Libro VI

EL ARGUMENTO

Rafael sigue contando que Miguel y Gabriel fueron enviados a luchar contra Satán y sus Ángeles. Se describe la primera batalla: Satán y sus fuerzas se retiran bajo la protección de la noche. Satán convoca un consejo, inventa máquinas diabólicas que durante el segundo día de batalla crean cierto desorden entre Miguel y sus Ángeles, quienes, finalmente, arrancando montes, superan a las fuerzas y máquinas de Satán. Sin embargo, no acabando así el tumulto, Dios envía el tercer día al Mesías su Hijo, para quien ha reservado la gloria del triunfo. Éste, que llega al lugar envuelto en el Poder de su Padre, ordena a sus legiones quedarse quietas a uno y otro lado y, lanzándose con su Carro y Trueno en medio de sus enemigos, los persigue —incapaces de resistirse a él— hasta los Muros del Cielo, que se abren para dejarlos saltar sumidos en horror y confusión al lugar de castigo preparado para ellos en el Abismo. El Mesías retorna a su Padre triunfante.

«La noche toda imperseguido el Ángel bravo[228]

La gran pradera cruza celestial, hasta que el Alba,

Despertada por las Horas cíclicas, con rosácea mano

Los Portales abre de la Luz. Hay una gruta

En el Monte del Señor, muy cerca de su Trono,

Que la luz y oscuridad en ronda permanente

Colman o abandonan, dando a todo el Cielo

Alternancia grata, como día con su noche.

Al surgir la luz, por la otra puerta

Obsequiosa ya penetra la oscurana, hasta su hora

De velar el Cielo, aunque allí la oscuridad bien puede

Parecer aquí el crepúsculo; ahora, pues, surgía el Alba

Tal cual es en Altos Cielos, ataviada de oro

Empíreo; ante ella desmayó la noche, alanceada

Por orientes rayos. Todo el llano entonces,

Que compactos escuadrones inundaban fúlgidos,

Carros, armas como en llamas y corceles ígneos,

En un eco de fulgores, alcanzáronle la vista.

Guerra percibió, guerra en ciernes, y halló

Que ya era bien sabido lo que él creyó noticia

Por portar: contento entonces se sumó

A las legiones fieles, que lo recibieron

Con deleite y fuerte aclamación, pues uno,

De los miles que cayeran, uno sólo,

Retornaba sin perderse. Al sagrado Monte

Lo llevaron entre aplausos, presentándolo

Ante el Sitial Supremo, del que una voz

Surgiendo dulce de áurea nube se hizo oír:

»“Servidor de Dios[229], bien hecho, bien lidiaste

Tu mejor combate al sostener en solitario,

Contra la insurrecta turba, causa justa,

En palabras más potente que en las armas ellos;

Y por testimoniar Verdad has soportado

Universal reproche, más intolerable

Que violencia, pues te ha importado sólo

Tu justeza a ojos del Señor, aunque mundos

Te tuviesen por perverso. La victoria más sencilla

Pues te queda, ayudado por la hueste de los tuyos:

Retornar de tus rivales más glorioso

De lo que partiste desdeñado, sometiendo

Por la fuerza a quienes la razón por ley desprecian,

La íntegra razón por ley, y por Monarca

Al Mesías, que reina por derecho de sus méritos.

Ve, Miguel, de las Celestes Tropas príncipe,

Y tú, siguiente en militar valía,

Gabriel, guiad a la batalla a estos hijos míos

Invencibles, a mis santos conducid armipotentes

Por millares y millones en compacta formación,

Igual en número a la atea turba

Sublevada y con hostiles armas, fuego,

Asaltadla sin temor, hasta el confín del Cielo

Perseguidla, echándola de Dios y de la dicha

Al lugar de su tormento, el Tártaro,

El Pozo que, dispuesto, abre anchoso ya

Su Caos de fuego a su despeño”.

»Así habló la Voz Augusta y nubes empezaron

A cubrir el Monte entero y humo a revolverse

En oscuras espirales, llamas fieras, signo

De despierta cólera. Con igual espanto la potente

Etérica trompeta resonó en lo alto

Y a su orden los poderes militantes

Que luchaban por el Cielo, en cuadro fuerte

De unidad irresistible, avanzaron en silencio,

Todas sus legiones, al sonido

De armonía instrumental que ardor heroico

Infundía, ansia de valientes gestas

Bajo líderes divinos en la causa

Del Señor y su Mesías. Y avanzan, pues,

Indisolublemente firmes: ni patente monte,

Ni cañón angosto, bosque o río descompone

Sus perfectas filas: por encima del terreno

Marchan y el pasivo aire aguanta

Su ligero paso. Como cuando todo pájaro

En formación según su especie vino al vuelo,

Al Edén llamado, a recibir de ti

Su nombre, así por muchas tierras fueron

Del Empíreo y por innúmeras provincias vastas

Diez veces el tamaño de este suelo; por fin,

Lejos en el horizonte el Norte apareció

De extremo a extremo cual región ardiente

En belígera disposición y, ya más cerca,

Erizada de los tiesos rayos incontables

De las lanzas rígidas, los yelmos densos, y escudos

Varios con emblemas arrogantes:

Las legiones de Satán apresurándose

Con frenética premura, pues pensaban

Ese mismo día, por sorpresa o con batalla,

Conquistar el Monte del Señor, y allí en el Trono

A quien su estado le envidiaba colocar, altivo

El aspirante; mas sus planes, burdos, fatuos,

Fracasaron, aunque extraño parecía

Al principio que Ángel contra Ángel guerrease

Y en lid furiosa coincidiesen quienes coincidían

A menudo en festivales para el gozo y el amor

Unánimes, cual hijos de un gran Padre,

Alabando al Eternal Progenitor. Mas el grito

De batalla se elevó y el ruido de embestida

Al cargar las tropas terminó con los reparos.

Alto en medio de los suyos, exaltado como un Dios,

El Apóstata en su carro como el Sol mostrose,

Idolo de majestad divina, rodeado

De fogosos Querubines y broqueles áureos;

Luego de su trono fastuoso descendió, pues

De hueste a hueste ya no había más que un soplo,

Intervalo atroz, y frente contra frente

Se tenía en formación terrible

De espantosa longitud. Ante la vanguardia nebulosa,

Justo al filo del combate, antes de trabarse,

Satanás con sus zancadas vastas y altaneras

Avanzó imponente, de diamante armado y oro.

Tal imagen no podía soportarla Abdiel,

Allá entre los más grandes, ávido de enormes gestas,

Y así su corazón impávido explora:

»“¡Oh Señor! que semejante calco del Altísimo

Perdure todavía, donde fe y realidad

No quedan ya; ¿por qué la fuerza y el poder

No fallan fallando la virtud, mostrándose más febles

Si insolentes, aunque de estampa inconquistables?

Fiando en la ayuda del Altísimo, el poder

He de probar de aquel cuya razón probé

Falsaria y frágil; no es sino sólo justo

Que quien vence al debatir de la verdad,

Venza por las armas asimismo: dos disputas,

Víctor por igual. Si bruta la contienda y detestable

Cuando la razón pelea con la fuerza, tanta más

Razón existe de que predomine la razón”.

»Cavilando así y del frente armado de sus Pares

Avanzándose, en mitad del campo encuentra

A su intrépido rival, más iracundo todavía

Ante tal obstáculo, y así lo desafía:

»“Engreído, ¿hallas guerra? Esperabas alcanzar

La cumbre de tu anhelo sin estorbo,

Desguardado el Trono del Señor, y su lugar

Desocupado por terror a tu poder

O a tu potente lengua. Loco, no pensar qué vano

Es alzarse en armas contra tal Omnipotente,

Que de cosas nimias puede hacer surgir sin fin

Ejércitos interminables que derroten

Tu locura; o con mano solitaria

Más allá de todo límite, de un golpe

Inasistido, puede exterminarte y sumir

A tus legiones en tinieblas. Pero ves aquí

Que no te siguen todos; hay aquellos que la fe

Prefieren, la piedad, aunque entonces

No los vieras, cuando sólo yo en tu mundo

Parecía equivocado al disentir de todos:

Mi partido ves ahora, tarde aprende pues

Que a veces pocos saben cuando miles yerran”.

»A lo que el gran Adversario, desdeñoso

Así repuso: “Mala hora ésta para ti; de mi venganza

La esperada. Tú primero has de caer,

Que vuelves de tu huida, Ángel sedicioso

A recibir tu recompensa, el primer ensayo

De esta diestra provocada, puesto que tu lengua

Inspirada en refutarme se opuso la primera

A un tercio de los Dioses, a su sínodo reunido

En rúbrica de su Deidad: pues quienes sienten

En sí el vigor divino, no han de permitir

Omnipotencia a nadie. Mas bien haces

En mostrarte ante los tuyos, deseoso de ganar

De mí una pluma[230], que tu intento enseñe

Al resto destrucción. Pauso, sin embargo

(No sea que presumas, irrefutado), por decirte así:

Al principio especulé que libertad y Cielo,

Para Almas Celestiales, eran uno sólo; pero ahora

Veo que los más servir prefieren por desidia:

Los Espíritus lacayos, hechos a la fiesta y canto;

A ésos has armado, a la filarmónica del Cielo,

Contra libertad la servidumbre,

Cual los hechos de ambos bandos probarán”.

»A lo que, pronto, Abdiel severo respondió:

“Ay Apóstata, que yerras todavía y no hallas fin

A tus errores, lejos como estás de la verdad.

Injustamente insultas con el nombre

De servil a quien ordena Dios servir

O la Natura: Dios y la Natura mandan cosa idéntica

Cuando quien dirige es el más digno

Y supera a quienes rige. Servidumbre

Es servir al ignorante, al que instiga rebelión

Contra otro más insigne, como esos que te sirven,

Siendo como eres el sirviente de ti mismo;

¿Y te atreves todavía a ultrajar nuestro servicio?

Reina tú en el Tártaro, tu feudo; déjame servir

A Dios en el Empíreo y las órdenes divinas

Acatar de quien más merece acatamiento.

Mas cadenas en el Tártaro, no reinos, tú hallarás;

Mientras, retornado como dices de mi huida,

Esta cortesía en tu crestón recibe impío”.

»Y diciendo esto, noble golpe alzó

Que no dejó en suspenso: rápido cayó y tempestuoso

En la cresta altiva de Satán, y ni la vista

Ni ágil pensamiento, menos todavía su broquel,

Pudieron impedir tal ruina. Diez zancadas grandes

Reculó, a la décima hincó rodilla,

Que sostuvo la maciza lanza, como si en la tierra

Vientos bajo el suelo o aguas prorrumpiendo

De costado hubiesen arrancado un promontorio,

Medio hundido con sus pinos todos. Pasmo dio

A los rebeldes Tronos, pero rabia aún mayor al ver

A su adalid caído. Júbilo colmó las nuestras

Y clamor, presagio de victoria y ansia fiera

De batalla; por lo que Miguel mandó soplar

La arcangélica trompeta: por el vasto Cielo

Resonó y las tropas fieles elevaron

Al Altísimo el hosanna. No pausaron a mirarnos

Las legiones enemigas, no fue menos la crueldad

Con que embistieron. Aumentó la furia tormentosa

Y un estruendo como nunca oyera el Cielo;

Armas al chocar con armaduras chirriaban

En terrible discordancia y frenéticas las ruedas

Rechinaban de broncíneos carros; el ruido del conflicto

Era atroz; siniestro en las alturas el silbar

De flechas ígneas en flamígeras descargas,

Que volando abovedaban los ejércitos con llamas.

De este modo, bajo cúpula de fuego, arremetieron

Ambos cuerpos principales, con tremendo asalto

Y rabia inextinguible. Todo el Cielo

Retumbó y, si Tierra hubiese habido entonces,

Hasta el núcleo fuera estremecida. ¿A qué asombrarse,

Si millones de feroces Ángeles belígeros

A cada lado peleaban y el menor blandir podía

Estos elementos, pertrechándose con el poder

De todas sus regiones?[231] Cuánto más poder, por tanto

—Hueste contra hueste innumerable—, para alzar

Tremenda combustión luchando y perturbar,

Sin destruir, su venturoso suelo patrio,

Si el Eterno Rey Omnipotente,

Desde su Bastión del Cielo no hubiese sometido

Y limitado tanta fuerza. Pues, aunque tan nutrida

Que cualquier legión aislada era comparable

A un ejército copioso, cada mano armada

Era en ímpetu legión; guiado a la batalla,

Líder parecía cada luchador, experto

En los avances, las paradas, o cambiar el curso

Del combate, cuándo abrir o bien cerrar

Las filas de la guerra cruel. Ninguno huir pensaba,

Ni siquiera en retirada, ni en hecho indigno

Que mostrase miedo; cada cual confiaba en sí

Como si en su brazo únicamente yaciese

La victoria. Gestas de perpetua fama

Acaecieron, infinitas; pues extensa y varia

Propagose aquella guerra: en terreno firme a veces

Lucha en pie, luego alzándose en vuelo poderoso

Torturaba todo el aire; todo el aire parecía entonces

Fuego batallante. Largo tiempo se extendió

Indecisa la pelea, hasta que Satán, que aquel día

Desplegó prodigios de poder y en armas

No encontrara igual, cruzando la terrible confusión

De Serafines contendientes, vio por fin

La espada de Miguel, que derribaba a cada golpe

Batallones. Con mandobles portentosos

Esgrimidos por lo alto, el temible filo descendía

Devastando. A contener tal destrucción

Satán se apresuró y opuso el pétreo círculo

De décuple adamante, su ancho escudo,

Orbe inmenso. Viéndolo acercarse

El gran Arcángel, de su empeño bélico

Cejó y, contento al esperar dar fin aquí

A la guerra de los Cielos intestina, sometido el Adversario

O cautivo y en cadenas, con hostil mirada

Y la cara toda enrojecida así empezó:

»“Autor del mal, ignoto hasta tu insurrección,

Sin nombre aquí en el Cielo, mas extenso ahora

En estos actos de pelea odiosa, odiosa en todos,

Aunque siendo justos culpa tuya sobre todo

Y tus secuaces. ¡Cómo has perturbado

La bendita paz del Cielo y llenado la Natura

De miseria, increada hasta el crimen

De tu rebelión! ¡Cómo has instilado

Tu malicia en miles que eran fieles

Y devotos, y ahora falsos! Mas no pienses

Trastornar aquí el Reposo Santo: pues te arroja el Cielo

De sus lindes. Sede de ventura, el Cielo

No tolera frutos de la guerra y la violencia.

¡Vete, pues! y vaya el mal contigo,

Tu retoño, al lugar del mal, el Tártaro,

Contigo y tu maldita turba; arma allí pendencias,

Antes que esta espada vengadora marque tu destino

U otra represalia del Señor, alada y repentina,

Te despeñe con dolor adicional”.

»Esto dijo el Príncipe arcangélico, al que así

Repuso el Adversario: “No imagines con el viento

De aéreas amenazas asustar a quien con hechos

No lo logras. ¿Es que has hecho huir

Al menor de todos éstos, lo tumbaste sin que se alce

Invicto? ¿Y crees más fácil negociar conmigo,

Pues esperas, por la fuerza y amenazas,

Arrojarme del lugar? No yerres, no termina así

La lucha de eso que llamáis el mal, nombrada

Por nosotros de la Gloria: vamos a ganarla

O convertir el Cielo mismo en el Infierno

De tu fábula, pues libres hemos de vivir aquí,

Si no reinar. Por tanto, de tu fuerza extrema

—Y súmale el auxilio de quien llamas el Altísimo—

Yo no huyo: cerca o lejos te he buscado”.

»La parla terminaron, ya dispuestos a pelea

Inenarrable, porque ¿quién, aun con la lengua

De los Ángeles, podría relatarla, o a qué cosas

Compararla perceptibles en la Tierra, que elevasen

La imaginación humana a semejantes cimas

De poder divino? Dioses, en efecto, parecían

Quietos o moviéndose, en estatura, armas, la moción,

Capaces de zanjar del Cielo el gran Imperio.

Ya agitaron sus espadas ígneas y en el aire

Dibujaron círculos horrendos; anchos soles sus escudos,

Destellaron enfrentados, mientras el horror

Se hacía expectación. Veloz se retiró

De lo más denso del combate cada hueste angélica

Dejando largo campo, insegura con el viento

De aquella conmoción: tal —por explicar las grandes

Por pequeñas cosas— cual si, rota la armonía de Natura,

Entre las constelaciones estallase guerra,

Y dos planetas en aspecto pernicioso[232]

De feroz oposición en medio de los cielos

Combatiesen, destruyendo sus esferas trepidantes.

Ambos a la vez, con brazo casi omnipotente,

Intentaron inminente un golpe

Que zanjase, sin pedir segundo,

Ya imposible, la contienda. No eran desiguales

En poder ni en rápida defensa; mas la espada

De Miguel, de la armería del Señor,

Tenía un temple tal que ni incisiva hoja

Ni maciza le aguantaba el filo: encontró

La espada de Satán con brusca fuerza de cayente tajo

Y partiola en dos: sin detenerse,

Con veloz viraje, penetró cortando hondo

En su diestro lado. Conoció Satán entonces el dolor,

Torciéndose convulso; tan dañina

La hoja arrasadora con herida discontinua[233]

Lo tajó. La etérica substancia, sin embargo,

Pronto se cerró, indivisible, y del corte

Un humor nectáreo comenzó a fluir, sanguíneo,

Tal como Espíritus celestes pueden derramar,

Manchando toda su armadura, antes tan fulgente.

Al instante en todas partes se aprestaron a ayudarlo

Ángeles potentes, numerosos, ofreciendo

Protección, mientras otros sobre escudos lo portaban

A su carro, donde estuvo retirado

De las filas de la guerra. Ahí yació

Rabiando de desdén, de angustia y de vergüenza

Por no ser inigualable y ver su orgullo

Humillado en el fracaso, traicionada

Su confianza de igualar a Dios en fuerza.

Mas pronto se curó, pues los Espíritus que viven

Íntegros en cada parte —no cual feble el hombre

En entrañas, testa o corazón, hígado y riñones—

Mueren solamente aniquilados

Y en su líquida textura más mortal herida

No reciben que tendría el fluido aire:

Todo corazón, cabeza toda, todo oído y ojo,

Son inteligencia toda y sensación[234]

Y asumen miembros, forma, talla, o el color

Según les gusta, ralos o compactos.

»En otras partes mientras, hechos semejantes

Merecían el recuerdo: donde enérgico Gabriel luchaba

Y con cohortes fieras penetraba la profunda formación

De Móloc, Rey furente, que lanzó su desafío

Prometiendo atarlo a las ruedas de su carro

Y arrastrarlo, sin frenar sacrílega su lengua

Por el Santo de los Cielos; pero pronto,

Hasta el talle hendido, con las armas destrozadas

Y dolor desconocido huyó mugiendo. En los flancos,

Rafael y Uriel a sus rivales ostentosos,

Aunque enormes y en diamante acorazados,

Derrotaron a Asmadai y Adramelek[235], dos potentes Tronos

Que ser menos que Deidades despreciaban;

Pero planes más modestos aprendieron en la huida,

Con terríficas heridas a través de malla y lama.

Tampoco Abdiel dejó de importunar

La atea tropa, y con golpe redoblado

Abatió a Ariel y Arioch, y la violencia

De Ramiel[236] prendió e incineró.

Relatar podría de millares y sus nombres

En la Tierra eternizar, mas esos Ángeles electos

Se contentan con su fama en el Empíreo

Sin buscar halago de los hombres; la otra suerte,

Aunque en actos bélicos y de poder excelsos,

Y de fama tan ansiosos, expurgados por condena

Como están del Cielo y la memoria santa,

Déjalos morar innominados en oscuro olvido.

Pues la fuerza separada de lo justo y la verdad,

Indigna, no merece más que reprensión

Y oprobio porque, si a la gloria aspira

Es con vanagloria, y con infamia fama busca:

Que el silencio eterno sea pues su sino.

»Y ahora, aplastado su adalid, cambió el combate;

Muchas embestidas hondas provocaron

Desbandada y cruel desorden; todo el campo

Lo cubrían rotas armaduras y en montón

Yacían los volcados carros, sus aurigas

Y corceles de ígnea espuma. El resto recejaba

Extenuado con la hueste de Satán desfallecida,

Defendida apenas, sorprendido por el miedo,

Por primera vez por miedo sorprendido y daño

Huía ignominioso, a esos males empujado

Por la inobediencia pecadora y hasta esa hora

Incapaz de miedo, huida y daño.

Muy distinto albur, los Santos inviolables

En falange cúbica avanzaban, firme, entera,

Invulnerable, impenetrablemente armada:

De ventaja tan inmensa su inocencia

Les dotaba sobre sus rivales, libres de pecado,

De desobediencia como estaban; la pelea

No los fatigó, ajenos fueron al dolor

De las heridas, aunque la violencia los barría.

»Ya la noche su andadura comenzó y, arrojando

Sobre el Cielo oscuridad, impuso tregua grata

Y, al estruendo odioso de batalla, dio silencio.

Bajo la nubosa cobertura, ambas huestes se apartaron,

Vencedores y vencidos: en el área combatida,

Con sus Ángeles invictos acampó Miguel

Y puso todo alrededor sus centinelas,

Vibrantes fuegos querubínicos. Al otro lado,

Satanás con sus rebeldes se esfumó,

Retirado lejos en las sombras y, de paz exento,

Convocó en la noche la asamblea de sus Grandes;

Entre ellos, sin desalentarse, así les habló:

»“Oh, probados ya en peligro, en las armas

Confirmados invencibles, camaradas míos,

Dignos no de libertad únicamente,

Irrisoria pretensión, sino de ansias aún mayores:

El honor, dominio, gloria y el renombre,

Pues un día soportamos de dudosa lucha

(Y si un día, ¿por qué no días sin final?)

Lo que el Señor del Cielo, de más recio,

Ha enviado de su Trono en contra nuestra

Presumiendo suficiente para sojuzgamos,

Mas no es tal: así falible, se diría,

Podemos reputarlo desde ahora, aunque hasta hoy

Lo creímos omnisciente. Es verdad que, peor armados,

Cierta desventaja padecemos, cierto daño,

Hasta hoy desconocido, mas tan pronto conocido

Como desdeñado, pues hallamos esta forma empírea

Incapaz de deletérea herida,

Imperecedera y, aunque acuchillada,

Pronto restaurada y por vigor innato sana.

De perjuicio pues tan nimio fácil estimad

La solución: quizá mejores armas y más válidas,

Ingenios más violentos, en la próxima batalla,

Sirvan para darnos éxito, o peor cosecha al enemigo,

O igualar lo que produjo en la lucha diferencia,

Mas ninguna natural: si otra causa oculta

Los mostró preponderantes, mientras preservemos

Mente incólume y un sano entendimiento,

El debido examen y consulta lo expondrán”.

»Se sentó; y siguiente en levantarse fue

Nisroc[237], entre aquellas Principalidades el primero;

Como alguien escapado de la lucha cruel se alzó,

Exhausto y dolorido, la armadura destrozada

Y sombrío el ceño, respondiendo dijo:

“Libertador de nuevos Grandes, líder al libre

Goce del derecho que tenemos como Dioses;

Pero duro es para Dioses, y tarea harto desigual,

Contra armas desiguales combatir dolientes,

Contra seres indolentes, impasibles; mal, sin duda,

Del que ruina seguirá. Pues ¿de qué sirven

El valor, la fuerza impares, sofocados por el daño

Que todo lo somete y hace negligente el brazo

Más potente? Del sentido del placer, quizá,

Podamos prescindir sin lamentarnos

Y vivir contentos, que es la vida más tranquila.

Pero el dolor es la miseria más completa,

De los males el peor y, si excesivo, acaba

La paciencia. Ése, pues, que invente

Cosa más brutal con que podamos ofender

A los aún ilesos oponentes, o nos arme

Con defensa equiparable, para mí merece

Tanto cuanto vale la liberación”.

»A lo que Satán, con faz compuesta, replicó:

“No por inventar yo traigo lo que con justicia

Consideras, para triunfo nuestro, principal.

¿Quién entre nosotros al mirar la superficie

De este etéreo firme en el que estamos,

Este continente de espacioso Cielo, adornado

De verdores, frutos, flores ambrosiales, gemas, oro,

Tiene el ojo tan somero que examina

Todo esto sin pensar de dónde crece

Hondo bajo el suelo, materiales crudos, foscos,

De ígnea y excitable espuma[238], hasta que tocados

Por el rayo empíreo y temperados, emergen,

Tan hermosos, y se muestran a la luz del día?

Éstos, en su oscuro nacimiento, lo profundo

Ha de dárnoslos, preñados de la llama averna,

La cual, en ingenios huecos, largos y redondos,

Bien cebados, al tocar con fuego la otra boca,

Dilatada y sulfurada, desde lejos lanzará

Con ruido atronador a nuestros enemigos

Tales instrumentos de maldad que harán

Añicos y hundirán a todo el que se alce hostil,

Y todavía temerán que hayamos desarmado

Al Tonante del temido, impar Relámpago[239].

Labor no extensa nos espera: antes de la aurora

La tendremos terminada. Mientras, revivid;

Dejad el miedo; para fuerza y juicio unidos,

Nada es duro, y menos aún razón de desespero”.

»Acabó y palabras tales los mohínos rostros

Encendieron, reanimando la esperanza extenuada.

El invento a todos admiró y cada cual se sorprendía

Tanto de no ser el inventor cuan fácil parecía,

Una vez hallado, lo que no encontrado supusieran

Imposible. Alguien de tu raza, acaso,

En los días por venir, si la maldad abunda,

Alguien decidido al daño, o inspirado

Por diabólica maquinación, podría concebir

Objeto semejante para azote de los hombres

Por pecar, proclives a la guerra y mutua destrucción.

Al instante del consejo al trabajo vuelan,

Nadie quiso discutir, innumerables manos

Ya dispuestas abren de inmediato ancha brecha

En el suelo celestial y ven debajo

Los principios de Natura en su cruda

Concepción; espuma nítrica y sulfúrica

Hallaron, la mezclaron y con arte fino,

Depurada y retostada, la reducen

Al más negro de los granos y la guardan luego.

Parte ocultas venas excavó (no carecía esta tierra

De algo a entrañas similar) de piedra y mineral

De que fundir sus bombas y sus máquinas

De ruina arrojadiza; parte, incentivo cáñamo[240]

Aporta, pernicioso si lo toca el fuego.

Antes de romper el día, bajo consciente noche[241],

En secreto terminaron y formaron filas,

Con callada precaución, inadvertidos.

Ahora, al surgir oriente el alba bella,

Se levanta la hueste victoriosa y a las armas llama

Con trompeta matinal; armados forman

En panoplia áurea, tropa refulgente,

Pronto preparada. Otros, desde montes aurorales,

Avizoran el entorno y batidores de ágil armamento

Baten el terreno por saber del enemigo,

Dónde acampa, si ha huido, o por luchar

Está ya en marcha o hace alto. Lo hallan pronto,

Bajo insignias desplegadas viene, lento

Pero firme batallón. Con singladura rápida,

Zofiel, el ala de los Querubines más veloz,

Volvió volando y en mitad del aire fuerte así llamó:

»“Armaos, guerreros, al combate; ahí el enemigo,

Que creímos escapado, nos ahorra en este día

Perseguirlo: no temáis su huida; hecho densa nube

Llega, y afirmada en su rostro puedo ver

Resolución segura y triste: cada cual

Se ciña bien su cota adamantina, cada cual

Se calce el yelmo, el escudo aferre circular

Portado al frente o alto, pues hoy lloverá,

Si no desbarro, no ridícula mollizna,

Sino vibrante tempestad de flechas ígneas”.

»Así les avisó, avisados ellos ya, y pronto

Coordinados, libres de la impedimenta,

Rápidos y sin barullo respondieron al clamor de alarma,

Avanzando en formación de guerra; cuando vieron,

No muy lejos, la pesada marcha de la hueste adversa

Allegándose compacta y colosal, que en cuadro hueco[242]

Remolcaba sus diabólicos ingenios, flanqueando

Cada lado con profundos escuadrones como escudo

Que la trampa camuflaban. Viéndose pausaron ambos

Un instante, pero pronto a la cabeza apareció

Satán, a quien se oyó mandar potente así:

»“Vanguardia, desplegaos a la diestra y la siniestra,

Que vean todos quién nos odia, cómo les pedimos

Paz y compostura y, con el pecho abierto,

Esperamos bien dispuestos recibirlas, si les place

Nuestra oferta y no se vuelven, pérfidos.

Mas yo lo dudo, sin embargo sea el Cielo mi testigo,

Cielo sé testigo, pues, mientras descargamos

Francos nuestra parte. Y vosotros ahí en pie,

Obrad según se os manda y tocad en breve

Lo propuesto, y bien fuerte que oigan todos”.

»Se burlaba así, en equívocas palabras, y apenas

Terminara, cuando el frente a diestra y a siniestra

Se partió, retrocediendo a cada flanco.

Nuestra vista descubrió, cosa nueva y rara,

Una triple hilera de pilares que yacían

Sobre ruedas (pues pilares parecían sobre todo,

O bien cuerpos vaciados hechos ya de roble o pino,

Sin ramaje, derribados en montaña o bosque):

Bronce, hierro, pétrea masa, si sus bocas

De hórrido orificio, vueltas vastas a nosotros

No anunciasen hueca tregua. Y detrás de cada pieza

Había un Serafín con una caña que en su mano

Tremolaba, con pináculo de fuego. En suspenso

Los miramos, nuestras mentes distraídas;

No por mucho, pues sus cañas de repente todos

Extendieron por tocar conducto angosto

Con el roce más ligero. Al instante en llamas,

Pero pronto envuelto en humo, todo el Cielo pareció,

Eructados por aquellos artefactos gargantudos

Que con rugido escandaloso el aire destriparon

Desgarrando sus entrañas, vomitando inmundo

Su diabólico atracón: encadenadas balas[243] y granizo

De balones férreos que, apuntados a los víctores,

Con furia golpearon tan impetuosa

Que ninguno, si alcanzado, resistió de pie

—Firmes como rocas, si no— y cayeron

Por millares, Ángeles rodando contra Arcángeles

Y más veloces cuantas más las armas. Desarmados,

Fácilmente cual Espíritus lo habrían evitado

Por urgente contracción o evaporándose; así,

Deshonrosa huida resultó y desbandada,

Ni ayudó tampoco abrir las densas filas.

¿Qué podía hacerse? Si embestían, el rechazo

Reiterado e indecente vapuleo

Redoblado los haría aún más indignos,

Más risibles a ojos enemigos; pues, ya a la vista,

Otra hilera de formados Serafines se aprestaba

A descargar de nuevo la andanada de sus truenos:

Y volver desbaratados era lo que más

Aborrecían. Viendo su dilema Satanás,

Así burlándose a sus camaradas les gritó:

»“Oh amigos, ¿y no vienen esos víctores soberbios?

Antes sí venían fieros y al tratar nosotros

De atenderlos bien con francos frente

Y pecho (¿y qué menos?), con propuestos términos

De acuerdo, cambian súbitos de idea,

Vuelan y caen en rara extravagancia,

Cual si danzasen, aunque para danza bien parecen

Algo peregrinos y salvajes, puede que del gozo

De la paz que les brindamos; mas supongo

Que, si oyesen nuevamente nuestros términos,

Podríamos convencerlos para pronta solución”.

»A lo que así Belial, en vena socarrona semejante:

“Los términos mandados eran términos de peso,

Tema duro, oh Capitán, de fuerza lleno y tino;

Y tal cual pudimos percibirlo les distrajo a todos

Y trastornó a los más: quien lo reciba rectamente,

Debe de los pies a la cabeza soportarlo bien;

No aguantado, tiene la ventaja al menos

De mostrarnos cuándo el enemigo no anda tieso”.

»Así entre ellos con frívolo talante

Se mofaban, animados ya en sus mentes

Sin dudar de la victoria, pues creían cosa fácil

Al Poder Eterno equipararse con inventos tales

Y su Trueno sometían al escarnio, y a su hueste

La ponían en ridículo, en tanto ésta

Atravesaba mal momento. Pero no fue largo,

La ira terminó por inflamarlos y les dio las armas

Apropiadas contra tan diabólica vileza.

Enseguida (mira la excelencia, el poder

Que Dios fijara en sus potentes Ángeles)

Las armas arrojaron y a los montes

(Pues la Tierra de los Cielos tiene tal diversidad:

Placer que dan los montes o los valles)

Raudos como rayos ya corrieron ya volaron

Y, zarandeando sus cimientos hasta aflojarlos,

Arrancaron las montañas con su lastre entero,

Rocas, aguas, bosques, levantándolas

Por las hirsutas cimas con las manos. Pasmo,

Ten por cierto, y pánico al ejército rebelde poseyó,

Cuando vieron pavorosas acercarse contra ellos

Las raíces de los montes vueltas del revés,

Que en la triple hilera de malditos artefactos

Luego caen, sepultando bien profunda

Su confianza bajo el peso de las moles;

Ellos mismos siguen, y reciben sus cabezas

Grandes promontorios arrojados que su sombra

Por los aires dilataban y abatían las legiones por entero.

Al daño cooperaban sus corazas, que aplastaban,

Machacadas, su substancia presa, provocándoles dolor

Inexorable y más de un grito atormentado,

Peleando largo rato bajo tierra por librarse

De prisiones tales, pues si bien Espíritus de pura luz,

Antes la más pura, ahora burdos eran por pecar.

El resto, remedando aquellas armas,

Los vecinos montes desgajaron;

Y así montañas por los aires tropezaron con montañas

Arrojadas y devueltas con furor tan espantoso

Que lucharon subterráneas las legiones, en funesta sombra,

Infernal ruido: juego popular la guerra parecía

Comparada con tumulto tal. La confusión horrible

Se sumaba a confusión y todo el Cielo ahora

Apuntaba a la hecatombe y vasta ruina.

Mas el Padre Omnipotente donde mora,

Consagrado en su seguro Santuario empíreo,

Contemplando el conjunto de las cosas, tras prever

Tal alboroto y permitirlo todo, de manera

Que su gran propósito pudiera culminarse

—Honrar a su Hijo Ungido, vengador

De sus rivales, proclamando la cesión

De todo su poder—, así a su Hijo,

Cosedente de su Trono, le anunció:

»“Efulgencia de mi gloria, Hijo amado,

Hijo en cuyo rostro lo invisible se contempla

Manifiesto del Divino Ser que soy

Y en cuya mano, lo que por Ley yo hago;

Tú, segunda Omnipotencia: dos días han pasado

—Dos días cual días computamos en los Cielos—

Desde que Miguel y sus legiones enviamos a domar

A los rebeldes; dura ha sido su pelea, como ocurre

Cuando tales enemigos pugnan bien armados.

A sus propias fuerzas los libré, y tú lo sabes:

En su creación iguales fueron hechos,

Menos eso que el pecado diferencia y que aún obra

Imperceptible, pues su sino tengo en suspensión.

Por ello en lucha eterna deben perdurar,

Indefinidamente, sin posible desenlace.

La guerra, ya gastada, hizo todo lo que guerra

Puede hacer y da ahora rienda a rabia ciega,

Con montañas como armas, lo que trae trastorno

Al Cielo y hace peligrar sus fundamentos.

Dos días han pasado, tuyo es el tercero;

Por ti lo prescribí y hasta aquí

Lo he tolerado, pues la gloria quiero tuya

De acabar contienda tan enorme: sólo tú

La puedes terminar. Virtud y gracia inmensas

A ti te he transferido, que conozcan todos

En el Cielo y el Infierno tu poder sin par

Y vean resolverse esta conmoción perversa

De manera que el más digno te proclame

De heredarlo todo, de Heredero ser y Rey

Por unción sagrada, tu derecho merecido.

Ve pues, potentísimo en el Poder del Padre,

A mi Carro asciende, guía rápidas las ruedas

Que estremecen la base celestial; tuyos mis ejércitos,

Mi Arco y Trueno, mis omnipotentes armas

Cíñete, y esta espada mía contra el muslo fuerte.

A los hijos de la oscuridad persigue, échalos

De los confines del Empíreo, al total Abismo:

Y que allí practiquen como quieran el desprecio

A Dios y su Mesías, Rey Ungido”.

»Dijo, y ante el Hijo sus directos rayos

Fulguraron plenos, que en su rostro pleno recibía

Todo lo que le decía el inefable Padre;

Y así en respuesta, la Filial Deidad habló:

»“Oh Padre, oh Supremo de los Tronos Celestiales,

El Primero, Altísimo, Santísimo, Mejor,

Que buscas siempre enaltecer al Hijo,

Y a ti yo siempre, como es justo. Sea pues

Mi gloria ésta, mi exaltación y todo mi deleite:

Que tú, del todo complacido en mí, tu voluntad

Cumplida digas, pues cumplirla es mi entera dicha.

El Cetro y el Poder, tus dones, yo los tomo

Y más contento aún te los restituiré cuando al final

Tú seas el Todo en todos y yo en ti

Por siempre, y en mí todos los que amas.

Pero al que odias, yo lo odio y visto

Tus Terrores como puedo revestirme de tu Gracia:

Imagen tuya en toda cosa; y enseguida he de librar,

De tu Poder armado, a los Cielos de rebeldes,

Arrojándolos a su mansión prescrita de tormentos,

A cadenas de tiniebla y el gusano imperecible,

Pues de tu obediencia justa se apartaron

Siendo obedecerte la felicidad absoluta.

Entonces ya tus Santos depurados, de impuros

Lejos, separados, rodeando el Monte Santo,

Cantarán sus aleluyas no fingidos, himnos

De alabanza grande, y entre ellos yo el primero”.

Esto dijo, doblegándose ante el Cetro, se levanta

De la diestra de la Gloria donde estaba

Y el tercer Amanecer sagrado comenzó a brillar,

Aurorando todo el Cielo. Rápido partió atorbellinado

El Carro de la Paternal Divinidad[244],

Emitiendo llamas densas, rueda en rueda, no arrastradas,

Mas de espíritu dotadas y escoltadas

Por las cuatro formas Querubínicas: y cuatro rostros

Cada cual tenía milagrosos y los cuerpos estelados

Y alas que poblaban ojos, ojos en las ruedas

De berilio, y entre medio fuegos vigorosos.

Sobre sus cabezas, un hialino firmamento

Donde un Trono había de zafiro, incrustado

De ámbar puro y colores arcoiris.

Con panoplia celestial armado por entero

De radiante Urim[245], obra de divina hechura,

Ascendió el Mesías y a su diestra la Victoria

Aquilina se sentaba; junto a él pendía el arco

Y el carcaj, que truenos contenía trifulmíneos,

Y surgía alrededor feroz exhalación

De humo y llamas cintilantes, con pavesas de terror.

Asistido por diez mil millares de sus Santos

Al combate fue: desde lejos fulgurante su llegada;

Y se vieron veinte mil (el número oí contarse)

Carros del Señor, a cada lado la mitad.

Él en alas de Querube cabalgaba formidable,

Sobre el cielo cristalino, en zafiro entronizado,

Luminoso ilimitadamente, mas primero visto

Por los suyos. Dicha inesperada les sorprende

Cuando el estandarte del Mesías brilla alto,

Signo suyo celestial portado por sus Ángeles;

Y a este liderazgo el gran Miguel reduce pronto

Todas sus legiones, esparcidas por las alas,

Formando un solo cuerpo bajo única Cabeza.

El Poder Divino su camino le prepara por delante:

A sus órdenes los montes desgajados vuelven

A su encaje cada cual: su voz oyeron y marcharon

Obsecuentes: recobró el Empíreo su faz habitual

Y frescas flores en los montes y los valles sonrieron.

Esto ven sus enemigos desdichados, mas tenaces

A la lucha conjurada predisponen sus milicias,

Insensatos, que del desespero gestan esperanza:

¿Y en Espíritus celestes cabe tanta perversión?

Mas ¿qué señales al altivo le convencen?,

¿Qué milagros rendirán al obcecado?

Más los ofuscó lo que mejor podía rescatarlos:

Pues doliéndoles su gloria, al mirarla

La envidiaron, y aspirando a su excelencia

Se rearmaron fieramente, decididos a medrar

Por fraude o fuerza e imponerse al fin

A Dios y su Mesías, o a caer

En la postrera ruina universal. Y ahora

Al combate decisivo se aprestaron, repudiando huida

O la débil retirada, cuando grande el Hijo del Señor

A su hueste toda a cada mano dijo:

»“En brillante formación aquí quedad, oh Santos,

Aquí vosotros hoy, oh Ángeles armados, descansad.

Fiel ha sido vuestra lucha y Dios la acepta,

Valerosa, destemida, en su causa justa,

Y tal cual recibisteis, realizasteis

Invencibles. Pero de esta multitud maldita

El castigo a otra mano pertenece: de Dios

Es la venganza, o de aquel a quien la encarga.

Números no exige el acto de este día,

Ni tampoco muchedumbres: sólo pues mirad

La indignación de Dios vertida por mi mano

Sobre estos indevotos. Porque no a vosotros,

Sino a mí desprecian; contra mí su envidia y rabia,

Porque el Padre, a quien en el supremo Cielo

El Poder y Gloria y Reino pertenecen,

Me ensalzó según su voluntad.

Por ello a mí me asigna su condenación:

Que cumplan su deseo de probar conmigo

En la batalla quién domina, si ellos todos

O yo solo contra todos, ya que miden todo

Por la fuerza mientras otras excelencias

Las desdeñan, no importándoles la ajena alteza:

Otra guerra pues no habré de darles”.

»Así habló el Hijo y en terror cambió

Su rostro, muy severo para ser mirado

Y de rabia lleno contra tales enemigos.

Al tiempo aquellos Cuatro alas desplegaron esteladas

De terrible sombra inconsútil, y los orbes

De su Carro atroz rotaron como con ruido

De corrientes torrenciales o hueste numerosa.

A sus impíos enemigos atacó directo,

Lóbrego cual noche; bajo sus ardientes ruedas

El Empíreo inalterable trepidó de extremo a extremo,

Todo menos del Señor el Trono. Estuvo

Pronto entre enemigos, aferrando con la diestra

Diez mil truenos, que lanzó precediéndole

A infligir tormentos en las almas adversarias;

Aturdidos éstos, toda resistencia abandonaron,

El coraje entero; les caían inútiles las armas.

Sobre yelmos y broqueles y cabezas enyelmadas

Él pasó de Tronos y Querubes doblegados

Que querían las montañas arrojadas contra ellos

Otra vez, por protección contra su ira.

Y no menos tormentosas les llovían

Sus saetas de los Cuatro cuatrifrontes,

De ojos guarnecidos, y de las vivientes ruedas

Guarnecidas por igual con copia de ojos.

Un Espíritu reinaba en todos y cada ojo

Rayos emitía y disparaba fuego pernicioso

A los malditos, marchitándoles la fuerza,

Del vigor habitual drenándolos, dejándolos

Exhaustos, lánguidos, desalentados, flojos.

La mitad de su poder usó no obstante sólo;

Refrenó su Trueno porque no quería

Aniquilarlos, sino echarlos de los Cielos:

A los caídos los alzó y, cual rebaño

De carneros o hato temeroso apretujado,

Fulminados los llevó, acuciándolos

Con pánicos y furias hasta el límite,

El Muro de Cristal del Cielo que, de par en par,

Rodó hacia dentro, revelando una ancha boca

Al Abismo yermo. La monstruosa vista

Les incita a receder, mas miedo aun peor

Les urge por detrás y saltan de cabeza

Por el filo del Empíreo, mientras ira eterna

Arde en pos de ellos hasta lo insondable.

»Oyó el Infierno el ruido insoportable, vio el Infierno

A los Cielos de los Cielos despeñarse y quiso huir

Acobardado. Mas el Hado estricto hondo hincara

Sus oscuros fundamentos, fuertes los fijara.

Nueve días caen: el confuso Caos rugió,

Sintiendo en su despeño décuple trastorno

Por su bárbara anarquía, tanto aquel desastre

Lo llenó de ruinas. El Infierno al fin

Abriéndose los recibió, tragándolos a todos:

El Infierno su mansión, que fuego inextinguible

Saturaba, la morada de las penas y el dolor.

Exultó el Cielo deslastrado y pronto reparó,

Volviendo al punto en que se abriera, la mural herida.

Víctor único de la expulsión del enemigo,

El Mesías dio la vuelta a su triunfante Carro:

Por recibirlo ya sus Santos, que silentes fueran

Los testigos de sus actos absolutos,

Avanzaron jubilosos; y al moverse

Bajo sombra de ramosas palmas, cada fúlgida cohorte

Entonaba triunfos, proclamándolo glorioso Rey,

Hijo y Heredero y Soberano, quien dominio obtuvo,

El más digno de reinar. Él, celebrado, cabalgó

Triunfante por el Cielo, a las Cortes

Y hasta el Templo de su Padre poderoso, en Trono

Alto, que en la Gloria lo acogió,

Donde ahora está sentado, a la diestra de la dicha.

»Así, midiendo cosas celestiales por terrestres,

Por pedirlo tú y que puedas precaverte

Conociendo lo que ha sido, te he manifestado

Lo que fuera de otro modo para el hombre arcano:

La discordia habida, la batalla en el Empíreo

Entre Angélicos Poderes y el profundo despeñarse

De aquellos que, anhelando demasiado, con Satán

Se sublevaron, quien tu suerte envidia ahora,

Que conspira para seducirte, incitarte

A ti también a rebelión, que despojado

De la dicha puedas compartir con él

El escarmiento, la eternal miseria;

Pues sería todo su solaz y su venganza,

El ultraje al Altísimo arrojado,

Convertirte en el cofrade de sus penas.

Mas sus tentaciones no las oigas, aconseja

A tu mujer, más frágil; aprovecha el conocer,

Por este ejemplo tremebundo, qué castigo premia

La desobediencia; pues pudieron mantenerse firmes

Y cayeron: piensa en ello y teme transgredir.»