Le Toiser contemplaba fascinado la misteriosa belleza de Antinea, mientras por su cerebro cruzaban mil locas y descabelladas ideas. Por una inverosímil jugada de la suerte, la propia reina de la Atlántida podía convertirse en su aliada. La pugna secular existente entre la casta sacerdotal y la dinastía atlante podía convertirse en un arma que, bien manejada, podría abrirles camino hacia la ansiada libertad. Antinea comprendía que su Gran Sacerdote la había engañado; faltaba por despertar en ella el anhelo de conocer el maravilloso mundo bañado por el sol, para que se pusiese decididamente a su lado.
—El sol… —empezó a decir Le Toiser, sujetando aún a la reina por el brazo—. El cielo…, ¿sabes lo que significan esas dos palabras, Antinea?
—¿Cómo quieres que el ciego sepa lo que es la luz y el sordo lo que es la música? —respondió Antinea—. Nuestras leyendas nos hablan del sol.
—Yo puedo mostrártelo —dijo Le Toiser—. Yo puedo conducirte al país del sol, y sacarte de esta horrible tumba.
—Pero ¿cómo podremos huir de ella?
—Nuestra nave, el batiscafo, nos conducirá hasta allí. Si podemos llegar hasta ella y hacer que tus hombres abran las compuertas que nos cierran el paso, sólo tardaremos breves momentos en ascender hasta, la superficie del mar.
Antinea se disponía a responder, cuando por las dos puertas de la estancia irrumpieron guerreros armados. Uno de los pelotones venía mandado por el propio Quetzalcoatl, quien apostrofó en griego a la joven reina:
—¿Cómo te atreves, oh Antinea, a recibir en tus aposentos a este extranjero, que se ha acercado a nuestro pueblo lleno de malvados designios?
—¡Mientes, Quetzalcoatl! —exclamó Antinea—. ¡Este extranjero es nuestro amigo, y eres tú quien ha llevado la muerte y la destrucción a su pueblo!
—¡Prendedlo! —ordenó el Gran Sacerdote, volviéndose a los guerreros.
Diez de éstos se abalanzaron sobre Le Toiser. Derribando con un esfuerzo sobrehumano a los primeros Le Toiser saltó hacia una de las puertas, tratando de huir, pero halló cerrado el paso por una brillante hilera de escudos de oro y las puntas amenazadoras de una docena de lanzas. Viéndose acorralado, saltó sobre el propio Quetzalcoatl, derribándolo cuan largo era. Pero ya veinte guerreros se abalanzaron sobre él, inmovilizándole, y reduciéndolo a la impotencia. Antinea, llena de muda cólera, contemplaba la escena sin poder intervenir.
Quetzalcoatl se levantó trabajosamente del suelo, ardiendo en ira.
—¡A la cámara del tormento! —ordenó—. Haré que le arranquen la lengua y le vacíen los ojos. Así aprenderá a no burlarse de mi.
Los guerreros sacaron a Le Toiser por una de las puertas. Pronto se hallaron únicamente en la estancia. Quetzalcoatl y Antinea.
—He oído lo que te proponía el extranjero, Antinea —dijo el Gran Sacerdote—. Afortunadamente, he llegado a tiempo de impedir que una reina de la Atlántida cayese tan bajo, accediendo a la infame proposición.
—¡Sí, Quetzalcoatl, la hubiera aceptado! —dijo Antinea, contemplándole con odio—. Aunque sólo fuese para huir de tu presencia.
—Pero tú sabes muy bien que no puedes hacerlo, jovenzuela alocada.
—No todos están contigo, Quetzalcoatl, y tú no lo ignoras. Aún quedan fieles adictos a la dinastía entre el pueblo y los guerreros de la Atlántida. Tu poder se basa únicamente en la fuerza y en el temor, pero sabes que sin mí este poder se tambalearía y terminaría por hundirse. Me necesitas, Quetzalcoatl; me necesitas para que continúe la comedia. Prueba si no a tocar uno solo de mis cabellos, verás como tu poder no dura más que un día.
Quetzalcoatl le lanzó una furiosa mirada, sin responder. Luego, cambiando de expresión, dijo con voz sardónica:
—¿Quieres acompañarme a la cámara del tormento, para ver como hacen cosquillas a tu apuesto galanteador?
Antinea le lanzó una mirada de desprecio, y le indicó con un gesto la puerta.
—Sal —le dijo—. La reina de la Atlántida ordena que te retires inmediatamente de sus aposentos, que acabas de allanar groseramente con tus esbirros.
Quetzalcoatl la contempló con el ceño fruncido, y salió de la estancia sin pronunciar una palabra.
La cámara del tormento era una horrible cripta iluminada por una luz verde y fantasmal. En la semipenumbra se veían los torsos atléticos y brillantes de los verdugos, que calentaban aguzados hierros en un brasero. La cámara no tendría más de cinco metros de largo por tres de ancho, y su centro se hallaba ocupado por una mesa de piedra de cuyos lados pendían cadenas y argollas. Sobre ella extendieron a Le Toiser, arrancándole las ropas y sujetándolo sólidamente con las argollas de hierro. Un hercúleo gigante de cabeza rapada y ojos azules se le acercó.
—Soy Posidonio, jefe de los verdugos de palacio. El Gran Sacerdote nos ha ordenado que te ceguemos con un hierro ardiente, después de haberte sometido al tormento.
En aquel momento penetró Quetzalcoatl en la cripta, seguido por algunos guerreros.
—Espero que lo tratarás bien, Posidonio —dijo con una cruel sonrisa—. Es un amigo de la reina, y por lo tanto merece todas nuestras atenciones. ¿Cuánto suelen durar tus sesiones, Posidonio?
—De ordinario una hora y media, señor —respondió el verdugo.
—Con él tendrán que ser tres. Y espero que no dejarás por practicar ninguna de tus refinadas torturas.
—Descuida, señor. Lo podrás ver con tus propios ojos.
Le Toiser se debatía impotente sobre la dura y fría, piedra, tratando de libertarse de las argollas que le sujetaban manos y tobillos.
Inclinándose sobre él con malévola expresión, Posidonio le dijo:
—Te haré sufrir horriblemente, extranjero. —En un susurro, añadió—: No temas, soy amigo de la reina. —Luego continuó en voz alta, para que lo oyese Quetzalcoatl—: Tenazas ardientes morderán tu carne, antes de que te deje ciego. —Y susurró—. No tendré más remedio que hacerte daño, pero será el indispensable. Tú finge gran dolor.
Incorporándose, ordenó a sus sicarios:
—¡Las tenazas!
Dos hombres le trajeron unas enormes tenazas, quo sacaron del brasero. Empuñándolas con ambas manos, Posidonio se acercó a Le Toiser, del lado opuesto al del Gran Sacerdote. Le Toiser notó el calor del metal al rojo vivo a un centímetro de su piel. Posidonio cerraba lentamente las tenazas, mientras sus potentes músculos se hinchaban bajo su piel. Le Toiser lanzó un grito de dolor, y se contrajo sobre la cama de piedra. Una mueca cruel apareció en el rostro de Quetzalcoatl.
—¡Muy bien, Posidonio!
—Esto no es más que empezar, señor —respondió modestamente el verdugo, abriendo las tenazas y acercándolas a un costado de Le Toiser. Repitiendo el simulacro, Le Toiser se contrajo igualmente y lanzó espantosos gritos.
—¡Es un cobarde! —dijo Quetzalcoatl, dirigiéndose a los guerreros que lo acompañaban—. Ningún atlante chillaría de ese modo.
Le Toiser notaba el calor de las tenazas, que casi le rozaban la piel. De pronto sintió una ardiente quemadura, y se contrajo de dolor auténtico. Comprendió que Posidonio no tenía más remedio que dejar alguna marca del tormento sobre su cuerpo, pues de lo contrario la superchería sería descubierta. Esta vez, sin, embargo, ningún grito se escapo de sus labios. Posidonio repitió varias veces las ardientes caricias con el hierro enrojecido, y en el costado de Le Toiser fueron apareciendo cárdenas cicatrices. Posidonio mezclaba los más violentos apóstrofes con los susurros en los que le daba alientos y le animaba para que siguiese representando la comedia, que en ocasiones resultaba demasiado real. Después de las tenazas vinieron los latigazos, que el propio Posidonio aplicó sobre la espalda desnuda de Le Toiser, al que habían sacado de la mesa de piedra para suspenderlo de una argolla del techo. Si bien el látigo restallaba con estallidos secos qua parecían disparos, sus caricias sobre la piel de, Le Toiser eran más bien suaves. Posidonio poseía una extraordinaria habilidad para dar latigazos fingidos. Sin embargo, a cada uno de ellos Le Toiser se retorcía y gritaba como un condenado, con gran satisfacción de Quetzalcoatl y sus acólitos. Éste, sin embargo, empezaba a estar cansado del espectáculo, pues bostezó un par de veces. Dirigiéndose a Posidonio, dijo:
—Bien, Posidonio, lo confío a tus manos. Mis deberes sacerdotales me llaman. Y no te olvides que como final de esto tienes que cegarlo y arrancarle la lengua.
—¿Te marchas ya, Quetzalcoalt? —exclamó Posidonio, con semblante consternado—. ¿Es que no te gusta acaso mi trabajo?
—Si, Posidonio, si —dijo Quetzalcoatl, haciendo un gesto con la mano—. Reconozco que no tienes rival entre los verdugos. Pero… He presenciado ya tantas escenas como ésta que, francamente, me aburren un poco. Además, este hombre chilla como una mujerzuela, y esto me crispa los nervios. Cuando termines con él, ya sabes donde debes conducirlo. Mañana decidiremos cuál será su suerte.
Y Quetzalcoalt salió de la cripta, en compañía de sus guerreros. Posidonio hizo restallar dos o tres veces el látigo en el aire, y luego permaneció inmóvil, escuchando. Los pasos del Gran Sacerdote y su séquito se, habían alejado. Inmediatamente, Posidonio hizo un gesto a sus dos ayudantes, los cuales descolgaron a Le Toiser, desatándole las manos. La víctima de Quetzalcoatl desentumeció sus miembros agarrotados, y examinó, haciendo una mueca, las abundantes quemaduras de sus brazos, piernas y costados.
—Ha sido inevitable —dijo Posidonio—. Quetzalcoatl se hubiera apercibido de que lo estábamos engañando. Sin embargo, las tenazas no han mordido tu, carne, y se trata sólo de quemaduras superficiales. Toma esto.
Y tendió a Le Toiser una vasija que tomó del suelo, —aplícate este ungüento sobre las quemaduras. Dentro de un par de días ya no te dolerán.
Le Toiser hizo como se le ordenaba, notando inmediatamente un gran alivio y bienestar. Uno de, los ayudantes le ofreció sus destrozadas ropas, que Le Toiser se puso como pudo.
—¿Te ha dicho la reina lo que tienes que hacer conmigo? —preguntó a Posidonio.
—Sí —respondió éste—. Te conduciré a la mazmorra donde se hallan encerrados tus dos compañeros. Lo hacemos a fin de no despertar sospechas. Quetzalcoatl os visitará esta misma noche, para reírse del miserable estado en que piensa encontrarte. Tú tienes que fingir que eres mudo y ciego. Cuando Quetzalcoatl se haya marchado, vendremos a libertaros y os conduciremos a la ciudad.
—¿A la ciudad? —preguntó Le Toiser.
—Sí —respondió el verdugo—. A la ciudad de Atlantis, donde no alcanza el poder de Quetzalcoalt.
Posidonio y sus ayudantes condujeron a Le Toiser por una serie de intrincados corredores de piedra, iluminados por aquella extraña luz verde y espectral. Por último se detuvieron ante una pesada puerta de hierro. Posidonio oprimió una de las piedras del muro, y la puerta giró silenciosamente sobre unos goznes invisibles. Ante ellos se abría la puerta de un estrecho calabozo de desnudas paredes de piedra, sumido en espesas tinieblas. Uno de los hombres de Posidonio encendió una lámpara de extraña forma que llevaba en la mano, y un rayo de luz verde rasgó las tinieblas, mostrando al comandante Cheneveaux y al profesor Le Verrier tumbados en el suelo. Ambos se incorporaron, rotándose los ojos.
Le Toiser exclamó:
—¡Philippe! ¡Profesor Le Verrier!
—¡Jacques! —exclamó el comandante, poniéndose en pie de un salto.
—Ahora entra —ordenó Posidonio a Le Toiser—, y recuerda bien cuanto te he dicho.
La pesada puerta volvió a cerrarse, dejando a los tres franceses en el interior de la tenebrosa mazmorra, Le Toiser contó rápidamente a sus compañeros lo que le había sucedido desde que los abandonó ante el templo. Un rayo de esperanza brilló en el corazón de todos.
—¿Y qué hicieron con vosotros? —preguntó Le Toiser a Cheneveaux.
—Cuando la reina impidió nuestra ejecución —respondió el comandante— fuimos conducidos a esta mazmorra en medio de un grupo de guerreros. Nada nos dijeron sobre nuestra suerte futura. Y aquí hemos permanecido hasta este momento.
No quedaba otro recurso que esperar. Los tres expedicionarios se tumbaron en el suelo, acomodándose lo mejor posible sobre la dura piedra. Fueron transcurriendo lentamente las horas, que aún parecían más largas en la inacción y la oscuridad. Súbitamente resonaron pasos por el corredor, y una rendija de luz mostró que la puerta empezaba a abrirse. El umbral pronto fue ocupado por la imponente silueta del Gran Sacerdote, que escrutaba las tinieblas de la mazmorra. Un guerrero levantó una lámpara, mostrando a los tres ocupantes de aquélla tendidos en el suelo.
—¡Poneos de pie! —ordenó el guerrero—. Os halláis ante el Gran Sacerdote.
Los tres prisioneros siguieron tumbados, haciendo caso omiso de estas palabras.
—¡Levantaos! —ordenó de nuevo el guerrero.
—Déjalos —dijo Quetzalcoatl—. Es aquél quien me interesa —dijo, señalando a Le Toiser, que yacía tumbado de bruces en el suelo—. Traedlo a mi presencia.
Dos guerreros levantaron a Le Toiser, que no ofreció resistencia y se dejó conducir a rastras, con la cabeza caída sobre el pecho.
—Este hombre no se sostiene en pie —dijo uno de los guerreros.
Cheneveaux se levantó de un salto. Dirigiéndose al Gran Sacerdote, lo apostrofó:
—¡Tus hombres lo han dejado mudo y ciego! ¿Es que no lo sabes, Quetzalcoatl?
Éste sonrió malignamente.
—¡Mírame! —ordenó a Le Toiser—. ¡Háblame!
Le Toiser levantó lentamente la cabeza, a tiempo que de su garganta se escapaba un murmullo ronco y gutural. Puso en blanco sus ojos inyectados en sangre y, contrayendo horriblemente el rostro, lo levantó hacia el Gran Sacerdote. Por las comisuras de sus labios se escapaban hilillos de sangre.
—Jacques ha tenido siempre una gran habilidad para estas cosas —dijo Cheneveaux en francés, dirigiéndose a Le Verrier—. Recuerdo que a bordo del “Circe” nos hacia reír mucho, poniendo los ojos en blanco y haciendo espantosos visajes. Esta habilidad le resulta ahora muy útil.
Quetzalcoatl pareció darse por satisfecho con aquella demostración.
—¡Soltadlo! —ordenó a sus hombres. Estos arrojaron a Le Toiser a un rincón de la mazmorra. El Gran Sacerdote prosiguió, dirigiéndose a Cheneveaux y Le Verrier:
—Vuestro compañero terminará sus días en esta mazmorra, como castigo a su atrevimiento inaudito de penetrar en las habitaciones de la reina. En cuanto a vosotros, mañana os someteremos a la operación que os transformará en hombres-peces. Podréis estar orgullosos, si salís con vida de ella, de convertiros en dos soldados más del ejército de la Atlántida.
Con estas palabras Quetzalcoatl abandonó la mazmorra, cerrando la puerta tras él. De nuevo las tinieblas y el silencio reinaron en el antro. Los tres prisioneros contaban ansiosamente los minutos, esperando oír de un momento a otro los pasos de Posidonio y sus compañeros por el corredor. Pero el tiempo transcurría lentamente, y nada se oía. Pasaron minutos, horas, muchas horas.
—Calculo que habrán pasado por lo menos diez horas desde que se marchó Quetzalcoatl. Ya era tiempo de que Posidonio y sus amigos viniesen a libertarnos —dijo Le Toiser de pronto.
—Sí, en efecto —asistió el comandante—. Ya debieran haber venido.
—¿Qué habrán hecho con el batiscafo? —dijo Le Verrier—. Es nuestra última esperanza de salvación. Sin él, no saldremos nunca de la Atlántida.
—A no ser que nos conviertan en unos hombres-peces —dijo el comandante— lo que me hace muy poca gracia.
El silencio volvió a reinar en la mazmorra: Era un silencio espeso, compacto, casi palpable, que parecía formar un todo con las espesas tinieblas que los rodeaban. Sólo se escuchaba el zumbido de la propia sangre en los oídos, y el presuroso latir de sus corazones. Se hallaban perdidos en una ciudad desconocida e ignorada por el resto de los hombres, sepultada a más de tres kilómetros de profundidad bajo la superficie del Atlántico. Su situación no tenía nada de halagüeña, aún en el caso de que Posidonio y sus amigos cumpliesen su palabra.
Después de varias horas de interminable espera, volvieron a oírse pasos por el corredor. Alguien se aproximaba. ¿Sería Posidonio quien venía, o bien los servidores de Quetazlcoatl? La puerta se abrió lentamente, y en su umbral se recortó la silueta de un guerrero.
—¡Levantaos y seguidme! —ordenó con voz imperiosa.
Una helada angustia oprimió el corazón de todos. Aquel guerrero era el mismo que había acompañado a Quetzalcoatl en su visita. Todo estaba perdido, pues… ¡Iban a ser conducidos al tormento!
—No, el ciego no —ordenó el guerrero—. Sólo vosotros dos.
Cheneveaux comprendió que toda resistencia sería inútil. Volviéndose a Le Verrier, dijo en francés:
—No tenemos más remedio que obedecer. Salgamos.
Lentamente se encaminaron a la puerta. Ésta se volvió a cerrar, dejando solo a Le Toiser en la tétrica mazmorra. En el corredor esperaba un pelotón de cinco soldados, armados de punta en blanco. Colocando a los dos franceses entre ellos, el guerrero ordenó a sus hombres que se pusiesen en marcha. En aquel momento se oyeron precipitados pasos por los, dos extremos del corredor, a tiempo que resonaban gritos de «¡Antinea, Antinea!». Los guerreros se detuvieron, rodeando a los prisioneros y aprestando sus escudos y sus lanzas. El jefe del destacamento desenvainó una brillante espada.
—¿Quien hay ahí? —gritó con voz amenazadora.
Por toda respuesta, un venablo rebotó sobre su coraza. El hercúleo Posidonio se abalanzó sobre él, empuñando una pesada maza. De un solo golpe aplastó el casco de oro del guerrero, que cayó pesadamente al suelo.
—¡Toma, hijo de perra! ¡Para que aprendas a no interponerte en el camino de Posidonio!
Cheneveaux y Le Verrier aprovecharon el hecho de que los guerreros que los rodeaban se hallaban vueltos de espaldas, tratando de repeler el inesperado ataque, para abalanzarse sobre dos de ellos. El comandante aplicó una llave Nelson a un guerrero, fracturándole las vértebras cervicales. Le Verrier, más débil, rodó con el suyo por el suelo, luchando, sin embargo, animosamente y perdiendo sus gafas en la refriega. Pero la lucha podía darse ya por terminada. Cuatro guerreros yacían muertos, mientras otro se daba a la fuga y Cheneveaux y un ayudante de Posidonio liquidaban al que luchaba con Le Verrier. Éste se levantó, frotándose la mandíbula y cojeando.
—¡Mis gafas! —exclamó—. ¡Mis gafas! Sin ellas, estoy perdido.
Posidonio se las ofreció, con una sonrisa.
—¿Es esto lo que buscas, extranjero?
Le Verrier las tomó, examinándolas y metiendo casi la nariz en ellas.
—¡Qué suerte; están intactas!
Y colocándoselas, examinó el escenario de la lucha.
—Si estos muchachos se retrasan un poco, mañana usted y yo nos hubiéramos convertido en unos vulgares atunes —dijo, dirigiéndose a Cheneveaux.
Éste sonrió.
—Es lo más probable. Pero vamos a sacar a Jacques de ahí.
Posidonio se apresuró a poner en libertad a Le Toiser. Acto seguido, ordenó a los tres franceses:
—Seguidme. Las cosas se han puesto muy mal, y no hay tiempo que perder. Quetzalcoatl sospecha algo, y después de vuestra fuga la situación será insostenible. No estoy seguro de haberlo engañado totalmente con la comedia del martirio. Es un viejo zorro más astuto de lo que muchos se figuran.
Posidonio los condujo otra vez por el intrincado dédalo de corredores, en compañía de un grupo de diez o quince atlantes. Por el camino se excusó por su retraso, diciendo que Quetzalcoatl lo había mandado en una misión imprevista al otro lado de la ciudad.
—El maldito viejo lo ha hecho premeditadamente. Por suerte, aún he podido llegar a tiempo de impedir que realizase sus siniestros planes.
Después de recorrer un verdadero laberinto subterráneo, llegaron ante una lisa y oscura superficie de agua, que terminaba ante una bruñida pared de granito. No se veía paso ni a derecha ni a izquierda. El corredor acababa bruscamente al borde mismo del agua.
Posidonio dijo:
—Nos hallamos ante una de las salidas del foso subterráneo lleno de agua que circunda la zona de palacio. Este foso está recorrido constantemente por patrullas de hombres-peces armados de puñales. No tenemos más remedio que sumergirnos en él y atravesarlo a nado, conteniendo la respiración y rogando a los dioses que no nos encontremos con los ictiántropos en nuestro camino.
—¿Hay que recorrer mucho trecho por debajo del agua? —preguntó Le Toiser.
—No mucho. Menos de medio estadio.
—Unos treinta metros —dijo Cheneveaux—. Creo que podremos hacerlo. ¿Y usted, profesor? —preguntó a Le Verrier.
—Lo intentaré —respondió éste.
—Después nos hallaremos ya en seguridad —dijo Posidonio— en la ciudad de Atlantis, donde Quetzalcoatl no tiene ni un solo partidario.
La escolta que había acompañado a Posidonio se volvió, a una señal de éste. Los cuatro restantes penetraron en el foso, y empezaron a andar por él con agua hasta la cintura. Los hombres de Posidonio, antes de irse, entregaron sendas dagas a los tres franceses. Al llegar ante el muro de granito, Posidonio dijo:
—Haced acopio de aire, y zambullíos detrás mío.
Haciendo una amplia inspiración, el gigante se zambulló, seguido por el comandante Cheneveaux, Le Verrier y Le Toiser, que cerró la marcha. Ante ellos se extendían las aguas del foso submarino, iluminadas débilmente por una fosforescencia azulada. Le Toiser veía las confusas siluetas de sus compañeros, que nadaban vivamente ante él. A un par de metros hacia abajo se veía el fondo de piedra. Sobre sus cabezas había una sólida techumbre de granito. El canal estaba totalmente ocupado por el agua.
Llevarían recorridos unos quince metros, cuando por la izquierda Le Toiser distinguió tres siluetas que no pertenecían a ninguno de sus compañeros. Nadando, aún más deprisa, preparó el puñal. Eran hombres-peces, efectivamente, que nadaban hacia ellos a toda velocidad. Le Toiser vio fulgir débilmente el metal azulado de sus dagas desenvainadas. Viendo que iban a alcanzarlos, Le Toiser se volvió para plantarles cara y proteger la fuga de sus compañeros. Una mano membranosa agarró fuertemente su muñeca derecha, mientras otra mano trataba de clavar un puñal en su pecho. Con un esfuerzo sobrehumano, Le Toiser sujetó la mano que quería herirle y con un brusco tirón libertó su mano derecha, hincando inmediatamente su arma en las mismas agallas del monstruo. Éste se retorció espantosamente, soltando el puñal, y de la herida brotó un chorro de sangre verde. Soltando a su inanimado enemigo, Le Toiser se volvió en busca de otro. Vio entonces que Posidonio, enzarzado en mortal combate con un hombre-pez, rodaba con él sobre el fondo de granito, estrechamente abrazado a su enemigo. Los puñales de ambos contendientes fulgían en rápidos golpes y regates. El tercer hombre-pez se había abalanzado sobre el profesor Le Verrier, y ambos se debatían furiosamente. Le Toiser se lanzó inmediatamente en ayuda del profesor. Por el lado opuesto venia el comandante Cheneveaux, animado de las mismas intenciones. Dos certeras puñaladas terminaron con el hombre-pez, que cayó lentamente al fondo en medio de una nube de sangre verde. Estas luchas se desarrollaron en un espacio de tiempo brevísimo; empero, todos notaban ya que no podrían resistir mucho tiempo sumergidos. El esfuerzo los había dejado agotados, y sentían una angustiosa opresión en los pulmones. Le Toiser y Cheneveaux se percataron simultáneamente que al profesor Le Verrier le ocurría algo. Flotaba exánime entre dos aguas, y de su costado izquierdo se escapaba un hilillo de color oscuro. Tomándolo por ambos brazos, siguieron, avanzando con él, en busca de la ansiada salida. Posidonio, que ya se había desembarazado de su enemigo, les alcanzó, y pronto llegaron ante una arcada iluminada fuertemente. A los pocos instantes, sus cabezas rompían la superficie del agua, y sus pechos se dilataban en una serie de ansiosas aspiraciones.
—¡Uf! —exclamó Cheneveaux—. Apenas hubiera podido resistir dos segundos más.
Le Toiser jadeaba, mirando al profesor, que al parecer había perdido el sentido.
—Está herido —dijo—. De su costado brota sangre. Además, temo que presente síntomas de asfixia. Hay que tenderle en la orilla y hacerle la respiración artificial.
Hasta entonces Cheneveaux no miró donde se encontraban. Al mismo nivel de sus cabezas había una especie de muelle o malecón, que formaba una superficie de bastantes metros cuadrados. Al fondo del mismo se abrían las bocas de lo que parecían ser callejuelas, con luces fosforescentes verdes en las esquinas. El techo no se alcanzaba a ver. Parecía como si se encontrasen en una inmensa caverna de proporciones descomunales.
—La ciudad de Atlantis —dijo Posidonio, como si adivinase los pensamientos del profesor—. Viven en ella diez mil almas, y se extiende sobre una enorme superficie. Como podrás ver más adelante, tiene calles, plazas, bellos templos y palacios. Dicen las leyendas que fue edificada en una inmensa caverna de granito, excavada por generaciones de esclavos debajo de la antigua Atlantis, la que se alzaba en la superficie de la tierra.
—Hay que sacar a este hombre del agua. Su estado me inspira serios cuidados.
Quien así hablaba era Le Toisier. Ayudado por Cheneveaux y Posidonio, levantó hasta el muelle de granito el cuerpo inanimado del Profesor. Pronto se hallaron todos junto a él, practicándole la respiración artificial. El Profesor no tardó en abrir los ojos.
—Amigos…, amigos míos… —exclamó débilmente—. ¿Somos libres ya?
—No se preocupe usted, profesor —repuso Cheneveaux Estamos en seguridad, y pronto le atenderemos debidamente.
—Nuestros médicos cuidarán de él —dijo Posidonio, quien parecía adivinar siempre los pensamientos ajenos—. Esperadme aquí. Voy en busca de mis amigos.
Posidonio se alejó, desapareciendo por una de las callejuelas que daban al muelle. Pronto se oyó rumor de voces y de pasos, y Posidonio regresó acompañado de un pequeño grupo de atlantes. Dos de éstos vestían la áurea armadura de los guerreros.
—Os presento a Glaucos y Teseo —dijo Posidonio, indicando a los dos guerreros—. Formaban parte de la guardia de Quetzalcoatl, pero indignados ante sus crueldades, se han pasado a nosotros. Estos son los hombres que vienen de los reinos de encima del mar —dijo, volviéndose a los guerreros—. Y éste es Puño de Hierro —prosiguió, indicando a Le Toiser— de cuyas prodigiosas hazañas ya os he hablado. El solo desafió a toda la guardia de Quetzalcoatl, y consiguió burlarla.
Teseo y Glaucos contemplaron a Le Toiser con evidente admiración.
—Puño de Hierro, sé bienvenido entre nosotros. Nos ayudarás a combatir el poder injusto de Quetzalcoatl.
—Hay que conducir a este hombre a la ciudad —dijo Posidonio, indicando al Profesor— y ponerlo inmediatamente en manos de un médico. Un ictiántropo lo ha herido gravemente.
Dos atlantes levantaron suavemente a Le Verrier, y todos se alejaron, siguiendo a Posidonio por una de las callejuelas. A su paso, Le Toiser observó, lleno de curiosidad, interiores brillantemente iluminados, casitas bajas, de uno y de dos pisos, calles pavimentadas con anchas losas de granito, por cuyas aceras discurría una multitud, de hombres, mujeres y niños, de bellas proporciones, rostro pálido y cabellos rubios. Los hombres iban semidesnudos, y las mujeres vestían de un modo parecido al de las antiguas cretenses, con anchas faldas de volantes y estrechas chaquetillas muy escotadas. En los interiores, Le Toiser entrevió bellos mobiliarios y hermosas pinturas al fresco. La comitiva se detuvo finalmente ante una casa de aspecto suntuoso.
—Aquí vive Thalassos, el médico —dijo Posidonio.
Le Verrier pronto estuvo instalado en un lecho de pies de oro, en una habitación sumida en una penumbra azul. Thalassos, el médico, un anciano de luenga barba blanca y frente luminosa y despejada, se inclinó sobre él, para examinar sus heridas.
—Este hombre está muy grave —dijo—. Deberá permanecer largo tiempo en el lecho, en el mejor de los casos. Y de momento, no puedo asegurar si sanará de sus heridas. Pero Thalassos hará por él todo cuanto pueda.
El Profesor Le Verrier parecía descansar apaciblemente, sumido en una profunda modorra gracias a una pócima que le administró Thalassos.
Posidonio llamó con un gesto al comandante Cheneveaux y a Le Toiser, los cuales salieron de la estancia en su seguimiento.
—Mañana por la mañana me acompañaréis al Consejo del pueblo, que se reunirá para decidir el mejor medio de destruir el poder de Quetzalcoatl y libertar a nuestra reina, Antínea. Ahora seguidme. Os conduciré a un lugar seguro, donde podréis reponer fuerzas y descansar hasta mañana. Vuestro amigo quedará confiado entretanto a las manos de Thalassos, el físico. Vamos.
Pronto se alejaron los tres, en compañía de los dos guerreros atlantes, por las calles de la misteriosa ciudad sumergida. Tanto Le Toiser como Cheneveaux tenían la sensación de estar viviendo un sueño.