John T. Davies había nacido en Oklahoma, Estados Unidos, hacía treinta y cinco años. En su vida había sido sucesivamente vaquero, garajista, contrabandista de alcohol, ayudante de sheriff, estudiante en Harvard, misionero metodista, bombero voluntario y últimamente había hallado un refugio para su temperamento inquieto en el periodismo, que le permitía dedicarse a todo sin dedicarse en concreto a nada. Era un ejemplo típico de esa generación intermedia, desarraigada, que ha tratado de hallar su camino entre dos guerras. El menor de siete hermanos, se marchó muy joven de una casa donde empezó a conocer ya la ley del más fuerte y donde la miseria andaba del brazo de la despreocupación, mientras un padre abúlico gastaba su jornal semanal en la taberna y una madre prematuramente envejecida e hipersensible se refugiaba en la teosofía y el ocultismo.
La última contienda mundial encontró a John dedicado a la tarea de convertir a la fe metodista a las tribus indias de la América central. El solapado ataque japonés a Pearl Harbor despertó en él tan indignación, que a los dos días se hallaba con sus seis pies y dos pulgadas de estatura ante el sargento de la primera caja de recluta norteamericana que halló en Panamá. No había transcurrido una semana, que se hallaba ya incorporado a los Marines, y se hacia a la mar hacia los escenarios de la guerra en el Pacífico. Allí resultaron de una enorme utilidad los variadísimos conocimientos que John había ido adquiriendo en el curso de una juventud aventurera. Pronto se convirtió en el soldado indispensable de su compañía, y se requerían sus servicios para cosas tan dispares como eran zurcir unos calcetines o preparar unas conservas al baño María. Cuando su compañía entró en acción, John se distinguió inmediatamente por una gran astucia combinada con un valor frío y calculador, que sacó de situaciones apuradísimas a sus hombres. Porque John dejó pronto de ser soldado para ser cabo y luego sargento. Al terminar la contienda, sobre su manga lucían las estrellas de teniente.
Cubierto de laureles bélicos y sin un céntimo, el teniente John T. Davies, del Ejército de los Estados Unidos, trató de hallar una situación en la vida civil que le permitiese seguir combinando el riesgo con una actividad más o menos deportiva. Por la manutención y una pequeña paga ingresó como voluntario en el cuerpo de bomberos de Cincinnatti, pero desde su entrada en el cuerpo se inauguró una estación de lluvias torrenciales en la ciudad, donde no ardía ni una cerilla. Cuando llevaba ya dos meses de forzosa inactividad y había apurado todo el repertorio de historietas más o menos verdes de sus compañeros de cuerpo, John T. Davies se cansó de su esforzada profesión de bombero, y un buen día se presentó ante el director del Tribune, de Filadelfia.
—Soy el teniente John T. Davies, licenciado con medalla de bronce. He estado en las Filipinas, en Guadalcanal, en Iwo-Jima, en Guam y en otros muchos puntos donde hacía bastante calor. Y como es de suponer, no en calidad de turista.
—Eso no interesa, Davies. Vaya usted al grano.
—Cien dólares al mes y el carnet de redactor del Tribune, y tendrá usted la última actualidad en la materia que más le interese: crímenes, boxeo, televisión, aeronáutica, política y modas.
—Esos tiempos han pasado, Davies —dijo el director, mirándole por encima de las gafas—. Ahora tenemos agencias que nos sirven todo lo que usted nos propone. Únicamente que…
—Sí. Nuestros lectores nos piden crónicas de Europa. No tenemos allí a nadie. Es decir, sí… Hay en París uno de nuestros muchachos, Elmer O'Hara, pero sus crónicas sobre la exposición canina de Longchamps y el asilo de Porteros Inválidos, por no citar más que estas dos, no nos satisfacen demasiado. Si le mando allí, Davies, tendrá que ganarse el sustento. Con su crónica semanal no podrá ganar más que siete dólares y medio. Pero envíeme crónicas excitantes, interesantes. Si estamos satisfechos con usted, le subiremos el sueldo.
Así fue como John T. Davies desembarcó una buena mañana en el puerto de El Havre, para tomar un vagón de tercera y dirigirse a París, donde el pecoso Elmer, previamente advertido por cable, ya lo esperaba en el andén.
—¡John!
—¡Elmer!
—¡Pues es verdad! ¡No has cambiado nada desde Iwo-Jima!
—Sí, ahora ya no soy tu sargento. Ahora soy un periodista tan muerto de hambre como tú. ¿Cómo te va por París?
—Mal, chico. Aparte de que aquí todos son franceses, no ocurre absolutamente nada interesante. Mira, —y Elmer se metió la mano en el bolsillo trasero de sus jeans azules— te reservo una sorpresa: dos billetes de tercera para Marsella. Saldremos esta tarde. Creo que allí tendremos más suerte, y hallaremos algún reportaje interesante.
—¡Hombre, ni siquiera me das tiempo para hacer París!
—No harías nada con los bolsillos vacíos, John. Si las cosas nos van bien por Marsella, ya volveremos.
—Bueno, como tú quieras. ¡A Marsella!
El “Circe” se hallaba anclado junto al islote del Grand Mourlon. Eran las cuatro de la tarde, y John se hallaba acodado a la borda, contemplando la próxima costa rocosa; una desolada extensión pétrea, de desnudos farallones, que tenían algo de paisaje lunar. El mar, quietísimo, apenas lamía la base del acantilado. Directamente bajo el costado del barco, se entreveía un fondo submarino de rocas verdiazules, con manchas violetas. El agua parecía cristal líquido, tan limpia era. Una ondulación, una especie de azulado temblor, recorría las misteriosas profundidades. Un sordo chapoteo llegaba hasta los oídos de John, mezclado con los gritos y las risas de los buceadores y tripulantes del “Circe”, que a popa del navío ultimaban los preparativos para una expedición de pesca submarina.
Pronto se escuchó una zambullida, y luego otra y otra. Tomkin, Puig y Rouquier habían saltado al agua, calzando aletas y empuñando sus fusiles submarinos. Desde el lugar donde se hallaba, John distinguía sus caras semicubiertas por los lentes submarinos, en uno de cuyos lados estaba sujeto el tubo respirador. Gritaban algo a sus compañeros de a bordo. Finalmente, sumergieron sus rostros en el agua, agitaron sus pies provistos de aletas, y se alejaron raudos, siguiendo la pared del farallón que formaba al lado sur del islote. Iban a desaparecer tras una punta rocosa, cuando John observó que uno de los tres pescadores hundía el cuerpo en el agua, levantando al propio tiempo ambas piernas en un poderoso impulso. Los pies de pato brillaron un momento sobre la superficie, para hundirse luego verticalmente.
—Es lo que nosotros llamamos «coup de reins» —dijo una voz a su lado. John se volvió. Era Le Toiser, sonriente, y vestido con un azul jersey de marino—. Se dobla rápidamente el cuerpo hasta que las manos tocan las puntas de los pies, y entonces se proyectan éstos hacia arriba en un golpe brusco. El buceador desciende entonces como una flecha.
—¿Qué pescan por estas aguas?
—Van en busca del mero, el rey de nuestros peces. No será raro que Tomkin vuelva con uno de veinte o veinticinco kilos. Es el más extraordinario buceador que ha existido. Su campo habitual de pesca son los dieciocho metros.
—¡Dieciocho metros de profundidad! —exclamó John—. Pero eso es enorme. Yo me ahogaría mucho antes de alcanzarlos.
—No lo crea usted. Estoy seguro de que será un magnífico buceador. Mañana por la mañana haremos la primera prueba, ¿no?
—Dígame, M. Le Toiser —preguntó John—. ¿Lleva usted mucho tiempo con el comandante Cheneveaux?
—Quince años. Hace quince años que él y yo recorremos los mares del mundo, explorando las profundidades.
—¿Siempre han tenido este hermoso barco?
—No. Sólo hace un año que disponemos del “Circe”. Ha sido construido expresamente para la exploración submarina, según los propios planos del comandante. Con sus cincuenta metros de eslora y sus catorce de manga, transporta un equipo casi único en el mundo. Sólo puede comparársele el navío de Cousteau, que usted ya conocerá por la prensa.
—Sí, desde luego.
—Como aquél, éste tiene los equipos normales de radar, sonda sónica y televisión submarina. Transportamos también un helicóptero para reconocimientos aéreos y tenemos un pozo de inmersión interior, para cuando el mar está agitado. Con sus dos motores de aceites pesados, el “Circe” puede alcanzar los veintisiete nudos por hora, velocidad extraordinaria.
—En efecto. ¿No trabajarán hoy en el navío griego?
—No. Empezaremos las inmersiones en él mañana a las siete de la mañana. Hoy es un día dedicado al descanso y a la pesca submarina.
—¿Qué equipo emplean ustedes para las inmersiones?
—La escafandra autónoma Cousteau-Gagnan. Tenemos veinte aparatos tribotellas a bordo. Cada uno de ellos posee una capacidad de tres mil litros cúbicos de aire, lo cual da una autonomía de más de una hora a diez metros de profundidad. Pero a cuarenta metros, profundidad a la cual se halla la nave griega, la autonomía es menor, en razón al mayor consumo de aire. Además, los buceadores no pueden permanecer mucho tiempo a esa profundidad, so pena de sufrir una peligrosa saturación de nitrógeno. En nuestras inmersiones aquí utilizamos el sistema de la noria o de los canjilones: mientras unos buceadores suben, otros bajan, efectuando estancias de quince minutos en el fondo. Aun así, no se pueden efectuar más de tres inmersiones por día y por persona.
—Oiga, hace rato que estoy observando esa curiosa plataforma con un cobertizo que se ve en la pared del acantilado, hacia nuestra derecha. ¿Qué es?
—El cobertizo de la bomba que aspira el fango por la manga de succión. La nave griega está casi sepultada enteramente por un fango de origen biológico; los buceadores manejan el extremo de la manga de succión, siguiendo las instrucciones que les da M. Moreau por el micrófono.
—¿Cómo?
—Mr. Moreau sigue los trabajos que se realizan a cuarenta metros de profundidad a través de la pantalla de la televisión, cómodamente instalado en la cabina del comandante. Un sistema de altavoces colocados en la quilla de nuestro barco, permite dar órdenes a los buceadores. El agua, mejor conductor del sonido que el aire, permite que los buceadores oigan perfectamente las órdenes…
—¡Es maravilloso! Pero, oiga, M. Le Toiser…, ¿dónde está mi amigo Elmer?
No se preocupe usted por él, Mr. Davies —dijo el profesor Moreau, que llegaba en aquel momento con un periódico en la mano, procedente del puente de mando—. Acabo de verle comiendo bocadillos, cómodamente sentado en la cocina, y tratando de explicar algo por señas al cocinero.
Golpeando con la mano el periódico doblado, el profesor dijo:
—¿Han leído ustedes esto? Es el periódico de esta mañana.
Ante los signos negativos de los presentes, el profesor Moreau prosiguió:
—Es la segunda vez en una semana. Posiblemente muchos lectores no lo habrán advertido, porque la noticia aparece en forma de simple telegrama al final de la sección de noticias del extranjero. Voy a leérselo.
Afirmándose las gafas sobre la nariz, el profesor desdobló el periódico y leyó en la última página.
«Valencia, 14. —Sigue rodeado de misterio el hallazgo del cadáver de un hombre, completamente desnudo y con los pulmones extirpados, en la playa del Saler. El cadáver no ha sido identificado. La policía efectúa activas pesquisas para el esclarecimiento de este extraño suceso. FIFA».
—¿Valencia? —dijo John—. Eso es en España, ¿verdad?
—Sí —respondió el profesor—. Pero lo desconcertante es que una noticia absolutamente idéntica, vino hace pocos días de Trieste. Apareció también en la playa un hombre desnudo y con los pulmones extirpados. Me gustaría ver el informe de los forenses en ambos casos.
—Sí, verdaderamente es extraño —comentó Le Toiser.
Todos se volvieron, porque habían visto a mademoiselle Geneviève Billon que se aproximaba sonriente.
—Les veo muy serios, señores. ¿Qué les ocurre? ¿Ha desaparecido el barco griego?
—No, Geneviève —dijo el profesor—; comentábamos una extraña noticia que viene en el periódico de hoy, respecto a un hombre que ha aparecido con los pulmones extirpados en una playa española.
Geneviève palideció, mientras su rostro asumía una expresión grave.
—¿Qué le ocurre, Mlle. Billon? —preguntó John.
—¿Ha dicho usted un hombre con los pulmones extirpados? —preguntó Geneviève—. Pues miren esto.
Y extrajo un periódico doblado de su bolsa de playa. Era un periódico escrito en una lengua extraña.
—¿Qué es?— preguntó John.
Quien respondió fue el profesor.
—Billon es de ascendencia turca por línea materna. Ello quiere decir que recibe asiduamente la prensa de Turquía. Este periódico que ahora presenta es de Estambul.
—Efectivamente —dijo Geneviève—. Y en la sección de sucesos se refiere al hallazgo del cadáver de un desconocido, en una playa de Salónica, con los pulmones extirpados. Y el diario lleva sólo fecha de ayer. Al leerlo me ha llamado la atención.
—Es raro —murmuró Le Toiser—. Verdaderamente raro. Tres casos tan idénticos no parecen obedecer a una simple coincidencia. Aunque… en lugares tan distantes del Mediterráneo…
En este momento se escuchó un gran griterío. En la popa del “Circe” se había congregado un grupo de buceadores y tripulantes, que hacían gestos de excitación, señalando al mar. Volviendo la vista hacia el lugar indicado, los reunidos observaron los tubos de dos pescadores submarinos, que se dirigían a toda velocidad, hacia el barco. De la cocina salió Elmer, mascando a dos carrillos, atraído por los gritos.
Cuando uno de los dos nadadores estuvo a unos cuarenta metros del barco, se quitó la boquilla del tubo respirador de la boca y, sacando todo cuanto pudo la cabeza del agua, gritó:
—¡Rouquier! ¡Ha desaparecido!
—Es Tomkin —dijo Le Toiser—. Perdónenme ustedes; voy a popa a ver que ocurre.
Cuando John, Elmer, Geneviève y el profesor llegaron a popa, un excitado grupo se hallaba reunido en torno al comandante Cheneveaux y Le Toiser. Tomkin se acercaba a la escalerilla de ascenso nadando furiosamente y levantando montañas de espuma con sus pies de pato, mientras a unos seis metros de distancia le seguía Puig.
Asiendo con sus fuertes manos los barrotes de la escalerilla, Tomkin se izó a bordo en un santiamén. Mientras chorreaba agua sobre cubierta y su ancho pecho resollaba como un fuelle, empezó a contar entrecortadamente su historia:
—Íbamos, los tres juntos…, Rouquier, Puig y yo… Al doblar la punta rocosa, vi un mero a doce metros y me zambullí, pero el mero se enrocó. Luego bajó Puig, y clavó un congrio… Se le enredó el sedal en una roca, y tuve que ayudarle a desenredarlo… Cuando emergimos, Rouquier había desaparecido… Buscamos a derecha, a izquierda, lo llamamos…, nada…
—En aquel momento Puig, chorreando agua, terminó de ascender la escalerilla y dijo:
—Yo encontré su fusil en un fondo de algas, a trece metros. Un poco más allá, sus lentes submarinos…
—Y tú lo viste… —dijo Tomkin, con semblante demudado—. Él lo vio. Anda, cuéntaselo a estos…
—Sí, yo lo vi —dijo el moreno y enjuto Puig, abriendo desmesuradamente los ojos y mientras sus labios temblaban…— Yo lo vi…
—¿Qué viste? —preguntó impaciente Le Toiser No podemos perder tiempo hablando. Tal vez aun podamos encontrar a Rouquier.
—Yo vi al hombre verde.
Sorprendidas exclamaciones acogieron esta afirmación.
—Con mis propios ojos, y a menos de tres metros de distancia. Me miró con unos ojos saltones de pez, sin pestañas ni párpados, mientras extendía hacia mí unas manos membranosas. En sus costados me pareció entrever los simétricos labios de unas agallas de pez, que se abrían y se cerraban suavemente… Cuando tendió hacia mí sus brazos, salí disparado hacia la superficie, perdiendo mi fusil.
—Has soñado, Puig —atajó Silotti—. Esas cosas no existen.
—Te juro que lo he visto con estos ojos. Alargando la mano, casi hubiera podido tocar su piel verde y escamosa. Su rostro era horrible. Su alargada boca sin labios, que le iba de oreja a oreja, parecía plegarse en una sonrisa monstruosa. Pero era un hombre, o algo muy parecido a un hombre.
—Muchachos, preparad inmediatamente diez escafandras autónomas. Vamos a reconocer toda esa zona Quien así hablaba era el comandante Cheneveaux. —Y cargad también los fusiles de bala explosiva submarina.
—Perdón, comandante —intervino John—. Mande usted preparar once escafandras. Yo también voy.
—¿Pero te has vuelto loco, John? —gritó Elmer.
—Desde luego, Mr. Davies, creo que su compañero tiene razón —dijo severamente Le Toiser—. Este no es el momento de iniciarse en la exploración submarina. Necesitamos personas con experiencia, y no simples novatos.
—No sé si el hecho de haber penetrado por debajo de las redes antisubmarinas del puerto de Guam para colocar cargas explosivas en tres cruceros japoneses le bastará para no considerarme un novato.
—¿Usted ha hecho eso? —preguntó asombrado Le Toiser.
—Yo mandaba el destacamento. Utilizábamos precisamente aparatos Cousteau-Gagnan.
—¡Pero si aún no hace media hora, usted parecía ignorarlo todo acerca de ellos!
—No me gusta pavonearme ni hacerme el pedante, M. Le Toiser; además, usted estaba muy entusiasmado explicándome sus detalles. Me parecía oírme, dando mi clase diaria a los bisoños. Por si aún no le basta, puedo mostrarle mi carnet, con inmersiones hasta ochenta metros.
El comandante cortó esta conversación, gritando a Tomkin, que se alejaba ya hacia el centro del barco:
—¡Once escafandras!
—¡Y tú nunca me habías dicho nada! —exclamó Elmer. Y cayó desvanecido en brazos de Silotti.