que bajaban detrás de ellos.
El populacho aplaudía, gritaba y vitoreaba al pequeño destacamento. Algunas personas lloraban a lágrima viva, otras parecían dar gracias a Dios por el esperado milagro y unos cuantos se abrazaban a los soldados de las filas exteriores, los cuales se mostraban satisfechos y divertidos con la emoción que habían despertado en la ciudad. Incluso los numerosos venecianos que se acercaban al puerto disfrutaban del espectáculo, aunque con un entusiasmo mucho más moderado y evitando las efusivas muestras de agradecimiento que efectuaba la población bizantina.
En ese momento, Sfrantzés tomó consciencia de su posición. Como secretario del emperador sería sin ninguna duda el principal funcionario de la corte en el puerto y, como tal, consideró su deber ser el primero en acudir a recibir al inesperado contingente de ayuda, al cual era menester dar la bienvenida en nombre del emperador. Sin embargo no se presentaría delante del grupo de recién llegados vestido como un pordiosero, con las manos sucias de tinta y sin el debido protocolo. Consideró más prudente, tras meditarlo con más detenimiento, quedar al margen y mantener, al menos de momento, la ficción de la ceremoniosa corte bizantina. El emperador disponía de varios ministros y numeroso personal en su casa, era indudable que a esas alturas ya habría sido informado de la arribada de los barcos y con toda probabilidad una embajada de bienvenida se dirigía hacia el puerto. En esas circunstancias, presentarse ante el destacamento de soldados de esa guisa no conllevaría más que la impresión de desorganización y decadencia del gobierno de la ciudad. Sería mucho más útil permanecer cerca de la cabecera para obtener información acerca de los visitantes que poder ofrecer al emperador antes de su más que presumible audiencia.
Con la decisión de aproximarse al grupo de cabeza, bajó de un salto del muro, tropezando con un grupo de venecianos, posiblemente marinos, que trataban de hacerse un hueco y observar el evento estirando los cuellos. El impacto con uno de ellos le empujó contra el lado del muro golpeándose en la rodilla y manchando el brazo izquierdo de su túnica. Ahogando un improperio, pidió disculpas al marinero veneciano y se adentró entre los asistentes abriéndose paso poco a poco.
A unos metros de su objetivo, el número de personas era tan elevado que le resultaba imposible atravesar semejante muralla humana. Con creciente exasperación comenzó a hacerse hueco con el cuerpo, deslizándose trabajosamente por entre la multitud, ignorando las miradas de enfado de las personas que dejaba atrás y que esperaban pacientemente en su puesto, atisbando tan sólo una parte del desfile, por lo que un buen número de los desplazados pensaron que era tan sólo un aprovechado que trataba de situarse en primera fila, propinándole algún que otro alevoso codazo.
Con las costillas doloridas y sudando por el esfuerzo consiguió abrirse paso hasta las primeras filas, parándose en esa posición, desde la que podía observar con detalle el grupo de personas que parecían mandar el contingente.
En ese momento el capitán italiano levantó una mano, pidiendo atención, con lo que la multitud fue poco a poco silenciándose. Cuando pensó que la calma era suficiente para hacerse oír, gritó con voz potente:
—Gracias por tan amable recepción, nos sentimos emocionados ante el entusiasmo mostrado por el pueblo bizantino. Soy Giovanni Giustiniani Longo, genovés de la casa de los Doria, y llegado a esta gran ciudad con setecientos aguerridos caballeros a defender la causa de Dios y de Bizancio.
Se produjo al instante una explosión de alegría con toda clase de gritos y aplausos entre los asistentes, los cuales volvieron a abalanzarse sobre los soldados zarandeando al secretario imperial en su afán de acercarse al capitán italiano. Mientras Sfrantzés intentaba recuperar su posición y mantener un espacio junto a los sonrientes dirigentes de la comitiva, se abrió, no sin esfuerzo, un pasillo a su lado para permitir el paso de un elegante personaje.
Con una vistosa capa de color marrón, adornada por múltiples motivos geométricos realizados con cintas de terciopelo negro, hábilmente cosidas a la prenda, y un broche de oro y pedrería sobre el hombro derecho, tapando una túnica de seda de un suave naranja, finamente rematada con bordados de hilo de oro, apareció caminando con dignidad el megaduque Lucas Notaras. Alto, de complexión fuerte, señorial, con el pelo negro ceñido por una cinta dorada, su expresión seria y confiada irradiaba nobleza, representando el aspecto más esperado para un ministro de la ceremoniosa corte de Bizancio. Se encontraba acompañado de sus dos hijos y un pequeño grupo de sirvientes, magníficamente ataviados, que portaban instrumentos musicales y un estandarte con el escudo del emperador, junto con media docena de lanceros de escolta. Saludó a Giustiniani y a sus acompañantes con cortés y sencillo movimiento de cabeza, respondido con igual gesto por aquellos. La gente más cercana mantuvo silencio, prestando atención al recién llegado, uno de los altos dignatarios de la corte del emperador, almirante en jefe de la casi inexistente flota bizantina y uno de los más influyentes miembros del consejo imperial.
Con un suave gesto de la mano ordenó a uno de los sirvientes que se adelantara, realizando en griego, latín y toscano una presentación formal.
—Mi señor, Lucas Notaras, primer ministro y almirante de su majestad imperial Constantino XI Paleólogo, junto a sus hijos, agradece a sus señorías su presencia en nuestra gran ciudad e invita a los principales de su compañía a unirse a su humilde cortejo para poder tener el honor de escoltarles hasta el palacio imperial, donde será un placer para él conseguir una audiencia con el emperador en el menor tiempo posible.
—El honor es nuestro al aceptar su ofrecimiento —respondió Giustiniani solemnemente—. Permítame presentar a mi acompañante, Don Francisco de Toledo, pariente del emperador.
El castellano, que sonreía distraído observando a la multitud, se sorprendió al oír su nombre, pero avanzó resuelto al frente realizando una cortés reverencia ante su anfitrión, explicando someramente su filiación en griego.
—Soy descendiente directo del linaje imperial de los Comneno y, por lo tanto, primo del emperador, al cual vengo a auxiliar en estos aciagos momentos, en los que la familia ha de encontrarse más unida que nunca.
—Su presencia en Constantinopla es una feliz sorpresa —comentó Lucas Notaras con cortesía aunque Francisco creyó atisbar una fugaz mirada de desconfianza—. Estoy convencido que su majestad imperial se encontrará sumamente complacido de poder contar con su ayuda.
Sfrantzés torció el gesto al ver al megaduque Notaras recibiendo a los nuevos invitados; durante los últimos años sus desavenencias en los asuntos de gobierno se habían desviado, convirtiéndose en rencillas de tono personal. Su sola presencia en el puerto junto con la compañía de soldados le hacía ganar popularidad, más de la que ya disfrutaba por su posición de defensor de la Iglesia ortodoxa opuesto a la unión con los latinos, mientras que el secretario imperial, al que tampoco le gustaba aquella unión religiosa, permanecía callado para apoyar a su amigo Constantino. A pesar de ello tomó buena nota del castellano, recordando cada detalle de su aspecto o rasgo de la cara. Aunque la familia del emperador era amplia, no tenía constancia de que algunos de sus miembros hubieran llegado a la lejana Castilla. Era algo que al emperador le convendría saber antes de que se encontrase con los hechos consumados.
—Será mejor que nos pongamos en movimiento —finalizó el megaduque—, tras un viaje semejante sus hombres estarán deseando descansar bajo techo. Caballeros, síganme por favor.
La pequeña comitiva se puso en camino con Lucas Notaras al frente, flanqueado por sus hijos y precedido de los siervos tocando címbalos. A continuación el pequeño cuarteto formado por Giustiniani, Mauricio Cattaneo, Francisco y John Grant y, por último, el grupo de lanceros de la guardia, cerrando el improvisado desfile. Antes de partir, Giustiniani dio orden a sus soldados de seguirlos en formación hasta el palacio, pensando que una parada militar animaría el decaído espíritu de la población de Constantinopla, por lo que la compañía formó en apretadas filas detrás de la cabeza de la procesión a lo largo del trayecto. Sfrantzés aprovechó los iniciales momentos de caos mientras se formaba la columna de tropas para escabullirse por entre los soldados hacia el palacio imperial, confiando en atajar por los barrios costeros mientras la comitiva se desviaba por la calle principal. Eso le daría algún tiempo para reunirse con el emperador y ponerle al tanto de las informaciones conseguidas.
Poco después de dejar el puerto, una endeble muralla de madera protegía el acceso a los barrios portuarios de la zona latina, diferenciándolos a su vez según las nacionalidades. La antigua metrópoli se componía ahora de un conglomerado de villas independientes unas de otras, con la única ligazón del gobierno del emperador y la protección frente a agresiones externas de las poderosas murallas exteriores. Sin embargo, a pesar de que el área del Cuerno de Oro era la más poblada de Constantinopla, no existía continuidad entre los distintos barrios. Empalizadas, huertos o terrenos deshabitados formaban en muchos casos una peculiar frontera interior, creando una zona vacía de toda vida, utilizada en el mejor de los casos como espacio agrícola, o simplemente dejada en ruinas por falta de cuidados. Los barrios de los extranjeros eran, con mucho, los mejor mantenidos. En ellos aún abundaban ricas casas y palacetes de mercaderes y comerciantes con dinero suficiente para la ostentación. En los suburbios habitados por los griegos, las grandes fortunas se evaporaron en busca de mejores oportunidades, o transfirieron su posición a villas en el campo, mientras que los actuales pobladores de la ciudad eran pobres en su mayoría, dedicados al pequeño comercio, al servicio de los odiados extranjeros, al tráfico portuario o al ejercicio de oficios temporales que apenas permitían una subsistencia digna. La escasez de habitantes permitía la agricultura y el pastoreo dentro de los límites de la ciudad, pero eran pocos los que se aprovechaban de lo producido. Los únicos que mantenían un nivel de vida acomodado eran los escribas y funcionarios de la corte, junto con los pequeños cambistas que recogían las migajas de sus competidores latinos.
Mientras desfilaban al son de la música calle arriba hacia el foro de Teodosio, la mayoría de los latinos de los barrios cercanos al Cuerno de Oro, los más poblados de la ciudad, dejaban sus quehaceres para agolparse a los lados del espléndido grupo vitoreando y animando con visible alegría. A pesar de encontrarse en medio del barrio veneciano, las mujeres se asomaban a las ventanas para observar a los soldados, los mismos que meses atrás combatían a sus compatriotas en tierras italianas. Los judíos que aún permanecían en la ciudad, concentrados en el barrio que habitaban en la costa, a modo de frontera entre genoveses y venecianos, nexo comercial entre dos mundos contrapuestos, acudieron a su vez acompañando la comitiva hasta el foro, el cual, a pesar de la carencia de adornos y estatuas, perdidos o derruidos la mayoría de sus pórticos, incluida la columna de Teodosio que tiempo atrás se erigía en uno de sus lados, lucía de nuevo con una tímida muestra de los gloriosos desfiles que antaño atravesaron el arco del triunfo en dirección al Hipódromo, donde en tiempos de la majestuosidad imperial se celebraban las exequias a los triunfadores. Por primera vez en muchos años, la inmensa plaza cuadrangular, de casi sesenta metros de lado, se encontraba atestada de gente, llegada de casi todos los barrios que componían la urbe.
—Ha sido una verdadera sorpresa —comentó Lucas Notaras al capitán italiano—. Vuestra llegada ha roto un largo bloqueo, pocos navíos se aventuraban a parar en la ciudad tras el hundimiento del último barco veneciano. Por un momento pensamos que recalaríais en Pera.
—No nos hemos puesto en contacto con el podestá para darle cuenta de nuestras intenciones —respondió Giustiniani—, no quería que el gobernador se interpusiera en nuestra misión. Como genoveses, nos avergonzamos del comportamiento de nuestro gobierno en esta crisis. Uno de los más firmes baluartes de la cristiandad se encuentra amenazado y parece que los intereses comerciales priman más que la unión entre correligionarios y la lucha contra el infiel.
—Agradezco la falta de mensajes con la colonia de Pera, más de lo que podríais pensar. Me consta que muchos de sus más bravos jóvenes se unirían a nosotros en la lucha, pero se sienten cohibidos por la posición oficial adoptada.
—Espero poder convencer a no pocos para que se unan a nuestra compañía —intervino Mauricio Cattaneo—. Tengo algunos contactos en la colonia que podrían hablar en nuestro favor.
—Por vuestras palabras parecéis desconfiar del podestá, Angelo Lomellino, ¿son simples desavenencias comerciales o hay algo más? —preguntó Giustiniani.
—No he de negar que una posición más comprometida por parte de la colonia de Pera significaría una gran baza a nuestro favor —respondió Notaras— y por tanto su neutralidad es casi ofensiva. Me gustaría pensar que es una postura egoísta pero que busca el bien de la colonia, evitando las iras de los turcos, aunque ciertas noticias me inclinan a pensar en otro tipo de intereses.
—¿Sugerís acaso que Lomellino podría haber firmado algún tipo de acuerdo con los turcos? —preguntó Mauricio Cattaneo con cierto estupor.
—No quisiera levantar testimonios contra vuestros compatriotas sin tener pruebas palpables, tan sólo os prevengo; es posible que no seáis bien recibido en Pera cuando intentéis reclutar a sus habitantes. Aunque eso hace que estemos doblemente agradecidos a vuestros esfuerzos. Por cierto —añadió—, ¿dónde conocisteis al noble castellano que os acompaña?
—En Génova, fue un verdadero golpe de suerte que llegara el mismo día que partíamos. Ha sido un alegre compañero en tan monótona travesía, parece haber recorrido medio mundo.
Lucas Notaras asintió con la cabeza, en gesto de aprobación, mientras Giustiniani y Cattaneo intercambiaban una rápida mirada. Un acuerdo secreto entre el podestá y el sultán supondría un escándalo en Italia de confirmarse. Si los intercambios comerciales entre turcos e italianos eran usuales, los acuerdos diplomáticos a costa de otras potencias cristianas levantaban ampollas en todas las cortes occidentales. No tenían motivo para desconfiar de las palabras del megaduque bizantino, pero la insinuación era lo bastante grave como para tratar de comprobarla con calma cuando existiera la oportunidad.
La dirección del desfile cambió, realizando un arco hacia el norte, para enfilar la calle Mese, ascendiendo poco a poco a la colina más alta de la ciudad, donde se encontraba la iglesia de los Santos Apóstoles. A una corta distancia del foro, las casas dejaban paso a una zona de ruinas, de edificios desvencijados, cuya carencia de puertas mostraba los desnudos interiores, llenos de polvo, tabiques derribados y techos desplomados. La zona intermedia entre el foro de Teodosio y la iglesia de los Santos Apóstoles se encontraba abandonada desde hacía años. El empedrado de la calle aún sostenía, digno, los pasos de los viandantes, gracias a tratarse de una de las vías principales de entrada a la parte latina de la ciudad, mas las estructuras que lo circundaban amenazaban con derrumbarse con el empuje de la brisa marina. Tan sólo el acueducto de Valente, aún encargado de transportar agua hasta una gran cisterna subterránea cercana al foro, se mantenía en buen estado, con su estructura de dos pisos de arcadas en ladrillo rojizo destacando sobre el deteriorado entorno.
Lucas Notaras se acercó a Francisco, que conversaba animadamente con el ingeniero escocés, saludando a la multitud que les seguía con aire sonriente.
—¿Han llegado hasta la lejana Castilla las noticias de nuestra lucha?
—No sabría decir —respondió Francisco elusivamente—, yo me enteré a lo largo de mi estancia en Génova, hasta que encontré un barco que se dirigía hacia aquí y pude subir a bordo.
—¿Tenéis negocios en Génova?
—No exactamente, me encontraba de paso.
—¿De paso?, ¿adónde?
—Venía hacia aquí.
—Creía que no conocíais nuestra situación hasta vuestra llegada a Génova —inquirió el megaduque enarcando una ceja.
—Cierto —contestó Francisco con rapidez—, simplemente venía a conocer mis orígenes, a reunirme con mi lejana familia, ajeno a las dificultades actuales. En el puerto italiano me enteré de la noticia, pero eso tan sólo apresuró mi viaje, gracias a la compañía de Giustiniani. Debo añadir que me alegro de que mi llegada coincida con un momento en el que pueda ser útil a los míos.
—No es un momento especialmente agradable para nosotros, pero estoy convencido de que el emperador se encontrará verdaderamente sorprendido y emocionado ante un gesto tan altruista y generoso.
Francisco agradeció el cumplido, y con una amable sonrisa evitó más preguntas embarazosas, volviendo educadamente a su conversación con John Grant. Mantenía su aspecto confiado, aunque de no ser por su amplia experiencia en todo tipo de situaciones comprometidas habría salido corriendo en aquel mismo instante. Los nervios, controlados hasta ese momento, afloraron interiormente atenazándole el estómago. Sintió deseos de ocultarse detrás de una esquina y vomitar, pero, consciente de su actual posición, mantuvo la sonrisa, la cabeza alta y los saludos a los civiles que los acompañaban en su trayecto.
Por fin alcanzaron la cima de la colina, donde la iglesia de los Santos Apóstoles marcaba un hito inconfundible, con su planta en cruz coronada por una cúpula central sobre ventanas porticadas y cuatro cúpulas sencillas en los brazos de la cruz. Aunque su tamaño era sólo un poco menor que el de Santa Sofía, debido a los añadidos realizados por Justiniano para incluir un nuevo mausoleo donde enterrar a los emperadores y sus mujeres, su estado actual era lamentable. Las paredes habían sufrido los estragos del paso de los años y la falta de unos cuidados que las arcas públicas no se podían permitir. Pocas vidrieras lucían intactas; el moho y la herrumbre reinaban en el exterior presagiando un aspecto decadente tras sus laceradas puertas. Su adusta presencia asombró al cuarteto de capitanes de la compañía.
En el interior de la iglesia, Jorge Scolarios, más conocido como Genadio, afamado teólogo y antiguo secretario del emperador Juan VIII Paleólogo, se asomó a una de las ventanas de su habitación. Desde su encierro voluntario en el monasterio de Cristo Pantocrátor por su oposición a la unión entre la Iglesia occidental, sometida al Papa, y la ortodoxa, trataba de mantenerse ajeno a los sobresaltos de la ciudad. Tan sólo se acercaba de cuando en cuando por los Santos Apóstoles para consultar los manuscritos de su biblioteca. Los repiques de campanas de esa mañana apenas alteraron su comportamiento y, a diferencia del actual secretario imperial, continuó impasible con sus escritos. Ahora observaba el desfile de rutilantes soldados y la populosa bienvenida ofrecida por los ciudadanos con seriedad. Su arrugado rostro no transmitía la callada vergüenza de su interior, tan sólo sus penetrantes ojos claros mostraban una viveza inusual, bailando de un lado a otro del cortejo, parándose aquí y allá, para fijarse en unos críos que jugaban a desfilar como sus nuevos héroes, alzando palos y estacas o combatiendo entre ellos como improvisados espadachines, o en los grupos de mujeres que reían descastadamente y comentaban entre ellas mientras señalaban a los recién llegados. La misma imagen de meses atrás cuando el cardenal Isidoro desembarcó en la ciudad con dos centenares de soldados para ratificar la unión de las Iglesias. En aquel momento ya advirtió, gritando a los cuatro vientos a todo aquel que quisiera escuchar, que la ansiada ayuda del Papa, la misma por la que se claudicaban cuatro siglos de verdadera fe, no llegaría nunca. De nada sirvió. No hubo oídos que atendieran a la razón. Los bizantinos siguieron creyendo en la llegada de la salvación occidental. Durante semanas esperaron junto a los puertos atentos a la aparición de barcos cargados de refuerzos enviados por el Papa. Cuando se produjo por fin la unificación oficial de ambas Iglesias, en Santa Sofía, bajo los auspicios del propio emperador, la desilusión empezó a aparecer. Muchos comenzaron a buscar entre la multitud de templos de la ciudad aquellos que mantenían el ceremonial ortodoxo.
Su virulento manifiesto contra el abandono de la fe que vivía el pueblo causó mucho revuelo, comentarios a todos los niveles y profundas críticas, pero igualmente en vano. Bastaba un nuevo grupo de soldados, el esplendor de las armas, el brillo del acero, para que el rebaño olvidara de nuevo. No sabía cuánto duraría esta vez el engaño, pero aquello no hacía sino confirmar su desesperación. El pueblo que tanto amaba realizaba una nueva demostración de ardor hacia unos extranjeros que no tenían otro propósito que el de enriquecerse con la agonía de Constantinopla. No dudaba del valor de esos soldados, lo mismo que de los arqueros cretenses o los que acompañaron al cardenal Isidoro, sin embargo no arriesgarían sus vidas por la fe, ni por Bizancio. Sólo el oro, la vil paga, mantendría a esos mercenarios y sus armas en su puesto de las murallas. Observó detenidamente el desfile mientras desaparecían calle abajo hacia el barrio de Blaquernas, sentándose después de nuevo en su silla con un suspiro, pensando si la humanidad aprendería alguna vez de sus errores, antes de que el olvido del pasado acabara con ella.
La comitiva dejó atrás el huerto que ocupaba el lugar de la antigua cisterna de Aecio, abandonando la calle Mese para internarse en las estrechas callejuelas cercanas a San Salvador de Chora, realizando un serpenteante recorrido hasta las puertas del palacio imperial de Blaquernas. Sobre su muralla de ladrillo rojo y blanco, continuación de las de Teodosio, ondeaban al viento dos estandartes, el de la familia imperial, con fondo de gules y un águila bicéfala coronada, y el del emperador, una cruz que enmarcaba en cada uno de los cuarteles la letra B, como anagrama de su título, «Basileus Basileon Basileuon Basileonton» o «Rey de reyes, gobernante de aquellos que gobiernan».
Junto a las puertas formaba un grupo de lanceros de la guardia varenga, con sus uniformes de gala, en dos filas, permitiendo el paso de la comitiva por un pasillo intermedio hasta el patio interior. Allí fueron recibidos por uno de los funcionarios imperiales. Lucas Notaras, tras conversar brevemente con el integrante de la corte, informó a Giustiniani de que el emperador les recibiría esa misma tarde. El funcionario recién llegado acompañaría al destacamento de soldados para instalarlos fuera del palacio, en una zona de casas abandonadas pero aún habitables cercana a la muralla.
Media hora antes de la llegada del grupo, Sfrantzés atravesaba las puertas del palacio como una exhalación, corriendo escaleras arriba por los pasillos, en dirección a sus estancias para cambiarse de ropa antes de presentarse ante Constantino. Al doblar la esquina del pasillo que daba a las habitaciones con tanta prisa estuvo a punto de arrollar a una de las damas del palacio.
—¡Jesús, señor secretario! —espetó al verle aparecer de improviso—. ¿Dónde es el incendio?
—Lo siento —respondió Sfrantzés sin dejar de correr—, he de ver al emperador.
Helena mantuvo un momento la mirada en el huidizo secretario imperial mientras se recobraba de la sorpresa. Resultaba inquietante que aquel hombre, siempre calmado y de correctos modales, apareciera corriendo tras una esquina como si le persiguiera el diablo. Se comentaba en palacio que el alboroto de la ciudad, con la fuerte cacofonía de campanas incluida, se debía a la llegada de unos buques con refuerzos para la defensa. Sin embargo, este tropiezo la indujo a pensar que tal vez la situación era peor de lo que se decía, si dicha arribada provocaba semejante alteración en el ánimo del sobrio Sfrantzés.
Tras unos segundos de reflexión, Helena prosiguió su camino, que la conducía desde sus habitaciones particulares hasta las estancias de la futura emperatriz. Constantino había estado casado en dos ocasiones con anterioridad a su coronación como emperador de Bizancio, ambas esposas murieron víctimas de enfermedades sin dejar descendencia, por lo que la nueva boda del emperador se convirtió, al poco de llegar al poder, en un asunto prioritario de gobierno. Sfrantzés, en su papel de secretario imperial, lideró varias embajadas tendentes a buscar una nueva esposa para el mandatario bizantino, recayendo su elección final en una princesa georgiana.
Helena sería una de sus damas de compañía, con la función de instruir a la futura emperatriz en el ceremonial de la corte, para lo cual, a sus escasos veintitrés años, atesoraba una esmerada educación. Actualmente, antes de la llegada de la nueva esposa y en otra de sus tareas principales, se ocupaba de mantener en buenas condiciones los lujosos vestidos que formaban los distintos atuendos a lucir según marcaba el protocolo, guardar cuidadosamente las joyas imperiales y supervisar el mantenimiento de la parte de palacio donde habitaría la nueva reina.
Todos los días a media mañana pasaba revista a las que serían estancias privadas de la basilisa, la futura emperatriz, comprobando que habían sido limpiadas correctamente y que se encontraban en perfecto estado, siempre preparadas para su nueva y distinguida ocupante.
Los sirvientes dedicados a estas tareas habían sido transferidos, desde que la situación de bloqueo que sufría la ciudad imponía un incómodo retraso a la embajada que habría de partir a buscar a la futura soberana. Tan sólo una esclava turca ayudaba a realizar el mantenimiento diario. Para Helena, sin embargo, la rutina de cada día suponía una bendición, permitiendo que su mente se concentrara en los quehaceres diarios, evitando los sombríos pensamientos que atenazaban a las demás damas de palacio, horrorizadas por la imagen de los soldados bárbaros atravesando las murallas de la ciudad, dándose al saqueo.
Prácticamente todas las griegas que habitaban en Constantinopla habían crecido con las historias de la invasión de los cruzados de 1204, así como las devastaciones a las que los mercenarios catalanes habían sometido las tierras del Ática. La cercanía de un nuevo conflicto con el sultán llenaba las conversaciones, monopolizando cada instante que dejaba libre el otro gran tema de la ciudad, la unión religiosa celebrada poco antes en Santa Sofía. A Helena le disgustaba tanto como a cualquier ortodoxo la claudicación de su Iglesia frente al primado del Papa de Roma, aunque, tal vez por su cercanía al gobierno, entendía mejor las razones del emperador al dar vía libre a dicha unión, no querida por el pueblo en general. Constantino estaba convencido de que Bizancio no podría sobrevivir frente a los turcos sin la ayuda de Occidente, y esta no llegaría a menos que el Papa tuviera pruebas palpables de que se aceptaban sus condiciones. Era una jugada arriesgada, toda vez que la ayuda hasta el momento se antojaba insuficiente y escasa, pero no existía alternativa posible, como integrante de la corte conocía de sobra la extrema y acuciante carencia de efectivo del gobierno, que a duras penas podía mantener un puñado de guardias, funcionarios y edificios.
A punto de llegar a su destino vio salir de las estancias imperiales a Yasmine, la esclava turca que tenía a su cargo. Había llegado hacía pocos meses, cuando todos los demás criados fueron enviados a otras tareas. Era un regalo de uno de los principales comerciantes y banqueros de la ciudad al emperador, extraña ofrenda, dado que todos conocían la desaprobación de la esclavitud por Constantino, fruto de su educación en Mistra junto al filósofo Plethon. Sin embargo, en aquellos extraños tiempos, se podía ofender a un emperador de Bizancio, pero no a un rico comerciante y prestamista latino.
—Buenos días, Yasmine, ¿has terminado la revisión de hoy?
La joven turca se volvió despacio hacia Helena, clavando en ella sus ojos color miel, ligeramente rasgados. A pesar de la intensidad de su mirada, no traslucía ningún sentimiento definido. Helena trataba a la muchacha como una más, sin reparar en su condición de esclava; sin embargo, Yasmine se mantenía fría y distante, cortés, siempre consciente de su posición. Su indiferencia, al igual que su porte, eran más propios de una princesa que del concepto que la dama bizantina tenía de una esclava. En muchas ocasiones, Helena preguntaba por su pasado, pero ella eludía cualquier respuesta. De hecho, ni siquiera estaba segura de la religión que profesaba. Aunque la lógica indicaba que habría de ser musulmana, acompañaba a Helena a misa, conociendo el rito ortodoxo, que parecía practicar.
—Todo está dispuesto y ordenado, señora.
—Siempre te digo que no hace falta que me llames así, simplemente Helena.
—Y yo siempre respondo que es mi obligación, señora.
—¿Has oído las campanas? Han estado repicando como locas un buen rato.
—Sí, pero no le he dado importancia.
—Parece que no te interesan los asuntos del mundo.
—Los grandes asuntos son para quien puede influir en ellos, yo soy sólo una esclava, me ciño a mis obligaciones cotidianas.
—Yasmine, sabes que no desearía otra cosa que tu libertad, si estuviera en mi mano…
—Lo sé, mi señora, y lo agradezco. Si no necesitáis nada más…
—No, Yasmine, estoy segura de que las estancias están impecables, como siempre, hoy puedes tomarte el resto del día libre.
—Gracias, señora.
Helena observó cómo se alejaba, con la ligera túnica remarcando las voluptuosas formas de su cuerpo, de manera que la mitad de los funcionarios de palacio volvían la cabeza al verla pasar.
Ya en las habitaciones destinadas a la futura emperatriz comenzó con la rutinaria inspección de los distintos elementos. El suelo de mármol resplandecía inmaculado, reflejando la luz del sol que se abría paso abruptamente desde los amplios ventanales del tercer piso. La amplitud de la sala octogonal que daba entrada al dormitorio principal tan sólo se veía turbada por dos bustos de las emperatrices Teodora e Irene, sobre sendas columnas de pórfido, que flanqueaban las puertas de acceso a la regia habitación. Tras la puerta de doble hoja se detuvo un momento ante el tríptico de marfil que representaba a Jesús en toda su gloria, elevado sobre una pequeña Jerusalén de la que surgía una multitud en procesión, el cual descansaba en la parte superior de un mueble de madera de roble que contenía en su interior las escasas joyas que aún poseía la corte para lucimiento de la emperatriz en las apariciones públicas. Una lujosa tiara de oro, con incrustaciones de piedras preciosas y largas tiras de adornos colgando de su base era el objeto más preciado de la pequeña colección, compuesta además por algunos collares, pendientes de pedrería, pulseras y sortijas de oro. El resto de los antaño innumerables objetos de orfebrería que se agolpaban en el ajuar de las primeras damas de la corte desaparecieron con la rapiña de los gobernadores latinos. Lo poco que quedaba fue vendido por la mujer de Andrónico III cien años atrás a Venecia por treinta mil ducados y nunca más recuperado por falta de dinero.
El dosel de seda de la cama aún conservaba un intenso color púrpura, ribeteado por flecos de hilos dorados, dando a la sala, junto con las sábanas de seda del mismo color que vestían el lecho, un aspecto lujoso, contrastando con la sobriedad del resto de las estancias del palacio, donde se apiñaban los funcionarios y demás personal que componía la corte. Las salas destinadas a la emperatriz integraban la parte más cuidada y mejor decorada de todo el palacio de Blaquernas. Allí Helena, en el silencio de aquellas habitaciones solitarias, sentía por un momento que pertenecía a una corte aún en su esplendor y daba gracias al cielo por ser tan afortunada al encontrar un puesto semejante en aquellos tiempos de incertidumbre.
Dejó las habitaciones, dirigiéndose de nuevo a sus aposentos, cuando poco después se volvió a cruzar con Jorge Sfrantzés, esta vez luciendo sus mejores galas, abandonada la túnica blanca con que le vio hacía unos minutos, como si se hubiera preparado para una ceremonia de recepción de embajadores. Apareció con el paso rápido, aunque más calmado que en su anterior encuentro.
—¿Disponéis del don de la ubicuidad, señor secretario? —preguntó ella con aire divertido—. Hace unos minutos vi a vuestro hermano gemelo dirigirse a toda prisa en la otra dirección.
—Los ojos nos juegan malas pasadas, querida Helena —respondió Sfrantzés deteniéndose un instante—, pero espero que perdones los modales de mi gemelo, las prisas a veces nos hacen perder la educación.
—El día que en esta corte se pierdan los buenos modales será señal de que los turcos han invadido la ciudad. No creo que exista otro lugar de mayor refinamiento, gracias a Dios.
—Protocolarios hasta el final, que el Señor nos asista.
El secretario se despidió cortésmente y continuó a paso vivo en dirección a uno de los salones donde el emperador Constantino se encontraba esperando, mientras el destacamento de soldados italianos se acercaba entre las loas de la multitud.
De pie, cerca del ábside donde se asentaba el trono, el emperador Constantino XI Paleólogo, apodado Dragasés en honor al nombre eslavo de su abuelo, contemplaba el mosaico que coronaba la zona principal del salón del trono. En él, un majestuoso Cristo se encontraba sentado sobre un trono dorado, alzando la mano derecha mientras a su lado una representación de Miguel VIII, fundador de la dinastía de los Paleólogo, le ofrecía una réplica de la ciudad de Constantinopla.
Constantino era alto, de complexión fuerte, con una cuidada barba que marcaba su rostro, delgado y de finas facciones. Sus ojos oscuros expresaban la sabiduría de los años y la responsabilidad del gobierno, ejercido primero en el despotado de Mistra y después en el trono imperial de Bizancio. Vestía una túnica de seda blanca, prácticamente oculta por el manto púrpura, el color de la realeza. En las mangas, el cuello y en una ancha línea que le recorría el pecho y la espalda, una banda de tela adornada con pedrería y filigrana de oro remataba el conjunto, mientras la corona imperial, el bastón y el orbe de oro con la cruz reposaban sobre el trono, esperando a su dueño. El salón del trono había sido reconstruido tras el paso de los gobernantes latinos, borrando de sus paredes de mármol las huellas de hollín producido por las antorchas y grandes fuegos de sus múltiples fiestas, celebradas con los retazos de un imperio robado.
Sfrantzés se acercó a su amigo, el cual se volvió al percibir su presencia.
—Llegas con retraso, Jorge.
—Lo siento —se disculpó Sfrantzés—, pensé que encontraría mejores informaciones viendo en persona lo que se producía en lugar de recibir los datos de segunda mano.
—¿Te refieres a tal como los recibo yo?
—A ti, mi querido amigo, no te queda más remedio, estarías en boca de todos si aparecieras en medio del puerto solo y malamente vestido.
—¿Es eso lo que has hecho tú? Espero que no hayas dejado a la corte en evidencia.
—No creo que nadie me haya reconocido, no soy tan popular como Lucas Notaras.
—Detecto un tono especial en tu voz cuando te refieres al megaduque —afirmó Constantino—. Él desempeña un papel en el gobierno, y le necesito, igual que a ti.
—Lo sé, tienes razón, supongo que me estoy convirtiendo en un viejo gruñón. Dice mucho de ti y de tu forma de gobernar que atiendas distintos puntos de vista antes de formarte una opinión.
Constantino observó a su viejo compañero con una sonrisa, casi no recordaba desde cuándo se mantenía a su lado, aunque no existía en su pensamiento ni una duda de lo importante que resultaba su apoyo para la carga que Dios había puesto sobre sus hombros. Sin la compañía y los sabios consejos de Sfrantzés no sería capaz de seguir desempeñando los deberes de la corona. En cada decisión tomada en los últimos años su fiel secretario había supuesto una parte muy importante, ya sea como embajador de Bizancio, combatiendo a su lado contra los turcos o como simple consejero. Ahora, en la triste situación comenzada por las presiones de Mahomet II y su insaciable ansia de tomar Constantinopla, el apoyo del mejor de sus amigos se tornaba más importante si cabe. Incluso sabiendo que Sfrantzés no era partidario de la unión de las iglesias, recibió su apoyo, comprensivo con los motivos que le impulsaron a aceptar el dominio del Papa.
—Y bien, ¿qué puedes decirme de los recién llegados? De Teófilo sólo he obtenido vaguedades.
—Son genoveses, varios cientos, muy bien armados y al parecer disciplinados, mandados por Giustiniani Longo.
—¿El experto en asedios? Llega llovido del cielo.
—Creo que se trata del mismo hombre.
—Esperemos que sus emolumentos no sean excesivos para nuestras menguadas arcas —interrumpió el emperador—. Los arqueros que reclutamos en Creta nos suponen un fuerte desembolso.
—La parte económica tendremos que verla con más calma, pero debemos sacar dinero de donde sea, no podemos dejar pasar esta oportunidad, no sería la primera vez que lo que nosotros rechazamos acaba en manos del sultán.
Sfrantzés se refería a Urban, el ingeniero húngaro, experto artillero de renombre que ofreció sus servicios al emperador tiempo atrás. No sólo sus peticiones económicas resultaban exorbitantes para la corte bizantina, las necesidades de material y las forjas utilizadas en la producción de las piezas de artillería no se encontraban al alcance de Constantinopla. Al ser rechazado por los bizantinos, se dirigió a la corte del sultán, donde Mahomet II le prometió alegremente el cuádruplo del sueldo solicitado con tal de que le forjara un cañón suficientemente poderoso para doblegar las recias murallas de la ciudad. Como muestra, Urban había fabricado e instalado el cañón de la nueva fortaleza que cerraba el paso de las naves hacia el mar Negro, el mismo que meses atrás había hundido una galera veneciana, junto a parte de su tripulación.
—Pero hay otra noticia que debo resaltar —continuó Sfrantzés—. Con ellos viene un caballero castellano, de nombre Francisco de Toledo, al que han presentado como pariente de la casa imperial, al parecer del linaje de los Comneno.
—¡Pariente!, ¿de Castilla?, me parece un reino demasiado lejano para tener familia en esas tierras. ¿Qué aspecto tiene?
—Buenos ropajes, elegante, porte altivo y expresión agradable. Sus facciones no denotan ningún rasgo distintivo, aunque habla griego con un ligero acento, lo cual es extraño para un latino. No sabría qué decir al respecto.
—Tendrás ocasión de averiguarlo, no se debería sorprender si le pedimos al menos un escueto relato de su linaje, mientras tanto le trataremos como a un familiar, aunque sin incluirlo en el protocolo.
—Es una decisión prudente, tiempo tendremos de realizar comprobaciones.
—Para esta noche, después de la recepción de los oficiales de la compañía, me gustaría que organizaras una cena, a la que deberían asistir todos los notables genoveses y venecianos de la ciudad.
—¿Genoveses y venecianos juntos? No sé si es una buena idea.
—Invitar sólo a los genoveses, a pesar de la llegada de Giustiniani, podría tomarse como una ofensa en el barrio veneciano, pese a que este contingente inclina la balanza de la ayuda hacia la ciudad de Génova, es la flota veneciana la que domina los mares y la única de la que podemos esperar ayuda si el bloqueo turco se acentúa. Tampoco hemos de olvidar la tibieza con la que el gobernador de Pera está tratando la situación.
—Visto de ese modo no podemos hacer otra cosa. ¿No sería mejor invitar a alguien que podamos interponer entre ellos?
—Es una buena opción —reflexionó Constantino—, lo dejo en tus manos.
Uno de los funcionarios de la corte entró en ese momento en la sala pidiendo permiso para iniciar los preparativos de la recepción. Tras él se encontraban algunos sirvientes con las anchas bandas de seda púrpura que ocultarían el trono a la vista de los invitados durante los momentos iniciales de la ceremonia. Sfrantzés dio su consentimiento y se despidió de Constantino de manera formal, como hacía siempre que alguien se encontraba presente. A pesar de que su amistad era conocida de todos, el secretario imperial era consciente de su posición y del protocolo existente en la corte, por lo que nunca se permitía un gesto amistoso en público. Frente a la vista de los demás, se encontraba ante el emperador de Bizancio y él era tan sólo el primero de sus sirvientes.
No mucho después, el salón del trono se abría para los nuevos defensores de la ciudad. A ambos lados del trono se encontraban los personajes más notables de la corte, el secretario imperial Jorge Sfrantzés, el megaduque Lucas Notaras, el protostrator Demetrio Cantacuzeno, Teófilo y Nicéforo Paleólogo, primos del emperador, el tribuno del barrio de Blaquernas, dos de los cuatro jueces supremos y otros funcionarios y familiares, en estricto orden de cercanía al emperador según su importancia. En segunda fila, formando un semicírculo detrás del trono y de los principales, se alineaban una docena de lanceros de la guardia varenga, con sus famosas hachas colgando de la espalda. La sala se encontraba engalanada en sus extremos con braseros de bronce, para que sus titilantes llamas produjeran vistosos efectos visuales sobre los mosaicos que decoraban las paredes.
Giustiniani y sus compañeros avanzaron lentamente hacia el centro de la estancia según las indicaciones del praipositos, el mayor domo de palacio, el cual comenzaba cada paso dirigiéndose al emperador con la expresión «Con vuestro permiso», mientras los demás asistentes se mantenían de pie, en silencio y con la vista en dirección al suelo en señal de respeto. Al llegar al centro de la sala, marcado en el suelo de mármol por un dibujo geométrico circular, se alzó la cubierta de seda que ocultaba el trono y al emperador, mostrándole en todo su esplendor, sentado sobre el amplio trono de doble cabecera. Como era costumbre en Bizancio, el lado derecho del trono se destinaba a Cristo, representándolo mediante una Biblia en domingos y fiestas, sentándose el emperador en el lado izquierdo. En las recepciones habituales, como la actual, el emperador ocupaba el lado del Señor, como representante suyo en la Tierra. En el momento en que Constantino quedó a la vista de los asistentes, todos ellos realizaron un gesto de saludo, inclinándose respetuosamente, movimiento imitado por Giustiniani y sus acompañantes.
—Nunca existió la duda entre nosotros —comenzó Constantino— de que los mejores hijos de Génova tomarían sus armas para apoyar nuestra lucha. Vuestra llegada es un regalo de Dios y la confirmación de la inutilidad de los esfuerzos del sultán contra nuestra ciudad.
—Majestad —respondió Giustiniani—, traigo conmigo setecientos valerosos soldados, reclutados tanto en Génova como en la isla de Quíos, armados y entrenados como ningún otro. No encontraréis mejores tropas en toda la cristiandad. Es un honor para mí y para mi hueste ofrecer nuestros servicios a su alteza en estos difíciles tiempos en los que se necesita de nuestra pericia en la guerra.
—Vuestros servicios llegan en el mejor momento —afirmó Constantino—. Vuestra fama os precede. Esperamos que la experiencia que atesoráis como capitán en la guerra de asedio sea de gran utilidad.
—Así lo espero, majestad. En nuestra cruzada me acompañan por su propia iniciativa Mauricio Cattaneo, noble genovés de alta cuna; John Grant, ingeniero versado en todo tipo de artilugios y tácticas militares, y Don Francisco de Toledo, noble castellano ligado al linaje imperial.
Con cada una de las presentaciones, los compañeros de Giustiniani se adelantaron realizando elegantes reverencias en el caso de ambos nobles, y otra más tosca efectuada por el aventurero escocés.
—Es un gran placer recibir en nuestra ciudad a tan bravos caballeros, y una inmensa alegría comprobar los profundos lazos de afecto de la familia imperial, pues ¿qué otra cosa sino el amor por su propia sangre atraería a tan lejano pariente en tiempos de necesidad? Decidme, Francisco, ¿de quién descendéis dentro del linaje Comneno?
—Del emperador Alejo I Comneno, majestad —contestó Francisco—. Una de sus descendientes casó con mi abuelo en tiempos de la desgraciada ocupación de Atenas por los almogávares, regresando más tarde a España, mas no quisiera aburrir a los presentes con los detalles de mi genealogía.
—Esta noche celebraremos vuestra llegada en una cena, en ella tendremos tiempo de sobra para charlar y conocernos mejor —afirmó Constantino.
—Será un placer, querido primo —finalizó Francisco con una nueva reverencia.
Estas últimas palabras provocaron un cruce de miradas entre los asistentes, tratando de comprobar la reacción del emperador; sin embargo, Constantino se mantuvo ajeno a la expectación levantada, continuando su discurso de agradecimiento a los soldados genoveses que ofrecían sus servicios a la ciudad.
La recepción terminó pocos minutos después, tras los cuales Lucas Notaras se ofreció a acomodar a ambos nobles genoveses, mientras que Francisco sería instalado en el palacio imperial. Los altos funcionarios griegos salieron del salón del trono comentando la actitud de Francisco con los primos del emperador. La llegada del castellano no había causado tanto revuelo como la confianza con la que se había autodenominado primo de Constantino. La mayoría se encontraban ansiosos por comprobar esa noche durante la cena los lazos que le unían con la familia imperial. Alejo I había gobernado sobre Bizancio en el siglo XII, trazar la genealogía familiar hasta ese punto era complicado incluso para los griegos, más aún para alguien nacido en tan lejanas tierras. Tan sólo los herederos del rey Pedro II de Aragón, casado con una familiar imperial de los Comneno a fines del siglo XII, podían reclamar parentesco sin titubeos desde la lejana Península Ibérica.
Sfrantzés se encargó personalmente de acompañar a Francisco para instalarlo en una de las salas libres del palacio.
—Espero que encontréis las habitaciones lo suficientemente cómodas —dijo Sfrantzés mientras caminaban por los pasillos en dirección a las estancias asignadas a Francisco—. No disponemos de excesivo espacio en la corte, por lo que tampoco quedan grandes dormitorios disponibles.
—Seguro que es magnífica —afirmó Francisco alegremente— y más aún comparada con el camarote del barco en el que hemos realizado la travesía.
—Ciertamente, los navíos de transporte no destacan por su comodidad; por cierto, ¿qué lleva a un noble castellano hasta Génova?
—Venía de camino hacia aquí, por supuesto —respondió el castellano tras un instante de vacilación, recordando su anterior conversación con Lucas Notaras—. Es complicado encontrar un barco que navegue directamente desde España a Constantinopla, la mayor parte de los bajeles que se aventuran a llegar a esta ciudad son italianos.
—No necesariamente, los catalanes forman una nutrida colonia en la ciudad, sus mercantes nos visitan con relativa frecuencia procedentes de Barcelona, de hecho el emperador llegó a Constantinopla desde Mistra en un barco catalán.
—¡Vaya! De haberlo sabido me habría ahorrado algún que otro quebradero de cabeza, es una lástima que saliera desde Valencia, allí no partían barcos más que para Italia o las Islas Baleares.
—Es curioso que lo desconocierais, descendiendo como lo hacéis de catalanes afincados en el Ática.
—A fin de cuentas soy castellano, poco me queda de mi herencia aragonesa.
—Espero que os reste más de vuestra herencia bizantina.
—Por supuesto, de no ser así no me habría aventurado a cruzar medio mundo hasta una ciudad a punto de sufrir un ataque.
—No, supongo que no. Sería extraño pensar lo contrario, ¿qué podríais sacar de una ciudad bajo bloqueo?
Sfrantzés no esperaba respuesta de sus últimos comentarios y permaneció en silencio el resto del trayecto hasta llegar a las habitaciones asignadas a Francisco. El castellano parecía tener respuestas para todo, aunque tenía la sensación de que algo no encajaba en el relato de su trayecto hasta Constantinopla. Castilla se encontraba tan lejos que la noticia de los apuros del Imperio bizantino tardaría meses en llegar; de hecho, se enviaron embajadas a casi cualquier reino mediterráneo solicitando ayuda, excepto a Castilla, considerada demasiado alejada y sin intereses que defender en esa zona del Mediterráneo.
Si realmente se puso en camino sin saber del asedio, tal como afirmaba, ¿qué es lo que buscaba en Bizancio un noble castellano del que le separan trescientos años de su pariente más cercano? ¿Vendría tal vez en busca de una posición en la corte? Pero, si buscaba una vida fácil en palacio, ¿por qué continuar cuando se enteró de las dificultades de la ciudad? Las dudas que asaltaban al secretario imperial eran tantas que, dejando de lado su aprensión, no le quedaba más remedio que aceptar el relato del castellano, pues, como él mismo había comentado, ¿qué beneficio podría extraer de su decaída ciudad?
Al llegar a la puerta de madera que daba acceso al dormitorio, el secretario imperial abandonó sus pensamientos, mostrando el interior a su acompañante. Como había comentado anteriormente, no destacaba precisamente por el lujo, una sencilla cama con un arcón a sus pies, una ancha cómoda de madera oscura con varios estantes y un escritorio con una silla sin respaldo, de tipo romano, formaban el escueto mobiliario. Tan sólo el suelo, formado por un mosaico de teselas de piedra y mármol que dibujaban una agitada escena de caza en un bosque, animaba la estancia. En una de las paredes, frente al lecho, un crucifijo de marfil destacaba sobre el fondo de estuco de color pálido.
—Muy acogedor —comentó Francisco al entrar en la habitación.
—Enviaré a alguien esta noche para que os acompañe a la cena con el emperador.
—Gracias, espero que nos veamos allí.
—Desde luego, será un placer. Por cierto, las puertas del palacio se cierran normalmente a las tres, por lo que hoy ya no podréis salir, pero podéis transitar por el edificio libremente.
—Aún tengo mis pertenencias en el barco.
—Enviaré un criado a por ellas, no os preocupéis. Disfrutad de vuestra estancia.
Cuando Francisco quedó solo en la sala, se dejó caer sobre la mullida cama con un suspiro. Al parecer el secretario imperial no acababa de confiar en su relato. Al menos el emperador se mostraba más receptivo. Observando la habitación, iluminada por un amplio ventanal acristalado en una de sus paredes, se preguntaba de nuevo si no habría sido un error venir hasta aquí. La idea que tenía de Constantinopla bordaba la magnificencia, imaginaba una ciudad monumental, dinámica, con una corte majestuosa. Sin embargo, el camino desde el puerto y la visión que acertaba a contemplar desde la borda del barco dejaban una capital en estado de semirruina, con numerosos barrios despoblados, saqueada de sus monumentos, con su población reducida a un estado lamentable, mal vestida y desesperada. La propia corte mantenía al parecer el afamado protocolo que la caracterizaba, pero desde su entrada en palacio resultaba notoria la falta de los lujosos adornos y el oro que los viajeros de antaño situaban por doquier. La misma estancia en la que se encontraba no resultaba digna de un noble, mucho menos de un miembro de la familia imperial. Tal vez debería haber saldado sus deudas en Génova, terminando con esa continua huida hacia delante que componía sus últimos años.
Le gustaba su vida, las aventuras, las anécdotas y los viajes, pero en el fondo observaba a aquellos que conocía en su camino, con una familia, un hogar, asentados, sin tener que mirar continuamente sobre su hombro, temiendo encontrar algún deudor o el frío acero a sueldo que acecha detrás de una oscura esquina. Añoraba los tiempos en que no tenía la necesidad de moverse de ciudad en ciudad, como un apátrida, cuando tan sólo era el hijo de un caballero castellano.
Su padre le llevaba de caza, a los montes cercanos a Toledo, en jornadas interminables a caballo junto a un par de criados. En esos días hablaban poco, aunque los recordaba como los más felices de su vida. Su padre era un buen hombre. A pesar de su afición a derrochar su herencia y al lujo y la distinción que conllevaba la vida de caballero, se mantuvo fiel a sus principios, a su rey, a la Iglesia y a su familia. Francisco le tenía inconscientemente como modelo, y a veces sentía que había fracasado en la comparación. Pero a pesar de todo, mantenía su vida errante, de puerto en puerto, incapaz de encontrar el valor necesario para cambiar su existencia, convenciéndose a sí mismo de que muchos desearían cambiarse por él para dar un soplo de aire fresco a sus monótonas vidas. A fin de cuentas, ¿cuántos podían preciarse de conocer la mitad de los puertos del Mediterráneo? ¿Cuántos tenían en su haber la mitad de las mujeres que él había conocido? ¿Cuántos vivían a cuerpo de rey allá donde se encontraban? La vida errante tenía sus compensaciones y debía aprovecharlas, por lo que decidió dar un paseo por el palacio y tratar de introducirse en su nuevo papel de familiar del emperador.
Salió de su dormitorio sin tener muy claro qué dirección tomar, por lo que decidió recorrer el palacio al azar, pensando que siempre habría quien le indicara al primo del emperador cuál era el camino de vuelta a sus habitaciones. Andando por los pasillos de la planta, fue contemplando los mosaicos de las paredes, las pinturas, muchas de ellas deterioradas por el roce continuo al que se encontraban sometidas por el paso de los habitantes del edificio. Los suelos eran de mármol, con intrincados dibujos geométricos en las salas de paso en las que se cruzaban varios pasillos. Las lámparas de aceite iluminaban las esquinas de dichas estancias, ya que la luz de la tarde comenzaba a apagarse y las sombras se alargaban por el interior del edificio. Desde una de las ventanas observó una vista sobre el Cuerno de Oro, con la ciudad genovesa de Pera al fondo, sus oscuras murallas entrecortándose en el atardecer. Algunos botes de pesca continuaban faenando en el interior del brazo de mar, aprovechando los últimos momentos de luz de la tarde para llenar las redes, extrayendo del agua el sustento de muchos de los habitantes de la ciudad. Las casas de dos y tres pisos cercanas al puerto mostraban algunas de sus ventanas iluminadas por las luces de velas y candiles, mientras que la creciente oscuridad exterior ocultaba los deteriorados tejados, igualando la casa del pobre funcionario con las lujosas villas de los más adinerados.
Apoyado sobre el dintel de la ventana, tratando de ordenar sus pensamientos, tardó en apreciar la figura que se encontraba en el otro extremo del pasillo, contemplando a su vez la vista desde el palacio. Desde donde se encontraba apenas podía intuir el pelo castaño, recogido sobre la cabeza en un primoroso tocado. Una estola de un naranja pálido cubría una túnica de color pardo hasta los pies, cayendo en finos pliegues que delataban la calidad de la tela. Alentado por la posibilidad de un encuentro con una dama bizantina, Francisco se ajustó la camisola y el cinto y se acercó con paso lento hacia la desconocida.
Al llegar a un metro escaso de ella, la dama se dio cuenta de su presencia y se giró un tanto sobresaltada. Pudiera ser un efecto de la debilitada luz de la tarde que se filtraba, ligera, por el ventanal, o un bello espejismo que amenaza con evaporarse al menor contacto, el caso es que el noble castellano no se había preparado para aquella visión de hermosura, aquel rostro pálido, de rasgos dulces, rematado por unos ojos verdes en los que se perdía la razón y la compostura, y un rebelde mechón de pelo ondulado que resbalaba sobre la frente, ajeno al orden del resto de sus cabellos.
—Me habéis dado un buen susto —afirmó ella.
—Disculpad si os he incomodado, no era mi intención.
—Supongo que me encontraba tan absorta en mis pensamientos que no he reparado en que no estaba sola, aunque os habéis acercado como un gato en la oscuridad.
—Yo diría que no hubierais reparado en una galera que avanzara por el pasillo a golpe de cómitre, aunque con semejante vista a contemplar no os lo reprocharía nadie. Por cierto, no me he presentado, Francisco de Toledo, a vuestro servicio.
—Entonces debéis ser el arrogante castellano que dice ser pariente del emperador. Debí suponerlo por vuestro original atuendo.
—Cuántos reproches en tan corta frase.
—Lo lamento, no tenía mala intención al decirlo.
—No os preocupéis —interrumpió Francisco—, es evidente que mi llegada habrá sido comentada por todos los habitantes del palacio y que muchos dudarán de que alguien de tan lejano lugar de nacimiento sea familiar de su majestad. Lo que no podría perdonaros de no ser tan endiabladamente bella es que no os guste mi vestimenta. En cuanto a la arrogancia, algunos lo tacharían de virtud de caballero, razón suficiente para aceptarlo con una sonrisa.
—No quisiera en ningún modo que pensarais que niego vuestro linaje —respondió ella un tanto cohibida—, tan sólo quería apuntar lo insólito de vuestra aparición en la corte, la cual, como bien adivináis, os ha convertido en el sonoro objeto de todas las conversaciones.
—¡Vaya!, no era mi deseo convertirme en el centro de atención, decidme, ¿qué se comenta de mí en los círculos palaciegos?
—La mayoría no son más que habladurías, cada uno inventa las razones que os han impulsado a venir. Unos pocos creen en vuestro relato y otros piensan que sólo sois un impostor.
—Supongo que «otros» serán la mayoría, ¿qué creéis vos?
—Que sería más fácil preguntároslo. Antes de decidirse hay que conocer lo que tenéis que aportar y, la verdad, generáis mucha curiosidad.
—Pues aquí me tenéis, a vuestra entera disposición, para aclarar cualquier punto oscuro que detectéis en mi persona —comentó Francisco realizando una vistosa reverencia.
—Es una propuesta interesante —afirmó ella con una sonrisa—, la meditaré con cuidado, pero desgraciadamente he de dejaros.
—¿Dejarme? —repitió Francisco—. No podéis, ni siquiera sé vuestro nombre. ¿Os veré esta noche en la cena del emperador?
—No es costumbre últimamente en la corte bizantina que las mujeres asistan a los banquetes imperiales —respondió ella con tono irónico—. Los hombres necesitan reunirse con tranquilidad para hablar de batallas, diplomacia y religión, temas todos ellos a los cuales tenemos poco que aportar. Tal vez nos encontremos en otro momento.
—¡Esperad! —dijo Francisco cuando ella se giró con intención de dejarle, haciendo que se detuviera, observándole por encima del hombro—. Ciertamente no conozco las costumbres bizantinas, pero estoy convencido de que la hospitalidad es una de ellas, y a esa herencia me acojo para pedir vuestro nombre una vez más y, dicho sea de paso, me indiquéis por dónde regresar a mis habitaciones. No querréis tener sobre vuestra conciencia un castellano errante por los rincones de palacio, ¿verdad?
Francisco pudo atisbar una sonrisa en su rostro, fugaz pero esperanzadora y, tras un momento de silencio, una última frase.
—Volved sobre vuestros pasos por este pasillo, en la primera sala a la izquierda encontraréis un guardia que os indicará el camino adecuado. —Durante un instante se mantuvo en silencio, como si en su interior pensara que ese retazo de información, su nombre, podría hacerla vulnerable. Finalmente, un susurro surgió de sus labios—: Mi nombre es Helena.
La cena se encontraba en su punto más álgido, con los asistentes concentrados en la abundante comida y en la ruidosa conversación. Sentados en una mesa con forma de «T» o media cruz griega, como la definían los bizantinos, roto ya el protocolo de los primeros momentos, la velada se animaba. Conversaciones en distintos idiomas se entrelazaban, formando un confuso conjunto de opiniones, risas y voces de difícil apreciación que se imponían a la música de flauta y lira con la que se amenizaba la velada. Cada invitado comentaba su punto de vista sobre la situación de la ciudad, la llegada del nuevo contingente de soldados, la decadencia del imperio o las posibilidades económicas que el cercano enfrentamiento podía suscitar.
Los criados de palacio, luciendo sus mejores atuendos, se afanaban en acarrear las viandas en metódico orden, primero unas grandes fuentes de ensalada, queso y frutas, para continuar con un sabroso cordero asado, todo ello regado con abundante vino de Quíos, del poco que aún almacenaban las bodegas de palacio, tras los últimos meses de bloqueo por parte de la armada turca.
La distribución en la mesa se había realizado teniendo en cuenta la nacionalidad de los asistentes. Los más allegados al emperador flanqueaban a Constantino, separando a su vez a genoveses y venecianos. En la parte central de la mesa, se asentaban los invitados que Sfrantzés había convocado a última hora para dar al evento un carácter más plural, media docena de nobles y funcionarios bizantinos, el cónsul catalán, Pere Juliá, representantes de Florencia y Ragusa, el propio Sfrantzés y, por supuesto, Francisco, el cual no era consciente de las encendidas discusiones que provocaba su presencia. Los familiares del emperador se sentaban en la cabecera, a su lado, en estricto orden de parentesco, por lo que darle un lugar junto a Constantino suponía una aceptación de hecho de su linaje. Por el contrario, su introducción dentro de los asistentes al banquete implicaba una afinidad que algunos miembros del consejo imperial juzgaban excesiva. En cualquier caso, disfrutaba de la comida y la conversación, incapaz de sujetar su efusiva simpatía, incluso con la imagen de Helena acudiendo de cuando en cuando a su mente y el cortés aunque inquisitivo secretario imperial, sentado a su lado, tratando con exquisita educación de sonsacarle su origen.
Sfrantzés se mantenía atento a cada detalle, no sólo a las palabras de Francisco, sino que sus vivaces ojos bailaban con suavidad de un punto a otro, dirigiendo su mirada según la conversación que más interesante pareciera, registrando cada palabra, su significado y el ambiente general de la velada, inmerso en su perenne tarea de diplomacia. Se había impuesto la misión de sonsacar al castellano todos los detalles de su supuesta relación con Constantino, su decisión de viajar a la ciudad, su vida hasta el momento y la explicación de por qué nadie conocía la existencia de tan lejana rama familiar. Sin embargo, el delicado aunque tenaz asedio al que sometía a su contertulio no ofrecía los frutos deseados. Francisco demostró una más que notable experiencia como fajador, devolviendo, ante cada pregunta o insinuación, adornados relatos llenos de vaguedades y floridas anécdotas que poco aportaban a aclarar su ascendencia. Sfrantzés apenas pudo extraer unos retazos de la historia general, e incluso en algunos momentos dudaba a la hora de recabar lo importante, separándolo de la mera charla. Resultaba indudable que se encontraba ante un hombre culto, por encima de la media de los nobles occidentales, con un aceptable uso del griego, poco habitual en tan recóndito rincón del mundo, lo que, junto a sus conocimientos sobre el Imperio bizantino y la genealogía imperial, representaban las principales pruebas de su lado de la balanza. Por el contrario, la evasión con la que respondía inquietaba al desconfiado Sfrantzés. Existían demasiadas lagunas en aquella historia, no conseguía enlazar todas las piezas en su mente y el trato de la corte enseñaba a los altos funcionarios a recelar de todo, incluso de lo que se mostraba evidente a simple vista.
—¿Por qué no acuden mujeres a los banquetes imperiales? —preguntó Francisco como si lanzara al aire sus inquietudes, sin un receptor determinado, sorprendiendo a su vez al bizantino, absorto en sus pensamientos.
—Depende del tipo de evento —respondió el secretario imperial, aún extrañado por el radical cambio de tema—. Antiguamente las damas asistentes se sentaban a la izquierda del emperador, precedidas por la emperatriz, los hombres a la derecha, en función de su rango; pero últimamente no hemos encontrado demasiados motivos de regocijo en la ciudad, las celebraciones escasean, las pocas veces que se reúne la corte con los notables entran dentro del marco diplomático, más que en el ocio, por lo que la presencia de esposas o familiares no resulta necesaria.
—¿Es esta entonces una reunión de embajadores y comerciantes? A fin de cuentas soy un familiar, sin ningún peso político o económico.
—No, por supuesto que no —respondió Sfrantzés con rapidez, mientras pensaba que aquel joven castellano mantenía la mente alerta, incluso cuando parecía ligeramente ensimismado al hablar, como si recordara los detalles de alguna imagen interior—. Hoy festejamos la llegada de aquellos que nos ayudarán a la defensa de la ciudad, entre los cuales estáis incluido. ¿Cuál es la razón de ese repentino interés?
—Simple curiosidad.
—¿Pensáis en alguna mujer en particular? —comentó Sfrantzés esbozando una ligera sonrisa.
—No, en absoluto —respondió Francisco un tanto apurado—. Apenas llevo unas horas en la ciudad, me estáis sobrevalorando.
El emperador se dispuso a pronunciar unas palabras, con lo que el consiguiente silencio producido entre los numerosos asistentes salvó al castellano de continuar con tan incómoda conversación.
—La llegada de vuestros barcos —comenzó Constantino— ha arribado con un cargamento más valioso que el metal más preciado. Ha llenado nuestra ciudad y nuestros corazones de esperanza, de orgullo y de coraje. No es sino en los más difíciles momentos, cuando se vislumbra la verdadera naturaleza de los hombres, y se distingue al valiente del cobarde, al honorable del que no tiene palabra y al noble del esclavo. El renombre de Giustiniani recorre el Mediterráneo, asociado a innumerables hazañas y pruebas de su innegable pericia en la guerra, y por ello, he decidido que no hay persona mejor que él para dirigir las defensas de Constantinopla en la próxima lucha contra el sultán. Esta misma tarde ha aceptado mi ofrecimiento y se hará cargo de los preparativos. A vosotros, amigos y ciudadanos, os pido en nombre de mi pueblo que ayudéis en lo que en vuestra mano esté, pues ningún esfuerzo es pequeño. Todas las acciones nobles son agradecidas por Dios nuestro Señor, ya que van encaminadas a asegurar la salvación de un reino cristiano frente a la amenaza del islam.
Giustiniani se levantó despacio, con movimientos suaves, estudiados para atraer la atención de los presentes. Con una sutil reverencia solicitó permiso del emperador para hablar e inició su discurso de forma pausada.
—Mi pobre lengua de soldado no encuentra las palabras para agradecer al emperador la confianza que ha depositado sobre mis hombros, aunque puedo asegurar que mi espada y la de mis hombres responderán ante los turcos con más ánimo que mis labios. No creo que exista mejor general para ganar esta batalla que el mismo emperador, y sé que tan sólo las múltiples ocupaciones del gobierno le impiden situarse al frente de la tropa. Quisiera añadir que, a pesar de nuestros anteriores desencuentros, no habría mejor ayuda para mí que contar con la colaboración de la colonia veneciana, no como su superior, sino en condición de iguales, compartiendo el mando de las operaciones en la muralla. En el mar todos conocen de sobra su maestría, mientras que yo soy un simple profano, no creo que nadie dude que ha de ser un capitán veneciano el que mande la flota, en conjunción con el megaduque bizantino, por supuesto. Dado que, de forma altruista, el jefe de la colonia veneciana, así como el cónsul catalán y otros representantes, se ha ofrecido al emperador para ayudar en la defensa, no seré yo quien niegue el bravo carácter de esa oferta imponiendo mi generalato a nadie. Sólo aceptaría el cargo que tan generosamente me ha concedido el emperador, si puedo contar con la ayuda de todos y su aquiescencia.
Los venecianos asistentes a la cena permanecieron un momento callados, mirándose unos a otros sin poder creer que un genovés pudiera halagarles o pedir su ayuda, ofreciendo compartir la jefatura de la defensa. El cónsul catalán enarcó una ceja, sin acabar de fiarse de lo que oía, Sfrantzés sonreía discretamente y los demás comensales murmuraban entre ellos.
El cónsul Girolamo Minotto, baílo de la colonia veneciana en Constantinopla, se levantó, casi por obligación, al ver cómo todos sus compatriotas dirigían sus miradas hacia su persona, para contestar al capitán genovés, sin tener muy claro lo que debía decir. Antes de llegar a la cena ya conocía el nombramiento de Giustiniani otorgado por el emperador, comprensible, al tratarse de un experto en guerra de asedio, pero casi ofensivo para ellos al ser genovés, y más recordando que era Venecia la única que se encontraba en esos momentos debatiendo enviar una flota de ayuda a la ciudad. Cabalgando hacia el palacio, había confeccionado una diplomática protesta que pretendía presentar ante la corte. Sin embargo, el ofrecimiento de Giustiniani echaba por tierra cualquier idea preconcebida. Al concederles el mando de la flota, algo que el emperador aceptaría sin duda, les reconocía implícitamente su superioridad naval, la misma que Génova combatía desde hacía siglos. Además solicitaba su colaboración en pie de igualdad en tierra, donde la superioridad, tanto en calidad como numérica, de las tropas genovesas era evidente. Rechazar dicha propuesta no tendría sentido, sería una ofensa, no sólo a los genoveses, sino al emperador, sin embargo tampoco se sentía inclinado a quedar en evidencia al compartir el mando con alguien cuyos conocimientos en ese campo eran muy superiores a los suyos. En definitiva, sorprendido, con sus esquemas rotos en pedazos y sin saber qué hacer, se encontraba observado por toda la concurrencia, impelido a pronunciarse en un sentido o en otro sin una idea clara al respecto.
—Me encuentro sorprendido —comenzó al fin—. No hubiera esperado de un genovés que alabara nuestro valor y pericia en el mar. Si el emperador está de acuerdo, aceptamos el ofrecimiento de liderar las fuerzas navales, para lo cual no veo nadie más experto que el capitán Gabriel Trevisano. He de declinar, sin embargo, compartir el mando de la defensa en la ciudad, dado que no alcanzo el nivel de Giustiniani en ese campo, aunque puede contar con nuestra ayuda, en la medida de las posibilidades de la colonia veneciana de Constantinopla. Además escribiré mañana mismo una carta a Venecia solicitando el envío urgente de una flota de nuestras galeras para levantar el bloqueo y proteger la ciudad de cualquier posible agresión.
El ofrecimiento del representante de Venecia levantó un comentario general de aprobación entre los comensales, seguido por un compromiso semejante por parte del cónsul catalán, que a pesar de disponer de menores recursos y una discreta presencia de habitantes, no comparable a la de su homólogo italiano, no por ello distaba de los venecianos en cuanto a valor o gallardía.
Constantino se encontraba francamente satisfecho con el resultado de la velada, a la par que aliviado, al comprobar que su recién nombrado general al mando de la defensa reunía una gran pericia diplomática y don de gentes, junto con su proverbial experiencia en el terreno militar. Al tratarse de una coalición de elementos tan dispares, el entendimiento entre ellos resultaba totalmente imprescindible. El oficial al mando de todas las tropas necesitaba tener una mano izquierda tan suave para tratar con las distintas facciones, como recia la derecha para manejar la espada. Al parecer Giustiniani era el perfecto candidato para aunar esas virtudes. Con una disertación final, en la que agradecía a todos los asistentes su inestimable colaboración y compromiso con la defensa de la ciudad, el emperador dio por finalizado el tema diplomático y, junto con el último plato, un dulce típico griego, desvió la conversación hacia temas más intrascendentes.
—Así que el objetivo principal de esta cena —comentó Francisco— residía en conseguir de los principales representantes de Occidente un compromiso público de apoyo a la ciudad.
—Sois un buen observador —respondió Sfrantzés—. Seríais un gran diplomático.
—No me interesan en exceso las intrigas palaciegas, pero no creo que exista una corte donde no se den en mayor o menor medida.
—¿Conocéis la corte castellana?
—Vagamente, llevo mucho tiempo fuera de mi tierra natal, mi padre era asiduo de la corte y en ocasiones me permitía acompañarle. Las últimas noticias que me han llegado, justo antes de salir de Génova, por medio de unos compatriotas con los que tuve tratos, se referían al nacimiento de una hija de Juan II, de nombre Isabel.
—La corte bizantina es famosa por sus discusiones, sus intrigas y su diplomacia. Es una vieja política tratar de resolver los problemas por medio de los contactos entre embajadores antes que mediante la guerra. Incluso en los tiempos en que aún disponíamos de un poderío militar considerable, los escritos resguardaban los territorios con más fuerza que las armas.
—No quisiera ser atrevido, pero observando la situación actual de Bizancio respecto a su antigua extensión, tal vez habría sido preferible usar más la espada y menos la pluma.
—Es posible —respondió Sfrantzés con un cierto aire nostálgico—, a fin de cuentas todos anhelan los tiempos de Justiniano el Grande, cuando el imperio emulaba a Roma con sus conquistas en tierras lejanas, recuperando de los bárbaros lo que antes era nuestro. Sin embargo también aprendimos algo de esa época: que el costo de la expansión bélica era excesivo. Eso es algo que no se tiene en cuenta siglos después, tan sólo queda la gloria y el esplendor, pero toda hazaña conlleva un sufrimiento. No hay victoria sin sacrificio.
—¿Y no hay posibilidad de convencer al sultán para que no ataque la ciudad?
—Inicialmente lo intentamos, hasta que los dos últimos embajadores fueron decapitados, ahora únicamente una poderosa alianza de naciones cristianas sería capaz de disuadirle de sus planes. Desgraciadamente los amigos escasean cuando el enemigo es más fuerte.
—Aún no es tarde. Si los venecianos cumplen su palabra no creo que el sultán pueda hacer frente a su flota.
—Amigo Francisco, me temo que el gobernador Minotto tiene buenas intenciones, pero hay innumerables factores que pueden dar al traste con dicha ayuda.
—¿No se lucra Venecia de su relación con Constantinopla? Su colonia es la más numerosa por lo que me ha contado Giustiniani durante el viaje. Al parecer su tráfico comercial es extraordinariamente beneficioso. No creo que se resignen a perder una ruta comercial ni a los ciudadanos que aquí habitan.
—También tienen grandes intercambios comerciales con el sultán, sus colonias están cerca de las costas turcas, eso impone prudencia en las relaciones con Mahomet. No daré nada por seguro hasta ver las galeras venecianas aparecer en el horizonte.
—Y en caso de que no envíen ayuda, ¿contamos con fuerzas suficientes para rechazar a los turcos?
—El tiempo lo dirá, no tenemos otra alternativa que luchar con aquello que encontremos a mano, de no ser así comprobaréis si os sienta bien el turbante.
—No creo que combine con mi atuendo habitual, deberemos bastarnos para defender la ciudad.
Sfrantzés asintió con la cabeza volviendo a desviar su atención hacia los comentarios de los demás asistentes, que intercambiaban opiniones diversas sobre los siguientes pasos a dar.
Tras la cena, los asistentes se despidieron formalmente del emperador, uno por uno, mediante protocolarias frases de agradecimiento y deseos de salud. Las puertas de Blaquernas se abrieron para que aquellos altos dignatarios fueran acompañados a sus respectivos barrios por criados de palacio, portando antorchas para iluminar las sombrías calles de la ciudad en una hora tan tardía. Algunos traían su propia escolta, que esperaba disciplinadamente en el patio interior del edificio, precavidos por la posibilidad de un asalto por parte de algún grupo de malhechores, algo no habitual, pero siempre posible en una ciudad con numerosos descampados y barrios solitarios.
Francisco se dirigió a sus habitaciones, acompañado de un criado, aunque tratando de memorizar los distintos pasillos por los que transitaba, con la esperanza de poder manejarse fácilmente por el palacio en pocos días. En su estancia descubrió sus escasas pertenencias pulcramente ordenadas en los estantes, así como su ropa dentro del arcón. No disponía de excesivo equipaje, viajar ligero era una condición indispensable en su modo de vida, teniendo en más de una ocasión que abandonarlo todo atrás, escapando de deudores o maridos despechados.
Antes de poder desvestirse llamaron a la puerta discretamente. Con un suspiro de cansancio, pensando si esa velada se acabaría en algún momento, Francisco abrió la puerta para encontrar a Sfrantzés, casi irreconocible sin su atuendo de secretario imperial, con una sencilla túnica blanca.
—Espero no molestar —se disculpó cortésmente.
—En absoluto —respondió el castellano—. Prácticamente acabo de llegar.
—El emperador no ha tenido ocasión de iniciar una conversación durante la cena, como habría deseado, por eso, si no tiene inconveniente, le gustaría charlar un rato en sus estancias, con más tranquilidad.
—Por mí no hay inconveniente, también estoy deseando hablar con él, la cena ha sido demasiado protocolaria para poder acercarme.
Sfrantzés asintió con la cabeza y pidió a Francisco que le siguiera, guiándole a través de nuevos pasillos por el palacio hacia la parte este, donde se encontraban las habitaciones privadas del emperador. Según se acercaban a la nueva ala del edificio, los omnipresentes mosaicos alternaban todo tipo de escenas: caza, vida cotidiana, motivos florales, religiosos e incluso intrincados dibujos geométricos. La calidad de sus teselas se agudizaba en las zonas destinadas a la familia imperial, así como la perfección técnica de los musivaras encargados de su realización. Sin embargo a ojos de Francisco resaltaba la escasa presencia de aquellos lujosos objetos típicos de las cortes occidentales, apenas encontraban tapices, rico mobiliario en pasillos o esculturas de vírgenes y santos. Al parecer, los más preciados elementos se situaban en el interior de las estancias, atesorando su disfrute para aquellos a los que se permitía el acceso, evitando a su vez el deterioro producido por la multitud de funcionarios que transitaban por las zonas de paso. Asimismo, la relativa pequeñez del espacio reservado para el emperador dentro del palacio impresionó a Francisco. El escaso número de guardias, que contrastaba con el aparente hacinamiento de los funcionarios de menor nivel, provocaba en el recién llegado cierta sensación de austeridad, opuesta a la idea que la mayoría tenía sobre la corte bizantina.
El emperador esperaba en una de las habitaciones, vistiendo, a la par que su secretario, una ropa más cómoda e informal que el magnífico atuendo con el que había presidido la cena. Se encontraba sentado frente a un escritorio, con la vista fija en varias hojas manuscritas, abarrotadas de cifras y letras griegas. Con la llegada de la esperada visita alzó la cabeza e imprimió una ligera sonrisa en su rostro, levantándose de su asiento para recibirles en mitad de la estancia.
—Por fin un momento de tranquilidad —comentó mientras se dirigía hacia Francisco—. Espero que no estés demasiado cansado, me gustaría poder mantener conversaciones sin que los asuntos de estado interrumpan cada momento, pero esta es la única hora en la que puedo dedicarme a tareas más amigables que la rutina de la corte.
—Siempre es buen momento para mí —respondió Francisco—. Soy ave nocturna y no me incomoda aplazar el sueño si es menester.
—Me gustaría hablarte con total franqueza si me lo permites. En mi posición se aprende que el tiempo es precioso y se dispone de muy poco.
—Por supuesto. —Francisco sabía que aquella era una mera fórmula de educación cortesana. El emperador no necesitaba pedir permiso para tratar ningún tema, aunque siempre resultaba agradable que una persona de su categoría dispensara buen trato a sus contertulios.
—Tengo tantos motivos para creer en tu parentesco con mi familia como para desmentirlo. Básicamente he de fiarme de tu palabra de caballero, ya que el resto de pruebas que aportas no resultan en absoluto concluyentes. He de decidir si hemos de otorgarte el tratamiento de la familia imperial y, antes de ello, quisiera escucharte.
—Entiendo las dudas que crea mi presencia —dijo Francisco con tono serio tras unos segundos de silencio—, pues nada aporto que pueda considerarse irrefutable. No tengo documento alguno que me ligue al linaje Comneno, ni una joya familiar o testigos que puedan testificar por mí. No he traído en mi equipaje más que los conocimientos que me legaron mis padres y abuelos, mi palabra y mi honor. Si ha de servir de algo puedo jurar por ellos que aquello que he contado lo recibí de mi abuela, que en verdad era griega y pregonaba su origen a quien quisiera escuchar. Es cierto que pudieran ser tan sólo los sueños de una anciana añorante de su patria, o una historia con la que entretener a un nieto inquieto, pero yo he creído en ella lo suficiente como para viajar por medio mundo y arriesgar mi vida aquí, por mi familia y mis antepasados. Sinceramente, creo que la pregunta que debéis formular no se responde con pruebas, se responde con fe, y no tengo ninguna duda que de esta os sobra para creer en mí.
Constantino escuchó con atención, permaneciendo en silencio unos segundos, con la mirada fija en los ojos de Francisco, el cual se mantenía firme, altivo, mientras sentía cómo trataban de leer en su interior. A su lado Sfrantzés permanecía callado, observando, esperando la resolución de aquel extraño duelo. Por fin el emperador rompió la espera.
—Es cierto, es asunto de fe, no de pruebas, y la confianza interior que muestras creo que es sincera. Siéntate, Francisco, y háblame de tu familia y de la lejana Castilla.