Cuando la V-7, que conducía a John, Le Toiser y el comandante, amén de dos marineros del “Circe”, se aproximó a este barco, observaron que algo insólito ocurría a bordo. En la cubierta de popa reinaba gran agitación, y un grupo de hombres parecía luchar furiosamente y se arremolinaba, tratando de sujetar a alguien.
—¿Habrán capturado a algún hombre-pez? —exclamó John.
—No distingo a nadie de color verde… —repuso Le Toiser—. Esperemos a ver.
Cuando pisaron las tablas de la cubierta, se ofreció a sus ojos un espectáculo asombroso. Cinco o seis buceadores y tripulantes del “Circe” rodeaban a Elmer, tratando de abrocharle los tirantes de una escafandra autónoma que llevaba casi de través sobre la espalda. El desgraciado, con semblante compungido, casi no trataba ya de defenderse, limitándose a dar débiles manotadas a sus verdugos. El pobre muchacho iba vestido únicamente con unos calzoncillos de punto y una camiseta a rayas, de marinero. Al ver al comandante, todos se apartaron de Elmer y se quedaron quietos.
—¿Qué significa esto, muchachos? —preguntó Chenexeaux—. ¿Qué estáis haciendo con Mr. O'Hara?
—Oh, verá usted —repuso Llofriu tras alguna vacilación— sólo queríamos hacerle efectuar una inmersión…
—¿Pero precisamente hoy, con este día tan lúgubre? —observó el comandante, conteniendo a duras penas la risa Y además, no le veo excesivamente dispuesto a ello. Incluso tengo la impresión que no le hace maldita la gracia. ¿No es así, Mr. O'Hara?
—Efectivamente, señor Comandante —contestó el interpelado, tratando de colocarse junto a Cheneveaux. Cinco pares de manos, sin embargo, lo sujetaron prontamente.
—Verá usted, Comandante —dijo Charpentier, interviniendo—. En realidad, se trata de una ceremonia de iniciación. Usted conoce, desde luego, el bautizo que se da a los que cruzan por primera vez el Ecuador. Pues queremos hacer algo parecido… Elmer ya lleva demasiado tiempo a bordo de nuestro buque sin haber efectuado inmersiones. Y esto no puede ser. Un hombre que no haya buceado nunca, trae mala suerte a bordo.
—El Profesor Moreau tampoco ha buceado nunca, y no supongo que por esta razón, un día de estos lo agarréis y lo echéis de cabeza al agua, con un tribotella a la espalda —objetó Le Toiser.
—No es lo mismo. El Profesor Moreau es un sabio arqueólogo. Su presencia está más que justificada a bordo. Pero no es ese el caso de… de Mr. O'Hara. Además —dijo mirándole con expresión de odio concentrado— el muy sinvergüenza se ha comido hoy, él solo, la mitad de nuestros desayunos… Creemos que una ínmersioncita de media hora le ayudará a hacer la digestión y le aclarará las ideas. De modo que, si usted no se opone, vamos a empezar ahora mismo. ¡Hala, muchachos, ponedle el lastre!
Elmer empezó a debatirse como un condenado. El Comandante, sonriente, miró a John:
—¿Usted qué opina, Mr. Davies?
John respondió:
—Creo que ya era hora de que Elmer se iniciase en la exploración submarina. Además, ver mundo le hará bien. No es bueno que se pase la vida encerrado en la cocina. Por mi parte, no me opongo a la ceremonia. Lo único que quiero que me digan es cuanto tiempo hace que, se ha comido esos desayunos.
—Tres horas y media —respondió Charpentier
—Entonces, ¡adelante!— dijo John.
El pobre Elmer fue llevado casi a rastras junto a la escalerilla de popa. El desgraciado lanzaba espantosos gritos, como una víctima propiciatoria conducida al sacrificio. Junto a la escalerilla le pusieron unos pies de pato, le encasquetaron unos lentes y le introdujeron en la boca la embocadura del tubo anillado. Llevaba ya cinco quilos de plomo en la cintura, lastre más que suficiente para él. Con gestos imperiosos, Charpentier le señaló la escalerilla. Elmer, mordiendo el tubo y con los ojos desorbitados, se agarró a la barandilla, negándose a bajar. Trataron de desasirlo, pero así que le soltaban una mano la volvía a poner en la barandilla.
—Será peor para él —dijo Charpentier—. Apartadlo de ahí, y echadlo al agua entre todos, procurando que caiga de pie. Tú, Elmer, ten bien sujeto el tubo entre dos dientes. No te preocupes, que mientras lo muerdas tienes la respiración asegurada y no te faltará aire. Cuando estés en el agua tendrás junto a ti a uno de los Falcone, que ahora se termina de equipar.
En efecto, Guido Falcone daba los últimos toques a su equipo, ayudado por dos compañeros. Pasando junto al aterrorizado Elmer, descendió ágilmente la escalerilla, gritando antes de saltar al agua:
—¡Te espero, Elmer!
A éste lo tenían ya bien sujeto entre cuatro buceadores, dos a cada lado. Tomando impulso, lo balancearon rítmicamente y lo lanzaron por la popa. Elmer cayó de pie, cubriéndose los lentes con una mano y haciendo gestos desesperados con la otra. Desapareció por un instante bajo la superficie de las aguas, para emerger inmediatamente, braceando como un poseído. Falcone, que lo observaba, se sumergió a su lado. A los pocos instantes, Elmer desapareció por el escotillón.
—Falcone ha tirado de él —observó Le Toiser.
En la superficie reventaban enormes burbujas. No había transcurrido un minuto, cuando aparecieron unos pies de pato, agitándose desesperadamente, sobre la superficie. Como si alguien les hubiese dado un súbito tirón, se hundieron de pronto en el agua. A bordo del “Circe”, todos reían a mandíbula batiente, incluso el propio Comandante, que parecía haber olvidado por el momento las graves inquietudes que los asediaban.
—Supongo que hoy Elmer no intentará arrebatarle el record del mundo a Le Toiser —comentó Silotti. Esta observación fue acogida con estentóreas carcajadas.
—Aunque lo quisiera, no podría —dijo Llofriu—. Aquí sólo hay cuarenta metros de profundidad.
—Podría hacer un agujero en el fondo —dijo Costa—. Y a lo mejor salía por los antípodas.
Entre chanzas y bromas parecidas transcurrió un cuarto de hora. Las burbujas apenas habían variado de posición, pero ya no se distinguían los amarillos tribotellas.
—Por lo menos están a veinte metros —dijo John—. Es muy posible— repuso Le Toiser.
—Un momento —dijo el Comandante Voy a ordenarles por el micrófono que suban. Para ser el primer día ya está bien.
El comandante se dirigió hacia su cabina. No habían transcurrido dos minutos, cuando en la superficie reventó una enorme burbuja espumeante. Casi inmediatamente, un hombre apareció en la superficie, con tal fuerza, que salió del agua casi hasta la cintura. Era Elmer, que por lo visto había subido disparado. Quitándose la boquilla, gritó:
—¡Fantasmas! ¡Me han llamado, una voz que…! Hundiéndose, empezó a tragar agua en abundancia. Lo hubiera pasado ciertamente mal, de no ser por Falcone, que emergió en aquel momento a su lado y le sostuvo la cabeza fuera del agua, pues el infeliz no acertaba a introducirse de nuevo la boquilla en la boca. Siempre sosteniéndole la cabeza fuera del agua, lo condujo hasta la escalerilla, a cuyos barrotes el aterrorizado Elmer se asió como un energúmeno.
—¡Atiza, pues es verdad! —dijo Le Toiser, dándose una palmada—. El muchacho ignoraba por completo la existencia de los altavoces submarinos. Supongo que usted no le había hablado de ellos, ¿verdad?
—En absoluto —replicó John—. Ni por asomo.
—Imagínese pues el espanto del pobre chico, al oír que lo llamaban por su nombre con voz cavernosa y sepulcral. ¡Ja, ja! —y le Toiser no pudo contener la risa—. ¡Es extraordinariamente divertido!
Elmer ya estaba a bordo, tembloroso y chorreante. Con mirada extraviada, decía a sus divertidos oyentes:
—Si, me han llamado por mi nombre…, una voz de ultratumba… debe de haber sido uno de esos hombres verdes… ¿Lo has oído, Falcone?
Este hizo un signo afirmativo con la cabeza, tratando de dar a su semblante una expresión de cómico espanto. Las carcajadas eran generales.
—Sí… una voz… Y creo que ha sido aquel hombre verde que tenias a tu espalda, y que por dos veces ha tratado de echarte las manos al cuello, sin conseguirlo…
Falcone abrió entonces desmesuradamente los ojos y la boca, y su expresión de espanto fue absolutamente real.
—¿Eso…, eso has visto? —tartamudeó.
—Sí. Pero cuando me llevé la mano al cinto para sacarme el cuchillo, creo que tuvo miedo y se marchó —repuso Elmer.
Elmer se alejó sin quitarse el tribotella, y dando palmadas sobre las maderas de la cubierta con sus pies de pato mojados, mientras todos se miraban estupefactos, muy serios y boquiabiertos.
A las dos de la tarde del día siguiente John, el comandante y Le Toiser estaban en Paris reunidos en un restaurante de Montmartre, esperando que les sirviesen la comida. Los tres tenían aire sombrío, y no hablaban.
—Como en Tolón —dijo de pronto Le Toiser Nos piden pruebas, pruebas… Se imaginan que hemos soñado. No basta el testimonio de todos nosotros: ellos quieren que les traigamos un hombre verde, agarrado por una oreja, y que lo metamos de narices sobre la mesa del Ministerio. ¡Bah, qué asco! Yo me vuelvo a Marsella, amigos míos. Aquí no conseguiremos nada.
—No hay que desanimarse, Jacques —dijo el comandante, desdoblando la servilleta Espera que aparezcan varias docenas más de cadáveres sin pulmones. La opinión pública intervendrá, el asunto pasará al Parlamento, y se tendrán que adoptar medidas de seguridad nacional. Ayer mismo, M. Guy Petit, diputado por Aix, pidió que se abriese una encuesta para esclarecer la causa de esos crímenes misteriosos, y la Cámara lo escuchó en medio de un gran silencio y muy preocupada. Creo que va a nombrarse de un momento a otro una Comisión, presidida por un alto jefe de la Sureté. Tenemos ya varios periódicos muy importantes a nuestro favor— no lo olvides —que dan absoluto crédito a nuestras declaraciones y reclaman que se haga algo. Lo que ocurre es que nos enfrentamos con la burocracia, y ésta no tiene alma. Quiere actuar siempre sobre seguro, sobre algo tangible…, sobre pruebas.
—¡Pues si quieren pruebas, las tendrán, voto al diablo! —exclamó exasperado Le Toiser.
—Tomkin nos ha prometido atrapar vivo a uno de esos seres, o en su defecto, impresionar una película —dijo el comandante— Tomkin es muy testarudo, y no creo que tarde en proporcionarnos la prueba que anhelamos.
—¿Usted qué opina, Mr. Davies? —preguntó Le Toiser.
El interpelado meditó unos momentos.
—Opino —dijo— que si aquí no conseguimos nada tal vez mis compatriotas nos escuchen.
—¿Sugiere usted que nos traslademos a los Estados Unidos? —preguntó el comandante Cheveneaux.
—Eso mismo —repuso John—. En mi país existe un margen de credulidad mayor que en la vieja y desconfiada Europa. Todo lo nuevo, extraño y sensacional halla en seguida adeptos incondicionales. Pero, desde luego, si conseguimos la prueba deseada, es casi seguro que el Gobierno francés nos ayudará, lo que será una forma de ayudarse a si mismo, dadas las graves circunstancias por qué atravesamos y el peligro evidente que se cierne sobre la Humanidad.
John hizo una pausa, para llevarse un pedazo de pollo a la boca.
—¿Qué se ha hecho del profesor Moreau y de su secretaria…, la señorita Billon? —preguntó, como no dando importancia a la cosa. Le Toiser sonrió.
—Geneviève está encargada por el profesor de efectuar importantes investigaciones en los archivos y bibliotecas. Tratamos de reunir todos los datos y antecedentes posibles de la cuestión que nos apasiona. Ayer mismo —prosiguió— creo que descubrió algo muy notable… El profesor Moreau lo ha telefoneado esta mañana al comandante.
—¿Qué fue, comandante? —preguntó John.
El comandante Cheneveaux se pasó la servilleta por los labios antes de responder.
—Es algo relacionado con las leyendas de los «hombres de mar», que en determinadas épocas han conocido una gran boga. Según una antigua crónica, uno de ellos fue capturado cerca de Oxford, pero se escapó. Otra nos dice que los holandeses capturaron en 1305 a otro «hombre de mar», «armado de pies a cabeza como un caballero», pero murió al cabo de tres semanas. Se afirma incluso que en 1820 unos pescadores, cerca de las islas Shetland, capturaron a una «mujer marina» que respiraba como un ser humano. Fue famoso también el «pez obispo», de forma curiosamente antropoide. A propósito…, me interesaría mucho saber qué ha descubierto hoy la señorita Billon… ¿Quién de ustedes dos puede hacerme este servicio?
John se apresuró a responder:
—Lo haría con mucho gusto, comandante. ¿Dónde tengo que ir?
El comandante sonrió al ver el apresuramiento de John.
—Esta tarde, John —dijo Le Toiser— encontrará a Geneviève en la Biblioteca Nacional, sección de incunables… Sé que el profesor Moreau la ha mandado allí.
—Gracias, Jacques —respondió John, con la boca medio llena y tratando de sonreír—. Iré.
John subió la majestuosa escalinata de la Biblioteca Nacional y penetró en el amplio vestíbulo. Dirigiéndose al mostrador que había a la izquierda, preguntó al conserje donde se hallaba la sala de incunables.
Siguiendo las instrucciones del conserje, John atravesó la inmensa nave central, donde en docenas de mesas había centenares de personas leyendo o estudiando. Escuchó algunos siseos de coléricos ancianos de cuello duro, barba y lentes de montura de plata, que le dirigían ceñudas miradas de reojo, y por último se detuvo ante una puertecilla labrada sobre la que se leía: «Sala de Incunables». Empujando la puerta, y caminando de puntillas, John entró en el interior de la sala.
El centro de ésta se hallaba ocupado por una larga mesa, con butacas a ambos lados. Sobre la mesa, a intervalos regulares, había lámparas de pie, fijas, que daban una luz agradable, íntima y acogedora, dejando el rostro de los lectores casi en la sombra. Por el contrario, las páginas de los viejos libros resplandecían como si fuesen de oro viejo. Había muy pocas personas en la sala; no llegaban a la docena, y se hallaban considerablemente separadas unas de otras. Siguiendo con su mirada el borde de la mesa, John pronto distinguió una inclinada cabecita femenina de cabellera dorada y brillante, Geneviève estudiaba atentamente un grueso infolio, al lado del cual se veían unas cuartillas cubiertas de notas.
Sin hacer ruido, John se sentó al lado de la absorta muchacha, y colocó una de sus grandes y fuertes manos sobre la página que estaba leyendo. La joven se quedó mirando la mano durante unos segundos, y luego fue siguiendo lentamente el brazo, hasta hallarse mirando a John de hito en hito. Una radiante sonrisa iluminó su rostro.
—¡John! —exclamó en voz baja—. ¡Qué alegría que haya venido!
John sonrió.
Del extremo de la mesa llegó un prolongado siseo.
—Hablemos más bajo, John —susurró Geneviève.
—¿Qué está usted haciendo? —preguntó John.
—Estoy copiando unos pasajes muy interesantes de un antiguo autor medieval… Olaüs Magnus… Habla aquí de unos pulpos o calamares gigantescos… similiorem insulae quam bestiae; es decir, más parecidos a islas que a animales, en el momento de emerger. Parece que observó personalmente a alguno de ellos. El viejo naturalista Linneo, del cual copié ayer unos pasajes, menciona también a la Sepia microcosmus, de dimensiones desmesuradas.
—¿No tendrán que ver esos pulpos con el legendario kraken? —preguntó John.
—Exactamente. ¿Cómo lo sabia usted? —preguntó sorprendida Geneviève.
—Siempre me han interesado las cosas del mar y sobretodo la vida abisal… Nadie lo diría, ¿verdad?
Un siseo aún más enérgico se dejó oír. John y Geneviève tuvieron la impresión de que coléricas miradas se clavaban en ellos.
—John… —dijo Geneviève.
—¿Qué?
—Será mejor que nos marchemos… Podemos ir a dar un paseo… ¿Conoce usted el Luxembourg? —No.
—Yo seré su cicerone, pues.
Recogiendo sus cosas, que metió en una cartera de mano, Geneviève se levantó. Ambos se dirigieron a la puerta, acompañados por las miradas iracundas de media docena de eruditos.
Pero lo que se dijeron John y Geneviève en los jardines del Luxemburgo ya no nos interesa, ni tiene lugar en una obra que se ocupa del misterio de los hombres-peces. Se trataba ya de otra clase de misterio, cuyo secreto era guardado entre ambos… Dejémoslos, pues, entregados a sus coloquios, en la dorada atmósfera otoñal del parque parisiense… y sigamos contando las vicisitudes del comandante, nuevo Galileo rodeado de incrédulos…
Hacia ya más de una semana que estaban en París, y las visitas al Ministerio seguían siendo infructuosas.
Los almirantes, los subsecretarios, el propio Ministro, seguían pidiendo una prueba, una prueba, para hacer algo. El comandante, John y Le Toiser habían sido interviuados, fotografiados, incluso aclamados a la salida del hotel donde se hospedaban. Desde el «París Match» a los noticieros cinematográficos, su efigie circuló por toda Francia y por todo el mundo entero.
EL COMANDANTE CHENEVEAUX RECLAMA ENÉRGICAS MEDIDAS PARA EMPRENDER LA GUERRA CONTRA LOS HOMBRES PECES.
JOHN T. DAVIES, CORRESPONSAL DEL «TRIBUNE».
AFIRMA QUE LOS HOMBRES-PECES SON ASTUTOS E INTELIGENTES.
JACQUES LE TOISER, CAMPEÓN MUNDIAL DE INMERSIÓN, ESTÁ DISPUESTO A DESCENDER AL FONDO DE LOS MARES PARA LUCHAR CUERPO A CUERPO CON LOS MONSTRUOS.
Estos eran algunos de los titulares que prodigaba la prensa sensacionalista. De los Estados Unidos llegaron ofertas muy tentadoras, para que los tres héroes se desplazasen al Nuevo Mundo para dar conferencias. Los platillos volantes estaban momentáneamente arrinconados, y nadie hablaba de ellos. Algunos guasones se dedicaron a dar bromas telefónicas, haciéndose pasar por hombres-peces y terminando sus palabras con un glu-glu bastante realista.
Entretanto el comandante Cheneveaux y sus amigos se consumían de impaciencia en su habitación del hotel, donde se pasaban el día fumando cigarrillos y negándose a recibir más periodistas. De pronto, sonó el timbre del teléfono colocado sobre la mesilla de noche.
—Aló, aló. ¿El comandante Cheneveaux? —preguntó la telefonista.
—Sí, aquí es —respondió Le Toiser, que se había puesto al aparato.
—No se retire. Conferencia con Marsella.
A los pocos instantes, se escuchaba en el auricular una voz lejana.
—¡Aquí Tomkin! ¿Hablo con el comandante? —Un momento, Tomkin. Soy Le Toiser. Ahora se pone el comandante.
Le Toiser pasó el auricular al comandante. —Dime, Tomkin. ¿Qué sucede?
—Tenemos la película, señor. —Hemos filmado cuarenta metros de ella, siguiendo las evoluciones de un hombre-pez. Estábamos Puig y yo ocultos tras el montón de fango, y le pudimos filmar tranquilamente, sin que él se diese cuenta de nada. Al notar nuestra presencia, se marchó, pero ya teníamos la película. Hay algunos planos filmados a menos de dos metros. Teníamos la cámara oculta dentro de un ánfora, y él no la vio.
—¡Bravo, muchacho, buen trabajo! — exclamó el comandante. Volviéndose hacia John y Le Toiser, que escuchaban sentados en sendas butacas y fumando, les dijo: —¡Tenemos la película, la prueba! ¡Cuarenta metros! ¡Un hombre-pez evolucionando!
Volviendo a comunicar de nuevo con Tomkin, dijo:
—Oye, Tomkin; ¿me oyes? Revela en seguida esta película y mándala a París, por avión. O mejor: la traerás personalmente. Te hago responsable de ella. Toma el primer avión que salga de Marsella. Iremos a esperarte al aeropuerto. Hasta pronto, y felicita también a Puig —y colgó el teléfono.
Los tres reunidos se miraron sonrientes.
—¡Hemos triunfado! —exclamó el comandante—. ¿Qué dirán ahora en el Ministerio, cuando hagamos evolucionar ante ellos un auténtico hombre-pez provisto de agallas?
—Tendrán que poner por lo menos la mitad de la Marina nacional a nuestra disposición —dijo Le Toiser.
—¿Le parece a usted, comandante, que llame a los periodistas que están esperando ahí fuera para comunicarles la noticia? —preguntó John.
—Si le parece… Pero vayamos inmediatamente al aeródromo de Orly, a enterarnos de la llegada del primer avión de Marsella. Creo que llega esta misma tarde.
A los pocos instantes, los tres amigos se dirigían en un taxi y a toda prisa al aeródromo, después de comunicar, llenos de satisfacción, la noticia a los periodistas.