Libro VIII

EL ARGUMENTO

Adán pregunta acerca de los movimientos celestiales, se le responde ambiguamente y se le exhorta a inquirir cosas más dignas de conocerse. Adán asiente y, todavía deseoso de retener a Rafael, le cuenta lo que recuerda desde su propia creación, su emplazamiento en el Paraíso, su conversación con Dios acerca de la soledad y la adecuada compañía, su primer encuentro y sus nupcias con Eva. Su coloquio seguidamente con el Ángel, que, tras repetir sus advertencias, parte de allí.

El Ángel concluyó y voz tan deliciosa

A Adán dejó en los oídos, que por un rato

Lo creyó hablando todavía, y presto estaba aún a oírle;

Luego, cual recién despierto, respondió reconocido:

«Qué agradecimiento bastaría, qué compensación

Podría yo ofrecerte, divinal historiador,

Que con largueza tanta has aplacado

Esta sed que tuve de saber, dignándote,

Condescendiente y amistoso, a relatar

Noticias insondables para mí, y que oigo así

Sobrecogido, mas con gozo y, como es debido,

Admirándome la gloria del altísimo

Creador; persiste alguna duda, sin embargo,

Que tu sola aclaración podrá satisfacer:

Al contemplar este orden bello, este mundo

Que componen Tierra y cielo, y calibrar

Sus magnitudes —esta Tierra, mota, grano,

Átomo, si comparada con el firmamento

Y todas sus estrellas numerosas, que parecen orbitar

Espacios impensables (porque tal indican

Sus distancias y su rápido retorno

Diurnal) meramente para ministrar la luz

Alrededor de nuestra opaca Tierra, este punto,

Día y noche (toda su admirable ronda

Infecunda por demás)—, al meditarlo me pregunto

Cómo la Natura, austera y sabia, pudo perpetrar

Desproporciones tales, creando

Con superflua mano tantos cuerpos nobles,

Tan inmensamente grandes, para este solo uso,

O así parece, e imponer a sus esferas

Incansables giros, día a día

Repetidos, mientras esta Tierra sedentaria

(Que podría recorrer circuito más pequeño),

Por aquéllos atendida más ilustres, logra

Su objetivo sin la mínima moción y obtiene,

Por tributo de periplo tan enorme, hecho

A incorpórea rapidez, su luz y su calor:

Premura tanta que medida elude».

Esto dijo nuestro padre, y por su rostro parecía

Deslizarse a intrincados pensamientos ponderosos.

Apartada de la vista, Eva al percibirlo,

Con modestia regia y gracia que inducían

A pedirle que de allí no se ausentase,

Dejó el asiento y fue a sus frutos y sus flores,

Para ver si prosperaban, germinaban, florecían,

Sus retoños, que viéndola llegar brotaron

Y tocados por su afecto ya crecían más contentos.

Mas no partió por no agradarle

Tal discurso, o no ser capaz su oído

De cosas elevadas: tal placer se reservaba,

Que explicándolas Adán ella fuese sola oyente;

Prefería narrador a su consorte

Más que al Ángel, y preguntarle a él

Amaba sobre todo, pues Adán interponía

Gratas digresiones, resolviendo controversias altas

Con caricias conyugales: de sus labios, no palabras

Le gustaban solamente. ¿Dónde ahora hallar

Parejas tales, por amor unidas y mutua dignidad?

Con divina galanura se alejó,

Mas no desatendida, pues cual reina siempre

La escoltaba procesión de Gracias atractivas,

Disparando en torno a ella dardos de deseo

A ojos que quisieran no dejar de verla nunca.

Y Rafael, pues, a la duda expuesta por Adán

Benévolo y sereno, así le respondió:

«Que indagues o preguntes no te lo reprocho,

Pues como el Libro del Señor el cielo es ante ti,

En que leer sus Obras milagrosas y aprender

Sus estaciones, horas, días, meses, años:

Para comprenderlos, ya se mueva Tierra o cielo

Poco importa, si calculas bien; el resto

De hombre o Ángel hizo bien en ocultarlo

El magnífico Arquitecto, y no ofrece

Sus secretos al examen de ésos, que mejor

Harían admirándolos; o si arriesgan

Conjetura, él su urdimbre de los cielos

Deja a sus disputas, pues quizá la risa

Le despierten luego con sus raras opiniones

Vanas, cuando al fin modelen este cielo

Y calculen las estrellas: cómo explicarán

La forma poderosa, cómo montarán, desmontarán,

Fantasearán por no rendirse, y fajarán la esfera

Emborronándola de ciclos y epiciclos,

Céntricos y excéntricos, orbe dentro de orbe:

Estas cosas las presiento ya en tu razonar,

Pues, guía que serás de tu linaje, ya supones

Que los cuerpos más brillantes y mayores no tendrían

Que servir a los menores, ni girar los cielos tanto,

Mientras esta Tierra bien sentada logra, sola,

Todo el beneficio. Considera, pues, primero,

Que tamaño o brillo no confieren excelencia:

La Tierra, comparada con el cielo tan pequeña

Y apagada, puede que contenga, de concretos bienes,

Más porción que el Sol, que brilla estéril,

Con virtud que en sí no tiene efecto,

Sino en la Tierra fértil: sólo cuando ahí sus rayos

Llegan, inactivos de otro modo, su vigor ejercen.

Mas las esplendentes luminarias no son servidoras

De la Tierra, sino tuyas, habitante terrenal.

En cuanto al vasto círculo celeste, deja que proclame

La magnificencia del Creador, que construyó

Con amplitud y prolongó su línea hasta tan lejos,

Que vea el hombre que no vive en casa propia,

Edificio este exorbitante para que él lo llene,

Alojado como está en este su rincón, y el resto

Decretado para usos que mejor conoce Dios.

La rapidez de tales giros atribúyela,

Si bien incalculable, a su omnipotencia,

Que a substancias corporales puede conferir

Espiritual premura casi. Tú por lento no me tienes,

Pues partí al amanecer del Cielo,

Donde Dios reside, y antes de mediarse el día

Arribé al Edén, distancia inexpresable

Por pensable número. Mas digo esto,

Admitiendo la moción del cielo, por mostrarte

Nulo lo que a dudas te ha movido;

No es que yo tal cosa afirme, aunque así

Te pueda parecer, viviendo aquí en la Tierra.

Dios, para velar sus miras al sentido humano,

Puso lejos los Cielos de la Tierra: la mirada terrenal,

Si las presume, puede errar en cosas soberanas

Sin lograr ventaja alguna. ¿Qué si fuese el Sol

El centro de este mundo, y el resto de los astros,

Incitados por su fuerza de atracción

Y por la propia, lo circundan con diversa danza?

De sus errancias, ahora altas, ahora bajas, luego ocultas,

Progresivas o retrógradas, o detenidas,

Seis ves tú[261], pero ¿y si séptimo con ellas

Al planeta Tierra, que tan fijo se diría,

Insensiblemente mueven tres mociones varias?[262]

Si no, a esferas diferentes se las has de atribuir,

Movidas a la inversa con transversos ángulos;

O bien al Sol ahorrarle su labor, y a la veloz

Girándula, nocturna y diurnal[263], oculta,

Se presume, más allá de las estrellas, rueda

De la noche y día; que no pide ser supuesta

Si la Tierra, industriosa por sí misma, caza el día

En su viaje al este, y con su lado opuesto

Al solar influjo encuentra noche, luminosa en tanto

Su otra cara por los rayos. ¿Y si esa luz

Enviada por la Tierra a través del aire vasto y claro,

Fuese a la terrena Luna como estrella

Que le prende el día, igual que por la noche

Esta Tierra ella alumbra? Mutua, si regiones hay allí,

Campos y habitantes. Manchas tú le ves

Que son cual nubes: de las nubes, lluvia; y la lluvia

Gesta frutos en el suelo enmollecido, por nutrir

A quien lo pueble. Y otros soles, puede,

Con sus lunas subalternas, que descubras,

Transmitiendo luz viril y femenina

—Grandes sexos que este Mundo animan—,

Acopiada en esos orbes con algunos que allí vivan.

Pues espacio tan enorme en la Natura despoblado

De alma viva, yermo y desolado,

Sólo para refulgir, apenas aportando

Cada orbe chispear de luz, tan lejos proyectado,

Traído hasta este globo, que a ellos

Les devuelve luz, es por supuesto discutible.

Mas sean tales cosas de este modo, o no,

Ya el Sol predominante allá en el cielo

En la Tierra se levante, o en el Sol la Tierra surja,

Él comience su camino llameante desde el este,

O ella del oeste su silente curso siga

Con inocuo paso que girando duerme

En su manso eje, mientras marcha regular

Portándote tranquila con el terso aire alrededor,

No inquietes tu pensar con recónditas cuestiones:

Queden para Dios arriba, tú a él sirve y teme.

De otras criaturas, como más le plazca,

Dondequiera que emplazadas, deja que disponga:

Tú disfruta de sus dones, este Paraíso

Y tu Eva hermosa; mas el cielo tú muy alto tienes

Para comprenderlo; humilde sabio sé:

Piensa sólo lo que a ti y tu ser concierne;

Otros mundos no los sueñes, ni qué criaturas

Los habiten, en qué estado, condición, o grado;

Date por contento con las cosas ya explicadas,

Y no sólo de la Tierra, sino así del sumo Cielo».

A lo que Adán repuso, libre ya de dudas:

«Bien me has satisfecho, pura

Inteligencia celestial, Espíritu sereno,

Rescatándome de confusiones, enseñándome a vivir

De modo simple, sin perplejos pensamientos

Que interrumpan de la vida la dulzura; pues lejos

De ella ha puesto Dios toda ansiosa cuita,

Ordenando no afligirnos, salvo si nosotros

La buscamos con pensar errático y nociones vanas.

Mas la mente y fantasía son proclives a vagar

Sin freno, y de su vagar no hay término;

Hasta que advertida o por tanteo aprende

Que no el vasto conocer de cosas

Muy remotas, escondidas y sutiles, sino eso

Que delante hallamos, en la vida cotidiana,

Es sabiduría principal: el resto es humo,

O vacío, o ilusoria impertinencia,

Y en las cosas importantes, poco prácticos

Nos torna, inaptos, siempre inquiridores.

Descendamos pues de pináculo tan alto

A región más baja, para hablar de cosas útiles,

Cercanas, de las que mención acaso surja

De algo que no sea impropio preguntar,

Con tu permiso, y que tu sólito favor otorgue.

Te he oído relatar las cosas ocurridas

Previas a mí mismo: óyeme contar

Mi historia ahora, que quizá tú desconozcas.

Y el día aún no termina: hasta entonces ya ves tú

Con qué excusa tan sutil intento retenerte,

Invitándote a escuchar mi narración, que fuera

Desatino, si tu réplica yo no esperase.

Pues sentado aquí contigo, en el Cielo me imagino,

Y más dulce le resulta a mi oído tu discurso

Que los frutos de palmeras a la sed y el hambre

Que contentan, terminada la labor, a la hora

Del festín: pues éstos sacian y enseguida llenan,

Aunque gratos, pero tus palabras, que divina gracia

Colma, no traen con su dulzura saciedad».

Respondió Rafael con celestial afecto:

«No torpes labios tienes, padre de los hombres,

Ni tampoco lengua inelocuente: Dios en ti

Sus dones ha vertido en abundancia,

Dentro y fuera, oh su imagen bella.

Hables o enmudezcas, toda gracia y hermosura

Te acompaña y cada frase, cada gesto crea.

Y de ti en los Cielos no pensamos menos

Que cual nuestro cosirviente, e inquirimos

Con placer en lo que Dios reserva al hombre:

Porque vemos que el Señor te honra, dando

Al hombre amor igual. Prosigue entonces,

Pues el día aquel sucede que estuve ausente,

Consagrado a un viaje raro y tenebroso,

Travesía muy distante, a las Puertas del Infierno.

Toda la legión marchaba (tal mandato el nuestro)

Para ver que nadie, espía o enemigo,

Del lugar partiera mientras Dios creaba,

Que, colérico por tan intrépida estampida,

No mezclase con creación la destrucción.

No es que aquéllos sin su venia intenten nada,

Mas nos manda a sus misiones eminentes

Por boato, como Rey Supremo, y por habituarnos

A obediencia presta. Bien hallamos, bien cerradas,

Las funestas Puertas y atrancadas fuertemente;

Pero oímos dentro mucho antes de llegar

Ruido, diferente del sonido de canción o danza,

De tormento, de lamento grande y furiosa rabia.

Contentos reascendimos a las costas de la Luz

—Así se nos mandara— antes del atardecer del Sabbath.

Pero ahora, tu relato; pues escucho tus palabras,

Que me placen tanto como a ti las mías».

Esto dijo la divina Potestad; repuso nuestro padre:

«Contar el hombre cómo se inició la vida humana

Es bien arduo, pues ¿quién sabe su principio?

El deseo de contigo todavía conversar

Me indujo. Cual recién despierto de hondo sueño,

Muelle me encontré tendido entre las flores,

En balsámicos sudores, que el Sol con sus fulgores

Pronto disipó, nutrido del rorante vaho.

Torné enseguida al cielo atónitos mis ojos

Y miré un rato el amplio firmamento, hasta erguirme,

Por un súbito, instintivo movimiento, con un salto,

Como si tocarlo pretendiese, y derecho estuve,

Puesto en pie. Alrededor vi entonces

Monte, valle, umbríos bosques y solanas; vi

El líquido descenso de corrientes rumorosas; junto a éstas,

Criaturas que vivían, pululaban, iban o volaban,

Aves en las ramas gorjeando; todo sonreía,

De fragancia y dicha rebosó mi corazón.

A mí me examiné yo entonces, miembro a miembro

Me exploré, y anduve a ratos, y corrí también,

Con cuerpo elástico, según el brío me incitase.

Mas quién era yo, en dónde estaba, cuál mi causa,

Lo ignoraba; a hablar probé y hablé al instante:

Obedeció mi lengua y enseguida nominé

Las cosas que veía. “Tú Sol —dije—, bella luz,

Y tú alumbrada Tierra, tan alegre y fresca,

Montes, valles, pues vosotros, ríos, bosques, llanos,

Y vosotras vivas, pululantes, bellas criaturas:

Decidme, si sabéis, ¿dónde estoy, cómo vine?

No de mí: de algún gran Hacedor, entonces,

Preeminente en el poder y la bondad;

Decidme, ¿cómo puedo conocer, loar,

A ese de quien tengo vida y movimiento

Y por quien me siento más feliz de lo que sé.”

Así clamando, anduve sin saber adónde

Desde el sitio en que absorbí el primer aliento

Y vi mi bella luz primera, sin tener respuesta,

Y en una umbrosa riba verde, rica en flores,

Pensativo me senté. Allí gentil el sueño

Me halló por vez primera, y con blanda dictadura

Soporosos mis sentidos oprimió, sin inquietud,

Aunque creí volver a mi insensible estado

Previo, y a punto ya de disolverme.

Mas de pronto, vino a mi cabeza un sueño

Cuya interna aparición gentil movió

A creer mi fantasía que tenía aún yo el ser

Y aún vivía: uno vino, creo, de divina forma

Y dijo: “Tu mansión te aguarda, Adán, levanta,

Oh Primero, de hombres incontables escogido

El Primer Padre; invocado por ti vengo, guía tuyo

Al Jardín del Gozo, tu morada ya dispuesta”.

Hablando así, me alzó tomándome la mano

Y por campos y corrientes, deslizándonos

Suaves sin un paso, arribamos por fin

A un monte nemoroso, de alta cima y llana,

Un circuito amplio, aislado, por soberbios árboles

Poblado, con veredas y enramadas que apocaban

Lo que de esta Tierra viera ya. A cada árbol

Abrumaban bellos frutos, que pendían tentadores

Para el ojo y me excitaron súbito apetito, ganas

De arrancarlos y comérmelos. Allí adonde iba,

Tenía ante mis ojos verdadero lo que el sueño

Simulara con viveza. Aquí de nuevo comenzara

Mi andadura, si quien me condujo

Hasta esta cima no surgiera de los árboles,

Deífica Presencia. Exultante y temeroso

A sus pies caí en adoración sumisa:

Él me alzó y “Quien buscas ése soy

—Dijo dulce—, Hacedor de todo lo que ves

Arriba, alrededor de ti o debajo.

Este Paraíso te lo doy: por tuyo tenlo

Para cultivarlo y mantenerlo, y comer sus frutos.

De todo árbol que prospera en el Jardín

Come libre, grato el ánimo, no temas carestía;

Mas del árbol cuyo efecto trae del Bien

Y el Mal la ciencia, que hago garantía

De tu fe y sometimiento, y pongo en medio

Del Jardín junto al Árbol de la Vida,

Ten presente lo que digo: cuídate siquiera de probarlo,

Y cuida de su amarga consecuencia: pues entiende,

El día en que lo pruebes, violando mi único

Mandato, inevitablemente morirás:

Mortal desde ese día, esta condición feliz

La perderás, de aquí arrojado a un mundo

De miseria y llanto”. Pronunció severo

La inflexible prohibición, que reverbera

Todavía pavorosa en mis oídos, aunque estriba en mí

El no quebrarla. Pero pronto su brillante aspecto

Retornó, reanudando su designio generoso:

“No este bello marco sólo, sino la Tierra toda

A ti y tu raza os doy: cual Amos

Poseedla, y toda cosa que halléis vivir en ella,

O en los mares, o en el aire, bestia, pez y ave.

En signo de ello, cada bestia —observa— y pájaro

Según sus clases te los traigo, que reciban

De ti el nombre y lealtad te ofrezcan

Con humilde sujeción; lo mismo, entiende,

A los peces hace en su acuática mansión,

No llamados porque no podrían escapar

De su elemento para respirar el aire leve”.

En tanto así me hablaba, cada bestia y ave

Vi llegar de dos en dos: éstas inclinándose

Muy zalameras y los pájaros bajando al vuelo.

A su paso, les di nombre y entendí

Su natural, de tal conocimiento Dios dotó

Mi subitánea percepción: en éstos, sin embargo,

No encontré lo que creí querer aún,

Y a la Visión celeste le espeté atrevido:

»“¿Con qué nombre —pues superas a éstos tú

Y al hombre, o a cualquiera aún más grande,

Y trasciendes mi nombrar—, cómo puedo yo

Adorarte, oh Hacedor del Universo

Y de todo el bien al hombre, para cuya holgura

Tan cumplidamente y con mano liberal

Has otorgado toda cosa, aunque veo

Que no hay conmigo quien comparta? Solo,

¿Qué ventura tengo, quién disfruta en soledad

O disfrutando todo, qué contento tiene?”.

Yo así, presuntuoso; y la Visión brillante,

Cual si más brillase sonriendo, respondió:

»“¿A qué llamas soledad? ¿No ves la Tierra

Llena de vivientes y variadas criaturas, y los aires

Saturados, seres todos que a tus órdenes

Acuden a jugar en tu presencia? ¿No conoces tú

Su lengua y hábitos? También conocen ellos

Y razonan fértilmente. Halla pues en ellos

Pasatiempo y reina bien: tu reino es grande”.

Así lo declaró el Señor Universal, y pareció

Así ordenarlo. Implorando yo permiso para hablar

Y con humilde ruego, así le repliqué:

»“No te ofendan mis palabras, Celestial Poder,

Mi Autor, oh sé propicio mientras hablo.

¿No me has hecho aquí tu substituto

Y formado éstos inferiores a mi estado?

Entre desiguales ¿qué adecuada sociedad

Existirá, qué armonía o qué deleite genuino?

Pues éste ha de ser recíproco, en proporción debida

Dado y recibido; pero en la disparidad,

Intenso el uno, aún remiso el otro,

No podrán acomodarse y pronto han de probarse

Por igual tediosos. Hablo yo de compañía

Tal cual la querría, apta para compartir

Completo el racional deleite, en lo que el bruto

Del humano no es consorte. Gozan ellos

Cada uno con su doble: el león, pues la leona;

En parejas tan cabales los combinas.

Mas si pájaro con bestia, pez con ave,

No conversan, ni tampoco el mono con el buey,

Menos todavía pueden hombre y animal”.

Y el Todopoderoso respondió, no descontento:

»“Una cálida y sutil felicidad, advierto,

Para ti sugieres en lo que hace a la elección

De tus amigos y no probarás, Adán,

Placer, aun no faltándote, si solitario.

¿Qué piensas, pues, de mí y de este estado mío?

¿Te parezco en suficiente posesión

De dicha, o no? Yo, solo como estoy

Por toda eternidad, pues no conozco a nadie

Que sea mi segundo o semejante, menos aún mi igual.

¿Con quién habré de conversar pues yo,

Sino con criaturas que yo he hecho, a mí

Inferiores infinitos escalones por debajo

De lo que otras criaturas son respecto a ti?”.

»Cesó; humilde respondí: “Para alcanzar

La altura y la profundidad de las eternas sendas

Toda humana mente desfallece, oh Supremo.

Perfecto eres tú en ti mismo, y en ti

No existe deficiencia; no así es el hombre,

Grado a grado crece, lo que es causa del deseo

De curarse —departiendo con iguales—

O alegrarse las carencias. Tú no necesitas

Propagarte, siendo ya infinito como eres

Y absoluto en todo número, aunque Uno;

Mas el hombre manifiesta por el número

Su individual imperfección, y engendra

Otros a él iguales, su multiplicada imagen,

Defectuosa en la unidad, lo que requiere

Mutuo amor y profundísima amistad.

Tú en tu misterio, aunque estés en soledad,

Tienes en ti mismo insuperable compañía

Y no buscas otra relación; mas, si te place,

Puedes elevar tu criatura a la altura que desees

De unión o comunión, deificándola.

Yo por mero conversar no puedo alzar

A éstos de su estado, ni tener contento en su tenor”.

Audaz, hablé así, usando la otorgada

Libertad, y hallé favor, que me ganó

Esta réplica de la clemente Voz Divina:

»“Probarte, Adán, hasta ahora me ha placido

Y te hallo sabedor no sólo de las bestias,

Que nombraste bien, sino también de ti,

Pues manifiestas el espíritu que es libre en tu interior,

Mi imagen, no impartida al bruto,

Cuya compañía es para ti por ello inapta;

Buena tu razón, que de este modo, libre, la rechaza:

Piensa siempre así. Mas antes de que hablases

Ya sabía yo que soledad no es para el hombre,

Y no es esta compañía que hoy has visto

La que tienes destinada; por probarte la he traído,

Para ver si juzgarías de lo apto y lo oportuno.

Lo que traiga luego ha de gustarte, ciertamente,

Semejanza tuya, tu apta ayuda, tu otro yo,

Tu deseo, de tu corazón exacto anhelo”.

»Cesó, o quizá no oí yo más, ya que ahora,

Por su Celestial mi terrenal vencido[264],

Que bregase tanto desde abajo hacia su altura

En aquel sublime parlamento empíreo

Como con objeto que supera su sentido,

Deslumbrado y roto, se hundió buscando sueño

Confortante, que al instante me asaltó, llamado

Para alivio por Natura, y cerré mis ojos.

Mis ojos él cerró, dejando abierta la celdilla

De la fantasía, mi visión interna, con la que aquellado

Como en trance creí, durmiendo, que veía,

Allí donde yacía, y vi la forma

Aún gloriosa, ante la cual me alcé despierto,

Que, inclinándose, me abrió el costado izquierdo

Y tomó costilla de él, caliente de cordiales hálitos

Y efundiendo sangre viva. Ancha fue la herida,

Pero pronto se curó llenándose de carne nueva.

La costilla modeló él con propias manos:

De sus manos formadoras una criatura vi surgir,

Al hombre parecida, de otro sexo, tan hermosa

Que lo hermoso de este mundo parecía ahora

Miserable, o resumido en ella, en ella contenido

Y su figura, que ya desde ese instante me infundió

En el ánimo dulzor, desconocido antes,

Y que a toda cosa le inspiraba, con su gracia,

El espíritu de amor y de amorosa dicha.

Se esfumó ella, me dejó a oscuras, caminé

Por encontrarla, o para siempre lamentar

Su pérdida y demás placeres abjurarlos todos[265];

Cuando, ya sin esperanza, la vi no lejos,

Tal como la viera yo en mi sueño, adornándola

Aquello que la Tierra toda o Cielo daban

Por hacerla más preciosa: ella vino,

La guiaba su celeste Autor, aunque invisible,

Llevándola su Voz, no inculta

En los ritos maritales y la santidad nupcial:

Gracia poseía en cada paso, cielo su mirar,

En cada gesto dignidad y amor había.

Exultante e incapaz de contenerme, dije fuerte:

»“Esto sí me restablece, has cumplido

Tu palabra, Creador benigno y generoso,

Donador de cosas bellas y, aunque éste es el más bello

De tus dones, no me lo rehúsas. Veo ahora,

Hueso de mi hueso, carne de mi carne, a mi ser

Ante mí: su nombre sea mujer, del hombre

Extraída; por su causa dejará él

A padre y madre para unirse a ella,

Y serán la misma carne, alma, corazón”.

»Ella oyó mis efusiones y, si bien divina,

Su inocencia y virginal modestia,

Su virtud y la consciencia de su mérito,

Que requería galanteo, no indolente entrega,

Que no imprudente, no atrevida, reservada era,

Tanto más deseable, o por decirlo todo,

La Natura misma, aunque pura de inmoral idea,

La movía de tal forma que al verme se tornó.

La seguí: sabía ella ya lo que es honor

Y con atenta majestad dio a mis súplicas

Su aquiescencia. Al tálamo nupcial,

Arrebolada como el alba, la guié: el cielo entero,

Las constelaciones faustas del momento,

Derramaron su mejor influjo; dio la tierra

Signo de alegría y todas las montañas;

Júbilo las aves; brisas frescas y suaves vientos

Susurraban en los bosques, y sus alas

Nos traían rosas, los aromas de fragantes matas,

Juguetonas, hasta que el pájaro amoroso de la noche[266],

Entonó el epitalamio, urgiendo al astro vespertino,

En su cima montañosa, por prender la lámpara nupcial.

He hecho así el relato de mi estado, prolongando

Esta historia mía hasta el colmo de terrestre dicha

Que disfruto, y debo confesar que encuentro

En todo lo demás deleite cierto, mas

Lo guste o no, no incita en mi mente cambio

Ni deseo pasional; de goces tales hablo

Como gusto, vista, olor, las plantas, frutos, flores,

Los paseos y la melodía de las aves. Mas aquí

Es todo muy distinto: arrobado observo,

Arrobado toco: aquí pasión sentí por vez primera,

Rara conmoción —en todo el resto de los gozos

Inmutable y superior—, frágil sólo aquí

Contra el potente guiño de la mágica belleza.

O falló Natura en mí, dejando alguna parte

Incapaz de resistirse a tal objeto,

O al tomar de mi costado, extirpó, acaso,

Más de lo debido; cuando menos puso en ella

Mucho adorno, la apariencia externa

Muy elaborada, la interior no tan perfecta.

Bien entiendo que, según el principal designio

De Natura, ella es la inferior en mente

Y talentos interiores, que destacan sobre todo;

Y también en lo exterior, al parecerse menos

A la imagen de ese que a los dos nos hizo,

Expresando menos el carácter de dominio

Sobre otras criaturas. Pero, cuando me aproximo

A su hermosura, tan perfecta me parece

Y en sí misma tan completa, conocerse

Tan a fondo, que lo que desea o dice

Me parece lo más sabio, virtuoso, más discreto, lo mejor.

Toda ciencia superior en su presencia cae

Degradada; la sabiduría en diálogo con ella

Pierde, trastornada, y se vuelve tontería;

La razón y autoridad la sirven,

Cual si fuese la primera, no creada luego,

Contingente; y por consumarlo todo

La grandeza de la mente y la nobleza su sitial

Erigen en primores de ella y la nimban

Con temor sagrado, cual guardián angélico».

A lo que el Ángel, con fruncido ceño:

«No acuses a Natura: ella ha hecho su trabajo;

Haz el tuyo tú y no desconfíes tanto

Del saber, que no te desampara, si tú

No lo abandonas cuando más lo necesitas cerca,

Ensalzando demasiado cosas que resultan

Menos excelentes, como tú percibes.

Pues ¿qué admiras, qué te arroba de este modo?

¿Cosa externa? Bella, no lo dudo, y muy digna

De tu afecto, tu homenaje y aun tu amor,

No tu sujeción: compárate con ella

Y calibra luego: a menudo nada vale más

Que la autoestima, bien llevada, bien fundada

En lo justo y recto. Cuanto más experto aquí,

Más te aceptará por su cabeza ella

Y a las realidades rendirá sus apariencias:

Adornada así por darte más deleite;

Sobrecogedora, para que ames con honor

A tu consorte, que ve cuando menos sabio se te ve.

Pero, si el sentido táctil por el que la humanidad

Se multiplica puede parecer deleite superior

A todo el resto, piénsalo asimismo conferido

Al ganado y cada bestia: no sería para ellas

Cosa tan común y divulgada, si tuviese

Algo digno su disfrute de imponerse

Al espíritu del hombre, o de mover en él pasión.

Lo eminente que en su compañía halles

Atractivo, racional, humano, ámalo por siempre,

Pues amándolo haces bien; no así con la pasión,

En la que no consiste el verdadero amor: refina

El amor la mente, engrandece el corazón,

Tiene asiento en la razón y es ponderado,

Es la escala por la que subir a amor celeste,

No caer en el placer carnal, razón de que

Entre bestias no encontrases tú pareja».

A lo que casi avergonzado, Adán repuso:

«Ni su exterior tan bello, ni otra cosa

De la procreación, común a toda especie

(Aunque mucho más excelso el lecho conyugal,

Con misteriosa reverencia, yo lo estimo)

Me deleita tanto, como esos actos oportunos,

Esas mil delicadezas que día a día fluyen

De sus hechos, sus palabras, llenas de amor

Y dulce acuerdo, que declara no fingida unión

De mente, o un alma sola en ambos:

Armonía más encantadora en pareja maridada

Que el sonido melodioso lo es para el oído.

Éstos, sin embargo, no esclavizan; te revelo

Lo que siento dentro, no por ello dominado:

Yo, que topo con objetos varios que me muestran

Los sentidos variamente, pero, libre siempre,

Lo mejor apruebo y lo que apruebo sigo.

Amar no me reprochas; pues amar, afirmas,

Lleva al Cielo, a la vez camino y guía;

Sé paciente pues conmigo, si pregunto lícito:

¿No aman los Espíritus celestes? ¿Cómo expresan

Ese amor, con sus miradas solamente

O mezclando su fulgor, virtual contacto o inmediato?».

A lo que el Ángel, con sonrisa que vertía

Celestial rubor, de amor el tono propio,

Repuso: «Bástete sabernos venturosos

Y en ausencia del amor no existe dicha.

Lo que tú de puro en el cuerpo gozas

(Y creado puro fuiste) lo gozamos los Espíritus

En eminencia, sin obstáculo ninguno

De membrana, miembro o hueso, excluyentes trabas:

Más que el aire con el aire, si los Ángeles se abrazan,

Se fusionan por completo, uniéndose pureza

A lo puro que desea; no requieren medio restringido,

Como carne que con carne se combine, o alma y alma.

Más no puedo ahora; el Sol, que parte más allá

Del verde Cabo de la Tierra e islas verdecientes[267],

Héspero[268] se pone señalando mi partida.

Sé feliz, sé fuerte, ama, y sobre todo

A aquel a quien amar es someterse, y guarda

Su precepto grande; cuida que pasión a juicio

No le imponga un acto que tu libre voluntad

Rechazaría: la fortuna o infortunio

Tuya y de tus hijos en ti yace: ¡cuida!

En tu perseverancia yo me gozaré

Y todos los Benditos. Tente firme, pues tenerse

O caer reposa sólo en tu libre arbitrio.

Perfecto dentro, no demandes patrocinio externo;

Y repele toda tentación de transgredir».

Hablando así, se levantó; siguiole Adán,

Con bendiciones. «Puesto que ya partes,

Ve, celeste huésped, mensajero etéreo,

Enviado por el Bien Supremo que yo adoro.

Grata para mí y afable ha sido

Tu condescendencia, que honraré por siempre

Con recuerdo agradecido: tú a la humanidad

Sé siempre favorable y vuelve con frecuencia.»

Así se separaron, hacia el Cielo el Ángel

Desde la espesa umbría; Adán a su cobijo.