Libro I

EL ARGUMENTO

El primer libro expone, en forma resumida primero, toda la temática: la desobediencia del hombre y la consiguiente pérdida del Paraíso en el que fuera ubicado. Luego toca la primera causa de esta caída, la Serpiente o, mejor dicho, Satán en la Serpiente, quien, rebelándose contra Dios y atrayendo a su bando muchas legiones de Ángeles, fue desterrado del Cielo con toda su tropa, por mandato de Dios, al gran Abismo. Acción ésta sucintamente referida, tras la cual el poema se precipita a la mitad de la historia para presentar a Satán con sus Ángeles ya caídos en el Infierno, descrito aquí no en el Centro[48] (pues puede suponerse que cielo y tierra no han sido hechos aún, y desde luego no maldecidos todavía), sino en un lugar de oscuridad absoluta a la que mucho conviene el nombre de Caos. Aquí yace Satán con sus Ángeles en el lago ardiente, fulminado y atónito; tras cierto lapso se recupera, como de la confusión, llama al que le sigue en orden y dignidad, y departen sobre su miserable caída. Satán despierta a todas sus legiones, que hasta ese momento han yacido en la misma confusión, y éstas se alzan una vez proclamados sus números, orden de batalla y principales líderes según los ídolos más tarde conocidos en Canaán y regiones adyacentes. A éstos dirige Satán su discurso, los consuela con la esperanza de reconquistar el Cielo todavía, pero acaba por hablarles de un nuevo mundo y una nueva especie de criatura por crear, de acuerdo con una antigua profecía o rumor en el Cielo. Pues no pocos entre los antiguos Padres[49] opinaron que los Ángeles existieron mucho antes de esta creación visible. Para descubrir la verdad de tal profecía y decidir qué hacer en consecuencia, Satán convoca una asamblea general. Lo que emprenden sus secuaces entonces. Pandemónium[50], el palacio de Satán, se alza construido de pronto a partir del Abismo: los infernales Pares se sientan allí en consejo.

Del hombre la desobediencia, la primera, y del fruto

De aquel prohibido árbol cuyo deletéreo gusto

Trajo al mundo muerte y todos nuestros males,

Más la pérdida de Edén, hasta que un Grande Hombre[51]

Nos curó y recobró la venturosa Sede,

Canta, oh Celeste Musa, que en la secreta cumbre

Del Horeb, o el Sinaí, inspiraste a aquel pastor,

El primero en enseñar a la escogida grey[52]

Cómo Cielo y Tierra, en los comienzos,

Del Caos surgieron; o, si el monte de Sión

Te place más y el arroyo Siloé[53] que rápido

Fluía junto al oráculo de Dios, yo desde allí

Tu ayuda invoco para mi Cantar aventurado,

Que no con vuelo medio[54] quiere remontarse

Sobre el monte aonio[55], persiguiendo

Cosas no intentadas todavía en prosa o rima[56].

Y sobre todo Tú, oh Espíritu que antepones

A todo templo el corazón honesto y puro,

Instruyeme, pues Tú conoces: ya al principio

Estabas Tú presente y, con extensas alas poderosas,

Apalomado te posaste a incubar el vasto Abismo

Y lo hiciste fértil: lo que en mí es oscuro

Ilumínalo, lo que es indigno elévalo y sostenlo,

Que en la cumbre de este magno argumento

Pueda vindicar la Providencia Eterna

Y los caminos del Señor justificar ante los hombres[57].

Di primero, pues el Cielo nada oculta de tu vista,

Ni tampoco la hondura del Infierno, di primero

Qué empujó a nuestros Padres en aquel feliz estado,

Al que tanta gracia otorgaba el Cielo, a caer,

Quitándose de su Creador, e incumplir su Voluntad

Por una sola prohibición, del Mundo Amos si no.

¿Quién primero los indujo a la mísera revuelta?

La infernal Serpiente, él fue[58], cuya astucia,

Ponzoñosa de envidia y de rencor, engatusó

A la Madre de los Hombres, cuando su orgullo

Lo echó del Cielo con su hueste toda

De Ángeles Rebeldes, cuyo apoyo,

Aspirando a gloria sobre el resto de sus Pares,

Le haría —confiaba— al Altísimo igualarse,

Si éste lo enfrentaba; y con propósito ambicioso

Contra el Trono y Monarquía del Señor

Prendió en los Cielos guerra impía, batalla fatua,

Con vano intento. Lo abatió el Poder Irresistible,

Despeñándolo en flamígero trastorno desde el éter

Con horrenda ruina[59] y ardimiento

Hasta la insondable perdición, que allí morase

En cadenas de adamanto y combustión penal

Quien al Omnipotente osó retar en armas.

Nueve veces[60] el espacio que computa día y noche

Para el hombre, él con su hórrida caterva

Yació vencido, revolcándose en el ígneo Abismo

Aturdido aunque inmortal: mas su destino

Lo reserva para cólera mayor, pues la idea ahora

De la dicha malograda y perdurable daño

Lo atormenta. Sus funestos ojos mueve alrededor,

Testimonios de aflicción inmensa y desconsuelo

Mas también tenaz orgullo y odio férreo:

De una vez, con vista angélica contempla

El lóbrego escenario, arrasado y feroz,

Prisión monstruosa toda ella alrededor

Como un gran horno ardiendo, mas con llamas

Que, no luz, sino visible oscuridad ofrecen

Sólo para exhibir escenas de aflicción,

Regiones de infortunio y dolientes sombras que la paz

Y tregua evitan siempre, y nunca toca la esperanza

Que a todos viene; incesante es el martirio

Que asola esos pagos, e ígneo Magma alimentado

De Azufre siempre ardiendo, nunca extinto[61]:

Tal paraje la Justicia Eterna preparó

Para aquellos sublevados y aquí su cautiverio decretó

En total tiniebla, a su suerte abandonados,

Apartados del Señor y luz del cielo

Tres veces lo que distan centro y polo más lejano[62].

¡Qué distinto este lugar del que cayeron!

Allí a sus compañeros de desplome, al albur

De oleadas, remolinos, tempestuoso fuego,

Pronto los distingue y, revolviéndose a su lado,

A uno próximo en poder y próximo también en crimen,

Conocido luego en Palestina y llamado

Belcebú[63]. A él el Archienemigo[64]

(En el Cielo ya llamado Satanás) con verbo bravo,

Rompiendo el hórrido silencio dijo:

«Si tú eres él —¡mas cuán caído!, qué distinto

De él, quien en los Reinos de la Luz felices,

De trascendente resplandor vestido, superabas en fulgor,

Aun fulgentes, a legiones—, al que mutuo pacto,

Aunada mente y persuasiones, misma esperanza

Y riesgo en la gloriosa empresa

Me unió una vez y al que ahora me une la miseria

En ruina idéntica: ya ves qué pozo,

De qué altura hemos caído; tan potente ha resultado

Aquél del Trueno… y hasta entonces ¿quién creyó

Sus armas tan atroces? Pero no por ellas,

Ni por lo que el Víctor formidable en su furor

Pudiera aún causarnos, me arrepiento o cambio

(Si bien cambiada en lustre externo) esta mente fija

Y mayúsculo desprecio —fruto de herido mérito—

Que contender me hizo con el más potente,

Arrojando a la fiera controversia

Fuerzas incontables de Espíritus armados

A los que afligía su reinado y, prefiriéndome,

Su poder supremo con poder adverso confrontaron,

En dudosa liza en los Campos del Empíreo,

Haciéndole temblar el Trono. ¿Qué, si cejamos?

No todo está perdido; la inconquistable voluntad

Y planes de venganza, odio inmortal

Y un coraje que jamás se rinde o cede:

¿Y qué otra cosa es no estar vencido?

Esa gloria nunca su ira o su poder

Tendrán de mí. Doblarme y pedir merced

Con rodilla suplicante, y su poder deificar

Quien con terror, el de este Brazo, hace poco

Cuestionó su imperio, eso sí sería miserable;

Eso sí sería una ignominia y deshonor, aparte

De ruina, puesto que el destino impide flaquear

La fuerza de los Dioses y esta empírea substancia;

Puesto que por la experiencia de este lance

—En armas no peores, mas en previsión mejores—

Con próspera esperanza cabe disponer

Librar por maña o fuerza eterna guerra

Inconciliable contra nuestro fiero enemigo,

Que ahora triunfa y en el colmo de su gozo,

Reinando solo, es la Tiranía del Cielo».

Así habló el angélico Apóstata, aunque en dolores,

Jactándose en voz alta, dentro desgarrado;

Y así le respondió enseguida su amigo bravo:

«Oh Príncipe, oh Caudillo de incontables Tronos[65]

Que guiaste a la batalla ejército de Serafines

A tus órdenes y, con temibles destemidas

Gestas, al perpetuo Rey del Cielo apeligraste

Y pusiste a prueba su alta Hegemonía,

Ya ostentada por la fuerza, azar, o sino:

Muy bien veo y lamento el desenlace cruel

Que, con derrota triste y descalabro vil,

Nos hurta el Cielo; y toda esta hueste poderosa

Despeñada a tan horrible destrucción,

Tanta como Dioses, como Esencias Celestiales

Puedan padecer: pues mente y espíritu persisten

Invencibles y el vigor retorna pronto,

A pesar de toda nuestra gloria extinta y el feliz estado

Aquí enterrado en suplicio interminable.

¿Mas qué, si nuestro vencedor (al que ahora

Por fuerza creo omnipotente, pues no menos

Que uno así habría aplastado a nuestras fuerzas)

Nos ha dejado enteros el espíritu y el nervio

A fin de soportar crecido sufrimiento

Complaciendo de tal modo a su ira vengadora,

O por hacerle más servicio como esclavos

(Prerrogativa bélica), sean los que sean sus asuntos

Aquí, en el centro del Infierno, trabajando ya entre llamas

Ya cumpliendo sus encargos en la Hondura tenebrosa?

¿De qué nos sirve entonces el sentir

La fuerza no mermada, o nuestro eterno ser,

Si es para aguantar castigo eterno?».

A lo que con verba rauda el Archidemonio replicó:

«Caído Ángel, ser débil es miserable

En la acción o sufrimiento; pero ten por cierto esto:

Hacer un bien jamás será tarea nuestra,

Sino siempre obrar el mal nuestro deleite,

Siendo cosa opuesta a su alta voluntad,

Que resistimos. Si después su Providencia

Nuestro mal intenta transformar en bien,

Buscaremos arruinar su empeño

Y en el bien hallar los medios para el mal;

Y a menudo puede que triunfemos, y quizá

Le duela, si no fallo y consigo desviar

Sus más recónditos designios de su presagiado fin.

Pero mira, el airado Víctor ha emplazado

A sus Ministros, que la saña olvidan y el acoso

Retornando al Umbral del Cielo: el sulfúrico granizo

Arrojado tras nosotros en la exhausta tempestad

Ha aplacado el mar de fuego que al caer

Nos recibió del Precipicio empíreo, y al Trueno,

Alado en su ira impetuosa y rojo Rayo,

Acaso no le queden dardos y ahora cese

De rugir por este vasto, ilimitado Abismo.

No perdamos la ocasión, ya el desdén

Del enemigo, ya saciada furia nos la brinde.

¿Ves allí aquella lóbrega llanura, yerma y áspera,

Sede de desolación, de luz exenta

Salvo por lo que el rielar de estas llamas lívidas

Vuelve pálido y temible? Hacia allí vayamos,

Dejando la zozobra de estas olas ígneas,

A buscar reposo, si reposo puede haber ahí,

Y tras reunir a nuestras rotas huestes

Pensemos cómo desde ahora ofender mejor

Al Enemigo, o remediar la pérdida,

Cómo superar tan fiera desventura,

Qué auxilio extraer de la esperanza

O qué resolución del desespero».

Así Satán, hablando a su inmediato camarada

Con la testa levantada sobre aquellas olas, y ojos

Que al titilar ardían, y el resto de su cuerpo

En el magma prono, extendido largo y ancho

Muchas varas[66], yacía flotando, una mole tan inmensa

Como esos que las fábulas Titanes llaman,

O terrígenos, de inmensa talla, que hicieron

Guerra a Jove: Briareo o Tifón, en la caverna

Cabe el viejo Tarso; o ese engendro acuático,

El Leviatán[67], al que Dios hizo, de todas sus creaciones,

La más grande, en las corrientes de los mares:

A éste a veces, cuando duerme entre nórdicas espumas,

El piloto de un pequeño esquife en brumas,

Lo toma por islote y, tal como cuentan navegantes,

Fijando el ancla en su escamosa piel,

Atraca en su costado a sotavento, mientras viste

El mar la noche y demora el alba deseada.

Así, inmenso en su largor, yacía el Archidemonio

Encadenado sobre aquel ardiente lago; y allí

Quedara sin alzar cabeza, si la voluntad

Y sumo asentimiento del omnipotente Cielo

No lo hubiese al fin librado a sus negras ambiciones:

Que pueda amontonar, con reiterado crimen,

Maldiciones sobre sí mientras persigue

El mal de otros, y furioso pueda ver

Cómo toda su malicia sirve sólo a la creación

De bondad ilimitada y gracia, derramadas

Sobre el hombre que él sedujo; para él mismo

Sin embargo, triple ruina, rabia y saña.

De pronto erguido, eleva de la charca

Su potente envergadura; llamas de ambas manos,

Aventadas hacia atrás, sus vértices inclinan y, rodando

En ondas, dejan en el medio un valle hirsuto.

Después, las alas extendidas, vuela

Hacia lo alto, gravitando en el aire penumbroso,

Que siente el peso insólito, hasta que en terreno seco

Pone pie, si tierra ardió alguna vez

Con fuego sólido, cual con líquido el lago;

Y era su apariencia como cuando la pujanza

De un viento subterráneo transporta un monte

Arrancado del Peloro o el flanco destrozado

Del Etna atronador[68], cuyas entrañas combustibles

Bien cebadas, concibiendo fuego

Sublimado por la furia mineral, ayudan a los vientos

Y un fondo dejan todo envuelto

En humo y en hedor: apoyo tal halló la planta

Del pie maldito. Lo siguió su camarada,

Engreídos ambos por huir del Magma Estigio

Como Dioses, por su propia fuerza recobrada

Y no por tolerancia del Poder superno.

«¿Es ésta la región, el suelo, el clima

—Dijo entonces el perdido Arcángel—, éste el sitial

Que a cambio recibimos de los Cielos, esta triste sombra

Por aquella luz celeste? Sea, puesto que aquel

Que ahora es Soberano puede declarar

Qué es lo recto: pues mejor cuanto más lejos

Del que siendo en razón igual, supremo reina por la fuerza

Sobre iguales. ¡Hasta siempre, Campos venturosos

Donde es eterno el gozo! ¡Salve horrores, salve

Mundo infernal! Y tú, profundo Averno,

A tu nuevo Dueño acoge: alguien que trae

Mente que no cambian sitio o tiempo.

La mente es su propio medio y, en sí misma,

Puede hacer del Cielo Infierno, del Infierno un Cielo.

¿Qué importa dónde, si aún soy el mismo

Y lo que he de ser, sólo menos que ése

Al que el Trueno hace superior? Aquí al menos

Somos libres; el Omnipotente por envidia

Yermo tiene este lugar: no ha de echarnos de él.

Aquí seguros reinaremos y según lo juzgo

Digno anhelo es el reinar, incluso en los Infiernos:

Mejor reinar en el Infierno que servir en el Empíreo.

¿Mas por qué dejar a nuestros fieles compañeros,

Socios y partícipes en nuestra pérdida,

Yacer así aturdidos en el lago del olvido

Sin llamarlos a tener su parte

En la mansión desventurada; o de nuevo

En armas congregados ver qué pueda recobrarse

Aún del Cielo, o perderse todavía en el Abismo?»

Así habló Satán y Belcebú le respondió:

«Caudillo de estos fúlgidos ejércitos

Que sólo el Todopoderoso derrotar podía,

Si oyen esa voz, su esperanza más segura

En apuros y temores, escuchada tantas veces

En trances, los peores, y en la cresta peligrosa

Del combate cuando rabia, en todos los ataques

Su señal más cierta, enseguida cobrarán

Inédito coraje, nuevos ánimos, aunque ahora yacen

Humillados y postrados en el lago ardiente

Como antes tú y yo, aturdidos y perplejos

(¿Y quién se extrañaría?), tras caer de tan nefasta altura».

Apenas terminara y el Demonio superior

Marchaba ya a la orilla, el pesado escudo

De etéreo temple, largo y redondo y masivo,

Echado atrás, colgándole el amplio disco

De los hombros cual la Luna, cuyo orbe

Con el óptico cristal observa el artista de Toscana

Al caer la tarde, en la cima del Fiesole,

O en Valdarno[69], descubriendo nuevas tierras,

Ríos o montañas en el globo moteado.

Su lanza, comparada con la cual el pino más enorme,

Talado en montes de Noruega para mástil

De glorioso buque insignia, fuera caña sólo,

Le sirve para apoyo de precarios pasos

Por la ardiente marga, no como aquéllos

Sobre el azur del Cielo; y el clima tórrido,

Además, lo azota fiero bajo bóveda de fuego.

Mas él lo aguanta todo hasta alcanzar la playa

Del mar en llamas, desde donde grita

A sus legiones, las angélicas figuras que, en su trance,

Flotaban numerosas como hojas otoñales en arroyos

De Vallombrosa, donde etruscas sombras[70]

Elevan sus arcadas protectoras; o los juncos esparcidos

Por las aguas cuando Orión, con vientos fieros,

La costa bate del Mar Rojo, cuyas olas desmontaron

A Busiris y su ejército de Menfis a caballo,

Cuando con traición odiosa persiguieron

A los refugiados del Gosén[71], que vieron

Desde salva orilla sus cadáveres flotar

Entre restos de los carros destrozados. Tan tupida

Y abyecta la legión yacía, cubriendo el piélago,

Bajo el hechizo de su horrendo cambio.

Él llamó tan fuerte que toda hueca hondura

Del Infierno resonó: «Príncipes y Potestades

Y guerreros, flor del Cielo, antes vuestra, disipada ahora,

Si es que aturdimiento semejante puede anonadar

A Espíritus Eternos: ¿o habéis parado aquí,

Tras el tesón de la batalla, a dar reposo

A la virtud cansada por lo calmo del lugar,

Dormitando como en valles del Empíreo?

¿O en esta abyecta pose habéis jurado

Adorar al Vencedor, que ahora contempla

Querube y Serafín a la deriva en la corriente

Con las armas y estandartes esparcidos,

Hasta que sus raudos batidores a las Puertas de los Cielos

Noten la ventaja y desciendan a humillarnos,

Así desfallecidos, o con rayos sucesivos

Nos transfijen, arrojándonos al fondo de este Abismo?

¡Despertad, en pie, o quedad postrados para siempre!».

Lo oyeron ellos y, azorados, levantaron al instante

El vuelo, como hombres que, hechos a velar

La guardia mas hallados adormidos por quien temen,

Se incorporan y se cuadran antes aun de despertar.

Y no ignoraban la afligida situación

En la que estaban, ni eran insensibles al suplicio,

Mas la voz de su Caudillo pronto obedecieron,

Incontables. Como cuando la potente vara

Del Hijo de Amrán, el día infausto de Egipto,

Señaló oscilante el litoral llamando nube opaca

De langostas, que en el viento de levante hervían,

Y sobre el reino del impío Faraón cayeron

Como noche, atenebrando el país del Nilo[72]:

Tan innúmeros los Ángeles malignos

Aleteaban bajo el domo del Infierno,

Entre fuegos en lo alto, lo hondo y rodeándolos;

Hasta que les hace seña la enhiesta lanza

De su gran Sultán marcándoles el curso

Y con diestro equilibrio aterrizan

En el firme sulfuroso, abarrotando el llano.

Una multitud que ni el Norte populoso

Volcó jamás de sus helados lomos[73] más allá

Del Rin o del Danubio, cuando su progenie bárbara

Llegó al Sur como avalancha, propagándose

Allende Gibraltar y por arenas libias.

Mas de cada escuadrón y cada banda al instante

Los cabezas y los jefes se apresuran al lugar

Donde está su Comandante, formas divinales y figuras

Que trascienden lo humano, principescas Dignidades

Y Poderes[74] que antes en el Cielo ocupaban Tronos,

Aunque de sus nombres en las crónicas celestes

No quede ya recuerdo, suprimidos como están

Por su revuelta de los Libros de la Vida.

Ni tampoco todavía les dieran nuevos nombres

Los hijos de Eva, pues no era el día en que,

Por anuencia del Altísimo y para prueba de los hombres,

Vagarían por el mundo con mentiras, falsedades,

Incitando a muchos a apartarse

De Dios su Creador y transformar

La invisible gloria de aquel que los hizo

En imagen de animal, ornado a menudo

Para ritos caprichosos plenos de pompa y oro,

Y a adorar a los Demonios cual Deidades.

Entonces conociéronlos los hombres por diversos nombres

Y en varios ídolos del mundo infiel.

Di sus nombres, Musa, como luego fueron[75],

Quién primero, quién postrero se alzó del ígneo lecho

Al llamado de su gran Emperador y, uno a uno,

Según sus méritos, a él llegaron en la yerma orilla

Mientras la promiscua turba estaba lejos.

Principales fueron los que, prorrumpiendo del Infierno

A buscar en tierra presa, osarían luego

Junto al Trono del Señor plantar sitiales,

Altares al costado de Su Altar, dioses adorados

Entre las naciones circundantes, desdeñando

Al Jehová tonante de Sión, entronizado

Entre Querubes; sí, y a menudo colocaron

En Su Templo sus capillas respectivas

Y abominaciones; y con cosas execrables

Profanaron ceremonias santas y solemnes fiestas,

Y con su negrura osaron afrentar su luz.

Primero Móloc, rey atroz pringado de la sangre

De humanas oblaciones y llantos parentales,

Cuyos atambores y timbales fuertes

Ahogaban el chillido de los niños, que servía el fuego

Al siniestro ídolo. A él los amonitas

Adoraron en Rabá y su planicie aguanosa,

En Argob y en Basán, hasta el margen más lejano

Del Arnón. Insatisfecho aún con tan

Osada vecindad, al alma sapientísima

De Salomón indujo con engaños a erigirle

Un templo justo frente al templo del Señor,

En aquel mogote del oprobio, y fue bosque suyo

El valle dulce de Hinnón, llamado desde entonces

Tofet[76] y negro Gehená, reflejo del Infierno.

Después Kemós, terror obsceno de los hijos de Moab,

Desde Aroer a Nebo y el páramo

Del Abarim meridional; en Hesbón

Y Horonaim, reino de Seón, allende

Sibma, valle exuberante en flores y viñedos,

Y en Elealé hasta la Asfáltica Laguna.

Peor fue otro de sus nombres, cuando en Sittim

Atrajo a Israel, en su avance desde el Nilo,

A ritos disipados, que pagó muy caro.

Mas desde allí extendió sus lúbricas orgías

Hasta el Monte incluso del Escándalo, rayano al bosque

De Móloc homicida —la lascivia junto al odio—,

Hasta que el buen Josías de allí al Infierno los echó[77].

Venían también con éstos los que desde el cauce limitáneo

Del viejo Éufrates y hasta el río que divide

Egipto de la tierra siria[78], usaban nombres colectivos:

Los Baalim y Ashtaroth[79], masculinos los primeros

Y los otros femeninos. Pues, según les place,

Uno u otro o ambos sexos tienen los Espíritus; tan tenue

E incompuesta es su Esencia pura,

No ligada ni trabada a miembro ni juntura,

No fundada en la frágil fuerza de los huesos,

Como la onerosa carne: en la forma que eligen,

Ya compacta o dilatada, fúlgida u oscura,

Ejecutan sus sutiles intenciones,

Realizando obras ya de amor, ya hostiles.

Por ellos la Estirpe de Israel abandonó a menudo

Su Fuerza Viva, y dejó desierto

Su altar legítimo, postrándose humilde

Ante ídolos bestiales; y por ello sus cabezas,

Humillándose lo mismo en la batalla, se rindieron

A la lanza de enemigos despreciables. Vino en tropa

Con éstos Astoreth, llamada por Fenicia

Astarté, del Cielo Reina, con sus cuernos alunados:

A su imagen esplendente, en las noches bajo el astro,

Vírgenes sidonias le brindaban votos y canciones;

No ignorada en Sión tampoco, donde ostentaba

Templo en la insultante loma, construido

Por aquel uxorio Rey[80] que, aunque de alma vasta,

Embelesado por idólatras hermosas, se hincó

Ante ídolos inmundos. La seguía Tamuz,

Cuya herida estacional en Líbano tentaba

A las mozas sirias a llorar por su destino

Con tiernas cancioncillas, todo un día de verano,

Mientras el sereno Adonis desde su nativa roca

Púrpura corría al mar, teñido —se decía— de la sangre

De Tamuz, anual herido: el cuento amoroso

Infectó con similar delirio a las hijas de Sión,

Cuyas lúbricas pasiones en el Porche santo

Vio Ezequiel, arrebatado en sus visiones,

Cuando su mirada sondeó las lúgubres idolatrías

De Judá enajenado[81]. Luego vino uno

Que lloró de veras, cuando el Arca prisionera

Mutiló su imagen bruta, manos y cabeza le arrancó

En su propio templo, en el mismo umbral,

Donde se desmoronó, abochornando a sus devotos:

Dagon es su nombre, monstruo acuático, hombre arriba,

Pez debajo; alto templo exhibía

En Azoto, y lo temía entero el litoral

De Palestina: Gat y Ascalón,

Ecrón y feudos en los límites de Gaza[82].

Rimón lo sigue, cuya sede deliciosa

Era la gentil Damasco, en las fértiles riberas

Del Abana y el Farfar, de límpida corriente.

También se mofaría éste de la casa del Señor:

Perdió un leproso un día y ganó un Monarca.

Acaz, estúpido, lo conquistó; y embaucado por aquél

Menospreció el altar de Dios y lo trocó

Por uno al sirio estilo, donde hacer arder

Sus ofrendas execrables y adorar a dioses

Que había derrotado[83]. Luego apareció

Una turba que, gastando nombres de añeja fama,

Osiris, Isis, Horus y su séquito,

Con monstruosas formas y hechizos, incitó

Al fanático Egipto y a sus sacerdotes a buscar

Sus errantes dioses en imágenes brutescas

Más que de hombres. No escapó Israel

A la infección, que con prestado oro se forjó

El Becerro del Horeb: y el rey rebelde

Duplicó el pecado en Betel y en Dan,

Equiparando su Hacedor al buey pacente,

Jehová, que en una sola noche al salir

De Egipto desfilando, igualó de un golpe

Primogénitos y todos sus balantes dioses[84].

Último llegó Belial: Espíritu más lúbrico

No cayó del Cielo, ni otro más afecto

Al vicio por sí mismo; no tenía éste templo

Ni altar que le humease; pero ¿qué otro más asiduo

En los templos, los altares, cuando el sacerdote

Se hace ateo, cual los hijos de Elí, que de violencia

Y de lascivia la mansión colmaron del Señor?

En cortes y palacios reina él también

Y en urbes opulentas, donde el ruido

Del desmadre asciende sobre torres gigantescas,

Y las ofensas y el escándalo: y al apagar

La noche la ciudad, surgirán los hijos

De Belial, ahitos de insolencia y vino.

Testigos son las calles de Sodoma y aquella noche

En Guibeá, en que una puerta hospitalaria

Expuso a la mujer aquella y evitó peor estupro[85].

Éstos fueron los primeros en poder y jerarquía;

El resto fuera largo relatar, si bien famosos:

Los dioses jonios; tales los creyó la raza de Yaván[86],

Aunque confesara posteriores a la Tierra y Firmamento,

Pretendidos padres. Y Titán, primogénito del Cielo,

Con su inmensa prole; su derecho le robó

Saturno, más reciente, que de Jove poderoso,

Hijo suyo y de Rhea, obtuvo misma suerte.

Y Jove, usurpando, gobernó. Primero en Creta

Y en el Ida fueron éstos conocidos: en la nívea cima

Del Olimpo frío dominaron la región del aire medio,

Su cielo extremo; o en la peña délfica,

O en Dodona, y por todas las provincias

De la patria dórica; o con Saturno viejo

A Campos de Hesperia huyeron sobre el Adria

Y, a través de tierras celtas, a las islas más remotas[87].

Todos éstos y otros muchos acudieron, mas con ojos

Bajos, tristes, en los cuales sin embargo

Un fulgor había de oscuro gozo —pues su líder

Encontraran, no abatido; y a sí mismos, no perdidos

En la pura pérdida— que al rostro daba de Satán

Un brillo equívoco. Mas éste recobrando pronto

El propio orgullo, con hinchada verba que ostentaba

Dignidad fingida, no substancia, levantó gentil

Su coraje desmayado y disipó sus miedos.

Luego enseguida manda que, al clamor guerrero

De trompetas y clarines fuertes, sea alzado

Su estandarte poderoso. Este gran honor lo pide

Azazel (que su derecho invoca), un Querube alto,

Que veloz del mástil fúlgido despliega

La imperial enseña[88]: brilla ésta en alto

Como bólido que desmelena el viento,

Blasonada en oro y ricas gemas,

Con seráficos trofeos y armas: mientras,

El metal sonoro exhala sones belicosos

Y la hueste universal responde alzando

Un grito que desgarra el cóncavo de los Infiernos,

Asustando a Caos y Noche anciana en su propio reino.

En un solo instante a través de aquellas brumas

Diez millares de oriflamas se levantan en el aire,

Tremolando de espléndidos colores; y con ellas

Surge un bosque colosal de lanzas, yelmos incontables

Y escudos prietos en compacta formación

De espesor incalculable. Y ya desfilan

En íntegra falange al ritmo dórico

De flautas y clarines suaves, como el que elevó

A pináculos de temple noble a los héroes de antaño

Al armarse para el combate, inspirándoles,

En vez de rabia, un valor deliberado, firme

Ante el pánico mortal, inmune a la abyecta huida;

Mas no exento del poder de apaciguar,

Con solemnes notas, tristes pensamientos y espantar

Angustia y duda y pena y daño y miedo

De mentes ya mortales o inmortales. Así ellos,

Exhalando fuerza unida y decisión,

Marcharon en silencio al son de suaves gaitas

Que sus pasos crueles sobre el suelo ardiente calma;

Y ahora, ya a la vista, se detienen: erizado frente

De largor temible y armas deslumbrantes, al estilo

De los rancios campeones, firme escudo y lanza,

Esperando la orden que el Caudillo poderoso

Quiera darles: éste, a través de las armadas filas

Lleva su capaz mirada y pronto tiene examinado

El batallón completo, su orden recto,

Sus rostros y estatura como Dioses;

Su número por fin calcula. Y ahora el corazón

De orgullo se le hincha y, duro en su poder,

Exulta, pues tras la creación del hombre nunca

Hubo fuerzas semejantes, comparadas con las cuales

Todas otras fueran como aquella infantería de pigmeos

Atacada por las grullas[89]; aunque la prole gigantesca

En Flegra[90] se sumase a la estirpe heroica

Que en Tebas combatió y en Ilión, nutrida cada parte

De Dioses auxiliares; y lo que resuena

En romance o fábula del hijo de Uther[91]

Rodeado de los paladines de Britania o Armórica[92];

Y todos los que luego, bautizados o infieles,

Justaron en Aspramonte o Montalbán,

Marruecos, o Damasco, o Trebisonda[93],

O los que envió Biserta[94] desde orillas africanas

Cuando Carlomagno con sus Pares fue vencido

Cerca de Fuenterravía[95]. Tan por encima éstos

De cualquier mortal proeza, mas sumisos

A su fiero Comandante: éste sobre el resto

En figura y gesto, eminencia altiva,

Se alzaba como torre; no perdiera aún su forma

Todo su fulgor original, ni menos parecía

Que caído Arcángel, empañada la abundancia

De su gloria: como cuando el Sol amaneciente

Mira desde el horizonte a través del aire neblinoso

Falto de sus rayos, o desde el otro lado de la Luna,

En vago eclipse desastroso, un crepúsculo proyecta

Sobre medio mundo y con cambios pavorosos

Estremece a los monarcas. Aun así oscurecido,

Sobre todos brilla aquel Arcángel; mas en su faz

Hondas cicatrices ha dejado el Trueno y hay

Zozobra en su pómulo marchito, bajo frente sin embargo

De indómito coraje y un orgullo que, paciente,

Venganza atiende. Crueles ojos gasta, pero irradian

Signos de pesar y de pasión al contemplar

A sus cofrades en el crimen, seguidores más bien

(Que tan otros en la dicha viera) condenados

Para siempre ahora a un destino de dolor,

Miríadas de Espíritus privados por su falta

De los Cielos y de eternos esplendores expulsados

Por su rebelión, mas fieles a Satán

En su agostada gloria: como cuando el fuego del Empíreo

Abrasa robles en el bosque o pinos de montaña

Y, desnudo el tronco, con la copa incinerada, se alzan

Soberanos en el yermo devastado. Él ahora se dispuso

A hablar; se curvan sus columnas de ala a ala

Envolviéndolo en un arco con sus Pares:

La atención los tiene mudos.

Tres veces prueba y tres, aun a pesar del odio,

Lágrimas le brotan, que los Ángeles lloran: por fin,

Un trenzado de palabras y suspiros halla el cauce.

«Oh miríadas de Espíritus eternos, oh Poderes

A quienes sólo el Omnipotente iguala; y esa lucha

No fue deshonrosa, aunque atroz su desenlace,

Como este sitio testifica y nuestro cambio atroz

Que es odioso declarar: mas ¿qué poder del intelecto,

Al prever o presagiar aun desde simas de saber

Pasado o presente, pudo haber temido

Que una coalición de Dioses como ésta

Fuese nunca vulnerable a la derrota?

Pues ¿quién puede aún creer, tras tanta pérdida,

Que todas estas tropas poderosas, cuyo exilio

Evacuó los Cielos, no remontarán de nuevo

Por sí mismas, retomando su sede natalicia?

En cuanto a mí, testigos las legiones todas del Empíreo,

Si consejos diferentes o peligros que eludiera

Malograron nuestras ansias. No, sino que ese

Que en los Cielos reina soberano, hasta entonces

Confiado ocupara el Trono, sostenido por antigua fama,

O costumbre o beneplácito, y su regio estado

Exhibía sin recato, pero no su fortaleza,

Y ello indujo nuestro intento y produjo nuestra pérdida.

Ahora conocemos su poder; también el nuestro,

Y no provocaremos ni habremos de temer,

Si provocada, nueva guerra; es mejor

Obrar ocultamente, por perfidia o fraude,

Lo que no logró la fuerza: que al final podamos

Demostrarle a aquél que quien se impone

Por la fuerza vence a su enemigo sólo a medias.

Puede que el espacio geste nuevos mundos;

En los Cielos se decía que muy pronto

Pretendía aquél crear un orbe y plantar en él

Progenie, que en su alta estima,

Hallaría igual favor que los Hijos de los Cielos:

Allí, aun para espiar acaso solamente,

Irrumpamos al principio, allí o en otra parte:

Pues este pozo infernal no retendrá jamás

Espíritus celestes en cadenas, ni el abismo largo tiempo

Logrará sumirlos en tinieblas. Pero estos planes

Deben madurarse: paz es imposible,

Pues ¿quién piensa en sumisión? La guerra entonces,

Guerra abierta o tácita, es lo que está por decidir.»

Así habló; y, a fin de confirmar lo dicho,

Miles de espadas llameantes ascendieron de los muslos

De potentes Querubines y el destello repentino

Encendió el Infierno alrededor: coléricos bramaron

Contra el Altísimo y, las armas en el puño, fieros

Arrancaron a broqueles estentóreos clangor de guerra,

Arrojando desafío a la cúpula del Cielo.

No lejos de allí había un monte cuya cúspide temible

Eruptaba fuego y un rugiente humo; el resto era todo

Costra refulgente, signo indubitable

De que había en sus entrañas mena metalífera,

Secuela del azufre. Hacia allí con ala urgente

Voló una tropa numerosa, como pelotón

De zapadores que con pico y pala armados

Al campo regio se adelantan por cavar trincheras

O minar murallas. Los guió Mammón,

Mammón[96], el Ángel menos tieso que cayó

Del Cielo, pues incluso allí sus ojos, pensamientos,

Se inclinaban hacia el suelo, admirando más

Lo rico del celeste pavimento, su hollado oro,

Que toda cosa ya divina o santa disfrutada

En visión beatífica: también por él los hombres,

Los primeros, y por soplo suyo aleccionados,

Irrumpieron en el núcleo y con mano irreverente

Saquearon las entrañas de su madre Tierra

Por tesoros que mejor no hallaran. Pronto tuvo abierta

Su brigada, en el monte, herida amplia

Y extrajo del filón el oro. Nadie se sorprenda

Que el Infierno dé riquezas tales: ese suelo

Más merece la preciosa maldición. Y aquí, que aquellos

Dados a exaltar las cosas transitorias, fascinados

Por Babel, o las obras faraónicas de Menfis,

Sepan que los monumentos más excelsos en renombre,

Arte o fuerza fácilmente los superan

Los Espíritus malditos, que en una hora hacen

Lo que una era humana y manos incontables,

Con trabajo interminable, apenas pueden.

Cerca en la planicie, en múltiples crisoles predispuestos

Que tenían por debajo venas de fluido ígneo

Derivadas del pantano, otra multitud,

Con arte insólito, fundía la masiva mena

Separando cada cosa y la escoria desnataba de oro:

El tercero de los grupos rápido formó en el suelo

Un molde vario y del hervor de los crisoles,

Por oculta transferencia, rellenaba cada hueco;

Así en el órgano de un solo soplo el viento

Da a todos sus cañones voz y aliento.

Pronto de la tierra, como una exhalación,

Se elevó un bloque formidable, con sonido

De exquisita sinfonía y voces dulces,

Mas cual templo circundado de pilastras

Y columnas dóricas lastradas

De áurico arquitrabe; no faltaba allí tampoco

La cornisa, el friso, esculpido con relieves;

Era el techo de oro repujado. Babilonia

O el gran Cairo no emularon tal grandeza

En el colmo de su gloria, ni al dar morada

A Belus y Serapis[97], Dioses suyos, ni sitial

A sus monarcas, cuando Egipto con Asiria competía

En riqueza y lujo. La creciente mole

Fija al fin su solemne altura y las puertas al instante,

Descarando sus broncíneas hojas[98], muestran todo

Adentro: sus espacios anchos sobre el liso

Y llano pavimento. De un techo en arco

Penden por sutil hechizo múltiples hileras:

Lámparas astrales y candentes fogariles

Que, de nafta bien cebados y de asfalto, rinden luz

Como de un cielo. La urgente muchedumbre

Admirada entró; alaban la obra unos,

Otros al Artista: conocían en el Cielo

Al Arquitecto muchas torres palaciegas,

Donde Ángeles cetrados[99] ostentaban residencia

Y moraban como Príncipes, a los que el Rey Supremo

Exaltara a tal poder y diera el mando,

Acorde con su rango, de las fúlgidas milicias.

Fue su nombre pronunciado y adorado

En la antigua Grecia; en tierra ausonia

Lo llamaron Mulciber; y su caída del Empíreo

Fabularon, arrojado por el iracundo Jove

Más allá de las murallas cristalinas: desde el alba

Él cayó hasta el mediodía, hasta el fresco atardecer,

Todo un día de verano; y con el Sol poniente

Se despeñó del zénit como meteorito,

Dando en Lemnos, isla del Egeo[100]: esto cuentan,

Engañados; pues aquél con su rebelde tropa

Declinara mucho antes; y de nada entonces le sirvieran

Sus soberbias torres en el Cielo; ni escapó tampoco

Por sus máquinas, sino que fue arrojado de cabeza,

Con su industriosa panda, a construir en el Infierno.

Entre tanto los alígeros heraldos, por mandato

Del poder augusto, con inmunda ceremonia

Y sonido de trompetas a las huestes todas les anuncian

Que un solemne cónclave tendrá lugar en breve

En Pandemónium, capital suprema

De Satán y de sus Pares: sus proclamas convocaron,

De cada banda y regimiento bien formado,

A los mejores en el rango o elección; que pronto

Con su séquito de cientos y de miles en tropel

Llegaron: todo acceso rebosaba de gentío, las puertas

Y los porches amplios: sobre todo la espaciosa sala

(Cual cubierto campo donde bravos campeones

Galopando en armas irrumpían y en presencia del Sultán

Retaban a la flor de los paganos caballeros

A mortal combate o encuentro con la lanza)

Bullía atiborrada, por los aires y en el suelo,

El silbido irritándola del roce de las alas. Como abejas

En la primavera, cuando el Sol con Tauro avanza:

Sus cadetes numerosos sacan en enjambres

Del panal y por el fresco del rocío y entre flores,

Vienen, van, o por la tabla bien bruñida,

Arrabal de su ciudad de paja,

Con bálsamo recién lustrada, vagan y platican

De asuntos del Estado. Tan tupida pues la aérea masa

Hervía incómoda; hasta que llegó señal

Y, ¡oh portento!, los que antes parecían

Superar en estatura a los Gigantes, hijos de la Tierra,

Ahora que enanos más pequeños en espacio estrecho,

Innumerables, se apretujan; cual pigmeos

Más allá de la india cordillera, o los elfos,

Cuya juerga a medianoche al linde de los bosques,

Cerca de las fuentes, ve un labriego rezagado,

O que ha visto sueña, mientras una Luna arbitra

En lo alto y su pálida carrera hacia este mundo

Inclina: mas aquéllos, en su fiesta y danza

Absortos, con jocunda música le embrujan el oído

Y el pecho le palpita con delicia y temor fundidos.

De tal modo los Espíritus etéricos a formas diminutas

Sus figuras redujeron gigantescas y cupieron amplios,

Aunque incontables todavía, en la cámara

De aquella corte inférnea. Mas muy adentro,

Y en sus propias dimensiones soberanas,

Los Seráficos Señores y los Querubines

En cónclave secreto y apartado se reunieron:

Un millar de Semidioses en sitiales áureos,

En lugar repleto. Tras silencio breve entonces,

Y leída la proclama, comenzó el debate.