CAPÍTULO 6
SE ESFUMAN LAS PRUEBAS

En el aeródromo dijeron al comandante y sus amigos que el avión de Marsella tardaría cerca de tres horas en llegar. Por lo tanto no les tocó otro remedio que instalarse en el cómodo bar de la estación aérea, encargar unos bocadillos con cerveza y disponerse a esperar. John hizo que las horas pasaran muy de prisa, contando a sus compañeros, con todo detalle, algunas de las acciones bélicas en las que había tomado parte, empleando escafandras autónomas.

—… Pero en Iwo-Jima fue donde pasamos lo peor. El Mando nos ordenó desconectar un campo de minas Katy de contacto, que los japoneses habían colocado a la entrada de una bahía por la que tenían que desembarcar nuestros anfibios. Yo mandaba un destacamento de diez hombres, todos buceadores experimentados. Vestíamos trajes de goma verde, para camuflamos mejor. Cuando estábamos entregados a la tarea de cortar alambres con nuestros alicates, los japoneses nos descubrieron y abrieron fuego contra nosotros desde la costa. Sin embargo, la capa de tres o cuatro metros de agua que teníamos sobre nuestras cabezas nos protegía. Los proyectiles llegaban muertos hasta nosotros. Pero entonces los amarillos mandaron una lancha con cargas de profundidad y la cosa se puso fea. Las ondas de la explosión submarina nos zarandeaban y sacudían terriblemente. Varios de nosotros murieron reventados. Los restantes, después de cortar el último alambre de contacto, emprendimos el regreso. En aquel preciso momento tuve que poner la reserva de mi aparato tribotella… tenía aún aire para cinco minutos. Pero entonces los japoneses formaron una barrera ante nosotros, con una serie de lanchas rápidas que arrojaban cargas de profundidad continuamente. Yo sabía que no podría resistir mucho tiempo sumergido. Vi como uno de mis compañeros, agotada la reserva, subía hacia la superficie, A los pocos instantes el agua se teñía de sangre a su alrededor, y descendía mortalmente herido por una ráfaga de ametralladora.

—¿Y cómo se libró? —preguntó Le Toiser.

—Porque sonó la hora H, es decir, la hora prevista para el desembarco. Transcurrido el tiempo que nos concedió el Mando para limpiar la zona de minas, oleada tras oleada de lanchas de desembarco se lanzó hacia la playa. Se armó entonces una refriega infernal. Los japoneses de las lanchas rápidas dejaron de ocuparse de nosotros, y huyeron a escape. A tres de mis compañeros y a mi nos pescaron los de las lanchas de desembarco…

—¡Atención, atención! —resonó la voz del locutor—. ¡Llega el avión de Marsella! ¡Puerta número cuatro!

Los tres amigos se pusieron en pie de un salto, y se dirigieron hacia la puerta indicada. Afuera, en el campo de aviación, los potentes reflectores iluminaban el huso plateado de un gran avión de línea, que rodaba lentamente sobre la pista. Cuando se detuvo, fue colocada una escalerilla a su costado, y los pasajeros empezaron a descender. Entre ellos vieron a Tomkin. Pronto todos le estrechaban las manos.

—¿Y la película? —preguntó el comandante. Tomkin se puso muy serio, e hizo un gesto de denegación.

—No la traigo.

Una expresión de gran asombro e incredulidad se dibujó en el rostro de todos.

—¿Cómo, Tomkin? —preguntó el comandante—. ¿Qué ha ocurrido?

—Verá usted, comandante —dijo Tomkin, con aspecto de embarazo—. Uno no es muy ducho en fotografía, ¿sabe? Con el nerviosismo, pusimos el fijador antes que el revelador, y estropeamos irremediablemente la película.

Un consternado silencio siguió a estas palabras. Tomkin continuó:

—Pero no se preocupe usted, comandante. Tenemos algo mejor.

—¿Qué tenéis? —preguntó Le Toiser.

—A Marilyn Monroe —repuso Tomkin, con una sonrisa enigmática.

—¡Vamos, Tomkin! —exclamó el comandante, haciendo un gesto de impaciencia—. La situación no está para bromas.

—Me refiero a la estrella de la película…, de nuestra película… Conseguimos capturarla…

—¿A quién? ¿A Marilyn Monroe? —preguntó John.

—No…, al hombre-pez verde —repuso Tomkin, sonriendo triunfalmente—. ¿Qué prefiere usted, comandante? ¿La película, o el protagonista?

Los ojos de Cheneveaux brillaron.

—¿Es cierto eso, Tomkin?

—Desde luego. Allá lo tenemos, metido en una bañera.

—Vamos al bar del aeródromo, Tomkin —dijo el comandante— y nos lo contarás todo.

Otra vez sentados ante la mesa del bar, Tomkin empezó a contar su historia:

—Bajamos Puig y yo. Era a media mañana de hoy. Los de arriba nos descendieron la Rolleiflex en su caja estanca, y nos sumergimos con toda normalidad hasta el pecio. Una vez allí, puse en práctica el plan que ya traía preparado y que había comunicado a Puig. Ocultándonos tras el montón de fango, dispusimos la cámara submarina en un ánfora desfondada y sin cuello, después de filmar unos metros con el pecio y el montón de cerámica campaniana y ánforas, para situar la acción. Yo actuaba de director, y Puig de ayudante. La vedette no tardó mucho en aparecer. Unas gorgonias de nuestra izquierda se agitaron, y entre ellas apareció el hombre-pez… Desde aquella distancia aún podía tomársele por un buceador, pero no transportaba botellas de aire comprimido a la espalda ni dejaba escapar burbujas regularmente… Al tenerlo más cerca, vimos que era un hombre-pez, un ser monstruoso, de pesadilla… Totalmente verde, con pequeñas escamas cubriéndole todo el cuerpo y manos membranosas, con anchas membranas interdigitales… Sus pies estaban convertidos en aletas propulsoras… Husmeó por el montón de fango, a cuatro metros escasos de nosotros… Yo había oprimido el botón de nuestra cámara, y durante todo este tiempo lo estaba filmando… Luego se colocó de lado, y pudimos apreciar perfectamente sus agallas, que se abrían y se cerraban acompasadamente… ¡Aquel ser respiraba agua, respiraba el oxigeno disuelto en el agua, como los mismos peces! Tuve que pellizcarme para convencerme de que no soñaba. Entonces recogió un plato campaniano, que observó curiosamente, dándole vueltas entre sus manos. ¡Estaba a tres metros de la cámara! Miró hacia ella, como receloso, y vimos sus ojos sin párpados, su ancha y horrible boca de rana, su cabello parecido a algas verdes… Sospecha algo… Tal vez ha visto u oído nuestras exhalaciones. Una desconocida vibración de agua, un sexto sentido ignorado por nosotros, le advierte de un peligro próximo. Soltando bruscamente el plato, huye hacia las rocas del fondo. Hago una seña a Puig y, soltando la cámara, nos precipitamos en su persecución. Haciendo un esfuerzo desesperado que casi trastornó mi ciclo respiratorio, consigo alcanzarlo y agarrarlo por un pie. El hombre-pez se revuelve como una fiera, y su mano se dirige a la cintura…

Tomkin se había puesto en pie, y acompañaba su narración de grandes gestos convulsivos. Su fuerte voz resonaba en el bar. Media docena de clientes y los dos camareros de la barra se volvieron para mirarlo, estupefactos. El comandante le hizo gesto de que hablase más bajo. Sin hacerle caso, Tomkin continuó:

—¡Estaba armado! ¡Tenia un acerado puñal en su mano derecha! —Y blandió su mano, como si amenazase a un enemigo invisible. Los camareros dejaron sus ocupaciones y se aproximaron alelados para escucharlo—. Pero Puig se colocó a sus espaldas, y le sujetó fuertemente los brazos por detrás. Momento que yo aproveché para colocarle rápidamente unas esposas que traía preparadas.

—Habías pensado en todo —comentó Le Toiser.

—Desde luego. Con las manos esposadas a la espalda, ya no pudo ofrecer resistencia seria. Como un vulgar delincuente, lo subimos a la superficie, sin hacer caso de sus furiosas sacudidas. El resto ya os lo podéis imaginar. Varios compañeros nuestros se echaron al agua, para ayudarnos a sujetar al hombre-pez. Entretanto, otros llenaron de agua de mar la bañera del comandante, y allí instalamos al hombre pez, cerrando el camarote con llave y poniendo una guardia armada a la puerta.

—¡Magnifico, Tomkin! —exclamó el comandante—. ¡Ya tenemos la prueba!

En aquel momento entró en el bar un vendedor de periódicos, gritando:

—¡Edición de la noche! ¡Últimas noticias! ¡El comandante Cheneveaux ha filmado una película con un hombre-pez verde! ¡Sensacional!

Le Toiser compró un ejemplar.

—Estas noticias ya están anticuadas —dijo.

—Voy a telefonear ahora mismo al Subsecretario de Marina —dijo el comandante—. Lo encontraré en el Club Naval, a estas horas. Estará ansioso por saber algo concreto.

A los pocos instantes el comandante conferenciaba con el Subsecretario, el cual le dijo que los esperaba inmediatamente en el Club Naval.

A la mañana siguiente se convocó conferencia de Prensa en el hotel donde se hospedaba el comandante Cheneveaux y sus colaboradores. La noticia de la captura de un hombre-pez ya se había esparcido, a pesar de la reserva impuesta por el Subsecretario de Marina. El comandante recibió sonriente a los periodistas, acompañado de John, Tomkin y Le Toiser.

—Les he, convocado, señores —empezó a decir— para comunicarles una noticia transcendental e importantísima: el señor Tomkin, aquí presente, nuestro jefe de material, ha capturado, en compañía de Pedro Puig, un hombre-pez verde, con branquias como las de los tiburones.

—¿Dónde se encuentra ahora este hombre-pez, comandante? —preguntó uno de los informadores.

—A bordo del “Circe”, e instalado en mi propia bañera —repuso sonriente Cheneveaux—. Allí está, a la disposición de todos ustedes. —El comandante hizo una pausa Señores, éste es el primer testimonio que poseemos, la primera prueba directa de la existencia de una misteriosa raza de hombres-peces, animados al parecer de intenciones malévolas y poseedores, según nuestras fundadas suposiciones, de una inteligencia comparable a la nuestra.

Un murmullo excitado acogió estas palabras, interrumpido al instante por varios siseos reclamando silencio. El comandante, cómodamente arrellanado en un butacón, continuó:

—Esta misteriosa raza de hombres-peces, provistos de branquias como los tiburones, ha sido observada por el momento, únicamente, en aguas del Grand Mourlon, en las proximidades de Marsella. Sin embargo, creo que no es aventurado afirmar que su dominio se extiende a todo el Mediterráneo, y que a ellos se debe la misteriosa y repetida aparición de cadáveres con los pulmones extirpados en las costas de este mar. La prensa —y sobre todo y desgraciadamente la prensa sensacionalista— ya se ha ocupado demasiado de estos hechos, para que yo insista ahora en ellos. —El comandante hizo una nueva pausa, observando los atentos semblantes de sus oyentes, que no dejaban de tomar notas.— Pienso proponer a la Asamblea Nacional un plan de vasto alcance, para llegar hasta la misma raíz de este misterio, acerca de cuya naturaleza poseemos algunos indicios reveladores. Creo poder afirmar que los hombres-peces han declarado la guerra al género humano. No voy a insistir ahora otra vez en los incidentes de los últimos meses, de sobra conocidos. Únicamente quiero afirmar que las misteriosas apariciones de cadáveres con los pulmones extirpados, que alcanzan ya la cifra de varios centenares, son obra de los hombres-peces. Se trata de cadáveres de infortunados semejantes nuestros, que cayeron vivos en manos de los hombres-peces, para sufrir una horrible— pero habilísima —intervención quirúrgica, con el fin de extirparles los pulmones y sustituirlos por branquias de escualo. Los cadáveres arrojados a la costa son de desdichados que no sobrevivieron a la espantosa operación… Pero otros la han sobrevivido; nosotros hemos visto a uno de ellos, nuestro infortunado compañero Rouquier, desaparecido a mediados de agosto en aguas del Grand Mourlon en el curso de una expedición de pesca submarina, y a quien sus compañeros Puig y Tomkin vieron, semanas más tarde, vivo y convertido en un hombre-pez, con branquias en lugar de pulmones…

El comandante hizo a continuación un resumen de la teoría del profesor Moreau, citando también el misterioso texto medieval de Girolamo Sforza.

—Creemos, pues, señores —prosiguió— que, por alguna razón todavía inexplicable y desconocida, existe en el Atlántico, tal vez donde estuviera la antigua y legendaria Atlántida, una nación de hombres-peces, regidos quizá por hombres como nosotros, pero crueles y ambiciosos, y que creen llegado el momento de declarar la guerra al género humano. Pienso proponer, como primeras medidas, una exploración detenida de los fondos de 3.500 metros, donde los geólogos; los oceanógrafos y los historiadores coinciden en señalar el emplazamiento, tanto del puente intercontinental Atlántida, como de ésta misma, hundida de modo misterioso hará unos ocho o nueve mil años. Esta exploración se realizaría con el batiscafo, el maravilloso navío de las profundidades, del que sólo existen seis modelos en el mundo, tres en Francia, dos en los Estados Unidos, y uno en Italia. Se han ofrecido generosa y valientemente a tripularlo sus inventores, los dos ilustres sabios Dutrem y Le Verrier, portador este último de un apellido ilustre en los anales científicos. Preliminar previo a las inmersiones en el Atlántico con el batiscafo, sería una exploración continuada de los fondos mediterráneos accesibles a la escafandra autónoma, en busca de más hombres-peces. El batiscafo se sumergiría luego en la Bahía de España, único lugar del Atlántico donde pueden hallarse los restos de la Atlántida, caso de haber existido. Muchas gracias, señores.

Uno de los periodistas preguntó:

—¿Cree usted, comandante Cheveneaux, que es suficiente fundamento un texto medieval fantástico y oscuro, para la gran operación naval que usted propone?

—Yo sólo puedo responderle, señor…

—Lemoine, del «Paris Soir» —respondió el periodista.

—Yo sólo puedo responderle, señor Lemoine —continuó el comandante— que los «hombres-verdes existen». Tenemos que encontrar su nido, su base de operaciones; el lugar donde realizan sus terribles injertos de branquias de escualo, ellos o la raza superior que al parecer los gobierna. Se darán —se dan ya— activas batidas por el fondo del Mediterráneo; pero al propio tiempo creemos muy interesante efectuar inmersiones a gran profundidad en el Atlántico, en busca del escondrijo de esa raza diabólica. ¿Algo más señores?

—No, gracias, comandante.

Los periodistas se levantaron, disponiéndose a marcharse. En aquel momento sonó el timbre del teléfono. Le Toiser tomó el auricular.

—Sí…, sí…, un momento. —Tendiendo el teléfono al comandante, dijo—: Para ti, Philippe. De Marsella. Urgente.

—Perdonen —dijo Cheneveaux, dirigiéndose a los periodistas.

Una mortal palidez se extendió por su rostro, mientras escuchaba lo que su interlocutor le decía por teléfono. Balbuceó unas palabras de despedida, y colgó el aparato con mano temblorosa.

—¿Qué ocurre, Philippe? —preguntó angustiado Le Toiser.

—El hombre-pez… —dijo Cheveneaux—. Ha huido…

Un murmullo se extendió por la estancia. Algunos periodistas sonrieron burlonamente, dando codazos a sus compañeros.

—Si… —prosiguió el comandante, con voz ronca—. Ha herido gravemente a Llofriu, en el momento en que éste entraba para renovarle el agua de la bañera. Luego ha derribado al marinero de guardia, y ha saltado al mar por encima de la borda… Se ha escapado.

—Ah, vamos, con que se ha escapado —dijo burlonamente Lemoine, del «Paris Soir»—. Ha tenido usted menos suerte que Girolamo Sforza, comandante.

—A ver si otra vez lo vigilan mejor —dijo otro periodista—. Ya es el segundo planchazo que se tira usted en dos días. Películas une se borran, hombres-peces que huyen…

—Pruebas que se esfuman —concluyó un tercero—. Buenas tardes, comandante.

Aquella misma noche, aparecieron ya caricaturas burlescas en varios periódicos parisienses. En una de ellas se veía al comandante en su bañera, tratando de apresar a un hombre-pez que huía llevándose el jabón…, en el cual se leía: PRUEBAS.

A la mañana siguiente, rotas ya las negociaciones con las autoridades navales francesas, el comandante Cheneveaux y Le Toiser partían hacia los Estados Unidos, con el fin de iniciar nuevas gestiones cerca de las autoridades norteamericanas. John, Tomkin y el resto de buceadores se quedaron a bordo del “Circe”, que emprendió operaciones de patrulla por la costa mediterránea de Francia y España.

No habían transcurrido tres semanas desde los últimos acontecimientos que hemos narrado, cuando en el “Circe” se recibió este telegrama de Washington:

SATISFACTORIO ÉXITO GESTIONES. STOP. AUTORIDADES NAVALES NOS CEDEN BATISCAFO CLRS 37 PARA HACER SEIS INMERSIONES. STOP. CHENEVEAUX.

Pero aquella misma noche, los periódicos publicaban con grandes titulares la sensacional noticia:

CASI LA MITAD DE LA FLOTA SOVIÉTICA DESTRUIDA POR SUBMARINOS DESCONOCIDOS. EL DELEGADO RUSO EN LA ONU PRESENTA UNA ENÉRGICA Y VIOLENTÍSIMA PROTESTA, ACUSANDO ABIERTAMENTE A LOS ESTADOS UNIDOS.

Pero poco sabían los lectores de esta noticia, que la decisión de entregar el batiscafo CLRS 37 al comandante Cheneveaux fue tomada por el Pentágono pocas horas después de saberse el ataque misterioso a la flota soviética, que donde causó mayor sorpresa fue precisamente en el mismo Pentágono, pues aquella noche los submarinos americanos no habían salido de sus bases.