Roquier no apareció. Los once buceadores dieron batidas por una amplia zona en derredor del punto donde el pescador había desaparecido, sin ningún resultado. Cuando cayó la noche, regresaron de su cuarta batida, cansados, sombríos, silenciosos. Uno de ellos traía uno de los pies de pato que había pertenecido al desdichado buceador; otro, su cuchillo, intacto dentro de su vaina.
Aquella noche nadie durmió a bordo del “Circe”. El mar parecía tener un brillo siniestro, agorero, y ocultar algún terrible e inhumano secreto. En grupos de tres o cuatro personas, los tripulantes, buceadores y pasajeros permanecían horas enteras apoyados en la borda, hablando en voz baja y sin dejar de mirar a las negras aguas, que brillaban a veces con misteriosas fosforescencias y de las que subía un sordo rumor.
Parecía que la noche seria eterna y el sol no volverla a brillar jamás. En la proa del barco, John y Geneviève, silenciosos, contemplaban el mar.
—¿Por qué lo ha hecho? —preguntó de pronto Geneviève.
—¿Qué dice usted? ¿Por qué he hecho qué?
—Ya lo sabe usted. Ofrecerse. Eran ya diez. Usted no les hacia ninguna falta. Además, nadie sabía que usted era también un buceador.
—Le agradezco su súbito interés, Srta. Billon…
—Llámeme Geneviève.
—Le agradezco su súbito interés, Geneviève; pero no creo que lo que me ocurre o deje de ocurrir pueda importar a nadie. No tengo a nadie en el mundo, y estoy acostumbrado a jugarme el pellejo, que por otra parte no vale mucho.
—Quien sabe. A veces no estamos tan solos como creemos. No puede usted decir que su suerte no le importa a nadie. Tiene usted amigos…, tal vez esposa o prometida…
—¿Esposa? No me haga usted reír, Geneviève. Yo no pienso casarme en mi vida. He sido siempre un pajarraco solitario.
—Eso, sólo el tiempo podrá decirlo… ¿Quiere que le diga la verdad, John? —dijo Geneviève después de una pausa—. Lo que ha ocurrido esta tarde me ha impresionado muchísimo. No puedo quitármelo de la cabeza… Además, tengo el presentimiento de que está relacionado de algún modo con esas extrañas noticias del periódico.
—Eso es la famosa intuición femenina, ¿verdad?, —dijo John en son de mofa.
—No se burle usted, John, se lo ruego. Nosotros estamos aquí hablando, mientras el pobre Rouquier tal vez está muerto ahí abajo, o Dios sabe qué horrible destino ha sido el suyo.
—Sí, verdaderamente es extraño todo lo que ha sucedido. Hemos escudriñado hasta el último rincón, cueva y anfractuosidad del Grand Mourlon; nos hemos metido incluso por un ancho túnel que conducía a una gran caverna interior, que a los rayos de nuestras lámparas estancas ha aparecido constelada de coral, de riquísimo y rojo coral. Pero no hemos hallado rastro del desaparecido, a no ser la aleta y el cuchillo que hemos traído con nosotros…
En aquel momento se aproximó a ellos Llofriu. —Mlle. Billon… Mr. Davies… El comandante les convoca a su cabina. Acaba de celebrar una larga conferencia con los buceadores, y quiere comunicarles el resultado de ella. Tengan la bondad.
Geneviève y John se encaminaron hacia la cabina del comandante, siguiendo a Llofriu. Éste les condujo por el puente, y se apartó para dejarles paso una vez hubieron llegado a la cabina. John vio a varias personas en el interior, sentadas en torno a la mesa del comandante. Éste presidía la pequeña reunión, que se hallaba formada por el profesor Moreau, Le Toiser, Tomkin y Elmer.
—Siéntense ustedes, tengan la bondad —les invitó el comandante.
John y Geneviève se acomodaron juntos a un lado de la mesa.
—Señores —empezó diciendo el comandante o que ha ocurrido esta tarde me tiene profundamente consternado. Es un suceso inexplicable, y ninguno de nosotros podemos hacernos a la idea de que nuestro querido amigo y compañero en tantas inmersiones, Rouquier, haya podido desaparecer tan misteriosamente. Hizo una pausa, paseando su mirada por los graves y atentos semblantes que rodeaban la mesa. —Sin embargo, se ha hecho todo cuanto ha sido humanamente posible para rescatarlo, vivo o muerto, pero, de manera inexplicable nuestro compañero, expertísimo buceador muy familiarizado con el mar, se ha volatilizado sin dejar rastro. Ello hace aún más extraña su desaparición. Pero ahora les he reunido para comunicarles mis planes inmediatos y, atender sus sugerencias, caso que deseen hacer alguna. Así que amanezca, Tomkin, Puig y Le Toiser partirán hacía Marsella en nuestra lancha rápida V-7 para dar cuenta del misterioso suceso a las autoridades. Nosotros nos quedaremos aquí, y comenzaremos las inmersiones sobre el pecio de la nave griega—. Al advertir un gesto de extrañeza en Geneviève, el comandante prosiguió. —No se extrañe usted de ello, Mlle. Billon. Aparte de que en el mar es donde tenemos mayores probabilidades de encontrar el cuerpo de nuestro desgraciado compañero, cada día de inactividad que pasemos en el Grand Mourlon significa un gasto considerable, no sólo para mí, sino para la media docena de entidades culturales que subvencionan estos trabajos. No podemos suspenderlos ni aplazarlos de ningún modo. Nos hallamos en la segunda quincena de agosto, y en esta época del año el mar tiene condiciones excepcionales. ¿Tienen ustedes algo que decir?
Todos los presentes se miraron, haciendo gestos negativos con la cabeza.
—Entonces, éste será el plan que adoptaremos. —Consultó el reloj—. Son ahora las cuatro y diez de la madrugada. Si alguno de ustedes quiere descabezar un sueñecito hasta el amanecer, puede hacerlo.
Nadie respondió ni se movió. John dijo:
—Un momento, comandante. Supongo que no tendrá usted inconveniente en que, durante el tiempo que dure mi estancia a bordo, sustituya al desgraciado Rouquier. Quiero decir que me gustaría sumergirme sobre el pecio de la nave griega.
—No hay el menor inconveniente —respondió el comandante—. Hoy ha dado usted pruebas más que sobradas de sus grandes dotes de buceador. Aportaciones como la suya son siempre bienvenidas a bordo del “Circe”. Además, así podrá escribir usted un reportaje magnífico y de primera mano.
—Temo que ese reportaje resultará más complicado e interesante de lo que creía de momento —dijo John.
Así que la roja bola de fuego del sol empezó a mostrarse sobre el horizonte, la V-7 desatracó del costado del “Circe” y partió a toda máquina hacia Marsella, llevando a bordo a Le Toiser, Tomkin y Puig, estos últimos testigos presenciales del misterioso suceso. Entretanto, en el “Circe” se ultimaban los preparativos para iniciar las inmersiones sobre el pecio. Los cabrestantes empezaron a funcionar y la cadena del ancla fue izada lentamente. El navío empezó a girar despacio sobre si mismo, mientras sus motores ronroneaban con suavidad. Al cuarto de hora escaso el “Circe” se hallaba colocado exactamente al este del Grand Mourlon, sobre el pecio del navío griego. Las anclas fueron largadas de nuevo, y los motores se acallaron.
En la cubierta de popa se alineaban las escafandras autónomas, con el regulador en su lugar y aire a 200 atmósferas de presión en el interior de las botellas. Al pie de cada escafandra Tomkin y sus ayudantes habían colocado un par de aletas de goma, unos lentes submarinos y un cinturón con el lastre de plomo, amén de un cuchillo. El altavoz colocado sobre cubierta dejó oír la potente voz del comandante, que daba las últimas órdenes, de inmersión.
—Una vez os hayáis colocado las escafandras, descenderéis Charpentier, Silotti y Costa como primer equipo. Vuestro jefe de inmersión será Silotti. Seguidle y no le abandonéis en ningún instante. El profesor Moreau y yo os seguiremos por la pantalla de la televisión. Estad atentos a nuestras órdenes. Buena suerte.
Los tres citados se adelantaron y, ayudados por sus compañeros, cargaron sobre sus espaldas las botellas de aire comprimido y se calzaron las aletas. Cuando se hallaban ya junto a la escalerilla de descenso, con los lentes en la mano y preparados para enjuagarlos con agua de mar después de haber frotado su interior con saliva para evitar la formación de vaho, se oyó nuevamente la voz del comandante por el altavoz.
—Atención. Hoy no se descenderá la manga de succión. Vuestro objetivo ha de ser reconocer la zona cubierta de restos de la cubierta de popa, a estribor; limpiarla e intentar penetrar hasta la bodega. Cuando oigáis la orden de remontar, abandonad inmediatamente vuestro trabajo y subid sin prisas.
Los tres buceadores, con los tribotellas perfectamente sujetos a la espalda, el lastre en la cintura, y calzando aletas, descendieron uno a uno por la escalerilla, para colocarse juntos en la pequeña plataforma ad hoc, de espaldas al mar. Después de pasar agua por el interior de los lentes, se los ajustaron, mordieron la boquilla del aparato y se dejaron caer suavemente al agua. Pronto todos los vieron escrutando las profundidades, para levantar acto seguido sus pies de pato fuera del agua y desaparecer de su vista. Por unos momentos, creyeron distinguir aún sus amarillos tribotellas, perdiéndose hacia las verdiazules profundidades. Sólo tres grupos muy próximos de burbujas que reventaban en la superficie a intervalos regulares, recordaban su existencia y que todo iba bien. A bordo nadie hablaba. Todos tenían los ojos fijos en las burbujas. Algunos echaban nerviosas miradas a sus relojes de pulsera. De pronto, se vio ascender una gran masa blanca de las profundidades. Elmer lanzó una asustada exclamación. John le dijo:
—Tranquilízate, Elmer. Son burbujas; una gran masa de burbujas. Posiblemente hacen algún esfuerzo que les obliga a consumir más aire.
En efecto: la masa blanca llegó a la superficie y reventó en una serie de grandes y pequeñas burbujas. El buceador Falcone se aproximó a John y le dijo:
—El Comandante dice que vaya usted a su cabina.
Alejándose de la borda y de Geneviève, que contemplaba como fascinada, inmóvil y en silencio, la superficie del mar, John se dirigió hacia la cabina de mando.
Al entrar en ella, se encontró sumido en una semi-penumbra. La voz del Comandante dijo: —Acérquese, Mr. Davies. Mire.
Instalados en sendos sillones, el Comandante y el Profesor Moreau contemplaban atentamente una pequeña pantalla iluminada, colocada a un metro y medio del suelo sobre un mueble cuadrado.
—Es la televisión submarina. Mire usted a Charpentier… está levantando verdaderas nubes de fango.
En la pantalla se veía un minúsculo y fascinante mundo verde, en el que se agitaban tres hombrecillos que llevaban en sus espaldas tribotellas amarillos, mientras sus aletas de pez se agitaban suavemente y de sus cogotes se escapaban a intervalos regulares plateadas exhalaciones. Los tres se hallaban casi en posición vertical invertida, y uno de ellos hurgaba en un montón de fango, del que asomaban cuellos de ánfora. La cabeza y los hombros del buceador desaparecían en una espesa nube de fango que levantaba al excavar con las manos. Apartándose, cedió su sitio a otro buceador. A los pocos segundos de hurgar, éste se retiró y exhibió un objeto en la mano derecha.
—¡Una preciosa copa campaniana, para vino! —exclamó muy complacido el Profesor Moreau—. Y con el barniz intacto, según parece.
—Están excavando la popa de la nave, a treinta y ocho metros de profundidad —dijo el Comandante—. Con mis propias manos llegué a las tablas que formaban la cubierta, y después de atravesar veinte centímetros de madera, abrimos un boquete de acceso a la bodega. Ahora lo están ensanchando. —Consultó su reloj—. En este momento hace exactamente quince minutos que se ha iniciado la inmersión.
Tomando un micrófono que descansaba sobre un escabel contiguo, el Comandante dijo:
—Atención, atención, buceadores…
Los tres buceadores se quedaron inmediatamente quietos, y levantaron al propio tiempo sus cabezas.
—¡Es extraordinario! —comentó John—. ¡Verdaderamente extraordinario!
—Atención —prosiguió el Comandante—. Quince minutos. Fin de la inmersión. Remontad.
Como movidas por un resorte, las tres figurillas verde-amarillentas se incorporaron y, moviendo pausadamente sus pies de pato, desaparecieron del campo visual de la televisión, hacia la superficie.
—Cuando ellos han bajado —dijo el Comandante, dejando el micrófono— la cámara de televisión submarina ya había descendido, quedando instalada a dos metros y medio sobre el yacimiento. Posee dos potentes reflectores de flash, que iluminan perfectamente su campo de acción. Fuera del agua pesa doscientos quilos; en inmersión, cero. Podemos bajarla, si éste es nuestro deseo, hasta doscientos cincuenta metros de profundidad.
Tomando otro micrófono, el Comandante dijo entonces:
—Atención. Segundo grupo. Preparados. Os sumergiréis cuando el primer grupo suba a cubierta. Formarán el segundo grupo los dos Falcone y Llofriu Jefe de inmersión, Giuseppe Falcone. Atención. Preparad vuestros equipos.
—¿Y yo, Comandante? —preguntó John.
—Usted bajará conmigo. Usted y yo, solos, formaremos el tercer grupo.
—Magnifico —exclamó John—. No sabe cuánto se lo agradezco.
No habían transcurrido diez minutos cuando en la pantalla de la televisión, que había permanecido iluminada y mostrando el montón de restos, aparecieron tres nuevas figurillas, descendiendo pausadamente de la superficie. Sin perder un instante, se pusieron a excavar por turno en el lugar donde lo habían hecho sus compañeros. De pronto, uno de los buceadores se agitó, hundiéndose profundamente en el montón de fango, mientras una gran masa de burbujas ascendía por sus espaldas. Retirándose, extrajo un objeto largo y oblongo, con asas.
—Un ánfora —dijo el Profesor Moreau.
El Comandante Cheneveaux tomó el micrófono de cubierta y ordenó:
—Que bajen el tubo de aire comprimido.
A los dos minutos se veía aparecer una especie de serpiente negra en la pantalla de la televisión: el tubo de aire comprimido. Uno de los Falcone tomó su extremo y lo introdujo por el cuello del ánfora, que colocó en posición invertida. Un chorro de burbujas y fango salió de su interior, e inmediatamente el ánfora salió disparada hacia la superficie, como un cohete.
—Un sistema hacia muy eficaz —comentó John.
—Si sale usted a cubierta, la verá ya flotando al costado del barco, con el cuello asomando fuera del agua. Antes las subíamos en un gran cesto, pero era un sistema muy engorroso.
—Lo que me intriga, en esas ánforas —dijo el Profesor Moreau— son las misteriosas iniciales que todas muestran en el cuello…, las letras SES acompañadas de un tridente. Parece el principio de un nombre. ¿Sestio, tal vez? ¿Se llamaría Sestio el propietario de la nave? Esta es una cosa que quizá no sabremos nunca. Hay que esperar a efectuar más hallazgos en el pecio.
Transcurridos los quince minutos, el Comandante dio las órdenes para la emersión. Dirigiéndose entonces a John, le invitó a salir a cubierta para equiparse y descender en su compañía.
A los pocos minutos John se colocaba un triboteIla a la espalda, mientras Sitotti y Costa le abrochaban los tirantes y el cinturón de lastre con las hebillas de seguridad, que podían soltarse con un simple tirón.
—Póngase usted seis quilos de plomo —le aconsejó Silotti—, pues seguramente tiene mucha flotabilidad.
—En efecto —respondió el hercúleo John, ajustándose los tirantes de la escafandra en los hombros.
El Comandante, ya completamente equipado, le esperaba junto a la escalerilla.
Elmer se aproximó con semblante compungido. —John, viejo amigo; no hagas eso. ¿Qué haré yo, si me quedo solo en la tierra?
—Adiós, Elmer; o, mejor dicho, hasta la vista. Tendrías que envidiarme, porque voy a visitar un mundo maravilloso.
Y con estas palabras, John descendió ágilmente por la escalerilla, después de ajustarse los lentes. El Comandante ya flotaba en la superficie, mordiendo la boquilla.
John pronto estuvo escrutando las azules profundidades que se abrían bajo él. A su izquierda distinguía los tres últimos barrotes de la escalerilla, el timón del “Circe” y las enormes hélices gemelas, inmóviles. La enorme masa oscura de la quilla se perdía en una niebla azulada. Levantando los pies fuera del agua, John y el Comandante se sumergieron simultáneamente. John empezó a nadar hacia abajo, agitando los pies y siguiendo al Comandante. Al exhalar, percibía el familiar ruido de claxon del aire que se escapaba por el regulador, mientras que al aspirar oía un débil siseo. Respiraba perfectamente, y se sentía muy bien lastrado y equilibrado. Aproximadamente a los cinco o seis metros de profundidad, notó dolor en sus oídos. Tragando saliva, sus trompas de Eustaquio se destaparon y el aire a presión que respiraba equilibró el lado interior del tímpano. El dolor cesó. Ante él se extendía una escarpada ladera, sembrada de plantas multicolores y de minúsculas corolas blancas. A aquella profundidad, el sol aun hacía sus juegos de luz sobre las rocas y extendía sobre ellas su movediza y trémula red luminosa. Diversos pececillos pastaban en aquella inclinada pradera submarina, sin molestarse en mirar a aquellos dos enormes intrusos que despedían chorros de burbujas. Siguieron bajando. La pared del acantilado submarino se perdía en una azulada profundidad. John consultó su batímetro de pulsera. Marcaba dieciocho metros… Agitando acompasadamente sus pies de pato, ambos buceadores siguieron descendiendo. La red luminosa del sol había desaparecido, y ahora todo parecía bañado en una luz azul, sin sombras. El declive submarino continuaba, y de él John vio asomar unas como a modo de enormes bocas entreabiertas… Nacras, mejillones gigantes… A los veinticinco metros entraron en la zona de las gorgonias… delicadas filigranas como no las imaginó jamás ningún pintor japonés, mágicas inflorescencias submarinas que daban un aspecto fantástico e irreal al paisaje sumergido…
John se dejaba llevar una vez más por la maravillosa sensación de ingravidez, de vuelo, que se experimenta en el mundo azul de las tres dimensiones. Libre de la gravedad, todo él en equilibrio hidrostático, flotaba como un ángel sobre un paisaje de ensueño, sobre un mundo tan extraño y remoto como el de otro planeta. Cruzaron junto a una bandada de majestuosas palometas, grandes peces de vientre plateado y lomo verde-dorado que medían casi dos metros, y que los contemplaron indiferentes con sus ojos de cierva. Cuando su batímetro marcaba treinta metros, le pareció distinguir el fondo… una sombra que subía hacia él. Pronto se hallaron ambos cerniéndose sobre los restos de la nave griega, a cuarenta metros de profundidad. Junto a la desnuda pared del farallón submarino, un enorme montón de fango, de unos cuarenta metros de longitud por diez o doce de ancho, señalaba la tumba de la nave. A su lado, en la pendiente que descendía suavemente hacia las azules profundidades del Mediterráneo, otro montón menor del que emergían los cuellos de muchas ánforas y fragmentos de cerámica, indicaba la parte del cargamento que en remotas edades se desparramó por el fondo, al ceder un costado de la nave, cuando la podrida madera no pudo soportar por más tiempo el peso de las ánforas. Todo el lugar estaba bañado en una misteriosa luz azulada, y contemplando sus manos, John vio que tenían un verdoso color de muerto. El rostro del Comandante también era verde y horrible, y le contemplaba fijamente con los ojos muy abiertos, mientras a ambos lados de su boca partían los tubos traqueales de goma, que se unían a su espalda en el regulador que suministraba automáticamente el aire a la presión ambiente, con lo que la respiración era posible. Dirigiéndose hacia el montón de restos, él Comandante hurgó en el fango y extrajo un plato de barniz negro y brillante. John vio a un lado algo que bullía y se meneaba; aproximándose, vio las largas antenas de una langosta; y luego otra y otra. Junto al pecio había, al parecer, una colonia de docenas de langostas Cogió a dos de ellas por el lomo, procurando evitar las pinzas, y volvió junto al Comandante con una en cada mano.
De pronto vio que Cheneveaux daba una rápida vuelta, y permanecía inmóvil, mirando por encima del montón de fango. John hizo lo propio. Una mano membranosa, verde, avanzaba lentamente por encima del montón de detritus. Poco a poco, un rostro de una espantosa fealdad y de ojos saltones fue apareciendo por encima del montículo, y los miró fijamente. John, oprimió con fuerza el brazo del Comandante. Éste, soltando las langostas, se llevó lentamente la mano a la cintura, y desenvainó su cuchillo. John hizo lo propio. Sin apartar los ojos de aquel rostro, los dos hombres se elevaron suavemente hacia él. Al aproximarse, el rostro desapareció. Cuando traspusieron la cumbre del montículo fangoso, en el lugar donde debió haber estado aquel ser de pesadilla sólo había una ligera nube de limo, indicio de que aquel monstruo había removido el agua bruscamente, al huir a toda prisa. John y el Comandante recorrieron los alrededores en un amplio sector, sin ver nada. La inmersión tocaba ya a su fin, y había que emerger.
Cuando pisaron de nuevo las tablas del “Circe”, John y el Comandante sabían que aquel día marcaba el comienzo de una nueva era en sus vidas, y tal vez en la vida de todos los hombres.