Quien primero le vio fue el marinero Michel Laveau, un joven bretón de pequeña estatura que llevaba poco tiempo en el “Circe”. Se hallaba limpiando el latón de las bordas y de la obra muerta de proa, pensando en su Bretaña natal, cuando de repente su estentóreo grito de «¡Hombre al agua!» puso en conmoción a todo el “Circe”. Los marineros acudieron corriendo hacia proa, del lado de babor, y todas las miradas siguieron la dirección del brazo extendido de Michel, que señalaba algo en el mar. Eran las cinco de la tarde de un desapacible día primaveral, y el Atlántico estaba cruzado por ráfagas húmedas del norte, que presagiaban tormenta. El mar estaba bastante agitado, lleno de valles y de redondeadas colinas liquidas de un color plomizo. El “Circe” cabeceaba visiblemente, y sus tripulantes tenían que andar por cubierta sujetándose a las bordas y salientes, para no caer.
—¡Hombre al agua! —repitió Michel, señalando a un punto situado a unos sesenta metros del barco. Aguzando la mirada, todos vieron que, efectivamente, algo se movía en el lugar indicado; algo que parecía una forma humana, cubierta casi totalmente por las olas.
—Si es un hombre, estará ahogado —observó Pierre, el viejo contramaestre, quitándose la pipa de la boca mientras con la otra mano se asía fuertemente a la borda—. No saca la cabeza para respirar.
Desde el puente de mando, John trataba de distinguir algo en aquel lugar a través de sus gemelos. No tardó en tener la certidumbre de que se trataba de un ser humano, vivo o muerto, aunque le parecía distinguir débiles movimientos de sus brazos y piernas desnudos.
—¡Arriad inmediatamente un bote! —ordenó por el megáfono. Los marineros se dispusieron a efectuar la maniobra, y a los pocos instantes un bote plano con motor fuera bordo, ocupado por Tomkin y dos marineros, se mecía al costado del “Circe”. Dando un enérgico tirón a la cuerda, Tomkin puso el motor en marcha y la embarcación se alejó vertiginosamente, saltando sobre la cresta de las olas, hacia el lugar donde se divisaba el náufrago. Toda la tripulación y pasajeros del “Circe”, acodados a babor, contemplaban el salvamento. Llegado junto al náufrago, el bote se detuvo y todos vieron como Tomkin hacia excitados gestos. Arrodillándose a popa del bote, introdujo sus manos en el agua, pero no sacó de ella a ningún cuerpo. Por el contrario, incorporándose de nuevo, sacó una cuerda de debajo de un banco y la sujetó a popa del bote, arrojando su otro extremo al agua. Todos contemplaban estupefactos las extrañas maniobras, sin acertar a explicarse su finalidad. Tomkin volvió a poner el motor en marcha, y el bote describió un amplio circulo, dirigiéndose de nuevo hacia el “Circe”. Al extremo de diez metros de cuerda, «algo» surcaba las aguas a toda velocidad, oculto por una avalancha de espuma.
Cuando la lancha atracó junto al “Circe”, veinte rostros ansiosos se asomaron por la borda sobre la cabeza de Tomkin. Este, muy serio, los miró a todos y respondió a su muda interrogación con estas palabras:
—Es Rouquier. Preparad inmediatamente otra tina. Lo subiremos a bordo.
Un gran revuelo se produjo entre los tripulantes del “Circe”. Todos hablaban a la vez, comentando el extraño caso. John, empuñando de nuevo el megáfono, ordenó:
—Charpentier, toma los hombres que necesites y subid inmediatamente otra tina a cubierta.
A los pocos instantes estaba dispuesta otra tina de vidrio llena de agua de mar a poca distancia de la que ocupaba el hombre-pez. Este contemplaba la operación con el rostro adosado a la pared transparente de su prisión, preguntándose sin duda si los terrestres habrían capturado a otro de su especie.
Después de consultarlo con Charpentier y Tomkin, que había subido a bordo, John creyó que el mejor sistema para subir al desgraciado Rouquier consistía en instalar en la popa la escalerilla para buceadores, e invitar a su antiguo compañero a que subiese por ella. La tina dispuesta para recibirlo se hallaba a unos pasos de la misma, y con ello Rouquier sólo permanecería fuera del agua el tiempo mínimo indispensable. Se colocó, pues, la escalerilla y Tomkin, bajando de nuevo al bote, acercó su boca a la superficie del mar y gritó casi junto al oído del hombre-pez, que sacó a medias su cabeza del agua:
—¡Dirígete a popa, Rouquier! ¡Sube por la escalerilla y te meterás en seguida en una tina con agua, que te hemos preparado!
Haciendo un gesto de asentimiento, Rouquier soltó su mano de la borda del bote y se dirigió hacia popa, nadando a un metro de profundidad. Todos los tripulantes del “Circe”, asomados a la borda, vieron su verdosa silueta deslizándose entre dos aguas al costado del buque. Cuando alcanzó la popa, todos se volvieron con temor, en espera de la espectral aparición de su antiguo compañero, que el mar les devolvía. Geneviève, muy pálida, oprimía el brazo del profesor Moreau. Nadie hablaba. No tardaron en oír un chapoteo húmedo en los peldaños. Alguien ascendía trabajosamente por la escalerilla. Pronto unas manos —unas manos humanas— aparecieron sobre el nivel de la cubierta, seguidas casi inmediatamente por una cabeza; un rostro demacrado, de ojos vidriosos, en el que apenas se reconocía el rostro jovial, fuerte y simpático de Rouquier. Con un gran esfuerzo, el desgraciado terminó de ascender por la escalerilla. Todos vieron entonces, con horror, que su piel había sufrido algún tratamiento desconocido y estaba recubierta de pequeñas escamas verdes. Vestía únicamente un sumario taparrabos, e iba desarmado. Sus pies terminaban en unas verdes aletas, sin duda artificiales. Pero lo que colmó el horror de todos fueron las entreabiertas agallas, que se movían convulsivamente en sus costados. Con paso torpe y vacilante, Rouquier se dirigió hacia la tina. Viendo que iba a caer, Tomkin y Charpentier corrieron hacia él, sujetándolo. Entre los dos lo levantaron y lo introdujeron en el recipiente lleno de agua de mar.
Pierre, el contramaestre, observó muy impresionado:
—¡Las cosas que nos contará ese infeliz!
Volviéndose hacia él, el profesor Moreau le dijo:
—Por desgracia no nos podrá contar nada. Desprovisto de pulmones, sus órganos vocales no le son de ninguna utilidad. Este hombre ha enmudecido para siempre.
John escuchó estas palabras, y dijo:
—De todos modos, lo interrogaremos.
—¿Cómo? —preguntó el profesor Moreau, sosteniéndose en una jarcia para no caer, mientras el viento frío y húmedo despeinaba su abundante cabellera blanca.
—Pues muy sencillo —repuso John—. Nos escribirá su historia en tablillas de plástico.
—Tiene usted razón —gritó el profesor Moreau, tratando de hacerse oír en medio del silbido creciente de las ráfagas huracanadas Y sus revelaciones pueden ser extraordinariamente importantes.
Aquella misma tarde se empezó el interrogatorio de Rouquier por medio de tablillas de plástico. Debido a la gran importancia en el desarrollo de las operaciones contra los atlantes, vamos a transcribir íntegramente la historia que contó Rouquier:
«No podía resistir más la compañía de los hombres verdes…, su presencia me era insoportable, y aun más desde que supe que ya no se me permitiría volver a contemplar el rostro de Antinea. Desde ese instante, todo mi anhelo se cifró en volver junto a los hombres, junto a mis antiguos compañeros, aunque sabía que ningún cirujano del mundo podía devolverme ya a la condición humana…».
«Fui apresado, como sabéis, en el curso de una expedición de pesca en la que tomaban parte mis queridos compañeros Puig y Tomkin. Bajé hasta quince metros para inspeccionar la cueva de un mero, y cuando introducía la cabeza por su negra boca, unas manos membranosas se cerraron como tenazas en torno, a mi cuello, arrastrándome al interior de la caverna. Perdí sin duda el conocimiento, porque cuando lo recobré me hallaba en el interior de un navío submarino de ellos; uno de los maravillosos navíos que han construido con ayuda de su ciencia diabólica. Sobre mí se inclinaba un hombre alto, rubio, de majestuosa barba, cubierto con un manto azul. Incorporándome, me encontré en un camarote de brillantes paredes metálicas, iluminado por una luz verde invisible. Yo yacía sobre una especie de litera, pero cuando quise ponerme en pie vi que no podía hacerlo, pues mis pies se hallaban sujetos a ella por medio de una corta cadena terminada en unos grilletes. No sabía si estaba despierto o soñaba; casi no sabía si estaba vivo o muerto. ¡Cuán preferible hubiera sido la muerte, a la miserable condición a que me redujeron mis captores! ¡Ay, queridos amigos y compañeros! Temblaríais de pavor si conocieseis uno solo de los terribles secretos de los atlantes. Al lado de su ciencia, nuestra ciencia es un juego de niños y nuestros conocimientos el balbuceo de un tonto de aldea. Cuando nosotros íbamos cubiertos de pieles, ellos ya arrancaban sus secretos a los astros y a toda la naturaleza. Nos envanecernos de conocer el secreto del átomo, que para ellos había dejado de serlo hace ya diez mil años. Sus naves submarinas, movidas por motores atómicos, surcaban ya las profundidades del océano cuando los pesados caballeros normandos y borgoñones se dirigían a las Cruzadas, cubiertos de hierro de pies a cabeza».
«Permanecí poco tiempo en la nave atlante. Cuando me sacaron de ella, vi que me encontraba en un gran lago subterráneo, a cuyos lados había un muelle de piedra y más lejos la entrada de un templo. Fui conducido a él entre dos hileras de guerreros de armadura de oro. Después de una extraña ceremonia, que creo consistió en mi consagración al dios del mar, me encerraron en un estrecho calabozo, donde permanecí largas horas en medio de la más completa oscuridad. Me sacaron de él para conducirme a una sala de paredes blanquísimas y potentemente iluminada, en cuyo interior se movían varios sacerdotes y sacerdotisas entre unas mesas ocupadas por brillantes instrumentos quirúrgicos. Dos robustos sacerdotes se abalanzaron sobre mí y me sujetaron fuertemente, mientras un tercero colocaba ante mis ojos un brillante cilindro de metal, del que brotó una luz cegadora. Todo empezó a dar vueltas en torno mío, y perdí el conocimiento…».
«Cuando me desperté, notaba en mi cara y en todo el rostro una fría y extraña sensación, junto con un dolor lancinante en mis costados. Una terrible opresión paralizaba mi pecho, y la sangre latía tumultuosamente en mis sienes. Traté de moverme, pero no pude. Estaba tumbado boca arriba, y ante mis ojos brillaba confusamente algo como un espejo movible… De pronto la horrible verdad se abrió paso en mi cerebro: ¡Lo que brillaba sobre mi cabeza era la superficie del agua! Mirando con dificultad a un lado, vi una pared transparente que se interponía entre mis ojos y una habitación de paredes blancas semejante a aquella donde había sido sometido a la terrible operación quirúrgica. En aquel momento entró en la sala un sacerdote atlante, el cual se inclinó sobre mí para examinarme. Comprendí que me hallaba inmovilizado en el fondo de una tina de cristal, semejante a ésta en que estoy ahora. Al ver que movía la cabeza y abría los ojos, el sacerdote sonrió malévolamente. Luego introdujo las manos en el agua para palpar mis costados, produciéndome un dolor insoportable. Abriendo la boca, experimenté aquella rara e inédita sensación de respirar agua. Hasta entonces el agua había sido un medio hostil, mortal para mí; desde aquel momento, mi boca sólo respiraría agua y el aire significaría la muerte. Había pasado definitivamente la frontera de los dos mundos».
«Permanecí en la tina lo que calculo serían dos semanas. Afortunadamente he sido siempre muy fuerte, y logré sobrevivir a la espantosa operación. Poco a poco los costados dejaron de dolerme, y por último los sacerdotes juzgaron llegado el momento de sacarme de la tina. Mi alimentación hasta aquel día había sido repugnante, aunque poco a poco me fui acostumbrando a ella: pescado crudo, extrañas hierbas marinas que sabían a yodo, moluscos y la pulpa blancuzca de los crustáceos. Entre seis guerreros levantaron la tina, y a través de diversos corredores de piedra me condujeron a mi nuevo destino: la ciudad submarina de los hombres-peces. Según supe después, ésta constituye una verdadera ciudad submarina situada debajo de Atlantis, la ciudad con aire donde viven hombres como los terrestres. La ciudad de los hombres-peces está formada por calles, plazas y verdaderas casas, iluminadas con una luz verde de origen desconocido, aunque supongo que se trata de fosforescencias de origen orgánico o posiblemente vegetal. En esta extraña ciudad los hombres-peces viven una existencia medio humana, medio acuática. Conocí a sus mujeres, desdichadas criaturas de piel verde y ojos saltones, que sin embargo conocían el instinto de la maternidad. Era una visión de pesadilla ver aquellas calles sumergidas pobladas por una multitud fantasmal que nadaba en todas direcciones, en medio del más profundo silencio. A mí me condujeron a lo que supongo serían los cuarteles de adiestramiento de los nuevos reclutas. En ellos me encontré con semejantes míos, hombres como yo que habían sufrido la terrible operación y habían sobrevivido a ella. Nos estrechamos en silencio las manos, mientras nos mirábamos tristemente. Nuestros ojos habían sufrido un desconocido tratamiento, y teníamos una visión completamente normal dentro del agua, a pesar de que el índice de refracción del agua es muy distinto al del aire, para el cual han sido creados nuestros ojos. Más tarde supe que parte de mi sangre había sido sustituida por agua de mar, volviéndome así en parte a los misteriosos orígenes marinos de todas las criaturas vivientes, que empezaron por tener agua de mar en circuito abierto dentro de sus venas. Cuando este circuito se cerró, el agua de mar, aislada del gran medio original, se fue convirtiendo poco a poco en sangre».
«Nos hallábamos estrechamente vigilados por patrullas armadas de hombres-peces, que no nos perdían de vista, ni a mí ni al millar de infortunados compañeros míos. Se nos sometió a lo que podríamos llamar un verdadero curso de educación política atlante. Es posible que los sacerdotes del sanguinario Quetzalcoatl dispusiesen de algún renegado, de algún ser abyecto, indigno de llamarse un hombre, que se prestaba a secundar los siniestros planes de los atlantes. Ello es muy posible, pues diariamente se nos daban conferencias, a través de altavoces submarinos, en inglés y francés. El tema de estas conferencias era siempre el mismo: Trataban de convencernos que nuestra condición de hombre-pez era muy superior a nuestra antigua condición humana, y que podíamos darnos por muy satisfechos con luchar al lado de los que no tardarían en ser los amos del mundo. Aunque —y lamento decirlo— algunos de los nuestros se dejaron seducir —por esta engañosa propaganda, la verdad es que en nuestra inmensa mayoría nos mantuvimos fieles a nuestro origen terrestre. Sin embargo, los que se dejaron seducir, en el pecado hallaron la penitencia: Los auténticos hombres-peces siempre los consideraron como unos terrestres mal adaptados al medio marino, como unos intrusos merecedores de desprecio y desconfianza. Casi todos murieron asesinados por la espalda a manos de los hombres-peces, que no querían cederles ni un ápice de su papel de tropas escogidas de la Atlántida».
«Una vez fuimos conducidos en grupo a una gran sala submarina, una de cuyas paredes era totalmente transparente íbamos a ser revistados por la propia Reina de la Atlántida y sus altos dignatarios. Nos obligaron a formar un pelotón, estrechamente custodiados por hombres-peces armados de afiladas dagas. No tardó en aparecer Antinea, acompañada de un brillante séquito. A través del muro transparente me pareció contemplar una aparición celestial. Antinea era todo aquello que yo había perdido: la juventud, la belleza, el amor… Contemplé fascinado su bellísimo rostro y sus delicadas formas, casi de adolescente. Me pareció que ella me miraba también. Por sus grandes ojos verdes cruzó una sombra de compasión. Comprendí que el espectáculo la desagradaba profundamente. Quetzalcoatl, en cambio, se mostraba muy orgulloso de poder mostrarle el resultado de su experimento: centenares de hombres terrestres convertidos para siempre en hombres-peces al servicio de la Atlántida. Poco sabia él entonces, sin embargo, que su experimento sería un completo fracaso, y que los pocos convencidos por su propaganda morirían bajo las dagas de los ictiántropos».
«Desde aquel día, la imagen de Antinea ya no se apartó de mi. Era un rayo de luz en las tinieblas de mi espantosa condición; su bello rostro representaba en mi desdicha todo lo bello y radiante que habla perdido para siempre. No tardaron en enviarnos en misiones de patrulla y adiestramiento. Embarcábamos una docena de nosotros en los recipientes exprofeso de que disponían los navíos atlánticos. En departamentos contiguos nos acompañaban nuestros carceleros, los hombres-peces, tres o cuatro veces superiores a nosotros así como sus conocimientos geológicos, previeron con tiempo el cataclismo que se cernía sobre su pueblo, y adoptaron las oportunas medidas para salvarse. Construyeron una verdadera ciudad ciclópea subterránea, con muros de quince metros de espesor, y bóvedas de granito capaces de resistir el peso de millones de toneladas. Estos muros eran perfectamente herméticos, y en su construcción se invirtieron varios cientos de años. Parece ser que disponían de un sistema desconocido de arrebatar el aire disuelto en el agua de mar, con lo que la aireación de la futura ciudad sumergida quedaba asegurada indefinidamente. Más adelante, sus cirujanos efectuaron con éxito los primeros injertos de branquias de escualo en seres humanos, navegantes egipcios y cretenses que se habían aventurado hasta el océano ignoto».
«Cuando se produjo la catástrofe, largo tiempo prevista por los astrólogos y atlantes, el pueblo se hallaba ya preparado: la casta sacerdotal y la familia real, con Antinea al frente, se encerró bajo las solidísimas bóvedas de granito, que resistieron perfectamente la inmersión hasta más de 3.000 metros. Antinea es el titulo hereditario de las soberanas atlantes, que se transmite como el Faraón egipcio o el Minos cretense. La actual Antinea es la última de una larguísima e ininterrumpida serie de soberanas, que enlazan con los tiempos mitológicos. Y ahora ha llegado el momento, según los sacerdotes atlantes, de reconquistar la tierra firme. Miles y miles de hombres-peces se hallan dispuestos al ataque, mientras las naves submarinas se aprestan a llevar la destrucción a los últimos rincones del globo».
«Os preguntaréis cómo he podido escaparme. Muy sencillo: en la última expedición de adiestramiento que efectué con mis odiosos carceleros, resolví jugarme el todo por el todo y huir de ellos. Tenía muy pocas probabilidades de éxito, porque en el mar los hombres-peces son mucho más veloces que yo, pero la suerte me favoreció y conseguí burlarles. He vagado varios días cerca de la superficie del mar, esperando encontrar un barco. Finalmente, he tenido la suerte de que fuese precisamente el “Circe” el que me descubriese».
«Los atlantes disponen de potentes bases submarinas esparcidas por el fondo de todos los mares del globo. Se trata de inmensas campanas llenas de aire, donde vive un grupo escogido de sacerdotes y de sabios. Las más antiguas fueron las del Mediterráneo, pero actualmente se hallan en todos los océanos y mares. Disponen de salas de operaciones y personal especializado, destinado al “reclutamiento” de soldados terrestres. El espantoso injerto de branquias de tiburón, sin embargo, es una operación dificilísima y sólo hemos sobrevivido a ella mucho menos del cincuenta por ciento. Los accesos submarinos de la Atlántida están dotados de enormes compuertas y expulsores de agua, accionados con energía atómica, que permiten la entrada y la salida de las naves atlantes y de los hombres-peces. Creo que la única salvación que tiene la humanidad consiste en bombardear lo antes posible el emplazamiento de la Atlántida con bombas de hidrógeno. Ninguna consideración de piedad por mis desgraciados compañeros debe detener el brazo de la venganza. Tanto ellos como yo estamos perdidos para siempre para los hombres. Todos moriremos contentos si sabemos que con nosotros perecen los horribles hombres-peces. Antinea es la única que tendría que salvarse. Estoy seguro que desaprueba los crueles y ambiciosos planes de Quetzalcoatl».
Y Rouquier terminaba su impresionante declaración con estas palabras:
«En cuanto a mi, os ruego que volváis a echarme al mar. Ningún cirujano terrestre podrá quitarme mis branquias de pez. Mi destino está ligado indisolublemente al de mis compañeros, que aun siguen prisioneros de los atlantes. Deseo volver junto a ellos. Entre vosotros no seria más que una triste curiosidad, una atracción de feria que la gente pagaría por ver. Echadme pues al mar: él es ahora mi hogar y en él moriré. Lo único que pido a Dios es que me deje contemplar nuevamente, aunque sólo sea una vez, el rostro de Antinea…».
Un consternado silencio reinó en la cabina de mando del “Circe” cuando Geneviève, con voz emocionada, terminó de leer las últimas palabras escritas por Rouquier.
—¡Pobre muchacho! —exclamó el profesor Moreau—. Y desde luego, tiene razón: no podemos hacer nada por él.
—¿Quiere decir, profesor, que debemos, echarlo de nuevo al mar? —preguntó Geneviève, con los ojos húmedos.
—Temo que no haya otro remedio —repuso el profesor—. ¿Usted qué dice, John?
—Efectivamente, habrá que acceder a lo que pide. No podemos retenerle a bordo contra su voluntad. Eso equivaldría a un secuestro. —John hizo una pausa—. Sin embargo —prosiguió—, antes de acceder a su ruego tenemos el deber de informarle. Él nos ha contado todo cuanto sabe de los atlantes; nosotros, a nuestra vez, tenemos que contarle la desaparición del comandante Cheneveaux, Le Toiser y el profesor Le Verrier, y enterarle del contenido del mensaje de este último.
—De acuerdo —dijo el profesor Moreau—. Me parece muy justo.
—Por otra parte —intervino Tomkin— de ese modo tendremos una débil esperanza de establecer contacto con ellos, si aún viven.
—Lo más probable es que Rouquier sea asesinado por los hombres-peces a su regreso a la Atlántida dijo Charpentier.
—Eso si consigue encontrarla, y no perece por el camino devorado por algún escualo o perdido para siempre en las tinieblas abisales —objetó Tomkin.
—De todos modos tenemos el deber de decírselo todo y de acceder luego a su petición —concluyó John.
Todos salieron a cubierta. Rouquier permanecía inmóvil en el fondo de su tina, contemplado con ojos de odio por el hombre-pez, su vecino. John se aproximó a la tina y escribió en una tablilla de plástico: «Voy a hablarte». Introduciendo la tablilla en la tina, la ofreció a Rouquier. Este hizo un gesto de asentimiento, y subió hasta la superficie, sacando la cabeza fuera del agua hasta las orejas. John le contó a continuación lo que les había sucedido a sus tres compañeros que desaparecieron juntamente con el batiscafo. Preguntó luego a Rouquier si sabia algo de ellos. Éste denegó con la cabeza. Por último John dijo que, desde luego, accederían a su petición, aunque si se quedaba a bordo y volvía a Europa con ellos, podía estar seguro de que se haría por él todo cuanto permitiese la ciencia humana. Rouquier volvió a denegar tristemente con la cabeza. John permaneció silencioso, contemplándole con rostro ensombrecido. Luego miró al mar, y en sus ojos brilló una oscura llama. Volviéndose rápidamente, como si tratase de ocultar sus emociones, ordenó a Charpentier que sacase a Rouquier de la tina con un par de marineros y lo ayudasen a descender por la escalerilla. A los pocos instantes Rouquier volvía al liquido elemento, y con su mano saludaba a los tripulantes del “Circe” antes de desaparecer para siempre bajo las olas…
Para los enterados, no cabía ya dudar de la realidad del ataque atlante. Una potencia infinitamente más peligrosa y temible que todas las que habían pretendido sojuzgar a la humanidad esperaba, agazapada en el fondo de los mares, el momento de dar el golpe decisivo. Un escalofrío de temor recorrió las espaldas de los pocos que conocían el verdadero peligro. La inmensa mayoría que no lo conocía, pero que estaba anonadada por la guerra mundial, no por esto olvidaba las apariciones de cadáveres en las playas, que continuaban inexorablemente. En las poblaciones costeras, las gentes miraban con aprensión al mar, y los pescadores se armaban de rifles y pistolas para salir a pescar. Sólo en los lugares alejados de toda civilización y a donde sólo muy raramente llegaban las noticias, había aún personas que se bañaban en el mar. Las desiertas y abandonadas playas de Europa y América eran recorridas únicamente por patrullas armadas, que reforzaban las defensas costeras y colocaban alambradas conectadas a cables de alta tensión, o sembraban de minas la arena de las playas. Nadie se quería embarcar en los grandes buques de línea, desde que varios de éstos desaparecieron en circunstancias misteriosas, sin encontrarse rastro de ellos ni supervivientes. Por el contrario, las Compañías de aviación hacían su agosto, y tuvieron que establecer nuevas líneas y poner en servicio más aparatos. Los únicos hombres que seguían sumergiéndose en el mar eran los buceadores armados de las patrullas submarinas. En diversas ocasiones entablaron luchas mortales con los hombres-peces, con suerte variable. El mar se había convertido en algo hostil, amenazador. Su misma vastedad era amenazadora. A los ojos de las gentes sencillas, que sufrían ya la psicosis de una terrible guerra, las misteriosas profundidades marinas estaban pobladas de monstruos horribles y de millones de hombres-peces, semejantes a demonios verdes, que de un momento a otro saltarían sobre la humanidad, como vampiros sedientos de sangre. Todo ello contribuía a crear enormes oleadas de pánico colectivo, desconocidas desde hacia centenares de años en la culta Europa. Parecían haberse resucitado los supersticiosos temores del Milenio. Las muchedumbres se congregaban en las iglesias para orar e impetrar la protección del Cielo. Se multiplicaron los suicidios; en la Bolsa, los valores sufrían extrañas y caprichosas oscilaciones, reflejo del nerviosismo general. Grandes masas se entregaron al desenfreno y a un aturdimiento tumultuoso con el que pretendían olvidarlo todo. ¡Aquello no era como las guerras normales! En éstas, se sabe siempre a quién se tiene delante. El enemigo, por temible que sea, está formado por hombres como nosotros. Lo terrible de aquella situación era que el enemigo fuese invisible, más una amenaza sorda y descomunal que otra cosa. Se luchaba contra el poder soviético, pero también contra un fantasma, que se movía en un elemento que no era el terrestre. Las mismas acciones de aquella guerra eran fantasmales: barcos que desaparecían súbitamente, acorazados que se hundían sin disparar un solo cañonazo, cadáveres que surgían misteriosamente en las playas de todo el mundo con los pulmones arrancados… Los habitantes de las silenciosas profundidades luchaban también en silencio. Todo el griterío y los alaridos que han acompañado siempre las guerras de los hombres, se perdían a la orilla de aquella muralla azul e impenetrable: el mar…
Todos intuían la presencia de un tercer adversario desconocido que asestaba golpes traicioneros a uno y otro de los contendientes actuales. Pero ¿quién era aquel adversario? El Alto Mando americano imponía el más riguroso secreto sobre el desarrollo de las operaciones, y los comunicados de guerra eran severamente censurados antes de darlos a la publicidad. Todo ello contribuía a aumentar la psicosis de guerra que hacía presa en la Europa Occidental, que se sentían juguete impotente de fuerzas colosales y desconocidas.