Libro IX

EL ARGUMENTO

Tras rodear la Tierra y meditar su argucia, Satán retorna como una niebla nocturna al Paraíso y penetra en la dormida serpiente. Por la mañana, Adán y Eva parten a sus labores, que Eva propone repartir entre distintos lugares y trabajar separadamente. Adán no está de acuerdo y alega el peligro de que ese enemigo sobre el que se les ha advertido tiente a Eva hallándola sola. Eva, resistiéndose a que no se la considere lo bastante firme o circunspecta, se obstina en ir sola, más deseosa todavía de poner a prueba su propia fuerza. Adán acaba por ceder. La Serpiente la encuentra sola: su sutil aproximación, primero observando, hablando luego y, con mucha zarracatería, adulando a Eva por encima de todo el resto de las criaturas. Eva, asombrándose al oír hablar a la Serpiente, le pregunta cómo ha accedido al lenguaje humano y semejante entendimiento, de los que careciera hasta entonces. La Serpiente responde que al probar de cierto árbol del Jardín obtuvo tanto el lenguaje como la razón, que le faltaran antes. Eva le pide que la conduzca a ese árbol y descubre que se trata del prohibido Árbol de la Ciencia. La Serpiente, más atrevida ya, con mucha astucia y palabrería acaba por inducirla a comer de él. Eva, a la que agrada el sabor, delibera un rato sobre si darle de él a Adán o no; por fin, le lleva el fruto y le cuenta qué la persuadió a comer de él. Adán, perplejo al principio pero viéndola perdida, decide perecer con ella por la vehemencia de su amor y, subestimando la transgresión, come también del fruto. Los efectos en ambos. Tratan de cubrir su desnudez; luego caen en la disputa y en recíprocas acusaciones.

No más charla en que Dios o Ángel convidado,

Como amigo con amigo, familiares se sentaban

Con el hombre, indulgentes, compartiendo

Rústico festín y permitiéndole entre tanto

Parla leve y excusable. Trágicas serán las notas

Que ahora evoque: sórdido recelo y desleal

Ruptura por la parte humana, rebelión

E inobediencia; por la parte de los Cielos,

Ahora extraños, lejanía y desafecto,

Ira y justa represión, y juicio pronunciado

Que a este mundo trajo un mundo de dolor,

Pecado y Muerte, sombra de éste, y miseria,

De la Muerte heraldo. Triste empresa, mas cuestión

No menos sino más heroica que la cólera

Del hosco Aquiles, persiguiendo a su rival

Tres veces fugitivo en torno al murallón de Troya[269];

O la rabia en Turno por Lavinia[270] descasada,

O la ira de Neptuno[271], o bien de Juno, que sumió

Al griego en desconcierto y al hijo de Afrodita,

Si un estilo pertinente puedo conseguir

De mi patrona celestial[272], que me dispensa

Insuplicada su noctivaga visita

Y me dicta mientras duermo, o me inspira

Dúctil mi espontáneo verso. Pues éste es tema

Que, ya desde hace tiempo, para canto heroico

Me sedujo, aunque tarde lo he empezado,

No proclive por naturaleza a escribir

De guerras, hasta ahora única temática

Tenida por heroica, cuyo arte está en diseccionar,

Con largo y aburrido estrago, a caballeros de leyenda

En batallas de ficción —mas noble fortaleza,

La paciencia y el martirio heroico, queda

Por cantar— o describir carreras y otros juegos,

O aparejos de combate, escudos blasonados,

Distintivos ocurrentes, y gualdrapas y corceles,

Escarcelas y fantásticos jaeces, formidables caballeros

En torneos, justas; y después, hierático festín

Servido en sala grande, con criados, senescales:

Maña esta artificiosa o mediocre oficio,

No el que otorga con justicia nombre heroico

Al poema o la persona. A mí, en éstos

Poco diestro e ignorante, tema más excelso

Se me ofrece, suficiente por sí mismo para alzar

Tal nombre, a menos que este siglo rezagado,

Frío clima o quizá los años frustren el ascenso

Que pretendo; y bien podrían, si esta obra fuese mía,

No de aquella que la trae cada noche a mis oídos.

El Sol se había puesto y tras él el astro

Héspero, que porta —tal su oficio—

El crepúsculo a la Tierra, breve árbitro

Entre el día y noche; y de fin a fin ahora

El nocturno hemisferio al horizonte curvo entunicaba.

Satán entonces, que escapara hacía poco

De Gabriel, amenazante, partiendo del Edén,

Tras ahondar en la malicia y fraude, obcecado

En la destrucción del hombre, a pesar

De lo que en él pudiera recaer, volvió sin miedo.

De noche huyó y a medianoche retornó

Tras rodear la Tierra, frente al día cauteloso,

Pues Uriel, del Sol Regente, percibió

Su entrada y advirtió a los Querubines

Que montaban guardia; de allí expelido

Con zozobra, siete noches sucesivas cabalgó

La oscuridad, tres veces la línea equinoccial

Circunvaló, cuatro cruza el carro de la Noche,

De polo a polo, atravesando los coluros;

A la octava retornó y, en la orilla adversa

A la entrada que guardaban los Querubes, encontró

Furtivo insospechada senda. Un lugar había,

Ahora no (y no el tiempo: el pecado trajo el cambio),

Donde el Tigris, a los pies del Paraíso,

Se sumía subterráneo en una sima, para alzarse

En parte como fuente junto al Árbol de la Vida.

Con el río se sumió y con él se levantó

Satán, envuelto en escalante niebla; busca luego

Dónde estar oculto. Ya explorara mar y tierra

Desde el Edén al Ponto, y desde el lago

De Meotis hasta más allá del río Ob;

A la Antártica bajara incluso y, en largor,

Desde el Orontes al oeste hasta el piélago

Que Darién obstruye, y de allí al país del Ganges

Y del Indo[273]: de este modo el orbe recorrió

Buscando minucioso, y con hondo examen

Cada criatura sopesó: de todas ellas

Cuál más oportuna a su artimaña, hallando

La serpiente la alimaña más sutil del campo.

A ésta tras debate largo e indeciso cavilar,

Su último dictamen escogió por apto

Recipiente, el trasgo fraudulento más idóneo

En quien entrar, donde ocultar sus negras sugestiones

De la vista más aguda: pues en la artera sierpe

Nadie notaría suspicaz doblez alguna, que parece

Proceder de su natal ingenio y sutileza,

Cosa que observada en otras bestias

Movería dudas de diabólico poder

Activo en ellas más allá del animal sentido.

Así lo decidió, mas antes reventó

De puro sufrimiento su pasión en estos lloros:

«Oh Tierra, qué conforme al Cielo, si no incluso

Preferible, digna sede de Deidades, pues formada

Con segundos pensamientos, por reforma de lo viejo.

Pues ¿qué Dios, tras lo mejor, haría lo peor?

Cielo terrenal, en medio de la danza de otros cielos

Que fulguran, pero portan sus atentas lámparas brillantes,

Luces sobre luces, por ti sola, tal parece,

Confluyendo en ti sus hermosos rayos todos

De sagrado influjo. Si en los Cielos Dios

Es Centro, mas se extiende a todo; centro tú también,

De todos esos orbes tomas: pues en ti,

No en sí mismos, toda su virtud se muestra,

Produciendo yerba, planta, y más noble gestación

De criaturas animadas, con su vida gradual:

Crecer, sentido, raciocinio, todo resumido en hombre.

Con qué deleite yo te habría recorrido

Si deleite aún pudiera hallar, dulce cambio

De montaña y valle, ríos, bosques y llanuras,

Ahora tierra, mar ahora, costas coronadas de forestas,

Rocas, antros, cuevas; pero yo en ninguna de éstas

Hallo sitio ni refugio y, cuantos más placeres

Veo en torno, más percibo en mi interior

Tormento, cual de un odioso asedio

De contrarios; todo bien se torna en mí

Veneno, y en el Cielo índole aún peor tendría.

Mas no aquí pretendo, ni tampoco en el Empíreo,

Habitar, a menos que domine al celestial Supremo;

Y no abrigo la esperanza de librarme de desdichas

Con mi intento, sino hacer a otros desdichados

Cual yo mismo, aunque males aún peores sufra de ello.

Pues sólo destruyendo hallo alivio

A mis crudos pensamientos; y destruido él,

O a eso seducido que su pérdida completa obre,

Ese para quien fue hecho todo esto, todo esto pronto

Seguirá, ya que a él está ligado en dicha o infortunio.

Infortunio, pues, y que la destrucción sea vasta:

Para mí la gloria sola, entre todos los Poderes

Infernales, de frustrar en un día solamente

Lo que el supuesto Omnipotente seis jornadas

Se entretuvo haciendo, y quién sabe cuánto más

Pasó forjando antes, aunque acaso no preceda

Su proyecto a la sola noche en que libré

De servidumbre ignominiosa a casi la mitad

Del Nombre Angélico, dejando flaca la legión

De sus devotos: él para vengarse

Y reponer sus números así menguados

—Ya fallase ahora su virtud, gastada antiguamente,

Para crear más Ángeles, si fueron cuando menos

Obra suya—, o por torturamos más aún,

Decidió implantar en nuestro espacio

Una criatura que formó con tierra, y otorgarle,

Exaltada de un origen tan abyecto,

Celestiales hurtos, hurtos nuestros. Decretándolo,

Lo hizo; al hombre hizo, y por él creó

Magnífico este mundo, con la Tierra por su asiento,

Proclamándolo Señor y, ¡oh indecencia!

Sometiendo a su servicio el ala angélica

Y flamígeros ministros que custodien, cuiden

Al terroso tutelado. De éstos temo vigilancia

Y por eludirla, de este modo envuelto en niebla

Y vapor de medianoche fluyo oscuro, escrutando

Cada arbusto, helecho, donde acaso encuentre,

Dormitando, a la serpiente, en cuyo dédalo de anillos

Ocultarme y a mi negra empresa dar efecto.

¡Oh inmundo abatimiento! Yo, que contendía

Con los Dioses por sentarme más arriba, reducido

Ahora a bestia y con el légamo bestial mezclado,

Encarnar y embrutecer mi propia esencia,

Que a la cumbre aspiró de la Deidad;

Mas la ambición y la venganza ¿a qué no

Caerán? Quien tanto aspira debe rebajarse

Cuanto quiso alzarse, antes o después sujeto

A cosas despreciables. La venganza, si primero dulce,

Pronto sobre sí amarga retrocede;

¡Sea! Qué me importa, si hace blanco

—Ya que fallo apuntando alto— en ese que después

La envidia me provoca, este nuevo favorito de los Cielos

Esta arcilla hecha hombre, hijo del desprecio,

Que por despreciarnos más alzó del polvo

Su Creador: odio, pues, mejor al odio paga».

Hablando así, reptando por las matas,

Húmedas o secas, como negra niebla, prosiguió

Su búsqueda nocturna por hallar más pronto

La serpiente. La encontró por fin en sueño hondo,

Laberinto ensortijado de incontables vueltas,

Su cabeza en niebla, bien nutrida de sutiles mañas;

No aún en hórrido sombraje, o antro lóbrego,

No nocente todavía: en la yerba dormitaba

Sin temor y no temida. Por su boca entró

El Demonio y poseyendo su brutal sentido

En cabeza o corazón nada tarda en inspirarle

Acto inteligente. Mas su sueño no turbó,

Aguardando oculto que llegase la mañana.

Ahora, cuando Luz sagrada comenzaba a alborecer

En el Edén, tocando húmedas las flores, que exhalaban

Matinal incienso; cuando toda cosa que respira,

Desde el gran altar terrestre, elevaba loa silenciosa

Al Creador, colmando sus sentidos

De perfumes gratos, emergió el humano par

Y su vocal adoración al coro unió de criaturas

Faltas de la voz; disfrutan, hecho esto,

La mañana, su primicia de dulcísimos aromas, brisas;

Luego tratan de qué modo ese día dedicarse

A sus quehaceres en aumento, pues abruman

Ya las manos encargadas de Jardín tan grande.

Y primero dice Eva a su consorte:

«Adán, por más que trabajemos sin cesar

En el Jardín, cuidando siempre cada planta, yerba, flor,

Grato afán que compartimos, hasta que más manos

Nos ayuden, la tarea encomendada crece,

Exuberante por carencia. Lo frondoso que de día

Rodrigamos o podamos, una noche tarda o dos

Su medra caprichosa en traicionamos,

Inclinado a selva. Da consejo, pues, ahora

O los planes que conciba yo primero escucha:

Dividamos las labores; ve tú a donde el gusto

Te conduzca o al lugar que más lo pida,

Ya a empergolar la madreselva, o darle vía

A la ambiciosa yedra; yo entre tanto,

En el brote aquel de rosas entre mirtos

Hallaré qué componer hasta empezar la tarde;

Pues si tan cerca uno de otro todo el día

Disponemos el trabajo, no es extraño que tan cerca

Se interpongan las miradas, las sonrisas, nuevo objeto

Nos incite a coloquio inopinado, que interrumpe

La tarea, así precaria, aunque empezada

Pronto, y la hora de la cena llega inmerecida».

A lo que dócil réplica Adán le dio:

«Eva única, amiga sola, por encima para mí

De toda criatura viva, tan amadas,

Bien propones, bien se emplean tus ideas

En el modo de cumplir mejor el quehacer que aquí

El Señor nos encomienda: no te niegue yo

El aplauso, pues no hay cosa más cordial

En la mujer que el buen cuidado del hogar

Y buenas obras inspirarle a su consorte.

Pero no tarea tan estricta Dios impone

Que debamos prescindir, si necesario,

Del refresco, ya alimento, ya el coloquio,

De la mente el alimento, o este dulce canje

De miradas y sonrisas, pues sonríe la razón

Y no lo puede el bruto, y es pábulo de amor,

Que no es el fin más bajo de la vida humana.

Pues no para el incómodo trabajo, sino el goce

Él nos hizo, y el deleite a la razón unido.

Estas sendas y enramadas, nuestras solas manos,

No lo dudes, prevendrán de ensilvecerse

Y amplias mantendrán hasta que manos juveniles

Lleguen pronto como ayuda; mas si mucha charla

Te molesta, a corta ausencia puedo yo rendirme;

Pues soledad a veces es suprema compañía

Y retiro corto a dulcísimo retorno incita.

Pero otra duda me posee, que de mí apartada

Daño alguno tengas; pues conoces

La advertencia, qué enemigo malicioso,

Envidiando nuestra dicha, por la que él perdió

Atormentado, busca hacernos daño, rebajarnos,

Con artero asalto. Y en algún lugar bien cerca

Acecha, no hay duda, ávido por encontrar

Su instante y su ventaja, viéndonos aparte,

Pues unidos cómo habría de engañarnos,

Si inmediata ayuda presta uno a otro al requerirlo.

Ya sea su primer designio cercenar

Nuestra lealtad a Dios, o lesionar

El amor que nos tenemos y que acaso excita

Más su envidia que cualquier deleite que gozamos,

Sea esto o cosa aún peor, no dejes el leal costado

Que te dio tu ser, te escuda todavía y te protege.

Cuando acechan el peligro o la deshonra, la mujer

Está mejor y más segura junto al hombre,

Que la guarda, o bien con ella lo peor aguanta».

A quien la virgen majestad de Eva,

Como quien amando topa con inconveniencia,

Respondió con dulce compostura austera:

«Vastago de Cielo y Tierra, de la Tierra toda Dueño,

Que enemigo tal tenemos, empeñado

En nuestra ruina, no por ti lo sé únicamente:

También al Ángel al partir lo oí de lejos,

Desde el rincón en sombras donde estaba

Justo al retornar, cerrándose las flores vespertinas.

Mas que tú por ello de mi fortaleza dudes,

Mi adhesión a Dios o a ti, teniendo un enemigo

Que acaso me tentase, no esperaba oírlo.

Su violencia no la temes, siendo así que,

Incapaces ambos de la muerte o el dolor,

Podemos no acogerla o repelerla.

Sus engaños temes pues, lo que indica claramente

Tu temor parejo de que mi firmeza fiel y amor

Su fraude pueda seducirlos o hacerlos vacilar:

¿Cómo habitan tales pensamientos en tu pecho, Adán,

Por qué esta desconfianza de quien tanto estimas?».

Con palabras temperantes Adán le respondió:

«Hija del Señor y el hombre, Eva imperecible,

Pues tal eres, libre de pecado y culpa:

No por desconfianza intento disuadirte

De que no te alejes, sino por evitar incluso

El intento mismo, lo que el enemigo se ha propuesto.

Pues quien tienta, aunque en vano, cuando menos

Al tentado con odioso deshonor salpica, suponiendo

Corruptible su lealtad y vulnerable él

A tentación. Tú misma con desprecio

E ira escucharías la propuesta infamia,

Aunque resultase inútil; no desdeñes pues

Que intente conjurar ofensa semejante

Al estar tú sola, cosa que a los dos al tiempo,

Aunque audaz, el enemigo no la intentaría,

O intentándola, primero en mí su ataque recaería.

Tampoco subestimes su malicia y falsas mañas,

Pues ha de ser sutil quien pudo embelesar

A tanto Ángel, y no tengas por trivial la ayuda ajena.

Por influjo tuyo al verte logro yo

Incremento en mis virtudes, en presencia tuya

Soy más sabio, más atento, fuerte, si es precisa

Fuerza externa; mientras la vergüenza, estando tú,

Vergüenza de que me venciese o subyugase,

Alzaría en mí vigor supremo, en ambos lo alzaría.

¿Por qué no sentirías dentro tú lo mismo,

Yo presente, y no has de ser probada junto a mí,

Pues qué mejor testigo de la prueba a tu virtud?».

Esto dijo Adán, doméstico, con cariño

Y marital amor; mas Eva, que creyó

Subestimada su lealtad sincera,

De este modo respondió, con dulce acento:

«Si tal estado el nuestro, residir así

En angosto círculo, cercados por un enemigo,

Ya violento ya sutil, exentos tú y yo por separado

De defensa equiparable, allí donde nos halle,

¿Qué felicidad es ésta, siempre con temor de daño?

Mas el daño al pecado no precede: sólo el enemigo,

Al tentarnos, nos insulta con su indigna estima

De la integridad que es tuya y mía: su indigna estima

No nos mancha de deshonra, sino torna indigna

Contra él mismo; siendo así ¿por qué evitarlo,

A qué temerlo, cuando doble honor ganamos

Demostrando falso su supuesto, paz hallamos dentro

Y el favor del Cielo, que es testigo del evento?

¿Y qué son fe, amor, virtud, sin prueba

En solitario, sin ayuda externa que sostenga?

No pensemos, pues, que este estado venturoso

Lo dejó tan imperfecto el Hacedor universal

Que sea inseguro, separados o en unión.

Frágil nuestra dicha, si esto fuera así,

Y Edén no fuera Edén, si tan desamparado».

A lo que Adán, ferviente, replicó:

«Oh mujer, mejor las cosas cual la Voluntad

De Dios las ordenó; su mano creadora

Nada deficiente o imperfecto nos dejó

De todo lo creado, menos todavía el hombre

O algo que pudiera asegurar su estado venturoso,

Asegurarlo contra fuerza externa; dentro de él

El riesgo yace, pero yace en su poder:

En contra de su voluntad no puede ser dañado.

Mas libre Dios dejó la voluntad; lo que obedece

La razón es libre, y la razón la hizo recta;

Mas le ordena vigilar y siempre estar derecha,

Que admirada por un bien hermoso y aparente

No disponga en falso y a la voluntad confunda

Para hacer lo que el Señor prohibió patente.

No pues desconfianza, sino tierno amor prescribe

Que te cuide habitualmente y que tú me guardes.

Firmes subsistimos, aunque es posible vacilar

Pues no imposiblemente la razón acaso encuentre

Un objeto traicionero por el enemigo sobornado

Y se hunda descuidada en el engaño

No observando estricta guardia, como fue advertida.

No busques pues la tentación, que fuera preferible

Evitar y que mejor evitarías si de mí

No te alejaras: pruebas llegarán sin ser buscadas.

¿Aquilatar querrías tu constancia?, prueba

Antes tu obediencia; la otra ¿quién podrá saberla,

No mirándote tentada?, ¿quién será testigo?

Mas si crees que prueba no buscada puede hallarnos

Más seguros de lo que pareces advertida,

Ve, pues quedándote forzada más te ausentas;

Ve en tu inocencia innata, cuenta

Con lo que posees de virtud, invócalo completo:

Dios en ti su parte ha hecho; haz la tuya tú».

Esto el Patriarca Primordial; mas Eva persistió,

Si bien sumisa, y repuso perentoria:

«Con permiso tuyo, pues, y así advertida

Por lo que tus últimas palabras, sobre todo, rozan sólo,

Que la prueba, cuando menos perseguida

Puede acaso hallarnos mucho menos listos,

Voy más decidida, y no espero demasiado

Que enemigo tan altivo busque antes al más débil;

Si eso hiciera, más vergüenza habría en su fracaso».

Hablando así, su mano de la mano marital

Suavemente quita y como ninfa nemorosa,

Dríade u Oréade, o del séquito de Delia[274],

A los bosques fue, mas a Delia misma

Superaba en porte y en divina compostura,

Aunque no de aljaba y arco como ella armada,

Sino de aparejos jardineros que arte rudo todavía,

No culpable aún de fuego[275], hiciera, o Ángeles trajeran.

A Pales o a Pomona, así adornada,

Más se parecía; a Pomona cuando huía

De Vertumno; o a Ceres en su albor,

Virgen aún de Proserpina[276], que de Jove tuvo.

Largo rato Adán con ojos ardorosos la siguió

Encantado, anhelando incluso más que se quedase.

No dejó de repetirle que volviese pronto

Y ella, tantas veces cuantas él, le prometió

Que al mediodía estaría nuevamente en el refugio,

Todo bien dispuesto para estímulo

Del meridiano ágape, o de la siesta al resistero.

¡Oh qué errada, qué engañada, triste Eva,

Figurando tu retorno! ¡Execrable evento!

Nunca tú desde esa hora en el Jardín

Hallaste dulce ágape o profundo tu reposo;

Tal acecho oculto entre flores y las sombras

Te aguardaba con diabólico rencor urgente

Para asaltarte en el camino o hacerte retornar

Robada de inocencia, de la fe, de la ventura.

Pues ahora y desde el romper del alba, el Demonio,

Mera sierpe en apariencia, ya emergiera

Y ya buscaba dónde más seguro encontraría

A los dos humanos existentes, que en sí

Incluían raza entera, su anhelada presa.

En fronda y campos rebuscó, allí donde un penacho

Forestal o ajardinado resultase más ameno,

Delicioso objeto para ellos de cultivo o de cuidado,

Junto a fuente o margen de riachuelo umbrío

Busca a ambos, pero ansia que su suerte encuentre

A Eva separada, lo desea, mas no espera

Cosa tan insólita, cuando de pronto, así lo quiso

Más allá de su esperanza, a Eva separada atisba,

En un nimbo de fragancia, donde estaba en pie,

Visible a medias, tan arrebolados los rosales que la cercan

Brillan densos, inclinándose a menudo a fin de erguir

El tallo fino de las flores, cuya testa, aunque gaya

—Encarnadas, púrpuras, azur o en oro graneadas—,

Pendía lánguida, inapoyada: a éstas endereza,

Dulcemente, con mirtina banda, despistada mientras,

Aunque ella misma flor más bella insostenida,

Del mejor apoyo tan lejana, tan cercana al vendaval.

Se aproxima él, cruzando muchas sendas

De entoldado augusto, cedro, pino, palma,

Ya ondulante, ya tenaz, ahora oculto, visto ahora

Entre espesos arbolados y entre flores,

La orladura en cada orilla, obra de Eva:

Lugar más delicioso que esos parques de ficción

De Adonis[277] revivido, o del famoso

Alcínoo, del hijo de Laertes[278] anfitrión,

O aquél, no místico, en que el Rey Sapiente

Amoroso retozaba con su bella esposa egipcia[279].

Mucho admira él el sitio, más a la persona.

Como alguien preso largo tiempo en urbe muy poblada,

Donde prietos edificios y cloacas vician el ambiente,

Al salir a respirar al alba en el estío

Entre villas deliciosas, las almunias colindantes,

De cualquier objeto hallado extrae deleite,

El olor del grano, yerba asoleándose, o del ganado,

Leche de las granjas, cada rústico sonido o panorama;

Si con nínfeo paso entonces una bella virgen pasa,

Lo que grato pareció por ella más agrada ahora,

Ella sobre todo, que en su porte suma todo goce.

Tal placer sintió la Sierpe al contemplar

Aquel lugar de flores, el refugio dulce de Eva,

Tan temprano, tan a solas: su divina forma

Angélica, aunque más fina, y femenina,

Su inocencia delicada; cada gesto de ella,

Sus maneras, la menor acción, sobrecogían

Al Demonio y con dulce rapto despojaban

Su fiereza del designio fiero que portaba:

Ese espacio, el Maligno perduró abstraído

De su propio mal y, por un rato, persistió

Estupefactamente bueno, de vileza desarmado,

De artería, odio, envidia y de venganza,

Mas el ígneo Infierno que arde siempre en él,

Aunque en mitad del cielo, pronto puso fin a su deleite,

Y con mayor tormento, cuanto más contempla

Los placeres no ordenados para él: luego, pronto

Odio fiero recolecta y todas sus ideas

De perjuicio, saludándolas, así excita:

«Pensamientos, ¿dónde me lleváis, con qué suave

Compulsión así arrobado por que olvide

Lo que aquí nos trajo: odio, no el amor, ni la esperanza

De un Edén para el Infierno, ni esperanza de gustar

Aquí el placer, sino el placer entero destruir

Menos el que en destruir reside, pues otro gozo

Para mí no hay ya. Así, no deje yo que pase

La ocasión que ahora me sonríe: ve ahí sola

La mujer, expuesta a todo asalto;

Su consorte (pues veo lejos el entorno) no aparece:

Su intelecto más excelso yo rehuyo,

Y su fuerza, de coraje más brioso, y de miembro

Hecho heroico, aunque de terrestre molde,

Enemigo no insignificante, de lesión exento,

No así yo; tanto ha degradado el Tártaro

Y el dolor debilitado lo que fui en el Cielo.

Ella bella, y divinamente, para amor de Dioses,

No terrible, aunque hay terror en el amor

Y la belleza, si no la iguala odio más potente,

Odio más potente, bajo capa de un amor fingido,

Vía que ahora tomo hacia su ruina».

Esto dijo el Adversario de los hombres, recluido

En la serpiente, avieso huésped, y hacia Eva

Enfiló, no con sinuoso movimiento,

Prono en tierra, como ahora, sino engrifado,

Sobre base circular de anillos que se alzaban

Pliegue sobre pliegue como dédalo creciente,

Encrestada la cabeza, mas carbúnculo sus ojos;

Con bruñido cuello de oro verde, erecta

Entre sus espiras, que en la yerba se movían,

Flotadura redundante: era grata su figura

Y amorosa, nunca desde entonces hubo sierpe

Más bonita: no ésas en Iliria en que Hermione

Y Cadmo[280] se cambiaron, o el Dios

En Epidauro[281]; ni esas otras cuya forma

Jove Amonio, o el Capitolino, asumieron:

El primero con Olimpia, el segundo con aquella

Que parió a Escipión, de Roma cumbre[282]. Al principio

De soslayo, como alguien que buscase acceso

Mas temiese interrumpir, urde él camino.

Como barco maniobrado por piloto diestro

Cerca de fluvial desagüe o cabo, donde el viento

Vira presto, y tan presto vira él y muda velas,

Así variaba la Serpiente y de su cola tortuosa

Retorcía sus anillos caprichosos a la vista de Eva,

Para cautivar sus ojos. Ocupada ella, oyó ruido

De hojas susurrantes: no hizo caso, habituada

A recreos tales por los campos, en presencia suya,

De las bestias, más sumisas a su voz

Que la piara disfrazada a la voz de Circe[283].

Más audaz ahora, no llamado, ante ella se plantó,

Mas como pleno de embeleso; doblegaba sin cesar

La cresta alminarada y cuello nacarino,

Zalamero, y lamía el suelo que pisaba ella.

Su gentil, callado gesto atrajo al fin

Hacia sus juegos la mirada de Eva; él, contento

De ganarse su atención, con viperina lengua

Instrumental o golpe de aire oral

Su fraudulenta tentación así ya empieza:

«No te asombres, soberana, si es que puedes,

Siendo como eres sólo asombro; mucho menos armes

Tu mirada —cielo de dulzura— de desdén,

Molesta al acercarme de este modo y observarte

Sin saciarme; heme solo aquí, sin temer

Tu rostro turbador, más turbador aquí apartado.

Bellísima semblanza de tu bello Autor,

A ti toda cosa viva te contempla, toda cosa tuya

Por su don, y tu belleza celestial adora

Al mirarla con arrobo, ahí mejor mirada

Si la admira el universo; mas aquí

En este predio agreste, entre estas bestias,

Observantes toscos, incapaces de apreciar

Ni la mitad de tu hermosura, tu hombre aparte,

¿Quién te ve? (¿y qué es uno?), cuando verte deberían

Como Diosa entre los Dioses, adorada y asistida

Por los Ángeles innúmeros, tu séquito diario».

Así adulaba el Tentador, templando su proemio.

Le llegaron sus palabras a Eva al corazón,

Aunque su voz la maravilla; por fin,

No sin asombro, de este modo le responde:

«¿Qué es esto? ¿Lengua humana que pronuncia

Lengua bruta, y expresando humana concepción?

La primera de éstas cuando menos la creí negada

Al animal, que Dios, el día de Creación,

Creó, para el sonido articulado, mudo;

Del segundo dudo, pues en sus miradas

Hay mucho de razón y transparece en sus actos a menudo.

A ti, serpiente, bestia más sutil del campo,

Te conozco, pero no con voz humana.

Duplica pues la maravilla y dime,

¿Cómo, siendo muda, te volviste hablante

Y cómo tan cordial conmigo sobre el resto

De la especie bruta que veo cada día?

Di, pues tal milagro exige indagación».

A quien el Tentador artero así repuso:

«Soberana de este mundo bello, Eva esplendorosa,

Fácil me es decirte todo lo que ordenas,

Merecidamente has de ser obedecida:

Yo era antes como otras bestias que pastean

La pisada yerba, de rastreros pensamientos bajos,

Como mi alimento, nada discernía salvo pasto

O sexo, y no aprehendía nada excelso;

Hasta que un día que vagaba por el campo

Vi al azar en la distancia un árbol bueno

Con caudal de frutos de bellísimos colores,

Grana y oro. Me acerqué a mirar;

Un olor sabroso entonces que emanaba de las ramas,

Grato al apetito, más me cautivó el sentido

Que el perfume dulce del hinojo, o las ubres

De la oveja o cabra en el ocaso, húmedas de leche,

No sorbidas por caloyo, que prolonga su retozo.

Para dar satisfacción al fiero anhelo que tenía

De probar manzanas tan hermosas, decidí

No dilatarme: hambre y sed al tiempo,

Poderosas persuasoras, avivadas al perfume

De los frutos seductores, me apremiaban tercas.

Al musgoso tronco me anillé enseguida,

Pues bien altas como estaban, esas ramas piden

Tu mayor estiramiento o el de Adán;

Alrededor del árbol otras bestias ansia igual

Mostraban, envidiosas, pero no alcanzaban.

Entre ramas ahora ya, donde plétora colgaba

Tentadora y tan cercana, arranqué y comí

Hasta la hartura, pues placer así jamás,

Ni en fuente o pastizal, hallara antes.

Por fin saciado, no tardé en sentir en mí

Extraña alteración, un cierto grado interno

De poderes racionales, y el lenguaje luego

No esperó, aunque quedé apresado en este cuerpo.

Desde ese instante, a altas o profundas reflexiones

Dediqué mis pensamientos y con mente amplia

Toda cosa examiné visible en las alturas,

En la tierra, o en el medio, toda cosa bella y buena;

Pero todo eso bello y bueno yo lo veo unido

En tu imagen divinal y en la celeste luz

De tu hermosura; no hay belleza que a la tuya

Se equipare o se le acerque, tal me indujo,

Aunque acaso inoportuno, a venir, mirarte

Y adorarte, con justicia proclamada

De las criaturas Soberana, Dama universal».

Así animada habló la Sierpe artera y Eva,

Más atónita si cabe, incauta respondió:

«Serpiente, tus lisonjas excesivas dejan duda

Sobre la virtud del fruto, que has probado tú primero:

Pero dime, ¿dónde está ese árbol, crece lejos?

Pues los árboles de Dios en el Jardín

Son muchos, y diversos, pero por nosotros

Ignorados: de abundancia tal podemos elegir

Que deja intacta provisión mayor de frutos,

Siempre incorruptibles en las ramas, hasta que haya

Hombres suficientes y más manos vengan

A ayudarnos que alivien a Natura de sus dones».

A lo que el astuto Áspid, con encanto:

«Emperadora, el camino es corto y hacedero,

Tras un seto de arrayanes, en terreno llano,

Junto a una fuente, ya pasado un arbustillo

De exhalante mirra y bálsamo. Si aceptas

Que te guíe, puedo hacer que llegues pronto».

«Guía pues», dijo Eva. Él guiando rápido rodó

Embrollado, haciendo parecer derecho lo intrincado,

Rápido al estrago. La esperanza eleva y le ilumina

El júbilo la cresta, como cuando fuego peregrino,

Hecho de vapor oleaginoso, que en la noche

Se condensa y frío envuelve alrededor,

Prendido como llama por temblor del aire,

Que a menudo, dicen, mal espíritu acompaña,

Volandero y refulgiendo con tramposa luz,

Aparta de su senda al noctivago aturdido

Hacia ciénagas y tremedales, y por charcas y lagunas

Que lo engullan para siempre, del socorro tan lejano.

Así fulgía la temible Sierpe y al engaño

Conducía a Eva, nuestra madre crédula, al Árbol

De la prohibición, raíz de todas nuestras penas;

Mas al verlo, de este modo al guía le habla ella:

«Serpiente, bien habríamos hecho no viniendo,

Infructífero paseo, aun habiendo fruto aquí abundante:

El crédito de su virtud en ti reposa,

Milagroso, cierto, si produce efectos tales.

Mas este árbol no podemos ni tocarlo ni gustarlo;

Dios así lo ordena, y dejó tal orden

Como hija sola de su voz[284]; en lo demás, forjamos

Nuestra ley, y nuestra ley es la razón».

A lo que el Tentador repuso malicioso:

«¿De verdad? ¿Ha dicho Dios, pues, que del fruto

De estos árboles del Paraíso no podéis comer,

Mas os declara Amos de la tierra toda o aire?».

A quien Eva, todavía inmaculada: «Frutos nos permite

De cualquiera de los árboles en el Jardín,

Mas del fruto de este bello Árbol que hay en medio

Del Jardín, ha dicho Dios: “No probaréis

De él, tampoco lo toquéis, no sea que muráis”».

Apenas lo dijera, breve, cuando más audaz ahora

El Tentador, mas exhibiendo amor y celo

Por el hombre, indignación por el agravio,

Nuevo tono adopta y, cual movido a la pasión,

Fluctúa perturbado, aún prudente, y teatral

Se eleva como a dar comienzo a gran materia.

Como aquellos oradores de renombre, antiguamente,

En Atenas o en la Roma libre, donde la elocuencia

Floreció —después silente—, defendiendo causa grande,

Aguardaba concentrado, mientras cada parte,

Movimiento, cada gesto, le ganaba audiencia

Antes que su lengua comenzase épica: demora

De prefacio no le admite el ansia justiciera.

Así erguido, removiéndose, alzando envergadura,

Apasionado el Tentador así empezó:

«Oh sagrada, sabia, planta que saber otorgas,

Madre de la ciencia, ahora siento tu poder

En mí con claridad, no sólo en discernir

Las cosas en sus causas, sino hallar la vía

De mayúsculos Agentes, sabios que se piensen.

Reina de este Universo, no te creas

Esas amenazas rígidas de muerte, pues no moriréis;

¿Cómo así? ¿Por el fruto? Os da la vida

Del conocimiento. ¿Por quien amenaza? Mírame,

Pues yo he tocado y he gustado, pero vivo

Y vida más perfecta he conseguido que el destino

Quiso, atreviéndome a vencer mi suerte.

¿Tendrá cerrado el hombre el camino abierto

Al animal? ¿O acaso Dios en cólera arderá

Por travesura tan pequeña, no elogiando,

Antes bien, tu intrépida virtud, pues ni el daño

Anunciado de la muerte, sea muerte lo que sea,

Te impidió aspirar a lo que lleva a vida

Más dichosa, el Saber del Bien y el Mal.

¿Del Bien? ¡Qué justo! ¿Del Mal?, si el Mal

Existe ¿por qué no conocerlo, por mejor rehuirlo?

Dios, por ello, no podría haceros daño, siendo justo;

¿Justo no?, tampoco Dios; no temido, no escuchado:

Vuestro miedo de la muerte el miedo mismo extingue.

¿Por qué prohibido, pues, sino por asustar?

¿Por qué, sino por manteneros bajos e ignorantes,

Sus devotos?, porque sabe que en el día

Que comáis de él, vuestros ojos, que parecen claros

Mas son turbios, se abrirán entonces,

Claros por completo, y seréis cual Dioses,

Del Bien y Mal conocedores como ellos.

Que seáis vosotros Dioses, si hombre yo,

Hombre interno, expresa proporción:

De bruto yo a humano; de humanos, Dioses.

Así, quizá muráis después de todo, desnudándoos

Del hombre por vestir al Dios: deseable muerte,

Aunque usada por coacción, no trayendo fin peor.

¿Y qué son los Dioses, que no pueda ser el hombre

Igual, si participa de divinos alimentos?

Los Dioses fueron antes y usan su ventaja

Para convencernos de que todo viene de ellos.

Yo lo dudo, pues veo esta Tierra bella

Calentada por el Sol, gestando toda especie:

Ellos nada. Si ellos todo, ¿quién guardó

En este Árbol el Saber del Bien y el Mal,

Que así quien come de él, de súbito consigue

Conocer sin su permiso? ¿Y dónde está

La ofensa, en que el hombre sepa?

¿En qué lo dañaría vuestra ciencia, o este Árbol

Qué daría en contra de él, si todo es suyo?

¿O es envidia, y podrá morar la envidia

En pecho empíreo? Esta, esta idea y muchas más

Indican cuánto necesitas el hermoso fruto.

Diosa humana, toma de él y, libre, pruébalo».

Cesó y sus palabras, rebosantes de malicia,

Fácil vía al corazón hallaron de la mujer:

Fija el fruto contemplaba, que mirarlo

Ya tentaba por sí solo, y el sonido en sus oídos

Todavía repicaba de la persuasiva labia, embebida

De razón —le parecía— y de verdad.

Mientras, la hora meridiana vino, despertando

El apetito fiero, que le provocaba la fragancia

Tan sabrosa de este fruto, que ya con deseo

—Inclinada ahora como estaba por tocarlo y degustarlo—

Requería su mirada ansiosa; mas, pausando

Antes un momento, meditó para sí misma:

«Grandes tus virtudes, cierto, fruto espléndido,

Aunque negado al hombre, digno de entusiasmo,

Cuyo gusto, postergado tanto tiempo, dio al instante

Elocuencia al mudo y enseñó a su lengua,

No formada para el habla, a no callar tus méritos:

Tus méritos tampoco oculta de nosotros

Quien prohíbe que te usemos, al llamarte Árbol

De la Ciencia, ciencia que es del Bien y Mal al tiempo.

Nos prohíbe pues probarte, mas prohibiéndote

Incita más a ti, haciendo tan patente el bien

Que tú confieres, y nuestra propia falta de él:

Pues bien ignoto es bien ausente y, si presente

E ignorado, es cual si faltase totalmente.

En plata pues: ¿qué nos prohíbe conocer?

¿Prohíbe el bien, ser sabios nos prohíbe acaso?

Prohibiciones tales no sujetan. Mas si muerte

Nos sujeta con resultas, ¿qué aprovecha entonces

Libertad interna? En el día que comamos

De este bello fruto, nuestro sino es muerte.

¿Cómo muere la serpiente? Ha comido y vive,

Y conoce, habla, reflexiona y juzga, irracional

Que fue hasta entonces. ¿Por nosotros sólo

Fue la muerte concebida? ¿O a nosotros denegado

Este intelectivo nutrimento, reservado para bestias?

Para bestias se diría; pero esa que primero

Lo ha probado no codicia: trae con gozo

El bien hallado, proba autoridad,

Del hombre amigo, lejos de mentira o artimaña.

¿Qué temo, pues? O más bien ¿qué aprendí a temer

Bajo ignorancia tal de Bien y Mal,

De Dios y muerte, ley o punición?

Aquí la cura crece para todo, este fruto que es divino,

Bello para el ojo, que a probarlo invita,

De virtud que vuelve sabio: ¿qué me impide pues

Cogerlo y nutrir al tiempo mente y cuerpo?».

Diciendo así, su mano impetuosa en hora mala

Extendió hasta el fruto, lo tomó, comió:

Sintió la Tierra el daño y en su asiento la Natura,

Suspirando en todo lo que hiciera, dio señal de pena,

De completa perdición. De nuevo al matorral

La Sierpe se escurrió culpable; bien podía, pues absorta

Eva ahora en el sabor, en nada ya pensaba

Diferente: tal deleite nunca antes —parecía—

Degustara en fruto, fuera cosa verdadera

O pura fantasía, efecto de aquella expectativa

De la ciencia; ni olvidaba la deidad por un instante.

Ávida se hartó sin reprimirse,

No sabiendo que comía muerte: al fin saciada,

Y exaltada cual por vino, vivaracha y juguetona,

Así para sí misma, complacida, comenzó:

«Oh supremo, virtuoso, Árbol óptimo

Del Paraíso, cuya acción bendita

Da sapiencia, hasta ahora oscuro, despreciado,

Y tu bello fruto ahí colgando, cual creado

Sin propósito. Desde ahora mis cuidados tempraneros,

No sin canto —cada día— y debido encomio,

Sean para ti, y la fértil carga aliviaré

De tus colmadas ramas, ofrecida libre a todos;

Hasta que nutrida en ti, crezca yo

En ciencia cual los Dioses, que lo saben todo;

Aunque envidien otros lo que no podrían dar;

Pues si suyo fuera el don, no aquí creciera

De este modo. Experiencia, luego a ti te debo

Buena guía: sin seguirte, me quedara

En la ignorancia; tú has abierto vía a ciencia

Y me das acceso, aunque ella oculta se retire.

Y quizá yo estoy oculta; alto se halla el Cielo,

Alto y lejos para ver, precisa desde allí,

Cada cosa en esta Tierra; y otras cuitas, puede,

Hayan distraído de incesante vigilancia

Al gran Interdictor, a salvo allí con todos sus espías

Rodeándolo. Mas ¿de qué modo ante Adán

Me mostraré? ¿Habré de revelarle

Mi presente cambio y darle a compartir

Conmigo la total felicidad?, ¿o guardaré mejor

Los beneficios de la ciencia en mi poder

Sin copartícipe, por agregar lo que le falta

A la mujer y más amor así atraerme?

Y hacerme de este modo más su igual,

Y acaso —no trivial— incluso a veces

Superior: pues, si inferior, ¿quién es libre?

Esto sí es plausible, pero ¿qué si Dios ha visto

Y la muerte sigue? Perdería el ser entonces

Y mi Adán, a otra Eva unido,

Viviría disfrutando de ella, extinta yo,

Que es muerte imaginarlo. Decido pues así:

Adán compartirá conmigo dicha o pena,

Tanto lo amo yo que con él cualquiera muerte

Sufriría; mas sin él no hay vida que viviera».

Dicho esto se alejó del Árbol, mas primero

Hizo honda reverencia, como si al poder

Que allí moraba, cuyo espíritu infundiera

En la planta sabia sapiencial, del néctar

Derivada, la bebida de los Dioses. Adán en tanto,

Esperando deseoso su retorno, había entretejido

De las flores más espléndidas guirnalda que adornara

Sus guedejas y sus rústicas labores coronara,

Como usan los labriegos con su Reina de la Siega.

Gozo grande en su interior se prometía, nuevas

Diversiones a su vuelta, tanto rato demorada.

Mas sin cesar su corazón, intuyendo cosa mala,

Le fallaba, percibiendo Adán el pálpito indeciso.

Y partió en su busca, por la senda que Eva

Al amanecer siguiera. Junto al Árbol

De la Ciencia había de pasar; allí la halló,

Apenas alejada del lugar: en su mano

Una rama de precioso fruto que afelpado sonreía,

Recién cogido, esparciendo ambrosial perfume.

Hacia él se apresuró, la excusa en su rostro

Como prólogo y apología por apuntador,

Que con palabras blandas presta así empezó:

«¿No te ha sorprendido, Adán, mi dilación?

Te he añorado y se ha hecho largo el rato

En tu ausencia, agonía de mi amor hasta ahora

No sentida, no por repetir, pues nunca más

He de probar lo que inconsciente e impulsiva quise,

El dolor de tu distancia. Pero extraña

Fue la causa y escucharla asombra:

Este Árbol no es lo que se dijo, árbol

De peligro si probado, ni a un mal desconocido

Abre su camino, sino cosa de divino efecto

Que los ojos abre y hace Dios de quien lo prueba;

De este modo fue probado: la serpiente sabia,

O no vedada cual nosotros, o no obediente,

Ha comido de su fruto, no muriendo

—Así nos amenazan—, sino desde ese instante

En posesión de voz humana, de sentido humano,

Razona de manera formidable; y a mí

Me resultó tan persuasiva que también

Probé del fruto, como él hallando

Los efectos esperados: ojos más abiertos (turbios antes),

Dilatados los espíritus, el corazón más vasto,

Y ascenso a lo divino, cosa que por ti he buscado

Sobre todo y sin ti podría desdeñar.

Pues es dicha para mí la dicha que compartes;

Mas tediosa, si no, y enseguida despreciable.

Así que prueba tú también, que suerte igual

Nos una, dicha igual, como amor parejo;

No sea que al no probarlo, grado diferente

Nos separe y, renunciando tarde yo por ti

Al divino estado, el destino no me deje».

Así Eva con risueña faz contó su historia,

Mas tenía la mejilla ebria amapolada.

Por su parte Adán, tan pronto como oyó

El fatídico delito de Eva, aturdido,

Pálido y atónito se tuvo, mientras frío horror

Corría por sus venas y perdía el cuerpo consistencia.

De su mano flácida cayó el adorno que tejiera,

Desprendiéndose de las marchitas rosas:

Lívido y sin habla se quedó, hasta que al fin

Primero para sí rompió el silencio interno:

«¡Oh creación suprema, última y mejor

De cuantas obras hizo Dios, criatura que superas

Cuanto pueden alcanzar la vista o pensamiento

De divino, santo, bueno, dulce, amable!

¿Cómo te has perdido?, ¿tú perdida de repente,

Deformada, desflorada, ya devota de la muerte?

Más bien, ¿cómo has consentido transgredir

La estricta prohibición, por qué violar

El sacro fruto prohibido? Con perverso fraude,

Aún desconocido, te sedujo el adversario

Arruinándome contigo, pues contigo

He de morir, mi decisión está tomada;

Porque ¿cómo viviría yo sin ti, cómo renunciar

A tu tertulia dulce, a un amor tan gratamente unido,

Para otra vez vivir en estas frondas de abandono?

Aunque Dios crease a otra Eva y diese

Yo costilla nueva, de mi corazón

Tu pérdida jamás se extinguiría; no, no, siento

Que me arrastra el nudo que nos ata: carne eres

De mi carne, hueso de mi hueso, y de tu estado

Nunca ha de apartarse el mío, dicha o pena».

Una vez lo tuvo dicho, como alguien consolado

Tras desmayo triste y resignándose, después

Del turbamiento, a lo que parecía sin remedio,

Ya con calma sus palabras a Eva dirigió:

«De atrevida acción presumes, Eva aventurada,

Y peligro grande has provocado, atreviéndote

No sólo a codiciar con la mirada

El sagrado fruto, que es sagrado a la abstinencia,

Sino a probar incluso lo prohibido al tacto.

Mas el pasado ¿quién lo abolirá, o deshará lo hecho?

Ni Dios Omnipotente, ni el destino; sin embargo,

Puede que no mueras, puede que la acción en sí

No sea tan atroz ahora, con el fruto ya probado

Y profanado antes por la sierpe, hecho ya por él

Banal e insanto antes de probarlo el hombre;

Y no demostrado en él mortal, pues vive todavía,

Vive, como dices y, viviendo como hombre,

Gana vida más egregia, fuerte estímulo

Para nosotros, que al probarlo acaso consigamos

Un proporcional ascenso, y ¿cuál

Sino ser Dioses, o Ángeles, o Semidioses?

Y no creo yo que Dios, Creador que es sabio,

A pesar de su amenaza, nos destruya de verdad,

A sus primeras criaturas, elevadas de este modo,

Dueñas de sus obras, que, creadas por nosotros,

Hechas dependientes, al caer nosotros

Se hundirían. Dios tendría así que descrear,

Frustrarse, hacer y deshacer, perder lo hecho,

Cosa poco concebible en él, cuyo poder,

Aunque capaz de repetir lo que creó, será reacio

A derogarnos, que no diga victorioso el Adversario:

“Bien voluble es el estado de quien Dios más favorece;

¿Quién por mucho logra complacerle? A mí primero

Me arruinó, ahora al hombre, ¿quién después?”.

Razón de burla no ha de darse al Enemigo.

Sin embargo, yo a la tuya mi fortuna he sujetado,

Decidido a padecer el mismo sino; si la muerte

Te acompaña, muerte es para mí cual vida;

Tan potente siento en mis adentros

El ligamen de Natura arrastrarme a mi ventura,

Mi ventura en ti, pues tu atributo es el mío,

Nuestro estado es indiviso, somos uno,

Una carne, y perderte es perderme a mí».

Así Adán, y de este modo Eva le repuso:

«Oh gloriosa prueba de supremo amor,

Evidencia ilustre, alto ejemplo,

Que me induce a emularte; pero lejos

De tu perfección, ¿habría de lograrlo yo,

Adán, yo, que me precio germinada en tu costado

Y gozosa te oigo hablar de nuestra unión,

Un alma y corazón en ambos, de que buena muestra

Da este día, declarándote resuelto,

Antes de que muerte o cosa más terrible

Nos separe, enlazados con amor tan grato,

A afrontar conmigo un crimen, una culpa,

Si los hay, probando de este fruto espléndido,

Cuya virtud —pues siempre bien del bien procede,

Ya directo o incidental— ha dado

Esta prueba venturosa de tu amor, que nunca

De otro modo se mostrara tan sublime.

Si pensara que la muerte presagiada seguirá

A mi tentativa, sola sostendría lo peor

Sin persuadirte; antes moriría abandonada

Que ligarte a mi delito con un acto

Pernicioso para ti y, sobre todo,

Cuando acabas de probarme tan sincero,

Tan leal amor inigualable. Pero siento muy distinto

El resultado: no la muerte, vida incrementada,

Ojos despejados, nuevas esperanzas, nuevos gozos,

Gusto tan divino, que lo dulce que tocara

Antes mi sentido, áspero parece y pobre frente a esto.

De mi experiencia, prueba libre, Adán,

Y el miedo de la muerte líbralo a los vientos».

Diciendo esto, lo abrazó y lloró de dicha

Tiernamente, conmovida por amor

Que tanto ennobleciera Adán, capaz de disgustar

A Dios por ella, o de aceptar la muerte.

En recompensa (pues anuencia tan infame

Recompensa tal merece) de aquella rama

Dio a Adán el fruto hermoso y seductor

Con mano generosa: de comer, escrúpulos no tuvo

Aún sabiendo el resultado; no engañado,

Sino, ingenuo, derrotado por encanto femenino.

Tembló la Tierra en sus entrañas, con dolores

Nuevamente, y la Natura por segunda vez gimió;

El Cielo atenebrose y, farfullando truenos, derramó

Al consumarse aquel mortal y original Pecado

Algunas gotas tristes. No lo percibía Adán

Comiendo hasta saciarse, ni temía Eva repetir

Su previa transgresión, por confortarlo a él

Con tan amada compañía. Y ahora,

Cual con nuevo vino ambos embriagados,

Flotan plenos de alborozo e imaginan

Dentro de ellos la deidad gestando alas

Con que despreciar la Tierra. Mas el falso fruto

Otro efecto bien distinto antes provocaba,

Inflamándoles carnal deseo: él a Eva

Empezó lascivo a contemplarla; ella a él

Tan libertina le responde. En lascivia arden,

Hasta que Adán intenta seducirla así:

«Eva, veo ahora que eres impecable en gusto

Y elegante, de sapiencia no carente,

Pues a cada significación sabor le atribuimos

Y juicioso al paladar llamamos. Yo te rindo

Aplauso, tan bien hoy has proveído.

Gran placer perdimos absteniéndonos

De fruto tan sabroso e ignoramos hasta ahora

El auténtico gozar del gusto; si placer así

Existe en lo prohibido, bien podría desearse

Que en lugar de un árbol nos tuviesen diez prohibidos.

Pero ven, así tonificados, y juguemos

Cual conviene tras ración tan deliciosa;

Porque nunca tu belleza, desde el día

En que te vi y me casé contigo, adornada

De totales perfecciones, ha inflamado tanto mi sentido

Con ardor de disfrutarte: más que nunca

Bella ahora, don de este Árbol virtuoso».

Esto dijo, y no evitó mirada ni caricia

De amoroso intento, comprendidas bien

Por Eva, cuyos ojos irradiaban contagioso fuego.

La mano él le cogió y a una orilla umbría,

Que cubría un denso techo de frondoso verde,

La condujo, anuente. Allí las flores eran lecho,

Asfódelos, violetas, y jacintos, pensamientos,

El regazo de la tierra más suave, el más fresco.

Allí de amores se saciaron, de amorosos

Pasatiempos, que eran sello de su culpa mutua,

El solaz de su pecado, hasta que un sueño aljofarado

Los venció, cansados como estaban de sus juegos.

Enseguida que la fuerza del tramposo fruto

—De vapor sensual y enardeciente, que jugara

Con sus mentes e íntimos poderes confundiese—

Fue exhalada, y que un sopor grosero

Fruto de nefastos humos, los hubiese importunado

Con conscientes sueños, ambos emergieron

Como de un desvelo y, mirándose uno a otro,

Pronto vieron cuán abiertos ojos, cuán oscuras

Mentes consiguieran; la inocencia, que cual velo

Los había protegido de saber del mal, faltaba;

La confianza justa, la virtud innata,

El honor que los vistió, en desnudez los olvidaron

De culpable obscenidad: él se cubrió, quedando

Más desnudo todavía. Así se alzó el danita fuerte,

El Sansón hercúleo, del seno meretricio

De Dalila, filistea, despertándose esquilado

De su fuerza[285]: éstos, despojados y pelados

De aquéllas sus virtudes. Silenciosos y turbados,

Largo rato inmóviles quedaron, como mudos,

Hasta que Adán, no menos azorado que Eva,

Dio por fin salida a constreñida verba:

«Oh Eva, en hora mala le prestaste oído

A ese falso verme, sea de quien sea que aprendiera

A remedar la voz del hombre, franco para hundirnos,

Falso en el jurado ascenso; pues los ojos descubrimos

Bien abiertos, cierto, y descubrimos que de Bien

Y Mal sabemos: Bien perdido, Mal ganado,

Pobre fruto de sapiencia, si esto es conocer,

Dejándonos así desnudos, de honra exentos,

De inocencia, fe, pureza, nuestros familiares

Ornamentos, ahora deslucidos, mancillados,

Y con signos evidentes en el rostro,

De vil concupiscencia, fuente de incontables males,

Aun vergüenza, de los males el postrero; del primero

Ten certeza pues. ¿Cómo miraré yo en adelante

Faz de Dios o Ángel, que con gozo y rapto

A menudo contemplaba? Esas formas celestiales

Cegarán ahora a las terrenas con su resplandor

Insoportable. O deberé vivir aquí,

En solitud salvaje, en algún oscuro calvijar,

Donde árboles altísimos e impenetrables

A la luz de estrella o Sol extiendan su sombraje vasto,

Pardo cual atardecer: cubridme pinos,

Y vosotros cedros, con ramaje innumerable

Ocultadme, donde nunca vuelva a verlas.

Mas ahora en este apuro, resolvamos

Qué mejor nos servirá para esconder,

Uno de otro, esas partes que parecen

Vergonzantes y se ven mal parecidas:

Hojas de árbol anchas, tersas, que tejidas entre ellas

Y ceñidas a nosotros, cubran nuestro talle

Y partes medias, que este intruso, la vergüenza,

No las vea, llamándonos obscenos».

Así lo aconsejó, y juntos penetraron

En lo espeso de los árboles. La higuera pronto allí

Escogieron; no ésa renombrada por el fruto,

Sino una conocida por los indios hoy en día,

En Malabar y en el Decán[286], y que sus brazos tiende

Aparrándose ancha y larga, hasta que en el suelo

Arraigan las combadas ramas, e hijas crecen

Rodeando al árbol madre: sombra encolumnada

De alto domo y ecoantes corredores entre medio.

El boyero indio ahí a menudo, del bochorno huyendo,

Se protege al fresco y cuida de sus reses

Por troneras infligidas a la fronda: esas hojas

Recogieron, anchas como adargas amazonias,

Y con arte —el que tuvieran— las tejieron entre ellas

Por ceñirse la cintura, vana cobertura para culpa

Y tan atroz vergüenza: ¡qué distinto de la prístina,

Desnuda gloria! De éstos, no hace mucho,

Encontró Colón en las Américas, cubiertos

Con plumoso cinto, por demás desnudos y salvajes,

En los bosques de las islas y arbóreos litorales.

Así amparados y, pensaban, su vergüenza en parte

Revestida, pero no en reposo ni serenos,

Se sentaron a llorar. No sólo lágrimas

Llovieron de sus ojos: peores vendavales dentro

Empezaron a soplar, pasiones fuertes, ira, odio,

Desconfianza, suspicacia, desacuerdo, sacudiendo

El estado interno de sus mentes, calmo espacio antes

Y de paz repleto, agitado ahora y turbulento.

Pues no reinaba la razón y ya la voluntad

Desoía su saber, ahora ambas subyugadas

Al deseo sensual, que asaltando desde abajo

Al soberano raciocinio, reclamaba

Superior autoridad. Desde un pecho tan inquieto,

Adán, el tono y la figura enajenados,

Con palabras balbucientes a Eva retornó:

«Ojalá me hubieras escuchado y esperado,

Como te pedí, a mi lado, cuando ese raro anhelo

De ir vagando, este desdichado amanecer,

Te poseyó, y no sé cómo; seguiríamos siendo

Aún felices, no como ahora, malogrados todos

Nuestros bienes, míseros, desnudos, confundidos.

Que nadie desde ahora busque causa innecesaria

Para demostrar lealtad debida; cuando busquen

Prueba tal, concluye que comienzan a fallar».

A lo que Eva, pronto hiriéndola el reproche:

«¿Qué palabras de tus labios, inflexible Adán?

¿Imputas lo ocurrido a mi defecto, o deseo

De vagar, como lo llamas?, que —quién sabe—

Bien podría haber pasado estando tú conmigo,

O aun a ti, quizá: de haber estado allí,

O aquí sufrido asalto, no habrías discernido

Fraude en la serpiente, hablando como habló;

Sin raíz de enemistad entre nosotros conocida,

¿Por qué pretender mi mal, buscar dañarme?

¿Es que nunca de tu lado iba a separarme?

Lo mismo daba entonces ser costilla en tu costado.

Siendo como soy, ¿por qué no me ordenaste,

Tú, cabeza, no alejarme en absoluto,

Yendo a tal peligro, como dices?

Demasiado dócil te mostraste, poco te opusiste,

Más incluso, lo aprobaste y permitiste bien contento.

Si te hubieras mantenido firme en tu disenso,

Yo no habría transgredido, ni conmigo tú».

A lo que airado ya, Adán repuso:

«¿Es esto pues amor, la recompensa esta

Del que yo te rindo, Eva ingrata, que probé

Inmutable cuando tú caíste, no yo,

Pudiendo haber vivido con ventura imperecible,

Mas opté, deliberado, por la muerte junto a ti?

¿Y ahora me reprendes como causa

De tu transgresión? No lo bastante rígido,

Parece, en contenerte: ¿qué otra cosa hacer?

Te lo advertí, te lo avisé, pronostiqué peligros,

Te previne contra el enemigo, esperándote

Al acecho; más allá, habría sido fuerza

Y la fuerza contra libre voluntad no es lícita.

Mas la confianza entonces te impulsó, segura

O bien de no encontrar peligro o bien de hallar

La circunstancia de gloriosa prueba; y, puede,

Yo también erré, admirando hasta tal punto

Lo que en ti perfecto parecía, que no creí

Capaz al mal de provocarte. Mas lamento

El error ahora, que en mi crimen se transforma:

Tú en mi denunciante. Tal le ocurrirá

A quien, fiándose en exceso del valor de la mujer,

Su voluntad le rinda: restricción no aceptará

Y librada a ella misma, si sucede algún desastre,

A la débil indulgencia del marido culpará».

Así pasaban ellos en recíproca denuncia

Horas infecundas, mas ninguno condenándose,

Y su vana competencia parecía interminable.