CAPÍTULO 15
EL ATAQUE DE LOS ATLANTES

Al día siguiente, Nueva York hervía de excitación. Congregados en las plazas públicas, miles de personas seguían las informaciones que iban apareciendo en bandas de letras luminosas. En aquellos momentos, la flota metropolitana de los Estados Unidos se dirigía a toda máquina hacia el centro del Atlántico, para intentar detener a las misteriosas naves, soviéticas al parecer, que habían sido avistadas. Se habían ido sabiendo más detalles: El crucero «Iowa» había conseguido alcanzar a una de ellas con cargas de profundidad. La nave, un largo cilindro plateado de cincuenta metros de longitud, emergió sobre las olas, con los motores al parecer averiados. Los cañones del «Iowa» abrieron fuego contra ella, produciendo un enorme boquete en su costado. El cilindro empezó a hundirse, pero antes salieron por el boquete tres hombres ensangrentados, que se arrojaron al agua. Capturados por los marineros de una lancha del buque de guerra norteamericano, fueron conducidos a bordo. Eran hombres altos, rubios, que vestían extrañas vestiduras y mantenían una actitud altiva y desdeñosa. Un oficial del «Iowa», que sabía griego, recibió órdenes de interrogarles. Al principio se encerraron en un orgulloso mutismo, pero cuando el oficial, leyendo el cuestionario cifrado que le enviaron, les preguntó qué harían sin Quetzalcoatl, su jefe, uno de ellos abrió la boca para decir:

—Quetzalcoatl no ha muerto. Y ha jurado que rescatará a Antinea y aniquilará la raza de los hombres terrestres.

No hubo medio de arrancarles más declaraciones. El capitán ordenó que los encerrasen en un calabozo, estrechamente custodiados. Cuando por la noche fueron a llevarles la comida, los encontraron extendidos en el suelo, muertos. Al parecer, habían ingerido algún veneno desconocido que llevaban consigo.

La radio iba dando noticias regulares del avance de la flota metropolitana. Ésta estaba compuesta por varios enormes acorazados, multitud de cruceros, destructores, minadores y submarinos, y tres enormes portaaviones Parecía que no había poder humano capaz de hacer frente a aquel colosal despliegue de fuerzas. Sin embargo, cuando la flota alcanzó un punto del Atlántico bastante cercano a las costas de América, cesaron bruscamente las noticias. Los aviones comunicaban que no distinguían a los barcos de guerra y que habían perdido todo contacto con ellos. Parecía como si aquella poderosa escuadra se hubiese volatizado. Aquel hecho extraordinario colmó el espanto general. Enormes riadas de automóviles abandonaban las ciudades costeras, dirigiéndose hacia el interior de los Estados Unidos. Se produjeron terribles embotellamientos, luchas desenfrenadas y saqueos. Se declaró la Ley Marcial, y las tropas ocuparon todas las entradas y salidas de las ciudades, no permitiéndose circular a nadie sin estar provisto de un pase especial, que sólo otorgaba la autoridad militar. Las defensas costeras estaban alerta día y noche, escrutando ansiosamente el horizonte.

El comandante fue llamado urgentemente a la Casa Blanca, junto con sus dos amigos. Después de hacer antesala durante tres minutos, un oficial les condujo a la presencia del Presidente de los Estados Unidos. Éste les recibió con semblante grave:

—Les he hecho venir, señores, para informarles de cual es la situación actual en todos sus detalles. Son ustedes las únicas personas en el mundo que han convivido con los atlantes y saben algo de ellos. Su consejo puede ser extremadamente valioso en estas circunstancias.

El Presidente se dirigió hacia un enorme mapa de los Estados. Unidos que ocupaba toda una pared de la sala. Tomando un puntero, señaló un lugar en el Atlántico muy próximo a la costa americana.

—Aquí es donde ha desaparecido de manera inexplicable nuestra flota —dijo—. Y aquí —prosiguió, señalando un punto aún más próximo a la costa—, es donde nuestros aviones han divisado hace un cuarto de hora las avanzadillas de la flota atlante. Ésta se encuentra, señores, a menos de cien millas del territorio americano. ¿Saben ustedes qué transportan esos navíos?

Los tres reunidos se miraron.

—Si me permite usted, señor Presidente… —dijo Le Toiser.

—Diga usted, M. Le Toiser —le animó el Presidente.

—Pues bien, creo que los atlantes son maestros en la guerra en el mar, pero falta por ver como lucharán en tierra. Durante nuestra estancia entre ellos, las únicas armas que les vimos fueron lanzas, espadas y puñales, y con ellas no podrán conquistar el mundo.

El Jefe Supremo de las Fuerzas Aéreas americanas, que se hallaba también presente, junto con el general Omar Peacock, Jefe del Estado Mayor, dijo:

—No creo que hayan estado preparando la conquista mundial durante cientos de años para realizarla con espadas y lanzas. Además, su ciencia es avanzadísima, como nos lo demuestran sus navíos y la existencia de su propia ciudad sumergida.

—Permítame usted decirle que discrepo —interpuso el comandante Cheneveaux—. Esas gentes han vivido aisladas de todo contacto exterior durante miles de años. Su ciencia puede haber tomado una dirección diferente a la de la ciencia terrestre. Si por un lado están enormemente adelantados, por el otro mantienen prácticas y supersticiones completamente primitivas. Yo sostengo que sus armas de ataque para la lucha terrestre se limitan únicamente a las que nosotros hemos visto.

—¿Cree usted que puede sostenerse semejante teoría, comandante Cheneveaux? —preguntó el Presidente.

—En absoluto. Observe usted tan sólo lo que ha ocurrido entre los distintos pueblos de la tierra. Las técnicas de éstos no se han desarrollado de un modo uniforme. Cuando los chinos conocían la pólvora y la escritura, los europeos guerreaban con mazas y espadas de bronce. Los aztecas huían aterrorizados ante los mosquetones y las culebrinas de los españoles, que escupían fuego sobre ellos. Sin embargo, los aztecas eran los constructores —o los herederos— de una maravillosa cultura monumental. La mayor perfección en el armamento no corresponde necesariamente a un mayor nivel cultural. Por el contrario, suelen ser los pueblos bárbaros y feroces los que desarrollan en más alto grado el armamento. Sigo sosteniendo, pues, que los atlantes nos atacarán únicamente con armas blancas, una vez se hallen en tierra.

—¿Se da usted cuenta, comandante, que del hecho de que sea cierta o no su teoría puede depender el porvenir de la civilización? —le preguntó el Presidente.

—Estoy tan seguro de ello que, de haber tenido mi compañero Le Toiser y yo armas de fuego cuando nos encontrábamos en Atlantis, creo que hubiéramos hecho retroceder a los guerreros de Quetzalcoatl que se lanzaban al asalto de la ciudad.

En aquel momento sonó un zumbido sobre la mesa del Presidente. Éste tomó el auricular de un teléfono interior.

—Me acaban de comunicar que las naves atlantes han sido vistas a quince millas de la costa del Estado de Nueva York. Pronto tendremos ocasión de saber si tiene usted razón, comandante.

El Jefe de las Fuerzas Aéreas y el general Peacock se despidieron, para dirigirse a ocupar sus puestos en la inminente batalla que se avecinaba. El Presidente indicó sendas butacas a Cheneveaux, John y Le Toiser.

—Siéntense ustedes —les dijo—. Seguiremos el desarrollo de las operaciones desde mi despacho. Me tendrán informado puntualmente de ellas.

Los reunidos esperaron, en un opresivo silencio. Les parecía ver las raudas naves atlantes, aproximándose por momentos a la costa americana. Nadie sabía lo que encerraban aquellos misteriosos navíos. ¿Era la muerte y la destrucción para la civilización que conocían? ¿Eran simplemente unos cuantos miles de guerreros cubiertos de armaduras de oro, que luchaban como en los tiempos de los faraones? ¿Era posible que los atlantes ignorasen las armas que poseían los hombres actuales? Éstas eran las preguntas que cruzaban por la mente de los cuatro hombres que esperaban, silenciosos, en el despacho del Presidente de la mayor potencia del mundo.

En resumen, lo que ocurrió en aquel día memorable fue lo siguiente: Sobre las 4,15 de la tarde los vigías de las defensas costeras observaron una línea blanca e ininterrumpida que se aproximaba a gran velocidad hacia tierra. Los oficiales fueron advertidos por radio de que se trataba de las avanzadillas atlantes, y recibieron orden de abrir fuego inmediato. Antes de que los cañones empezasen a tronar, enormes explosiones se sucedieron en las aguas, levantando verdaderas montañas líquidas: Eran las defensas antisubmarinas y las minas magnéticas, que formaban una verdadera red ante la costa. Pero lo extraño era que explotaban antes de que las naves atlantes llegaran a ellas; alguna misteriosa radiación las hacía estallar a distancia. Los cañones rompieron un fuego atronador. Al mismo tiempo, aviones de caza y de bombardeo volaban sobre las aguas, ametrallándolas y dejando caer toneladas de bombas. En la costa, los lanzacohetes funcionaban ininterrumpidamente, entre un ruido espantoso.

Probablemente, algunas naves atlantes resultarían alcanzadas, pero la inmensa mayoría llegaron a la costa. Centenares de brillantes husos plateados de muchos metros de longitud enterraron sus puntas en la arena de las playas. Casi simultáneamente, se abrieron invisibles escotillas, y saltaron por ellas docenas y docenas de guerreros armados de oro, blandiendo largas lanzas y espadas. ¡El comandante Cheneveaux tenía razón! El armamento terrestre de los atlantes se había detenido en la época de las guerras púnicas, pretendían conquistar los Estados Unidos con armas de museo. Las ametralladoras ocultas estratégicamente en la costa, los bazookas y los cañones antitanques hicieron entre ellos una horrible carnicería. Fueron muy pocos los que pudieron penetrar más de una docena de metros en sus cabezas de puente. Los escasos supervivientes, lanzando aterrorizados sus brillantes escudos y espadas, regresaron apresuradamente a sus naves, que se hundieron a los pocos instantes bajo la superficie de las aguas.

En el despacho del Presidente, los cuatro hombres, que habían seguido atentamente la lucha a través de la comunicación radiotelefónica, respiraron aliviados.

—¿Ve usted? —dijo el comandante, dirigiéndose al Presidente—. No es tan fiero el león como lo pintan.

—Sí, en efecto, tenía usted razón —repuso el Presidente—. De todos modos, esa gente sigue constituyendo un peligro, y en el mar son un enemigo formidable. Si no los destruimos, ningún barco podrá cruzar los océanos del mundo. Ya han visto ustedes con que facilidad han aniquilado nuestra flota.

—Con la misma con que nosotros hemos aniquilado a sus soldados —dijo John.

—Sí, es cierto; eso establece un statu quo evidente, pero que no nos interesa. De momento hemos conjurado el peligro, pero por lo que sabemos de esas gentes, la derrota no hará más que exasperarlos. Son tercos y orgullosos, y nunca accederán a rendirse.

—Como los japoneses en la última guerra —dijo John, sonriendo—. Creo que ahí también hará falta la bomba atómica. Sigo sosteniendo la necesidad de poner en práctica mi plan.

—¿Pero cómo, Mr. Davies? —preguntó el Presidente—. No puede usted ni soñar en descender a la Atlántida con el batiscafo. Se tropezaría usted con docenas de naves enemigas.

John meditó un momento.

—Hay una posibilidad —dijo—. Si esos tercos desencadenan un segundo ataque —y es probable que lo hagan, una vez les haya pasado la impresión de nuestro recibimiento— entonces será el momento de descender a la Atlántida. Ni una sola de sus naves se encontrará allí. Pero para eso, el batiscafo tiene que estar dispuesto en una base próxima, Dakar, por ejemplo, para no perder tiempo.

—De acuerdo —dijo el Presidente—. Recibirá usted las máximas ayudas para llevar adelante este plan. La Comisión de Energía Atómica le extenderá la correspondiente autorización para obtener a bordo del batiscafo las bombas de hidrógeno necesarias. Le presentaré a los técnicos correspondientes, para que proyecten la operación en sus menores detalles. Para entendernos, la denominaremos «Operación Atlántida». Les exijo el máximo secreto sobre ella.

Dando la entrevista por terminada, el Presidente se levantó.

En el puerto africano de Dakar, John contemplaba desde la cubierta del “Circe” como los mecánicos terminaban de revisar la estructura del batiscafo. Se había comprobado la cantidad de gasolina que había en los flotadores, el perfecto funcionamiento de los electromagnetos y de todas las piezas del mecanismo de la complicada nave. A su lado, el comandante Cheneveaux fumaba en silencio.

—Creo que el momento se acerca —dijo el comandante Cheneveaux Nuestros enlaces nos han comunicado que toda la flota atlante se dirige hacia el Oeste, esta vez hacia la América del Sur. Es posible que piensen que en el Brasil tendrán más suerte, aunque también les han preparado allí una calurosa acogida.

Viendo que Geneviève se aproximaba, el comandante carraspeó y dijo:

—Perdóname, John. Ya nos veremos luego. Tengo que ir a escribir algunas cartas.

Y se alejó por el puente, en dirección a su camarote.

El sol acababa de ponerse en medio de las azules aguas del Atlántico. El día había sido muy bochornoso, y de tierra venían cálidas bocanadas de aire. Geneviève se acercó a John, y se apoyó, en la borda, a su lado.

—¿Ya lo has pensado bien, John? —le preguntó—. Desde luego —respondió éste. —Y, te aseguro que la operación no tiene riesgos.

—Yo no lo creo así.

Tomando el rostro de John entre sus manos, le dijo:

—Mírame. ¿Te atreves a sostener que no tiene riesgo?

John apartó la mirada.

—No, no tiene riesgo. Además, alguien tiene que hacerlo.

—Podría ir Puig…, o el propio comandante… —dijo Geneviève, bajando sus manos y posándolas en los hombros de John—. Le Toiser no va a causa de Antinea. ¿Es qué yo soy para ti menos que ella?

John le rodeó el talle con el brazo.

—No es eso, querida. Tú no eres la Reina de la Atlántida. Su destrucción te dejará indiferente. A Antinea no le ocurriría lo propio. ¿Cómo podría casarse con el hombre que había destruido a su patria?

Geneviève ocultó su rostro en el pecho de John.

—¿Qué haría yo sin ti? Preferiría bajar contigo en el batiscafo. Por lo menos, si morías, moriría contigo.

John le acariciaba dulcemente los cabellos. —No moriré. Debes estar segura.

A pesar de su preocupación, Geneviève no pudo contener la risa.

—¡No cambiarás nunca!

—Era mucho peor poner cargas en las defensas japonesas. Íbamos nadando sumergidos, sin ninguna protección. En cambio, en el batiscafo se está tan cómodo como dentro de un ascensor del Waldorf Astoria.

Estrechamente enlazados y en silencio, John y Geneviève contemplaron como los últimos fulgores anaranjados de la puesta desaparecían del cielo, mientras a unos metros de ellos el batiscafo se mecía en la oleosa agua del puerto.

A las seis de la mañana siguiente zarpaba el “Circe” del puerto de Dakar, remolcando al batiscafo.

Antinea y Le Toiser no se hallaban a bordo. Se había ocultado cuidadosamente la «Operación Atlántida» a la joven reina. Le Toiser se la había llevado consigo a París.

En París, Le Toiser sólo presentó a Antinea a su familia y a sus amigos más íntimos. La bella y misteriosa forastera «de origen griego», como la presentaba Le Toiser, despertó la curiosidad y la simpatía de todos cuantos la conocieron. A las pocas semanas de su estancia en París, Antinea ya hablaba un poco de francés; lo suficiente para hacerse comprender y sostener pequeñas conversaciones generales. Su fina silueta pronto fue familiar en los alrededores de Passy, el faubourg apartado donde Le Toiser tenía su pequeña villa rodeada de un jardincito. Helena Anadiomena, «la joven griega» que se iba a casar con M. Le Toiser y que de momento vivía con los padres de éste, parecía ocultar algún triste secreto tras su mirada lejana y soñadora. En algunas ocasiones, tuvo reacciones extrañas e inexplicables cuando en su presencia se habló de una cosa tan trivial como eran las pesquerías del Norte del Atlántico. La joven se puso intensamente pálida, y, disculpándose, abandonó la reunión y se retiró a, sus habitaciones. Todos vieron claramente que lo que la había afectado hasta tal punto había sido precisamente la mención del nombre del Atlántico.

Estas extrañas reacciones de Antinea y sus súbitas tristezas fueron la comidilla de todos los allegados a la familia Le Toiser. Se llegó al punto de que Jacques tuvo que suplicar a sus amigos y familiares que no mencionasen en presencia de ella el nombre del Atlántico.

La boda entre Antinea y Jacques se celebró en la mayor sencillez e intimidad, al mes y medio de la llegada de la joven a París. Antinea se iba adaptando poco a poco a aquella vida tan nueva y extraña para ella, pero una invencible tristeza, una constante expresión de añoranza en sus ojos revelaban claramente el dolor que anidaba en su corazón. Sólo en compañía de Jacques, quien se esforzaba por hacerle olvidar, Antinea sonreía y sus ojos brillaban. Había momentos en que parecía ser una joven más, feliz y llena de vitalidad. Pero no tardaba en cruzar una sombra por su bello rostro, y permanecía inmóvil, con la mirada perdida en un doloroso pasado. A veces murmuraba en voz baja frases incomprensibles, en una lengua muerta ya para los hombres, y en sus ojos brillaban furtivas lágrimas.

Al salir a la calle, contemplaba temerosamente el sol, a cuya radiante presencia aún no se había acostumbrado. En varias ocasiones se dice que la vieron acodada a uno de los puentes del Sena, y contemplando fluir sus aguas con ojos fijos y expresión absorta. Algunos amigos de Jacques le comunicaron este hecho, y le dieron a entender discretamente que vigilase a Helena, «pues podría sufrir un accidente».

Jacques la llevó a los Alpes suizos, donde la nieve le produjo un gran pasmo y maravilla. En sus conversaciones, su esposo nunca le mencionaba el mar, hablándole por el contrario largamente de las montañas de la tierra, tan diversa, rica y hermosa. Calladamente, Le Toiser realizó el mayor sacrificio de su vida: renunciar para siempre al mar, que hasta entonces había ocupado toda su alma. Sólo el amor superior que sentía por Antinea podía hacerle llevadero aquel sacrificio. Sus ojos también se llenaban de nostalgia cuando alguien mencionaba el mar en su presencia o cuando recibía y, leía cartas de sus antiguos compañeros, que le hablaban de sus inmersiones y de su vida en las aguas pero, mientras Antinea vivió, sus ojos ya no volvieron a contemplar más la azul inmensidad…

El “Circe” enfilaba el mar abierto a toda velocidad. En sus entrañas llevaba ya a la temible «Gilda», la bomba de hidrógeno preparada expresamente para la «Operación Atlántida» y provista de un dispositivo que la haría estallar doce horas justas después de haberse iniciado la inmersión. En el momento oportuno, el batiscafo la soltaría de un recipiente ad hoc colocado en la popa. Un simple botón encarnado situado a la derecha del tablero de mandos del navío, desprendería a «Gilda», que quedaría flotando entre dos aguas en equilibrio hidrostático.

En el cuarto de derrota, el comandante consultaba la carta marina. Sobre ella, con una cruz roja, estaba señalado el emplazamiento de la Atlántida. El comandante, con un compás, iba trazando el rumbo del barco. John lo examinó por encima de su espalda.

—Estaremos allí a mediodía —dijo el comandante—. ¿Qué tal los ánimos?

—Excelentes —contestó John—. Tomkin está ardiendo en deseos de darse una vueltecita por la Atlántida.

—¿Has pensado ya bien lo que transportaréis? —preguntó el comandante.

—Desde luego —repuso John—. En el batiscafo. Hay una plaza disponible, que será ocupada por dos metralletas, dos pistolas automáticas y bastantes bombas de mano.

—Muy interesante —comentó Cheneveaux—, aunque no veo la necesidad de ello. Hay una cosa que me preocupa —dijo el comandante, incorporándose.

—¿Qué es? —preguntó John.

—Posidonio —repuso Cheneveaux—. Hay la posibilidad de que esté vivo. ¿No habías pensado en ello?

—Pues bien, no quería decírtelo; sí. Y si me obligas a ello te diré que todo nuestro armamento tiene precisamente esa finalidad.

Los ojos de Cheneveaux brillaron, a tiempo que oprimía un brazo de John con su mano.

—Muy bien, muchacho. Así me gusta. Veo que te acuerdas de los amigos.

A las 11,45 el “Circe” llegó a la latitud y longitud bajo las cuales yacía la Atlántida. John abrazó a Geneviève, que no podía ocultar su emoción, y saltó ágilmente a bordo del dinghy[2], donde ya le esperaba Tomkin. Las armas se encontraban ya a bordo del batiscafo, y «Gilda» ocupaba su puesto a popa. Saltando a la cubierta del batiscafo, John hizo un alegre gesto de despedida a los que quedaban a bordo del “Circe”. Dos marineros del dinghy quitaron el cabo de remolque, mientras en torno al batiscafo nadaba un buceador, desprendiendo los cierres de los electromagnetos. Tomkin y John descendieron por el pozo, cerrando la escotilla sobre sus cabezas. John miró a un lado de la cabina de acero. Cuidadosamente alineado, se veía un verdadero arsenal de armas de fuego y granadas de mano.

—Nos vamos a divertir, Tomkin —dijo, ayudándole a apretar las tuercas de la escotilla.

Tanto John como Tomkin se sabían de memoria y con el mayor detalle todo lo que encontrarían abajo, por habérselo repetido docenas de veces el Comandante y Le Toiser. En los ojos de su imaginación veían ya el lago subterráneo y la entrada del templo. Accionando el mecanismo que inundaba el pozo, John inició la inmersión del batiscafo. Eran exactamente las 12 y 32 minutos del mediodía.

La inmersión se realizó a las mil maravillas. Tomkin observaba la aguja del manómetro, que indicaba la profundidad a que se hallaban. Por último el batiscafo se detuvo suavemente a tres metros, sobre la llanura arenosa que formaba el fondo. Encendiendo los reflectores de proa, John observó la presencia de dos o tres escualos. Consultando la brújula, puso el batiscafo en el rumbo correcto. La nave empezó a deslizarse lentamente sobre el fondo. John seguía mirando por el tragaluz de proa. De pronto exclamó:

—¡Ictiántropos! Estamos salvados.

—Desde luego —repuso Tomkin—, porque sin ellos, no nos abren.

Efectivamente, un enjambre de ictiántropos se acercaba al batiscafo. Con gestos de rabia impotente, miraron a su interior. Por suerte, «Gilda» se hallaba sólidamente asegurada dentro de una fuerte caja metálica, en previsión de aquella eventualidad.

El batiscafo no tardó en encontrarse ante la entrada del túnel submarino. Deteniéndose a dos metros escasos de la compuerta exterior, esperó a que ésta se abriese. Pero pasaron los minutos y la compuerta no se abría. Sólo unos cuantos hombres-peces seguían nadando en torno al batiscafo.

—¿No te ha dicho el Comandante dónde está el timbre? —preguntó Tomkin—. Lo que es así no entramos.

—Hay que esperar —repuso John—. Algún hombre-pez habrá ido a comunicar nuestra llegada. No creo que dejen escapar tan buena presa.

Efectivamente, a los pocos minutos se observó una rendija que se extendía de arriba a abajo en el centro de la compuerta. Sus dos mitades se iban separando lentamente. Cuando hubo paso entre ellas, John puso nuevamente en marcha los motores, y el batiscafo entró en la esclusa interior. Deteniéndose en su centro, Tomkin se puso a observar por el tragaluz de popa.

—¡La compuerta se está cerrando! —exclamó, y no pudo evitar que un escalofrío recorriese su espalda. Acababan de meterse voluntariamente en una gigantesca trampa. Sin embargo, había que confiar en que todo iría bien. La presencia de las armas de fuego resultaba muy tranquilizadora. Sin dejar de mirar, Tomkin dijo:

—Suelta lastre, John. Nos aproximamos al fondo.

La cadena de contacto se posó sobre él, y el batiscafo se detuvo. Tomkin pasó a observar por el tragaluz de proa. De pronto hizo un gesto convulsivo, y tiró de la manga a John:

—¡Mira! ¡Ahí en el fondo!

—¿Ese ictiántropo? —preguntó John, señalando a un hombre-pez que nadaba cerca del fondo.

—No… un poco a su derecha.

John aguzó la mirada y distinguió dos formas confusas, en la misma base de la compuerta interior. Encendiendo el reflector de proa, las iluminó plenamente.

—Son los cadáveres de los dos guerreros atlantes que se quedaron atrapados en la esclusa —dijo—. Nadie los ha quitado de ahí. Los atlantes están demasiado ocupados en otras cosas.

En aquel momento la compuerta interior empezaba a abrirse lentamente. El batiscafo ya flotaba en la superficie del agua, cuyo nivel era el mismo que el del lago interior subterráneo. John miró por el periscopio.

—Creo que nos han preparado un recibimiento de primera. El muelle se halla atestado de guerreros.

—¿Has visto si hay banda de música y un arco de flores que diga WELCOME? —preguntó Tomkin.

—No, pero creo que ha venido el alcalde del pueblo —repuso John.

—¿Te refieres a Quetzalcoatl?

—Al mismo. Desde aquí veo sus barbas. Está en medio de un grupo de guerreros, y que me ahorquen si no es él.

El batiscafo se adentraba lentamente en el lago interior, surcando sus negras aguas. John ya había expulsado el agua del pozo cuando se hallaban en la esclusa.

—Hay que salir antes de que atraquemos —dijo a Tomkin—. De lo contrario, alguno de esos tipos saltaría a bordo.

Detuvieron el batiscafo en mitad del lago, para quitar cómodamente las tuercas de la escotilla. Una vez ésta estuvo abierta, ascendieron por la escalerilla del pozo interior, después de colocarse las pistolas a la cintura, junto con una ristra de granadas de mano. En la mano izquierda sostenían la metralleta.

Pronto emergieron por la escotilla superior, y se asomaron por la borda de la torreta. Un gran griterío se elevó entre los guerreros, que no se hallarían a más de veinticinco metros de distancia. Una línea de arqueros, que se extendía a lo largo de todo el muelle, levantó sus arcos, y una nube de flechas partió hacia el batiscafo.

—¡Agáchate, Tomkin! —gritó John, agazapándose tras la borda de acero del navío. Varias flechas pasaron silbando sobre sus cabezas, y otras rebotaron contra el acero. Incorporándose, John gritó:

—¡Ahora!

Apoyando sus metralletas en la borda, ambos oprimieron el gatillo.

Las armas de fuego empezaron a escupir su mortífera carga, y las ráfagas segaron filas enteras de guerreros, que caían como muñecos de feria. En el muelle se armó un pandemónium indescriptible. Quetzalcoatl, rodeado de su guardia, exhortaba a sus guerreros a seguir combatiendo, con terribles gritos e imprecaciones. Sin embargo, cuando John, tomando impulso, lanzó una bomba de mano en medio de un compacto grupo de guerreros, que cayeron muertos o malheridos en su mayoría, la desbandada fue incontenible y general. Quetzalcoatl, recogiendo sus ropas sacerdotales con semblante furioso, huyó también cojeando hacia la entrada del templo, protegido por los restos de su guardia.

El muelle quedó completamente desierto y silencioso, a no ser por los gemidos de algunos pocos guerreros heridos, que se revolcaban entre charcos de sangre.

John y Tomkin cambiaron una mirada de satisfacción.

—Si, no ha estado mal para empezar —dijo John—. Tú quédate ahí de guardia, mientras yo bajo para poner en marcha el motor y acercar el batíscafo a tierra.

A los pocos momentos, los audaces expedicionarios saltaban al muelle, cubierto de cadáveres de atlantes. El batiscafo había sido provisto de una escotilla de seguridad, para que nadie pudiese entrar en él durante su ausencia. John se metió la llave de la escotilla en el bolsillo, y señalando la entrada del templo, dijo:

—Andando.

Empuñando las metralletas, se dirigieron al templo, sorteando los cadáveres de guerreros que yacían esparcidos por el suelo. Se asomaron con precaución a la puerta del templo. En su interior no parecía haber nadie. Avanzando, John y Tomkin se fueron protegiendo y ocultando tras las gruesas columnas, pasando de una a otra hacia el fondo. Pronto estuvieron ante la puertecilla que se abría a la derecha de la estatua. John empuñé una potente lámpara eléctrica que traía preparada, y ambos empezaron a recorrer el oscuro corredor. No tardaron en hallarse en las habitaciones de Antinea. La reconocieron fácilmente, por la minuciosa descripción que de ellas les había hecho Le Toiser. Parecían hallarse abandonadas…, el polvo recubría sus muebles, tumbados en desorden, y algunos de los ricos tapices que pendían de las paredes estaban rotos y desgarrados.

Volviéndose hacia Tomkin, John dijo:

—Ahora viene lo más difícil. El laberinto, sin Ariadna y con Minotauro.

—No me vengas con mitologías —repuso Tomkin, adentrándose por la puerta del otro lado—. Precisamente, a quien me gustaría encontrarme sería al viejo, para darle un buen atracón de plomo.

La parte de los corredores que conducían a Atlantis era la que les había requerido más horas y más consultas al comandante y a Le Toiser. Gracias a éstos, John había llegado a diseñar un plano, que en estos momentos sacó, para examinarlo con Tomkin. Poniéndolo en el suelo, colocó la brújula sobre él. Ambos se arrodillaron para examinarlo, apoyándose en sus metralletas. John indicó con el dedo un corredor, y luego dijo:

—Es por ahí. Se siguen veinte metros en esta dirección, y luego se tuercen quince grados a la izquierda. Se toma luego por este ramal, y se continúan cuarenta y cinco metros más. Cuando lleguemos a este punto —y volvió a señalar el plano— lo consultaremos de nuevo. Adelante.

Doblando el papel y metiéndoselo en el bolsillo, John se levantó y empezó a andar, seguido de Tomkin. Se detuvieron tres veces o cuatro para estudiar el plano y orientarse, antes de llegar por fin a las orillas del foso submarino. En previsión de que tendrían que atravesarlo sumergidos, sus armas de fuego eran de un tipo especial, a prueba de agua. Colocándose las metralletas atravesadas sobre la espalda, John y Tomkin comprobaron si sus puñales salían fácilmente de la vaina, antes de sumergirse en el canal. Haciendo acopio de aire, se zambulleron y empezaron a nadar enérgicamente, mirando a derecha e izquierda. Aun no habían alcanzado la mitad del canal, cuando aparecieron ictiántropos por ambos lados. Serían en total seis o siete, y avanzaban con aire amenazador. Los dos nadadores apercibieron sus puñales, tratando de ganar la carrera con los ictiántropos. Éstos, sin embargo, les iban ya a los alcances. Una terrible lucha se entabló en el centro del canal. John repartía tajos a diestro y siniestro como un poseído, y tres ictiántropos, cayeron mortalmente heridos. Tomkin se lanzó contra el primero que tuvo enfrente, y le abrió el vientre de arriba abajo con una terrible cuchillada. El ictiántropo se dobló sobre si mismo, y cayó en medio de una nube de sangre verde. Viendo que no habían enemigos delante suyo, John y Tomkin siguieron nadando furiosamente. Los tres restantes ictiántropos optaron por huir.

Cuando sus cabezas emergieron al otro lado del canal, John vio que Tomkin se sujetaba el brazo izquierdo.

—¿Te han herido? —preguntó.

—No es nada…, una simple cuchillada en el brazo.

—Espera —dijo John. Rasgando la manga de Tomkin, examinó la herida: un largo y profundo corte, del que brotaba abundantemente la sangre. Con la propia manga de Tomkin, que arrancó a tiras, John le hizo un vendaje improvisado, conteniendo la hemorragia.

De pronto John frunció el ceño, mientras parecía olfatear el aire.

—¿Qué es este hedor? —preguntó.

—En efecto —dijo Tomkin— parece hedor de carroñas.

Dirigiéndose a la escalerilla del muelle, ascendieron por ella. El espectáculo que se ofreció a sus ojos era desolador. Débilmente iluminadas por un difuso resplandor que no se sabía de donde provenía, se veían las ruinas quemadas y ennegrecidas de las casas de la ciudad de Atlantis. El muelle estaba totalmente desierto. Un silencio de plomo pesaba sobre la ciudad muerta. Avanzando por sus calles sembradas de escombros, John y Tomkin empezaron a encontrarse con cadáveres y más cadáveres, que despedían un hedor espantoso. Dos horas duró su búsqueda entre las ruinas de la ciudad muerta, sin encontrar el menor rastro de vida en ella: sólo desolación, muerte y señales de saqueo. John y Tomkin se detuvieron sudorosos ante lo que había sido el hemiciclo donde se celebraban los consejos de la ciudad. En la tribuna para oradores pendía, doblado sobre la barandilla, un grotesco muñeco.

—Es el anciano de que nos habló el comandante —dijo Tomkin, apartando el pañuelo mojado que se había colocado ante la nariz Salgamos de aquí. Yo ya no resisto más este hedor. Terminaría enfermo.

—Evidentemente, los guerreros de Quetzalcoatl lo han arrasado todo —dijo. John Posidonio debió de morir luchando en las primeras filas de defensores de la ciudad. No era hombre para quedarse con los brazos cruzados en un momento como aquél.

Ambos emprendieron tristemente el regreso. En la Atlántida sólo quedaban Quetzalcoatl y sus crueles guerreros e ictiántropos. El empleo de la bomba atómica, pues, estaba más que justificado.

Llegaron al muelle y descendieron la escalera de piedra que conducía al agua. Con ésta hasta la cintura, avanzaron hacia la arcada que daba paso al canal, submarino.

—¿Listo? —preguntó John haciendo una amplia inspiración.

—Listo —respondió Tomkin. Ambos se zambulleron a la vez, dirigiéndose hacia el canal sumergido.

A los pocos segundos, sus cabezas volvían a aparecer sobre el agua.

—¿Has visto? —preguntó Tomkin.

—Sí…, hay docenas de ellos. Es imposible pasar.

Al nadar hacia el canal, ambos observaron una compacta masa de hombres-peces, que los esperaba empuñando sus puñales.

—Aquellos tres malditos fueron a advertirlos… No podemos pasar. Nos harían trizas —dijo John.

—Y son capaces de estarse ahí hasta el día del juicio —dijo Tomkin.

Ambos se miraron en silencio, mientras el agua goteaba de sus cabellos y se escurría por su cara.