En el Pentágono y entre los pocos enterados reinaba una gran inquietud por la suerte que hubieran podido correr el comandante Cheneveaux y sus dos compañeros. El Atlántico era recorrido incesantemente por patrullas navales, en el lugar de la desaparición, con el fin de ver si se distinguía algún resto del batiscafo o algún indicio de la suerte que había podido correr.
Los atlantes habían declarado solapadamente la guerra al género humano. Esta guerra contaba ya con las primeras acciones espectaculares, como el hundimiento de otros barcos soviéticos —entre ellos un acorazado, dos submarinos y dos destructores— por un enemigo desconocido que utilizaba potentes cargas de profundidad de una naturaleza que dejaba a los técnicos perplejos. Los rusos, sin embargo, seguían acusando a los Estados Unidos de agresores e imperialistas que utilizaban métodos criminales de hacer la guerra, pero ellos contraatacaban utilizando, aproximadamente, los mismos métodos que censuraban en sus adversarios.
Si la desaparición del batiscafo causó inquietud en el Alto Mando secreto americano, ni que decir tiene que esta inquietud aún fue mucho mayor a bordo del “Circe”. John pidió permiso a sus superiores inmediatos para desplazarse con el barco al Atlántico y coadyuvar en la búsqueda del comandante. Pidió permiso, asimismo, para hacerse cargo en Tolón de un batiscafo francés, el FNRB15, y remolcarlo hasta el teatro de las operaciones. Obtenido actualmente este permiso, gracias a la presión americana, el “Circe” enfiló el Estrecho de Gibraltar, con el batiscafo navegando sobre su estela, al extremo de 50 metros de cable.
Elmer se mostraba muy aprensivo ante el proyecto de dirigirse al Atlántico. Su encuentro con el hombre verde, al que interceptó involuntariamente cuando trataba de huir por cubierta, le había llenado de un pánico cerval ante la perspectiva de tener que enfrentarse con más hombres-peces. Elmer daba cuidadosos rodeos, cuando tenía que dirigirse a popa, para evitar la tina donde se conservaba vivo al prisionero. Le parecía que una saludable distancia entre éste y su persona era la fórmula más segura.
El “Circe” surcaba las aguas a gran velocidad, forzando sus dos poderosos motores marinos. John, en el puente de mando y acompañado de Geneviève, escrutaba el horizonte con sus gemelos. A pesar de todas las advertencias que se le hicieron, la joven quiso agregarse a la expedición. Decía que su amor por la arqueología no podía resistir el atractivo de las pocas y misteriosas palabras que figuraban en el célebre mensaje de Le Verrier y tan obsesionante. En aquel momento se hallaba exponiendo al absorto John las últimas teorías en favor de la existencia de la Atlántida:
—Además de las extraordinarias coincidencias de fauna y flora a ambos lados del Atlántico, otros hechos de orden arqueológico nos prueban la existencia de lo que podríamos llamar, parodiando a Darwin, «el eslabón perdido».
—¿Ah, si? —dijo distraídamente John, sin dejar de mirar por los gemelos.
—Sí, señor —prosiguió Geneviève—. Últimamente Thor Heyerdahl afirmaba que las grandes culturas monumentales de América, que conocemos por los nombres de tolteca, azteca y maya, surgieron de repente sobre una cultura muy primitiva. Pero añadía que los creadores de esta civilización monumental fueron hombres blancos. ¿Se fija usted?
—Desde luego —respondió John, sin apartar su mirada del horizonte.
—Estos hombres blancos fueron expulsados por una oleada de hombres de tez cobriza, que los lanzaron hacia el Pacífico. ¿Conoce usted la leyenda de Quetzalcoatl?
—No —dijo John—. ¿Quién era este tipo?
—En primer lugar, observe la misteriosa raíz atl, que se encuentra también en Atlántico y Atlántida y que en azteca significa «agua». Dice la leyenda de Quetzalcoatl que este dios, de tez blanca, barba y cabellos rubios, vino de Oriente. Cuando Hernán Cortés desembarcó en Méjico, los indígenas lo tomaron por el gran dios Quetzalcoatl, que regresaba.
—Muy interesante —dijo John, dejando los gemelos y volviéndose para mirar a Geneviève—. Sabe usted muchas cosas, mademoiselle Geneviève.
Geneviève abrió su bolso y sacó de él un libro.
—Pero esto no es todo. Escuche ahora lo que nos dice el divino Platón, en su famoso diálogo socrático «Timeo».
La joven se colocó unas gafas que le daban un delicioso aire profesoral, y abriendo el libro empezó a leer.
—«Se dice que vuestra ciudad —o sea Atenas— resistió en otro tiempo a tropas de innumerables enemigos que vinieron del mar Atlántico e invadieron casi al mismo tiempo Europa y Asia, porque en aquel entonces nuestro mar era fácil de atravesar. En su desembocadura, hacia el lugar que llamáis las Columnas de Hércules, estaba una isla más grande que la Libia y el Asia reunidas. Por esta isla se podía ir fácilmente a otras islas cercanas y por medio de estas islas a las tierras que estaban frente y vecinas al mar. Lo que está del lado de acá del estrecho de que hablamos parece un gran puerto cuya entrada sería angosta; pero es un verdadero mar y la tierra que la rodea es un verdadero continente».
«En la isla Atlántida reinaban reyes de un poder formidable que se extendía sobre la isla entera, sobre las otras islas y sobre la mayor parte del continente. Dominaban, además, sobre las tierras que hoy están en poder nuestro, puesto que de un lado habían conquistado esta tercera parte del mundo, llamada la Libia, y llevaban sus límites hasta cerca de Egipto, y del otro lado habían ocupado parte de Europa al occidente del Mar Tirreno».
«Sus fuerzas todas reunidas invadieron vuestro país y el nuestro también, oh Solón, y en una palabra, todo lo que está del lado de acá de las Columnas de Hércules».
«Entonces Atenas se mostró por el valor de sus habitantes superior a las otras ciudades y los otros pueblos. Su valor y su habilidad en la guerra brillaron con vivo resplandor. Ya unida a los otros griegos, ya sola y aislada por la cobardía de los pueblos vecinos —por lo cual tuvo que atenerse a sus propias fuerzas— fue reducida a la última expresión, pero pronto se levantó, venció a sus enemigos y devolvió a sus aliados el bien precioso de la libertad».
«Poco tiempo después de un terrible terremoto unido a un diluvio producido por una lluvia torrencial y continua durante un día y una noche, entreabrióse la tierra, que se tragó a todos vuestros guerreros…, y la Atlántida desapareció bajo el mar. Es por eso por lo que desde entonces este mar se ha vuelto impracticable para los navegantes a causa de los restos de la isla sumergida. Tal es, Sócrates, el resumen de lo que mi bisabuelo decía haber aprendido de Solón».
Quitándose las gafas, Geneviève dijo:
—¿Eh, que le parece? Esto es lo que contaron a Solón los sacerdotes egipcios de Sais, conservadores de antiquísimas tradiciones. Este texto de Platón, cotejado con los últimos descubrimientos de la ciencia geológica y oceanográfica, ofrece asombrosas coincidencias con ellos. ¿Cuál es su opinión, John?
—Que Platón nunca tuvo un escoliasta más encantador.
—¡Déjese usted de bromas! Me refiero a las posibilidades de existencia de la Atlántida.
—Creo que lo que comunicó Le Verrier en su mensaje, ya responde a esto.
—Y sin hablar de los datos suministrados por la geología —dijo Geneviève Se puede afirmar la existencia en el Atlántico de tres grandes fondos orográficos inferiores a 4.000 metros. Estos fondos son: La cadena noratlántica, que comienza en el zócalo volcánico del mar de Noruega y se prolonga hasta las Azores; el macizo ecuatorial, con su eje, en la isla de San Pablo, y la cadena suratlántica, con diversos jalones en las islas de la Ascensión, Santa Elena, Tristán da Cunha, Gough y Bouwet. Ahora bien: el hundimiento de la isla Atlántida tuvo lugar en la región natural íberoafricana. Le Danois cree que la Atlántida consistió en un, gran archipiélago, situado en la región geológica conocida por «Bahía de España» (frente al Golfo de Guinea), siendo sus islas secundarias las Canarias, Madera y algunas más, ya desaparecidas. A propósito; ¿sabe cómo se llamaban los primitivos habitantes de Canarias?
—¿Canarios?
—No se burle usted. Se llamaban «guanches». ¿Y sabe qué significa guanche?
—Confieso mi ignorancia —respondió John.
—Pues guanche significa «último hombre». Las tradiciones indígenas decían que los guanches eran los supervivientes de un gran cataclismo, de una espantosa inundación, y que se salvaron gracias a haberse refugiado en los picos más altos de sus montañas. Y por si fuera poco, los primitivos guanches eran de raza blanca, altos, rubios, y de ojos azules, y momificaban a sus muertos. Esta catástrofe ocurrió aproximadamente al principio del Neolítico, según se cree, hace unos 8 o 10.000 años, y es muy verosímil que su recuerdo hubiese llegado hasta las primeras dinastías egipcias.
John se acodó en la borda, y contempló a Geneviève muy pensativo.
—¿Sabe que esto resulta extraordinariamente interesante?
—Fíjese ahora en estos hechos que voy a resumir: Los monumentos egipcios, los templos incas y aztecas, pertenecen a una misma cultura de las Pirámides, que se extendería desde el Nilo hasta Tihuanaco, en Los Andes; existen grandes semejanzas de costumbres, de ritos e incluso de tradiciones; Osiris y Triptolemo; el culto a Poseidón y la raíz americana «Atl», muy abundante; los grandes Zodíacos de Denderah y del Perú. Una misma ciencia sacerdotal, esotérica, en ambos continentes; las tradiciones de Sais y del «Popol Vuh», el libro sagrado de los aborígenes americanos; el embalsamiento de cadáveres en Canarias y Egipto, etc. ¿Cree usted que después de esto cabe dudar de la existencia de la Atlántida y de su capital, la ciudad de Poseidonia, con sus canales y sus palacios suntuosos, y en la que había colosales estatuas dedicadas a los dioses, esculpidas en oricalco…? ¿Y quién sabe si el misterioso reino de Tartessos, situado en el sur de España y donde reinaba el fabuloso Argantonio, no sea un último resto del reino de la Atlántida?
John la miraba boquiabierto.
—Me ha dejado usted sin respiración. Nunca hubiera dicho que en una sola cabeza pudiesen caber tantas cosas. Pero lo increíble es que, además, usted no es fea. Su magnífica conferencia no me hubiera sorprendido en lo más mínimo en boca de una seca y huesuda profesora de 57 años de edad, pero en usted, francamente, no la esperaba.
—¿Se imaginaba tal vez que era tonta? No he hecho más que referirme a unas cuantas generalidades que conoce cualquier estudiante de arqueología.
—Desde luego. Lo que no comprendo, es que después de esto se dude aún de la existencia de la Atlántida. Pero lo que nadie creía ni sospechaba hasta ahora, es que existiesen aún los atlantes.
Al día siguiente, el “Circe” arribaba al lugar donde debía efectuarse la inmersión con el batiscafo, y donde había desaparecido de modo misterioso el primero con sus tres tripulantes. Avisado por radio, el «Minnesota» se aproximó al “Circe” y envió una lancha a bordo de este último barco. En la lancha venían varios oficiales, marineros, el profesor Dutrem y Charpentier.
—Buenos días, profesor —dijo John a Dutrem, cuando éste pisó la cubierta del “Circe”—. ¿Cómo van las búsquedas?
Sin responder, el sabio francés miró con inquietud hacia el batiscafo que remolcaba el “Circe”.
—¿Traen ustedes otro batiscafo?
—Desde luego. Y creemos que será un auxiliar precioso para nuestras búsquedas a gran profundidad.
—En ese caso, lo siento, pero no cuenten conmigo.
—¿Qué quiere usted decir, profesor? —preguntó John clavando su mirada en el rostro del sabio.
Éste se había puesto pálido de repente y lanzaba furtivas miradas a su alrededor.
—Lo que usted ha oído. No quiero morir como sus compañeros, encerrado en esa trampa de acero.
—¿Se niega, pues, a descender con el batiscafo?, preguntó John, con voz grave.
Dutrem no respondió. Todos los presentes lo contemplaban en silencio, muy serios.
—Sí, me niego —respondió Dutrem, con voz ronca—. Y no creo que nadie pueda obligarme a ello. Bastante he hecho con diseñar los planos y dirigir la construcción del mismo.
—Pero ¿y su compañero, el profesor Le Verrier? Es posible que exista aún alguna posibilidad de salvarlo, a él, a Cheneveaux y a Le Toiser.
—Hace muchos días que son pasto de los peces. E igual suerte correrán los que pretendan seguirlos. No insista usted, Mr. Davies; me niego a tripular el batiscafo.
—Bien —dijo John, secamente En ese caso no hay más que hablar. Pero por lo menos no se negará usted a explicarnos su funcionamiento, para que podamos bajar nosotros.
—Está usted loco, joven —respondió Dutrem—. Sólo un ingeniero especializado puede comprender su mecanismo y hacerlo funcionar. Tardarían ustedes meses en aprenderlo.
John se acercó con aire amenazador:
—Mire usted, profesor. No hemos venido aquí para perder el tiempo discutiendo, sino para ver si hay aún posibilidad de salvar a nuestros compañeros. Le doy a usted tres horas para escoger entre tripular a la fuerza el batiscafo, o enseñarnos su funcionamiento.
—¡Usted no puede amenazarme de ese modo!
—En ausencia del comandante Cheneveaux —dijo John— yo soy la más alta autoridad a bordo de este barco. Si lo deseo, puedo incluso encerrarlo en la bodega con grilletes en los pies.
—¡Habla usted como un pirata! —exclamó Dutrem, con semblante lívido y contraído.
—Como usted quiera. Pero dentro de tres horas tendrá que haberse decidido por una de las dos soluciones.
A las tres horas justas, John, Tomkin, Charpentier y el profesor Moreau se sentaban en torno a la mesa de la cabina de mando, a uno de cuyos extremos se veía el abatido profesor Dutrem.
—Han transcurrido ya tres horas. ¿Ha decidido usted, profesor? —preguntó, John.
El aludido levantó lentamente la cabeza, mirándolo como una bestia acorralada. Luego paseó la mirada por los presentes. Al ver al profesor Moreau, dio un respingo.
—¿Usted también, profesor Moreau? ¿Usted también, se pone de parte de estos piratas?
El profesor Moreau contestó con voz grave:
—Yo en su lugar estaría profundamente avergonzado. No creo que su compañero Le Verrier obrase de un modo tan abyecto. La ciencia, sin la humanidad y la abnegación, es letra muerta. El sabio tiene que estar dispuesto a ofrecer su vida a cada momento por la salvación de sus semejantes.
Dutrem bajó la cabeza, sin responder, mientras sus manos se crispaban.
—¡Tengo miedo! —exclamó con voz sorda—. ¡Tengo miedo! No puedo evitarlo… Lo sé, soy un ser abyecto, pero me moriría si tuviese que descender a esas espantosas profundidades, pobladas de hombres-peces verdes y de monstruos.
Ocultando su rostro con ambas manos, Dutrem rompió en convulsivos sollozos. Los presentes se miraron en silencio.
—En ese caso —dijo John— tiene usted que enseñarnos el funcionamiento de los mandos, ¿me oye profesor Dutrem? No quiero que nos enseñe los principios en que se basa el batiscafo; sólo su simple manejo; qué palancas hay que accionar y qué botones hay que oprimir para hacerlo subir y descender.
—Bien —dijo el profesor Dutrem con voz ahogada, quitándose las manos de la cara—. Pero no respondo de lo que les pueda ocurrir.
—Eso es cuenta nuestra —dijo John—. ¿Está de acuerdo?
—Si, estoy de acuerdo. ¿Cuándo quieren empezar? —Ahora mismo— dijo John, levantándose. —Estamos en guerra y los minutos son preciosos. Levantándose a su vez, los otros reunidos salieron a cubierta en su seguimiento.
Después de 48 horas de estudio asiduo y de prácticas en la misma cabina del batiscafo, John, Tomkin y Puig se hallaron en disposición de efectuar la primera inmersión a gran profundidad. El día elegido reunía magníficas condiciones: la mar estaba llena y el barómetro señalaba buen tiempo, con tendencia a mejorar. Desde el amanecer se trabajaba activamente en el batiscafo, poniéndolo todo a punto para la inmersión. Se comprobó la gasolina que había en los depósitos-flotadores, se verificó el funcionamiento de las baterías, la cantidad de lastre existente. También se puso a punto el poderoso cañón submarino, para utilizarlo en caso de peligro.
A las diez y media de la mañana se cerraba la escotilla de acero sobre la cabeza de los tres audaces expedicionarios, que desde aquel momento perdían todo contacto con el mundo exterior. Tomkin, con la radio, mantenía continuo enlace con Charpentier, que desde el “Circe” dirigía las operaciones de superficie. Dos buceadores provistos de escafandra autónoma nadaban en torno al batiscafo, quitando los cierres de seguridad de los electromagnetos. La voz de Charpentier dijo por la radio:
—Todo listo en superficie. Podéis inundar el pozo. John, accionó la palanca que inundaba el pozo interior del batiscafo. El peso del agua adicional hizo que éste empezara a descender lentamente hacia las profundidades.
La inmersión se efectuaba con toda regularidad. John accionaba los mandos con mano firme y serena, consultando de vez en cuando una hoja con notas y cifras de puño y letra de Dutrem, que tenía a su lado. Se alcanzaron los 2.000 metros sin el menor contratiempo. El aparato respondía dócilmente a los mandos, y se detenía cuando se soltaba lastre. Puig, pegado al tragaluz, escrutaba las tinieblas abisales, consteladas de fosforescencias rojas y azules. Tomkin se hallaba al cargo de la sonda sónica y de los manómetros indicadores de profundidad. Los tres expedicionarios hablaban muy raramente, pues cada uno de ellos se hallaba absorto en su respectivo cometido.
—Dos mil setecientos —dijo Tomkin—. Nos faltan ochocientos metros para llegar al fondo.
—Estamos atravesando la sopa biológica más espesa que se pueda imaginar —dijo Puig—. ¡Qué monumental boullabaisse! Voy a encender los reflectores de proa, que he apagado desde los dos mil.
El batiscafo seguía descendiendo lentamente. —¡Tres mil!— dijo Tomkin. No tardaremos en llegar.
—¿Qué es ese resplandor que se ve a proa? —dijo Puig—. Parece como si hubiese ahí otro batiscafo. Tomkin se aproximó al tragaluz.
—Déjame ver.
A proa, y a una distancia de unos veinte metros del batiscafo, se veía un lechoso resplandor blanco, rodeado de un halo, que ocupaba una superficie de varios metros cuadrados.
—¡Qué raro! —dijo Tomkin Parecen los faros de un automóvil en una noche de niebla. Sin embargo, no creo que por aquí haya automóviles.
El resplandor parecía aproximarse lentamente. De pronto el batiscafo osciló bajo un golpe sordo.
—¡Enciende el reflector horizontal de proa! —ordenó John a Puig—. Hay que ver qué es ese resplandor.
Puig hizo lo que se le ordenaba. Un potente haz luminoso rasgó las tinieblas submarinas, frente a la proa del batiscafo. Un extraordinario objeto de forma cilíndrica y que brillaba como la plata, apareció bajo el rayo de luz, en el lugar ocupado por el misterioso resplandor. Era una especie de gigantesco puro de 20 ó 25 metros de longitud, y su extremo se hallaba apuntando al batiscafo. En aquel mismo instante brotó un resplandor azulado de la punta de aquel objeto, y casi inmediatamente el batiscafo volvió a temblar bajo un sordo impacto.
—¡Es una nave submarina! —exclamó Tomkin—. ¡Está disparando contra nosotros!
—Pronto, el cañón —ordenó John—. Hay que responder.
Tomkin se abalanzó a la culata del cañón submarino, y accionó los mandos para apuntar con él hacia la misteriosa nave. A los quince segundos oprimía el gatillo, y el batiscafo temblaba bajo el retroceso del arma. En la nave no se observó ningún efecto de impacto.
—¡No le has dado, Tomkin! —exclamó Puig—. Rectifica el tiro. Apunta más a la izquierda.
Tomkin volvió a disparar. Esta vez se elevó una roja llamarada en uno de los costados del cilindro. Inmediatamente, de la proa del mismo salió otra lengua azulada. El batiscafo osciló bajo otro golpe, y Puig exclamó:
—¡La nave enemiga asciende a toda velocidad! Tomkin, gritó, lívido:
—¡No! ¡Somos nosotros que caemos! ¡Nos han dado en los depósitos de gasolina! ¡Perdemos flotabilidad!
John consultó el indicador de gasolina. Ésta, en efecto se escapaba en cantidad apreciable. Al propio tiempo, la aguja del manómetro se movía de manera alarmante, y el batiscafo bajaba hacia el fondo a toda velocidad.
—¡Nos estrellaremos contra el fondo! —gritó Tomkin—. ¡Suelta lastre, John!
John oprimió los botones que abrían los silos del lastre. Una lluvia graneada de perdigones cayó sobre la esfera de acero, y el batiscafo frenó algo su caída.
—Sólo nos separan doscientos metros del fondo —dijo Tomkin—. Echa todo el lastre.
John fue oprimiendo los botones que cortaban el circuito de los electromagnetos de los diferentes silos de seguridad. El batiscafo, por último, quedó estacionado entre dos aguas. Gruesas gotas de sudor corrían por el rostro de los tres tripulantes.
—Probablemente se ha vaciado por completo uno de los depósitos estancos de gasolina —dijo John.
—Echa más lastre —insistió Tomkin—. Hay que subir.
—No hay más lastre —repuso sobriamente John—. Acabo de oprimir el botón del último silo.
Los tres se miraron en silencio. Estaban exactamente a 3.400 metros de profundidad. Más de tres kilómetros de agua los separaban de la superficie.
—Pues hay que volver —dijo Puig, con voz ronca.
—¿Cómo? —preguntó Tomkin.
De pronto John lanzó una exclamación.
—¡Estúpidos! —dijo—. ¡La cadena de contacto!
—¡Claro! —dijo Tomkin—. ¡Suéltala en seguida!
Aligerado de la cadena de contacto, de un peso muy considerable, el batiscafo empezó a subir lentamente. A medida que se acercaba a la superficie, la velocidad del ascenso disminuía. Cuando sólo los separaban 150 metros de ella, la velocidad disminuyó enormemente, y el indicador de gasolina indicó un nuevo escape del precioso líquido.
Los tres expedicionarios se miraron consternados.
—¡A ciento cincuenta metros de la superficie! —exclamó Tomkin, crispando los puños—. ¡No hay derecho!
La velocidad fue disminuyendo gradualmente, hasta que el batiscafo se quedó estacionario. John se abalanzó sobre el cuadro de mandos y empezó a oprimir botones.
—¿Qué haces, John? —preguntó Puig.
—Las baterías… —repuso nerviosamente John—. Los reflectores de proa y popa. Los estoy soltando. No nos queda ya nada más. Hemos echado ya todo el lastre de maniobra y de seguridad.
El batiscafo, de nuevo aligerado, volvió a emprender el ascenso. Sólo dieciocho metros lo separaban de la superficie, cuando el escape de gasolina se hizo mayor. El batiscafo iba en camino de detenerse nuevamente, y ahora no quedaba nada más por tirar.
John se volvió hacia sus compañeros:
—Sólo tenemos una salvación, muchachos —dijo—. Abrir la escotilla e intentar subir nadando. Todo es preferible a perecer lentamente en está trampa. Creo que podremos resistir las cuatro o cinco atmósferas de presión que caerán de repente sobre nosotros.
John abrió febrilmente toda la espita de las tres botellas de oxígeno qué transportaba la esfera, con el fin de saturar sus pulmones del precioso gas. Inmediatamente, y con nerviosa actividad, empezaron a destornillar las gruesas tuercas que cerraban la escotilla. Pronto el agua empezó a filtrarse hacia el interior de la cabina, ocupando su fondo. Con un silbido continuo, penetraba por las rendijas de la escotilla, que se iba abriendo poco a poco. Con el agua hasta la cintura, y pegados a las paredes de la esfera, John y Tomkin terminaron de quitar las últimas tuercas. Como un cañonazo, la pesada escotilla de acero salió despedida hacia el fondo de la cabina, pasando a pocos centímetros de los tres expedicionarios. En dos segundos la cabina estuvo totalmente llena de agua, y Tomkin, seguido de Puig y de John, ascendió por el pozo inundado. Con el peso adicional del agua que había ido entrando, el batiscafo se hallaría entonces a unos 40 metros de profundidad. Nadando frenéticamente hacia la superficie, sus tres tripulantes no pudieron ver como se hundía para siempre en el fondo del océano.
Poco después, tres cabezas rompieron casi simultáneamente la superficie del agua, iluminada por los dorados rayos del sol primaveral.
Acodado negligentemente sobre la borda, Tomkin mordisqueaba una manzana, mientras Puig, a su lado, fumaba un enorme habano, medio recostado de espaldas al mar, enrojecido por el sol poniente. Entre ambos, el pecoso y atónito Elmer les hacía admiradas preguntas:
—¿Y decís que subisteis sin batiscafo desde más de 3.000 metros?
—En efecto —repuso Tomkin con indiferencia—. ¿Para qué necesitábamos el batiscafo a la subida? Ese armatoste es muy bueno para bajar, pero para subir se puede prescindir perfectamente de él.
—Pero creo que os atacaron, ¿verdad? —preguntó Elmer.
—Sí, señor —repuso Tomkin—. Veinte grandes naves submarinas tripuladas por docenas de hombres-peces.
—Eran treinta naves —corrigió Puig.
—Sí, treinta. Es verdad. Estábamos a dos metros del fondo —prosiguió Tomkin— cuando aparecieron por todos lados. En un santiamén dejaron el batiscafo hecho una criba. Convertido en una piltrafa, cayó sobre el fondo como un globo desinflado. Entonces yo le dije a John: «Oye, John abre la escotilla, que quiero salir».
—¿Y John, qué hizo? —dijo Elmer.
—Pues abrirla, hijo. Allí dentro hacía mucho calor. Salimos por ella tranquilamente, tapándonos las narices. Las naves atléticas…
—Atlantes —corrigió Puig.
—Atlantes, pues. Las naves atlantes ya habían desaparecido. De pronto, se abalanzó sobre nosotros un tiburón de esos de ojos saltones, y luego otro. ¿Qué hice yo, entonces? Agarrarlos por las colas, y atárselas. De este modo no pudieron huir, y se quedaron inmóviles y lanzando maldiciones, pues cada uno tiraba en dirección opuesta.
—¿Y que hicisteis, entonces? —preguntó Elmer.
—Pues continuar subiendo. Yo agarré un pulpo de esos que lanzan chorros de tinta luminosa, y lo oprimía a intervalos regulares. El bicho soltaba entonces un buen chorro, y yo subía unos metros. John se agarró una medusa, y subía con ella como con una sombrilla. En cuanto a Puig, encontró a una sirena preciosa y se fue con ella del brazo. No le volvimos a ver hasta dos horas después.
Elmer se dio una palmada en la frente… —¡Hombre, no había pensado en ello! ¿Y cómo respirabais?
—¡Ah! Ese es un detalle sin ninguna importancia…, te aseguro, Elmer, que no tiene ninguna importancia. Ninguna…
Y Tomkin siguió mordisqueando concienzudamente la manzana, mientras Puig, muy serio, soltaba grandes bocanadas de humo de su habano, con la mirada perdida en la lejanía.