EL ARGUMENTO
Comenzado el consejo, Satán estudia la posibilidad de arriesgarse a otra batalla para recuperar el Cielo. Algunos la apoyan, otros la desaconsejan. Se opta por una tercera sugerencia, mencionada antes por Satán: investigar si es cierta la profecía o tradición celestial relativa a otro mundo y otro tipo de criatura, igual o no muy inferior a ellos mismos, a punto de ser creados. Sus dudas acerca de quién debe asumir esta difícil misión. Satán, su Caudillo, asume en solitario la responsabilidad del viaje; es honrado y aplaudido. Terminado el consejo, así pues, el resto se ocupa de diversos modos y en diversas tareas, de acuerdo con sus respectivas inclinaciones, para pasar el tiempo hasta el retorno de Satán. Éste llega en su viaje hasta las Puertas del Infierno, las encuentra cerradas y halla asimismo quiénes las guardan; éstos se las abren al final, descubriéndole el gran Abismo entre el Infierno y el Cielo. La dificultad con que lo cruza, dirigido por Caos, el Poder de ese lugar, hacia la contemplación del nuevo mundo que Satán buscaba.
Alto en un trono de regia estampa
Que humillaba la opulencia de Ormuz y del Ind[101],
O emporios donde el Este con sobrada mano
En bárbaros diamantes, perlas, oro, a los reyes baña,
Satán en pompa se sentaba, por su mérito elevado
A aquella eminencia mala; y por desespero
Así ensalzado más allá de la esperanza, aspira
Aún más alto, insaciable en su ansia vana
De batalla contra el Cielo y, ciego a lo ocurrido,
Su arrogante imaginar así despliega:
«Potestades y Dominios[102], Dioses de los Cielos,
Pues ningún abismo puede en su pozo retener
El brío inmortal, aun sojuzgado y caído,
Y no doy el Cielo por perdido. Resurgiendo
De un declive como éste, las Virtudes Celestiales[103]
Más gloriosas y temibles brillarán
Que si jamás caídas, sin temer segunda ruina.
Yo, que primero por justicia y leyes fijas del Empíreo
Soy líder vuestro y, después, por elección,
Sumado a todo lo que en guerra o parlamento
Alcancé de mérito, me hallo ahora establecido,
Por esta pérdida de la que ya nos reponemos,
En un trono inexpugnable y no envidiado,
Concedido con entero beneplácito. Estado más dichoso
En las Alturas, dignidad mayor, despierta
Envidia en cualquier subordinado; pero ¿quién aquí
Envidiará al que su alto puesto expone,
Más que a nadie, a ser el baluarte contra el golpe
Del Tonante, y lo condena a la mayor porción
De daño interminable? Donde no hay bien
Que merezca lucha, no habrá pelea
Ni escisión; pues nadie reclama en los Infiernos
Precedencia: nadie, cuya parte sea pequeña
De presentes penas, con ambiciosa mente
Ansiará aún más. Con ventaja semejante, pues,
Para la unión, y firme fe, y acuerdo firme,
Más que puedan darse en el Empíreo, volvemos
A exigir la justa, antigua herencia nuestra,
Más seguros de triunfar que el triunfo mismo
Nos lo habría asegurado. Y por qué camino,
Si con guerra abierta o encubierta maña,
Debatámoslo ahora: hable quien consejo pueda dar».
Cesó y, próximo a él Móloc, Rey cetrado[104],
Se alzó, el Espíritu más fuerte, el más fiero,
Que luchó en lo Alto; más feroz ahora en desespero:
Al Eterno confiaba éste equipararse
En fuerza y, más que no ser tanto,
Prefería no ser nada; descartando tal cuidado,
Se libró de todo pánico: de Dios, del Infierno,
O de cosa aún peor, por lo que dijo:
«Mi sentencia es lucha abierta: de artimañas,
Inexperto, no me jacto: que las trame
Quien precise o si lo exige algún momento, ahora no.
Pues, en tanto ésos las maquinan ¿deberá el resto,
Los millones que, en pie de guerra, ávidos aguardan
La señal de reascender, quedarse aquí sentados,
Fugitivos del Empíreo, y aceptar morada
En este antro vergonzante, este oprobio, esta sombra,
La prisión que el tirano nos procura, quien impera
Por demora nuestra? No, mejor opción,
Armados ya con llamas y la furia del Infierno,
Asaltar incontenibles esas Torres de lo Alto
Y las torturas que sufrimos convertirlas en cuchillos
Contra el torturador: al ruido
De su Máquina Omnipotente[105] responderá
El Trueno Infernal, y por Relámpago que vea
Fuego Negro y el terror lanzados con la misma rabia
Entre sus Ángeles, y su propio Trono
Envuelto en Tartáreo Azufre y raro fuego,
Los tormentos que él creara. Mas quizá
Parezca duro el camino y difícil escalar
Con ala firme contra el enemigo en las alturas.
Recuerden los que tal opinan, si el narcótico
De ese lago del olvido no los ciega todavía,
Que nuestra natural tendencia es ascender
A la sede natalicia: el descenso y la caída
Son lo arduo. ¿Quién no advirtió, hace poco,
Cuando fiero el Adversario perseguía insultante
Nuestra rota retaguardia a través de los abismos,
Con qué compulsión y vuelo laborioso
Nos hundimos tanto? El ascenso, pues, es fácil.
Habrá quien tema el desenlace: ¿provocar de nuevo
Al déspota y que su ira halle modo aún peor
De destruirnos, si es que puede haber en el Infierno
Miedo a destrucción mayor? ¿Y qué podría ser peor
Que el habitar aquí, del júbilo exiliados, condenados
En este aborrecible abismo a total tormento,
Donde el dolor del fuego inextinguible
Acabará por reducirnos, sin final posible,
A vasallos de su rabia, cuando el flagelo
Inexorable y la hora de tortura
Nos emplacen al castigo? Más quebrados que esto,
¿Qué sería sino muerte y extinción?
¿Qué temer entonces? ¿Dónde cabe duda?:
Irritémoslo, que en el colmo de su ira
Nos consuma por completo, y reduzca
Esta esencia a nada, suerte más dichosa
Que ser míseros siendo eternos;
O, si la substancia que nos forma es divina ciertamente
Y no puede no existir, a este lado
No seremos menos y hemos demostrado
Que el poder nos basta para perturbar su Cielo
Y con perpetuas incursiones alarmar,
Si bien inaccesible, su fatal Estrado;
Lo que no es victoria, pero sí venganza al menos».
Terminó ceñudo y denunciaba su mirada
Fatídica venganza, y batalla peligrosa
Para quien no fuese un Dios. Al otro lado se alzó
Belial, en gesto más gallardo y más humano;
Personaje más hermoso no perdiera el Cielo: parecía
Conformado para dignos hechos, grandes gestas:
Mas era todo falso y hueco, aunque de su lengua
El maná fluía y podía presentar la peor
Cual la mejor de las razones, confundiendo y estrellando
Los consejos más sensatos: pues su mente era vil,
Industriosa para el vicio, pero floja y timorata
Para hechos más ilustres: al oído deleitaba, sin embargo,
Y con acento persuasivo, así pues, comenzó:
«Dispuesto a guerra abierta, oh Pares, me hallaríais,
No más parco en odio, si eso que se ofrece
Como principal motivo de inmediata guerra
No fuese lo primero en disuadirme y arrojase
Ominosa conjetura sobre todo este proyecto,
Cuando aquel que sobresale en hechos de armas,
Sin fiarse del consejo dado o aptitud
Sobresaliente, funda su coraje en desespero
Y la total disolución —único objetivo
De su esfuerzo— tras venganza atroz.
Y primero, ¿qué venganza? Torres tiene el Cielo
Que abarrota armada guardia y lo hacen
Imbatible. A menudo en honduras colindantes
Acampan sus legiones, o con ala oscura
Exploran, largo y ancho, el Reino de la Noche,
Malogrando la sorpresa. O aun si entrásemos
Por fuerza y el Infierno entero nos siguiese
En negra insurrección, por confundir
La pura Luz del Cielo, nuestro gran Rival,
Incorruptible todo él, sentado seguiría
En su Trono inmaculado y la etérica materia,
Incapaz de mancha, pronto expelería
El daño, purgándose triunfante del indigno fuego.
Rechazados de este modo, nuestra última esperanza
Es el craso desespero: hay que exasperar
Al Víctor Todopoderoso, que gaste su ira toda
Y ello nos termine: eso nuestra cura,
No ser más. ¡Qué triste cura!, pues ¿quién perdería,
Aunque lleno de dolor, este ser intelectivo,
Esos pensamientos que divagan por la eternidad,
Y mejor perecería, tragado para siempre
Por la vasta entraña de la increada noche,
Despojado de sentido y movimiento? ¿Y quién sabe,
Aun si fuese cosa buena, si el rabioso Enemigo
Puede darla o querrá hacerlo? Cómo pueda
Es dudoso; que no lo hará es cierto.
¿Acaso él, tan sabio, librará de golpe su furor
Incapaz de dominarse, o por descuido,
Otorgando a sus rivales su deseo y terminar,
En el colmo de su ira, a quienes su ira guarda
Para pena interminable? “¿Qué nos ata entonces?”
Dicen quienes aconsejan guerra, “Condenados,
Reservados, destinados como estamos al dolor eterno,
Hagamos lo que hagamos, ¿qué mayor tormento cabe,
Qué peor tormento?” ¿Es, pues, esto lo peor,
Aquí sentados, debatiendo, bien armados?
¿Y cuando huimos raudos, perseguidos y azotados
Por el Trueno turbador del Cielo, y buscamos
Protección en el Abismo? Pareció el Infierno entonces
Amparo de sus golpes; ¿o al yacer
Encadenados en el lago ardiente? Peor sin duda eso.
¿Y si el soplo que prendió esos fuegos lóbregos
Les infundiese, reviviendo, séptuple furor
Y en sus llamas nos hundiese? ¿O acaso desde arriba
La venganza suspendida otra vez armase
Su diestra roja mano[106] para el golpe? ¿Qué si todos
Sus depósitos se abriesen y este firmamento
Del Infierno vomitase cataratas ígneas,
Bárbaros horrores, amenazando desplomarse
Un día y sepultarnos. Y nosotros, mientras,
Planeando o exhortando a gloriosa guerra,
Atrapados en la ígnea tempestad, caemos
Cada cual transfijo en su roca, juego y presa
De brutales remolinos, o por siempre nos hundimos
En aquel océano hirviente, revestidos de cadenas,
Para conversar allí con perdurable queja,
Sin descanso, sin indulto, sin piedad,
Edades sin final posible? Esto sí sería peor.
Guerra, pues, abierta o secreta por igual
Mi voz rechaza; pues ¿qué puede fuerza o maña
Con aquél? ¿Quién puede confundirlo, si su ojo
Lo ve todo de un vistazo? Desde las Alturas él
Esta vana conmoción la observa y la desprecia,
No más Omnipotente para resistir nuestro poder
Que sabio para malograrnos tretas y conjuras.
¿Viviremos pues tan depravados, raza de los Cielos
Así pisoteada, así exiliada para soportar aquí
Cadenas y tormentos? Preferibles a peor suplicio:
Tal mi juicio; puesto que un destino inevitable
Nos somete y el decreto todopoderoso,
Voluntad del Víctor. Ya en sufrir o en el hacer
Nuestra fuerza es la misma, y no injusta la ley
Que así lo ordena: tal hubiésemos resuelto,
Si prudentes, al retar a enemigo tan enorme
Y en batalla de secuela tan incierta.
Me río cuando ésos tan audaces con la lanza
Y temerarios, si ella les defrauda, temen y se apocan
Ante lo que saben que les toca: soportar
Exilio o ignominia, o grilletes o martirio,
La sentencia de su Vencedor. Ahora, pues,
Tal nuestro sino; y si podemos resistirlo,
Nuestro Altísimo Rival acaso aplaque
Su despecho y, quizá, tan lejos como estamos
Nos ignore al no ofenderle, satisfecho
Con la pena impuesta; y estos fuegos virulentos
Cedan, al no avivar su hálito las llamas.
Nuestra esencia pura, entonces, superará
Los tóxicos vapores o, curtida, no los sentirá;
O cambiada al fin y al lugar aclimatada
En temple y complexión, recibirá
Cordial el fiero ardor, de daño exenta;
Este horror se hará benigno, luz la oscuridad,
Aparte de promesas que el pasar interminable
De futuros días traiga: qué azar, qué cambio
Digno de aguardarse; pues pensad
Que, si ahora en dicha pobres, no es el mal tan grande
Si mayores males no nos provocamos».
Así Belial con verba a socapa de razón
Aconsejó innoble tregua y pacífica pereza,
No paz. Y tras él así Mammón habló:
«Ya por destronar al Rey del Cielo
Batallemos, si batalla es lo mejor, o rescatar
Derechos que perdimos: derrocarlo a él
Esperadlo cuando el hado sempiterno ceda
Ante el Azar voluble y Caos juzgue la contienda:
Siendo lo primero vana espera, vano
Lo segundo prueba: pues ¿dónde hacer morada
En las Alturas, si a! Supremo Amo de lo Alto
No rendimos? Suponed que se apacigua
Y proclama gracia para todos, si juramos
Nueva sumisión. Decidme ¿con qué cara,
Humillados ante él, recibiríamos la coacción
De ley estricta y su Trono aclamaríamos
Con trinados himnos, a ese Dios cantándole
Forzados aleluyas, mientras él reposa señorial,
Envidiado Soberano, y su altar exhala
Aromas de ambrosía y ambrosiales flores,
Ofrendas nuestras, y serviles? Quehaceres tales,
Tales dichas, en el Cielo nos aguardan; qué tediosa
Eternidad la derrochada en homenaje, adoración
A quien odiamos. No busquemos pues,
Imposible por la fuerza, por licencia
Inaceptable, aunque en el Cielo, ese estado
De grandioso vasallaje; hallemos, más bien,
En nosotros mismos nuestro bien, viviendo
Por nosotros, aunque en este vasto yermo,
Libres, responsables ante nadie, prefiriendo
Dura libertad al yugo confortable
Del servil boato. Nuestra gloria habrá de ser,
Pues, más notable cuando de pequeñas
Creemos cosas grandes, útiles de las dañinas,
De adversas favorables, y en lugar así
Medremos bajo el mal, volviendo alivio el daño
Con esfuerzo y entereza. ¿Este mundo hondo
De tinieblas nos asusta? Qué a menudo
Entre densas, foscas nubes el Celeste Emperador
Decide residir, su gloria incólume,
Y con la majestad de las tinieblas
Endosela su Sitial; ahí profundos truenos rugen
Cuajando en rabia, y el Cielo Infierno aun parece.
Si él copia nuestra sombra, ¿no podemos imitar
Su luz cuando nos plazca? Este suelo yermo
No carece de secreto lustre, oro y gemas;
Ni nos falta la destreza o arte con que alzar
Magnificencia: ¿y qué otra cosa ofrece el Cielo?
Los tormentos que sufrimos, con el tiempo,
Puede que resulten nuestro medio; estos fuegos lacerantes,
Tan suaves como ahora fieros; nuestro temple
Se hará su temple, extirpando lo sensible
Del dolor. Todo, pues, invita
A pacíficas opciones, a fundar estable orden,
De tal modo que, aquí a salvo, demos
Cura a nuestros males, recordando lo que somos,
Dónde estamos, renunciando por completo
A toda guerra: aquí está lo que aconsejo».
Apenas terminara y un murmullo ya colmaba
La asamblea, como cuando apresan rocas huecas
La voz de vientos bravos que la noche toda
Alzara el mar, y ahora, con áspera cadencia arrullan
A marinos trasnochados cuya barca por azar,
O cuyo bote, ancla en bahía peñascosa
Tras la tempestad: aplauso semejante se escuchó
Al terminar Mammón y complació su idea,
Que decía paz; pues a un campo solamente
Más temían que el Infierno: tanto pánico
El Trueno y la Espada de Miguel[107]
Les infundiera; y no menor deseo les movía
A fundar Imperio en el submundo, que creciese,
Bien regido y madurando con el tiempo,
En opuesta emulación del Cielo.
Percibiendo esto Belcebú, segundo
Sólo ante Satán en jerarquía, con grave
Gesto alzose, y al alzarse pareció
Un Pilar de Estado; bien profundos en su frente
Había grabados reflexión y público cuidado;
Y consejo principesco en su rostro aún fulgía,
Mayestático si bien en ruinas; sabio irguiose,
Con los hombros de un atlante, bien capaces de aguantar
El peso de potentes monarquías; su mirada
Atrajo audiencia y atención serenas, como noche
O brisa del estío, mientras hablaba así:
«Tronos e imperiales Potestades, vástagos del Cielo,
Etéreas Virtudes[108], ¿o a estos títulos ahora
Hay que renunciar, cambiar estilo y llamarnos
Príncipes de los Infiernos?, porque así se inclina
El voto popular: seguir aquí y aquí erigir
Un próspero Imperio. Sí, sin duda: aunque en sueños,
Si olvidamos que el Monarca del Empíreo
Este sitio nos lo asigna por prisión, no asilo
Allende su potente brazo, por vivir absueltos
De la Celestial Jurisdicción, en nueva Liga
Apartidados contra el Trono: no, sino que ésta es
Estricta servidumbre, aunque muy remotos,
Bajo el yugo inevitable, reservado
A su cautiva multitud. Pues él, estad seguros,
En lo alto u hondo, reinará primero y último,
Rey único, y de su reino nada perderá
Por nuestra rebelión, sino que extenderá su imperio
Por el Tártaro y con Cetro Férreo aquí
Nos regirá: con el Áureo a los del Cielo.
¿A qué pues sentarnos planeando guerra o paz?
La guerra nos determinó[109], causándonos lesión
Irreparable; términos de paz, no obstante, nadie
Los buscó o prometió, pues ¿qué paz hay
Para el esclavo, más que rígida custodia,
Los azotes, y el castigo caprichoso?
¿Y con qué paz responderíamos,
Más que el odio y la discordia a nuestro alcance,
Con indómita repulsa y, aunque lenta, con venganza
Pero siempre conspirando, que al Conquistador
Le valga poco su conquista y goce poco
Infligiendo lo que, padeciendo, más sentimos?
No nos faltará ocasión, ni habrá necesidad
De invadir con riesgo el Cielo,
Cuyos altos muros no apoca ni el asalto ni el asedio,
Ni emboscadas del Abismo. ¿Qué si hallamos
Una empresa más factible? Un lugar existe
(Si la antigua profecía de los Cielos
No se engaña), otro mundo, sede venturosa
De una raza nueva, el Hombre, próxima ahora
A su creación, afín a nuestra estirpe y, si inferior
En poderes y excelencia, más querida
Por aquel que reina arriba. Tal su voluntad
Proclamose entre los Dioses, y así un voto,
Que agitó el círculo celeste entero, la aprobó.
Hacia allí tornemos nuestras mentes, indaguemos
Qué criaturas ésas son, de qué molde hechas,
Qué substancia, facultades, qué poderes
Y en dónde sus flaquezas, si mejor tentadas
Por la fuerza o sutileza: aunque el Cielo esté cerrado
Y el alto Árbitro del Cielo se apoltrone
En su propio poderío, ese sitio debe hallarse
En los últimos confines de su reino, entregado
A la defensa de sus moradores: y quizás aquí
Podamos conseguir ventaja con ataque súbito,
Ya para arrasar con fuego del Infierno
Toda su creación o hacerla toda nuestra,
Desterrando como fuimos desterrados
A sus nimios habitantes[110], o si no expulsarlos
Atraerlos cuando menos a este bando, que su Dios
Sea su enemigo y con mano arrepentida
Su Obra extinga. Tal acción superaría
La común venganza, y su gozo frustraría
En nuestra confusión: y en su zozobra
Nuestro goce resucita; cuando sus amados hijos,
Arrojados de cabeza con nosotros,
Su frágil natural maldigan, su marchita dicha,
Tan rápido marchita. Decidid si es digno intento,
O si es mejor, aquí sentados en tinieblas,
Gestar imperios vanos». De este modo Belcebú
Impartió diabólico consejo, antes concebido
Por Satán y en parte ya propuesto: pues ¿quién,
Sino el Autor de todo mal podía exhalar
Malicia tan profunda que pudriese de raíz
La humana estirpe, y el Infierno con la Tierra
Religase, lo fundiese, y todo por desprecio
Al gran Creador? Mas tal desprecio bien merece
Aumentar su gloria. El audaz proyecto
Cautivó a aquellos Delegados infernales,
El júbilo brilló en sus ojos y, unánimes,
Lo votan: por lo que la arenga aquél retoma.
«Bien habéis juzgado, bien termina el pródigo debate,
Sínodo de Dioses, y a vosotros comparables,
Grandes cosas se han resuelto que, de lo más hondo,
Otra vez nos alzarán —no importa el hado—
Acercándonos a nuestra antigua sede, aún quizá a la vista
De aquellos fúlgidos confines, donde con vecinas armas
Y oportuno ataque llegue, puede, la ocasión
De reocupar el Cielo; o habitar algún benigno clima,
Al menos, no desamparado por la bella Luz Empírea,
Seguros, que al destello del oriente rayo
Se purgue de estas brumas; y el suave aire delicioso
Sanará la cicatriz de estos fuegos corrosivos
Con su bálsamo. Mas antes ¿quién irá
En busca de este nuevo mundo, a quién juzgamos
Suficiente? ¿Quién con pies errantes tentará
El infinito opaco insondable Abismo
Y a través de oscuridad tangible encontrará
Camino misterioso, o desplegando vuelo etéreo
Sostenido por sus alas incansables
Cruzará la vasta sima y podrá alcanzar
La Isla afortunada? ¿Qué poder, qué arte
Bastará, o qué evasión segura esquivará
La estricta centinela y los puestos densos
De Ángeles vigías? Aquí precisará
De toda su cautela, no menos que este Cónclave ahora
Agudeza en el sufragio: pues en ese que enviemos
Nuestra última esperanza pesa.»
Dicho esto se sentó; y expectante se mantuvo
Su mirada, aguardando quién saldría
A secundarlo, refutarlo, o asumir
La peligrosa hazaña: pero todos se tuvieron mudos,
Ponderando el riesgo con profundos pensamientos;
Y cada cual en rostro ajeno leía el propio desaliento,
Aterrado: nadie entre toda aquella flor
De los Celímacos[111] Campeones se encontraba
Que, valiente, aceptase o se brindase en solitario
Al tremebundo viaje. Hasta que al fin
Satán, a quien ahora una gloria trascendente alzaba
Sobre todos sus cofrades, con orgullo regio
Y consciente de alto mérito, habló impertérrito:
«Oh Progenie de los Cielos, Tronos del Empíreo,
Con razón silencio hondo y reticencia
Os callan, no os desmayan: largo es el camino
Y duro, que de los Infiernos guía a la luz;
Nuestra cárcel, fuerte: esta gran convexidad de Fuego
Pronto a devorar nos cerca nueve veces
Y Portales de adamante enardecido
Nos encierran, impidiendo toda huida.
Pasados éstos, si alguien pasa, el recóndito vacío
De la Noche inesencial lo admite luego
En su anchas fauces, y con pérdida total del ser
Lo desafía, sumido en ese pozo abortivo.
Si de ahí escapa a otro mundo concebible
O región ignota, ¿qué podrá esperarle
Sino ignotas ordalías y ardua huida?
Pero mal merecería el Trono yo, oh Pares,
Y esta Imperial Soberanía, ornada
De esplendor, armada de poder, si propuesta
Reputada de importancia pública,
Por su peligro o sus escollos, me arredrase.
¿Por qué habría de asumir reales privilegios,
Por qué habría de aceptar el reino
Y rechazar la inmensa parte de peligro
Que conlleva parte igual de honores, propias ambas
De quien reina, de más riesgo aun acreedor
Puesto que exaltado sobre el resto
Alto asiento tiene? Id, pues, grandes Potestades,
Aunque caídas, el Terror del Cielo; procurad en casa,
Mientras ésta sea nuestra casa, lo que más alivie
La presente desventura y el Infierno haced
Más tolerable, si es que hay cura o sortilegio
Que endulce, engañe, o mitigue el dolor
De esta fúnebre mansión: no ceje vuestra guardia
Contra un rival atento, mientras yo lejano,
Por las costas todas de sombría destrucción persigo
Libertad, y para todos: a esta empresa
Nadie irá conmigo». Dicho esto ya se alzó
El Monarca, impidiendo toda réplica:
Prudente, que azuzados por su arrojo
Otros entre los Primeros ofreciesen ahora
(Ciertos del rechazo) lo que antes han temido;
Y, rehusada así su oferta, en prestigio con él mismo
Compitieran, tras lograr barato el alto lustre
Que él con riesgo inmenso buscará. Mas ellos
No temían tanto la aventura cual su adusta
Voz: con él al pronto se levantan
Y su alzarse fue de pronto un ruido
De tronar remoto. Hacia él se inclinan
Con temida reverencia honda; y como a un Dios
Lo alaban, con el mismo culto que al Altísimo del Cielo:
Y no callaron cuánto valoraban
Que por la común seguridad la propia
Despreciase: pues no pierden los Espíritus malditos
Toda su virtud; así los hombres viles pueden presumir
De sus actos fementidos en la Tierra, que la gloria excita
O ambición secreta barnizada de fervor.
Así su equívoca consulta oscura
Terminó, con júbilo en su impar Caudillo:
Así de cimas montañosas nubes negras
Suben, mientras duerme el viento norte, y cubren
La faz de un cielo alegre; el sombrío Elemento
El paisaje oscurecido atrista, dando lluvia o nieve;
Si el Sol radiante acaso, con amable despedida,
Su rayo vespertino alarga, la campiña resucita,
Cantan otra vez las aves y balando los rebaños
Atestiguan su contento, que en monte y valle tienen eco.
¡Oh vergüenza, el hombre!, que demonio con demonio
Firme acuerdo firma, condenado; sólo el hombre,
Entre todo ente racional, disiente, aunque por anhelo
De celeste gracia: y aun si Dios proclama paz,
Viven con rencor, enemistad, contienda
Entre ellos mismos, provocando crueles guerras,
Devastando el mundo, para mutua destrucción:
Cual si (pudiendo ello inducirnos al concierto)
No tuviese el Hombre su diabólico rival,
Que día y noche espera su catástrofe.
El Estigio Cónclave así se disolvió; en orden
Emergieron los excelsos Pares del Infierno:
En medio de ellos, su Adalid grandioso; parecía
Él solo el Rival del Cielo, y no menos
El temible Emperador del Tártaro con pompa suma
Y majestad copiada del Altísimo:
Una esfera de ígneos Serafines lo rodea
Con heráldica brillante y armas erizadas.
Después, de su sesión concluida anuncian
Con trompetas regias el ilustre resultado:
A los cuatro vientos cuatro raudos Querubines
Llevan a sus bocas la sonora alquimia[112]
Explicada por voz de heraldo: el hueco Abismo
Oyó, de punta a punta, y toda la infernal Legión
Con estentóreo grito eleva fuerte aplauso.
Luego, más contentas y alentadas
Por las falsas esperanzas vanas, las cohortes
Se desbandan y, errabundo, cada uno sigue
Senda peculiar, según tendencia o triste opción
Perplejo lo conduzcan donde tregua encuentre
Para tanta desazón y el fastidio de las horas
Pueda capear hasta el regreso de su gran Caudillo.
Parte en la llanura o, con ala enérgica sublime
Por el aire, o en rápida carrera pugna,
Cual en Juego Olímpico o en Campos Pitios[113];
Parte engalla sus ardientes potros o la taina circunvala[114]
Con rueda rauda, o escuadrones confrontados forma.
Así a veces, para advertir a urbes orgullosas,
Guerra muestra el cielo atribulado y, en las nubes,
Huestes corren al combate; de las dos vanguardias
Aéreos paladines se adelantan, cruzan lanzas,
Hasta que legiones más compactas chocan:
Gestas de ambos bandos prenden la empírea cúpula.
Otros, más brutales, con inmensa cólera tifónica[115]
Arrancan rocas y montañas y cabalgan por el aire
Huracanados; el Infierno no soporta su fragor.
Como cuando Alcides con el triunfo de Ocalia
Coronándole sintió la ropa emponzoñada
Y en tormento descuajó los pinos de Tesalia,
Arrojando a Licas de la cúspide del Eta
Al mar de Eubea[116]. Otros más serenos,
Retirados a un valle silencioso, cantan
Con angélicas cadencias al son de arpas numerosas
Sus heroicas proezas y caída infortunada
Por el hado de batalla; y lamentan que el destino
La virtud someta libertaria al azar o fuerza.
Parcial su canto, cierto, mas la armonía
(¿Y qué menos si Espíritus eternos cantan?)
Suspendía el Infierno todo, arrobando
A la audiencia vasta. En discurso más templado
(La elocuencia el alma, el canto los sentidos prenda)
Aparte otros se sentaban en colina más distante,
Sumergidos en ideas elevadas y filosofar sublime
Sobre Providencia, la Presciencia, Voluntad y Destino,
El destino fijo, libre voluntad, presciencia íntegra,
Sin hallar un fin, perdidos en errantes laberintos.
Del bien y el mal porfiaban mucho,
De la dicha y la miseria última,
De Pasión y de Apatía, de gloria y de vergüenza,
Todo vana ciencia y mendaz filosofía:
Mas con sortilegio plácido lograba despistar
La angustia por un rato, y el dolor, e inducía
Falsas esperanzas, o armaba el pecho endurecido
Con tenaz paciencia cual con triple acero.
Otra parte en escuadrones o sólidas mesnadas,
A aventuras corren temerarios, a explorar
El tétrico inframundo por si clima alguno
Les rindiera habitación más plácida:
Cuatro sendas siguen las alígeras columnas, por orillas
De los cuatro ríos del Infierno que vomitan
En el lago ardiente sus fatídicas corrientes:
El Estigio aborrecible, cauce de mortal desprecio,
Triste el Aquerón de penas, hondo y negro;
El Cocito, le dan nombre los lamentos fuertes
Oídos en las aguas consternadas; fiero Flegetón
Cuyo fuego torrencial inflama de ira su oleaje.
Lejos de estos cuatro, lento y silencioso,
El Leteo, río del olvido, serpentea dibujando
Su acuoso laberinto y quien bebe de él
Al instante olvida el ser y previo estado,
Olvida dicha y daño, el placer y padecer[117].
Más allá del río un helado continente
Se expande fosco y bravo, castigado por tormentas
De perenne vendaval y de granizo, que en tierra firme
No deshiela, se acumula, y parece ruinas
De vetusta mole; todo el resto honda nieve y hielo,
Un profundo abismo cual la ciénaga sirbonia,
Entre el Monte Casio antiguo y Damieta,
Que ejércitos enteros se tragó[118]: el aire seco
Quema gélido, y el frío obra como el fuego.
Allí por Furias[119] arrastrado de pies de arpía,
Todo condenado, en ciertas eras de los astros,
Termina: y por turno siente los amargos cambios
De extremos fieros, aún más fieros por el cambio;
Desde lechos de enconado fuego a matar en hielo
Su calor suave, etéreo, y ahí sufrir,
Inmóvil y transfijo, todo helado alrededor,
Periodo tras periodo, y de allí otra vez al fuego aprisa.
En barca cruzan el canal Leteo,
Adelante, atrás, que el pesar les crezca,
Y ellos quieren e intentan, al pasar, tocar
Las aguas tentadoras y perder, con nimia gota,
En dulce olvido, toda pena y daño,
Al instante todo, y tan cerca del carel;
Mas se opone el hado y para impedir la acción
Medusa[120] con terror gorgóneo guarda
El vado, y el agua por sí misma huye
Todo intento de gustarla, como huyó un día
De Tántalo[121], sus labios. Y así, avanzando
En confusión y desamparo, las mesnadas peregrinas
Con horror estremecido y ojos espantados
Descubrieron su penosa suerte y reposo
No tuvieron: más de un valle atroz y fosco
Atravesaron, y regiones dolorosas,
Muchos Alpes gélidos y muchos incendiados,
Rocas, cuevas, lagos, cienos, antros, sombras de la muerte,
Universo de la muerte que, por anatema, Dios
Creó maligno, para solo bien del mal,
Donde toda vida muere, muerte vive, y Natura engendra,
Retorcida, los monstruos y las cosas de portento,
Abominables, inefables, y peores todavía
Que los cuentos imaginan o el miedo concibió:
Hidras y Gorgonas y Quimeras[122] del espanto.
El Adversario, mientras, de Dios y el Hombre,
Satanás con mente enardecida por altísimo designio
Mueve raudas alas y hacia las Puertas del Infierno
Ensaya solitario vuelo; a ratos
Roza el litoral derecho, el izquierdo a ratos,
Ahora raspa el piélago con ala plana, luego asciende
Hasta el ardiente cóncavo en la altura.
Así en el mar se avista desde lejos una flota
Que colgase de las nubes: vientos de equinoccio
Desde el golfo la espolean de Bengala o las islas
De Ternate y de Tidor[123], de donde traen los mercaderes
Sus especias perfumadas; éstos en corriente alisia
Por el ancho Índico hasta el Cabo[124]
Contra el viento pujan en la noche, hacia el polo.
Tal en la distancia el Diablo volador: se ve al fin
El linde del Infierno hasta el hosco techo,
Y tres veces triples Puertas: tres batientes bronce,
Tres de hierro, tres de adamantina roca,
Impenetrable, empalizadas de un fuego circundante
E inconsunto. Ante las Puertas se sentaba,
A cada lado, una forma portentosa:
Una parecía mujer, y bella, hasta el cinto,
Pero terminaba inmunda, en muchos pliegues escamosos,
Vastos y masivos, una sierpe armada
Con mortal aguja; y rodea su cintura
La infernal jauría, que incesante ladra
Con cerbéreas fauces[125] anchas, provocando
Eco horrísono; mas, si quieren, estos canes trepan
Cuando algo turba su ruido, a la entraña de ella
Y ahí se encovan, aún aullando y ladrando,
Invisibles dentro. Otros menos espantosos
A Escila[126] molestaban al bañarse en ese mar
Que Calabria parte de la orilla desabrida de Trinacria;
Más benignos los que siguen a la Arpía Nocturna
Cuando, en secreto invocada y cruzando el aire,
Acude, al olor de sangre niña, a danzar
Con brujas de Laponia, mientras triste eclipsan
Sus ensalmos a la Luna. La otra forma,
Si es forma lo que forma no tenía
De miembros o junturas distinguibles,
O substancia ha de llamarse lo que sombra parecía,
Pues parecía una y otra: negra se alzaba como Noche,
Fiera cual diez Furias, como Averno tremebunda,
Y blandía un Dardo pavoroso; lo que su cabeza parecía
Portaba como sombra de corona regia.
Satán estaba cerca ahora, y de su puesto
El monstruo se adelanta con idéntica premura
Y zancada horrenda: el Infierno con sus pasos tiembla.
Al Demonio, impávido, lo asombra aquello;
Lo asombra, no lo arredra: salvo Dios y el Hijo
No hay creada cosa que le afecte o que rehuya;
Y con mirada desdeñosa, así comienza:
«¿Qué eres, cuál tu origen, execrable forma,
Atreviéndote, si cruel y horrible, a cruzar
Tu faz deforme en mi camino
Hacia esas puertas que he de atravesar,
No lo dudes, sin permiso tuyo?
Aparta o gusta tu locura y aprende,
Tartáreo engendro, a no retar a Espíritus del Cielo».
A lo que el Endriago replicó, de ira lleno:
«¿Eres tú el Ángel, tú el Traidor,
Que primero quebrantó la paz del Cielo, y la fe,
Incólume si no, y con rebeldes armas orgullosas
Arrastraste un tercio de los Hijos del Empíreo,
Conjurados contra Dios, por lo que tú y ellos,
Desterrados de lo Alto, aquí cumplís condena:
Consumir eternos días en penas y dolor?
¿Y te cuentas entre Espíritus del Cielo,
Infernal convicto, y exhalas desafío y desdén, aquí,
Donde yo, Rey, reino y, para sublevarte más,
Rey tuyo y Dueño? Vuelve a tu tormento,
Falso fugitivo, y a tu prisa da mejores alas,
Que no castigue tu demora con azote
De escorpiones, o que un golpe de este dardo
Te provoque raro espanto y un dolor que ignoras».
Así habló el lúgubre terror y su figura,
Con esta verba y amenazas, se volvió diez veces
Más atroz y más deforme: al otro lado,
Rebosando indignación, Satán se alzaba
Impávido, y como un cometa ardía
Que al gran Ofiuco[127] incendia en todo su largor
Del cielo ártico, y cuya hirsuta cabellera
Pestilencia emite y guerra. Cada uno a la cabeza
Su letal embate apunta; sus fatales manos
No pretenden otro golpe y con ceño tal
Se observa uno a otro como nubes negras
Que, cargadas con celeste artillería, rugiendo llegan
Sobre el Caspio, frente a frente quedan
Dilatando un lapso, hasta que los vientos soplan seña
De trabar su oscura pugna en el aire medio:
Tal la ira de los grandes oponentes que el Infierno
Se volvía más opaco con su ceño, tan idénticos en fuerza;
Porque sólo una vez más hallaría cada uno
Enemigo tan potente. Y ahora grandes hechos
Habrían ocurrido, y sonado su eco en todo el Tártaro,
Si la serpentosa Maga que a las Puertas
Del Infierno se sentaba y guardaba la nefasta llave
No se alzara y con grito horrible interfiriera.
«Oh Padre, ¿qué pretende —aulló— tu mano
Contra tu Hijo único? ¿Qué furia, oh Hijo,
Te posee, que diriges tu mortífero venablo
Contra la cabeza de tu Padre? Y ¿sabes por quién?
Por ese que se sienta arriba y de ti se ríe
Mientras, su sirviente, ordenándote ejecutar
Lo que su rabia (que justicia llama) quiera;
Rabia que un día os destruirá a los dos.»
Esto dijo, y a sus palabras la infame Pestilencia
Se detuvo; Satanás entonces le responde:
«Tan extraño tu clamor y tan extrañas las palabras
Interpuestas, que mi mano, de improviso
Quieta, no dirá con hechos todavía
Lo que intenta, hasta que de ti primero sepa
Qué cosa seas, con esta doble forma, y por qué,
Hallada en este valle por primera vez, me llamas
Padre y a ese Espectro Hijo llamas de mi ser.
No te conozco y nunca hasta ahora mismo
Vi apariencias más odiosas que él y tú».
La Portera del Infierno así le replicó:
«¿Me has olvidado, pues, y soy ahora
A tus ojos tan inmunda como bella otrora,
En los Cielos, cuando en la Asamblea, y a la vista
De los Serafines todos, a ti asociados
En audaz conjura contra el Rey empíreo,
De pronto un mísero dolor te sorprendió,
Te ofuscó los ojos, que bregaron en vahído
De tinieblas, mientras tu cabeza llamas densas, raudas,
Arrojaba, hasta que del lado izquierdo, bien abierto,
Semejante a ti en la forma y la fulgente faz,
Celestemente luminosa y bella, armada Diosa,
Prorrumpí de tu cabeza[128]: el asombro cautivó
A la Hueste entera de los Cielos, y asustados recejaron
Al principio, y Pecado me llamaron, y por signo
Portentoso me tuvieron; mas con tiempo
Les gusté, y con gracias seductoras me atraje
Al más adverso, a ti primero, que hallando
Con frecuencia en mí tu imagen más perfecta
Te enamoraste y tales gozos compartías
Conmigo arcanamente, que mi entraña concibió
Creciente fardo. Mientras estalló la guerra,
Y en los campos se lidió del Cielo, donde obtuvo
(Y qué menos) el Rival Omnipotente
Claro triunfo; nuestro bando, pérdida y catástrofe
Por el Empíreo entero: y cayeron ellos,
Arrojados de cabeza desde el Zénit de los Cielos,
A este Abismo, y en el general desplome,
Yo también: momento en que esta Llave poderosa
A mi mano le fue dada, con encargo de guardar
Cerradas estas Puertas para siempre, y que nadie las pasara
Sin mi venia. Pensativa, me quedé aquí pues,
A solas, aunque no por mucho, hasta que mi entraña,
Por ti preñada y ahora inmensa,
Prodigiosa convulsión sintió y brutal dolor de parto.
Al fin este odioso vástago que ves,
Hijo tuyo concebido, hendió violenta senda
Desgarrándome por dentro y, deforme por el miedo
Y el martirio, toda mi figura baja
Alteró su aspecto: mas él emergió,
Mi enemigo innato, agitando su fatídico venablo,
Hecho para devastar: yo huí, “Muerte” fue mi grito;
Tembló el Infierno con el torvo nombre y suspiró
En todas sus cavernas: eco resonó de “Muerte”.
Yo huí, mas él me persiguió (más picado, parecía,
Por lascivia que por rabia); mucho más veloz,
Me dio alcance, a mí su madre exhausta,
Y con forzoso inmundo abrazo
En mí engendró: del estupro concebí
Los monstruos que con grito interminable
Me rodean, como has visto, hora a hora concebidos
Y paridos cada hora, con miseria eterna
Para mí, pues cuando quieren, a la entraña
Que los hizo vuelven, y aúllan y corroen
Mis adentros, su alimento; luego, prorrumpiendo afuera
Revividos, con horror consciente me atosigan,
Que ni tregua ni reposo alguno encuentre.
Ante mí sentado en parte opuesta,
Muerte lúgubre, mi Hijo y enemigo, los azuza,
Y a mí, Progenitora suya, pronto engulliría
A falta de otra presa, si ignorase
Que su fin del mío pende. Y sabe que sería yo
Bocado muy amargo, y también su ruina
En la hora que le aguarde: tal decreta el hado.
Mas tú, oh Padre, te prevengo, evita
Su mortal saeta; no esperes vanamente
Ser invulnerable en tu armadura esplendorosa,
Aunque de empíreo temple, pues su golpe es asesino:
Salvo quien arriba reina, nadie puede resistirlo».
Concluyó ella, y el sutil Demonio aquella historia
Hizo suya pronto; manso ahora, respondió suave:
«Hija amada, puesto que me dices Padre tuyo
Y mi bello Hijo aquí me muestras, estimada prenda
De amoríos que contigo tuve Arriba, y de un goce
Que fue dulce, de recuerdo triste ahora por el cambio
Que sufrimos, espantoso, imprevisto, sabe esto:
No soy vuestro enemigo, vengo a liberaros
De esta casa oscura y triste de dolor,
A ti y a él y a toda la celeste Tropa
De Espíritus que, en nuestras justas pretensiones bélicas,
Cayeron con nosotros de lo Alto: de ellos vengo,
En misión extraña y solitaria; y, por todos uno,
Tal me arriesgo, recorriendo con pies desamparados
Este Abismo sin cimientos, y por el vacío inmenso
Busco, errabundo y por signos convergentes,
Un lugar predicho, hace tiempo ya
Creado, vasto, esférico, un lugar de dicha
En los Lindes del Empíreo, y puesta allí
Una raza de arribistas criaturas por colmar
Acaso los vacíos que dejamos, pero más lejanos,
Que al Cielo, saturado de potente multitud,
No sacudan nuevos alborotos. Sea esto, o cosa
Más secreta lo que ahora se pretende, vuelo
A descubrir y, descubierto, pronto volveré
A llevaros al lugar en que tú y Muerte
Moraréis felices, y de parte a parte inadvertidos
Volaréis silentes por el aire dúctil, de perfumes
Impregnado; pues allí seréis nutridos y saciados
Infinitamente: toda cosa vuestra presa».
Y cesó, pues ambos parecían satisfechos,
Y Muerte sonreía espeluznante, espectral, al oír
Que su hambre fiera se hartaría, y sus fauces bendecía
Destinadas a la hora buena: no menor la dicha
De su Madre mala, que así habló al Progenitor:
«La Llave del tartáreo Abismo por derecho
Y por mandato del Rey Omnipotente de los Cielos
Guardo, con precepto de no abrir
El Portal adamantino; contra toda fuerza
Muerte se halla presto a interponer su dardo,
Destemido de cualquier poder viviente.
Mas ¿qué debo yo al que esto ordena arriba
Y, odiándome, me ha precipitado
A esta lobregura del profundo Tártaro,
A quedarme aquí cautiva en oficio odioso,
Yo, del Cielo un habitante, Celinata[129],
Aquí en agonía y en suplicio perdurables,
Con terrores y clamores circundándome
De mi propia prole, que se ceba en mis entrañas:
Eres tú mi Padre, tú mi Autor, tú
Me diste el ser: ¿a quién obedecer si no,
A quién seguir? Tú pronto me guiarás
A ese mundo nuevo de fruición y luz, entre
Dioses que perviven venturosos, donde reinaré
Voluptuosa a tu derecha, como incumbe
A tu Hija y bienamada, para siempre».
Diciendo esto, del costado toma la nefasta Llave,
Instrumento trágico de todos nuestros males[130],
Y hacia los Portales repta su bestial figura.
Al instante levantó el rastrillo inmenso,
Que ningún poder estigio, salvo ella,
Pudo haber movido; luego, en la bocallave gira
El intrincado paletón y cada cierre y barra
De masivo hierro o roca sólida con sencillez
Descierra: súbitas, de par en par se abren
Con abrupto retroceso y chirriante ruido
Las Puertas del Infierno, y en sus goznes ronca
Hosco trueno que hasta la última hondura agita
Del Erebo. Ella abriolas, mas cerrarlas
Excedía su poder: quedaron los Portales tan abiertos
Que con alas desplegadas una hueste espléndida
Podía atravesarlas bajo enseñas y oriflamas,
Con caballos y con carros en difusa formación;
Así, de par en par quedaron y, cual boca de horno,
Vomitaban densos humos, rojas llamas.
A sus ojos —repentino panorama— se mostraron
Los secretos del vetusto abismo, un oscuro
Ilimitable océano sin horizonte o dimensión,
Donde el largo, ancho, alto, tiempo y sitio
Pierden su sentido, y la Noche anciana
Y Caos, los Ancestros de Natura, ejercen
Su anarquía eterna, en medio del tumulto
De incesantes guerras: confusión los fundamenta.
Pues Calor y Frío, la Humedad y Sequedad,
Cuatro fieros campeones, se disputan el dominio
Y a la liza embriónicos sus átomos arrojan;
Bajo cada insignia partidista, en sus varios clanes,
Bien ligeros o pesados, duros, lisos, lentos, raudos,
Pululan numerosos, incontables como arenas
Ya de Barca, o de Cirene[131] el suelo tórrido,
Reclutada liga de los vientos guerreantes, y peso
De sus alas más livianas. El que más adeptos tiene
Un momento impera: Caos arbitra,
Y por decisión complica la contienda
Con la que gobierna; y siguiente en el arbitrio,
Reina Azar en todo. A este Abismo delirante,
Útero de la Natura y quizá su sepultura,
No de mar ni litoral, ni de aire ni de fuego,
—Todos éstos en sus causas fecundantes
Confundidos, que por siempre así han de pelear
A menos que el Creador Omnipotente les ordene
Sus oscuros materiales por crear más mundos—
A este Abismo delirante el Demonio cauteloso,
De pie al borde del Infierno, mira un rato
Ponderando el viaje, pues no es angosto el estuario
Que ha de atravesar. No repicaba menos su oído
De sonidos fuertes y ruinosos (comparando
Grandes con pequeñas cosas) que al tronar Belona[132],
Con sus máquinas de guerra todas, cuando arrasa
Alguna capital; o menos que si la armazón
Se desplomase del Empíreo y estos elementos
Sublevados arrancaran de su eje
La constante Tierra. Por fin, alas como velas
Él despliega para el vuelo y en bullente humo
Elevándose desprecia el suelo. Muchas leguas
Sube luego y cruza bravo, cual si en nuboso asiento,
Mas fallándole esta silla pronto, cae
A una vasta vacuidad: de improviso,
Revoleando inútiles sus remos, se hunde como plomo
Diez mil brazas y hasta esta hora
Seguiría aún cayendo si, por mala suerte,
La explosión de alguna nube turbulenta,
Que preñaban fuego y nitro, no lo hubiese proyectado
Tantas millas a lo alto: esta furia se calmó,
Extinta en sirte cenagosa, que no era mar,
Ni buen terreno seco. Casi hundido él prosigue,
Brega en la tosca consistencia ya a pie,
Ya volando; ya querría vela y remo.
Como el Grifo que a través del páramo,
Con curso alado sobre monte o valle yermo,
Persigue al Arimaspo[133], que furtivo
De su alerta vigilancia le ha robado
El oro custodiado, tan ansioso este Demonio
Por fangal o risco, angostura, escarpa, zona densa o rara,
Con cabeza, manos, alas, pies prosigue su camino;
Y ya nada, ya bucea, ya vadea, o repta, o vuela:
Finalmente, un universal barullo fiero
De atónitos sonidos y de voces confundidas
A través de la oscurana hueca su oído asalta
Con vehemencia estrepitosa: hacia él avanza,
Sin temer hallar allí el Poder
O Espíritu del más profundo Abismo
Que en aquel estruendo habite y preguntarle
Dónde está la costa de tinieblas más cercana
Fronteriza con la luz; justo entonces ve de Caos
El Trono y su negro pabellón anchosamente
Desplegado en la hondura devastada; junto a él
La Noche sable ocupa el Trono, la abuela de este mundo
Y del Reino la Consorte; a su lado estaban
Orco, Hades[134] y el temido nombre:
Demogorgon. Y después Rumor y Azar,
Y Tumulto y Confusión enmarañada,
Y Discordia con millar de bocas varias.
Y Satán tornándose valiente a ellos: «Oh Poderes
Y Espíritus de este Abismo extremo,
Caos y Noche anciana, no un espía os llega,
Con propósito de descubrir o perturbar
Los secretos de este Reino: obligado vengo
A errar en este yermo penumbroso, pues mi senda
Cruza vuestro vasto Imperio hasta la luz,
Solo, sin un guía, perdido casi, busco
Qué camino lleve recto donde vuestras lóbregas fronteras
Linden con el Cielo. O si algún lugar distinto
Conquistado a vuestro feudo el Rey Etéreo
Invadió hace poco, por llegar a él
Recorro yo esta sima: dirigid mi curso.
Dirigido, no escasa recompensa
Habrá de reportaros, cuando tal región perdida,
Expulsada toda usurpación, reduzca yo
A su original tiniebla y vuestro imperio
(Fin de mi presente viaje), y de nuevo
Plante allí la enseña de la Noche anciana;
Vuestra toda la ventaja, mía la venganza».
Así Satán; y a él así el viejo Anarca[135]
Con discurso vacilante y rostro trémulo
Le respondió: «Extranjero, te conozco; sé que eres
Ese gran Caudillo Angélico que no hace mucho
Se opuso al Rey del Cielo y fue vencido.
Lo vi y oí, pues hueste tan copiosa
No escapa silenciosa por la hondura estremecida
Con derrota más derrota, ruina sobre ruina,
Confusión más confundida; y las Puertas del Empíreo
Vertieron a millones sus milicias victoriosas,
Persiguiéndoos. Aquí entre mis fronteras
Tengo residencia, si todo lo que puedo sirve
Para defender lo poco que me queda,
Mutilado siempre aún por riñas intestinas
Que el Cetro cansan de la Noche anciana: el Tártaro
Primero, vuestra cárcel por debajo inmensa;
Ahora Cielo y Tierra, otro mundo suspendido
Por encima de mi Reino, sujetado con cadena áurea
A ese lado del Empíreo que vio caer a tus legiones.
Si ése es tu camino, el final no queda lejos;
Tanto más cercano así el peligro. Ve y suerte.
Ruina, merma, estrago son mi premio».
Cesó. No se detuvo Satanás a replicar,
Sino contento, pues su mar tendría orilla pronto,
Con presteza renovada y frescas fuerzas,
Salta arriba cual pirámide de fuego,
Al bravio espacio, y a través del choque
De elementos en contienda rodeándolo
Por todas partes, labra su camino:
Más difícil y arriesgado que el de Argos[136] al cruzar
El Bosforo entre rocas contrincantes;
O cuando Ulises a babor Caribdis eludía
Y al otro lado un remolino amenazaba.
De este modo, con aprieto y denuedo cruel
Marchaba, con aprieto y denuedo él;
Mas una vez pasó, muy poco tras caer el hombre,
¡Rara Alteración! Pecado y Muerte rápido
Siguiéndole los pasos —tal la voluntad del Cielo—,
Construyeron un camino ancho y claro
Sobre el fosco Abismo, cuya hirviente sima
Mansa soportó tal puente de largura formidable,
Desde los Infiernos hasta el Orbe más remoto
De este Mundo frágil: los Espíritus protervos
Lo atraviesan sin penuria de un extremo al otro
Para seducir o castigar a los mortales, salvo a quien
Dios y buenos Ángeles, por gracia privativa, guardan.
Mas por fin ahora, el sagrado influjo
De la luz se muestra y de los muros de los Cielos
Irradia lejos hasta el seno de la Noche vaga
Una aurora trémula. Pues aquí Natura empieza,
Su orilla limitánea, y Caos recede
Como de sus obras avanzadas agresor frustrado
Con menor tumulto y menor fragor adverso;
Aquel Satán, con menos pena, y ahora con soltura,
Flota en la ola calma, por la luz incierta,
Y cual barco zozobrado llega bien contento
A puerto, aunque con obenques y poleas rotos;
O en el éter solitario, similar al aire,
Pende con extensas alas quietas, contemplando en calma
El distante Empíreo, que se expande vasto
Alrededor —acaso círculo, quizá cuadrado—,
Con torres opalinas y almenas adornadas
De Zafiro vivo, en otro tiempo patria suya;
Y justo allí, colgando de cadena áurea,
Este mundo pénsil, en tamaño como estrella
De pequeña magnitud junto a la Luna.
Hacia él, ahíto de perversa saña,
Maldito y en maldita hora, se apresura.