CAPÍTULO 1
LLEGAN ALGUNAS ÁNFORAS

—¡Elmer!

Completo silencio.

—¡Elmer!

Silencio. Elmer se volvió del otro lado, y se tapó la cabeza con la sábana.

—¡Elmer! Son las diez y tenemos que ir al puerto. El interpelado masculló unas palabras incoherentes, y se volvió a medias, abriendo un ojo.

—¿Qué pasa, John? ¿Ha estallado la tercera Guerra Mundial?

—Elmer, ¿te has olvidado del reportaje que hoy tenemos que hacer sobre el concurso de pescadores de caña en el puerto de Marsella?

—Ah, los pescadores de caña… Cuando terminen, avísame.

El rubio y atlético John T. Davies zarandeó enérgicamente a su pecoso y pelirrojo compañero Elmer H. O'Hara, terminando por precipitarlo fuera del lecho. Elmer, sin embargo, trató de seguir durmiendo en el suelo.

—¡Vamos, Elmer! Sabes tan bien como yo, que si hoy no mandamos este reportaje al Tribune, no podremos pedir otro anticipo a la agencia. Y sólo me quedan trescientos francos.

—Yo tengo veinte —murmuró soñoliento Elmer, desde el suelo.

John T. Davies había sido delantero centro del equipo universitario de rugby de Harvard. Ello quería decir que no representaba para él ningún esfuerzo levantar del suelo a su menudo compañero, que sólo le llegaba al hombro cuando, estaban ambos de pie. A los pocos momentos, Elmer chillaba desesperado bajo la fría impresión de la ducha, mientras John lo tenía bien sujeto, levantándole las piernas.

A los diez minutos los dos periodistas norteamericanos se dirigían hacia el puerto, después de comerse un bocadillo y tomar un café con los últimos francos de John.

—¿Sabe usted, monsieur, dónde se celebra el concurso de los pescadores de caña?

—Pardon? Je ne comprends pas.

—Les pécheurs… à la ligne…

—Mais certainement! C'est làbas, messieurs. À tout à l'heure!

—Au revoir, monsieur!

—¿Qué ha dicho ese tipo, John? —preguntó Elmer.

—Que el concurso se celebra allá… Anda, vamos.

John y Elmer se disponían a cruzar la calle, cuando se detuvieron para dejar paso a un enorme camión, que procedía del muelle y avanzaba lentamente, con grandes precauciones.

—¡Elmer!

—¿Qué, John?

—¡Fíjate en lo que transporta ese camión! Ánforas…

—¿Ánforas? ¿Qué es eso?

—Sí, ánforas… el recipiente que los antiguos empleaban como envase universal… para trigo, aceitunas, vino, aceite, etc.

—¿Y por qué las utilizan todavía, existiendo bidones?

—No seas estúpido, Elmer. Estas ánforas son auténticas… Quiero decir que tienen por lo menos dos mil años.

—¡Atiza! Eso es mucho, mucho antes de la Primera Guerra Mundial.

—Bastante antes. Oye, esto me interesa. Vamos a seguir a este camión.

—¿Estás loco? ¿Y el reportaje?

—Creo que vamos a hacer un reportaje más sensacional que el de los pescadores de caña. Mi instinto periodístico es infalible. Me da en la nariz que estas ánforas tienen gato encerrado.

—¿También servían para transportar gatos? —Vamos, Elmer; no te quedes aquí como un pasmarote.

Y ambos amigos echaron a andar con paso vivo en pos del camión. Después de varias vueltas y revueltas, y de algunas paradas antes las luces del tráfico, el camión se detuvo ante un edificio de proporciones majestuosas: El Museo Municipal. En la escalinata de acceso al mismo, había tres personas aguardando: un hombre fino, nervioso, de límpidos ojos azules; un anciano de abundante cabellera canosa, y un hombre moreno de facciones duras y enérgicas, con aspecto de deportista. Los tres se dirigieron al encuentro del camión, para dar las oportunas órdenes al chófer y a su ayudante, los cuales se pusieron a descargar ánforas, transportándolas con grandes cuidados al interior del Museo.

John se acercó al hombre delgado, que era quien parecía dirigir las operaciones de descarga.

—Perdone usted, señor. Soy John T. Davies, periodista del Tribune, de Filadelfia. Trabajo también para una agencia que sirve a una cadena de cuarenta diarios en todos los Estados Unidos.

—Encantado. Usted dirá.

—Francamente, lo que están haciendo ustedes me interesa, y he creído que podría sacar algún buen reportaje. ¿Tendría usted inconveniente en decirme de dónde proceden estas ánforas?

—En absoluto. Proceden del pecio de un navío griego, posiblemente del siglo III a. de J. C., que hemos localizado cerca de Marsella y que actualmente estamos explorando. Hasta la fecha hemos extraído de él varios centenares de ánforas, y éste que usted ve es uno de los últimos cargamentos que llegan a Marsella.

—Muy interesante. Habla usted muy bien el inglés, señor…

—Comandante Cheneveaux.

—Habla usted muy bien el inglés, comandante Cheneveaux. Permítame que le presente a mi compañero Elmer H. O'Hara, también del Tribune.

—Hola, comandante.

—Hola, Elmer.

—¿Dice usted, comandante —preguntó Elmer— que estas ánforas son griegas y del siglo III a. de J. C.?

—Eso mismo, Mr. O'Hara.

—Entonces esto quiere decir que salieron de Grecia hace 2.200 o 2.300 años, si no ando equivocado. —Exactamente.

—Pues me parece mucho tiempo para un viaje tan corto.

—¡Vamos, Elmer! —intervino John—. No le haga usted caso, comandante. Elmer es muy amigo de hacer bromas siempre que se presenta la ocasión.

El comandante sonreía divertido, contemplando a los dos americanos.

—Me son ustedes simpáticos. Les propongo que, cuando terminemos de descargar las ánforas, me acompañen a bordo de mi navío, el “Circe”, actualmente anclado en el puerto de Marsella y donde podré darles algunos datos interesantes para su reportaje. ¡Ah! Me olvidaba de presentarles a estos señores. El profesor Moreau, director de las Antigüedades Provenzales… —el anciano se inclinó y M. Jacques Toiser, colaborador mío y campeón mundial de inmersión con escafandra autónoma.

—¿Campeón mundial? —exclamó John ¿A qué profundidad ha descendido Usted, M. Le Toiser?

—Oh, sólo a ciento treinta y dos metros, respondió el interpelado.

—¡Sólo! —exclamó Elmer—. Y yo con medio metro de agua ya tengo suficiente para ahogarme…

—Ya probará usted la escafandra autónoma, Mr. O'Hara —dijo sonriente Le Toiser Le prometo hacerle bajar a usted, el primer día, hasta quince metros.

—¡No, por Dios, no! —exclamó despavorido Elmer—. John, creo que hemos cometido una estupidez… El concurso de pescadores de caña ofrecía menos riesgos. Estos señores son muy simpáticos y amables, pero que no cuenten conmigo para esas cosas. Adiós.

—Nada, me comprometo a hacerle efectuar una inmersión esta misma semana. Yo mismo le pondré el lastre y le acompañaré —dijo Le Toiser, muy divertido.

—¡Lastre! —exclamó Elmer, dando boqueadas—. Vamos, John; yo me encuentro mal.

—Pues a mi confieso que me gustaría —dijo John—. ¿Extiende usted su ofrecimiento a mí? —preguntó a Le Toiser.

—¡Pues no faltaba más! Bajaremos los tres.

Hubo necesidad de llevar casi a rastras a Elmer hasta el “Circe”. Finalmente, accedió a subir a bordo cuando se le prometió que, al menos por el momento, no se le haría efectuar ninguna inmersión.

A la media hora escasa del encuentro ante el Museo, los dos americanos se sentaban ante el comandante Cheneveaux y Le Toiser en la cabina del “Circe”, teniendo ante sí sendos vasos con un pastís marsellés helado.

—La historia del hallazgo de esta nave antigua —comenzó el comandante Cheneveaux— es altamente novelesca. Aquí en Marsella vivía y trabajaba un buzo profesional de escafandra clásica llamado Fiorello, de origen italiano, como pueden ver por el nombre. Fiorello se dedicaba principalmente al desguace y salvamento de barcos hundidos, y efectuaba sus inmersiones provisto de una vieja y remendada escafandra que había sido de su padre. Un día lo trajeron en grave estado al Departamento Médico del «Centre de Plongée» de Tolón. Como resultado de una inmersión excesivamente prolongada, el pobre buzo había sufrido una sobresaturación de nitrógeno y, al ascenso, este gas, que permanecía disuelto en su sangre y en sus tejidos grasos, se desprendió en forma de burbujas, provocándole un ataque de la embolia que nosotros llamamos «bends».

—Muy interesante —comentó Davies.

—El cuitado tuvo que permanecer tres días enteros encerrado en la cámara de descompresión, donde se le sometió a la misma presión —seis atmósferas— a que se hallaba en el lugar donde trabajaba, con el fin de que fuese liberando lentamente el peligroso gas que tenía disuelto en su cuerpo. A la salida de la cámara de descompresión, se le trasladó al Hospital de Marsella, donde permaneció durante ocho meses y donde hubo necesidad de amputarle una pierna. Pero cuenta tú ahora lo que sigue, Jacques.

—En efecto —prosiguió Le Toiser—, el pobre Fiorello permaneció ocho meses postrado en un lecho de hospital, y perdió una pierna. Yo le conocía hacía, muchos años. Con frecuencia nos encontrábamos en las tabernas del puerto de Marsella, donde, sobre un pastís, Fiorello me contaba fantásticas historias de barcos naufragados y de fabulosos tesoros guardados por congrios de dos metros. Yo no creía nunca ni media palabra de lo que me contaba, pero cuando aquel día, en el hospital, aprovechando la momentánea ausencia de la enfermera y de cualquier visitante, me llamó con un susurro…

—¿Qué le dijo? —preguntó con impaciencia O'Hara.

—Verá usted. Hacia una semana que le habían amputado la pierna, y el pobre Fiorello sabía que ya no podría bajar nunca más con su vieja escafandra. Lo que ahora me contaba no era otra historia marsellesa, sino su secreto, su único secreto auténtico, que quería confiar a su amigo de muchos años, que había descendido con él a las profundidades marinas… Si bien la mayoría de los secretos que dicen poseer los buzos son puras patrañas, a veces hay alguna historia auténtica. Y ésta lo era. En resumen me dijo que, explorando la base de un arrecife rocoso próximo a Marsella, conocido por el nombre del Grand Mourlon, había descubierto el pecio de una nave antigua…

—¿El pecio? —preguntó O'Hara.

—Pecio significa cualquier resto de un naufragio, o la misma nave naufragada. La nave localizada por Fiorello parecía ser griega o romana. Incorporándose penosamente en su lecho, mientras su descarnada mano se clavaba como una garra en mi brazo, me dijo con voz ronca: «Le Toiser, viejo camarada, yo ya no podré bajar nunca más. Pero allí está la nave, junto al Grand Mourlon… Anda, ve tú y tú amigo el comandante a buscarla… Contiene jarras antiguas, centenares de jarras… y un tesoro». Rebuscando entre las ropas de su lecho, sacó una áurea pieza, una moneda antigua. «Mira; como ésta hay muchas, muchísimas…, más de las que podréis recoger tú y tu amigo en un año… Encontrarás la nave a cuarenta metros, en la pared este del acantilado, con la proa mirando hacia el mar… Está semienterrada por el fango, pero aún se distingue perfectamente su forma». Y Fiorello se recostó de nuevo en su lecho, jadeante por el esfuerzo. «Te pido únicamente —prosiguió— que me reserves una parte del tesoro». Lo que tú quieras, Fiorello, le respondí. Tuyo es. Tú lo encontraste. «No —dijo él— no quiero mucho. Sólo lo suficiente para comprarme una casita en la bahía, desde donde pueda ver el mar y recordar los viejos tiempos. Tú vendrás a verme de vez en cuando, y me contarás lo que pasa por allá abajo». Y una lágrima pugnó por asomar en los ojos del buzo, mientras su rostro curtido se contraía en una mueca. Volverás a bajar, Fiorello, le dije yo. «No, esto ha terminado. Aunque no fuese por la pierna, los médicos han dicho que una nueva inmersión podría costarme la vida… Y quién sabe si me la costará…».

—¿Tan desesperado estaba? —preguntó Davies.

—Ustedes no saben lo que es eso. Los que hemos bajado, aunque sólo sea unas pocas veces, hemos dejado algo de nosotros allá abajo; ya no nos pertenecemos totalmente ni pertenecemos al mundo terrestre. Un pedazo de nuestra alma ha quedado bajo las aguas, y tenemos que volver constantemente a buscarlo.

Davies callaba, muy impresionado. Le Toiser prosiguió:

—Efectivamente, lo que nos contaba Fiorello era cierto. Junto al Grand Mourlon existía una nave, y un tesoro. Pero éste no era el que en su exaltada fantasía había visto el buzo. Encontramos algunas monedas, es cierto —casi todas dracmas de bronce—, pero el fabuloso tesoro soñado por Fiorello sólo estaba en su imaginación.

—¿Pero, y la moneda de oro que le mostró en el hospital?

—Era de bronce— dijo Le Toiser —de bronce pulido, acariciado y restregado por las callosas manos de Fiorello, hasta parecer de oro. Pero encontramos otros tesoros, que Fiorello ni siquiera sospechaba.

—¿Otros tesoros? —preguntó O'Hara, con los ojos muy abiertos.

—Tesoros arqueológicos. Este barco es la nave más antigua descubierta hasta la fecha. Transportaba un riquísimo cargamento de cerámica campaniana intacta, junto con hermosas obras de arte helenísticas: estatuas de bronce y mármol, de la escuela de Cirene, junto con delicadas terracottas de Tanagra y otros bellos objetos. Parece que su propietario trató de cargarla hasta los topes, pues además de las obras de arte y de la cerámica, transportaba millares de ánforas vinarias. Tal vez la carga excesiva fue la causa del naufragio, aunque… —Le Toiser tomó un sorbo del pastís, mientras una leve sonrisa plegaba sus labios— es posible que la tripulación se embriagase y perdiese el gobierno de la nave. Unos curiosos orificios abiertos en el cuello de las ánforas, cuyo tapón y sello de puzzolana o arcilla roja del Vesubio se encuentran intactos, parecen indicar que alguien trató de beberse su contenido a la chita callando y sin despertar sospechas.

—¿O sea, que del tesoro, nada? —preguntó O'Hara con un gesto de desencanto.

—No seas bruto, Elmer —dijo Davies—, los tesoros arqueológicos también son importantes.

—Esas obras de arte tienen un valor incalculable —intervino el comandante Cheneveaux—; ocuparán un lugar distinguido en el Museo de Marsella.

—No se lo niego —respondió Elmer—, pero creo que hubieran preferido que esos doblones de que hablaba Fiorello ocupasen un lugar más distinguido aun en sus bolsillos, ¿no es eso?

—Elmer, no se trataba de doblones —le reprendió Davies—, sino de monedas griegas; dracmas, talentos y todas esas cosas. Y dígame, comandante, ¿en qué estado se encuentran los trabajos actualmente?

—En plena actividad —respondió el comandante—. Efectuamos tres tandas de inmersiones diarias, con nuestro equipo de nueve buceadores. Salgan ustedes a cubierta, y se los presentaré.

En cubierta, un grupo de mocetones fornidos se afanaba alrededor de un heterogéneo equipo formado por escafandras autónomas, trajes de caucho esponjoso, aletas de goma, cinturones con lastre de plomo, etcétera.

—Están preparando los equipos para la próxima inmersión —dijo el comandante—. Zarpamos dentro de media hora, y ustedes vendrán con nosotros.

—No es posible —dijo Davies—. Tenemos que ir a nuestra agencia, y…

—Son ustedes huéspedes del “Circe”. Si no tienen nada más que hacer, permanecerán dos días con nosotros, compartiendo nuestra vida de buceadores y de amantes del mar.

—Muy agradecidos, comandante. Verdaderamente, nos encantará —respondió Davies.

—Pues no hay más que hablar —dijo Cheneveaux, ¡eh, muchachos!— exclamó, dirigiéndose a los buceadores. —Estos dos amigos americanos, Mr. Davies y Mr. O'Hara, periodistas, permanecerán dos días a bordo con nosotros.

Los mocetones fornidos dejaron su trabajo y se fueron aproximando. Sus rostros eran francos, curtidos; alguno de ellos mostraba una poblada barba. Iban semidesnudos, y había dos o tres que se tocaban con pintorescos gorros de punto de vivos colores.

—Charpentier…, Silotti…, Costa…, Tomkin, nuestro jefe de material —iba presentando el comandante— los hermanos Falcone y, finalmente, Rouquier. Faltan Puig y Llofriu, nuestros dos catalanes, que han desembarcado a comprar algunas cosillas.

Los americanos estrecharon las fuertes manos de los buceadores. Elmer ya se sentía más tranquilo, viendo que nadie hablaba de efectuar inmersiones. El gran puerto marsellés zumbaba como una colmena, bajo los abrasadores rayos de un sol agosteño. Una lejana sirena indicaba la salida a alta mar de un gran paquebote italiano. Junto al “Circe”, los faquines descargaban fardos de un mercante, mientras las enormes grúas levantaban su pesada carga para depositarla en los muelles.

De pronto el comandante se volvió hacia tierra, haciendo visera con la mano sobre sus ojos, y dijo:

—Por ahí vienen el profesor Moreau y su secretaria, mademoiselle Billon.

Mirando hacia el lugar indicado, Davies, y O'Hara vieron al anciano del Museo que se acercaba con paso enérgico, sorteando los grandes fardos de mercancías amontonados en el muelle. Iba acompañado de una esbelta joven rubia, provista de gafas ahumadas y vestida con una tela estampada de alegres colores. En la mano llevaba un maletín. En aquel momento ambos se disponían a ascender por la pasarela.

Davies se halló pronto contemplando unos dientes blanquísimos encuadrados por unos rojos labios carnosos, que sonreían de un modo extraordinariamente atractivo, mientras una voz pastosa y musical le decía:

—Enchantée, monsieur…

Quitándose las gafas ahumadas, la joven le dejó ver unos grandes ojos azules, de un brillo soñador y misterioso. En un inglés deliciosamente malo, la joven le preguntó luego:

—¿Le interesa mucho la arqueología, monsieur Davies?

—Desde este momento, se ha convertido en la pasión de mi vida —respondió John—. Y le ruego que me tenga al corriente de los últimos descubrimientos. Tenemos que hablar mucho sobre ellos.

—Para mí será un gran placer, monsieur Davies…

—¿Permite usted, profesor Moreau, que su secretaria me de lecciones de arqueología? —preguntó Davies al profesor. Éste repuso sonriendo:

—Desde luego. Ella sabe infundir una gran vida a estas cosas muertas. Tendrá en ella una magnífica profesora.

—No lo dudo en lo más mínimo, profesor.

El comandante se aproximó entonces, sonriente, y tomando a Davies y al profesor por el brazo, les dijo:

—Señores, vamos a zarpar. Puig y Llofriu se encuentran ya a bordo.

A los pocos instantes, el “Circe” embocaba la salida del puerto de Marsella.