John y Geneviève se hallaban acodados a la borda, contemplando la llana superficie del mar, iluminada por los rayos del sol matinal. Apenas hablaban, sumidos en esa silenciosa felicidad que proporciona la compenetración de dos seres. De pronto resonó estentóreamente la voz del vigía:
—¡Batiscafo a estribor!
Separándose, ambos jóvenes miraron hacia estribor, en silencio. De pronto Geneviève gritó:
—¡Son ellos!
Y echó a correr hacia la escalerilla que conducía al puente de mando, seguida por John. Éste había establecido un servicio permanente de vigías, que escrutaban continuamente el mar. De noche se ayudaban con un reflector, que barría la superficie de las aguas describiendo un gran círculo en torno al “Circe”. El barco patrullaba incansablemente desde hacía muchas horas por la zona donde desapareció el batiscafo.
Eran las once de la mañana de un radiante primero de junio. La mar estaba lisa y bonancible, y soplaba una ligera brisa del sur. En el puente de mando, John tomó los gemelos y escrutó con ellos el mar, en la dirección indicada por el vigía. Sin embargo, de momento resultaba difícil ver nada, pues el lugar indicado se hallaba al este del navío, y el sol hacía cabrillear las aguas. Fijándose bien, John distinguió una forma oscura, que se recortaba sobre aquellas aguas que parecían de plata fundida.
—¡La torreta del batiscafo! —exclamó—. ¡Sí, no hay duda; son ellos! Mira tú.
Pasó los gemelos a Geneviève, sosteniéndoselos con la mano en dirección al lugar indicado.
—¿Ves? —preguntó.
—Si…, la veo —respondió Geneviève, conteniendo a duras penas su emoción.
John tomó el megáfono:
—¡Todos a cubierta! —ordenó—. ¡Listos para botar una lancha! ¡Llevad un cabo de remolque para sujetar al batiscafo!
A los diez minutos escasos una lancha, conduciendo a Tomkin, Puig, Charpentier y al propio John, amén de dos marineros, desatracaba del costado del “Circe”. Describiendo un amplio círculo, se dirigió a toda la velocidad que le permitía su motor hacia el batiscafo, que se hallaba a unos doscientos metros del barco. En la torreta del sumergible se veían ya dos siluetas oscuras, que agitaban locamente los brazos.
—¡Son el comandante y Le Toiser! —gritó Tomkin, cuando estuvieron más cerca—. Pero no veo al profesor.
Todos callaron, dominados por la impaciencia. La lancha del “Circe” atracó al costado del batiscafo.
—¡John, Tomkin! —gritó Le Toiser, agitando la mano.
—¡Charpentier, Puig! —gritó el comandante, sonriendo y saludándolos—. ¡Al fin estamos aquí!
Los tripulantes de la lancha, menos los dos marineros, que se dedicaron a asegurar el cabo de remolque, saltaron a la estrecha cubierta del batiscafo, que con el peso se elevó tan sólo unos pocos centímetros sobre la superficie del mar. Pronto abrazaban estrechamente al comandante y a Le Toiser, bombardeándolos con una verdadera granizada de preguntas:
—¿Qué os ha sucedido?
—¿Cómo habéis podido escapar?
—¿Es verdad lo del mensaje de Le Verrier? —¿Habéis estado prisioneros de los atlantes?— ¿Y el profesor?
Levantando ambas manos, el comandante Cheneveaux pidió un poco de calma.
—A ver, dejadnos respirar. ¿El profesor Le Verrier? —y su rostro se ensombreció—. Ha muerto.
Un consternado silencio reinó en el pequeño grupo. —Pero hemos subido igualmente tres— dijo Le Toiser, con expresión misteriosa. —Si, somos tres.
Todos le miraron llenos de curiosidad. Le Toiser, aprovechando el efecto producido por sus palabras, se encaramó por la escalerilla de la torreta. Asomándose al pozo interior, gritó:
—¡Antinea! ¡Sal de ahí!
—¡Antinea! —exclamó Tomkin, abriendo desmesuradamente los ojos—. ¡La reina de la Atlántida!
Todos miraban boquiabiertos hacia la torreta. Le Toiser repitió:
—¡Antinea!
Esperó un momento, y luego se volvió hacia sus compañeros, frunciendo el ceño y sin pronunciar una palabra. Saltando al pozo, desapareció por él. En el interior de la esfera de acero, Antinea, acurrucada en un lado, se tapaba el rostro con las manos.
—¡Tengo miedo, Puño de Hierro! ¡Tengo miedo! —gimió débilmente.
—Pobrecilla… —dijo Le Toiser, acariciándola y dándole un suave beso en la frente—. Hemos llegado ya. Mira: si te asomas al tragaluz, verás la superficie. ¡La superficie del mar!
Venciendo su temor, Antinea se acercó al tragaluz de proa y miró hacia arriba. A tres metros sobre su cabeza, una lámina plateada ondulaba débilmente. Unas aguas azuladas se extendían ante el tragaluz.
—Anda, sígueme —dijo Le Toiser, levantándola—. Yo iré delante. No temas.
Antinea empezó a ascender por la escalerilla de hierro, en pos de Le Toiser. Cuando su cabeza salió por la escotilla de la torreta, cerró los ojos, deslumbrada.
—¿Qué es eso? —dijo, señalando al sol y haciendo guiños.
—El sol, Antinea…, el sol —respondió Le Toiser, a tiempo que la ayudaba a salir de la escotilla. La reina de la Atlántida, de pie en la torreta del sumergible, se apoyó con una mano en la borda, mientras con la otra se cubría los ojos. A sus pies, un grupo boquiabierto la contemplaba estupefacto y embelesado. La reina ya no lucía sus bárbaros atavíos de soberana antigua, ni el enorme diamante azul de su diadema lanzaba destellos al más leve movimiento de su cabeza. Sólo sus negros cabellos brillaban con resplandor azulado bajo los rayos de sol, y su tez translúcida parecía de alabastro. Su pecho turgente subía y bajaba afanosamente, a impulsos de su desordenada respiración. Quitándose lentamente la mano de los ojos, miró al grupo reunido ante ella.
—¿Quiénes son? —preguntó.
—Hombres de la tierra…, amigos nuestros —respondió Le Toiser.
—¿Y eso? —preguntó luego, señalando temerosamente al cielo.
—El cielo, Antinea…, un enorme océano de aire, que rodea a la tierra.
Pasaron chillando unas gaviotas. Antinea se apartó involuntariamente, atemorizada.
—No temas, Antinea —dijo Le Toiser—. Son gaviotas…, unos peces llamados pájaros que surcan ese océano de aire.
Cheneveaux le observó abriendo muchos los ojos, admirado ante su peregrina definición.
Antinea señaló la superficie del mar.
—¿Es la superficie…, del mar? —preguntó—. ¿Ahí debajo he vivido yo…, y está la Atlántida?
—Si, Antinea. Ahí debajo has vivido tú. Pero ya no vivirás más en esas sombrías profundidades. Anda, ven. Iremos a nuestro barco. ¿Te gusta? —y señaló al “Circe”.
Antinea contempló con asombro la esbelta silueta del navío, con sus puentes superpuestos y la antena del radar, que giraba lentamente. Ayudándola a bajar a la cubierta del batiscafo, Le Toiser la presentó a sus compañeros:
—Antinea, reina de la Atlántida…, y mi futura esposa.
A Tomkin se le cayó de la boca la pipa que estaba fumando.
—Tomkin…, Puig…, Charpentier…, y, finalmente, John Davies, nuestro gran amigo norteamericano, —fue presentando Le Toiser.
Todos se inclinaron ante la reina atlante. Ésta los fue mirando uno por uno, asombrada. John le sonreía, mostrando sus blancos dientes.
Probablemente Antinea, acostumbrada a la pálida tez de los atlantes, estaba muy sorprendida ante la piel bronceada de aquellos cuatro hombres. El moreno y enjuto Puig, un verdadero íbero con facciones casi africanas, menudo y musculado, le llamaba particularmente la atención. Observó también con curiosidad las borlas rojas del gorro de los marineros que esperaban en la lancha. Una vez se hubieron acomodado todos en ella, partió hacia el “Circe” a toda velocidad. Antinea se sujetaba fuertemente a la borda, asustada ante las oscilaciones y la espuma que levantaba la proa de la embarcación al surcar las olas. Le Toiser le rodeó la cintura con su brazo protector, y le susurró:
—Puño de Hierro está contigo.
Cuando la lancha atracó al costado del “Circe”, toda la tripulación se apretujó en la borda para ver al inesperado pasajero que había traído el batiscafo. Antinea ascendió con gráciles movimientos por la escalerilla, y saltó a cubierta, donde permaneció mirando a todos los presentes, muy seria. Geneviève se adelantó hacia ella, sonriendo y con las manos extendidas.
—Es Antinea, Geneviève —le presentó el comandante, en voz baja. Volviéndose a sus compañeros, dijo—, ni una palabra a la tripulación.
Geneviève, en purísimo griego arcaico, le dio la bienvenida y le ofreció la hospitalidad del barco. Antinea sonrió, y sus ojos brillaron. Tendiendo las manos, tomó las que le ofrecía Geneviève a tiempo que respondía dando las gracias.
Le Toiser dijo:
—La pobrecilla está muy cansada. Ha soportado enormes pruebas y emociones. Se la confío, Geneviève. Instálela en un camarote y prepárele un baño caliente. Luego, hágala descansar.
Geneviève pasó un brazo por los delicados hombros de la reina.
—Ve con ella, Antinea —dijo Le Toiser—. Ella cuidará de ti, y te atenderá convenientemente. Luego yo me reuniré contigo.
Antinea, dócilmente, se dejó conducir por Geneviève, lanzando una mirada de niña asustada a Le Toiser, que le sonrió.
—Antinea es una niña…, una niña encantadora —dijo, volviéndose hacia John—. La pobrecilla estaba en manos de una inicua camarilla presidida por el Gran Sacerdote. Pero vamos a la cabina. Mientras desayunamos —hace muchas horas que no probamos bocado— os contaremos todo cuanto nos ha sucedido.
En la cabina del comandante, éste y Le Toiser daban buena cuenta de un abundante desayuno, servido por Elmer, mientras sus compañeros esperaban a que terminasen para conocer su historia. Poco a poco, y entre bocado y bocado y sorbos de vino de borgoña, los dos supervivientes fueron contando su fantástica aventura entre los atlantes.
—¿Qué novedades hay por la superficie? —preguntó el comandante, encendiendo un habano y disponiéndose a saborear el café que le había servido Elmer.
—Pocas —respondió John En el Pentágono os daban ya por perdidos. Los atlantes han hundido tres transatlánticos, uno de ellos el «Queen Elizabeth», y varios buques de guerra y submarinos de ambos beligerantes. Nadie quiere viajar en barco. Las costas de todo el mundo están estrechamente vigiladas, y parece que por el momento se han evitado más desapariciones de seres humanos. Pasado mañana se reúne la ONU para tratar de la situación internacional.
El comandante Cheneveaux daba pensativas chupadas a su puro.
—Habrá que hacer algo, desde luego —dijo—. Pero ¿qué? Esta guerra me recuerda a la de Roma y Cartago…, la guerra entre el elefante y la ballena. ¿Dónde está el campo de batalla en el cual se tiene que decidir? ¿En el mar? Ahí los atlantes siempre tendrán una inmensa ventaja. ¿En la tierra? Dudo que salten a ella, por lo menos hasta que levantemos la bandera blanca de la rendición.
Todos permanecieron silenciosos. El azulado humo del puro del comandante se extendía lentamente sobre la mesa, recubierta de los restos del desayuno. Le Toiser doblaba palillos y formaba pequeños trípodes con ellos. Elmer de pie a un lado de la mesa y con una servilleta, a guisa de delantal, les contemplaba con admiración. Tomkin carraspeó.
—Creo que lo mejor que podemos hacer es dirigirnos a Tolón para recibir órdenes. En el mar peligramos todavía. ¿No le parece, comandante?
—Es posible —respondió éste, haciendo la «petite bouche» y con la mirada perdida en el vacío—. De lo que no existe duda —prosiguió— es de que los guerreros de Quetzalcoatl son ahora los amos de la situación, allá abajo. Aunque el viejo haya muerto, su política seguirá en vigor. De eso no tengo la menor duda.
—Una buena solución sería…, volver allí —dijo John.
—¿Volver? —preguntó el comandante. Todas las miradas se clavaron en John.
—En mi caso no sería volver, sino ir por primera vez. Me gustaría. Además, estoy madurando un plan… —Anda, dínoslo— le apremió Tomkin.
—Espera —respondió—. Me faltan algunos detalles, que me proporcionarán el comandante y Le Toiser. Sólo puedo adelantar que se trata de algo parecido a lo que hice en las defensas antisubmarinas de los japoneses, pero en mucha mayor escala. En resumen, se trata de lo siguiente…
John se inclinó sobre la mesa, mientras con el índice trazaba signos sobre el mantel y los ojos de sus compañeros lo observaban intensamente. Elmer, boquiabierto, escuchaba las palabras de John, apoyado en el respaldo de una silla y sin darse cuenta de que el contenido de la cafetera, que sostenía en la mano izquierda, caía lentamente sobre la alfombra, formando un charco pardo a sus pies.
La liberación del comandante y Le Toiser, en compañía de la bellísima reina de la Atlántida, fue conocida casi inmediatamente en la Casa Blanca. Los teletipos trabajaban sin descanso, transmitiendo en clave los detalles de la prodigiosa aventura. Por radio, el “Circe” recibió órdenes del Mando de dirigirse a toda máquina a Tolón. En este puerto, esperaban ya altos oficiales norteamericanos, que subieron inmediatamente a bordo.
—Comandante Cheneveaux —dijo uno de ellos, cuadrándose y saludando militarmente—. Traigo órdenes del Estado Mayor de conducirles a usted, M. Le Toiser y la reina de la Atlántida a Washington en avión. Hagan el favor de seguirme inmediatamente.
—¿A Washington? —preguntó el comandante—. Exactamente. El Presidente desea entrevistarse personalmente con ustedes.
—Mr. Davies tendrá que acompañarnos —dijo el comandante.
—¿Por qué? —preguntó el oficial.
—Es autor de un plan de extrema importancia para aniquilar el poder atlante. El Presidente tiene que conocerlo.
—De acuerdo —respondió el oficial—. Les espero dentro de diez minutos en el muelle, para conducirles al aeródromo militar, donde ya nos espera un «Super-comet» de reacción.
A los pocos minutos, un jeep los conducía por las calles de Tolón hacia el aeródromo militar. En éste, la aerodinámica silueta de un avión de reacción esperaba a sus pasajeros. Los mecánicos daban los últimos toques al poderoso aparato.
—Les presento a Richard Taylor, el piloto —dijo el oficial que los había acompañado—. Tiene órdenes de dejarles en el aeródromo de Washington dentro de cuatro horas.
—Mucho gusto, comandante —respondió el aviador, estrechándoles las manos—. Cuando quieran pueden subir a bordo.
A los pocos instantes el poderoso avión despegaba como una flecha de la pista del aeródromo militar.
Antinea, acurrucada junto a una ventanilla, observaba la superficie de la tierra, a veinte mil metros bajo sus pies. Delgadas nubecillas blancas parecían pegadas a ras del suelo.
—Eso es el golfo de Lyon —indicó Le Toiser—. Allá empieza la costa española.
—¿Costa? —preguntó Antinea, abriendo los ojos.
—La costa es el lugar donde termina el mar y empieza la tierra. ¡Mira!, ahora volamos sobre la península Ibérica. Se distinguen todos los Pirineos, casi de mar a mar. ¡Tengo ganas de que conozcas una gran montaña! Cuando todo esto termine, te llevaré a una estación de invierno…, te enseñare a esquiar…, verás la nieve…
—¿Esquiar…, la nieve…?
El comandante Cheneveaux intervino.
—Creo que le hablas de demasiadas cosas nuevas a la vez, Jacques. Ya habrá tiempo de todo. Tiene que irse acostumbrado gradualmente a la vida terrestre. Creo que lo mejor que podrías hacer de momento, ya que no puede ir hablando griego arcaico por el mundo de una manera indefinida. ¿Por qué no empiezas con el francés? Luego podrías seguir con el español o el inglés, por ejemplo.
—¡De acuerdo! —dijo Le Toiser—. Me parece una magnifica idea. Oye, Antinea —dijo, volviéndose hacia la reina— voy a enseñarte mi lengua. Mira: vamos a empezar ahora mismo. Repite conmigo: Je suis une femme. Eso quiere decir: Yo soy una mujer.
Antinea repitió dócilmente.
—Je suis une femme.
—¡Magnífico! —exclamó entusiasmado Le Toiser—. Philippe, has tenido una gran idea.
—Je suis une femme, mais Jacques est un brave type —dijo Antinea. Le Toiser abrió desmesuradamente los ojos y la boca.
—¿Qué…, qué ha dicho? —tartamudeó—. ¿Cómo…, cómo es posible?
John, sentado a sus espaldas, soltó una sonora carcajada.
—Ayer por la tarde oí cómo Geneviève le daba las primeras lecciones. Se te ha adelantado, chico.
Le Toiser dio un profundo suspiro de alivio.
—Menos mal. Ya me imaginaba que se me había adelantado otro francés, en la Atlántida.
—Jacques est un brave type —repitió Antinea, con un delicioso acento y sin dejar de sonreír—. Jacques est un brave type.
—Bien, bien, querida —dijo Le Toiser—. Ya está bien. Ahora déjalo.
—¡El Atlántico! —exclamó el comandante—. Volamos ya sobre él.
Asomándose a la pequeña ventanilla, todos miraron abajo. Una superficie uniforme y azul oscura, que parecía hecha de una materia compacta en lugar de agua, se extendía bajo sus pies, a veinticinco mil metros de distancia vertical. A pesar de que el avión volaba por la estratosfera, donde el aire enrarecido estaba a 50 grados bajo cero, los tripulantes del aparato sentían un agradable calorcillo dentro de la cabina perfectamente acondicionada.
Después de una travesía sin incidentes, la costa americana comenzó a dibujarse en lontananza. El avión pronto sobrevolaba las edificaciones urbanas, para dirigirse a la inmensa T que indicaba el aeródromo de Washington. Aminorando su espantosa velocidad, se posó suavemente sobre la pista de cemento.
Un rapidísimo automóvil negro del FBI los condujo directamente a la Casa Blanca. Sin esperar mucho fueron introducidos en el despacho presidencial. El Presidente de los Estados Unidos se levantó de detrás de su mesa y avanzó sonriente hacia los recién llegados, tendiéndoles la mano. Un alto jefe militar hizo las presentaciones.
—Comandante Cheneveaux, señora, señores —dijo, inclinándose ante la reina de la Atlántida, vestida con un traje chaqueta que le había prestado Geneviève y que le sentaba maravillosamente—. Sean bienvenidos a la Casa Blanca.
Los visitantes se inclinaron. El Presidente observaba con curiosidad a Antinea, cuyo aspecto parecía más el de una bella y elegante muchacha que el de una reina fabulosa. El Presidente indicó entonces con un gesto unos sillones a sus huéspedes:
—Cuénteme usted sus aventuras, comandante —dijo.
El comandante pasó a describir detalladamente su cautiverio entre los atlantes. Después de hablar durante largo rato, cedió la palabra a John. Éste dijo:
—Señor Presidente, voy a ser muy breve. He elaborado un plan que, de tener éxito, terminará para siempre con la amenaza atlante. La idea del mismo me vino de mis experiencias con explosivos submarinos en la pasada contienda. Del mismo modo que mis hombres y yo conseguimos colocar cargas de trinitrotolueno en las defensas submarinas de Iwo-Jima y otros puntos del Pacífico, creo que no nos costará mucho colocar una carga explosiva entre las compuertas que cierran el acceso a la Atlántida, valiéndonos para ello del batiscafo. Propongo que la acción se emprenda en seguida, aprovechando la momentánea ausencia de naves atlantes de su base principal de operaciones. Tripularemos el batiscafo mi compañero Tomkin y yo mismo. Finalmente, propongo que la carga explosiva empleada sea una bomba de hidrógeno.
El Presidente escuchó con semblante imperturbable las palabras de John.
—¿Ha pensado usted, Mr. Davies —dijo tras un silencio— si la explosión de una bomba de hidrógeno a tal profundidad no puede acarrear, por ejemplo, la desintegración en cadena de los mares del globo?
Las miradas de los reunidos se volvieron hacia el gran físico atómico polaco Czerni, naturalizado desde hacia años en los Estados Unidos y convocado especialmente a la entrevista en su calidad de presidente del Comité de Energía Atómica, amén de los tres o cuatro altos jefes militares y navales que asistían a ella.
—¿Puede el profesor Czerni contestar a la pregunta del Presidente? —preguntó el contraalmirante Kimberley.
El profesor Czerni, un anciano menudito de frente abombada y luminosa rodeada como por un halo por una nívea cabellera, habló con voz reposada.
—En mi opinión, tal peligro no existe. Las únicas consecuencias, de una explosión atómica a gran profundidad, pueden ser la creación de una inmensa ola submarina, que produzca trastornos imprevistos a muchos miles de millas del lugar de la explosión y el envenenamiento radioactivo temporal de la zona marina.
En aquel momento entró un oficial, que se acercó silenciosamente al Presidente. Después de cuadrarse ante él, le tendió un pliego. El Presidente se disculpó, y empezó a leerlo. Su rostro asumió una expresión extraordinariamente grave. Levantándose, dijo:
—Señores, me acaban de comunicar una noticia de suma gravedad. Ha sido aniquilada gran parte de la flota norteamericana que patrullaba por el Atlántico. Una escuadra numerosísima de naves atlantes se dirige, navegando casi en la superficie, hacia las costas americanas. Su presencia ha sido detectada por nuestros aviones.
Un silencio de plomo se abatió sobre los reunidos. Todos se miraban sin hablar y sin ocultar su preocupación. El comandante se volvió hacia John y le dijo:
—Las naves atlantes han vuelto. De momento, tendremos que aplazar su plan…
—O apresurarnos a ponerlo en práctica —respondió John—. Este es precisamente el momento más oportuno.
—Señores, nuestra situación es muy grave —dijo el Presidente Nos vemos obligados a luchar simultáneamente contra dos enemigos: los rusos y los atlantes. Si decimos a los primeros que son los atlantes quienes han desencadenado la guerra y hunden sus naves, nos acusarán de inventores de patrañas y nada conseguiremos. Si les presentamos pruebas tangibles, como por ejemplo algún hombre-pez o fragmentos de naves atlantes, dirán que han sido amañadas por nosotros y las utilizarán como armas en su propaganda antiamericana, presentándonos como unos traidores que recurren al engaño y la mentira para hacer la guerra. Y, sin embargo, nunca como ahora sería necesario que la Humanidad estuviese unida ante el enemigo común. Pero, desgraciadamente, temo que no conseguiremos esa unidad. —El presidente hizo una pausa—. Por otra parte, si dijésemos la verdad, incluso a nuestro pueblo, al que hemos llevado a la lucha contra un enemigo concreto y determinado, creando el estado de opinión necesario para llevar a cabo una guerra, nuestra noble y entusiasta nación perdería toda voluntad de seguir luchando, creyéndose engañada o incluso traicionada por sus dirigentes. Nuestro pueblo es franco y sencillo, y no comprendería esta aparente falsa de confianza que hemos tenido para con él, sin comprender los graves motivos que nos han inducido a obrar así, en su propio bien. Quizá no nos perdonaría habernos equivocado, aunque no sea culpa nuestra. —El Presidente miró fijamente a todos los reunidos, mientras paseaba por la estancia con las manos a la espalda—. Nuestra misión es acabar con la guerra, venciendo al enemigo, sea el que sea. Y con tal de que éste desaparezca, no importa que nunca se llegue a saber quien realmente ha sido. Por lo tanto, les exijo a todos su palabra de honor de que nunca revelarán nada de cuanto suceda en la empresa que van a acometer. Estoy convencido de que así rendirán ustedes un servicio a la humanidad.
Los presentes dieron su palabra de que nada revelarían, agradeciendo la alta confianza depositada en ellos por el Presidente. Éste les despidió con semblante grave, diciendo al comandante y a sus compañeros que esperasen en el hotel, sin moverse ni hablar con nadie, pues podía volver a llamarlos en cualquier momento.