CAPÍTULO 4
APARECE EL HOMBRE MUERTO

Eran ya fines de septiembre, y el “Circe” seguía aún anclado junto al Grand Mourlon, prosiguiendo sus trabajos en el navío griego, del que se habían extraído ya varios centenares de ánforas, obras de arte y mucha cerámica. Los dos periodistas norteamericanos habían pasado a formar parte, definitivamente, de la plantilla del barco: John en calidad de buceador, y Elmer de ayudante del cocinero. En realidad, Elmer había sentado sus reales en la cocina, y sólo muy raramente se movía de ella. Las crónicas que John enviaba al Tribune tuvieron gran aceptación, y varias revistas sensacionalistas europeas y americanas publicaban ya descabellados artículos sobre hombres peces y otras lindezas por el estilo. El tema distrajo momentáneamente la atención del público de los platillos volantes, y rivalizó por algún tiempo en popularidad con el abominable hombre de las nieves. Geneviève se había marchado a Paris a tomar parte en unas oposiciones.

El Comandante había fracasado en sus intentos de convencer a las autoridades de Marina de Tolón de que el asunto era serio y merecía una investigación a fondo. Los oficiales de Marina se encogieron de hombros, sonrieron y alguno dijo que el mito todavía no había muerto en el Mediterráneo, de lo cual había que congratularse.

Tanto John como el Comandante estaban, sin embargo, firmemente convencidos de la existencia de uno o de varios misteriosos hombres peces, después del testimonio directo que tuvieron de su existencia. Si bien los trabajos en el pecio se seguían realizando con toda normalidad, casi todos los buceadores tenían la sensación de que unos ojos inteligentes los observaban cuando se hallaban en las profundidades; unas veces eran unas gorgonias que se agitaban, otras una bandada de peces que huía súbitamente en una dirección, sin que hubiese causa aparente para ello. Incluso en varias ocasiones, se comprobó que alguien había hurgado en el montón de fango que ocultaba la nave clásica, durante la noche… Seres inteligentes los vigilaban, ésa era la sensación de todos.

Pero aún podía decirse que las cosas eran normales, hasta que llegó el 27 de septiembre. Este día empezó como todos: el tiempo era bueno, y a las siete de la mañana el mar apenas se movía. Una ligera brisa de tierra acariciaba la superficie de las aguas, lo que era presagio de buen tiempo. Por casualidad, formaron el primer equipo de inmersión Tomkin, Puig y Silotti. De manera rutinaria, se repitieron los gestos y las acciones hechas centenares de veces: se alinearon las escafandras, los compañeros se las cargaron a la espalda, escupieron en el interior de los lentes para enjuagarlos con agua de mar acto seguido, etc. Aquel día los trabajos no se siguieron con la televisión. En cambio, se utilizaba la manga de succión del fango para seguir la tarea de desenterrar la proa del navío, donde se sospechaba que se hallarían interesantes enseres, pertenecientes a la tripulación.

Los buceadores apenas llevaban diez minutos abajo, cuando sus tres cabezas rompieron casi simultáneamente la superficie. Quitándose la boquilla de la boca, Tomkin gritó, con una voz que heló la sangre en las venas a sus compañeros de a bordo:

—¡Rouquier! ¡He visto a Rouquier…! ¡Vivo!

Tomkin y sus compañeros, muy trastornados, subieron a bordo. El primero contó entrecortadamente que hablan visto a su compañero desaparecido —cuya carne era «verde»— nadando sobre el pecio griego… pero sin botellas de aire en la espalda; ¡desnudo! Al verlos, les hizo un triste gesto de salutación con la mano, y desapareció tras una roca. Desde luego, no cabía atribuir a una alucinación lo que habían presenciado los tres buceadores. En uno solo, la alucinación hubiera sido explicable; pero no en los tres a la vez. Además, los detalles que daban por separado del misterioso suceso, coincidían absolutamente. Era imposible que se hubiesen puesto previamente de acuerdo, pues no podían hablar sumergidos. Sí; el suceso era real, por extraordinario que pareciese.

Después de interrogar a los buceadores, el comandante decidió bajar a investigar en persona, acompañado de John y Le Toiser. Transcurrida media hora, emergieron los tres, muy demudados.

—Efectivamente, también lo hemos visto —dijo el comandante, al pisar las tablas de la cubierta del “Circe”. Y añadió—: Le ofrecí mi tablilla y mi lápiz indeleble, invitándole a escribir algo. Sólo trazó este nombre: ANTINEA.

—La reina fabulosa de la Atlántida… —exclamó Le Toiser.

—Pero es más —añadió el comandante—. Mientras escribía le he observado y he visto que respiraba… por branquias, como los peces. En sus costados se abrían y se cerraban acompasadamente las rojas estrías de unas agallas. ¿Qué terrible misterio encierra todo esto?

—¿Y qué hizo luego? —preguntó ansiosamente Charpentier.

—Le invitamos por gestos a acompañarnos, pero él movió melancólicamente la cabeza en signo negativo, y se alejó de nosotros haciéndonos un gesto de despedida, perdiéndose tras unas rocas. Cuando nos repusimos de nuestro asombro y tratamos de seguirle, había desaparecido.

Aquel episodio alucinante colmó el nerviosismo de todos. Se prosiguieron los trabajos, pero con un ritmo irregular; todos se sumergían con aprensión, temiendo hallar extrañas cosas y espeluznantes apariciones en el fondo del mar. El comandante visitó de nuevo, acompañado de John y Le Toiser, las autoridades navales de Tolón, que esta vez comenzaron a mostrar ya síntomas de cierta preocupación, sin acoger las palabras de Cheneveaux con bromas, como habían hecho antes. Sin embargo, pedían pruebas, una evidencia, algo concreto a que aferrarse para elevar un informe a la superioridad. Cheneveaux sólo les traía palabras, relatos alucinantes, fantásticos, corroborados, eso si, por el testimonio de otros hombres, que parecían completamente serios y hallarse totalmente en sus cabales, pero…

—Una prueba, mi querido comandante —dijo el contraalmirante Bataille a Cheneveaux y sus amigos— una simple prueba, y la poderosa máquina de la Marine Nationale se pondrá en movimiento para ayudar les a investigar. Creemos en sus palabras; no dudamos de lo que sus ojos y los de sus compañeros han visto; pero no podemos emprender una acción tan importante como seria la exploración submarina de todo el litoral francés, basándonos únicamente en un relato completamente digno de una novela de Julio Verne. Tráigame usted esa prueba —la que sea— y pasaré inmediatamente mi informe a Paris, respaldándolo con toda mi influencia. Pero tráigame esa prueba.

Con estas palabras el contraalmirante se levantó, dando la entrevista por terminada y acompañando a sus tres visitantes hasta la puerta de su despacho de la Prefectura de Marina.

En la calle, Cheveneaux, Le Toiser y John se miraron, muy serios, y movieron la cabeza sin pronunciar palabra. Hacía un día desapacible, ya otoñal. Del mar venía un airecillo frío y cargado de humedad, que penetraba hasta los huesos. Una ligera llovizna flotaba más que caía en el aire. Sobre sus cabezas se extendía un cielo plomizo, que daba una luz crepuscular, a pesar de no ser más que las once y media de la mañana. Sin rumbo fijo, los tres amigos empezaron a andar hacia la dársena, donde humeaban las chimeneas de los barcos de guerra y de donde les venía intermitentemente el ronco bramido de alguna sirena. Los guijarros que formaban el pavimento del muelle estaban resbaladizos a causa de la llovizna; los raíles del ferrocarril brillaban. Del agua ascendía un olor de petróleo y de pescado podrido, mezclado con el fuerte aroma de alquitrán. La humedad amalgamaba estos tres olores y los convertía en uno solo, insistente, penetrante: el olor de la dársena de Tolón.

—Aún recuerdo la noche en que todo esto ardió la dársena parecía un volcán — dijo de pronto el comandante. —Yo mismo, con mis manos, tuve que abrir los grifos del aviso que entonces mandaba, para evitar que, con toda nuestra flota, cayese en poder de los alemanes. —Hizo una pausa, mientras miraba sin ver por encima de las aguas del puerto—. Hombres de pelo en pecho, hombres curtidos y que habían tomado parte en cuarenta combates, lloraban como niños, viendo como se hundía la flor y nata de nuestra armada…

Sacudió la cabeza, como si tratase de desechar aquel doloroso recuerdo.

—A pesar de aquel enorme sacrificio, ganamos aquella guerra. ¿Pero ésta la ganaremos?

—¿A qué guerra te refieres, Philippe? —le preguntó Le Toiser.

—A la guerra contra los hombres-peces, Jacques. A la guerra, quizá, contra los atlantes.

—¿Contra los atlantes dice usted? —preguntó John—. Acláreme estas palabras, por favor.

El comandante no respondió. Mirando hacia la izquierda, levantó el brazo y señaló con el índice.

—Vamos a aquel bistro. Nos sentaremos en torno a unas copas de coñac, y hablaremos.

A los pocos instantes trasponían la puerta del humilde tabernucho portuario, y penetraban en una atmósfera cargada de humo, en la que sonaban los gritos y los juramentos de una docena de cargadores del muelle y de marineros que jugaban a las cartas alrededor de tres mesas, dando puñetazos sobre ellas y bebiendo aguardiente. Tras el mostrador había un hombre gordo, calvo, con la panza cubierta por un mugriento delantal. Frotándose las manos con él, acudió solícito a su encuentro.

—Pasen los señores. ¿Desean una mesa? Allí en el ángulo tengo una donde estarán solos. Pasen, por favor.

Pronto estuvieron sentados ante una mesa, con sendos vasos de coñac ante sí. El comandante tomó un sorbo, y dijo:

—Si llego a contar esto al contraalmirante, salimos de la Prefectura para ir los tres derechos al manicomio, con recomendación especial de Bataille para que nos pusiesen camisa de fuerza. Pero desgraciadamente, me temo que todo resultará ser muy cierto.

Hizo una pausa, ante la expectación silenciosa de sus dos compañeros.

—Anoche conversé largamente con el profesor Moreau. A él también le tienen hondamente preocupado los misteriosos sucesos de que hemos sido testigos desde el día de la desaparición del infortunado Rouquier. Tanto él como yo, no podemos dejar de relacionarlos con esas extrañas apariciones de cadáveres mutilados —ya saben a que me refiero— que se suceden con gran frecuencia, de un tiempo a esta parte, en las playas mediterráneas.

—En efecto —intervino John— anteayer leí en la prensa la noticia de otra, en una playa de Orán.

—El profesor Moreau —prosiguió el comandante— lleva una estadística y un fichero muy riguroso de estos hechos. Según él, las olas han devuelto hasta la fecha sesenta y tres cadáveres. Pero del estudio atento de las noticias de prensa, el profesor ha sacado varias conclusiones curiosas. Primera: Los cadáveres con los pulmones extirpados son siempre de hombres jóvenes y de gran desarrollo físico. Segunda: la extirpación no es obra de locos o sádicos, sino que ha sido hecha por habilísimos cirujanos. Tercera: esa extirpación tiene por objeto sustituir los pulmones por branquias de escualo, probablemente de tiburón.

—¿Cómo ha podido afirmar eso? —preguntó Le Toiser.

—Muy sencillamente: el forense que reconoció al cadáver aparecido hace dos semanas en la playa de Saint-Tropez, es un antiguo condiscípulo de Moreau. Ambos estudiaron juntos en el Liceo. Hace seis días se encontraron casualmente en Marsella, y el forense le habló del extraño injerto que presentaba el cadáver…, unas como a modo de branquias de pez. Según sus palabras, aquel hombre murió en mitad de la operación. Y ésta tenía por objeto convertirlo en un auténtico hombre-pez.

—Entonces —dijo John— esos cadáveres son todos de hombres muertos en el curso de la operación.

—Probablemente —dijo el comandante—. Pero aun hay un punto cuarto en las deducciones del profesor Moreau. Y es éste: de un tiempo a esta parte, que coincide poco más o menos con el de la devolución por el mar de los cadáveres, ha aumentado el número de personas desaparecidas en el mar o ahogadas en las playas, hasta tal punto, que en algunas estaciones estivales del sur de Francia el número de ahogados ha cuadruplicado el del año pasado.

—¡Es extraordinario! —comentó Le Toiser.

—Muchísimo. Pero aun falta lo más extraordinario —continuó el comandante—. El profesor Moreau ha estado los tres días últimos en París, en la Biblioteca Nacional. Su prodigiosa memoria le recordó un incunable que cayó por casualidad en sus manos en su época de estudiante, en unos meses en que le dio por rebuscar el fondo medieval de la biblioteca. Se trataba de una obra rarísima que por su titulo no era fácil que atrajese la atención de los eruditos. Éste era; traducido del latín: «De algunas cosas admirables sucedidas en el mar a Girolamo Sforza, pisano». El tal Sforza, mercader pisano que navegaba al servicio de la señoría de Génova, cuenta que sus marineros, al cuarto día de navegación desde Bujía con rumbo a Génova, consiguieron apresar a «un hombre marino, verde, al que mantuvieron vivo en una tina». Sforza consiguió mantener vivo a aquel extraño ser durante quince años, exhibiéndolo en ferias y mercados, siempre dentro de su tina. Parece que ideó algún medio de comunicación con él, y el hombre pez le contó su historia: Le dijo que provenía de un reino del fondo del mar llamado «Atlantis», situado más allá de las puertas del mar interior —o sea en el Atlántico—. Le dijo también que en su pueblo no todos eran como él, sino que había también una casta dirigente, muy poderosa, de hombres como Sforza. Al parecer, los hombre-peces eran una clase inferior de hombres, que formaban la masa del ejército atlante. Cuando el sistema de comunicación entre Sforza y el hombre-pez iba en camino de perfeccionarse, el extraño ser murió. Naturalmente, cuando el profesor Moreau, en sus años mozos, descifró esta extraña historia, lo hizo como un simple ejercicio de paleografía y latín medieval, y sin concederle el menor crédito, juzgándola como una de tantas patrañas propias de la época. Pero ahora no la considera así, sino muy al contrario.

—¿Qué fecha tenía el incunable? —preguntó John.

—Últimos del siglo XV. ¡Ah! —exclamó el comandante, dándose una palmada en la frente Pero el texto de Sforza contenía aún otra cosa muy interesante. Antes de morir, el hombre-pez tuvo tiempo de comunicar a su dueño que los atlantes preparaban la conquista de la tierra firme; sus profetas se la habían anunciado y sabían que un día la realizarían. Pero ello sólo pasaría dentro de mucho tiempo.

—Dentro de cinco siglos —comentó Le Toiser—. Quizá. Este texto medieval, a la luz de todo lo que ha venido sucediendo últimamente, tiene una terrible significación y veracidad. El profesor Moreau ha mandado copiarlo y luego lo hará traducir integramente, para que todos lo estudiemos. Asimismo, dispone de varias personas, entre ellas Geneviève, que efectuarán búsquedas minuciosas en las bibliotecas y archivos públicos, tratando de encontrar textos parecidos. Es probable que existan otros testimonios. Sea como sea, parece que los atlantes se deciden por fin a atacar.

—Pero ¿qué explicación satisfactoria tienen esos cadáveres mutilados que el mar arroja de vez en cuando a la playa? —preguntó John—. ¿Cuál es la razón de esos terribles experimentos?

—No sé —repuso—; tal vez necesitarán más hombres para su ejército submarino. Pero la respuesta sólo podrán dárnosla ellos mismos; Hay que apresar vivo a uno de esos seres, repitiendo la experiencia de Girolamo Sforza.

—¡Vivo! —exclamó Le Toiser Pero ¿cómo?

—Aun no lo sé —repuso el comandante—. Para ver si entretanto se nos aclaran las ideas, sugiero que nosotros tres nos traslademos a París, a entrevistamos con las más altas autoridades navales de la nación. Tal vez éstas concederán más crédito a mis palabras que el contraalmirante Bataille.

—Será tiempo perdido —dijo Le Toiser—; pero, en fin, como tú quieras. ¡Brindemos ahora por el éxito —muy problemático— de nuestro viaje a París!

Y los tres amigos levantaron en silencio sus copas, bajo la mirada intrigada del dueño del bistro.

A los diez minutos, la V-7 desatracaba del muelle de Tolón y embocaba la salida de la dársena, para dirigirse al “Circe”, donde el comandante, John y Le Toiser ultimarían los preparativos de su viaje a París.