CAPITULO 12
LA REVUELTA DE LOS ATLANTES

El Consejo del pueblo de Atlantis se reunía en un grandioso hemiciclo de piedra, que por su disposición recordaba los antiguos teatros griegos. En el lugar que hubiera correspondido a la orquesta, se sentaban venerables ancianos cubiertos de mantos verdes y empuñando largos cayados. Según comunicó Posidonio a sus compañeros, eran los nueve ancianos elegidos entre los demás por su sabiduría y experiencia, y que aconsejaban al pueblo en todas las materias de vida o muerte. Donde se hubiera hallado la escena, se alzaba una tribuna que ocuparían los oradores, al dirigirse por turno a la asamblea.

Cuando llegaron Posidonio y sus acompañantes, las gradas del hemiciclo estaban ya ocupadas por una apiñada multitud. Descendiendo por uno de los pasillos, Posidonio condujo al comandante y a Le Toiser hasta la primera fila, donde había unos asientos libres. Posidonio los dejó allí para dirigirse a conferenciar con los ancianos. Éstos miraron a los dos franceses, a tiempo que hacían signos de asentimiento. Posidonio subió entonces a la tribuna, y, levantando la mano, pidió silencio a la asamblea. Todos enmudecieron.

—¡Pueblo de Atlantis! —dijo Posidonio Permitiréis que os hable en griego, lengua que todos conocéis, en honor de los dos extranjeros que hoy se sientan entre nosotros, y que desconocen la antiquísima lengua de nuestros antepasados. Pertenecen a un gran pueblo que vive en las tierras iluminadas por el sol. Ante mi se han quejado amargamente de los injustos y cobardes ataques de que les hacen víctimas tos ictiántropos de Quetzalcoatl. Yo quiero demostrarles ahora que el pueblo de la Atlántida no quiere la guerra, sino que es amigo de la paz; no quiere la efusión de sangre, sino la perpetuación de la vida. Uno de estos extranjeros es un hombre que une a su gran valor una fuerza terrible. Consiguió burlar a la guardia de Quetzalcoatl, y ha demostrado ser merecedor del nombre de Puño de Hierro, al medirse con los feroces y crueles ictiántropos.

Un murmullo de admiración recorrió la asamblea, mientras todas las miradas se clavaban en Le Toiser. Éste, embarazado, carraspeó, mientras Cheneveaux sonreía y le daba un codazo, exclamando en voz baja:

—¡Ya ves! Te has convertido en todo un superhombre.

Posidonio prosiguió:

—Yo he ayudado a escapar a estos dos hombres de manos de Quetzalcoatl, quien se disponía a convertirlos en desdichados hombres-peces. Tanto Puño de Hierro como su compañero están dispuestos a prestarnos toda su ayuda para terminar con el injusto poder de Quetzalcoatl.

Grandes aclamaciones acogieron estas palabras. Posidonio reclamó silencio con la mano:

—Pero eso no es todo. Hoy tenernos que decidir de forma definitiva cuál será nuestro plan de acción. No se trata sólo de terminar con el injusto poder de Quetzalcoatl. Hay que devolver a nuestra Antinea todas sus prerrogativas reales, de las que ha sido desposeída inicuamente.

Posidonio hizo una pausa.

—Propongo, en primer lugar —siguió diciendo— que aquellos que resulten elegidos de entre nosotros, efectúen un golpe de mano para libertar a nuestra reina y traerla a nuestra ciudad. Yo me ofrezco voluntario para conducirlos.

La asamblea acogió con visible entusiasmo esta proposición. Los atlantes, según le pareció al comandante Cheneveaux, eran como niños grandes a los que seducían las aventuras y la acción, sin pararse a meditar demasiado en sus posibilidades prácticas.

Cuando Posidonio hubo terminado de hablar, otro orador ocupó su puesto. Dijo, en nombre del pueblo de Atlantis, parte de cuyos ciudadanos representaba, que estaba por completo de acuerdo con los puntos de vista de Posidonio. Sugería que aquellos que deseasen acompañarle en su arriesgada expedición, se levantasen. Si el número resultaba excesivo, se sortearía entre ellos.

Una veintena de hombres se levantaron. Como movido por un resorte, Le Toiser se encontró también de pie. Notó que Philippe le tiraba de la manga, pero él no hizo caso. El orador se volvió hacia la asamblea:

—¡Puño de Hierro se ha ofrecido voluntario! La empresa no puede fallar. Sin embargo, tendremos que limitar el número de los participantes, que no pueden ser más que cinco, contando a Posidonio y a Puño de Hierro.

Efectuado el sorteo, resultaron elegidos tres atlantes: unos muchachos altos y fuertes, que prometían ser de gran ayuda en los momentos comprometidos. Posidonio los presentó a Le Toiser, y dijo:

—Vamos a preparar la expedición. Lo que se dirá ahora en la asamblea ya no nos interesa.

Le Toiser se volvió hacia el comandante:

—Perdóname, Philippe; pero creo que tenia que hacerlo. Recuerda que Antinea nos salvó la vida.

—Es verdad, Jacques. Comprendo que tienes razón. Si vuelves allí, mira de enterarte de lo que han hecho con el batiscafo. Es nuestra única esperanza de huida.

Posidonio y sus cuatro compañeros abandonaron el hemiciclo, dirigiéndose hacia el centro de la ciudad. Posidonio, por el camino, les dijo:

—Aunque no han resultado elegidos, vendrán con nosotros Teseo y Glaucos. Ambos tienen una cuenta que saldar con Quetzalcoatl.

A la media hora el grupo de siete hombres se dirigía al muelle de Atlantis. Cada uno de ellos iba armado con una afilada daga. Pronto se hallaron ante la entrada del túnel submarino que comunicaba Atlantis con el Palacio Real.

—Atención a los ictiántropos —dijo Posidonio—. Si es posible, huid sin entablar combate con ellos. Tenemos que reservarnos para empresas de mayor importancia.

Los siete valientes saltaron al agua del foso, y se sumergieron a la entrada de la arcada de piedra. Nadando rápidamente, cruzaron los treinta metros de canal inmediato y llegaron sanos y salvos al otro margen, sin haberse tropezado con los temibles hombres-peces. Uno tras otro emergieron del agua, chorreando y resollando fuertemente.

—Los dioses nos han sido propicios —dijo Posidonio Es un feliz augurio para nuestra empresa. Seguidme, ahora.

Saliendo del agua, siguieron a Posidonio por el intrincado sistema de corredores. En cierto momento todos se detuvieron, conteniendo la respiración y arrimándose al muro, con las dagas desenvainadas. Un rítmico rumor de pasos venía por el corredor. Cuando los pasos se hallaban muy próximos, el sonido cambió de dirección y pareció alejarse.

—Es una patrulla armada —susurró Posidonio a Le Toiser—. Han doblado por otro corredor.

Siguieron avanzando. Le Toiser preguntó a Posidonio:

—¿A dónde nos conduces?

—A los aposentos reales —respondió Posidonio—. En esta hora Quetzalcoatl está entregado a sus prácticas religiosas en el templo, acompañado de toda su guardia. Es el momento más favorable para el éxito de nuestra empresa. Antinea se hallará sola o con dos o tres de sus servidoras.

Posidonio se detuvo ante una maciza puerta de ónice. Oprimiendo una de las piedras del quicio, la puerta se hundió lentamente en la pared, dejando paso libre.

—Estamos en Palacio —dijo Posidonio en voz baja—. Sólo unas cuantas cámaras nos separan de Antinea.

El grupo avanzó en silencio por unas cámaras débilmente iluminadas, en las que se distinguían confusamente las siluetas de muebles suntuosos. Llegando ante una puerta cubierta por un tapiz purpúreo, Posidonio se detuvo y con la mano izquierda apartó lentamente el tapiz. Le Toiser contempló la misma habitación donde había tenido lugar su encuentro con Antinea. Ésta se hallaba sentada y vuelta de espaldas ante un tocador de alabastro con un espejo de bronce pulimentado. Ante ella tenía bellos frascos de esencias de extrañas formas y cajitas incrustadas de piedras preciosas. En la estancia reinaba un cálido y enervante perfume. Posidonio llamó a Antinea con un susurro. La joven reina se volvió sobresaltada, abriendo desmesuradamente sus grandes ojos verdes. Los siete hombres entraron en la estancia, con Posidonio y Le Toiser al frente. El gigantesco Posidonio se abalanzó a los pies de la reina, postrándose ante ella con la frente en el suelo.

—Perdona nuestra intrusión, ¡oh Antinea! No somos más que un puñado de súbditos tuyos que darían gustosos su vida por ti. Queremos arrancarte de las garras de Quetzalcoalt, y conducirte a la ciudad de Atlantis, que te pertenece totalmente. Allí podrás ser una, reina de verdad, y no una prisionera como eres aquí.

Antinea se levantó:

—¿Y qué hace ese extranjero entre vosotros?, preguntó, señalando a Le Toiser.

—Este extranjero, oh reina —respondió el propio Le Toiser— tiene una deuda que pagar. Tú me salvaste la vida, y desde aquel momento también te pertenece.

Antinea volvió a mirar a Posidonio.

—¿Quieres decir, Posidonio, que tengo que acompañaros?

—Si, mi señora —respondió Posidonio, sin levantarse del suelo—. Nuestros puñales te defenderán hasta que lleguemos a Atlantis. Una vez allí, todo el pueblo se nos unirá para derribar a Quetzalcoatl.

Antinea parecía indecisa. Se disponía a hablar, cuando entró precipitadamente una esclava. De momento, al ver al grupo de hombres, se detuvo y cerró la boca, pues parecía disponerse a decir algo.

—Habla, Nahua. Estos hombres son de confianza.

La esclava se arrojó a los pies de su señora. Le Toiser comprendió que aquél era el modo de dirigir la palabra a las soberanas atlantes, y en su fuero interno pensó que Antinea debió de hallarle muy mal educado.

—Quetzalcoatl está furioso, oh Antinea —dijo Nahua—. Acaba de enterarse de la fuga de los tres prisioneros. He sabido que vendrá a entrevistarse contigo tan pronto como termine la función religiosa en el templo, para pedirte explicaciones. Cree que tú tienes parte en ello, y sospecha también de Posidonio. Lo he sabido por una de las sacerdotisas, que, como sabes, es confidente nuestra.

—¿Lo ves, Antinea? —dijo Le Toiser—. Tienes que apresurarte. Quetzalcoalt estará aquí de un momento a otro.

Como confirmando estas palabras, se oyó un rumor de voces y de pasos que se aproximaban. Posidonio se levantó:

—¡Pronto, señora! —dijo—. Tenéis que acompañarnos.

Antinea pareció tomar una súbita resolución. —¡Iré con vosotros!— exclamó.

Los rostros de los atlantes resplandecieron de gozo. Todos se inclinaron ante su reina, besando devotamente el suelo. Le Toiser empezaba a estar cansado de tanto protocolo.

—Apresúrate, Antinea —dijo, dirigiéndose hacia ella y tomándola del brazo. Un murmullo de reprobación se alzó de los inclinados atlantes, que lo miraban muy serios, levantando a medias la cabeza del suelo. Entre tanto, las voces y los pasos se oían más cerca. Antinea se dejó conducir por Le Toiser hacia la puerta, sin ofrecer la menor resistencia. Al llegar a ella, se volvió hacia la esclava y dijo:

—Si es Quetzalcoatl, le dirás que…

Pero ya era demasiado tarde. Varios guerreros armados irrumpieron en la habitación y detrás de ellos Le Toiser entrevió el furioso rostro de Quetzalcoatl, con su barba y su cabellera desgreñadas. Arrastrando a Antinea, atravesó la puerta a tiempo que gritaba a Posidonio:

—¡Huyamos!

Nahua trató de interponerse entre los guerreros y su señora. Uno de éstos levantó la mano, en la que fulgía una daga, y la enterró en el pecho de la esclava, que cayó lanzando un espantoso grito. Los restantes atlantes huyeron en pos de Le Toiser y Antinea, menos Glaucos y Teseo, que se quedaron frente a la puerta, para facilitar a cambio de sus vidas la huida de sus compañeros. Y así fue, en efecto. Después de una breve y desesperada lucha, los dos valientes cayeron acribillados a puñaladas, no sin haber dado muerte antes a cinco de sus oponentes. Los restantes se lanzaron en rápida carrera por el desierto corredor en persecución de los fugitivos, animados por las coléricas imprecaciones de Quetzalcoatl.

Le Toiser, Antinea, Posidonio y los tres atlantes recorrían a la inversa el camino que habían seguido a través del dédalo de corredores. De pronto los tres atlantes se detuvieron.

—Seguid —dijo jadeante uno de ellos—. Euno y nosotros dos nos quedaremos protegiendo vuestra fuga.

—Yo también me quedaré —dijo Posidonio.

—No puedes quedarte —dijo el llamado Euno—. El extranjero y la reina se perderían irremisiblemente por el laberinto de correctores. Trata de conducirlos a Atlantis.

Posidonio comprendió que no había otra alternativa. Por los desiertos corredores resonaban ya los pasos y las voces de los guerreros de Quetzalcoatl. Posidonio, Le Toiser y Antinea siguieron corriendo, mientras los tres valientes atlantes se quedaban en el corredor con los puñales desenvainados, dispuestos a retrasar unos minutos a sus perseguidores, a costa de sus vidas. Pronto yacían ensangrentados en el suelo, y los guerreros de armadura de oro saltaban sobre sus cadáveres, prosiguiendo la implacable persecución. Más de cincuenta guerreros de Quetzalcoalt corrían ahora en pos de los fugitivos, atronando los corredores de piedra con sus voces y el resonar de sus armas. Pero los tres fugitivos ya se hallaban ante las oscuras aguas del foso. Rodeando con su brazo izquierdo el talle de Antinea, Le Toiser le dijo:

—Respira ahora profundamente, Antinea, y contén luego la respiración todo el tiempo que te sea posible. Sujétate a mi cintura, y nada te sucederá.

Antinea le miró con sus grandes ojos, sin responder, pero una dulce expresión de confianza y de fe apareció en su rostro.

—Tú me protegerás, extranjero.

Posidonio miraba con inquietud hacia el oscuro corredor.

—Apresurémonos —dijo—. Los guerreros se aproximan.

Cuando tuvieron el agua al nivel del pecho, los tres se zambulleron rápidamente. Con Antinea sujetándose fuertemente a él, Le Toiser nadaba con fuertes y enérgicos movimientos. En la penumbra azulada del canal no se distinguía nada…, sólo el fondo liso de piedra. Posidonio cubría la retaguardia. Le Toiser atravesó sin novedad el canal, y emergió con Antinea abrazada fuertemente a él.

—¿Cómo te encuentras, Antinea?

Ésta le miró sonriendo, entre sus largos y mojados cabellos aplastados sobre su piel y que casi le tapaban el rostro.

—Nunca me he sentido mejor, extranjero —repuso.

Le Toiser la estrechó fuertemente. El húmedo rostro de la reina estaba a unos centímetros del suyo. Su mirada se hundió en los grandes y maravillosos ojos verdes de Antinea. La reina aún parecía más niña con su carita rodeada por los chorreantes cabellos. Le Toiser notó su cálido aliento sobre su mejilla.

—¿No te ofende mi falta de protocolo? —le preguntó—. Ahora debiera estar humillado a tus pies, aunque a decir verdad me resultaría bastante molesto hacerlo en un metro de agua.

—Quiero que me sigas protegiendo siempre —respondió Antinea—. No me importa que seas un extranjero.

Le Toiser, impulsado por una fuerza irresistible, besó fuertemente aquellos rojos y carnosos labios que se le ofrecían.

En este momento una voz burlona dijo, en francés: —Hombre, Jacques, ¿crees que es éste momento de hacerse el amor?

Le Toiser levantó asombrado la cabeza. A un par de metros sobre él, el comandante Cheneveaux los contemplaba con una divertida sonrisa, en unión de una apiñada multitud de atlantes.

—Os hemos venido a esperar. Sabíamos que teníais que salir forzosamente por aquí. Por si te interesa, te diré que Atlantis acaba de declarar oficialmente la guerra a Quetzalcoatl.

Le Toiser se desprendió bruscamente de los brazos de Antinea.

—¿Y Posidonio? —exclamó, mirando inquieto a su alrededor. Como una respuesta a estas palabras, una cabeza y unos hercúleos hombros emergieron a su lado. Irguiéndose en toda su imponente estatura, Posidonio levantó su mano derecha, que empuñaba la daga, mientras con la otra se oprimía el costado.

—Los ictiántropos… —dijo, mientras su amplio pecho resollaba como un fuelle Tres de ellos… Ahí están…, me costó bastante desembarazarme de su odiosa compañía…

—¿Te han herido? —preguntó Le Toiser, viendo correr la sangre entre los dedos de Posidonio.

—No es nada…, un rasguño… —respondió el gigante—. No me impedirá volver para retorcerle el gaznate a Quetzalcoatl… ¡Salgamos!

Los tres supervivientes ascendieron por una escalera de piedra cuyos peldaños se hundían en el agua. Posidonio caminaba trabajosamente, sin dejar de oprimirse el costado. Sin embargo, rechazó con un gesto brusco a los que venían a ayudarle. Antinea, después de su forzoso baño, había perdido toda dignidad real y no era más que una linda chiquilla, frágil y esbelta, que se apretujaba contra su robusto salvador, que le rodeaba los hombros con el brazo. Los atlantes contemplaban admirados la escena, y fueron postrándose silenciosamente ante la pareja, cuando ésta atravesó el muelle en dirección a la calle más próxima.

Posidonio andaba renqueando tras ellos, en compañía del comandante. Le Toiser oyó cómo decía a este último:

—Después de esto…, Puño de Hierro tendrá derecho a los honores de rey consorte. Antinea ha demostrado de modo inequívoco sus preferencias por él.

Le Toiser, involuntariamente, dio un respingo. Volviéndose, vio como el comandante le guiñaba maliciosamente un ojo.

—Ça va, mon vieux —dijo—. Eres un rey con… sorte.

Le Toiser miró a Antinea. Si ésta había oído también las palabras de Posidonio, no parecía demostrarlo.

Le Toiser se encogió resignado de hombros, y la comitiva continuó su camino, mientras los atlantes se postraban al paso de su empapada reina y su apuesto salvador.

Al día siguiente, los representantes del pueblo de Atlantis estaban reunidos de nuevo en el hemiciclo. La sucesión de los días y las noches estaba regulada de una manera muy ingeniosa en la ciudad sumergida. El comandante Cheneveaux tuvo ocasión de comprobarlo con su cronómetro, y vio que se ajustaba perfectamente a las veinticuatro horas del ciclo terrestre. El procedimiento era muy sencillo: Durante el día, reinaba gran luminosidad blanca y verde en las calles de la ciudad, luminosidad que no tenía nada que envidiar a la de los rayos del sol. A la llegada de la noche, la luminosidad decrecía paulatinamente, y las calles quedaban sumidas en una penumbra azulada. La ilusión era tan perfecta, que en más de una ocasión el comandante levantó la cabeza para ver si distinguía la luna y las estrellas que, naturalmente, brillaban por su ausencia.

Antinea, vestida de nuevo como una reina y con Le Toiser sentado a su izquierda, presidía el Consejo del pueblo. En aquellos momentos ocupaba la tribuna uno de los venerables ancianos legisladores. Posidonio se sentaba en primera fila en compañía del comandante. El gigante estaba pálido, pero erguía su torso con actitud firme y serena. Su costado se hallaba cubierto por un vendaje, que le había aplicado Thalassos, el físico.

El orador decía a la asamblea que, si bien la causa que defendían era justa y, por lo tanto, contarían con la protección de los dioses, Quetzalcoatl contaba con la fuerza y la ayuda de, los poderes infernales.

—No tenemos ejército, pueblo de Atlantis —decía el viejo—. No tenemos armas ni corazas que oponer a las espadas de los guerreros de Quetzalcoatl. Además, los abominables ictiántropos sólo sirven a los designios del Gran Sacerdote. Meditadlo bien antes de emprender una acción temeraria e irreflexiva, que pueda conducirnos a todos al desastre. Contamos ahora con un precioso rehén —dijo, volviéndose hacia Antinea—. La presencia de Antinea entre nosotros demuestra que Quetzalcoatl aspira únicamente a imponer su odiosa autoridad. Contentémonos con defender los limites de nuestra ciudad, y no nos arriesguemos en una empresa loca y aventurada.

El anciano descendió de la tribuna en medio de un glacial silencio. Los atlantes, evidentemente, deseaban la guerra, y no querían escuchar la voz de la prudencia. El siguiente orador era joven y fogoso:

—¡Pueblo de Atlantis! —exclamó, inclinándose sobre la tribuna—. Los dioses nos han dado una muestra de su favor al permitir que Antinea llegase sana y salva hasta nosotros. Además, nos han mandado de los lejanos reinos donde brilla el sol a Puño de Hierro y a su compañero, que están dispuestos a luchar con nosotros. Por lo tanto, creo que la elección no es dudosa. Que cada uno de nosotros se arme con lo que tenga más a mano, y dirijámonos todos a los dominios de Quetzalcoatl, para derribarlo.

Grandes aclamaciones acogieron estas palabras. Inclinándose hacia Posidonio, el comandante Cheneveaux preguntó:

—¿Y todos tendrán que atravesar el canal sumergido? Verdaderamente, la empresa no me parece muy factible.

Posidonio respondió:

—No. Existe un paso terrestre, custodiado por una guardia armada. Es posible que, después de los últimos acontecimientos, Quezalcoatl haya reforzado esta guardia. Sin embargo, podremos pasar.

Le Toiser, a su vez, se inclinó hacia Antinea y dijo: —Escucha, reina, ¿es protocolario que te hable ahora?

Antinea sonrió, y su diadema cuajada de piedras preciosas brilló cuando se volvió para mirarle.

—No mucho, pero para ti el protocolo no tiene importancia. ¿Qué querías?

—Preguntarte si sabes qué han hecho con nuestro batiscafo —dijo Le Toiser Cuando fuimos a buscarte, todos teníamos demasiada prisa, o de lo contrario se lo hubiera preguntado yo mismo a Quetzalcoatl.

—Vuestra nave sigue anclada junto al muelle —respondió Antinea—. Parece ser que una comisión de sabios se dedica a estudiarla.

—¡A ver si esos imbéciles nos estropean irreparablemente el mecanismo! —dijo Le Toiser frunciendo el ceño—. Es nuestra única esperanza de salvación.

—¿No te quedarás siempre conmigo, Puño de Hierro? —preguntó Antinea, en tono de reconvención.

—Sí —respondió Le Toiser—, pero… allá arriba.

Antinea se puso un dedo sobre los labios.

—Chitón, yo soy reina aquí abajo —susurró Escucha lo que dice este orador.

E indicó con un movimiento de cabeza a la tribuna.

Le Toiser se quedó estupefacto. La tribuna estaba ocupada por el propio comandante Cheneveaux, quien se estiraba los puños de la camisa Mientras empezaba a dirigir la palabra a los atlantes.

—… de la superficie —decía—. Desde hace varios meses somos víctimas de solapados ataques efectuados por los ictiántropos de Quetzalcoatl. Centenares de semejantes nuestros han recibido la muerte a sus manos. Sus naves submarinas han hundido a nuestros navíos de superficie. Todos los gobiernos de la Tierra terminarán por hacer causa común, y tendrán como único objetivo la destrucción del nefasto poder que se oculta en el fondo del Atlántico, una vez los siniestros planes de Quetzalcoatl sean conocidos de todos los hombres, ahora en guerra por su causa.

La asamblea le escuchaba en medio del más profundo silencio. Aquel hombre les hablaba de un mundo y de unos hechos que para ellos eran tan remotos y extraños como si hubiesen sucedido en otro planeta. Cheneveaux prosiguió:

—Os digo esto para que sepáis que no estáis solos en vuestra lucha contra Quetzalcoatl. Naciones poderosísimas, con millones de soldados sobre las armas, centenares de miles de buques de guerra y de naves aéreas que nosotros llamamos aviones, lucharán decididas para terminar con su poder. Por lo tanto, os ruego que seáis prudentes y tengáis un poco de paciencia. Un ataque irreflexivo podría dar una fácil victoria a Quetzalcoatl y someter para siempre a la esclavitud a aquellos que sobreviviesen de vosotros. Ayudadnos a alcanzar nuestra nave submarina y huir con ella a la superficie. Una vez allí, os prometo recabar toda la ayuda necesaria para venir a libertaros. Y además, os conduciremos luego a la tierra bañada por el sol, a esta tierra que un día conocieron vuestros antepasados y que es vuestra verdadera patria. Allí viviréis entre los hombres, y toda vuestra existencia anterior en el fondo del océano os parecerá una lúgubre pesadilla. Os lo repito: Cuando el mundo conozca vuestra existencia, millones de hombres se pondrán a vuestro lado y os prestarán su ayuda. Porque, aunque hundidos en el ignoto fondo de los mares, vosotros formáis parte indisoluble de la Humanidad. Sois un pedazo de ella; sois nuestros hermanos, y no os regatearemos ni nuestra ayuda ni nuestro afecto. He dicho, pueblo de la Atlántida.

Cheneveaux descendió de la tribuna, en medio de un impresionante silencio. El anciano que había hablado primero volvió a levantarse, y se dirigió a la tribuna.

—La sabiduría ha hablado por boca del extranjero —dijo—. Los dioses han inspirado sus palabras. Creedlas: No os dejéis guiar por una irreflexiva decisión. Cuando llegue el momento…

Las palabras del anciano fueron interrumpidas por un terrible grito. Los ojos de todos los presentes se volvieron hacia uno de los lados del hemiciclo. Un atlante, con las ropas ensangrentadas y hechas jirones, descendía con pasos vacilantes la escalera, oprimiéndose con ambas manos el costado, del que brotaba el ástil de una flecha.

—¡Quetzalcoatl! —exclamó entrecortadamente—. ¡Sus guerreros se dirigen a centenares hacia la ciudad, asesinando y destruyendo todo cuanto encuentran a su paso! ¡Defendeos, ciudadanos de At…!

Y rodó por las escaleras, quedando extendido a los mismos pies de la tribuna.