EL ARGUMENTO
Una vez conocida la transgresión del Hombre, los Ángeles Guardianes abandonan el Paraíso y vuelven al Cielo para que se enjuicie su vigilancia, la cual queda aprobada al declarar Dios que ellos no podían impedir la irrupción de Satán. Dios envía a su Hijo a juzgar a los transgresores, que desciende y dicta la debida sentencia; luego, compasivo, los viste a ambos y reasciende. Pecado y Muerte, sentados hasta entonces a las Puertas del Infierno, al sentir por medio de una milagrosa simpatía el triunfo de Satán en el nuevo mundo y el pecado del hombre cometido allí, deciden no continuar confinados en el Infierno, sino seguir a Satán, su Progenitor, hasta la morada del hombre. Para hacer más fácil el camino de ida y vuelta desde el Infierno a este mundo, construyen una ancha vía o puente sobre el Caos de acuerdo con la senda trazada previamente por Satán; luego, preparándose para irrumpir en la Tierra, encuentran al Demonio, que retorna al Infierno orgulloso de su éxito. Sus mutuas felicitaciones. Satán llega a Pandemónium y, en asamblea plenaria, relata con presunción su triunfo contra el hombre; en lugar de aplausos lo celebra un silbido general de todo su público, transformado súbitamente, junto con él mismo, en serpientes según la condena dictada en el Paraíso; después, engañados por la ilusión del Árbol Prohibido, como si brotase de pronto delante de ellos, intentan alcanzar ávidamente el fruto, pero mascan polvo y cenizas amargas. Las acciones de Pecado y Muerte; Dios predice la victoria final de su Hijo sobre ellos y la renovación de todas las cosas; pero, de momento, ordena a sus Ángeles realizar diversas alteraciones en los cielos y los elementos. Adán, que percibe más y más su caída condición, se lamenta profundamente y rechaza el condolerse de Eva; ésta persiste y por fin lo apacigua; entonces, para eludir la maldición que seguramente recaerá sobre su descendencia, hace a Adán violentas proposiciones que él desaprueba y, concibiendo mayores esperanzas, le recuerda la promesa que acaban de recibir, la de que su semilla se vengará de la Serpiente, y la exhorta a buscar con él, por medio del arrepentimiento y la súplica, la paz con la ofendida Deidad.
Mientras tanto, el acto abyecto y despreciable
De Satán allá en el Paraíso, y de qué manera
Convertido en la Serpiente, sedujera a Eva,
Y ésta a su consorte, a probar fatal del fruto,
Fue en el Cielo conocido; pues ¿qué escaparía al ojo
Del Señor omnividente, o su omnisciente corazón
Engañaría, quien en todo sabio y justo
No impidió a Satán tentar la mente del humano,
De completa fuerza armado y libre voluntad,
En todo bien capaz de descubrir y rechazar
Cualquier argucia de adversario, o aparente amigo?
Pues supieron siempre —y debían siempre recordarlo—
El gran mandamiento de evitar el fruto aquel,
Quienquiera los tentase; que, al desoírlo,
Se ganaron —y qué menos— el castigo
Y, sumidos en pecado, merecieron la caída.
Desde el Paraíso a prisa arriba al Cielo
Ascendió la Guardia Angélica, callada y triste
Por el hombre, cuyo estado por entonces ya sabían,
Y asombrándose de la irrupción inadvertida
Del sutil Demonio. Al llegar las malas nuevas
De la Tierra a Puertas de los Cielos, descontentos
Las oyeron todos y una lóbrega tristeza aquella vez
Prendió en los rostros celestiales; mezclada, sin embargo,
Con piedad, su beatitud no violentaba.
Hacia los recién llegados, en grandiosa multitud
Corrió el Etéreo Pueblo, para oír y conocer
Lo sucedido. Ellos al Supremo Trono
Responsables se apresuran a fin de disculpar
Con justos alegatos su impecable vigilancia,
Fácilmente exonerada cuando el Altísimo,
Eterno Padre desde su secreta nube,
Entre truenos, hizo así surgir su voz:
«Ángeles reunidos, Potestades retomadas
De fallida comisión, no desmayéis,
Ni os turben las noticias de la Tierra:
Vuestro celo más sincero no podía conjurarlas,
Pues predicho estaba lo que había de ocurrir,
Desde que cruzara el Tentador la Sima del Infierno.
Yo os dije entonces que él haría triunfar
Su pérfido mandado, que sería seducido el hombre
Y embaucado hasta perderse, aceptando la mentiras
Contra su Hacedor, sin que un decreto mío
Concurriese obligatorio para obrar su pérdida
O infundir acaso el más ligero impulso
A su libre voluntad, que a su propia inclinación dejé,
En ecuánime balanza. Mas caer cayó, y ahora
¿Qué, sino dictar mortal sentencia en contra
De su transgresión: la muerte ya anunciada un día,
Que él presume ahora vana y vacua,
Por no sufrirla aún, según temió,
Con súbita fulminación?; mas pronto encontrará,
Antes de que acabe el día, que la espera no es perdón.
La justicia no retornará cual desairado don.
Mas ¿a quién mandar para juzgarlos? ¿A quién sino a ti,
Hijo Virreinante? A ti te he transferido
Todo juicio, ya en el Cielo, Tierra o el Infierno.
Enseguida se verá que intento que merced
Camine con justicia, al mandarte a ti,
Amigo y Mediador del hombre, designado
Su Rescate y voluntario Redentor: predestinado
Hombre como juez del hombre despeñado».
Así habló el Padre y desplegando fúlgida
Su gloria hacia la diestra, en el Hijo
La Deidad brilló sin velos: éste, en plenitud
De resplandor, a todo el Padre expresa
Manifiesto y divinamente dice dulce:
«Padre Eterno, tú eres quien decreta;
Yo, en el Cielo o Tierra, tu suprema voluntad
Realizo, por que tú en mí, tu Hijo bien amado,
Estés por siempre complacido. Iré a juzgar
Allí en la Tierra a estos pecadores; pero sabes tú
Que, sea el juez quien sea, lo peor en mí caerá
Cuando llegue el tiempo; tal mi compromiso
En tu presencia y —pues no he de arrepentirme—
Esto puedo por derecho: mitigarles su condena
Derivada en mí; así, de tal manera templaré
Justicia con merced, que queden ambas
Satisfechas, plenamente, y tú aplacado.
Séquito o escolta no hacen falta, donde nadie
Al juicio asistirá, excepto los juzgados,
Esos dos; mejor ausente, el tercero es condenado
Y convicto por huida, a toda ley rebelde:
Pues proceso la Serpiente no merece»[287].
Dicho esto, del sitial radiante se levanta
De la gloria magna compartida; Tronos y Poderes,
Principados y Dominios ministrantes,
Lo acompañan al Portal del Cielo, desde donde
Edén y todo el territorio circundante se contemplan.
Repentino descendió, pues la premura de los Dioses
No la mide el tiempo ni con rápidos, alígeros momentos.
El Sol estaba ahora bajo en occidente
Y gentiles brisas, esperables a esta hora,
Despertaban a orear la Tierra, precediendo
Al fresco lubricán, cuando desde frío más vehemente
Él llegó cual manso juez, también intercesor,
Por sentenciar al hombre. La voz de Dios oyeron
Caminando ahora en el Jardín, que suaves vientos
Les portaban al oído, mientras declinaba el día.
La oyeron y de su presencia se ocultaron
En lo denso de los árboles, el hombre y la mujer,
Hasta que Dios aproximándose, a Adán llamó potente:
«¿Dónde estás, Adán, que usabas recibirme
Con deleite viéndome llegar de lejos? No te veo
Y me disgusta, saludado así con soledad,
Donde antes sin pedirlo se mostraba tu deber.
¿O es que te resulto menos perceptible, o qué cambio
Te retiene, o te demora algún albur? Ven ya».
Se mostró él, y con él Eva, más reacia aunque primera
En ofender, perplejos ambos, descompuestos.
Amor no había en sus miradas, ni a Dios
Ni de uno a otro, sino culpa manifiesta,
Más vergüenza, turbación y desespero,
Rabia y odio, obcecación, malicia.
Por lo que Adán, tras largo titubeo, dijo breve:
«Te he oído en el Jardín y por tu voz
Amedrentado, al estar desnudo, me he escondido».
A lo que el Juez piadoso sin reproche replicó:
«Mi voz oías a menudo y no temías,
Te alegraba siempre, ¿cómo se ha tornado
Tan temible para ti? Que estás desnudo, ¿quién
Te lo ha contado? ¿Has comido tú del Árbol
Del que te impuse orden de abstenerte?».
A lo que Adán repuso, de miserias acuciado:
«Oh Señor, en qué angostura mala yo este día
Estoy ante mi Juez, ya para asumir
Yo mismo todo el crimen, ya para acusar
A mi otro yo, compañera de mi vida;
Cuya falta, mientras fiel me es todavía,
Debería yo ocultar y no exponer a culpa
Con mis quejas. Mas necesidad estricta
Me somete y la atroz obligación, no sea
Que en mi sola testa, el pecado y el castigo
—Cuan penosos sean— descarguen
Toda su dureza; y, aunque callase,
Tú descubrirías pronto qué te oculto.
La mujer, que hiciste para serme ayuda
Y me diste como don perfecto, tan propicia,
Apropiada y aceptable, tan divina,
Que viniendo de ella no podía sospecharse mal,
Y que en todo lo que hacía, fuera lo que fuera,
Parecía que su hacer la acción justificaba,
Me ofreció del Árbol y yo comí».
La Presencia Soberana así le respondió:
«¿Era ella pues tu Dios, que así la obedeciste
Antes que a la voz divina, o se te dio por guía,
Superior, tu igual acaso, que tu hombría
A ella hubiste de rendirle y el lugar
En el que Dios te puso, sobre ella hecha de ti,
Y para ti, pues tu perfección en mucho excede
Las que tiene, en toda dignidad real. Adornada
Estaba, ciertamente, y era hermosa para despertar
Tu amor, no sometimiento, y sus dones
Eran tales que pedían buen gobierno,
No hecha ella para el mando, que era tu tenor
Y tu persona, si te hubieras conocido bien».
Y dicho esto, a Eva parco se volvió:
«Di mujer, ¿qué es lo que has hecho?».
A lo que Eva triste, abrumada de vergüenza,
Confesando pronto, pero no locuaz ni ya atrevida
Ante su Juez, así contrita respondió:
«La Serpiente me engañó y yo comí».
Que, en cuanto Dios lo oyó, sin más demora
Procedió a juzgar a la Serpiente incriminada,
Aunque bruta, incapaz de transferir
La culpa a quien hiciera de ella su instrumento
De maldad y depravase el propósito
De su creación: maldita con justicia entonces
Por viciada en su carácter; más no concernía
Al hombre conocer (pues no sabía más)
Ni alteraba su infracción; mas Dios al fin
A Satanás, primero en el pecado, dio sentencia,
Aunque en términos ocultos, que juzgó mejor:
Y sobre la Serpiente así dejó caer su maldición:
«Pues esto has hecho, quedas tú maldita
Sobre todas las manadas, cada bestia de los campos:
Marcharás postrada sobre el vientre
Y del polvo comerás los días de tu vida todos.
Entre la mujer y tú pondré yo enemistad,
Y entre tu semilla y su semilla: tu cabeza
La herirá su estirpe, tú el talón lesionarás»[288].
Tal dijo este Oráculo, después verificado
El día en que Jesús, hijo de María, segunda Eva,
Vio a Satán caer cual rayo de los Cielos,
Príncipe del Aire[289]. Luego alzándose de su sepulcro,
Apresó Poderes, Principados, triunfando
Abiertamente, y en brillante ascenso
Cautiverio de cautivos por los aires arrastró,
El reino mismo de Satán, que usurpara tanto atrás,
Y al que bajo nuestros pies pondrá por fin,
El mismo que ya ahora predecía su fatal herida[290];
Y a la mujer así le impuso su sentencia:
«Tu miseria grandemente aumentaré
En tu concepción; traerás al mundo hijos
Con dolor, sujeta quedará tu voluntad
A la de tu consorte y él en ti gobernará».
Postrero sobre Adán su juicio pronunció:
«Porque escuchaste tú la voz de la mujer
Y del fruto de ese Árbol has comido
Del que te ordené diciendo: “De él no comerás”,
Maldito queda el suelo por tu culpa, en miseria
Comerás de él el tiempo entero de tu vida;
Cardo, espinos, te dará que no pediste
Y la hierba comerás tú de los campos,
Con el rostro sudoroso comerás el pan
Hasta que a la tierra vuelvas, pues tomado
Fuiste tú del suelo: de él naciste,
Pues eres polvo, y al polvo has de volver».
Así juzgó él al hombre, Juez y Salvador al tiempo,
Y el azote de la muerte, proclamada ya ese día,
Lo puso lejos. Apiadándose después de cómo estaban,
Tan desnudos a los aires, que ahora cambio
Grande sufrirían, no se opuso ya a tomar,
Desde ese instante, la figura del sirviente,
Como cuando a sus sirvientes les lavó los pies[291].
Así ahora, como padre de familia les vistió
La desnudez con pieles de animales, o matados,
O bien cual la serpiente, cuyas capas la renuevan.
Y no titubeó en vestir a aquellos enemigos:
No sólo su exterior con pieles animales,
Sino la interna desnudez, oprobio aún más grande,
Ataviándolos con su Ropaje de justicia[292],
De la vista los cubrió del Padre.
A él con rápida ascensión volvió enseguida,
En su seno bienaventurado recibido,
En la gloria como siempre, y, aplacado,
Todo, aunque todo conocía, le contó
De lo hecho al hombre, añadiendo dulce intercesión.
Mientras, antes del pecado y juicio en esta Tierra,
Al Portal del Tártaro, Pecado y Muerte,
Sentados frente a frente dentro de las Puertas,
Que ahora estaban bien abiertas, eructando fiera llama
Lejos, Caos adentro, desde que pasó el Demonio
—Por Pecado abiertas—, ésta ahora a Muerte dijo:
«Hijo mío, ¿por qué seguir aquí mirándonos
Ociosos mientras Satanás, gran Padre nuestro,
Medra en otros mundos y morada más feliz
Encuentra para ésta, su querida descendencia?
Éxito sin duda habrá logrado; pues, si daño,
Hace mucho hubiera vuelto, empujado por furor
De vengadores, puesto que ningún lugar
Aparte de éste sirve a su castigo, o venganza de ellos.
Creo que siento nueva fuerza alzarse en mí,
Me crecen alas, dándome dominio vasto
Más allá de estas Honduras, sea lo que sea que me lleva:
Simpatía[293], o bien algún poder connatural
Intenso a gran distancia para unir,
Con amistad secreta, cosas de pareja especie
Con enlace secretísimo. Tú mi sombra
Inseparable tienes que venir conmigo:
Pues la Muerte del Pecado nadie aparta.
Mas para que el obstáculo del viaje
No detenga su retorno por encima de esta Sima
Insuperable, intransitable, intentemos tú y yo
Trabajo aventurado, aunque no desmesurado
Para tu poder y el mío: fundar camino
Sobre este piélago, desde el Infierno al nuevo mundo,
Donde ahora prevalece Satanás; un monumento
De alto mérito a toda la infernal legión
Que allane desde aquí su paso, para tránsito
O emigración, cada cual según su sino.
Y no puedo yo perder la senda, tan intensa
La atracción y nuevo instinto que me arrastra».
A lo que así la enjuta Sombra pronto respondió:
«Ve a donde el hado y la fuerte inclinación
Te lleven; no he de rezagarme yo ni errar
La senda, dirigiendo tú; tal olor percibo
De matanza, presa innumerable, y degusto
Ya el sabor de muerte en toda cosa viva.
En la obra que comienzas, no he de defraudarte:
Tendrás en mí recíproco refuerzo».
Hablando así, con gozo olisqueó el hedor
Del cambio fúnebre en la Tierra. Cual bandada
De aves carroñeras, aunque lejos muchas leguas,
Intuyendo la batalla, al campo vuelan
Donde están las huestes acampadas, atraídas
Por efluvios de carcasas vivas, destinadas
A la muerte ya mañana, en la lucha sanguinaria;
Así oliscaba adusto el monstruo, levantando
El ancho morro por el aire tenebroso,
Muy sagaz en percibir, tan lejos, su carnaje.
Desde Puertas del Infierno, ambos por el Caos,
Su baldío, vasto desgobierno, fosco y hosco,
Disímiles volaron. Con poder (gran poder el suyo)
Cerniéndose sobre las Aguas[294], lo que hallaron
Sólido o cienoso, sacudido arriba, abajo,
Como en mar violento, amasado lo llevaron
De ambos lados hasta Puertas del Infierno:
Así polares vientos cuando adversos soplan
Sobre el Cronio océano juntan poderosos
Hielo amontañado y ciegan la supuesta ruta
Al oriente allén Pechora, hacia la opulenta
Costa de Catay[295]. El suelo aglomerado,
Frío y seco, Muerte con petrífico mazazo
(Cual tridente) lo golpea, anclándolo tan firme
Cual flotante Delos[296] una vez; el resto su mirada
Con rigor gorgonio[297]; estricto inmoviliza,
Y con cieno asfáltico. Tan ancha cual las Puertas,
Honda hasta la raíz del Tártaro, fijaron ellos
Esta playa aglutinada y mole inmensa construyeron
Sobre el piélago espumante, puente en alto arco
De largura prodigiosa que se unía al muro
Inamovible de este mundo, indefenso ahora
Y presa de la Muerte; y de ahí, un amplio paso,
Llano, inocuo, fácil, cuesta abajo hasta el Infierno.
Así, si cosas grandes con pequeñas pueden compararse,
Jerjes, para subyugar la libertad de Grecia,
Desde Susa —su memnonio espléndido palacio—
Vino al mar y sobre el Helesponto
Hizo un puente que Asia uniese a Europa,
Y azotó con muchos golpes a las olas indignadas[298].
Ya con arte milagroso prolongaran su labor
Pontifica[299] —cadena de peñascos suspendidos
Sobre el fiero Abismo, que seguía el curso
De Satán— hasta el sitio exacto donde aquél
Primero aterrizase, salvo pie posara
Al surgir del Caos a la nuda cara externa
Del redondo Mundo: con pernos de adamante
Y con cadenas sujetaron todo, demasiado prieto
Y duradero; y ahora en poco espacio
Las fronteras hallan del empíreo Cielo
Y de este Mundo, y a la izquierda el Tártaro
Con gran distancia en medio: tres distintas rutas,
A la vista, a estos tres lugares conducían.
Y ahora, el camino de la Tierra distinguieron
Que llevaba al Paraíso, cuando vieron
A Satán de pronto, como Ángel refulgente
Que aproase entre el Centauro y Escorpión,
En tanto el Sol se levantaba en Aries[300].
Llegaba disfrazado, pero éstos, cara prole,
A su padre pronto discernieron, aunque en disfraz.
Tras seducir a Eva, él inadvertido al bosque
Se escurrió que había cerca y, cambiando forma
Por espiar el resultado, vio su acto malicioso
Secundarlo Eva, aunque ignorante por completo,
En su consorte; su vergüenza vio buscar
Las vanas coberturas; pero, viendo descender
Al Hijo del Señor para juzgarlos, aterrado
Huyó, sin esperanza de escapar, mas eludiendo
Lo presente: criminal, temía aquello que su ira
Súbita pudiera ocasionarle. Ya pasado, retornó
De noche y, escuchando al afligido par
Sumido en triste plática y diverso planto,
Conoció su propio sino, que tomó por cosa
Venidera, no inmediata. Con euforia
Y cargado de noticias, al Infierno retornaba ahora
Y a la vera del Caos, junto al pie del nuevo,
Milagroso Pontificio[301], por sorpresa halló
A quienes para hallarlo ya venían, sus retoños.
Gozo grande trajo aquel encuentro y, a la vista
Del pasmoso puente, aun su gozo le creció.
Rato estuvo embelesado, hasta que Pecado, bella
Hija suya encantadora, su silencio así rompió:
«Oh Padre, éstos son, magníficos, tus actos,
Tus trofeos, que tú ves cual si ajenos,
Siendo tú su Autor y básico Arquitecto:
Pues tan pronto como supe yo en mi corazón
—Mi corazón, que por secreta simpatía
Siempre marcha con el tuyo, dulce conexión—
Que tú en la Tierra habías prosperado, y tu faz
Ahora lo evidencia, al instante yo sentí,
Aunque a mundos de distancia, mas sentí
Que había de buscarte, y con este hijo tuyo vine:
Tan fatídico es el lazo que a los tres nos une:
No podía contenernos el Infierno en sus fronteras,
Ni este abismo oscuro intransitable
Impedirnos el seguir tu ilustre huella.
Tú has logrado nuestra libertad, pues presos
Tras las Puertas del Infierno hasta hoy, la fuerza
Nos has dado para construir y superar,
Con este puente portentoso, el oscuro Abismo.
Tuyo es ahora este mundo todo, tu virtud te da
Lo que tus manos no erigieron, tu saber te gana
Con ventaja lo perdido en guerra, y nos venga por entero
La derrota arriba. Cual Monarca reinarás aquí,
Allí no lo lograste. Deja allí que impere, Víctor,
Cual la lid impuso, y que de este nuevo mundo
Se retire, por sentencia propia enajenado:
Contigo desde ahora el Dominio se reparta
Sobre toda cosa separada por los límites empíreos
—Su Cuadratura, de tu Mundo Orbicular[302]—
O, más peligroso ahora tú, arrójate a su Trono».
Respondió contento el Príncipe de las Tinieblas:
«Hija hermosa, y tú, hijo y nieto al mismo tiempo,
Buena prueba ésta vuestra de ser raza
De Satán[303] (pues gloria encuentro en este nombre,
Antagonista del Omnipotente Rey del Cielo).
Bien os merecéis, entre todo el Infernal
Imperio, que tan cerca del Portal Celeste
Converjan triunfo con triunfal proeza:
Mi victoria y esta gloria vuestra, haciendo un reino
Del Infierno y Mundo, un reino, un continente
De viable tránsito. Por ello, mientras yo desciendo
A través de la tiniebla, por la fácil vía abierta,
A mis tropas coaligadas para darles cuenta
De estos éxitos, y con ellos exultar,
Vosotros dos por esta ruta, entre estos orbes numerosos,
Todos vuestros, descended directo al Paraíso;
Morad ahí, reinad dichosos, y en la Tierra
Ejerced dominio desde allí, y el aire,
Y en el hombre sobre todo, solo dueño proclamado:
A él primero esclavizad, y al fin matadlo.
Substitutos míos sois, Plenipotenciarios
En la Tierra os nombro, de poder incomparable
Cuya fuente soy: de vuestra unida fuerza ahora,
Pues, depende que conserve el nuevo reino,
Por Pecado a Muerte expuesto gracias a mi gesta.
Si vuestro nervio unido prevalece, no tendrá el Infierno
Detrimento que temer: id y sed fuertes».
Hablando así los despidió; veloces ellos
Prosiguieron su camino por constelaciones densas,
Propagando ruina; lívidas se vieron, mustias, las estrellas,
Y aun astrosos los planetas[304] un eclipse auténtico
Entonces padecieron. En sentido opuesto Satanás
Bajó a las Puertas del Infierno; a ambos lados,
Caos rugía, cimbrado y dividido,
Y con ímpetu violento rebotaba en la estructura,
Insensible a su arrebato. Por la Puerta
Bien abierta y desguardada Satanás pasó
Hallando todo en torno desolado, pues aquéllos
Destinados a esta guardia habían desertado
Por volar al mundo superior; el resto estaba todo
Tierra adentro retirado, junto al murallón
De Pandemónium, urbe y orgullosa diócesis
De Lucifer, llamado así por alusión
A esa estrella refulgente comparada con Satán.
Allí montaban guardia las legiones; mas los Grandes,
En concilio recogidos, cavilaban intranquilos
Qué a su Rey podía retrasar: así él
Les ordenó al partir y la orden ellos acataban.
Como el tártaro al huir de su enemigo ruso
Por la nieve de los llanos de Astracán,
O el Sofí bactriano de los cuernos del creciente
Turco, y deja todo devastado más allá
Del reino de Aladule en su retirada
A Tauris o Casbín[305], así estas huestes desterradas
El Infierno limitáneo lo dejaron despoblado
En no pocas leguas foscas, confluyendo
Con celosa guardia en su metrópolis, y ya esperaban,
En cualquier momento, al gran aventurero
Del periplo en nuevos mundos. El inadvertido,
Con plebeya estampa de Ángel militante
De bajísimo nivel, cruzó la multitud desde el portal
De aquel plutónico recinto e, invisible,
Ascendió a su alto Trono, bajo palio
De riquísimo tejido, que con regio lustre se elevaba
En la parte más conspicua de la sala. Se sentó
Y estuvo un rato viendo todo sin ser visto:
Al fin, cual de una nube, su cabeza refulgente
Y estelar figura se mostraron (o más brillante todavía),
Revestido de la gloria permitida que la caída
Le dejara, o de falsos resplandores. Todos sorprendidos
Por tan súbito destello, la legión estigia
Vuelve la mirada y al que aguarda reconoce,
Su Caudillo poderoso. Fuerte fue la aclamación,
Veloces acudieron los egregios Pares conciliares,
Levantados del diván oscuro, y con gozo similar
Y gratulantes se acercaron al que con la mano
Su silencio impuso y, con esta verba, su atención:
«Tronos y Dominios, Principados, Potestades y Virtudes,
Pues en plena posesión, no sólo por derecho,
Os lo llamo y os proclamo ahora que retorno
Con victoria insospechada para conduciros
Ya triunfantes fuera del tartáreo pozo abominable,
Maldecido, la morada de lamentos y mazmorra
Que el Tirano nos impuso. Poseed ahora
Cual Señores ancho un mundo, no inferior
A nuestro Cielo patrio, que con gran peligro
Y difícil aventura he conseguido. Larga cuenta
Os daría de lo hecho, lo sufrido, los dolores
Padecidos en el vasto, irreal, ilimitado Abismo
De terrible confusión, la cual ahora
Ancha vía cruza, por Pecado y Muerte construida
Para urgir, gloriosa, vuestra marcha. Pero yo bregué
Por abrirme extraño paso, obligado a navegar
El intratable Abismo, en el seno hundido
De la Noche sin origen y del Caos atroz
Que, de sus secretos receloso, fiero confrontó
Mi viaje raro, apelando al Hado soberano
Con rugido clamoroso; luego, cómo hallé
El recién creado nuevo mundo, cuya fama
Ya era antigua en las Alturas: estructura milagrosa
De absoluta perfección, y en ella el hombre
Colocado en un edén, por nuestro exilio
Hecho venturoso. A éste con engaño separé
De su Creador y, para más asombro vuestro,
¡De manzana me serví! Pues, ofendido Dios
Por ésta —lo que mueve a risa—, ya reniega
De su amado hombre y su mundo entero,
De Pecado y Muerte presa, y también la nuestra:
Sin peligro, esfuerzo o inquietud, podemos ya
Invadirlo y habitarlo, y en el hombre
Gobernar como él en todo hubiera hecho.
Cierto es que me ha juzgado a mí también; si bien,
No a mí, sino a la sierpe bruta en cuya forma
Al hombre yo engañé: lo que en mí recae
Es enemistad, la que él ha de plantar
Entre yo y el ser humano; yo el talón le dañaré;
Su semilla —cuándo no se ha dicho—, mi cabeza:
¿Y quién no pagaría por un mundo herida,
O dolor más grande todavía? Ya tenéis la crónica
De mis acciones; ¿qué, oh Dioses, queda,
Más que alzaros y acceder al pleno gozo?».
Dichas estas cosas, mientras esperaba erguido
Que el clamor universal y un fuerte aplauso
Le llenasen los oídos, al contrario escucha
En todas partes, y de lenguas incontables,
Triste universal silbido, son de público desdén:
Se asombra, pero no por mucho tiempo
Puede, asombrándose ahora más de sí:
Pues siente el rostro demacrarse y afilarse,
Y pegársele los brazos al costado, y las piernas
Una a otra se ensortijan. Suplantadas[306], él cayó,
Monstruosa Sierpe, prono sobre el vientre,
Reluctante mas en vano: un poder mayor
Lo gobernaba castigándolo en la forma que pecara,
Tal sentencia le cayera. Él habría hablado,
Mas a silbo con silbido respondía, y lengua bífida
A lengua bífida, pues todos ya cambiaran
Por igual, a sierpes todos como cómplices
De audaz delito. Espantoso fue el estruendo
De silbidos por la sala, denso enjambre ahora
De enredados monstruos, testa y cola,
Áspid y escorpión, y la anfisbena horrenda,
El cornígero cerastes, hidras, lóbregos elopes
Y las dipsas (no, jamás tan denso enjambre pululó
En el suelo ensangrentado por Gorgona, o la isla
Ofiusa), mas allí en el medio, él, más grande,
En Dragón tornado ahora, aún mayor que aquel gestado
Por el Sol del cieno, en el valle pitio,
La Pitón[307] inmensa, y poder no menos parecía
Sobre el resto conservar; y todos ellos
Lo siguieron al salir a campo abierto,
Donde todos los demás de aquella turba sublevada
Que cayera de los Cielos esperaba en formación,
Sublime en la esperanza de llegar a contemplar
Triunfante la salida del impar Caudillo.
Y la vieron, mas —escena bien distinta— multitud
De odiosas sierpes. El horror los poseyó,
Y horrenda simpatía, pues en lo que vieron
Ya sentían convertirse, ya sus brazos les caían
Y la lanza y el escudo, y caían ellos tan veloces
Renovando el silbo atroz, en tanto atroz la forma
Por contagio los cambiaba, iguales en castigo
Como en crimen. Así el aplauso pretendido
Explotó en silbido y en vergüenza el triunfo,
Escupida por sus bocas a ellos mismos. Cerca allí
Se alzaba un bosque que brotara con su cambio,
Voluntad del Rey Empíreo para acrecentar
Sus penas, y cargado con hermoso fruto,
Como aquel del Paraíso, el señuelo de Eva
Que empleara el Tentador. En esa vista extraña
Ávidos sus ojos fijan, e imaginan, en lugar
De un único prohibido árbol, una multitud
Alzada ahora para más vergüenza suya y aflicción;
Mas, sufriendo sed ardiente y hambre fiera,
Aunque saben espejismo la visión, no cejan:
Reptan hacia allí a montones y los troncos
Trepan, más tupidos que los nudos serpentinos
De los rizos de Megara[308]. Voraces arrebatan
El frutaje[309] hermoso, como el que crecía
Cerca del bituminoso lago donde ardió Sodoma[310];
Aun más ilusivo éste, no ya al tacto, sino al gusto
Confundía: figurándose los locos aplacar
Con gusto el apetito, en lugar de fruta,
Ásperas cenizas masticaban que el sabor vejado
Rechazaba con arcadas. Muchas veces lo intentaron
Hambre y sed forzándolos, nauseados otras tantas,
Su asco abominable mascullaba con las fauces llenas
De cenizas y de hollín; así caían vez tras vez
En la ilusión, no como el hombre que vencieran,
Engañado sólo aquélla. Torturados pues,
Exhaustos por la hambruna y el perpetuo silbo,
Su perdida forma al fin les fue devuelta;
Pero cada año —hay quien dice— deben padecer
La cíclica vergüenza cierto número de días
Para castigar su orgullo y gozo por el hombre seducido.
Sin embargo, difundieron ellos tradiciones
Entre los paganos del botín que conquistaran,
Fabulando cómo la Serpiente (apelada Ofión por ellos)
Y con ella Eurínome (acaso Eva usurpadora)
Gobernaron al principio el alto Olimpo,
Lugar del que después Saturno y Ops los arrojaron,
Tiempo antes que naciese el dicteo Jove[311].
Entre tanto al Paraíso demasiado pronto advino
La infernal pareja: antes en potencia allí Pecado,
Una vez en acto, mas ya en cuerpo para ser ahora
Habitante habitual; tras ella Muerte,
Siguiéndola de cerca paso a paso, no montado todavía
En su pálido corcel. Y a Muerte díjole Pecado:
«Segundo brote de Satán, insuperable Muerte,
¿Qué piensas tú de nuestro imperio ahora?;
Aunque ganado con fatiga, ¿no es mejor
Que vigilar sentados el umbral del Tártaro,
Sin nombre que amedrente, y tú famélico?».
El monstruoso Hijo de Pecado presto dice:
«Para mí, que de hambre eterna sufro,
Es lo mismo Infierno, Cielo, o Paraíso,
Mas allí prefiero donde abunda más la presa,
Que aquí, aunque copiosa, muy escasa me parece
Para hartar mis fauces, mi carcasa vasta, abierta»[312].
A lo que la Madre incestuosa le repuso:
«Con estas plantas, pues, y frutas, flores,
Nútrete primero, con las bestias luego, peces, pájaros,
Bocados nada desdeñables, y todo lo que arrase
Tu guadaña, tu Hoz de Tiempo, traga ávido,
Hasta que resida yo en el hombre, en su raza entera,
Infectando sus ideas, sus miradas, actos y palabras,
Preparándotelo: última y más dulce de tus presas».
Dicho esto, cada uno fue por su camino,
Ambos para destruir o desinmortalizar
A toda especie, madurarla para destrucción
Más pronta o tarda, que al verlo el Todopoderoso,
Desde su Asiento trascendente entre los Santos,
A los Órdenes brillantes de este modo habla:
«Ved con qué furor avanzan los Perros del Infierno
Para ermar y devastar el mundo aquel, que yo
Creé tan bueno y bello; y lo habría mantenido
Siempre en ese estado, si el humano desatino
No invitara Furias al estrago, que a mí me imputan
Desatino; así también el Príncipe Infernal
Con todos sus secuaces, por dejarlos
Conquistar, tan desenvueltamente, sitio
Tan celeste, pareciendo incluso conspirar
Por dar contento a despectivos adversarios,
Que se ríen, como si llevado por un pronto
De pasión, yo todo a su merced dejase,
Caprichosamente expuesto a su anarquía.
Y no saben que los llamo, los arrastro ahí,
Mis Perros Infernales, a lamer la escoria y mugre
Que el pecado corruptor del hombre vierte
En lo que era puro, hasta que empachados,
Reventando casi de carroña, sólo un golpe
De tu brazo victorioso, Hijo amado,
A Pecado y Muerte, y la Tumba boquiabierta,
Los arroje al fin al Caos cerrando los Infiernos
Para siempre y sellen sus voraces fauces.
Cielo y Tierra renovados, puros otra vez entonces,
Vestirán la santidad que no recibe mácula:
Hasta día tal, la maldición caída en ambos prevalece».
Cesó, y la audiencia celestial cantó potentes
Aleluyas, cual murmullo de los mares elevándose
Del coro que cantaba: «Justos tus caminos,
Rectos tus decretos en todo lo que obras;
¿Quién podría extenuarte?». Luego al Hijo,
Destinado Redentor del hombre, por quien
Nuevo Cielo y Tierra con las eras se alzarán
O bajarán del Cielo. Tal su canto,
Mientras el Creador, llamando por su nombre
A sus fuertes Ángeles, les dio diverso encargo,
Que al presente de las cosas convenía. El Sol
Primero recibió precepto de brillar, moverse,
De manera que a la Tierra con calor y frío la afectase
Apenas tolerable, y que llamase desde el norte
Al decrépito aquilón, y desde el sur trajese
Solsticial calor de estío. A la Luna lívida
Su oficio le impusieron; a los otros cinco[313],
Sus mociones planetarias, sus aspectos
En sextil, cuadrado, trino[314] y en oposición,
De pernicioso efecto, y cuándo unirse
Al sínodo imbenigno[315]; y a las fijas enseñaron
Cuándo derramar maligno influjo, cuál
De ellas, al alzarse o al ponerse con el Sol
Debía ser tempestuosa; a los vientos puntos
Les marcaron cardinales, cuándo confundir bramantes
A los mares, aires, litorales; cuándo percutir el trueno
Con terror por toda el aula oscura del espacio.
Hay quien dice que mandó a sus Ángeles torcer
Los polos de la Tierra veinte grados, más aún,
Del eje de este Sol: aquéllos con esfuerzo oblicuaron
El globo céntrico. Otros dicen que al gran Astro
Se le impuso distanciarse de la vía equinoccial
Igual distancia, a través de Tauro, con las siete
Atlánticas Hermanas y Gemelos Espartanos
Hasta el Trópico Cangrejo; y presto abajo luego
Desde allí por Leo, y Virgo y la Balanza,
Hasta el hondo Capricornio[316], por llevar a cada clima
Cambio de estaciones; pues si no la primavera
Perdurable al mundo sonriera con vernales flores,
Idéntica en los días y las noches, salvo allén
Los círculos polares. El día para éstos
Refulgiera desnochado, mientras bajo el Sol
Supliera su distancia rodeando ante su vista
Siempre el horizonte, sin llegar a confesar
Oriente u occidente, lo que nieves impidiera
En la fría Estotilandia[317] y en el sur profundo
Bajo tierras magallánicas. Probado el fruto,
Como del festín de Tiestes[318], el Sol viró
Su curso designado; si no ¿cómo el mundo
Habitado, aunque inocente, más que ahora,
Evitara los punzantes fríos, los calores abrasantes?
Estos cambios en los cielos, aunque lentos, produjeron
Cambio igual en mar y tierra, plaga sideral,
Vapores, nieblas, tórridas exhalaciones,
Corruptas, pestilentes. Ahora desde el norte
De la Norumbega y la costa samoyeda[319],
Reventando su mazmorra férrea, armados con helor
Y nieve y el granizo, ráfagas y tempestad,
El Bóreas, Cedas y el Argestes bullicioso
Con el Tracias bosques quiebran, alzan mares;
Con adversa racha los levanta el Noto
Desde el sur y el Áfer negro con tonantes nubes
Desde Sierra Leona. Entre ellos, tan feroces,
Corren vientos de levante y de poniente,
Euro y Céfiro con ruido lateral,
Siroco y el Lebeche[320]. De este modo comenzó el estrago,
De las cosas no vivientes; mas primero la Discordia,
Hija de Pecado, entre los irracionales,
Implantó la Muerte por la fiera antipatía:
Bestia contra bestia tuvo guerra, ave y ave,
Pez con pez; dejando de pacer la hierba,
Devorarse pretendieron uno a otro. Poco al hombre
Respetaron: de él huían o con faz sombría
Lo espiaban al pasar. Éstas fueron, exteriores,
Las crecientes aflicciones, que vio Adán,
Ya en parte, aunque ocultas en tremenda sombra,
Él, librado a la tristeza, más doliente adentro,
En un mar sumido de pasiones tormentoso.
Y así aliviarse intenta con triste queja:
«¡Qué miseria tras la dicha! ¿Es éste el fin
Del nuevo mundo tan glorioso, y mío, hace poco
Gloria de esa gloria, que maldito ahora
Tras ventura tanta, de la faz me escondo
Del Señor, al que antes contemplar fue colmo
De alegría? Mas bien, si aquí acabase
La miseria; la merezco y he de soportar
Lo merecido, pero nada acaba aquí:
Todo lo que como o bebo, o pueda concebir
Es propagada maldición. ¡Oh voz oída otrora
Con deleite —“Creced, multiplicaos”—
Que ahora es muerte oír! Pues ¿qué puedo incrementar,
Multiplicar, sino anatemas sobre mí?
¿Quién, en todas las edades por venir, sintiendo
Las desgracias que causé, no maldecirá
Mi testa: “¡Mal haya nuestro ancestro impuro,
Gracias démosle por esto!”, pero tales gracias
Serán la execración; así que aparte de las mías,
Que perduran sobre mí, las que provoque
Con feroz reflujo en mí han de recaer,
En mí, su centro natural, ligeras golpearán
Pesadas, aunque en su lugar[321]. ¡Fugaces gozos
Del Edén, pagados con lamentos perdurables!
¿Te pedí yo acaso, Hacedor, desde mi arcilla
Moldearme en hombre?, ¿te rogué sacarme
De tinieblas, o un lugar aquí y morada,
En el plácido Jardín? Ya que mi voluntad
No tuvo parte en este ser que es mío,
Sería justo, equitativo, reducirme a polvo,
Deseoso como estoy de renunciar y devolverte
Todo lo obtenido, incapaz siquiera de cumplir
Tus términos, muy duros, por los que debía conservar
Un bien que no pedí. A la pérdida del mismo,
Ya castigo suficiente, ¿a qué le añades
Tal sentir de penas incesantes? Tu justicia
Me parece inexplicable. Pero, cierto, tarde
Yo protesto, pues debían rechazarse entonces
Cualesquiera términos, al ser propuestos:
Tú los aceptaste, ¿has de disfrutar del bien, así,
Y luego cavilar las condiciones? Y aunque Dios
Te hizo sin permiso tuyo, ¿qué, si tu hijo
Se probase inmanejable y, reprobado, replicase:
“¿Por qué me concebiste? Yo no quise”;
Acaso aceptarías, del desdén mostrado,
Tan altiva excusa? A él, no obstante, no tu opción,
Sino la natural necesidad lo concibió.
Dios quiso hacerte suyo, quiso hacerte
Por sirviente suyo: tu retribución, su gracia;
Tu castigo, pues, legítimo depende de él.
Sea así, pues me someto, su sentencia es justa:
Polvo soy que al polvo volverá;
¡Bienvenida sea hora tal! ¿Por qué posterga
Perpetrar su mano lo que su decreto hoy
Ha establecido? ¿Por qué sobrevivir,
Por qué la muerte me rehuye, prolongándome
En dolor imperecible? Qué contento acogería
La mortalidad, condena mía, y sería tierra
Insensible, ¡qué contento yacería inmóvil
En el seno maternal! Ahí reposaría,
Con seguro sueño; ya no tronaría su tremenda voz
En mis oídos, miedo de mayores males
Para mí y mi descendencia no me afligiría
Con su cruel expectación. Mas una duda
Me persigue todavía: que no muera entero,
Que ese puro hálito de vida, el espíritu del hombre
Que inspirara Dios, no consiga perecer
Con este barro corporal; y así en la tumba,
O quizás en otro lúgubre lugar, quién sabe
Si andaré muriendo muerte viva. ¡Qué idea
Tan horrible, si es verdad! ¿Y pues? Hálito
De vida, pues, pecó: ¿no muere lo que tuvo vida
Y culpa? Mas el cuerpo propiamente nada tuvo.
Todo en mí entonces morirá: que alivie tal noción
La duda, ya que humanamente no se alcanza más.
Pues, aunque el Dios de todo infinito sea,
¿Lo es su cólera también? Y si lo fuera, el hombre no,
Sino a la muerte condenado. ¿Cómo verterá
Su cólera sin fin en quien la muerte pone fin?
¿Puede hacer inmortal la muerte? Tal sería hacer
Extraña oposición, que al mismo Dios
Se le supone inadmisible y argumento
De impotencia, no poder. ¿Acaso expandirá,
Por causa de su ira, lo finito a lo infinito
En el hombre castigado, para contentarse su rigor
Nunca contentado? De este modo extendería
Su sentencia más allá del polvo y ley de la natura,
Por la cual las causas todas siempre actúan
Según la recepción del acto material,
No la extensión de su privada esfera[322]. Mas qué,
Si muerte no es un golpe solo, como creo,
Que te priva del sentido, sino miseria interminable
Desde hoy en adelante, que percibo ya nacida
Dentro y fuera de mi ser, y así prosigue
A perpetuidad. ¡Ay de mí!, que el miedo
Vuelve atronador y trae revuelta tremebunda
A mi cabeza desvalida. Ambos, Muerte y yo
Eternos hallo, y los dos unidos en un cuerpo,
No en mi sola parte, pues en mí completa
Mi posteridad está maldita: bello patrimonio
El que os lego, hijos. ¡Ay, si fuera yo capaz
De disiparlo todo solo, sin dejaros nada!
Así desheredados, ¡cuántas bendiciones sobre mí,
Que ahora maldecís! ¿Por qué la humanidad,
Por culpa de uno sólo, debe así inocente condenarse,
Si inocente? Mas de mí ¿qué puede proceder,
Sino cosa corrompida, vil en mente y voluntad,
No sólo para hacer, sino querer lo mismo
Que yo quise? ¿Cómo pues alzarse, exculpados,
A los ojos del Señor? Tras todo mi debate, a Dios,
Forzado, absuelvo. Todas estas vanas evasiones
Y razones, aunque dédalos, me llevan siempre
A mi propia convicción: primero y último,
En mí, en mí sólo, como fuente y causa
De la corrupción, toda culpa cae legítima;
¡Caiga así la cólera también! ¡Grato anhelo!
¿Podrías soportar la carga, más pesada que la Tierra,
Que el mundo todo más pesada, aunque repartida
Con la mala hembra? Así pues, lo que tú deseas,
Lo que temes, por igual destruye la esperanza
De un refugio y te proclama miserable
Más allá de todo ejemplo, ya pasado o por venir,
Comparable sólo a Satanás, en crimen y condena.
Oh conciencia, en qué abismo de temores
Y de horrores me has sumido, del que no hallo
Escapatoria, y caigo más y más profundo».
Adán así consigo se quejaba en alto,
En la noche quieta, no la de antes del pecado
Saludable y fresca, y templada, sino llena
De aires negros, de vapores y temibles nieblas,
Que en su vil conciencia proyectaba toda cosa
Duplicando los terrores. En el suelo,
Él yacía, frío suelo, maldiciendo sin cesar
A su creación y a la Muerte, terco, la acusaba
De tardía ejecución, pues fuera impuesta
En el día de su ofensa. «¿Por qué no vienes, Muerte
—Insistía—, trayendo triplemente ansiado tajo
Que me acabe? ¿No honra acaso su palabra la Verdad,
La Justicia divinal no corre a ser, pues, justa?
Mas la Muerte no vendrá llamada, la Justicia divinal
No cambia lentos sus andares por plegarias o clamores.
Oh bosques, oh fontanas, cerros, valles, frondas,
Con distinto eco, hace poco, enseñaba a responder
A vuestro umbraje, a vibrar con canto bien diverso.»
Y estando así afligido, al mirarlo Eva triste,
Desolada en su lugar sentada, se acercó a su hombre
E intentó palabras dulces que calmaran su pasión;
Mas él así la rechazó con inclemencia:
«Fuera de mi vista, Sierpe: pues, compinche suya,
Este nombre más te cuadra, como él tan falsa tú
Y odiosa. Nada falta, más que tu figura,
Cual la suya, y un color aserpentado muestren
Tu interno engaño, previniendo a toda criatura
Desde ahora contra ti, que esa forma tan divina,
Tu infernal disfraz, no las seduzca. Por ti peno:
Seguiría yo feliz, si, cuando había más peligro,
No desestimaran mi advertencia tu soberbia,
Tu errabunda vanidad, y se ofendieran
Por la falta de confianza, anhelando la mirada
Aun del Diablo mismo, tú tan convencida
De burlarlo, mas, hallando a la Serpiente,
Cautivada y traicionada tú por él, yo por ti,
Que te dejé alejarte, viéndote tan sabia,
Tan constante, tan madura contra todo asalto
Y no entendí que, más que sólida virtud,
Era todo ostentación, era sólo la costilla
Retorcida por Natura, inclinada —ya se ve—
A la siniestra parte de que fue arrancada:
Bien está expulsada, puesto que superflua
Para el número que es justo[323]. ¿Por qué Dios,
Creador juicioso, que pobló los altos Cielos
Con Espíritus viriles, creó en la Tierra luego
Semejante novedad, esta bella imperfección
De la Natura, y no colmó de golpe el mundo
De hombres como Ángeles sin fémina,
O encontró distinto modo de engendrar
La humanidad? Tal desastre no ocurriera
Y otros muchos que vendrán, innúmeros
Estragos en la Tierra por las trampas femeninas
Y la estrecha relación con este sexo: pues o
Nunca encontrará el varón capaz pareja, sólo
La que traiga el infortunio, o disparate;
O a la que más ansia raramente la tendrá,
Por su perfidia, viendo conquistarla a candidato
Menos digno; o, si lo ama ella, no la entregarán
Los padres; o a su ideal encuentra él
Muy tarde, ya ligada en lazos maritales
A un despótico rival, vergüenza suya u odio;
Cosas que aflicciones infinitas causarán
Al hombre y turbarán la doméstica armonía».
No añadió a lo dicho y de ella se apartó, mas Eva
No por ello resentida, con sollozo interminable,
La melena enmarañada, a sus pies
Cayó sumisa y, abrazándolos, buscó
Conciliación, diciendo así entre lloros:
«No te apartes de este modo, Adán; testigo el Cielo
Del amor sincero y reverencia que mi corazón
Te tiene, de que inconsciente te he ofendido,
Engañada infelizmente. Suplicante tuya,
Yo te ruego, te abrazo las rodillas: no me niegues
Eso de que vivo, tu mirar gentil, tu ayuda,
Tu consejo, en ésta la mayor desdicha,
Tú, mi solo apoyo y fuerza; pues de ti privada
¿Qué he de hacer de mí?, ¿cómo subsistir?
Mientras aún vivamos, una corta hora acaso,
Haya paz entre los dos, reuniendo ambos
—Como unidos en agravio— sola enemistad
Contra el adversario impuesto por el hado,
La Serpiente cruel. No viertas, pues, en mí
Tu encono por la desventura acontecida,
En mí, perdida ya, más miserable aún que tú,
Pues, si los dos pecamos, tú lo has hecho
Sólo contra Dios; yo contra Dios y contra ti,
Y al lugar del juicio volveré, a importunar
Con mis clamores a los Cielos, que, absuelto tú
De toda culpa, la sentencia entera caiga
En mí, sola causa de toda esta aflicción,
Yo, yo, yo, solo objeto justo de su ira».
Terminó llorando, y su actitud rendida,
Invariable si su falta, admitida y deplorada,
No era perdonada, despertó en Adán
Misericordia; pronto el corazón se le ablandó
Para con ella, su deleite solo y vida hacía poco,
A sus pies hundida ahora y afligida,
Criatura tan hermosa que buscaba su clemencia,
El consejo de quien ella disgustara, su asistencia.
Como desarmado, su ira toda vio perderse,
Y con palabras de concordia pronto ya la irguió.
«Inconsciente y muy ansiosa, como antes,
De las cosas que aún ignoras, ahora quieres
El castigo todo para ti; mas ¡cuida!,
Y primero aguanta el propio, tú, incapaz de soportar
La plena furia de quien sientes sólo parte nimia
Y que mal aguantas mi disgusto. Si pudiesen
Las plegarias alterar divinos bandos, a ese sitio
Correría antes que tú, e imploraría aún más fuerte
Que sentencia y pena a mí me golpeasen sólo,
Perdonados tu flaqueza y sexo más infirme,
Que me fueron confiados y yo expuse.
Mas levanta, no riñamos más ni nos culpemos
Uno a otro, harto ya culpados por doquier,
Sino démonos amor, aligerémonos la carga
Uno a otro en esta hora de pesares compartidos,
Puesto que esa muerte señalada, tal parece,
No será de pronto, sino daño rezagado:
Largo día pereciendo para aumento del dolor,
Y a nuestra estirpe (¡pobre estirpe!) derivado.»
A lo que Eva, recobrando el ánimo, repuso:
«Adán, por triste experimento puedo ya saber
Qué poco peso mis palabras hallan ahora en ti,
Halladas tan erróneas y, en justa implicación,
Halladas tan fatales; sin embargo, pues,
Por ti repuesta, vil que soy, y nuevamente
Tolerada, en la esperanza de recuperar
Tu amor, el único contento de mi corazón
En vida o muerte, no te ocultaré los pensamientos
Que en mi inquieto pecho se levantan
Pretendiendo cierto alivio de estas aflicciones,
O acabarlas, y, aunque tristes y severos, llevaderos
Y, dados nuestros males, más pasables.
Si la inquietud por nuestra prole es lo peor,
Pues nacerá a inevitable sufrimiento, devorada
Por la Muerte al fin —pues, cierto, es miserable
Ser principio de miseria para otros,
Nuestra propia descendencia, y de nuestros lomos[324]
A este mundo maldecido traer progenie desdichada,
Que después de vida desgraciada deba aún alimentar
A tan inmundo monstruo—, en tu poder está,
No obstante, antes de la concepción negar
La raza imbendecida y nonata todavía.
Infecundo estás, infecundo sigue: así la Muerte,
De su hartazgo hurtada, con nosotros solamente
Habrá de contentar sus fauces ávidas.
Mas si juzgas cosa dura y trabajosa,
Al charlar, mirarnos, al amarnos, abstenernos
De los ritos del amor, nupciales y dulcísimos abrazos,
Y desesperar de ardiente anhelo, lánguido,
Delante del presente objeto en languidez
De igual deseo, cosa que sería desventura
Y sufrimiento no menores que los ya temidos,
A fin, pues, de librarnos ellos y nosotros
De lo ingrato para todos, acabemos de una vez,
Busquemos Muerte, o de no hallarse, suplan
Nuestras manos sus oficios en nosotros.
¿Por qué seguir temblando bajo tales miedos,
Que no muestran otro fin que muerte, si podemos
—Entre muchos modos de morir, tomando el más directo—
Destruir con destrucción la Destrucción?».
Aquí acabó, o el vehemente desespero
Silenció el resto; tanta muerte sus ideas
Revolvieran que tiñeron sus mejillas de palor.
Mas en Adán consejo semejante no hizo mella:
Más clarividente, a mayores esperanzas
Él bregara por alzarse y a Eva así repuso:
«Eva, tu desprecio de la vida y el placer,
Indica, tal parece, en ti algo más sublime
Y excelente de lo que tu mente desaprueba;
Mas la propia destrucción, así buscada, contradice
La excelencia vista en ti, e implica,
No ya tu rechazo, sino tu pesar y angustia,
Por la pérdida de vida y placeres codiciados.
O, si ansias muerte y el completo fin
De las miserias, figurándote librarte de este modo
Del castigo pronunciado, ten por cierto que el Señor
Armó más sabiamente su ira vengadora,
Para ser así burlada. Temo aún que muerte
Así robada no nos salve del suplicio
Condenados a pagar, sino que tales actos,
Contumaces, al Altísimo provoquen
A tornar la muerte viva en ambos. Exploremos
Solución, por tanto, más segura, que yo diría
Ya vislumbro, recordando atentamente
Parte del dictamen, que herirá tu descendencia
La cabeza de la Sierpe: parco desagravio,
Si no implica, como creo, al gran antagonista,
Satanás, que en la serpiente concibió
Contra nosotros su artimaña. Aplastarle la cabeza[325]
Sí sería al fin venganza, y ello se frustrara
Si morimos, o si días infecundos resolvemos,
Cual propones. De este modo el adversario
Escaparía a su castigo, mientras en nosotros
El nuestro recaería duplicado.
No sigamos pues hablando de violencia
En carne propia o esterilidad porfiada,
Que nos hurta la esperanza y degusta sólo
Resquemor y orgullo, impaciencia y odio,
Reluctancia contra Dios y el justo yugo
Puesto a nuestros cuellos. Recuerda el dulce
Y compasivo temple al oírnos y juzgarnos
Sin violencia o vilipendio: esperamos
Súbita disolución, que creímos ese día
Suponía el morir; mas, mira, a ti
Dolores se te imponen sólo embarazada
Y al parir, después recompensados con la dicha,
Fruto de tu seno. A mí la maldición sesgada
Me rozó al dar en tierra: con trabajo ganaré
Mi pan: ¿es daño? La pereza sí sería un mal.
Mi labor me sostendrá, y por que el frío
O el calor no nos hiriesen, oportuno su cuidado
Dio de lo preciso sin pedírselo, y sus manos
Nos vistieron, viles, apiadándose mientras juzgaba.
Cuánto más, si le imploramos, se abrirá
Su oído y a piedad se inclinará su corazón,
Y más nos mostrará los medios de evitar
Los tiempos inclementes, el granizo, lluvia, hielo y nieve,
Que este cielo ya comienza con variable rostro
A esgrimir en las montañas, mientras vientos
Soplan lientos y cortantes, esparciendo los mechones
De estos árboles hermosos; lo que incita
A buscar cobijo y un calor que anime
Nuestros miembros arrecidos, antes que el diurno astro
A la noche deje fría; su haz de rayos reflejados
Cavilemos qué materia seca puede fomentar
O si por colisión de dos objetos extraeremos
Fuego del frotado aire, como vemos que las nubes
Peleonas, o azuzadas por los vientos, rudas al chocar,
Prenden rayo al sesgo, cuya oblicua llama cae
E inflama la corteza resinosa del abeto o pino
Irradiando desde lejos confortable calidez
Que puede al Sol suplir. En cómo usar tal fuego,
Y qué otra cosa nos será remedio o cura
Para males despertados por la infamia nuestra,
Él nos instruirá, rezando, implorando
Su merced. No existen, pues, razones de temer:
Tranquila pasaremos esta vida, sostenidos
Por su amor con muchos bienes, hasta terminar
En polvo, nuestro último reposo y natal morada.
Qué mejor conducta que, volviendo al sitio
Donde él nos enjuició, caer postrados,
Reverentes ante él y confesar ahí mismo humildes
Nuestras faltas, y pedir perdón, con lágrimas
Que rieguen ese suelo, con suspiros insistentes
En el aire de contritos corazones, en señal
De pena no fingida y mansa humillación.
Sin duda ha de ablandarse y olvidar
Su desplacer; él, en cuya faz serena,
Cuando más airado parecía y más severo,
¿Qué, si no favor, merced y gracia fulguraban?».
Esto dijo nuestro padre penitente, y Eva
No sintió menor pesar. Tornando ya sin dilación
Al sitio de su juicio, postrándose cayeron
Ante él con reverencia y ambos confesaron
Dóciles sus faltas, y pidieron el perdón, con lágrimas
Regando el suelo, y suspiros insistentes
En el aire de contritos corazones, en señal
De pena no fingida y mansa humillación.