Libro XI

EL ARGUMENTO

El Hijo de Dios presenta a su Padre las plegarias de nuestros primeros ancestros, ahora arrepentidos, e intercede por ellos. Dios las acepta, pero declara que no deben seguir morando en el Paraíso. Envía a Miguel con una banda de Querubines a desheredarlos, pero, primero, para que revele a Adán las cosas por venir. El descenso de Miguel. Adán muestra a Eva ciertos signos ominosos; distingue la llegada de Miguel y sale a recibirlo; el Ángel proclama la partida de Adán y Eva. Lamentación de Eva. Adán implora, pero se somete. El Ángel lo conduce a una montaña elevada y le presenta, en visión, lo que ocurrirá hasta el Diluvio.

Así pues, arrepentidos, con profunda contrición

Rezaban: del Sitial de la Merced[326], arriba,

Operante gracia[327] descendiera, extirpándoles

Del corazón lo pedregoso y forjándoles regenerada

Carne nueva, que suspiros exhalaba ahora

Inexpresables, inspirados por el ánima de la plegaria,

Elevados a los Cielos con más raudo vuelo

Que los himnos más potentes. Mas no era el porte

De serviles pedigüeños, ni menos importante

El ruego parecía que cuando el par anciano

De las fábulas de antaño —menos que éstos sin embargo—,

Deucalión[328] y Pirra casta, a fin de restaurar

A la anegada raza humana, acudieron fervorosos

Al altar de Temis. A los Cielos sus plegarias

Ascendieron, sin que vientos envidiosos, errabundas

O frustradas las perdieran. Allí accedieron,

Indimensas[329], por celestes Puertas; y vestidas luego

Con incienso, donde el áureo altar humaba,

Por el gran Intercesor, por fin llegaron

Ante el Trono de Dios Padre. Presentándolas el Hijo

Satisfecho, así empezó su intercesión:

«Mira, Padre, qué primicias brotan en la Tierra

De la gracia que en el hombre has implantado:

Son suspiros y plegarias, que, mezclados con incienso

En turíbulo de oro, yo tu sacerdote traigo;

Frutos de sabor más dulce —tu semilla puesta

En el corazón de Adán contrito— que esos

Que su mano, cultivando todas las florestas

Del Edén pudiera haber cobrado, antes de caer

De la inocencia. Ahora, pues, tu oído abre

A su súplica, escucha sus suspiros aunque mudos;

Inhábil en palabras de oración, permite

Que interprete lo que dice, abogado suyo soy

Y sacrificio. Todas sus acciones, buenas o no buenas,

Préndelas en mí: hará mi mérito perfectas unas

Y mi muerte por las otras pagará.

Acéptame, y recibe de ellos, a través de mí,

Aroma de conciliación, concede a Adán vivir

En paz contigo, cuando menos sus prescritos

Días, aunque tristes, hasta que la muerte, su condena

(Yo por mitigarla así te imploro, no quitársela),

A vida superior lo lleve, donde él conmigo

Y mis redimidos morará en la dicha y júbilo,

Conmigo hecho uno, como yo contigo soy».

A lo que el Padre, ya sin nubes y sereno:

«Todo lo que pides por el hombre, aceptado Hijo,

Tenlo, toda tu demanda era mi decreto:

Mas que siga él morando en ese Paraíso

Se lo impide el estatuto que impuse a la Natura:

Esos puros elementos inmortales, ignorantes

De lo burdo, de inarmónica mezcla inmunda,

Ya lo expulsan, maculado, y se purgan de él

Cual cosa enferma, burdo al aire burdo

Y el mortal sustento, más conforme

A su extinción por el pecado, que primero

Enfermó ese mundo, corrompiendo lo incorrupto.

Yo, al principio, dos hermosos dones

Al crearlo puse en él, felicidad

Y vida imperecible: disipada aquélla,

Ésta otra serviría sólo a eternizar el daño,

Hasta que la muerte le enviara. Así es la muerte

Su postrer remedio, y tras una vida atribulado

Por severas ordalías, acrisolado por la fe

Y las obras de la fe, a Segunda Vida

Despertado en la renovación del justo

—Cielo y Tierra renacidos—, a él renuncia en favor mío.

Mas al Sínodo llamemos ya a los Santos

Del entero Empíreo: no les velaré

Mis veredictos, cómo con la humanidad procedo

Como vieron que lo hice con los Ángeles indignos;

Y quedaron, aunque firmes, aún más confirmados».

Terminó, y el Hijo dio señal ilustre

Al ministro fúlgido de guardia, que sopló

Su pífano, escuchado luego en el Horeb, acaso,

Cuando descendió el Señor y acaso nuevamente

Sonará llamando al Juicio Último[330]. El toque angélico

Inunda todas las regiones. De benditas frondas,

De sus sombras amaranto, fuentes, manantiales,

Aguas de la vida, desde allí donde se hallaban,

En gozosas compañías, los Hijos de la Luz

Veloces acudieron a la magna citación,

Tomando asiento allí. Desde el supremo Trono entonces

El Omnipotente expuso así su soberana voluntad:

«Oh Hijos, cual nosotros ha llegado el hombre

A conocer el Bien y el Mal[331], pues ha probado

Del prohibido fruto; que alardée, si quiere,

De saber del Bien perdido, del ganado Mal,

Pues fuera más feliz bastándole saber

Del Bien en sí, del Mal en absoluto.

Ya se atrista, se arrepiente y contrito reza,

Tal le inspiro, mas por mucho que se duela

Yo su corazón conozco, qué voluble y vano

Si a sí mismo abandonado. Por que más audaz ahora

No codicie así también del Árbol de la Vida y coma,

Y viva para siempre, o que vive para siempre

Sueñe al menos, yo decreto desterrarlo,

Expulsarlo del Jardín a cultivar la tierra

De que fue formado, suelo este más acorde.

»Miguel, sea ésta la misión que te confío:

Selecciona, de entre todos los Querubes,

Flor de ígneos campeones, no suceda que el Demonio,

Ya sea por el hombre, ya por invadir

Vacantes posesiones, otra vez suscite estorbo.

Date prisa, y del Paraíso del Señor

Arroja sin pesar a la pareja pecadora,

Del terreno santo a los profanos, proclamando

Para ellos y su estirpe, desde ese instante,

Exilio perdurable. Pero, por que no desmayen

Al oír el triste edicto impuesto con rigor,

Pues los veo ya ablandados y con lágrimas

Penar su transgresión, oculta los terrores.

Si pacientes tu orden obedecen,

No los eches desolados; y revélale a Adán

Lo que será en los días por venir

Según te mostraré, incluye en todo ello

Mi alianza renovada con la estirpe de Eva,

Y despídelos así, en paz, aunque apenados:

Y en el flanco este del Jardín, por donde asciende

Del Edén camino fácil al recinto, emplaza

Guardia Querubínica y la llama tremolante

De una espada, por que espante desde lejos al viajero

Impidiendo todo acceso al Árbol de la Vida[332]:

Que no acabe siendo el Paraíso receptáculo

De espíritus inmundos y mis árboles su presa,

Cuyos frutos nuevamente usen como engaño».

Cesó; y el Arcangélico Poder se preparó

Para rápido descenso, y con él la fúlgida cohorte

De Querubes celadores: cuatro rostros cada cual

Tenía, como doble Jano[333], y su forma por entero

Salpicada de ojos, número mayor que tuvo

Argos, más despiertos, menos dados a soñar

Embelesándolos la flauta arcadia, el albogue pastoral

De Hermes, o su hipnótico bordón. Mientras,

Para saludar de nuevo al mundo con sagrada luz,

Leucotea[334] despertó a embalsamar la tierra

Con su fresco aljófar; ya Adán y la primera madre

Terminaran sus plegarias, encontrando

Fuerza procurada desde arriba, esperanza nueva,

Gozo incluso, mas al miedo todo aún sujeto.

Y Adán palabras bienvenidas a Eva dirigió:

«Eva, fácilmente admitirá la fe que todo bien

Que disfrutamos de los Cielos viene;

Mas que de nosotros algo ascienda al Cielo

Tan valioso que a la mente pueda interesar

De Dios Altísimo, o inclinar su voluntad,

Apenas se creería; mas esto hace la plegaria,

O un suspiro breve del aliento humano, elevado

Hasta el mismo Trono. Pues desde que intento

Aplacar al ofendido Dios con mis plegarias,

De rodillas ante él, con todo el corazón rendido,

Creo haberlo visto apaciguado y dulce,

Abriéndome su oído, y más seguro estoy

Del favor con que me escucha: a su hogar, mi pecho,

Retornó la paz; a mi memoria su promesa,

Que herirá tu descendencia al adversario[335],

Cosa que ignoré en mi desespero, mas ahora

Me confirma que la idea amarga de la muerte

Ya pasó y que viviremos. Salve, pues, Eva, a ti

Llamada justamente madre de la humanidad,

Madre, sí, de todo lo viviente, pues por ti

El hombre vivirá, y toda cosa para el hombre».

A lo que Eva, triste el porte y timorata:

«Poco digna yo resulto de título tan grande,

Transgresora como soy, pues, destinada

A ser tu ayuda, fui tu trampa. Más reproche

Me merezco, desconfianza que alabanza:

Infinito, sin embargo, fue mi Juez en su perdón,

Que yo, que traje muerte a todo, sea declarada

Fuente de la vida; generoso luego tú,

Que título tan alto accedes a otorgarme

Mereciendo otro tan distinto. Mas el campo

Al trabajo ya nos llama con sudor impuesto,

Aun tras noche insomne, pues observa el alba

Que, insensible a los desvelos, sonriendo

Empieza su rosáceo andar. Partamos pues,

Sin que yo de tu costado me separe nunca,

Dondequiera la labor transcurra, aunque ahora

Trabajosa, hasta el fin del día. Si aquí moramos,

¿Qué podría ser ingrato en veredas tan hermosas?

Vivamos pues aquí, caídos mas contentos».

Esto dijo, esto quiso la humillada Eva, mas el hado

No lo rubricó: primero dio señales la Natura

En las aves, bestias, aires; aire eclipsado de repente

Tras albor muy breve. Luego, cerca de Eva,

El pájaro de Jove[336] se lanzó desde su aérea torre

Tras dos aves pintas, rápidas delante de él;

De los montes descendió el selvático monarca[337],

Convertido en cazador tras la gentil pareja,

La más bella de los bosques, ciervo y cierva,

Que veloces escapaban a la puerta oriente.

Lo observó Adán, siguiendo con los ojos

La carrera, y le dijo a Eva no sin turbación:

«Oh Eva, nuevos cambios nos aguardan,

Que por estos signos mudos muestra el Cielo

En la Natura, precursores de sus planes, puede,

O advertencias por sentirnos tan a salvo

De condena, viendo que la muerte queda postergada:

Cuánto, y qué será hasta entonces nuestra vida,

Quién lo sabe, o sabe nada aparte de esto: somos polvo,

Y a él retornaremos para no ser más.

¿Por qué, si no, la doble escena a nuestra vista,

Presa perseguida por los aires y los campos,

A la misma hora, misma ruta? ¿Por qué en el este

Hay tinieblas sin mediarse el día, y luz del alba

Más oriente[338] prende aquella nube occidental

Que por el azur arrastra su blancor radiante,

Y desciende lenta, cual portando flete empíreo?».

No erraba, pues en ésta la cohorte empírea

Desde un cielo jaspe descendía ahora

Al Paraíso, y en un cerro se posó: aparición

Gloriosa, si la duda y el carnal temor

No hubieran ofuscado el día aquel de Adán los ojos.

No tan gloriosa aquélla, cuando Ángeles halló

Jacob en Mahanaim, donde vio los pabellones

De la Guardia fúlgida cubrir el campo[339];

Ni aquélla otra acontecida en el monte ardiente

De Dotán, colmado de un ejército de fuego

Contra el rey de Siria, quien por sorprender

A un hombre, cual sicario provocó la guerra,

Guerra indeclarada[340]. El Jerarca principesco,

Allí en su loma, permitió tomar a su milicia

Posesión de aquel Jardín; mas él sin compañía

En busca fue de Adán, a donde estaba cobijado,

Quien al ver aproximarse al magno Visitante,

Señalándoselo a Eva, así le habló:

«Aguarda, ay, ahora grandes nuevas, que quizá

Dispongan de nosotros pronto, o nos impongan

Nuevas leyes que observar; pues ya distingo

En aquella nube fúlgida que vela el monte

A uno de la hueste celestial y, por su porte,

No de los menores: Potentado grande se diría,

O de los Tronos en la Altura, tanta majestad

Inviste su andadura; pero no es temible

Que haya de asustarme, ni tampoco cálido

Cual Rafael, que deba confiarme mucho:

Es sublime y grave y, para no ofenderlo,

Reverente debo recibirlo; tú retírate».

Aquí se tuvo; y el Arcángel pronto estuvo cerca,

No en su forma celestial, sino cual hombre guarnecido

Para trato humano; sobre la armadura refulgente,

Su gonela militar de púrpura fluida le caía

Más brillante que la melibea, o la púrpura[341]

De Sarra, que llevaron reyes, héroes en lo antiguo,

En las épocas de tregua; Iris[342] misma la tiñera.

Su yelmo astral deshebiliado lo mostraba joven,

En la cima de su lozanía; a un costado,

Como en fúlgido zodiaco, la espada[343] le pendía,

El terror de Satanás, y portaba lanza en mano.

Se inclinó Adán sumiso; regio el otro, obvió

La reverencia, declarando así su cometido:

«Adán, mandato celestial no exige prólogo:

Baste pues que tus plegarias son oídas y la Muerte,

Por sentencia merecida al transgredir,

Hurtada es de su presa muchos días,

Para ti de gracia, en que podrás arrepentirte

Y una mala acción cubrir con múltiple bondad.

Bien puede que, aplacado Dios entonces,

Del voraz imperativo de la Muerte te redima;

Mas que sigas habitando en este Paraíso

No lo acepta. He venido a desterrarte,

Y expulsarte del Jardín a cultivar la tierra

De que fuiste tú formado, suelo más acorde».

Nada ya añadió, pues, al oír Adán las nuevas,

Golpeado el corazón por gélida tristeza,

Desmayó; mas Eva, que entre tanto oculta

Todo oyera, con lamento perceptible,

Reveló enseguida el lugar de su retiro.

«¡Ay golpe inesperado, aún peor que Muerte!

¿Deberé dejarte así, oh Paraíso?, ¿así dejarte,

Suelo natalicio, sombras y veredas venturosas,

Dignas de los Dioses, donde quise ver pasar,

Tranquila, aunque triste, el respiro hasta ese día

Que será mortal para los dos? Oh flores,

Que ya nunca creceréis en otro clima,

Vuestro era mi primer saludo, el adiós postrero

De la tarde; flores que cuidaba con ternura

Desde su primer capullo, y les daba nombres,

¿Quién al Sol ha de criaros, u orientar

Vuestras tribus, o regaros de la fuente de ambrosía?

Tú, por fin, nupcial cobijo, que adorné

Con todas las dulzuras de la vista y el olor,

¿Cómo abandonarte, dónde descender,

A qué submundo, bárbaro tras éste

Y tenebroso, cómo respirar en aires menos puros,

Hechos como estamos a inmortales frutos?»

Lo que el Ángel tierno interrumpió:

«No te lamentes, Eva, y paciente entrega

Lo que pierdes justamente; aparta el corazón,

Así apegado, de lo que no es tuyo;

Tu partida no es en soledad, tu consorte

Va contigo, cuyos pasos debes tú seguir:

El lugar que habite siéntelo tu suelo natalicio».

Adán entonces, recobrándose del frío ataque

Repentino y de nuevo en posesión de sus sentidos,

A Miguel palabras obsecuentes dirigió:

«Celestial, ya Espíritu entre Tronos, o de ellos

El más alto, pues por tu figura puedes parecer

Un Príncipe entre príncipes: gentil has dado

Tu mensaje, que pudiera herirnos pronunciado,

Y acabarnos realizado. Lo que todavía

De tristeza, postración y desespero, nuestra frágil

Condición podía soportar lo traen tus nuevas:

La partida de este sitio venturoso, nuestro dulce

Y recogido abrigo, último consuelo

Familiar a nuestros ojos, cuando todo espacio

Diferente desolado nos parece e inhóspito,

Un desconocido que nos desconoce; si creyese

Que plegarias incesantes cambiarían el decreto

De quien puede toda cosa, yo no dejaría

De cansarlo con mi asidua imploración;

Mas la plegaria, contra su absoluta voluntad,

No sirve más que un soplo contra el viento,

Que volviendo súbito sofoca a quien lo exhala.

Y por ello a este gran mandato me someto.

Me atrista sobre todo que, alejándome de aquí,

Oculto quedaré a su rostro, yo privado

De su faz bendita. Aquí podía frecuentar

Con apto culto, un lugar tras otro donde él

Se me ofrecía, y a mis hijos les diría:

“En este monte apareció, bajo este árbol

Fue visible, entre estos pinos oí su voz,

Aquí con él hablé, a la vera de esta fuente”.

Tanto altar agradecido le alzaría yo

De herboso temple, apilando cada piedra

Bien pulida del arroyo, en memoria,

O monumento, de las eras, ofreciéndole ahí

Aromáticas resinas, y los frutos y las flores.

En aquel submundo, ¿dónde buscaré

Brillantes sus visitas, o sus huellas hallaré?

Pues, aunque huí de él airado, ya devuelto

A vida duradera y prometida descendencia,

Grato ahora me es mirar aun la orla extrema

De su gloria, y su paso adoro desde lejos».

A lo que así Miguel, benigna la mirada:

«Adán, bien sabes suyo el Cielo, y la Tierra toda,

No esta roca sólo; pues su omnipresencia colma

Mar y continente, el aire y toda especie viva,

Animado todo y temperado por virtud divina.

Él te dio la Tierra para poseerla y gobernarla,

Don considerable: no supongas pues

Que su Presencia queda a este cerco confinada

Del Paraíso o el Edén. Habría sido, acaso, éste

Sede tuya capital, de donde propagarse

Tus generaciones, y quizás aquí vendrían

Desde todo punto de la Tierra a celebrarte

Y venerarte, como gran progenitor.

Mas esta preeminencia la has perdido, trasplantado

A la morada en suelo llano, con tus hijos.

No dudes, sin embargo, que en llanura y valle

Mora Dios igual que aquí, y lo hallarás también

Presente y su presencia en muchos signos

Que contigo irán, aún envolviéndote

En bondad y paternal amor, su rostro manifiesto

Y de sus pasos, la divina estela.

Y para confirmarte todo ello y que lo creas

Antes de partir de aquí, mira que me envían

Con misión de revelarte lo que está por acaecer,

A ti y tu descendencia; de lo bueno con lo malo

Espera oír, la suprema gracia peleando

Con la humana transgresión; de ello aprenderás

Paciencia pura y a templar con miedo el gozo

Y con tristeza pía, habituado por igual,

En la mesura, a aguantar cualquier estado,

Próspero o adverso. Así conducirás

Tu vida más segura y estarás mejor dispuesto

Al mortal pasaje, cuando llegue. Sube, pues,

A este monte; deja a Eva (cuyos ojos cierro)

Aquí dormida, mientras tú despiertas previdente:

Que una vez dormiste mientras ella obtuvo vida».

A lo que Adán agradecido respondió:

«Asciende, yo te sigo, firme guía, por la senda

Que me lleves y a la mano me someto del Empíreo

Cuan severa sea; a los males torno

El pecho expuesto, armándome para vencer

Por sufrimiento y merecer con mi labor reposo,

Si pudiese yo lograrlo». Así ascendieron ambos

A Visiones del Señor: un monte era éste,

Del Paraíso el más crecido, desde cuya cumbre

El hemisferio de la Tierra, en perfecto panorama,

Se extendía entero hasta el límite del horizonte.

No más alto el monte ni mayor su perspectiva

Donde, por distinta causa, puso el Tentador,

Allá por los desiertos, al segundo Adán,

Mostrándole los reinos de la Tierra, y sus glorias[344].

Sus ojos[345] dominaban desde allí todo asiento

De ciudad de antigua o de moderna fama, capital

De imperios poderosos, desde los futuros muros

De Cambalu, sede de los kanes de Catay

Y Samarcanda junto al Oxus, trono de Temir,

Hasta Paquin de los reyes Sin[346] y desde allí

A Agra y a Lahore[347], del gran mogol,

Hasta el áureo Quersoneso[348], o donde el persa

Habitaba en Ecbátana, o después

En Hispahán[349], o donde el zar de Rusia,

En Moscú, o allí en Bizancio[350] los sultanes,

Vástagos del Turquestán; alcanzaba su mirar

Del negus[351] el imperio hasta el puerto extremo,

Ercoco[352], menos marineros, los monarcas

De Mombaza[353], de Quiloa y de Melind,

Y de Sofala[354], figurada Ofir, hasta el país

Del Congo, y aun Angola tan al sur;

O desde el Níger hasta el monte Atlas[355]

Por los reinos de Almanzor[356], Fez y Sus,

Marruecos y la Argelia y Tremisén[357];

A Europa desde allí, y donde Roma regiría

El mundo. En espíritu quizás aun viera

El rico México, la capital de Moctezuma[358],

Y Cuzco del Perú, más rica capital

De Atabalipa[359], y la aún no saqueada

Guyana, cuya gran ciudad los hijos de Gerión

Llaman El Dorado[360]. Pero a vistas más sublimes

Despertó Miguel a Adán, quitándole la binza

De los ojos, que pusiera el falso fruto con promesa

De visión más clara; luego el nervio visual le purga,

Con eufrasia y ruda[361], pues tenía mucho que mirar;

Y tres gotas le instiló del manantial de vida.

Tan hondo penetró el poder de tales ingredientes

—Hasta el mismo núcleo de visión mental—,

Que cerrando Adán ahora los ojos a la fuerza,

Desmayó de súbito, en trance todos sus espíritus.

Mas gentil el Ángel, enseguida por la mano

Lo levanta y llama de este modo su atención:

«Adán, tus ojos abre ya y empieza por mirar

Las consecuencias de tu crimen primordial

En unos que saldrán de ti y jamás tocaron

El excluido Árbol, ni con la Serpiente conspiraron,

Ni pecaron tu pecado, mas de tu pecado viene

Corrupción que engendrará actos más violentos».

Adán abrió los ojos para ver un campo,

Parte arable y cultivada, con gavillas esparcidas

Acabadas de segar; en la otra parte, pastos y majadas;

Y en el medio hay un altar, como hito limitáneo

Y rústico o montículo de césped, donde pronto

Del cultivo ve llegar sudado a un segador

Trayendo sus primicias: verde espiga, jalde haz,

Juntado todo sin cuidado. Un pastor después,

Más bondadoso, los caloyos trae de su rebaño,

Escogidos, los mejores; inmolándolos entonces,

Sus entrañas y su grasa, salpicadas con incienso,

En la leña las coloca y todo rito cumple necesario.

Tal ofrenda pronto el fuego favorable de los Cielos

La consume en llama súbita y grata humada;

Mas no la otra, falta como estaba de sinceridad.

Así rabió en lo interno aquél y, mientras departían,

Lo golpeó con una piedra en mitad del torso,

Arrancándole la vida; éste, pues, cayó y, lívido,

Dejó escapar el alma con gruñido y sangre pródiga[362].

Mucho el corazón de Adán desfalleció

Al verlo y presuroso al Ángel clama:

«Oh Instructor, algún perjuicio le ha ocurrido

A ese hombre bondadoso, el que bien sacrificara:

¿Tal pago pues recibe la piedad, la pura devoción?».

Y así Miguel repuso, conmovido por igual:

«Los dos que has visto, Adán, son hermanos que vendrán

De tus riñones[363], y el injusto mata al justo por envidia,

Viendo que recibe la ofrenda de su hermano

Beneplácito del Cielo; mas el acto sanguinario

Al final será vengado y a la sancionada fe del otro

No le faltará retribución, aunque aquí lo ves morir,

Rodando por el polvo y el destrozo». A lo que Adán:

«¡Ay, por el hecho y por su causa!

¿Mas Muerte he visto ya? ¿Es éste el modo

En que al polvo volveré? ¡Oh escena

De terror, inmunda y espantosa de mirar,

Horrenda si pensada, ¡cuán horrible de sentir!».

A quien así Miguel: «Muerte has visto en su primera

Forma humana, pero muchas formas hay

De Muerte, y muchos los caminos que conducen

A su lúgubre cubil, penosos todos; aunque más terribles

A la entrada que cruzado ya el umbral.

Algunos, como viste, por violento golpe morirán,

Por hambre, fuego o agua; por exceso otros

En comidas y el beber, lo que en la Tierra causará

Dolencias pavorosas, de las que legión monstruosa

Ante ti aparecerá, por que conozcas la miseria

Que Eva tu consorte, con su falta de abstinencia

Portará a los hombres». De inmediato, un lugar

Apareció delante de sus ojos, triste, fosco, fétido,

Un lazareto parecía en que venían a parar

Enfermos incontables, todas las dolencias

De punzante espasmo, rábida tortura, el dolor

Del corazón en agonía, toda especie enfebrecida,

Convulsiones, epilepsias, los catarros fieros,

Piedra intestinal y úlceras, los cólicos,

El demoniaco frenesí, melancolía destructora,

La lunática locura, las perláticas atrofias,

Los marasmos y la pestilencia, tan devastadora,

Las hidropesías, asmas y reumáticos tormentos.

Espantosos los temblores, hondos los gemidos:

Servicial de lecho a lecho, acudía el Desespero.

Y triunfante sobre todos, tremolaba Muerte

Su venablo, demorando el golpe aunque invocada

Con fervor, cual bien supremo y última esperanza.

Vista tan deforme ¿qué rocoso corazón las lágrimas

Por mucho contendría? Adán dejó ir su llanto,

Aunque no nacido de mujer; la compasión rindió

Al varón en él, sumiéndolo en sollozos un espacio,

Hasta que mayor firmeza dominó el exceso

Y, apenas recobrando el habla, retomó su queja:

«¡Miserable humanidad, qué caída y degradada,

Para qué funesto estado veo que te guardan!

Cuán mejor aquí nonata y terminada. ¿Por qué darnos

Vida que después así nos quitan? Mas bien,

¿Por qué impuesta de este modo? Pues, ¿quién,

Si supiera qué recibe, no preferiría rechazar

La brindada vida, o no querría pronto abandonarla,

Yéndose contento en paz? ¿Es que puede así

La imagen en el hombre del Señor, que fue creada

Tan erguida y bella, aunque luego pecadora,

Caer hundida a sufrimientos tan horrendos

Bajo penas inhumanas? ¿Por qué el hombre,

Reteniendo todavía divinal similitud en parte,

No podría verse libre de deformidades tales,

Excusado en aras de la imagen del Creador?».

«La imagen del Creador —Miguel repuso—

Los dejó al envilecerse ellos a sí mismos

Por servir al apetito ingobernado, y la imagen

Asumieron que servían, de grosero vicio,

Induciendo sobre todo al pecado de Eva.

Por ello, tan abyecto es su castigo, que deforma

No la imagen del Señor, sino la propia;

O si aun su imagen, por aquéllos profanada

Al malear las reglas sanas de la pura condición

Volviéndola dolencia repugnante, justa pena tienen

Pues no honraron en sí mismos la divina Imagen.»

«Es justicia —dijo Adán— y me someto.

Pero ¿no hay quizá distinta vía, aparte

De caminos tan acerbos, por la que alcanzar

La Muerte y volver al polvo, nuestro origen?»

«La hay —el Ángel dijo— si te impones

Evitar la demasía, si te riges con templanza

Al comer y en la bebida, reclamando de ello

El debido nutrimento y no glotón contento,

Hasta que los años pasen numerosos:

De este modo vivirás cayendo luego como el fruto

En el seno maternal, o ser tranquilamente recogido,

No arrancado con dureza, para muerte ya madura:

Esto es la vejez; mas no la alcanzarás sin trascender

Tu juventud, tu fuerza, tu belleza, que verás

Desfallecer, marchito, gris y débil; los sentidos,

Aturdidos, todo gusto del placer repudiarán

Y todo lo que tienes y, en lugar de aire juvenil,

Alegre, ilusionado, en tu sangre reinarán

Humores melancólicos de frío y sequedad

Que apagará tu espíritu y por fin consumirá

Tu bálsamo de vida.» Y nuestro ancestro:

«No esquivaré la Muerte en adelante, ni tampoco

Alargaré la vida mucho, cavilando, más bien,

Cómo abandonar en paz tan ardua carga,

Que tendré que conservar hasta el prescrito día

De rendirla, y esperar pacientemente

Mi disolución». Miguel repuso:

«Ni ames tú la vida, ni la odies; más bien vive

Cuanto vivas y, si poco o mucho, el Cielo lo dirá.

Prepárate para visión distinta ahora».

Miró de nuevo y vio llanura vasta, donde había

Tiendas de colores diferentes; junto a unas,

El ganado pasteaba; de otras, un sonido

Se escuchaba de instrumentos, un melódico

Tañer de flauta y arpa; y podía contemplarse

Al que cuerdas, tubos manejaba: su volátil toque,

Espontáneo en toda proporción aguda y grave,

Escapaba y perseguía de través la resonante fuga.

Uno había, en otra parte, que en la forja

Trabajaba y ya fundiera dos macizos bloques,

Hierro y cobre (hallados donde fuego accidental

Había devastado el bosque en cerro o valle,

Hasta las venas de la tierra, que después fluyera

Ardiente por grutesca boca, o bien traído por corriente

Del subsuelo): el fundido mineral vertió

En aptos moldes predispuestos, de los que formar,

Primero, herramientas; luego, piezas cualesquiera

Modeladas o licuadas en metal. Tras éstos,

Pero en parte más cercana, una clase diferente

De las altas, próximas montañas —su morada—

Descendió a los llanos. Por su aspecto,

Hombres justos parecían, y su anhelo todo era

Adorar a Dios veraces, conocer sus obras

No escondidas, sobre todo aquellas que preservan

La concordia y libertad del hombre. Por el llano

Largo tiempo no pasaran, mas ahora de las tiendas

Sale un grupo de mujeres bellas; ricas prendas

Y festivas, joyas visten frívolas. Al son del arpa cantan

Sus letrillas amorosas y danzando se aproximan.

Los hombres, aunque graves, las contemplan;

A sus ojos dejan deleitarse, que en la red de amor

Prendidos quedan: cada cual elige su pareja.

Y de amores ahora tratan, hasta que la estrella vespertina

Surge, heraldo del amor; entonces, exaltados,

La nupcial antorcha encienden, mandan invocar

A Himeneo[364], nunca antes invocado en rito marital:

De música y jolgorio vibra todo el campamento[365].

Tan feliz encuentro, evento tan hermoso

De amores, juventud, guirnaldas, cantos, flores

Y adorables sinfonías el corazón de Adán

Cautivan, enseguida dado a admitir deleite,

Natural tendencia, que de este modo expresa:

«Auténtico descegador mío, magnífico Ángel,

Mejor parece, y mucho, esta escena que las previas,

Y mayores esperanzas trae de días de sosiego;

Aquéllas eran odio y muerte, o de penas aún peores,

Mas aquí Natura se diría por completo satisfecha».

A lo que así Miguel: «No juzgues lo mejor

Por el placer, aun si parece responder a la Natura,

Creado como has sido para fin más noble,

Santo y puro, en conformidad divina.

Esas tiendas dices atractivas, mas son tiendas

De perfidia, donde morará la raza de ese

Que mató a su hermano; aplicados se revelan

A las artes que refinan, inventores raros

Que descuidan al Creador, si bien su espíritu

Los instruyó; mas ellos sus presentes no agradecen.

Bella descendencia sin embargo engendrarán;

Pues a esa hermosa tropa de mujeres —las que viste

Parecerse a Diosas, tan risueñas, tiernas, tan alegres,

Mas vacías por completo de eso en que consiste

El honor doméstico de la mujer y su alabanza,

Hechas y perfectas sólo para el gusto

De lascivas apetencias, para canto y baile,

Los vestidos, para lengua leve y ojo lábil—,

A ésas el linaje sobrio de los hombres, cuyas vidas

Religiosas título les dieron de Hijos de Dios,

Les rendirán entera su virtud, su fama toda

Innoblemente, a las mañas y sonrisas

De estas bellas ateístas; y ahora nadan en el gozo

(Pronto nadarán más hondo[366]) y ríen; por lo que

Pronto el mundo llorará de lágrimas un mundo».

A lo que Adán así, del breve gozo hurtado:

«Oh lástima y vergüenza que esos que tan bien

Empiezan vida recta, hayan de alejarse luego

Por caminos indirectos, o a mitad del viaje desmayar.

Mas veo todavía que el tenor de la desdicha

Sigue siendo el mismo, pues la causa es la mujer».

«La indolencia afeminada del varón es causa

—Dijo el Ángel— que mejor debiera preservarse

Con sabiduría, y dones se le dieron superiores.

Mas prepárate ya para otra escena.»

Miró pues él y pudo ver un amplio territorio

Ante su vista: pueblos y rurales obras esparcidas,

Las ciudades de los hombres, altas puertas, torres,

Los ejércitos en armas, rostros fieros y belígeros,

Gigantes de potente hueso y bravia hazaña.

Parte blande los aceros, parte frena sus corceles

Espumantes, solos o en guerrera formación

De infantes y jinetes, no para fanfarria ociosa.

Por allí, selecta tropa trae del forrajeo

Unas reses, bellos bueyes y ganado bello

De un pradal hermoso y fértil; o lanoso hato,

Las ovejas, los balantes corderillos, por el llano,

Su botín. Apenas aún con vida huyen los pastores

Y, al pedir auxilio, una lucha fiera se origina.

Con sangriento embate chocan las legiones;

Donde reses herbajaban, ahora yacen esparcidas

Las carcasas y las armas por el prado ensangrentado

Y yermo. Otros, acampados, a ciudad pujante

Ponen cerco: con ariete, escala y mina

Ya la asaltan; otros la defienden desde el muro,

Con venablos, flechas, piedras, fuego sulfuroso:

Hay carnaje en ambos lados, y titánicas proezas.

En otra parte, heraldos encetrados llaman

Al consejo a las puertas de la urbe: al instante,

Hombres graves, grises sus cabezas, con guerreros

Se reúnen, se oyen las arengas, pero pronto

Se dividen en facciosa oposición; por fin,

De edad mediada, uno se levanta[367], eminente

En sabio porte, y habla mucho de lo recto y falso,

De justicia, religión, de la verdad, la paz

Y el juicio de lo Alto; jóvenes y viejos

Lo abuchean y prenderlo quieren con violencia,

Cuando una nube que desciende lo arrebata,

Ocultándolo a la turba. La violencia así

Prosigue, la opresión, la ley de los aceros

Inundando el llano, sin refugio adonde huir.

Adán lloraba inconsolable y a su guía

Se tornó, tristísimo el lamento: «¿Qué son éstos?

Hombres no, ministros de la Muerte, que la llevan

Inhumanamente al hombre y multiplican

Por diez mil la transgresión del homicida

De su hermano. Pues ¿a quién masacran ésos

Sino al propio hermano, hombres contra hombres?

Mas ¿quién era el hombre justo, a quien perdiera

Su justicia y rectitud, si no salvara el Cielo?».

A lo que así Miguel: «Éstos son el resultado

De los viles casamientos que tú vieras,

En que bien con mal se unió, que por sí mismos

Aborrecen mezcla, mas mezclados con descuido

Gestan prodigiosos vástagos de mente y cuerpo.

Tales éstos, los Gigantes, hombres de alta fama;

Pues en esos días el poder será admirado

Solamente, por virtud heroica y valor tenido.

El vencer en la batalla y subyugar

Naciones, y traer despojos a la patria tras matanza

Ilimitada, se tendrá por cima entonces

De la gloria humana, y por gloria se perpetrará

Del triunfo, para título de gran conquistador,

Patrones de la raza, dioses, e hijos de los dioses,

Que mejor llamaran destructores, plagas de los hombres.

Así se ganará la fama, el renombre terrenal,

Y lo que más merece fama oculto quedará.

Mas el séptimo a partir de ti, que has visto ya,

El único que es justo en un mundo de perfidia,

Y por ello odiado, rodeado de enemigos

De tal forma, por osar ser íntegro él solo

Y decir verdad odiosa —que Dios ha de venir

Con sus Santos a juzgarlos—, el Altísimo

Arrobado en nube perfumada, con alados potros,

Como viste lo tomó, por que con Dios camine,

En salvíficas Alturas y regiones de ventura,

De la muerte exento, por mostrarte qué laurel

Aguarda al probo y qué castigo al resto;

Lo que pronto tú verás volviendo la mirada».

Miró y vio la faz del mundo muy cambiada;

La broncínea trompa de la guerra no sonaba ya

Y todo se tornara hacia el juego y regocijo,

La lujuria y el tumulto, fiesta y danzas,

Casamiento o puterío, todo vale,

Adulterio o violación, allí donde bellezas al pasar

Al hombre atrapan; y tras copas, los tumultos.

Un prohombre venerable a ellos llega al fin

Y de actos tales él declara gran disgusto,

Y en contra testifica de sus hábitos, y acude

Con frecuencia a sus reuniones, ya se trate

De desfiles o de fiestas, y predica para ellos

Conversión y contrición, cual si almas fuesen

En prisión que aguardan juicio ya inminente.

Mas todo en vano y, viéndolo, dejó

De disputar llevándose sus tiendas lejos.

Después taló de las montañas maderamen alto

Y empezó la construcción de un barco enorme,

Calculando en codos longitud, anchor y altura,

Lo cubrió de brea e indujo en su costado

Puerta, acumulando grandes provisiones

Para bestia y hombre. Y de súbito, portento raro,

Toda clase de animal, de pájaro y pequeño insecto

Llega en pares y septenas, y entra allí, según

Mandato: último el prohombre y sus tres hijos

Con las cuatro esposas. Dios trincó la puerta.

Mientras, viento sur despierta y con negras alas,

Vasto vuelo, toda nube junta que flotase

Bajo el cielo; al conjunto aportan las montañas

Sus vapores, sus oscuras, húmedas exhalaciones,

Que violentas suben. Y ahora densas las alturas

Quedan, como negro techo; cae la lluvia luego

Impetuosa y prosigue hasta que la tierra toda

Se sumerge. Mas flotante se mantuvo el barco,

Elevándolo las aguas y, segura la afilada proa,

Cabalgó las olas oscilando. Toda otra superficie

El diluvio la cubrió, y aquéllos con sus pompas

Hondos bajo el agua callan. El mar al mar cubrió,

Un mar sin costas; y en las casas palaciales

Donde poco atrás reinara lujo, monstruos del océano

Se apriscan y paren. De los hombres numerosos,

Sólo lo embarcado en la parca nave a la deriva[368].

Cómo te doliste entonces, oh Adán, al ver

El fin de tu progenie entera, un final tan triste,

La extinción. Diluvio diferente a ti,

De lágrimas diluvio y de tristeza a ti te ahogó,

Hundiéndote con tus retoños; hasta que gentil te alzó

Por fin el Ángel y tus propios pies te soportaron,

Aunque oprimido, como cuando llora un padre

Por sus hijos, destruidos ante él de pronto;

Y pudiste apenas dirigir al Ángel tu gemido:

«¡Oh visiones, mal las vi! Mejor hubiese sido

Ignorante del futuro: de este modo aguantaría

Mi porción de males sólo, pues la pena cotidiana

Ya es bastante; ésas otras dispensadas

Como carga de las eras, ahora en mí recaen

De golpe y, fruto de presciencia, nacen

Como abortos para torturarme antes de ser,

Sabiendo que serán. Que nadie busque, pues,

En adelante predicción de cosas por venirle,

A sus hijos o a él mismo: males, téngalo por cierto,

Que ni su presciencia logrará impedir,

Y él los males por venir padecerá

No menos al preverlos que en substancia,

Dolorosa carga. Pero tales cuitas ya no importan:

Ya no hay hombre al que advertir; a los pocos escapados

Al final consumirán el hambre y desazón,

Perdidos en el páramo de aguas. Yo esperé,

Al ver cesar la guerra y la violencia por la tierra,

Que las cosas cambiarían y la paz coronaría

Con caudal de días venturosos a la raza humana:

Me engañaba, pues ahora puedo comprender

Que paz corrompe tanto como guerra estraga.

¿Por qué es así? Revélalo, celeste guía,

Y dime si la raza de los hombres aquí termina».

A lo que así Miguel: «Los últimos que viste,

En riqueza fastuosa y triunfo, eran los primeros,

Advertidos en acciones eminentes de proeza

Y gestas grandes, mas exentos de virtud real,

Que tras verter raudal de sangre, destruir sin límite

Al someter naciones y ganar con ello fama

En todo el mundo, ilustres títulos y rica presa,

Buscarán placeres, la molicie e indolencia,

Los excesos y lascivia, hasta hacer discordia,

Por capricho y arrogancia, de la paz amiga.

También los conquistados, por la guerra esclavos,

Con su libertad verán perdida toda su virtud

Y temor de Dios, después que su piedad fingida,

En el choque cruel de la batalla, fue librada

Desvalida al invasor. El celo así enfriado,

Desde entonces sólo pedirán vivir seguros,

Disolutos o mundanos, de eso que sus amos

Les permitan disfrutar; pues dará la tierra entonces

Más que suficiente, por poner a prueba la templanza.

Todos ya degenerados, todos depravados,

La justicia y la templanza, fe y verdad olvidarán;

Excepto un hombre[369], que, único hijo de la luz

En era tenebrosa, contra todo ejemplo,

Contra toda seducción, costumbre, cólera

De un mundo, sin temor de burla o de reproche,

O aun violencia, de sus pérfidos caminos

Les dará advertencia y ante ellos expondrá

La rectitud y sus senderos —cuánto más seguros

Y de paz cubiertos— anunciando la ira por llegar

A causa de su obstinación; y de ellos

Volverá injuriado, mas en él verá el Señor

Al único hombre justo. Y por orden suya

Construirá un Arca prodigiosa, como viste,

Por salvarse él mismo y su familia, entre todo

Un mundo consagrado al desastre universal.

Tan pronto él, con los hombres y las bestias

Destinados a vivir se alojen en el arca

Y queden resguardados, toda catarata

De los cielos, descerrada, en la tierra verterá

Sus lluvias día y noche, toda fuente del abismo

Se abrirá, hinchando usurpadores los océanos

Más allá de todo, hasta alcanzar la inundación

Las cumbres más enormes. A este monte entonces,

Este Paraíso, la pujanza de las olas moverá

De sitio, y, arrastrado por el bífido diluvio,

Destruido todo su verdor, los árboles a la deriva,

Bajará el gran río a la expansión del estuario,

Arraigando allí, salina ínsula arrasada y sola,

Coto de orcas, focas y chirrido de gaviotas.

Entiende, pues, que para Dios ningún lugar

Posee por sí mismo santidad, a menos que la lleven

Hombres que lo habiten, o a menudo lo visiten.

Y ahora lo que luego seguirá contempla».

Miró y pudo ver el casco del bajel en el diluvio,

Que cesaba poco a poco, pues las nubes se esfumaran,

Impelidas por cortante bóreas que, soplando seco,

Arrugaba el rostro de las aguas, que menguaban;

Y el Sol ardiente en su vasto espejo se miraba,

Líquido, sorbiendo mucho de las frescas olas,

Cual sediento, lo que la corriente reducía

De invariable lago a raudo remolino, que ligero

Descendía hacia lo hondo, donde se cerraran ya

Los surtidores como en las alturas las ventanas.

El arca deja de flotar, parece en tierra seca

Y varada firmemente en alta cima de montaña.

Y las cimas de los montes aparecen ya cual rocas;

Con clamor después las rápidas corrientes vuelven,

Hacia el mar en retirada, su furioso ímpetu.

Del arca entonces parte un cuervo al vuelo

Y, tras éste, mensajera más segura,

Vuela la paloma, una y otra vez, por si se ve

Árbol verde o suelo acaso en que posarse.

La segunda vez al retornar, el pico porta

Una rama de aceituno, signo ya de paz.

Enseguida suelo seco surge y del arca

Baja con su séquito el anciano patriarca.

Luego, con las manos levantadas, la mirada fervorosa

Y gratitud al Cielo, atisba en las alturas

Una nube aljofarada, y en la nube un arco,

—Perceptibles tres colores en alegres bandas—

indicándoles la paz de Dios y nuevo pacto.

Con ello el corazón de Adán, tan triste antes,

Mucho se animó y así expresó su gozo:

«Oh tú, que representas cosas por venir

Cual si presentes, Instructor divino: resucito

Tras la última visión, seguro de que el hombre vivirá

Con toda criatura, perdurando su semilla.

Mucho menos me lamento ahora por el mundo

Destruido de los pérfidos que exulto

Al ver hallado un hombre tan perfecto e íntegro

Que Dios otorgará erigir aun otro mundo

Por su causa y su ira toda olvidará.

Mas dime, ¿qué eran esas rayas de color arriba,

Distendidas cual si el ceño apaciguado del Señor?

¿O acaso sirven para atar, cual florida orla,

El fluido manto de esa misma nube acuosa,

Que no vuelva a disolverse y bañe el mundo?».

Y así el Arcángel: «Certera conjetura;

Así por voluntad su cólera revoca Dios,

Aunque pesaroso por crear al hombre depravado,

Grande el baticor, cuando al mirar abajo

Vio la Tierra llena de violencia y toda carne

Corrompiéndose a su estilo; mas extirpados éstos,

Gracia tal un único hombre justo puede hallar en él,

Que Dios se ablanda para no anular la humanidad

Y hace pacto de alianza: no volver a destruir

La Tierra por diluvio, ni dejar que el mar

Supere sus orillas, ni que cubra lluvia el mundo

Con el hombre en él o bestia. Y cuando extienda

Nube sobre el mundo, ahí se mostrará

Su arco tricolor, que pueda recordar mirándolo

Su pacto de alianza: y día y noche así, los tiempos

De la siega y la cosecha, el calor y cana escarcha,

Mantendrán su ritmo, hasta purgarlo todo el fuego,

En los Cielos y la Tierra, donde el justo morará».