CAPITULO 16
EL FIN DE LA ATLÁNTIDA

El comandante Cheneveaux consultaba nerviosamente su cronómetro de pulsera cada dos minutos y medio. Junto a él, en el puente de mando del “Circe”, Geneviève escrutaba la superficie del mar. Hacia ocho horas que el batiscafo se había sumergido, y ya había dos que, según los cálculos previstos, debiera haber emergido. El cielo aun estaba teñido débilmente, en el oeste, por los últimos reflejos del sol poniente, pero las aguas eran ya completamente negras. El reflector del “Circe” barría regularmente la superficie del mar en un radio de quinientos metros. Pero no se observaba nada. Nada.

—Las nueve menos cuarto —dijo el comandante, consultando por enésima vez el reloj y sin que nadie le preguntase la hora. Luego tomó los gemelos y empezó a seguir la mancha de luz del reflector sobre la superficie del mar. Cuando ésta desapareció de su campo de visión, dejó los gemelos y, maquinalmente, volvió a consultar el reloj.

Geneviève mordisqueaba su pañuelo, tratando de dominar los tumultuosos latidos de su corazón. No hablaban ya, porque habían agotado todo el repertorio de frases banales que llenan las esperas.

Por último el comandante dijo:

—Si dentro de una hora no has reaparecido, no tendré más remedio que dar orden de alejarnos de aquí. No podemos exponernos a la explosión de la bomba a esta distancia.

Geneviève no contestó, limitándose a mordisquear con más fuerza su pañuelo. El comandante se volvió. Alguien subía por la escalerilla que conducía al puente de mando.

—Hola, comandante —dijo una voz.

—Hola, Charpentier —respondió Cheneveaux—. ¿Se ve algo?

—Nada. Absolutamente nada.

—Buenas noches, mademoiselle Billon —dijo Charpentier, apercibiéndose de Geneviève.

—Buenas noches —contestó ésta, sin volverse. Charpentier bajó la voz, aproximándose al comandante.

—Creo que les ha salido mal —dijo ¿Piensa esperar mucho tiempo? Los marineros están inquietos, y dicen que no quieren que «Gilda» les estalle debajo de la barriga, pudiéndolo evitar.

El comandante consultó otra vez el reloj.

—Son las nueve menos cinco. A las diez menos cuarto nos iremos.

—¿No es demasiado justo? —preguntó Charpentier—. Nadie sabe qué efectos puede tener una explosión a tal profundidad. A lo mejor se crea una ola inmensa que nos levantará como si fuésemos una paja.

—¿Quiere usted callarse? —gritó Geneviève, volviéndose súbitamente hacia Charpentier—. ¿Se cree que no le he oído? Todos están convencidos de que John ha muerto. ¡Pues yo no! Si quieren, váyanse, pero déjenme a mí, en un bote, en una balsa, donde quieran…

—Cálmese, Geneviève —le dijo el comandante—. Esperaremos a John y a Tomkin hasta más allá del límite que aconseja la prudencia. Pero piense que soy responsable también de la vida de todos los hombres que llevo a bordo„ Será muy duro tener que renunciar a encontrar a John, pero tengo el deber de velar por esos hombres, por usted y por mí mismo. Atienda a la voz de la razón. Y ya ha oído lo que le he dicho a Charpentier: esperaremos hasta las diez menos cuarto, aunque sea un verdadero riesgo para todos esperar hasta tan tarde. Perdiendo la calma y poniéndonos nerviosos, no conseguiremos hacer salir a John.

Y volvió a consultar el cronómetro.

Todos permanecieron silenciosos. Fueron pasando los segundos, los minutos… A las nueve y media el comandante había perdido ya casi toda esperanza. Geneviève lloraba silenciosamente, recostada en un mamparo del puente de mando. Charpentier, sombrío, estaba apoyado en la baranda, medio vuelto de espaldas al comandante. Este consultó su reloj por milésima vez. Eran las nueve y treinta y cinco. Sólo quedaban diez minutos de espera…

La estentórea voz del vigía resonó sobre sus cabezas.

—¡Batiscafo a proa!

Como sacudidos por una descarga eléctrica, los tres ocupantes del puente de mando se precipitaron hacia el mismo punto de la borda, dándose un tremendo encontronazo. El comandante Cheneveaux tomó el megáfono con mano temblorosa.

—¡Arriad un bote! —gritó. Volviéndose hacia Charpentier, se dispuso a ordenarle que lo tripulase. Pero Charpentier ya había desaparecido.

El mar tenía bastante oleaje, y el dinghy[3] se acercó dificultosamente al batiscafo, cuya torreta emergía a cincuenta metros del “Circe”. No se veía en ella a nadie. Cuando Charpentier y Puig saltaron a la cubierta del sumergible, la torreta seguía vacía. Ascendiendo por la escalerilla con el corazón latiéndoles apresuradamente, ambos se inclinaron sobre el negro brocal del pozo. Abajo, se oía golpear débilmente contra la escotilla. Charpentier y Puig se miraron.

—Tal vez no pueden salir… —murmuró Puig.

Descendiendo por la escalerilla, se colocó sobre la escotilla cerrada. Observándola atentamente a la luz de su lámpara eléctrica, le pareció que se movía.

—¡John! —gritó.

Del otro lado de la espesa plancha, le llegó una voz apagada:

—¡Hola!

Por último la escotilla se abrió, y el rostro de John, tiznado y lleno de negros coágulos de sangre, apareció por la abertura. Sin embargo, sonreía animosamente.

—¡Hola, Puig! —exclamó.

—¿Y «Gilda»? —preguntó este, ansiosamente.

—Está allá abajo, a punto de reventar de satisfacción —respondió John—. Oye, échame una mano. Hay que subir a Tomkin. Está herido…, con mucha fiebre…, delira.

Puig se introdujo por la estrecha abertura. Tomkin, apoyado en la pared cóncava de la barquilla de acero, murmuraba frases incoherentes. Tenía todas las ropas desgarradas, y llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo. Una venda manchada de sangre le cubría la frente.

Con grandes precauciones, lo sacaron por la escotilla. Desde arriba, Charpentier les ayudó a izarlo. Entre los tres lo acomodaron en el dinghy. Entretanto, uno de los dos marineros que quedaron en él había asegurado el cabo de remolque al batiscafo.

Pronto atracaron al costado del “Circe”, y el herido fue izado a bordo. John se fundió en un estrecho abrazo con Geneviève, que lloraba y reía a la vez, presa de una enorme emoción. Charpentier y Puig, ayudados por dos marineros, transportaron a Tomkin a la enfermería. El comandante, desde el puente, dio orden a la sala de máquinas de forzar los motores, Levantando una montaña de espuma, el “Circe” se alejó a toda prisa de aquellas aguas.

Geneviève miró inquieta el rostro de John y las manchas de sangre reseca que cubrían sus destrozadas ropas.

—¿Estás herido? —preguntó.

—No. Sólo algunos arañazos —respondió John—. Es sangre de Tomkin y de algún atlante.

Besando nuevamente a Geneviève, dijo:

—Voy a tomar una ducha caliente, querida. Di a Elmer que me prepare entretanto algo para comer, Tengo un hambre de lobo. Sentados a la mesa, os lo contare todo.

Mientras John se aseaba, Geneviève y el comandante se dirigieron a la enfermería del barco. En una litera yacía Tomkin, al que el doctor Lagave, medico de a bordo, limpiaba las heridas.

—¿Está grave, doctor? —preguntó Geneviève.

—No. Todas sus heridas son superficiales. Pero la del brazo se ha infectado. Posiblemente el arma que le hirió estaba envenenada. No obstante, con varias inyecciones de penicilina se pondrá como nuevo.

Tomkin había dejado de delirar, y parecía sumido en un profundo sueño.

—Se lo confiamos, doctor Lavage —dijo el comandante—. No puede estar en mejores manos.

—Gracias, comandante —respondió el medico, con una sonrisa.

A los pocos instantes se acomodaban todos en torno a la mesa de la cabina del comandante, donde John daba buena cuenta de un abundante refrigerio.

—Todo fue maravillosamente —dijo— hasta que, al regresar de la ciudad muerta, nos encontramos con un verdadero ejército de ictiántropos esperándonos dentro del foso. Tomkin y yo nos miramos. Imposible pasar por allí. ¿Que hacer? De pronto se me ocurrió que podíamos intentar el regreso por la puerta amurallada que, según os dijo Posidonio, comunicaba la ciudad con palacio, y que estaba guardada por guerreros de Quetzalcoatl. Subimos al muelle, y empezamos a seguir la orilla del foso. Tomkin se quejaba de un agudo dolor en el brazo, que se le extendía hasta la mano. Para aliviárselo en lo posible, me detuve un momento para hacerle un improvisado cabestrillo con tiras de mi camisa. Seguimos andando. Abandonamos la ciudad muerta, y nos aventuramos por una Ranura pantanosa, de aspecto desolado y lúgubre. A lo lejos veíamos una línea negra. Al irnos aproximando, nos dimos cuenta de que se trataba de murallas almenadas. Pronto estuvimos a sus pies. Eran unas imponentes murallas de granito, que se elevaban a más de treinta metros. Era absolutamente imposible escalar su lisa y bruñida superficie, donde apenas se adivinaban las junturas de los grandes sillares que la formaban. Fuimos siguiendo la muralla. Yo empezaba a estar inquieto, pues el tiempo apremiaba y no podía dejar de pensar en «Gilda». De pronto vimos a lo lejos dos grandes torres que salían del cuerpo de la muralla. Aproximándonos, vimos que flanqueaban una enorme puerta claveteada, hecha de una sustancia negra y desconocida. Empujamos sus enormes batientes, pero estaban sólidamente atrancados. Miré a Tomkin. Éste señaló las bombas de mano que llevábamos a la cintura. Tomando cinco de ellas, las puse a un lado y empecé a excavar, ayudándome con una piedra, un hoyo en la base misma de la puerta, donde los batientes se juntaban. Finalmente, logré descalzar la puerta. Introduciendo una mano, me di cuenta que tenía un grosor de unos diez centímetros. Coloqué las cinco bombas en el agujero, y tiré casi simultáneamente de sus disparadores. Teníamos cinco segundos para huir a escape. Corriendo como locos, Tomkin y yo nos dejamos caer de bruces a unos quince metros de la puerta. Aún no habíamos tocado el suelo, cuando escuchamos una tremenda explosión. Volviéndonos, vimos una columna de humo y polvo que ocupaba el lugar donde estaba la puerta. Cuando el humo se disipó, vimos que uno de los batientes había sido arrancado de sus goznes y proyectado a bastante distancia, mientras que el otro pendía flojamente, hecho pedazos. Levantándonos y aprestando las metralletas, corrimos hacia la puerta. Al propio tiempo escuchamos terribles gritos de guerra, al otro lado. Cuando saltamos por encima del enorme hoyo que la explosión había abierto en el suelo, vimos hilera tras hilera de brillantes guerreros, que nos esperaban con la lanza en ristre y cubriéndose con el escudo. Tomkin y yo fuimos avanzando lentamente hacia ellos, que habían dejado de gritar y nos contemplaban en silencio, con semblantes hostiles. Susurré a Tomkin por lo bajo: «Cuando los tengamos a diez metros, dispara hacia los de la derecha. Yo lo haré hacia la izquierda».

John tomó un largo sorbo de vino, antes de continuar:

«Cuando los tuvimos a diez metros, abrimos fuego simultáneamente. Las primeras hileras de guerreros cayeron como trigo segado por la hoz, pero su lugar era ocupado por nuevas hileras de refresco. Cuando las metralletas nos quemaban las manos, apelamos a las granadas. Éstas produjeron horribles destrozos en las filas atlantes, que empezaron a flaquear. Haciendo un último esfuerzo, intentaron un ataque desesperado. Saltando por encima de los cadáveres de sus compañeros, y animándose con feroces gritos de guerra, se precipitaron sobre nosotros. En aquel momento mi metralleta se encasquilló. Tirándola a un lado, empuñé la pistola. Llegamos al cuerpo a cuerpo. Arrebatando su espada a un guerrero, me abrí paso con ella, repartiendo mandobles. Tomkin había recibido un tajo en la frente, y tenía todo el rostro cubierto de sangre. De reojo veía como se pasaba de vez en cuando la manga por los ojos, pues la sangre le impedía ver. Pero aquel último esfuerzo pareció terminar con la resistencia atlante. Al ver que no caíamos, los primeros guerreros empezaron a huir, atropellando a los que venían detrás. Posiblemente nos juzgaron invulnerables. Ante nosotros se extendía una gran avenida, flanqueada de esfinges de piedra y de construcciones majestuosas. A paso de carga avanzamos por ella, Tomkin empuñando su humeante metralleta y yo mi pistola en la mano izquierda y una espada atlante en la derecha. Los guerreros parecían haber desaparecido. Aquella amplia avenida conducía en línea recta al puerto. En otros tiempos, debió de ser la gran avenida ceremonial que comunicaba el pueblo de Atlantis con los barrios aristocráticos. Pronto atravesábamos una gran arcada, y desembocábamos en el muelle, por un lugar a la derecha del templo. Nuestro batiscafo seguía en el lugar donde lo habíamos dejado, pero ante él habla un grupo de sacerdotes y guerreros que entonaban extrañas letanías. Uno de ellos nos vio, y nos señaló a los demás. Vimos entonces que se encontraba también allí Quetzalcoatl. Avanzamos lentamente, con las armas preparadas. El terrible viejo nos lanzaba furibundas miradas, y vimos como animaba a sus secuaces para que nos atacasen. Éstos, sin embargo, no parecían muy decididos a hacerlo. Arrebatando entonces la espada de uno de los guerreros, Quetzalcoatl vino a nuestro encuentro. Tomkin se echó la metralleta a la cara. “No dispares”, le dije. “Déjalo para mí”. Tirando la pistola, empuñé la espada atlante y avancé a su encuentro. El terrible viejo, de proporciones hercúleas y cuerpo musculoso y de aspecto juvenil, era un enemigo de cuidado. Se abalanzó sobre mi blandiendo su espada, pero yo me desvié y evité sus primeros golpes, que cayeron en el vacío. Crucé entonces mi acero con el suyo, y las armas chispearon al chocar en terribles golpes y contragolpes. El viejo resollaba como una fragua, y profería terribles imprecaciones en una lengua extraña, lanzándome miradas de odio. Sin embargo, saltaba ágilmente, y sus golpes tenían una tremenda fuerza. En una ocasión me hizo retroceder hasta el borde del muelle, y sólo saltando de costado pude evitar que me ensartara. En otra ocasión, el viejo resbaló y cayó, y yo esperé a que se levantara para proseguir la lucha, con gran contrariedad de Tomkin, a quien le oía murmurar: “Ahora podías darle”. Los atlantes contemplaban atónitos y en silencio nuestra lucha, sin hacer nada para intervenir. Por último aproveché un momento en que el viejo estaba en descubierto, y me tiré a fondo. Quetzalcoatl cayó sin lanzar un gemido, con mi espada clavada en el corazón. Al ver el final de la lucha, los espectadores huyeron como gamos hacia el templo, lanzando gritos plañideros. Yo consulté el reloj, y vi que no había tiempo que perder. Volviéndome a Tomkin, le dije: “Al batiscafo, corriendo”. Pero entonces observé que le pasaba algo raro. Sus labios temblaban, y miraba al suelo con extraña expresión. Al oírme, dio dos pasos vacilantes hacia mí, y su metralleta cayó al suelo. De no haberle sostenido yo, también él hubiera caído. Sosteniéndole como pude y tirando mis armas, que ya no me servían, me dirigí al batiscafo. Trabajosamente, icé al exánime Tomkin hasta la torreta, y lo bajé a la cabina, después de abrir la escotilla. Dejándole allí, volví al muelle y oprimí la piedra negra. Regresé a todo correr al batiscafo, y puse el motor de superficie en marcha. Mirando por el periscopio, vi el muelle completamente desierto. Sólo se veía el cadáver de Quetzalcoatl, tendido sobre las losas de granito. Pronto me hallé ante la compuerta interior, que ya se había empezado a abrir. Penetrando en la esclusa, esperé a que la compuerta se cerrase para soltar a “Gilda”. Por el tragaluz de popa la vi como se quedaba flotando tranquilamente entre dos aguas. No se veía ningún ictiántropo. La compuerta exterior se estaba abriendo, y finalmente salí al mar libre. El resto ya os lo podéis imaginar».

Reinó silencio en la cabina del “Circe”, mientras John tomaba un sorbo de café y Elmer, a sus espaldas, se persignaba devotamente, pues no hay que olvidar que el muchacho, haciendo honor a su origen irlandés era un ferviente católico.

—De todos modos, es una lástima —dijo Geneviève.

—¿Qué es una lástima? —preguntó John.

—Que desaparezca esa maravillosa civilización. Pienso ahora en esas enormes compuertas, que han estado funcionando perfectamente durante miles de años. ¿Cuál será el secreto de su mecanismo?

—La energía atómica —dijo el Comandante—. Es la única explicación posible. A esa profundidad, reina una presión de trescientas cincuenta atmósferas, o sea de iguales quilos por centímetro cuadrado de superficie. Sólo la energía atómica es capaz de parangonarse con esas enormes fuerzas naturales.

—¿Y cómo no resultan aplastados los hombres-peces? —preguntó Geneviève.

—Porque tienen esa presión igualmente dentro y fuera de su cuerpo —repuso el Comandante—. Ambas presiones se equilibran, y el resultado es que el hombre-pez no siente la presión. Además, la carne es un tejido elástico, casi de la misma densidad del agua de mar. Es lo que sucede con nuestros buceadores; el regulador de su escafandra autónoma les proporciona automáticamente aire a la misma presión que reine en la profundidad donde se hallan. El resultado, es que no notan la presión. Dentro y fuera del tórax tienen la misma, y con ello sus costillas pueden expansionarse para respirar.

—Muy interesante —dijo Geneviève.

—Es algo parecido, también, al caso de la gasolina que llena el flotador del batiscafo. La gasolina extraligera tiene un índice de compresibilidad muy bajo. Además, se halla en contacto, por unos conductos especiales, con el agua de mar, que al aumentar la presión penetra por ellos y comprime ligeramente a la gasolina. Por lo tanto siempre reina la misma presión dentro y fuera del flotador, con el resultado de que no es necesario que sus paredes sean extraordinariamente gruesas: son planchas de acero normal, más bien delgadas, que llenas de aire se aplastarían como si fuesen de papel antes de alcanzar los cincuenta metros.

—¿Pero, no dicen que la esfera de acero tiene un grosor de siete centímetros? —preguntó Geneviève.

—Eso es diferente —dijo el Comandante—. En el interior de la esfera hay unos tripulantes, que respiran aire a la presión atmosférica normal. Sin la forma esférica, que es la que mejor resiste la presión, y el grosor que usted ha dicho, la barquilla quedaría aplastada. La misma presión, por ejemplo, aprieta en sus zócalos de caucho a los tragaluces troncocónicos de lucita, con la base más ancha dirigida hacia el exterior. Todo es muy sencillo y muy complicado al propio tiempo.

John consultó su reloj:

—Son exactamente las doce de la noche, señores —dijo—. Dentro de treinta y dos minutos, «Gilda» hará explosión. Opino que salgamos a cubierta.

—No sin ponernos antes los trajes protectores contra la radioactividad —dijo el Comandante.

A los pocos instantes, salían todos a cubierta, embutidos en sus grotescos trajes protectores, provistos de caperuza y mirilla de plástico. Se dirigieron a popa, desde donde se dispusieron a observar.

El “Circe” se hallaba a unas cincuenta millas del lugar donde había de ocurrir la explosión, distancia insuficiente, según los técnicos, que habían aconsejado una distancia mínima de cien millas. El Comandante Cheneveaux, por lo tanto, estaba algo inquieto, aunque disimulaba perfectamente esa inquietud. Consultó la esfera luminosa de su cronómetro.

—Las doce y cuarto —dijo a John, Geneviève, Puig y Charpentier, que se le habían reunido junto a la borda—. Falta poco más de un cuarto de hora.

La espera fue transcurriendo en silencio. Todos escrutaban ansiosamente el horizonte, hacia el oeste. La voz del Comandante volvió a romper el silencio. —Las doce y media.

Nadie dijo nada. Geneviève se acercó a John, el cual le pasó un brazo protector sobre los hombros. Las agujas del cronómetro seguían contando inflexiblemente los segundos. El fin de la Atlántida se aproximaba.

A las doce y treinta y dos minutos, exactamente, todo el mar pareció incendiarse, hacia el oeste. Parecía como si de las profundidades subiese una inmensa bola anaranjada, que se iba abriendo como un gigantesco parasol. Aquel espantoso fenómeno se producía en el mayor silencio. Cuando la copa del gigantesco parasol tocó la superficie, se escuchó un lejano bramido, que se fue convirtiendo poco a poco en un trueno aterrador. Geneviève se estrechó contra John. Los rostros de los cinco, vueltos hacia el oeste, estaban iluminados por un rojizo resplandor infernal. El “Circe” seguía su marcha forzando al máximo sus dos motores Diesel, mientras el batiscafo navegaba levantando espuma sobre la estela del navío. El anaranjado resplandor fue disminuyendo paulatinamente, y al poco tiempo reinaban las tinieblas sobre la tumba de la Atlántida. El Comandante dijo:

—Es la una menos cuarto. Podemos respirar satisfechos. Los mares no se han desintegrado. Pero yo creo…

—¿Qué es eso? —le interrumpió Charpentier, señalando a la popa del barco. A un centenar de metros, parecía acercarse una especie de enorme muro negro, de sombra gigantesca, que cubría el cielo y las estrellas.

—¡Todos a proa! —gritó el Comandante—. ¡Y sujétense fuertemente! ¡Es la ola gigantesca producida por la explosión!

Los cinco corrieron hacia la cubierta de proa, tropezando y chocando con cuerdas y cabrestantes. La enorme ola, de más de treinta metros de altura, levantó al batiscafo como si fuese una pluma, y éste resbaló por su lisa concavidad, yendo a estrellarse con un golpe sordo contra la popa del “Circe”. Casi al mismo tiempo, este barco fue levantado de popa, y pareció que iba a hundirse verticalmente en los abismos. Levantado a gran altura mientras la cresta de la ola barría violentamente la cubierta de popa a proa, el “Circe” cabeceó terriblemente, cayendo por el otro lado de la ola con la proa apuntando al cielo. Sus aterrados tripulantes se aferraban desesperadamente donde mejor podían. Por último la ola pasó, y el “Circe” se balanceó intacto en un mar muy agitado. Pero detrás de aquella ola vino otra, de altura mucho menor, y luego otra. Finalmente, las terribles olas se alejaron en su destructora carrera hacia las costas de África.

—¡El batiscafo! —gritó Charpentier, corriendo hacia popa—. ¡Ha desaparecido!

Aferrando el cabo de remolque, que pendía flojamente en el agua, Charpentier tiró de él. Se había partido. El batiscafo se había hundido para siempre en las profundidades del Atlántico. Pero no era éste todo el daño: al chocar violentamente contra la popa del “Circe”, había deteriorado el timón, hasta el punto de hacer imposible su reparación momentánea. Sin embargo, las hélices gemelas seguían intactas, y con ellas se podía gobernar el buque y llevarlo hasta Dakar. Dos marineros habían recibido golpes y contusiones; uno de ellos de alguna gravedad. El Comandante pasó revista a todos los tripulantes y pasajeros, para ver si faltaba alguno. Se constató la desaparición de dos de ellos: el ictiántropo, cuya tina se había desprendido de sus soportes y había caído al mar, y Elmer, que no aparecía por ninguna parte. Llenos de inquietud, todos se pusieron a buscarle. Finalmente, el muchacho apareció oculto en el armario de la despensa, que había cerrado herméticamente por dentro, creyéndolo el lugar más seguro del buque. Cuando lo sacaron de él, estaba más muerto que vivo, y tardaron bastante en hacerle comprender que el peligro había pasado totalmente.

Acodados en la amura de proa, John y Geneviève contemplaban el mar.

—Todo ha terminado, Geneviève —dijo John—. ¿Tú crees?— respondió la joven. —Yo creo que no ha hecho más que empezar.

Abrazándola estrechamente, John la besó, sin responder.