Aniquilado el centro vital, el maléfico poder atlántico quedó desarticulado: La guerra contra los atlantes se convirtió en operaciones sueltas de patrulla y policía. Una tras otra fueron destruidas sus naves submarinas y sus bases. Si bien se puso gran empeño en la captura de una nave atlante intacta, para estudiar sus maravillosas características, nunca se consiguió apresar ninguna. Todas desaparecieron hacia las profundidades, después de estallar en mil pedazos. Sus capitanes preferían morir antes que entregar su secreto a los terrestres. La Humanidad perdía irremediablemente uno de sus capítulos más secretos e interesantes. Alguna vez se habló de hombres rubios, muy pálidos, de elevada estatura y que hablaban una lengua incomprensible, apresados en distintos lugares del globo. Sin embargo, cuando se presentaban las autoridades o personal competente, sólo encontraban unos hombres muertos a manos de la multitud o por su propia mano. La Atlántida permanecería muda para siempre. Por su parte, Antinea y los demás protagonistas de esta historia, fieles a su palabra, guardaron siempre el secreto.
Rusia, agotada por su larga guerra, depuso finalmente las armas ante los victoriosos americanos y firmó la rendición. Un gobierno popular de inspiración democrática sucedió a la antigua oligarquía del Kremlin.
Los hombres-peces, los abominables ictiántropos, fueron más tenaces y resistentes. Durante mucho tiempo constituyeron la pesadilla de todas las gentes de mar del planeta. Incluso hoy, muchos años después del fin de la guerra con los atlantes, los diarios publican, de vez en cuando, la noticia de haber sido visto o apresado un ictiántropo en algún mar del mundo. No obstante, no constituyen ya ningún peligro real, pues una larga experiencia les ha escarmentado y les ha hecho comprender que es mejor no ponerse en el camino de los hombres. Además, parecen haber casi olvidado su origen atlante, para convertirse en una especie más de animales de presa del mar.
Sólo Antinea conservaba sobre la tierra el secreto de los Atlantes. Pero Antinea era una mujer, una joven reina, y no podía haber penetrado hasta el fondo de la ciencia misteriosa de aquel pueblo. El egipcio que convivió con los atlantes poco antes de la época de Solón y que éstos dejaron en libertad, admirados ante su sabiduría, tal vez sabía más cosas sobre ellos. Pero terminó sus días como sacerdote de Sais, con la cabeza rapada y vistiendo la túnica blanca. En las fuentes de Sais fue donde bebió el divino Platón, y lo que él nos ha transmitido es casi todo cuanto sabemos.
Jacques y Antinea encontraron por fin en la paz de su hogar la felicidad que fue el premio de las heroicas hazañas de él y de las grandes desventuras de ella. El Gobierno americano, reconocido por el gran servicio que le habían prestado, quiso colmarlos de recompensas de todos órdenes. Jacques no quiso admitir más que los medios necesarios para llevar una vida acomodada, pero sin ostentación ni lujo y aun ello como remuneración por el cargo de Consejero Secreto del Gobierno norteamericano en cuestiones submarinas, cargo que conservó toda su vida.
La villa de Passy, que pronto tuvo un tercer huésped, un simpático bebé con el cabello negro de su padre y los ojos verdes de Helena-Antinea, era visitada a menudo por el Comandante Cheneveaux, que también gozaba de alto prestigio en la Marina norteamericana, pero que seguía entregado a sus trabajos de arqueología submarina, y por John y Geneviève, ahora el Coronel Davies y señora, que eran los compañeros inseparables de Jacques y Antinea. Tan sólo entre ellos recordaban a veces con nostalgia sus pasadas aventuras, que de ser sabidas hubieran asombrado al mundo. Jacques, sin embargo, procuraba evitar siempre que podía que se suscitasen en Antinea unos recuerdos que tan dolorosos le eran: los del fin de su reino y de su raza. Continuaban alejados del mar y los que admiraban la belleza y distinción natural de Antinea cuando ésta paseaba por el Bois de Boulogne con su simple indumentaria de elegante parisién, poco podían sospechar que acababan de cruzarse con la reina de un Imperio desaparecido.
Pasaron cinco años. El hijo de Antinea era ya un alegre y atrayente muchachuelo que había empezado a ir a la escuela. Hacía el atardecer de un hermoso día de primavera, Antinea empezaba a estar inquieta porque el niño no había regresado todavía a su casa. Jacques, para tranquilizarla; fue a buscarlo al colegio. Volvió con semblante contrariado, porque le dijeron allí que aquella mañana el niño no había ido a la escuela. Cuando Jacques y Antinea, angustiados, se lanzaban a toda clase de cábalas y conjeturas acerca de los motivos que podían haber impulsado a hacer novillos a su tierno retoño, apareció éste en el umbral de la puerta, radiante de juventud y alegría.
—¿Dónde has estado, hijo mío? —preguntó Antinea.
—Perdonadme —dijo el niño—. ¡Hacia un día tan hermoso! He ido a zambullirme en la piscina municipal del barrio. ¡Es tan bonita el agua, y me gusta tanto!
Jacques miró a su esposa. Antinea, que estrechaba en sus brazos al pequeño, sonreía pero por su rostro se deslizaba una lágrima: la última perla de la Atlántida.
FIN