CAPÍTULO 13
LA HUIDA CON ANTINEA

Un inmenso revuelo se produjo en la asamblea. Los atlantes saltaban sobre las gradas de piedra, atropellándose, y huían hacia sus casas para defender a los suyos. El anciano orador permanecía inmóvil en la tribuna, cabizbajo y con semblante consternado. Le Toiser se levantó y se volvió hacia Antinea.

—Ahora o nunca, Antinea —dijo.

—¿Qué quieres decir, Puño de Hierro? —preguntó Antinea.

—Que ahora todos los guerreros de Quetzalcoatl estarán ocupados en atacar a la ciudad. Es el momento que debemos aprovechar para huir con el batiscafo.

—Yo no quiero huir —dijo Antinea—. Yo no puedo abandonar a mi pueblo.

—Escúchame, chiquilla —dijo Le Toiser, furioso, sujetándola fuertemente con ambos brazos—. Tu pueblo no te necesita para defenderse. Puedes hacer más por él huyendo con nosotros hacia la superficie, que quedándote aquí para volver a caer en manos de Quetzalcoatl. Nada le enfurecerá más al viejo que no encontrarte. Y te aseguro que no quiero darle esa satisfacción. O sea que vendrás con nosotros.

En aquel momento el Comandante Cheneveaux llegó junto a ellos.

—Creo que es el momento —dijo.

—Yo también —respondió Le Toiser—. Acabo de decírselo a Antinea, y la he convencido para que nos acompañe.

—Pero hay una dificultad —dijo el Comandante—. Mejor dicho, dos: Primera, el Profesor Le Verrier. No sé si podrá acompañarnos, en su estado. Segunda, las compuertas.

—En cuanto al Profesor, vayamos a verle ahora mismo —dijo Le Toiser—. Por lo que se refiere a las compuertas, ya veremos lo que se hace cuando lleguemos ante ellas. Pronto, no perdamos tiempo.

Pasaron junto a la tribuna, en la que seguía el anciano, inmóvil y con la cabeza inclinada, se apartaron para no tropezar con el cadáver del mensajero atlante, y subieron las gradas del desierto hemiciclo. De la ciudad contigua llegaba un confuso rumor, y en lontananza se veían cárdenos resplandores. A toda prisa, se dirigieron hacia la casa de Thalassos, el físico. Este les recibió a la puerta con semblante grave.

—Vuestro amigo ha empeorado —fueron las palabras que les dijo—. Corre fuego por sus venas, y sus labios resecos sólo se abren para pedir agua.

Sin responder, Cheveneaux y Le Toiser pasaron junto al físico y subieron de dos en dos los peldaños que conducían al primer piso. Le Verrier yacía en la cama, con las mejillas consumidas por la fiebre y los ojos muy hundidos.

—Amigos míos… —dijo débilmente, al ver a los dos franceses. Haciendo un gran esfuerzo, levantó una mano para saludarlos.

Cheveneaux y Le Toiser se miraron.

—Es imposible. No puede acompañarnos —dijo Cheveneaux, en voz baja—. No podemos abandonarle, ¿no crees, Jacques?

—Si, no podemos abandonarle —repuso Le Toiser. El agudo oído del enfermo escuchó esta conversación. Volviendo lentamente la cabeza, dijo:

—Si podéis huir, hacedlo… yo no viviré mucho tiempo… lo sé…

—Pero no podemos abandonarle, Profesor.

En aquel momento, por la ventana se oyeron gritos y un metálico rumor de armas.

—¿Qué es eso? —preguntó el enfermo.

—Los guerreros de Quetzalcoatl, que atacan la ciudad —respondió Cheneveaux.

—Huid… huid… —dijo débilmente Le Verrier—. Yo no quiero seros un estorbo…

Bruscamente, su cabeza cayó sobre su pecho y cerró los ojos. Cheneveaux se arrodilló junto al lecho, y aplicó su oído al pecho del sabio.

—Ha muerto —dijo, incorporándose lentamente. Ambos permanecieron contemplando en silencio el cadáver de su infortunado compañero. La gritería redobló, en el exterior, y por la ventana entraron rojos resplandores. Como arrancándose a un penoso estupor, Cheneveaux dijo:

—¡Tiene razón! ¡Hay que huir!

Después de echar una última mirada a Le Verrier, descendieron precipitadamente las escaleras y se reunieron con Antinea.

—Vamos —le dijo Le Toiser—. No hay momento que perder.

En la calle reinaba una confusión indescriptible. Grupos de mujeres, ancianos y niños corrían alocadamente, llevándose sus bártulos y enseres. Abriéndose trabajosamente paso entre la multitud, los tres fugitivos alcanzaron una callejuela lateral, y luego otra que les condujo al muelle. Éste se veía totalmente desierto. Sobre sus negras aguas, lisas como un espejo, brillaban los resplandores de los incendios lejanos. De la parte opuesta de la ciudad venía una confusa gritería. Le Toiser tomó en sus fuertes brazos, a Antinea y penetró con ella en el agua.

—Respira profundamente, querida —le dijo—. Sujétate a mi como la otra vez, y nada te sucederá.

Pronto se hallaban los tres en el canal sumergido. Felizmente, lo atravesaron sin tropezarse con ningún hombre-pez. Posiblemente Quetzalcoatl los había concentrado en otro punto.

En el margen opuesto, los tres fugitivos se detuvieron breves momentos para conferenciar.

—Creo que recordaré el camino —dijo Le Toiser—. ¿Lo conoces tú, Antinea?

Ésta sonrió.

—Claro que sí. Antes no quise decir nada para salvar a Posidonio. Seguidme.

Le Toiser exclamó:

—¡Hombre, éste es el laberinto, sin hilo de Ariadna, pero con Ariadna en persona! Ahora, lo único que pido es que no nos encontremos con el Minotauro, que en este caso se llama Quetzalcoatl.

Antinea los condujo con seguridad por el intrincado laberinto. Un silencio de muerte reinaba en él. Al doblar un recodo, los tres se detuvieron sobrecogidos a la vista de los cadáveres de los tres infortunados atlantes, que nadie se había molestado en retirar de allí. El corredor era muy estrecho, y no tuvieron más remedio que saltar sobre sus cuerpos, procurando no resbalar en las grandes manchas de sangre coagulada que cubrían el pavimento. Después de muchas vueltas y revueltas, llegaron a las habitaciones de Antinea. Reinaba en ellas un gran desorden, como si las hubiesen registrado de arriba a abajo. Los cuerpos de Glaucos, Teseo y Nahua habían desaparecido. Antinea contempló desolada su hermoso aposento.

—¿Cuándo volveré a verle? —preguntó.

—Pronto, Antinea —contestó nerviosamente Le Toiser—. Pero veamos… no es ahora momento para lamentaciones. Condúcenos al puerto.

Antinea les indicó la puerta opuesta.

—Por ahí —dijo.

—Sí, por esa puerta vine yo —dijo Le Toiser.

Pronto se hallaron ante la penumbra azulada del templo. Asomándose prudentemente por la puertecilla que comunicaba con é. Le Toiser se volvió hacia sus compañeros y dijo:

—Adelante. No hay nadie.

Se hallarían a medio camino de la entrada, cuando un terrible grito les hizo volver la cabeza. En medio del templo se erguía la imponente figura de Quetzalcoatl, que los contemplaba con ojos llameantes.

—¡Impíos! —exclamó—. ¿Cómo os atrevéis a turbar mis preces por la victoria?

—No nos ha reconocido —susurró Le Toiser a Cheneveaux—. Dile algo en atlante, Antinea.

Antinea pronunció unas palabras incomprensibles, pero Quetzalcoatl debió reconocer su voz, porque irguiéndose exclamó, furioso:

—¡Antinea, eres tú!

Sacando un puñal de entre sus ropas, se abalanzó sobre la joven. Pero no había dado dos pasos cuando una daga pasó silbando junto a la cabeza de Antinea y golpeó el pecho del terrible viejo. Éste se tambaleó y cayó agitando trágicamente los brazos.

Le Toiser se pasó por la frente la mano que acababa de lanzar una daga oportuna y providencial.

—Anda, Jacques, salgamos de aquí —dijo Cheneveaux—. Pueden venir los guerreros de un momento a otro.

A los pocos instantes se encontraban en el muelle desierto, junto al batiscafo.

—Bueno, ya estamos —dijo Le Toiser—. Pero seguimos tan prisioneros como antes. ¿Cómo abriremos las compuertas?— Volviéndose a Antinea, le preguntó: —¿Sabes tú cómo se abren las compuertas?

La joven hizo un signo afirmativo.

—He visto hacerlo centenares de veces. Allí —e indicó con el brazo extendido a la derecha del templo—. ¿Veis esa piedra cuadrada de color negruzco? Oprimiéndola fuertemente, se abre la primera compuerta; el tiempo necesario para que el navío que sale se coloque entre ella y la segunda compuerta. Cuando la primera se cierra, el espacio intermedio se llena de agua y la segunda se abre automáticamente.

—¿Y para la entrada? —preguntó Le Toiser—. No lo sé— repuso Antinea. —Yo sólo he visto hacer la maniobra para la salida de las naves. Ignoro cómo entran.

—No hagas preguntas estúpidas, Jacques —dijo Cheneveaux—. En estos momentos lo que nos interesa es salir, no entrar. ¿O es que ya piensas en el regreso?

Se acercaron al batiscafo, examinándolo. Al parecer, el aparato estaba intacto.

—Tú sube a él con Antinea —dijo Le Toiser a Cheveneaux— mientras yo voy a oprimir la piedra.

El comandante Cheneveaux y Antinea subieren a la torreta del sumergible. La Reina de la Atlántida escrutó con aprensión la negra boca del pozo que atravesaba de parte a parte el flotador.

—Espera, Antinea —dijo el comandante Cheneveaux—. Voy a bajar yo primero, para encender las luces y prepararte el recibimiento.

Cuando empezaba a bajar por las escalerillas, oyó la voz de Le Toiser que gritaba:

—¡Daos prisa! Ya he oprimido la piedra.

Antinea descendió temerosamente por la escalerilla metálica, y cuando se hallaba a punto de alcanzar la esfera, Le Toiser gritó desde la torreta:

—¡Los guerreros! ¡Salen a docenas del templo y vienen corriendo hacia aquí!

Antinea ya se hallaba en la barquilla, cuando Le Toiser se dejó caer materialmente en el pozo, saliendo por la escotilla como una tromba. Inmediatamente levantó la pesada tapa, ayudado por Cheneveaux.

—¡No apretemos ahora las tuercas, Philippe! —gritó Le Toiser—. Sólo lo necesario para asegurar la escotilla. Pon el motor en marcha y dirígete navegando por la superficie hacia el centro del lago. Hay que separarnos de la orilla.

El comandante accionó la palanca del motor de superficie. Con gran alivio, escucharon inmediatamente un ronroneo, indicio de que las hélices funcionaban. La esfera trepidó, y el batiscafo empezó a alejarse lentamente de la orilla. Se escucharon fuertes golpes en la parte exterior de la escotilla.

—Algunos de ellos han conseguido embarcar —dijo Le Toiser. —Les daremos un buen baño.

El aparato se hallaba ahora en el centro del lago, dirigiéndose hacia la entrada del túnel. Una sombra cruzó ante el tragaluz de popa.

—¡Ictiántropos! —exclamó el Comandante—. Les voy a dar un correctivo.

Pegando su rostro al tragaluz, vio dos o tres ictiántropos que nadaban en torno a la esfera. Empuñando la culata del cañón submarino, el Comandante apuntó a uno de ellos y oprimió el gatillo. Se escuchó una sorda explosión y el hombre-pez se agitó convulsivamente, atravesado por un arpón.

—Estamos ante el túnel —dijo Le Toiser mirando por el periscopio—. Tenemos que prepararnos a soltar un poco de gasolina para no chocar contra el techo, cuando suba el nivel de las aguas. —Volviéndose hacia Antinea, que estaba acurrucada a un lado de la barquilla, contemplándoles con expresión de espanto, le preguntó—: ¿Te gusta viajar en batiscafo? Pues aun te gustará más el sol cuando lo veas por primera vez.

—Le Toiser hizo una pausa. Su rostro se ensombreció súbitamente. —Dime, Antinea. ¿No podrán los guerreros detener el mecanismo que abre las compuertas?

—Imposible —repuso la joven—. Este mecanismo tiene miles de años, y lo acciona una fuerza terrible desconocida. Ningún hombre puede detenerlo cuando ha empezado a funcionar. Ya se guardarán bien de ello, so pena que todo el océano se precipite sobre sus cabezas.

Le Toiser se volvió hacia Cheneveaux:

—Philippe, apretemos las tuercas de la escotilla. Voy a inundar el pozo.

A los pocos instantes, un sordo rumor de agua indicaba que el pozo se llenaba. Se oyeron fuertes golpes sobre la escotilla.

—Oye como patalean los guerreros. Si no se dan prisa en salir del pozo, se ahogarán en él —comentó Le Toiser—. Voy a ver qué hacen los del muelle.

Volviendo el periscopio, lo dirigió hacia el lugar indicado.

—Antinea tiene razón —dijo—. Hay un grupo reunido, contemplando la piedra oscura desde una saludable distancia. Por lo visto, no se atreven a aproximarse a ella. Temen que la interrupción del mecanismo les inunde la Atlántida. —Le Toiser dio vuelta al periscopio—. ¡Atravesamos la primera compuerta, Philippe! —exclamó—. Suelta gasolina.

El Comandante efectuó esta maniobra, y el batiscafo empezó a hundirse lentamente.

—La compuerta se está cerrando —dijo Le Toiser, con los ojos pegados al periscopio—. Ya no distingo a los atlantes. Pronto se tocarán los dos extremos. Sólo los separa escasamente un metro. Veo a dos guerreros que nadan desesperadamente hacia allí… No llegarán a tiempo, y perecerán ahogados cuando suba el nivel de las aguas y éstas ocupen totalmente la esclusa.

El Comandante dijo, a su vez:

—Por los tragaluces distingo a varios hombres-peces. Voy a ver si ensarto a otro.

Apoderándose de la culata del cañón, el Comandante apuntó y volvió a disparar. Otro ictiántropo cayó hacia el fondo, en medio de espantosas convulsiones. Los supervivientes golpeaban rabiosamente las gruesas paredes de acero de la esfera, y sus horribles rostros se retorcían en muecas y visajes de rabia impotente, a un palmo escaso de los tragaluces troncocónicos de lucita.

La enorme compuerta, de un grosor de varios metros y formada de una sustancia negra desconocida, que tenía un brillo apagado, se había cerrado por completo. Ante ella, dos guerreros atlantes, embarazados par su pesada armadura de oro, se debatían desesperados, golpeándola con los puños. Las aguas iban subiendo sin cesar, llenando poco a poco el enorme recinto.

El Comandante dijo:

—Distingo el fondo. La cadena de contacto se mantiene a dos metros encima del mismo. Voy a ver si cazo a ese ictiántropo.

Haciendo girar la culata del cañón submarino, el Comandante Cheneveaux oprimió el gatillo. Otro ictiántropo se retorció, atravesado por un arpón envenenado.

—Voy a bajar el periscopio —dijo Le Toiser, echando una última mirada por él—. Está a medio metro escaso del techo. Aun veo a los dos guerreros, que se debaten desesperados, sin dejar de golpear la compuerta. Sus cabezas casi tocan el techo.

El Comandante saltó hacia los mandos.

—¡Hay que parar el batiscafo! —dijo—. Vamos a chocar contra la compuerta exterior…

El ruido de los motores cesó, y el batiscafo se detuvo entre dos aguas. Volviendo al tragaluz de proa, Cheneveaux dijo:

—Veo una ranura en el centro de la compuerta, que se va ensanchando lentamente. ¡Dentro de pocos instantes saldremos al mar libre! ¡No tardaremos en ver el sol!

—Aun tenemos que librarnos de las naves atlantes —dijo Le Toiser. Volviéndose a Antinea, preguntó en griego:

—¿Sabes de cuántas naves submarinas dispone Quetzalcoatl?

Antinea, que hasta aquel momento había permanecido ensimismada, levantó la cabeza, mirándoles con sus grandes ojos verdes, que aparecían húmedos de llanto.

—Quinientas —respondió.

—Aunque sólo nos aguarde ahí fuera una décima parte de ellas —dijo Le Toiser, en francés, volviéndose al Comandante— estamos perdidos.

—Pero me he enterado de que actualmente las ha enviado a todas en misiones desconocidas a los mares más alejados de la Tierra —prosiguió Antinea, como si hubiese adivinado lo que decía Le Toiser—. No tienen tiempo de volver para detenernos.

Le Toiser dejó escapar un suspiro de alivio.

—¡Menos mal! —exclamó—. De lo contrario, todos nuestros esfuerzos hubieran sido baldíos.

Cheneveaux, que observaba por el tragaluz, dijo:

—La compuerta sigue abriéndose. Dentro de pocos instantes podremos pasar. Voy a poner los motores en marcha.

El batiscafo no tardó en franquear la compuerta exterior, cuando la anchura se lo permitió. Pronto la dejaron atrás. Le Toiser, mirando por el tragaluz de popa, vio como se iban cerrando lentamente los enormes batientes de la compuerta. Aún pudo distinguir como salían por entre ellos una docena de ictiántropos, antes de que se cerrasen del todo. Elevándose un poco, el batiscafo se cernió sobre el sobrecogedor paisaje submarino formado por templos y grandes escalinatas en ruinas.

—¡Suelta lastre, Philippe! —exclamó Le Toiser. A los pocos segundos, se escuchaba el familiar y graneado rumor de los perdigones, que rebotaban sobre la esfera de acero. Los templos de la Atlántida pronto se perdieron de vista, así como los últimos ictiántropos, que luchaban por seguir al batiscafo en su ascenso. Le Toiser se sentó en el suelo de la cabina, pasando su brazo en torno a los hombros de Antinea:

—Subimos hacia el sol, Antinea… —le dijo—. Hacia el sol, la vida y la libertad…

La reina atlante no respondió. Apoyando su cabeza en el pecho de Le Toiser, se puso a sollozar débilmente. Le Toiser le acarició los cabellos.

—No temas, chiquilla… Junto a mi nunca has de temer. Tu Puño de Hierro te defenderá siempre.

—Presiento que nunca más volveré a ver a mi pueblo —murmuró la reina.

—Tu pueblo, Antinea. —Le Toiser calló. Pensó que hubiera sido una crueldad decirle que probablemente habría muerto a manos de los guerreros de Quetzalcoatl, que en el mejor de los casos, sólo unos cuantos supervivientes malheridos seguirían viviendo en Atlantis, pues los hombres de Quetzalcoatl lo estaban pasando todo a sangre y fuego, cuando ellos huían de la ciudad y que los atlantes sólo tenían sus puños y sus pechos desnudos para oponer a las lanzas y las espadas de los guerreros.

El Comandante Cheneveaux estaba absorto ante el tablero de mandos del batiscafo. Afortunadamente, sus vastos conocimientos le permitían gobernar con seguridad la maravillosa nave submarina. De lo contrario, y faltando el Profesor Le Verrier, no hubieran podido huir jamás.

Le Toiser preguntó:

—¿A qué profundidad estamos, Philippe? El comandante consultó el manómetro.

—A dos mil ochocientos —repuso.

—Hay que subir más de prisa. Suelta más lastre. Cheneveaux obedeció, y trescientos kilos de granalla rebotaron sobre la cabina de acero. El batiscafo dio un salto, y subió aceleradamente. La aguja del manómetro se movía con regularidad…, hacia el cero, que era la vida, la libertad, el sol…