CAPÍTULO 8
EN LA ENTRAÑA DEL MISTERIO

Desde que Silotti y uno de los Falcone perdieron lamentablemente la vida en el pecio de un navío moderno, John recomendó que se adoptasen las mayores precauciones al visitar barcos naufragados. Sin embargo, y después de lo ocurrido en el pecio del «Ciudad de Orán», se hacia absolutamente necesario explorar los restos de navíos hundidos.

El «Ciudad de Orán» yacía a treinta metros de profundidad, a una milla y media de la población de Porquerolles, en la Costa Azul. Torpedeado a principios de la última contienda, perecieron en el naufragio un centenar de tripulantes. Si bien se trataba de un hermoso paquebote construido en 1930 en astilleros italianos, que desplazaba 3.000 toneladas y tenía una eslora de 160 metros, transportaba tropas a la sazón, y ello motivó el ataque del submarino. Tumbado de costado en el fondo, y recubierto de una espesa capa de vegetación marina, el hermoso barco iba pudriéndose lentamente en las profundidades, como un melancólico espectro de lo que antaño fuera.

Sobre él descendieron aquel fatídico 3 de mayo Tomkin, Silotti, Costa, Guido Falcone y el propio John. Bajando lentamente en un agua algo turbia, los seis buceadores no tardaron en divisar la imponente y negra mole del barco. Acercándose a su cubierta, que formaba una verdadera alfombra vegetal, se asieron a las herrumbrosas barandillas de la borda, disponiéndose a aventurarse por la gran escotilla de carga, en dirección a las oscuras bodegas.

A nivel de la segunda cubierta, Tomkin invitó con un gesto a sus compañeros a seguirlo por un oscuro corredor. Avanzando por él vieron a ambos lados las negras aberturas de las puertas de los camarotes, en los que desde hacía tantos años no entraba un ser humano. Ante uno de ellos Tomkin se detuvo, apoyado con sus manos en el umbral y mirando hacia el interior. Con un suave movimiento de sus pies de pato, penetró por la abertura… Aquella ruina había sido un lujoso camarote de primera: a un lado aun se veía la bella bañera de porcelana y el lavabo. Sobre éste Tomkin vio una superficie empañada. Frotándola, pronto se halló contemplando su cara de habitante de otro planeta en la superficie de un espejo, sobre el que pendía aún la bombilla, intacta. Saliendo del camarote, Tomkin siguió a sus compañeros. Cuando los iba a alcanzar, vio que éstos se detenían, como heridos por el rayo. Aproximándose, tocó a John en un brazo. Éste le indicó una serie de ventanos, que se abrían en la pared del corredor. Asomándose cautelosamente a uno de ellos, Tomkin contempló una escena de pesadilla. Ante él tenía una larga habitación que probablemente había sido el rancho de oficiales. El centro estaba ocupado por una estrecha mesa… y en torno a ésta, ocho hombres-peces, verdes, estaban sentados, conversando por señas, en un mudo lenguaje mímico. La penumbra azulada que reinaba en la estancia aún daba mayor carácter de irrealidad a aquella escena de aquelarre. Los hombres-peces parecían formar parte de un sueño monstruoso. Hablaban en completo silencio, sin abrir sus espantosas bocas de rana. John, con un gesto, indicó a sus hombres que preparasen sus fusiles submarinos, cargados con bala explosiva esta vez. Lentamente, el grupo de buceadores se aproximó a la puerta. Avanzando súbitamente, John y Tomkin encañonaron con sus armas a los desprevenidos hombres-peces. Tras un momentáneo estupor, éstos se levantaron y se abalanzaron nadando hacia la puerta. Sonaron dos explosiones, y los dos hombres-peces que iban al frente cayeron mortalmente heridos. Pero los restantes ya estaban encima. Los compañeros de John y Tomkin no se atrevían a disparar en aquel reducido espacio, para no herir a los primeros. Así es que, desechando sus fusiles, todos empuñaron los cuchillos. En el estrecho corredor del barco hundido trabóse una lucha horrible y silenciosa. John hundió su cuchillo en el pecho del primer hombre-pez que se le vino encima, y Tomkin seccionó la yugular a otro de ellos. Pero Falcone caía a su vez mortalmente herido, con un cuchillo con mango de oro clavado en su espalda, mientras que al desgraciado Silotti uno de los hombres-peces le arrancó los tubos anillados de un brutal tirón. El desgraciado, debatiéndose, intentó ganar la salida del corredor, pero se ahogó antes de llegar a ella, cayendo lentamente al fondo, como un pelele.

Los hombres-peces restantes consiguieron abrirse paso, y se perdieron en las azules aguas que rodeaban al barco hundido. Recogiendo los cadáveres de sus compañeros, los supervivientes emprendieron tristemente el regreso a la superficie.

La noticia del descubrimiento, en el Atlántico, de restos arquitectónicos sumergidos a gran profundidad, se esparció rápidamente por el mundo. Después de celebrar consejo con los sabios franceses, el comandante Cheneveaux decidió efectuar una nueva inmersión con el batiscafo sobre los fabulosos restos.

—La estructura general de los fondos atlánticos —argumentaba Le Verrier ante una asamblea de oficiales de la Marina norteamericana presididos por el comandante nos permite demostrar que la historia de este océano ha conocido distintos puentes continentales que enlazaban las orillas del África actual con la América Central y del Sur. Y partiendo de la formación de los mares antiguos, se pone de manifiesto la necesidad geológica de un último puente atlántico terciario; que luego quedó reducido a la isla citada por Platón y que Bory de Saint-Vicent ya había señalado como de probable existencia con notable anterioridad al gran oceanógrafo Le Danois, pero sin la documentada exactitud con que éste nos la presenta en el tiempo y en el espacio. En este océano, pues, las isóbaras coinciden en señalar la existencia muy antigua de un puente continental, allí donde tantos geólogos, poetas y eruditos han señalado los restos y el emplazamiento de la Atlántida. Sus últimos vestigios en tierra firme serían las montañas gemelas del Atlas y la Penibética. ¡Y este lugar, señores, seria el que se encuentra exactamente bajo nuestros pies, a 3.500 metros de profundidad, y donde mis compañeros y yo hemos contemplado grandes y fabulosos restos arquitectónicos!

No cabía duda; la Atlántida había sido descubierta. Si este descubrimiento tendría alguna relación con la guerra que enfrentaba a Rusia y América, sólo el tiempo podría decirlo. Pero, desgraciadamente, no se había de tardar en tener una terrible confirmación de que, en efecto, existía relación entre ambos hechos…

Una mañana, ocho días después del descubrimiento de los restos, el batiscafo estaba listo para sumergirse nuevamente. Ocuparían el reducido espacio disponible en la barquilla de acero el comandante Cheneveaux y Le Verrier, acompañados de Le Toiser, que había solicitado insistentemente que se le permitiese descender en esta ocasión. Ultimados todos los preparativos, se quitó el cable de remolque que unía al batiscafo con el «Minnesota» y el navío de las profundidades empezó a sumergirse lentamente, después que sus tripulantes hubieron llenado de agua el pozo de acceso.

La inmersión se realizó sin incidentes. Le Toiser contemplaba fascinado aquel mundo mágico de luces fosforescentes, completamente nuevo para él. Se alcanzó el fondo a la hora escasa de la inmersión. El batiscafo se hallaba sobre la interminable llanura arenosa, poblada de escualos de ojos globulares. Orientándose con la brújula, Le Verrier dirigió lentamente la nave hacia el lugar donde habían sido localizadas las construcciones. Mientras el batiscafo progresaba con lentitud a tres metros del fondo, Cheneveaux y Le Toiser, pegados a los tragaluces de lucita, observaban aquel extraño paisaje, que de no ser por los potentes reflectores del batiscafo, estaría sumido en una noche eterna. Le Toiser señaló varias veces la presencia de tiburones, pero de pronto lanzó una aguda exclamación, asiendo fuertemente por el brazo al comandante:

—¡Ellos, Philippe! ¡Ellos!

—¿Qué has visto, Jacques? —preguntó Cheneveaux.

—¡Míralos…, vienen hacia aquí! ¡Son dos hombres-peces!

Acercando su rostro al tragaluz de proa, Cheneveaux observó, atónito, a dos hombres-peces que nadaban lentamente hacia la barquilla. En aquel momento pasaban bajo el reflector de proa, que hizo lanzar destellos a su verde piel escamosa. Los dos extraños seres llevaban una especie de arpón en la mano derecha, y de su cintura pendía un afilado y brillante puñal. Se dirigían en línea recta hacia la esfera del batiscafo.

Súbitamente reinó un silencio mortal a bordo de la nave.

—¿Qué sucede? —preguntó Cheneveaux.

—Los mandos no obedecen… —dijo con voz trémula Le Verrier—. El batiscafo se ha detenido. El motor ha dejado de funcionar.

Los dos hombres-peces contemplaron su interior. Cheneveaux tenía a menos de medio metro aquellos dos rostros espantosos, que le contemplaban con sus ojos saltones. Bruscamente, los dos monstruos desaparecieron. El comandante, que no había abandonado su puesto de observación, advirtió a Le Toiser:

—Vienen tres más…, ¡y detrás otros…, y otros!

Le Verrier luchaba inútilmente por poner el motor en marcha. Parecía como si una misteriosa radiación hubiese paralizado los centros vitales del batiscafo. Éste se hallaba rodeado ahora por un verdadero enjambre de hombres-peces, que lo examinaban curiosamente. La esfera de acero oscilaba débilmente bajo los golpes de aquellas manos y cuerpos desnudos. Junto a la proa bullía un espeso grupo de monstruos, que parecían realizar alguna operación determinada. De pronto se notó un fuerte tirón, que hizo tambalear a los tres impotentes tripulantes. El batiscafo volvió a avanzar sobre el fondo.

—¡Nos están remolcando! —exclamó Cheneveaux, con semblante grave—. Pero… ¿Hacia dónde?

La respuesta no tardó en llegar. El batiscafo se cernía sobre los fabulosos restos arquitectónicos entrevistos en la inmersión anterior. En aquel momento Le Verrier exclamó, con voz entrecortada:

—¡La radio…! ¡La radio funciona! Voy a lanzar un mensaje al «Minnesota».

El Capitán del «Minnesota» se hallaba escrutando con sus gemelos la tranquila superficie del Océano, cuando un marinero se presentó ante él:

—Señor, el telegrafista está captando un extraño mensaje del batiscafo.

—Voy enseguida, muchacho.

En la cabina del telegrafista, el Capitán tomó en sus manos el mensaje que aquél le ofrecía. Con semblante demudado, empezó a leer:

«Atención…, atención… aquí batiscafo… Estamos en poder de los atlantes… los hombres-peces nos conducen hacia un enorme templo sumergido… El batiscafo pasa bajo una gigantesca arcada de piedra… enfila un túnel ciclópeo… extrañamente iluminado con luces verdes invisibles… A nuestra espalda se cierra una gigantesca compuerta… Vemos que el batiscafo se sumerge lentamente hacia el fondo… Soltamos lastre para no chocar con él… mirando hacia arriba, vemos la superficie del agua… ¡El batiscafo está flotando! Se abre ante él otra inmensa compuerta, y seguirnos avanzando… Utilizo el periscopio… Nos hallamos en una inmensa sala pétrea, recubierta por una gigantesca bóveda… ¡al parecer con aire! En realidad, es como un enorme lago submarino. En uno de sus lados hay una especie de muelle, y sobre él. ¡Hombres! ¡Hombres cubiertos con majestuosos mantos verdes y con luengas barbas blancas… y respirando aire! Ahora los hombres se separan y se inclinan, y entre ellos aparece una mujer bellísima… con una diadema de oro sobre la frente…».

La comunicación se interrumpía aquí. El telegrafista, volviéndose hacia el Capitán, dijo:

—La transmisión, después de esto, es mucho más débil. Sin embargo, aquí tiene usted lo que he podido sacar en claro:

«… un altar, y a su lado… prepara brillantes instrumentos… nos conducen hacia allí…».

La comunicación volvió a interrumpirse, esta vez definitivamente. A bordo todos escrutaban ansiosamente el mar, y el telegrafista se inclinaba hacia su aparato, tratando de captar algún otro mensaje. Pasaron las horas previstas para la emersión y el batiscafo no reaparecía. Una inenarrable desesperación se apoderó de todos. Las horas pasaban lentamente… cayó la noche, larga, interminable… Al alborear el día siguiente, a bordo del «Minnesota» se perdieron ya las últimas esperanzas.

Entre tanto, los tres audaces exploradores submarinos vivían en un mundo de pesadilla. ¡Estaban prisioneros de los atlantes! Por monstruoso y fantástico que aquel hecho fuese, había que aceptarlo como real. Ni Le Verrier ni Cheneveaux ni su compañero soñaban. Se hallaban en manos de una misteriosa y desconocida raza de hombres que habitaba las profundidades oceánicas y que se servían de unos extraños seres, más marinos que terrestres, para realizar sus designios.

Volviéndose hacia sus dos silenciosos compañeros, Cheneveaux dijo:

—Hemos caído en una verdadera trampa. Aunque los motores del batiscafo volviesen a funcionar, no podríamos salir de aquí. Creo que no nos queda otra opción que desembarcar. Tal vez podremos parlamentar con ellos.

En silencio, Le Verrier accionó el dispositivo de aire comprimido que expulsaba el agua del pozo de entrada. Al cuarto de hora se habían quitado las ocho gruesas tuercas que aseguraban la escotilla de entrada a la cabina, y los tres exploradores la separaron con prudencia, dispuestos a colocarla de nuevo en su lugar si la atmósfera exterior era irrespirable. Una bocanada de aire salobre entró por las rendijas… quitando completamente la puerta, pronto se hallaron respirando a plenos pulmones un aire cargado de humedad, pero perfectamente puro. Se inició el ascenso por el pozo, cuyas paredes aun estaban húmedas y brillantes, debido al agua que se escurría por ellas. El primero en salir a la torreta fue Le Toiser. Cheneveaux y Le Verrier pronto estuvieron a su lado. Paseando lentamente sus atónitas miradas en derredor, vieron que se hallaban en una inmensa sala pétrea en la que reinaba un verdoso resplandor uniforme. La casi totalidad de la sala se hallaba ocupada por las oscuras aguas del lago sobre el que flotaba el batiscafo. Éste se hallaba atracado a un muelle de granito gris, sobre el cual se apiñaba una extraña multitud. A menos de cuatro metros del batiscafo, una hilera de guerreros con yelmos y corazas de oro montaba guardia, empuñando largas lanzas. Detrás de la hilera de guerreros un grupo de hombres majestuosos, de grandes barbas, blancas y envueltos en mantos verdes, rodeaban a una joven bellísima, vestida con un atuendo bárbaro y extraño, en el que brillaban el oro y las piedras preciosas a sus menores movimientos. En el fondo del muelle se abría lo que parecía ser la entrada de un templo, con dos gigantescas estatuas de dioses a los lados y un altar de piedra negra a la izquierda. A la derecha del muelle se abría la boca de un ancho túnel, donde se apiñaba una silenciosa multitud, contenida por una hilera de guerreros. Nadie hablaba ni se movía, contemplando a los tres tripulantes del batiscafo.

El Comandante Cheneveaux se volvió hacia sus compañeros.

—Bien, hay que hacer algo. Opino que debemos descender para ir a saludar a la reina. ¿Habla usted algún idioma antiguo, profesor Le Verrier?

—Sí… sánscrito, copto y griego clásico… no sé si será suficiente.

Pronto se hallaban pisando las losas de granito que formaban el muelle. La guardia de guerreros se apartó para dejarles paso. Cheneveaux los examinó con curiosidad. Eran hombres altos, rubios, de ojos azules y tez muy pálida. Sus facciones eran correctas, pero tristes. Su atuendo militar recordaba el de los antiguos griegos, pero las cimeras de sus cascos representaban aletas de pez. Probablemente no sabían lo que era un pájaro ni habrían visto nunca el sol.

Siguieron avanzando hacia la reina. Ésta les aguardaba, rodeada de sus sacerdotes, pues indudablemente lo eran, y altos dignatarios de aquel misterioso reino sumergido. Algunos de aquellos imponentes ancianos se tocaban con enormes mitras, parecidas a las tiaras persas y babilónicas. El riquísimo y fastuoso vestido de la reina recordaba la moda cretense o la de las sacerdotisas mayas y aztecas. Mirando de reojo, Le Toiser vio que la hilera de guerreros se había cerrado tras ellos, y avanzaba en su seguimiento. Le Toiser apenas tuvo tiempo de volverse cuando los primeros guerreros saltaron sobre ellos. Cogidos de improviso, fueron dominados fácilmente. Fuertemente sujetos, los guerreros los condujeron a viva fuerza hacia el altar que había junto a la puerta del templo. Le Toiser vio como el grupo de sacerdotes y la reina se ponían en movimiento, dirigiéndose hacia allí. Uno de los sacerdotes se adelantó y, colocándose junto al altar, escogió entre los brillantes instrumentos que había alineados sobre él. Al volverse, Le Toiser vio que empuñaba una especie de afilado bisturí. Tres guerreros condujeron al Comandante Cheneveaux hacia el altar. Mientras dos lo sujetaban fuertemente, el tercero descubrió su pecho, rasgando brutalmente sus ropas. Luego, entre los tres, lo tendieron de espaldas sobre el altar, a pesar de los desesperados esfuerzos que hacia por desasirse.

El sacerdote que empuñaba el bisturí se colocó junto al cuerpo de Cheneveaux y levantó lentamente el brazo, a tiempo que pronunciaba graves palabras en una lengua extraña. Cuando se disponía a hundir el puñal en el pecho de Cheneveaux, la reina dio una orden imperiosa, levantando al propio tiempo el brazo. Le Toiser observó la expresión de estupor de los guerreros que lo sujetaban, y aprovechando su momentánea distracción, se libertó con una brusca sacudida, y en un verdadero salto de tigre se abalanzó sobre el sacerdote que empuñaba el cuchillo. Ambos rodaron por tierra, y a los pocos segundos se levantó Le Toiser, con el arma en la mano. Mirando a su alrededor, vio los rostros amenazadores de los guerreros, que bajaban hacia él sus lanzas, disponiéndose a atacarle.

—¡Huye! —le gritó Cheneveaux, aun sujeto sobre el altar—. ¡Huye! ¡Por el templo!

Con una rápida mirada, Le Toiser comprendió que no se le ofrecía otra escapatoria. Volviéndose, corrió hacia la entrada del templo y se internó en su tenebroso interior. Ante él se extendía una inmensa sala, de piso bruñido, que brillaba con un apagado resplandor de agua marina. A trechos se alzaban en la nave del templo enormes y gruesas columnas, cuyo extremo se perdía en las sombras. En el aire flotaba un acre olor de incienso. Le Toiser corrió rápidamente, pasando junto a varias columnas y adentrándose en el templo. El fondo del mismo se hallaba ocupado por el pedestal de una gran estatua de piedra negra, que representaba probablemente a algún dios marino. En pebeteros ardía incienso, de unos cóncavos recipientes salía un azulado resplandor. A la derecha de la estatua Le Toiser entrevió una puertecilla. Ésta daba a un corredor de piedra, sumido por completo en la sombra. Le Toiser avanzó por él, palpando la pared con sus manos y tanteando el terreno antes de pisar, para no caer por algún pozo. A sus espaldas le parecía oír ruido de voces y el sonido metálico de las armas. Lo más probable era que los atlantes le persiguiesen.

Cuando llevaría recorridos unos doscientos metros por el oscuro corredor, Le Toiser llegó a un brusco recodo. El corredor giraba en ángulo recto, y allá lejos le pareció vislumbrar un débil resplandor. A sus espaldas no se oía nada. Los guerreros, tal vez temerosos del dios, no habían querido seguirlo hacia las entrañas del templo. Le Toiser siguió avanzando. El débil resplandor se convirtió en un rectángulo iluminado. Una puerta, por la que se asomó con prudencia Le Toiser. Sus ojos contemplaron una sala cuadrada, de reducidas dimensiones y desprovista totalmente de muebles. De cuatro recipientes colocados en los ángulos salía un resplandor azul. Empuñando fuertemente la daga, Le Toiser penetró en la sala. A un lado se abría otra puerta. Atravesándola, penetró en otra sala similar, y luego en otra. Después de recorrer diversas salas y pasadizos, en cuyas paredes se veían extraños bajorrelieves que representaban seres mitológicos, Le Toiser se detuvo ante una verdadera puerta, es decir, formada por dos batientes, a diferencia de las otras, que eran simples aberturas en los muros. Le Toiser examinó el material de que estaba hecha la puerta: parecía liso y bruñido carey, de color rojo oscuro. Empujó suavemente uno de los batientes, y éste cedió. La puerta estaba abierta. Abriéndola con lentitud, Le Toiser contempló algo que le dejó atónito: Una sala decorada con tal fastuosidad, que ningún personaje de Las Mil y Una Noches hubiera podido soñar nada semejante. Gruesas alfombras, tapices de colores violentos, extraños muebles de metal y de vidrio… Mientras Le Toiser contemplaba aquel bárbaro decorado, oyó rumor de voces que se aproximaban. Rápidamente, se dirigió hacia un pecado tapiz que pendía de una de las paredes, y se ocultó tras él. Las voces que se aproximaban eran femeninas. Por una puerta opuesta a la que él había entrado, no tardó en aparecer la misma joven que habían visto durante la escena del sacrificio. A diferencia de los guerreros, era de tez morena, aunque pálida, y su cabello era de un negro azulado. La acompañaban tres mujeres vestidas más sencillamente que ella. Con gesto fatigado, la joven se sentó sobre unos almohadones, y las mujeres empezaron a despojarla de sus joyas. La joven contestaba con monosílabos a las cariñosas palabras de sus compañeras.

Cuando éstas salieron, la joven sólo vestía una blanca túnica con orla verde, en la que brillaban hilos dorados. Un solitario diamante azul resplandecía en el centro de una pequeña diadema de oro que ceñía sus sienes.

Le Toiser juzgó llegado el momento de jugarse su suerte y la de sus compañeros a una sola carta. Saliendo bruscamente de su escondite, se presentó ante la joven. Lanzando un grito, ésta se levantó e hizo además de huir, pero Le Toiser saltó hacia ella y la sujetó por un brazo, a tiempo que decía:

—Espere…, quiero hablar con usted.

La joven lo miró con sus grandes ojos verdes, y sus rojos y carnosos labios se abrieron, para decir en purísimo griego:

—¿Quién eres?

Le Toiser había estudiado griego, aunque no muy a fondo, en sus años de Liceo. Nunca tuvo muy buenas notas en esta asignatura, y en aquellos momentos se maldijo por no haber sido el primero de la clase. Sin embargo, sus conocimientos de la armoniosa lengua de Homero eran más que suficientes para sostener una conversación corriente. Así es que repuso, hablando con la mayor lentitud posible:

—Somos amigos…, habitantes de Europa…, ¿por qué nos queréis matar?

La joven le miró sorprendida, y luego miró la mano con qué Le Toiser la sujetaba aún. Éste la soltó inmediatamente. Entonces la joven le indicó con un gesto uno de los escabeles próximos, mientras ella se sentaba en otro.

—Soy Antinea, hija de Antinea y reina de la Atlántida. Con vuestra extraña máquina habéis pretendido descubrir nuestro secreto.

—No, Antinea —dijo Le Toiser—. Mis compañeros y yo venimos en son de paz. Son vuestros horribles hombres-peces quienes nos han atacado y han sembrado de cadáveres las playas de nuestra Europa. Además, vuestras naves submarinas han atacado solapadamente la flota de una gran potencia, y este ataque es hoy la causa de una guerra que asola al mundo.

Antinea abrió desmesuradamente los ojos.

—¿Es cierto lo que dices, extranjero? Mis sacerdotes me han contado cosas muy diferentes. Me han dicho que vosotros pretendíais destruir a nuestro pueblo, y que erais unos seres diabólicos que se bebían la sangre de sus víctimas.

Le Toiser la miró fijamente a los ojos.

—¿Crees, oh reina, que yo tengo cara de beberme la sangre de mis víctimas? Te juro que tus repugnantes hombres-peces han dado muerte a centenares de compatriotas míos, después de arrancarles los pulmones.

—No sé si creerte, extranjero.

—Tienes que creerme. Además, ¿por qué has detenido el brazo del ejecutor, cuando se disponía a dar muerte a mi compañero?

—Quería interrogaros…, no quería que os matasen sin baberos arrancado alguno de vuestros secretos. Pero entonces tú has huido.

—Dime, reina, ¿qué ha sido de mis compañeros? ¿Están aún vivos?

—Sí, aunque contra la voluntad de mi gran sacerdote, Quetzalcoatl.

—¿Quetzalcoatl? Pero si ése es el nombre de un dios azteca… ¿Qué misterios se ocultan entre vosotros? Sin responder, Antinea dijo:

—Aun no creo del todo tus palabras, extranjero. Deseo hablar con mi Gran Sacerdote para averiguar la verdad. Mientras habló con él, tú volverás a ocultarte detrás del tapiz. Si llego a tener la convicción de que has hablado con falsía, ordenaré que te den muerte aquí mismo. De lo contrario, te ampararé con mi poder real.

Levantándose, Antinea tiró de un cordón que pendía del muro. Al propio tiempo, indicó a Le Toiser que se ocultase.

Apenas se hallaba éste tras el tapiz, cuando se abrió la puerta del fondo y apareció una de las servidoras de la reina. Tras escuchar la orden que ésta le dio en una lengua incomprensible, la esclava se retiró. A los pocos momentos regresaba acompañada de un anciano cubierto con manto verde y de imponente prestancia, aunque con ojillos de mirada astuta y malvada. Con un gesto, Antinea ordenó a la esclava que los dejase solos.

Sin sentarse ni invitar al anciano a que lo hiciese, Antinea empezó a hacerle preguntas en su lengua extraña y musical. El anciano respondía al principio gravemente, con voz sonora y solemne y sin inmutarse. De pronto sus ojos llamearon, y respondió con voz airada a una pregunta de Antinea. Ésta hizo un gesto imperioso, y el terrible anciano se calló, mirándola con expresión de odio. A partir de este momento, se entabló entre ambos una discusión violenta. Había instantes en que ambos se apostrofaban y trataban de hablar a la vez. El Gran Sacerdote empezó a pasear por la estancia como un toro rabioso, haciendo enérgicos gestos de denegación. Por último Antinea le señaló la puerta con el brazo extendido, y el viejo salió por ella mascullando sordamente y sin despedirse de la reina.

Antinea se volvió hacia el tapiz, y ordenó en griego al extranjero que saliese.

—Como has visto, nos hemos peleado —dijo a Le Toiser—. Ahora sé que tus palabras eran ciertas y que ese viejo zorro me ha estado mintiendo desde hace años. En su lecho de muerte, mi madre ya me advirtió contra la casta sacerdotal, diciéndome que las reinas de la Atlántida hemos sido siempre un juguete en sus manos. Sin embargo, no se atreven a eliminarnos por nuestro origen divino, y porque saben que ello sería causa de una revolución entre el pueblo, a pesar de que la casta de los guerreros —con excepción de unos pocos— les es adicta. Soy una prisionera…, en una prisión de oro, pero quizá no más libre que vosotros.

—¿Qué hacer, pues, Antinea? Nosotros queremos regresar a la superficie…, no queremos morir bajo tres kilómetros y medio de agua.

—La superficie…, el sol… —dijo Antinea, con la mirada perdida en el vacío—. Nuestras antiguas tradiciones nos hablan de ese maravilloso país iluminado por una gran bola de oro. Nuestros antepasados lo contemplaron, fueron hombres como vosotros…

—¿Pero cómo es posible, oh reina, que hayáis sobrevivido a la destrucción de vuestra antigua isla?

—Cuando los dioses vaticinaron su próximo fin, nuestros augures ordenaron construir una gigantesca ciudad subterránea, con muros de granito de inmenso grosor y capaces de resistir el peso de montañas de agua. En un solo día, la Atlántida desapareció bajo las aguas, pero lo más escogido de su pueblo, con sus sacerdotes y toda la familia real, se hallaban encerrados en el recinto subterráneo. Sus paredes resistieron el cataclismo, y cuando la tierra dejó de temblar, el sol estaba perdido para siempre y se había convertido en una remota leyenda.

—¿Pero, y el aire? ¿Y la luz?

—Mucho antes de que en Europa empezaseis a pensar, nuestros sacerdotes ya habían arrancado sus secretos a la naturaleza. Algo de su ciencia llegó hasta los egipcios, y otro algo hasta ese continente que llamáis América. Sin embargo, no eran más que débiles vestigios. Desde hace miles de años conocemos el medio de arrancar el aire que se encuentra disuelto en el agua del mar, con lo cual nuestra vida está asegurada indefinidamente. Respecto a la luz, el estudio atento de los mismos peces que nos rodean, nos ha enseñado su secreto y a fabricárnosla como ellos hacen.

—Pero… ¿Y esos horribles hombres-peces?

—Son el resultado de la maravillosa ciencia quirúrgica de nuestros sacerdotes. Varios centenares de años después de nuestro descenso al fondo de los mares, se consiguió efectuar con éxito el primer injerto, en un esclavo. Luego los injertos se repitieron, y se llegó a crear una verdadera raza, distinta de la nuestra, cuyos hijos nacían ya dentro del agua y con branquias como los peces. Sin embargo, su número ha sido siempre muy escaso, pues se reproducen con dificultad…

—¡Ahora comprendo las razzias de hombres en nuestras costas!

—Sí —dijo Antinea—, yo también lo he comprendido. Quetzalcoatl me lo ocultaba, pero hoy, puesta ya sobre aviso, le he visto incurrir en algunas contradicciones y ha terminado revelándome claramente sus designios: la casta sacerdotal aspira al dominio del mundo, pero antes quiere aniquilaros. Sólo entonces, y no antes, los atlantes volveremos a nuestra patria de origen, la superficie de la tierra. —Antinea hizo una pausa—. Hasta hoy no me lo ha querido confesar. Quiere destruir a todos los países del mundo. Los más poderosos, según sus informes, son América y Rusia. De una manera que cuadra muy bien a su naturaleza artera y diabólica, ha empezado la guerra con perfidia y engaño. Las naves atlantes han atacado y han hundido un gran número de naves rusas, con la intención de que los rusos se crean víctimas de un solapado ataque americano. De este modo, encendiendo la guerra entre los dos colosos, Quetzalcoatl quiere esperar a que éstos se destruyan mutuamente para lanzarse entonces al ataque final. Con refinada astucia, ha escogido precisamente a Rusia como blanco de este ataque, para que la mano de los atlantes quede aún más oculta en la sombra. Atacando a un país ribereño del Atlántico, esto hubiera sido más difícil.

Hubo una pausa. Le Toiser se sintió abrumado por aquella terrible revelación. De todos sus semejantes, él era el único depositario del espantoso secreto. Al mismo tiempo, en su interior nacía una profunda compasión por aquella desdichada criatura que jamás había visto el sol y cuyos días habían transcurrido en una lóbrega prisión de granito, en manos de una casta de hombres crueles y ambiciosos.

—Antinea… —dijo Le Toiser—. ¿Quieres venir con nosotros a nuestro maravilloso mundo? Uno solo de sus valles o montañas bañadas por el sol, vale todo tu líquido y tenebroso imperio.

Antinea bajó la cabeza.

—¿Cómo podemos huir, extranjero? Nos rodean espesos muros de granito, y sobre nuestras cabezas hay montañas de agua. Además, yo aquí he nacido y aquí moriré, como mi madre…

—¿Vive tu padre, Antínea?

—Mi padre, como todos los padres de reinas, fue inmolado por los sacerdotes cuando yo nací. Su papel era sólo el de perpetuar la dinastía, y dar una nueva reina a los atlantes…

—Comprendo —dijo lentamente Le Toiser—. ¿Y tú…, has elegido ya esposo?

—No —respondió Antinea En su día, lo escogerán por mí los sacerdotes. Será mi compañero de unas noches, para caer luego bajo los puñales de la guardia de Quetzalcoatl, una vez éste sepa que la sucesión está asegurada.

—¿Y tú puedes resistir esto? —exclamó con ira Le Toiser, poniéndose en pie—. Huyamos ahora mismo en busca de mis compañeros, y los cuatro ascenderemos hacia la libertad y la vida en nuestro batiscafo. Y dime, ¿dónde están ellos?

—En un calabozo, custodiados por la guardia. No temas por ellos, que de momento no les matarán. —Estando contigo, no temo a nada ni a nadie— dijo Le Toiser.

Presa de un súbito rubor, Antinea bajó los ojos, pero no separó su brazo de la mano de Le Toiser…