CAPÍTULO 7
ESTALLA LA TERCERA GUERRA MUNDIAL

La misteriosa e inexplicable destrucción de casi la mitad de la flota soviética, trajo como consecuencia unas inmediatas y terribles represalias por parte de los rusos contra los supuestos autores del hecho. Un proyectil estratosférico teledirigido cruzó por encima del casquete polar, y con matemática precisión se abatió en el mismo centro de Washington. El proyectil transportaba una bomba de hidrógeno, que arrasó un área de seis millas cuadradas en el centro de la capital federal. Sin embargo, los servicios de inteligencia americanos habían podido prevenir con tiempo a los dirigentes, y la tremenda explosión produjo relativamente pocas víctimas, pues la mayoría de la población había sido evacuada. A esta acción no siguió el esperado contraataque americano con armas atómicas, porque afortunadamente se impuso la voz de la prudencia, que aconsejaba no lanzarse a una desenfrenada y loca carrera atómica; presos de temor ante las posibles represalias, los rusos, por su parte, no lanzaron ninguna bomba.

Aparte de aquellos dos hechos espectaculares, o sea la destrucción de media flota rusa en Vladivostok y el lanzamiento de la bomba de hidrógeno sobre Washington, pocas fueron las acciones de aquella guerra durante las primeras semanas, pues los contendientes se hallaban dominados por el temor o la prudencia. Ninguno de ambos ignoraba que jugaban con fuerzas colosales, que una vez desencadenadas podían tener consecuencias desastrosas para la humanidad. No faltó quien recordó la descabellada teoría que afirmaba que los cráteres de la luna eran el último y espantoso vestigio de una guerra atómica que había destruido toda la vida sobre nuestro desdichado satélite, cuya civilización había alcanzado grados avanzadísimos, y que la cultura selenita recibió el golpe de gracia con la explosión que creó el gigantesco cráter de Tycho.

El temor a los ataques atómicos mantenía a las poblaciones atenazadas constantemente por la angustia. Todos sabían que la muerte podía venir del cielo, invisible, en cualquier momento. Entre tanto, rotas ya totalmente las relaciones diplomáticas entre Rusia y los Estados Unidos y los países de aquende y de allende el telón de acero, el mundo se dividió más que nunca en dos bloques hostiles, que se vigilaban con recelo, armados hasta los dientes. En el mar tuvieron lugar algunas escaramuzas entre las flotas enemigas, con suerte variable. Volvió a encenderse la guerra en la desdichada península de Corea, que un armisticio hecho a toda prisa había dividido en dos mitades irreconciliables. España puso en pie de guerra su Ejército, que vigilaba día y noche los abruptos pasos de los Pirineos. Inglaterra se encerró en su isla como un galápago en su concha, preocupándose únicamente de mantener el contacto con sus lejanos y vastos dominios.

Sin embargo, aquella guerra, clara a los ojos de todo el mundo, era por completo inexplicable a los ojos de uno de los contendientes. El Pentágono pensó al principio que el hundimiento de las naves soviéticas fue una añagaza o un pretexto que buscó el Kremlin para desencadenar la Tercera Guerra Mundial. Pero pronto supo que la catástrofe había sido real y que los rusos no habían tenido parte alguna en ella, como no fuese la de víctimas, pues ya queda dicho que por aquellos días los submarinos atómicos estaban todos en sus bases. Quedaba, pues, en el más completo misterio la naturaleza del agresor. Descartados los rusos, una tremenda incógnita se alzaba ante los hombres del Pentágono.

—Hay un tercer elemento en juego, señores, —afirmó el Presidente de los Estados Unidos en una reunión secretísima celebrada por los altos jefes militares de la nación—. Un tercer agresor, desconocido y solapado y que emplea armas submarinas de una potencia aterradora. Creo que a este mismo agresor se deben los extraños asesinatos que llenan de cadáveres las playas de todo el globo.

Un gran silencio acogió estas palabras del Presidente. En torno a la larga mesa, los altos jefes militares cambiaban miradas llenas de preocupación. Tanto los servicios de inteligencia exterior como el FBI se estrellaban, en sus esfuerzos para esclarecer la naturaleza del agresor, ante un espeso e impenetrable muro de silencio, que empezaba precisamente a las orillas del mar.

El contraalmirante Kimberley, jefe de la Flota metropolitana, dijo entonces:

—Estos días, señor Presidente, nuestro Departamento ha recibido una petición del famoso explorador submarino y científico francés, comandante Cheneveaux, en el sentido de que le sea cedido uno de los batiscafos de que disponemos, para efectuar con él inmersiones a gran profundidad en el Atlántico. En la memoria que acompaña a su petición, el comandante dice conocer la naturaleza del misterioso agresor.

—¿Quién es, contraalmirante? —preguntó el Presidente, en medio de un expectante silencio.

—Los atlantes, señor Presidente.

El contraalmirante hizo una pausa. Los reunidos volvieron a cambiar miradas de asombro, teñido de incredulidad esta vez.

—¿Y cuál es su parecer, contraalmirante Kimberley? —volvió a preguntar el Presidente.

—Que debemos cederle un batiscafo para efectuar con él un número limitado de inmersiones. A la luz de los últimos y extraños acontecimientos, puede haber algo de verdad en las afirmaciones del comandante Cheneveaux. La hora por la que atraviesa el mundo es demasiado grave, para que nos detengan unas pequeñas consideraciones pecuniarias. En resumen, creo que nada perderemos con ayudar momentáneamente al investigador francés.

Inequívocas señales de asentimiento se mostraron entre los reunidos.

El contraalmirante continuó:

—Evidentemente, algo raro ocurre en el mundo. Varias veces nuestros sistemas de detección han localizado el paso de naves submarinas no identificadas y de marcha prodigiosamente rápida. Algunos sumergibles han desaparecido en circunstancias misteriosas. Además, nos consta que los hombres del comandante Cheneveaux apresaron a un extraño ser de apariencia humana cerca de Marsella. Un joven periodista americano, Elmer O'Hara, consiguió fotografiarlo. Su fotografía, enviada al «Tribune» de Filadelfia, ha sido examinada por nuestros técnicos, los cuales han, declarado que es auténtica y no ha sido amañada. Sin embargo, como recordarán ustedes, el comandante Cheneveaux fue objeto de una violenta campaña de descrédito en diversos países de Europa, donde llegó a acusársele de falsario. Repito que en estos momentos, la situación es demasiado grave para que le neguemos nuestra ayuda.

Cuando hubo terminado el contraalmirante, el Presidente dijo:

—Creo que interpreto el sentir de todos ustedes proponiendo que el Departamento de Marina de las oportunas órdenes para que el batiscafo que pide el comandante Cheneveaux le sea entregado, junto con todas las facilidades técnicas que requiera.

Así terminó aquella asamblea, después de que el Presidente hubo pedido a los que asistieron a ella, el más riguroso secreto sobre los acuerdos adoptados.

Mientras el comandante Cheneveaux partía hacia el Atlántico para iniciar las inmersiones a gran profundidad con el batiscafo, en compañía de los dos sabios franceses, que accedieron a unirse a él, y Le Toiser, John quedaba encargado de dirigir las operaciones de reconocimiento por los fondos mediterráneos. El Cuartel General se estableció en Mónaco, y diariamente patrullas de buceadores recorrían metódicamente los fondos del litoral, hasta profundidades de sesenta metros. La vigilancia era especialmente activa en las proximidades de puertos y playas. Los exploradores vislumbraron en alguna ocasión a hombres-peces verdes, pero nunca lo suficientemente cerca para que pudiesen entablar lucha con ellos y mucho menos tratar de apresarlos vivos.

Porque ésta era la orden: ¡Apresar vivo a un hombre-pez! Sólo se podían conocer los planes del enemigo si se le hacían prisioneros; y el que estos posibles prisioneros fuesen de una naturaleza casi extraterrestre, no alteraba la verdad esencial de este axioma bélico.

A la búsqueda de prisioneros, pues, se zambulleron una mañana John, Tomkin, Puig y Silotti. Se hallaban en uno de los parajes más bellos y fascinadores de la Costa Brava catalana: la región del Estartit y las Islas Medas.

El “Circe” ancló a sotavento de la isla Meda pequeña, disponiéndose John, Tomkin, Puig y Silotti a efectuar un reconocimiento de aquellos fondos. Puig, natural del país y que había explorado aquellas aguas, les habló de lo que había visto en ellas:

—Como veis, las islas Medas son enormes pináculos de piedra que se yerguen casi verticalmente hacia el cielo. La Meda pequeña se halla atravesada por un túnel, que se ensancha en su interior formando una enorme caverna, con las paredes revestidas de coral completamente virgen, pues los buzos no han podido penetrar jamás en ella. En el techo de la caverna, que se eleva considerablemente, se abren unas chimeneas rocosas que se pierden…, ¿hacia dónde? ¿Hacia una gran caverna interior, con aire? No lo sé, porque no he terminado de ascender por ellas en ninguna de las visitas que efectué con compañeros míos, en busca de coral. La entrada de la gran caverna sumergida se halla a veintiséis metros de profundidad.

Descendiendo en las azules aguas, los cuatro buceadores pronto se hallaron en un maravilloso fondo rocoso, de abruptos desfiladeros cortados a pico, de grandes peñascos recubiertos de algas, de laderas escarpadas en las que se alzaban diminutos candelabros blancos. John hizo un gesto con la mano, indicando a Puig y a Silotti que se dirigiesen hacia la izquierda, mientras él y Tomkin iban a explorar hacia la derecha. John consultó su profundímetro estanco: veintidós metros. La superficie ya no se veía: sólo era un resplandor azulado. Empuñando su fusil submarino cargado con arpón y sedal —si era necesario, se cazaría al hombre-pez ensartándolo por una parte no vital, como si se tratase de capturar un buen ejemplar de mero— los dos exploradores avanzaron, moviendo sus pies calzados con aletas. Al volver una gran roca, ambos se detuvieron como heridos por un rayo: a cuatro o cinco metros de ellos, un hombre-pez rebuscaba entre unas algas. Con gestos lentos y cautelosas, John aprestó su fusil, dirigiéndolo hacia el extraño ser, que no se había apercibido de su presencia. El arpón salió disparado como una flecha, clavándose en un brazo del hombre-pez. Éste se revolvió como un tigre herido, empuñando el ástil de metal con la otra mano, y doblándolo y luego partiéndolo como si fuese una caña. En aquel instante, Tomkin disparó su arpón, pero el dardo pasó rozando el muslo del monstruo, sin herirlo. Éste se volvió hacia John y Tomkin, mirándolos con una espantosa expresión de furor. Viendo que sus adversarios eran dos y empuñaban sendos cuchillos con gesto decidido, optó por huir. Con la punta del arpón asomando aún de su brazo, se alejó hacia la pared del farallón, dejando tras él un rastro de sangre… verde.

John y Tomkin partieron en pos del hombre-pez. Apenas tuvieron tiempo de ver como desaparecía entre unas gorgonias. Acercándose a ellas con cuidado, ambos entrevieron la boca de un negro antro. Inmóviles a su entrada, se miraron: la cueva submarina de que les había hablado Puig. En efecto, sus profundímetros señalaban 26 metros. Apartando las bellas floraciones submarinas, ambos exploradores penetraron en la cueva. Ante ellos se extendían unas tinieblas insondables. Levantando la cabeza, vieron a unos seis o siete metros dos puntos fosforescentes, inmóviles. Empuñando con la mano izquierda el fusil, que había vuelto a cargar con un arpón de recambio, John descolgó con su derecha la lámpara submarina que llevaba a la cintura. Dirigiendo el potente rayo eléctrico hacia aquel lugar, vieron la odiosa cara verde del hombre-pez, que los estaba mirando. ¡Sus ojos eran fosforescentes! ¡Aquel ser veía en la oscuridad! Inmediatamente desapareció. Ascendiendo con lentitud por el interior de la caverna, John y Tomkin vieron, a la luz de sus lámparas, negras y brillantes rocas recubiertas materialmente de ramificaciones de coral. El techo del antro no se veía; sólo coral y roca que subía, subía. El hombre-pez había desaparecido. Dirigiendo sus rayos luminosos en todos sentidos, John y Tomkin sólo veían roca y coral. John apagó su lámpara e hizo señal a Tomkin de que hiciese lo propio: allá abajo, a muchos metros, se percibía débilmente un azulado resplandor: la entrada de la cueva. Volviendo a encender su lámpara, John consultó su reloj: hacía cerca de un cuarto de hora que vagaban por aquel antro sumergido. Mirando su profundímetro, casi no dio crédito a lo que sus ojos veían: ¡se hallaban únicamente a seis metros de profundidad! Dirigiendo el rayo de su lámpara hacia arriba, John vio que se hallaba en la base de una estrecha chimenea rocosa, que se perdía hacia las tinieblas superiores… ¿Hacia dónde?

De pronto sucedió una cosa horrible: Tomkin se había alejado cuatro o cinco metros, examinando el techo de la caverna, y John se hallaba solo, escrutando la negra chimenea rocosa. Sintió un brusco golpe en la mano, y la lámpara le fue arrebatada. Casi inmediatamente, le arrancaron de un tirón la boquilla y los tubos anillados de goma. Con una rapidez alucinante, John comprendió inmediatamente lo gravísimo de su situación. Se hallaba sin luz, y pronto se hallaría sin aire. Podría aguantar quince, veinte, veinticinco segundos, porque el ataque del hombre-pez se había producido a la mitad de una de sus inspiraciones. La misma rapidez con que le fue arrancado el tubo hizo que, automáticamente, sus labios se cerrasen, evitando que penetrase agua en su boca y en sus pulmones. Dio una rápida vuelta con el brazo extendido…, nada; su enemigo se había esfumado. Esperaba a un par de metros de distancia, tranquilamente, a que se ahogase. Como en un relámpago, John vio su única y remotísima posibilidad de salvación. La entrada de la caverna se hallaba a veintiséis metros de profundidad…, nunca podría llegar hasta ella y remontarla. Pero sobre su cabeza se abría una misteriosa chimenea… Había una probabilidad entre mil que a su extremo encontrase aire; lo más probable era que su cabeza chocase con una bóveda de piedra, para sufrir entonces la más horrible de las muertes… Pero era su única alternativa. Con un poderoso impulso, y sintiendo ya que sus pulmones estallaban, John ascendió por la pétrea chimenea.

En el Atlántico, y a bordo del barco nodriza «Minnesota», se ultimaban los preparativos para descender el batiscafo hasta 3.500 metros de profundidad. El extraño «navío de las profundidades» se hallaba a popa del «Minnesota», que lo había remolcado desde Dakar, el puerto más próximo. Le Verrier y Dutrem, los dos sabios que lo habían diseñado, se hallaban en cubierta en compañía del comandante Cheneveaux y Le Toiser.

Empezaba la primavera, y durante el invierno, debido al estado del mar, sólo se habían podido efectuar tres inmersiones a profundidades superiores a los 3.000 metros. Aquel día de abril, sin embargo, era radiante, y el mar estaba relativamente en calma.

El batiscafo CLRS 37 era un verdadero dirigible submarino. Como los globos y dirigibles que surcaban los aires, era una nave autónoma, libre; es decir, que no se descendía con metros y metros de peligroso y engorroso cable. El papel de elemento flotador o más ligero que el aire, que en los globos lo desempeñaba el helio o el hidrógeno, en el batiscafo lo cumplía la gasolina extraligera. Si el helio era más ligero que el aire, la gasolina era más ligera que el agua. El flotador propiamente dicho era un cuerpo naviforme de delgadas paredes de acero, dividido en seis tanques repletos de 60.000 litros de gasolina, en comunicación con el agua de mar por conductos especiales. Lo que correspondía a la barquilla de los globos, era una esfera de acero de 3 metros de diámetro, suspendida bajo el flotador, y tras de cuyas paredes de ocho centímetros de grosor podían albergarse tres hombres durante veinticuatro horas. La regeneración del aire se veía asegurada por un perfectísimo regenerador de oxígeno, y depósitos de cal sodada que absorbían el anhídrido carbónico de las exhalaciones. La entrada a la barquilla esférica se efectuaba por una escotilla y por un pozo que atravesaba de arriba abajo todo el cuerpo de la nave flotante. En ésta habían unos silos repletos de granalla de plomo y acero, que actuaba como lastre y se largaba a voluntad por medio de unos electromagnetos. La visión exterior estaba asegurada a los audaces exploradores por medio de dos tragaluces troncocónicos de lucita de un grosor de quince centímetros y perfectamente transparentes. Por último, de la esfera de acero pendía una pesada cadena de contacto, que detendría al batisfaco a tres metros del fondo, haciendo el mismo papel que el hilo de los globos infantiles, que los mantiene inmóviles a un determinado nivel sobre el suelo, equilibrándoles cuando han soltado gas y tienen tendencia a descender. El batiscafo, en efecto, descendía muy lentamente, casi en equilibrio hidrostático. Soltando lastre, podía quedarse inmóvil entre dos aguas. Un par de motores eléctricos con sus correspondientes hélices, aseguraban la propulsión del batiscafo por el fondo, a dos nudos por hora.

En esta inmersión tenían que acomodarse en la barquilla los dos sabios franceses y el comandante.

—¿Todo listo, contramaestre? —preguntó el Profesor Le Verrier al contramaestre del «Minnesota».

—Todo listo, profesor. Pueden acomodarse ya en el dinghy[1], que los conducirá al batiscafo.

El pequeño bote pronto surcaba las aguas en dirección al extraño navío de las profundidades. Saltaron a cubierta del mismo sus tres tripulantes. Dutrem se encaramó a la torreta, parecida a la de un submarino, y empezó a destornillar los gruesos tornillos que cerraban la escotilla. Pronto descendió al interior de la esfera, dedicándose a manipular en los complicados aparatos, poniéndolos a punto para la inmersión. Pronto se reunieron con él Cheneveaux y Le Verrier. Poco después se oyó un sordo rumor de aguas.

—Estoy inundando el pozo que comunica con la torreta. Ahora estamos completamente aislados —dijo Le Verrier.

—Veo a un buceador ante el tragaluz —dijo Dutrem Creo que ya ha quitado el último cierre de los electromagnetos.

Los electromagnetos que accionaban el lastre, en efecto, estaban provistos de un cierre exterior de seguridad que sólo se quitaba en el momento de empezar la inmersión.

—Es Charpentier —dijo el Comandante Cheneveaux, haciendo un gesto de salutación al buceador, el cual respondió con otro gesto desde el otro lado del tragaluz de lucita.

—¡Listos! —dijo Le Verrier—. ¡Bajamos! Son las 11:37.

Mirando por el tragaluz, Cheneveaux trató de distinguir la superficie. Pero ésta no se veía. El batiscafo descendía lentamente en un agua azulada, desprovista por completo de peces. Charpentier, agarrado a un cable de la superestructura, descendía con el batiscafo. Cuando éste alcanzó los cuarenta y cinco metros, Charpenter se desprendió e inició el regreso a la superficie, viendo como la enorme mole de acero, de más de veinte metros de largo por cuatro de ancho, se perdía hacia las azuladas profundidades.

El azul exterior se iba haciendo más sombrío. El manómetro marcaba 80 metros. Estaban ya en plena zona crepuscular En el interior de la esfera de acero el oxígeno silbaba suavemente, saliendo del regenerador, acompañado del débil murmullo de la maquinaria, que indicaba que el batiscafo estaba vivo. Se oyó la voz del capitán del «Minnesota», que decía a través del micrófono: «La sonda sónica da exactamente 3.500 metros. Hace un minuto y medio que les hemos perdido de vista. Les deseamos…». Su voz se perdió en un susurro.

A los noventa y cinco metros, Dutrem soltó un poco de lastre para aminorar la velocidad del descenso. Se escuchó un rumor graneado sobre la esfera, semejante al de la lluvia sobre un tejado metálico: eran los perdigones de acero, que rebotaban sobre la superficie de la esfera.

El Comandante Cheneveaux accionó entonces el interruptor de uno de los potentes reflectores de proa, el más próximo a la ventana. Éste iluminó las oscuras aguas en un radio de cuatro metros, con un haz brillante y deslumbrador. Encendiendo entonces el reflector colocado entre la proa y la esfera, el Comandante observó el cono de luz invertida que se proyectaba hacia abajo. Por último, accionó el colocado bajo la, misma proa, a diez metros de la barquilla. Éste sólo se mostraba como un resplandor lejano y difuso. Apagándolos simultáneamente, el Comandante volvió a observar las crecientes tinieblas exteriores.

Encendiendo de nuevo el proyector mediano a los ciento veinte metros, pequeñas y brillantes partículas aparecieron en el rayo de luz. A ciento cincuenta metros, el batiscafo entró en una verdadera sopa biológica, formada por el plankton atlántico. Miles y miles de pequeños organismos —copépodos, sifonóforos, caracoles voladores, camarones minúsculos…— no mayores de dos o tres milímetros casi todos ellos, formaban un espeso y lechoso puré, a través del cual descendía el batiscafo. Las minúsculas criaturas ascendían como nubecillas junto a los tragaluces del navío, permitiendo así comprobar visualmente la velocidad del descenso. Le Verrier soltó doscientos kilos de lastre, para aminorarla. Se oyó de nuevo el curioso ruido de lluvia en el techo.

El espectáculo, en aquellos momentos, era impresionante. A través de los tragaluces cónicos se veía una verdadera noche estrellada, una verdadera vía láctea de materia viva y en movimiento, que brillaba con innúmeras fosforescencias. A doscientos metros de profundidad, el batiscafo se quedó virtualmente inmóvil entre aquellos maravillosos fuegos de artificio, dignos de las Mil y Una Noches.

—Hemos tropezado con una capa de agua más fría, es decir, más densa. Para continuar descendiendo —dijo Le Verrier —tendremos que soltar gasolina del flotador.

Hecha la maniobra correspondiente, el batiscafo prosiguió su lenta inmersión. Empezaron a aparecer los primeros peces abisales: pequeños monstruos de algunos centímetros de longitud, de bocas desmesuradas, cola transparente y cuerpo recubierto por plateadas y rugosas escamas.

—¡Son Argyropelecus! —exclamó el Comandante—. Y cerca de ellos veo medusas, sifonóforos y calamares de las profundidades.

Estos últimos animales eran unos a modo de pulpos, de cuerpos alargados y órganos fosforescentes al extremo de sus largos tentáculos. Como sus hermanos de aguas menos profundas, soltaban nubes de tinta para engañar a sus enemigos, pero su tinta era blanca y fosforescente.

—¡Ahora ha pasado un gran animal! —exclamó el Comandante—. Sólo he visto un torbellino en el agua y una gran sombra.

—Creo que empieza usted a ser víctima de la «embriaguez de las grandes profundidades» —dijo humorísticamente Dutrem—. A ver, déjeme mirar a mí.

El Comandante le cedió su lugar junto al tragaluz. De pronto Dutrem dio un salto. —¡Es un transatlántico! —gritó.

—¿Se ha vuelto usted loco? —dijo Cheneveaux—. ¿Un transatlántico?

—Mire… —dijo Dutrem—. Tiene hileras de luces, como las ventanas de un gran paquebote.

Pegando su nariz al tragaluz, el Comandante Cheneveaux vio, efectivamente, una forma negra y alargada, de unos tres o cuatro metros de longitud, provista de hileras de lucecitas redondas al costado. Aquel extraño ser cruzaba lentamente ante la ventana de proa del batiscafo… Pronto se perdió en la sombra, para aparecer otra forma idéntica tras él. El Comandante accionó el conmutador del reflector intermedio, que estaba apagado, y su rayo cayó sobre el misterioso animal… Era un enorme pez negro, de boca enorme y mandíbula inferior adelantada y prominente. Bajo ésta y al extremo de su cuerpo, pendían sendos filamentos, a cuyo extremo brillaba un órgano luminoso. Todo su costado, o línea lateral, mostraba lucecitas redondas colocadas en hilera.

—¡Es el pez-batisfera intangible que vio William Beebe en su inmersión a media milla! —exclamó el comandante—. Lo he visto dibujado varias veces.

El batiscafo se hallaba ya a 1.500 metros de profundidad. La sopa biológica se hacía cada vez más espesa a su alrededor, contradiciendo la antigua teoría de que la vida disminuía a partir de la zona límite de la penetración solar.

A dos mil metros, continuaba el fantasmagórico carnaval de las profundidades ante sus maravillados ojos. Toda clase de peces abisales, moluscos y crustáceos se acercaban a los tragaluces de lucita. En una ocasión, las aguas se agitaron y quedaron limpias de animales. Un enorme tentáculo provisto de ventosas de veinte centímetros de diámetro se agitó ante el tragaluz, mientras el batiscafo oscilaba bajo un golpe sordo. Sus tres tripulantes palidecieron, y se miraron, mudos.

—¡El kraken!, susurró Le Verrier. —¡El calamar gigante de las profundidades!

Conteniendo el aliento, esperaron lo que les pareció una eternidad. El batiscafo estaba provisto de un potente cañón submarino que disparaba seis arpones a la vez, que atravesaban, envenenaban y electrocutaban simultáneamente a su víctima, pero ahora el enemigo no se veía… Tras una espera angustiosa, el batiscafo prosiguió regularmente su inmersión… El kraken se había alejado, sin duda…

—Velocidad, 30 centímetros por segundo —dijo Le Vernier.

El manómetro señalaba tres mil doscientos metros. Apagando todas las luces exteriores, los tres audaces expedicionarios se dedicaron a contemplar los multicolores fuegos de artificio del exterior. Las nubes lanzadas por los pulpos brillaban como perlas de rocío, mientras hileras de luces que corrían apresuradamente indicaban el paso de los peces de presa, con sus enormes bocas abiertas.

—Tres mil cuatrocientos cincuenta metros —dijo Dutrem—. Estamos a cincuenta metros del fondo. Hay que frenar el descenso.

El comandante, con el rostro pegado al tragaluz, trataba de distinguir el fondo, que se aproximaba por momentos. Los tres reflectores, encendidos simultáneamente, aún no llegaban hasta él.

—Tres mil cuatrocientos sesenta…, tres mil cuatrocientos setenta…, ochenta… —iba diciendo regularmente la voz de Dutrem—, noventa… El fondo está a diez metros.

El batiscafo descendía lentísimamente. Al comandante le pareció distinguir un lechoso resplandor…, la arena o el limo del fondo…, que subía hacia ellos. La cadena de contacto se posó suavemente sobre el fondo liso, aligerando al batiscafo, y éste permaneció estacionario a tres metros del fondo, formado por una arena blancuzca, ligeramente ondulada.

El comandante la contemplaba fascinado, mientras Le Verrier hacía lo propio por el otro tragaluz. Dutrem se disponía a poner en marcha los dos motores de propulsión horizontal.

—Tenemos tres kilómetros y medio de agua sobre nosotros —dijo.

—En este paraje, si alguna vez ha existido, es donde tienen que hallarse los restos de la Atlántida —dijo Le Verrier—. Todos los geólogos e historiadores coinciden en ello.

—¡Un tiburón! —exclamó el comandante.

Un gran escualo de tres o cuatro metros se aproximaba perezosamente al batiscafo por la proa, cerniéndose a un par de metros del fondo. La espléndida criatura, de movimientos suaves y lánguidos, poseía un par de ojos prominentes y una cabeza achatada.

—Sí, es un tiburón de las profundidades, como los que hemos encontrado invariablemente en todos nuestros descensos. El fondo de todos los mares del globo debe de estar poblado, hasta profundidades desconocidas, por esta misteriosa raza de escualos.

El batiscafo avanzaba lentamente sobre la llanura sumergida. Hacía ya una hora y media que habían abandonado la superficie y podían permanecer aún algunas más en el fondo, explorando. A su paso, la nave submarina se encontró con más tiburones de cabeza achatada, que evolucionaban con indiferencia ante los tragaluces de lucita. No llevarían aún dos horas de exploración submarina, cuando el comandante distinguió una forma confusa, que se alzaba del fondo a proa del batiscafo.

—¡Cuidado! —gritó a Dutrem—. Vamos a chocar con algo. Hay que elevar el batiscafo.

Inmediatamente se escuchó el familiar ruido del lastre, y el batiscafo se elevó, acercándose a la oscura y misteriosa mole. Cuando estuvieron más cerca, el comandante exclamó, con voz grave.

—Es un barco… Un barco moderno, de hierro… ¡Un submarino!

El batiscafo pronto se cernía sobre el casco alargado de un sumergible, escorado a estribor sobre el fondo.

—Es un submarino alemán —dijo el comandante—. Está casi intacto. Observen sus desnudas planchas de acero… A esta profundidad no existe vida vegetal; si este barco se hallara a cincuenta metros o menos, estaría recubierto de una espesa capa de algas.

El batiscafo pasó rozando la torreta del submarino, en la que se leía aún U-135 y, debajo, KIEL.

Pronto quedó atrás aquella melancólica reliquia de la guerra, perdida para siempre en las profundidades marinas. El batiscafo seguía su marcha sobre la llanura de arena, al parecer infinita. De pronto se distinguió otra sombra, a proa.

—¡Atención! —exclamó el comandante—. Creo que nos hallamos ante otro barco hundido. Eleven el batiscafo.

El batiscafo se elevó y se fue aproximando lentamente a la masa negruzca. Pero aquello no era un barco. Eran grandes formas regulares, que se alzaban más de una docena de metros sobre el fondo…

—¡Son pirámides! —exclamó estupefacto el comandante—. ¡Pirámides de piedra!

Sin hablar, y presa de una enorme emoción, los tripulantes del batiscafo se apiñaron ante la reducida ventanilla, para observar. En el fondo se levantaban enormes y pesadas construcciones de piedra, que recordaban a las pirámides mayas o aztecas, de cumbre plana. En una de sus caras estaba labrada una gran escalinata, con monstruosas figuras de piedra —ídolos, animales, dioses— esculpidos a los lados.

—¡Es una ciudad sumergida…, son templos! —exclamó Le Verrier, con los ojos desmesuradamente abiertos.

—Es la Atlántida… —dijo el comandante Cheneveaux—. La hemos encontrado, por fin…

El batiscafo, inmóvil, se cernía sobre aquellos templos de piedra, aquellos dioses y aquellas escalinatas, sobre las que no brillaba el sol hacía quizá diez mil años…

En la cubierta del “Circe” se había dispuesto una tina especial, de gruesas paredes de vidrio, para contener al hombre-pez apresado. Junto a ella, John y Tomkin terminaban de contar su espeluznante aventura a Mario Mas, corresponsal de varios diarios y revistas españolas y notable periodista científico.

—… ascendí por la chimenea de piedra apelando a las últimas fuerzas que me quedaban —dijo John— y de pronto mi cabeza pareció quebrar un velo sutil, una telaraña…, la superficie del agua. Me hallaba en el interior de una caverna, rodeado de espesas tinieblas. Palpé a mi alrededor. Las paredes de roca desnuda seguían ascendiendo, sin permitirme subir por ellas. Mis manos no encontraban ningún saliente donde asirse…, sólo roca lisa y resbaladiza. Aunque de momento había salvado mi vida, mi situación no era por ello mejor. Era probable que Tomkin pereciese a manos del hombre-pez, y entonces éste vendría a por mí. Instintivamente, encogí las piernas, pues me parecía notar ya que tiraban de ellas. Y no había transcurrido mucho tiempo, cuando, efectivamente, noté una mano que trataba de asir mis pies de pato. Encogiendo aún más las piernas, empuñé el cuchillo, dispuesto a vender cara mi vida. Pero entonces vi algo que me llenó de júbilo: junto a mí reventaban gruesas burbujas…, el ser que tenía debajo de mis pies respiraba aire…, ¡era Tomkin! En efecto, éste pronto emergió a mi lado, en el estrecho agujero, iluminándome con el potente faro luminoso de su lámpara. Quitándose la boquilla, dijo: «Empezaba a estar inquieto por ti. ¿Por qué diablos te has metido…?». Entonces vio mis tubos anillados arrancados, y se interrumpió. «¿Y él?», le pregunté. «Está ahí abajo, durmiendo», repuso Tomkin. «Hay que ver la cabezota tan dura que tiene ese tío. He tenido que darle con una piedra así de grande para que me dejara en paz. El muy sinvergüenza también quería quitarme la boquilla. ¡Qué se habrá creído!». Paseando el haz luminoso de su lámpara por las paredes de roca, Tomkin dijo: «Esto es un pozo. Por ahí no puedes salir. Espera que lleve a ése al barco, y después vendremos a buscarte». Y así fue. Aun no había transcurrido media hora, cuando volvieron Puig, Silotti y Tomkin con otra escafandra de repuesto, que me permitió regresar sano y salvo. Y ahí lo tiene usted.

El periodista miró al interior de la tina de vidrio. El hombre-pez, que ya había recuperado el conocimiento, los contemplaba con miradas de odio concentrado. Mostraba señales de haber recibido un fuerte golpe en el cráneo. Su herida del brazo ya no sangraba, y le habían quitado el trozo de arpón.

—Es un ser extrañísimo —dijo Mas—. Parece un habitante de otro mundo.

—Observe usted sus agallas —dijo Tomkin. —Fuera del agua, moriría como una vulgar sardina.

—¿Cómo pudo llevarlo hasta el barco? —preguntó el periodista.

—Muy sencillo —repuso Tomkin—. Bien atadito con varios metros de sedal. Volvió en sí al salir de la cueva, pero ya no podía hacer nada. Además, entonces me tropecé con Silotti y Puig, y entre los tres lo subimos a bordo. Es decir, primero subió Puig para ordenar que le preparasen una cuna —y miró hacia la tina con agua de mar—. Ahora el niño está muy tranquilo ahí dentro, y no muerde.

El hombre-pez parecía entenderle, porque lo fulminó con una mirada cargada de furor. Súbitamente se levantó sobre el fondo de la tina y, poniendo sus manos en el borde de la misma, saltó al exterior. Corriendo torpemente por cubierta con sus pies de rana, huyó en dirección opuesta a donde se hallaba el grupo de tripulantes. En aquel instante, sin embargo, salía Elmer de la cocina con una bandeja llena de bocadillos. Cuando vio que se le venía encima aquel monstruo, lanzó un chillido de pánico y le arrojó la bandeja a la cara. Ello hizo que el hombre-pez se tambalease y tropezase con un cabestrante, cayendo cuan largo era sobre cubierta. Inmediatamente cinco o seis tripulantes del “Circe”, capitaneados por Tomkin, se arrojaron sobre él, sujetándole fuertemente.

—Deprisa…, volvedlo a la tina —ordenó John—. Se nos muere.

Efectivamente, el hombre-pez daba ansiosas boqueadas, mientras sus agallas se abrían terriblemente, mostrando las rojas branquias. Levantándolo entre los cinco, lo echaron de cabeza al interior del recipiente. El hombre-pez tragaba agua ansiosamente, con la boca muy abierta.

—Hay que cubrir la tina —ordenó John—. Debiéramos de haber pensado en eso.

A los pocos instantes, un sólido enrejado de madera, convenientemente asegurado, cubría la tina.

—Bien —preguntó Mario Mas—. ¿Y ahora, qué procedimiento piensan seguir para arrancarle confesiones? Este ser no habla, y si lo hiciese, no entenderíamos su lengua.

—Pero tal vez sepa escribir. No son salvajes; mire usted qué cuchillo le hemos ocupado.

Y John mostró al periodista una bella daga, de puño cincelado.

—Tiene el puño de oro macizo —prosiguió—. El acero es de superior calidad y su temple, como el de las mejores armas de Toledo.

—¿Qué hay aquí en el puño…? —preguntó el periodista—. ¿Qué son esas figuras esculpidas?

—Según el profesor Moreau —dijo John— son jeroglíficos antropomorfos de tipo desconocido, tal vez semejantes a los mayas. Tomkin —dijo John— trae una tablilla de plástico y un lápiz. Vamos a ver si ese caballero verde sabe escribir.

Una vez con la tablilla y el lápiz en la mano, John trazó algunas letras sobre la primera, mostrándola al hombre-pez.

—He escrito «Hombre» —dijo, señalándose a sí mismo—. Y luego «Europa» —y señaló hacia tierra. Luego introdujo la tablilla y el lápiz entre los barrotes de madera, dejando caer ambos en el interior de la tina. El hombre pez los miró despectivamente, sin tratar de cogerlos.

—¿Ah, no quieres escribir? —dijo John. Vamos a ver si con esto te decides a hacerlo—. Volviéndose hacia Tomkin, ordenó. —Empezad a vaciar la tina.

Un marinero abrió un grifo colocado en la parte inferior, y la tina se empezó a vaciar lentamente. El hombre-pez miró hacia la superficie, con inquietud. Luego dirigió una mirada llena de odio a John. El agua salía lentamente, y el nivel iba disminuyendo. Ahora quedaba sólo medio metro y el hombre-pez estaba agazapado en el fondo. Pronto emergieron sus hombros y su cogote. Con un gesto convulsivo, el hombre-pez cogió el lápiz y la tablilla y escribió algo en ella.

—¡Alto! —ordenó John. El marinero cerró inmediatamente el grifo. Tendido en dos palmos de agua, el hombre-pez sacó el brazo fuera de la misma, devolviendo la tablilla. John la tomó ansiosamente. Al propio tiempo, el monstruo indicó hacia el oeste, hacia el Atlántico, señalando con el índice.

—Es algo que no entiendo…, una frase, escrita al parecer en griego antiguo.

—Sí, es griego antiguo —dijo el profesor Moreau, que se había aproximado al grupo—. Permítame usted.

Y tomando la tablilla, leyó lentamente:

—«Ichtiánthropoi yíoi tén Atlantikén eisin»… «Los hombres-peces son los hijos de la Atlántida». ¡Siempre la Atlántida, la misteriosa Atlántida!

En aquel momento vino corriendo un marinero.

—Señor —dirigiéndose a John— el telegrafista ha recibido este mensaje del «Minnesota».

John leyó en voz alta:

«LOCALIZADA ATLÁNTIDA. STOP. RESTOS GRANDES CONSTRUCCIONES SUMERGIDAS. STOP. PROSIGUEN INMERSIONES CHENEVEAUX».

Triunfales aclamaciones resonaron en la cubierta del “Circe”, mientras el hombre-pez los miraba a todos con ojos malévolos, y su boca de rana se plegaba en una mueca diabólica.