Introducción

Si el imperfecto pero grandioso monumento que es el Paraíso perdido lo hubiera escrito alguien más ortodoxo en sus creencias políticas y religiosas, menos crítico con toda forma de autoridad, menos enfático en lo que respecta al valor y a la grandeza del individuo humano, al alcance y posibilidades del humano desarrollo; si lo hubiese escrito, digamos, un Dryden (en caso de haber podido prescindir del campanilleo de sus rimas), o un Isaac Newton (si su genio hubiese acometido la poética del verbo en lugar de la poética de las ecuaciones), o el moralista Wordsworth de la madurez, o C. S. Lewis, azote de satanistas… el gran poema épico de Inglaterra habría llegado hasta nosotros libre de la controversia que lo ha acompañado estos siglos y ya no sería más que una intrascendente reliquia literaria. Una reliquia leída todavía en algunos islotes de fundamentalismo cristiano anglosajón; una reliquia de la que todavía se citarían, aquí y allá, algunos de sus versos proverbiales o inolvidables pasajes; pero una reliquia más interesante para el historiador que para el crítico literario y con escaso arraigo en la emoción, el pensamiento y la espiritualidad del lector actual. Sin embargo, el autor del Paraíso perdido es Milton y eso convierte al poema en un misterio. O en una rareza, cuando menos. Porque, ¿es posible que a Milton, el Milton monarcómaco, enemigo del trono, el cetro y la corona a los que considera atentados contra el libre desarrollo del individuo, contra la dignidad humana incluso, una verdadera forma de idolatría; el Milton que justifica en un enardecido tratado la decapitación del Estuardo; el Milton paladín de la República cromwelliana, su aliado, defensor y propagandista contra los doctrinarios continentales del antiguo régimen… es posible que a ese Milton le complaciese la imagen de Dios como rey guerrero, un «dux bellorum, líder de las tropas angélicas»[1]? ¿Es posible que al Milton humanista, racionalista, le satisficiesen los argumentos de ese Dios —tan irracionales al fin y al cabo—, cuando trata de exculparse de que el mundo que ha creado le haya salido tan rematadamente mal? ¿Es posible que Milton, siempre independiente en materia religiosa, se contentase con ofrecer al mundo una visión tan canónica del cristianismo como la que parece desprenderse de una lectura desatenta del Paraíso perdido? Pero ¿es posible, por otra parte, que un cristiano como él, convencido y devoto aunque singular, hiciese de Satán el héroe de su poema según lo sugirió ya Dryden, contemporáneo suyo, y posteriormente los románticos? ¿Quién es el auténtico héroe de esta épica moral? ¿Satanás? ¿El propio Milton, como querría Saurat[2]? ¿Adán, como sugiere Johnson[3]? ¿Cristo, Dios Padre… como pretenden otros? ¿Era Milton del partido del diablo sin saberlo, como dice Blake[4], o, como afirma Christopher Hill[5], con conciencia de ello?

¿O debemos pensar, con Waldock, que las incongruencias que percibimos entre el Milton histórico y su aparente poema resultan de verse atrapado el autor por el tema que, en muchos sentidos, le estaba predestinado?[6]

Como puede verse, gran parte de las incertidumbres surgen, no de dificultades interpuestas por el poema mismo, sino del anómalo binomio que en cierto modo constituyen Milton y su Paraíso perdido. Pero es esta anomalía, con la indeterminación en la que sume al significado último de la obra, la que sigue infundiendo al poema una inextinguible vitalidad. Cada intento de resolverla es, en realidad, un modo de salvar el poema para las sucesivas épocas y consciencias de una cultura que, desde los tiempos de Milton, no ha hecho sino distanciarse de la experiencia religiosa y de la explicación bíblica del hombre y el mundo. En este viaje, Milton y el Paraíso perdido van juntos: rescatar a uno para la posteridad es rescatar al otro, porque ésta es la obra para la que Milton se preparó desde siempre y en la que puso todo lo que podía poner de sí. Pero, no nos engañemos, la intencionalidad de Milton es, en última instancia impenetrable: tratar de leer el Paraíso perdido en función del Milton histórico y a Milton en función de su gran poema épico es, en buena manera, hacer que uno y otro nos lean a nosotros mismos[7]; leer el Paraíso perdido con este o aquel o el otro personaje como héroe del relato es hacer que cada una de estas criaturas literarias reescriba a su autor para nosotros y nos escriba incluso a nosotros mismos como lectores. El resultado de esta interacción sistémica es un nuevo Paraíso de lectura, una nueva transmigración del poema miltónico que nos sigue hablando en el lenguaje de nuestras inquietudes existenciales, mientras que la adaptación dramática del mismo realizada por Dryden[8], a pesar de que su brevedad la convierte en un texto mucho más apto para los hábitos de lectura contemporáneos, ha quedado atrás como una fósil curiosidad.

I

No diré que Satán sea el héroe del poema, pero sí en gran medida el responsable de que el Paraíso perdido siga hablándonos directamente. Más allá del debate entre sata nistas (que exaltan la figura del Ángel Caído al rango de protagonista épico) y antisatanistas (que lo condenan), lo cierto es que Satán, el Satán de los dos primeros libros del Paraíso perdido, encarna más que ningún otro personaje la consciencia del hombre occidental moderno. Como Satán, éste se revuelve contra su caída condición con la ira de su autoafirmación tajante, irrenunciable; con una curiosidad fáustica y vehemente; con un escepticismo radical como solvente contra toda verdad revelada, todo lo que no le descubran el esfuerzo y ascenso gradual de su propia mente. Como Satán, el hombre contemporáneo prefiere gobernar su propio infierno existencial que vivir aborregadamente en paraíso ajeno. Como él, es adicto al discurso de la libertad, no de la obediencia. Y soy consciente de que «hombre contemporáneo» no pasa de ser una generalidad, una entelequia, que hay muchas formas «contemporáneas» de ser «humano»; pero hablo de ese hombre cuya auto— afirmación irrenunciable —como a Satán en el «Libro VI» con sus cañones— le lleva a ingeniar, fabricar y utilizar armas, armas de destrucción masiva o personalizada, pero armas infernales; el hombre cuya vengativa curiosidad por todo lo que no es le lleva —como a Satán en el «Libro II» con su periplo a través del Caos— a cruzar océanos de agua, de espacio, de ideas y valores, desdeñando fáusticamente el riesgo de infectar de sí mismo a otros mundos o de traer de ellos la Némesis de toda su especie; de ese hombre, en definitiva, que como Satán allí donde se encuentre explota el discurso de la libertad e independencia al que es tan adicto hasta ese punto de demagogia en que sus estandartes ideológicos se convierten en la mentira de sí mismos.

Se ha insistido en que Satán, fiero, desmedido y batallador como es, representa la encarnación de los valores marciales del héroe clásico, precisamente esos valores que Milton critica a través de su Ángel Protestante y a los que contrapone el nuevo ethos del héroe espiritual cristiano[9]; se ha señalado incluso su analogía con Aquiles[10]—. Pero, si Satán tiene alguna semejanza con Aquiles, no es sólo por su «sentimiento de herido mérito»[11], sino porque este Terminator aqueo, con su hybris inextinguible, es quien más se parece al hombre contemporáneo de entre todos los héroes homéricos, salvo, en algunas encomiables ocasiones, el artero Ulises. Satán, este Satán miltónico de los dos primeros libros del Paraíso perdido, a pesar de su escudo «largo y redondo y masivo, colgándole de los hombros cual la luna», y de su lanza «comparada con la cual el pino más enorme, talado en montes de Noruega para mástil de glorioso buque insignia, fuera caña sólo», y de todo el rechinar de las «ruedas de los broncíneos carros» de sus legiones, no mira menos hacia nuestro presente que hacia el pasado que se le atribuye; porque es el hombre moderno, al fin y al cabo, quien ha culminado la empresa satánica y suprimido «la Tiranía del Cielo», aunque sea para morar en el abismo de su finitud. En el «Dios ha muerto» nietzscheano resuena todavía el eco de las campañas del «perdido Arcángel».

Si Paraíso perdido debiera leerse sólo, o principalmente, como el intento por parte de Milton de superar, mediante un nuevo lenguaje y una nueva temática épicos de naturaleza espiritual, la vieja épica heroica de orden marcial y violento, asociada aquí a los Demonios, habría que concluir que la obra es poco menos que un fracaso. A la grandeza de la épica clásica, que forma el tejido de los dos primeros libros, el autor sólo consigue oponer una mediocre y abstracta teología; y este fracaso poético pone de manifiesto la falta de vitalidad creativa de la doctrina que, aparentemente, Milton quería consagrar. No desautoriza nunca tanto un poeta a un conjunto particular de ideas como cuando pone en evidencia su esterilidad artística; y esto es, en última instancia, lo que ocurre aquí, no cuando se compara el Infierno y los Demonios con los mundos divino y humano, sino justo a la inversa. Aurobindo Ghose expresa esta idea al escribir: «No hay en ningún lugar un comienzo más magníficamente logrado que en la concepción y ejecución de su [de Milton] Satán e Infierno; en ningún lugar ha habido un retrato más poderoso del espíritu viviente de la revuelta egoísta, caído a su elemento natural de oscuridad y dolor y, sin embargo, sostenido todavía por la grandeza del principio divino del que nació, incluso tras haber perdido la unidad con él y enfrentándosele con disonancia y desafío. Si el resto de la épica hubiera sido igual a sus libros iniciales, no habría existido un poema mayor en toda la historia de la literatura y pocos habrían sido tan grandes como él»[12].

Pero, si el lenguaje y temática heroicos al estilo homérico quedan trascendidos por algo, es por un elemento que los acompaña como rasgo fundamental de la figura que encarna esos viejos valores marciales: el radical existencialismo de Satán. Ese existencialismo que se manifiesta, incluso, en el rechazo a aceptar la explicación oficial del propio origen porque no la corrobora su memoria y experiencia de las cosas:

¿Quién vio el surgir de la creación? ¿Recuerdas tú

Que te formasen, que te diera el ser el Hacedor?

De tiempo en que no fuimos no hay noticia,

De ningún predecesor: nos concibió y enderezó

Nuestra propia facultad vivífica, al cumplir el hado

El ciclo señalado […][13]

Un existencialismo reconocible para nosotros porque el Dios al que se enfrenta el Ángel Independiente en el Paraíso perdido no es el Dios de las más altas especulaciones humanas ni de las más sublimes experiencias místicas; es el mismo concepto de Dios (el Dios de la religiosidad popular, de la religión de Estado) contra el que ha debido luchar el hombre occidental moderno para llegar a ser lo que es, porque no habría podido insistir en el desarrollo de su plena individualidad sin poner en cuestión y rebelarse contra una ley heredada de las eras ancestrales de la superstición, que petrificaba los conceptos de hombre, mundo y Dios con definiciones establecidas a perpetuidad. Por más desesperada que sea su lucha contra toda forma de heteronomía, por más condenada al fracaso, ese hombre (y ese Ángel) está obligado a afirmar su individualidad, su individualidad trágica, por la propia inclinación de su naturaleza. Éste es también el nexo que une al héroe épico-trágico griego con el Satán miltónico y el hombre fáustico de la modernidad. El Milton promotor de los derechos del individuo y de la formación de la consciencia autónoma, el Milton enzarzado con pluma y panfleto y tratado contra la monarquía, la opresión y la Iglesia papista, anglicana o presbiteriana, no podía dejar de expresarse en la composición de Paraíso perdido, aun en el caso de que en última instancia atribuyamos el poema a la parte más devota de su personalidad. Si ese Milton libertario se expresó, no tuvo para hacerlo otra voz que la de Satán; y ése es el Milton que sigue estando vivo para nosotros. Somos herederos suyos y de las revoluciones que aplaudió o que inspiró (la inglesa, la americana, la francesa…), no del teólogo puritano que también fue.

Es mérito de los románticos haber percibido la grandeza y la trascendencia del Satán miltónico y, a través de él, haber salvado el poema para la posteridad vivificándolo de nuevo. No sin una buena dosis de ironía, el Ángel Caído se convierte con ello en el verdadero Redentor de la obra. Para el Blake del Matrimonio del cielo y el infierno[14], sin embargo, el Caído no fue este Ángel, sino el Mesías, que «formó un cielo de lo que le hurtó al Abismo»[15]. Para Shelley, el Diablo miltónico supera con mucho a su Dios como ente moral[16]. Pero es Mary Shelley la que, trayendo ahora al ámbito puramente humano el drama entre el Creador y su Criatura, pone más claramente de manifiesto en su Frankenstein y a través del Engendro (figura mucho más satánica que adánica[17]) lo que Dios no puede responder a su hijo rebelde en el Paraíso perdido: «¡Maldición de Creador! ¿Por qué creaste un monstruo tan horrendo que incluso te apartaste de mí con repugnancia?»[18]. Porque así ve, al fin y al cabo, el Dios miltónico a su hijo Lucifer, como un monstruo de ingratitud y perfidia, digno sólo de burla y de tormento eternos.

Porque ¿quién es este Dios, al fin y al cabo? Es un ser cuya preocupación suprema es la propia gloria. Está tan enamorado de su gloria que no puede concebir la existencia de sus criaturas más que como un acto continuo de alabanza y de obediencia a su persona. Está tan pagado de su gloria que, puesto que se proclama la Causa Primera de todas las cosas, teme que se le reproche ser la causa también de la imperfección de sus criaturas. Y, porque teme ese reproche, lo primero que hace ese Dios en el poema es lanzarse a un largo discurso exculpatorio en el que trata de convencemos de que la causa del pecado de insumisión —en Ángel u hombre—, y por tanto la responsabilidad del demoledor castigo con el que responde este Omnipotente, reside en un mal uso de la libertad por parte de los seres creados:

Pues el hombre escuchará sus tretas halagüeñas [de Satán]

Y pronto quebrará el solo Mandamiento,

Sola prenda de obediencia: así caerá

Él y su infiel progenie: ¿y de quién la falta?

¿De quién, sino la suya? Tuvo de mí el ingrato

Todo cuanto pudo; justo y recto yo le hice,

Bien capaz de resistir, mas libre de caer.

Así creé a todos los etéricos Poderes,

Los Espíritus, los que aguantaron o cayeron:

Libre aguantó quien aguantó, libre quien cayó.

Sin libertad ¿qué prueba me darían, leal,

De alianza verdadera, fe constante, o de amor,

Si sólo lo obligado, pero no lo deseado,

Estuviera a su alcance? ¿Qué elogio les daríamos?

¿Qué placer tendría yo en obediencia semejante,

Si la voluntad y la razón (razón también es elección)

Inútiles y vanas, de autonomía exentas ambas,

Y pasivas ambas, han servido a la necesidad,

No a mí? De este modo, como era recto,

Tal se les creó y no pueden con justicia incriminar

A su Hacedor, su hechura, o su destino,

Cual si su albedrío la predestinación

Les revocase, implantada por Decreto irrefutable

O Presciencia magna: ellos mismos decretaron

Su revuelta, no yo[19].

En resumen, que este gran Ególatra supracósmico no es capaz de concebir otra libertad que la que se manifiesta en la estricta obediencia a su voluntad. Este fraude de Dios, con toda la mente infinita de la que presume, no ha sido ni siquiera capaz de imaginar un universo donde el hombre o el Ángel sean libres por y para sí mismos, por y para su propio disfrute, no para el deleite vanidoso de una deidad aburrida e idiota empeñada en crueles experimentos morales. Ser libre para obedecer (bajo pena de destierro y martirio) es, sencillamente, una contradicción en los términos. Y si se sugiere que debemos entender la obediencia a este Dios —de acuerdo con el método de Rafael al narrarle a Adán las guerras celestiales, «comparando formas numinosas con corpóreas»[20]— como metáfora de un concepto más abstracto, el de regirse por la ley interna de la propia naturaleza esencial, donde residen la verdadera libertad y la razón?[21] La respuesta es, primero, que ésta es una mala metáfora, poéticamente hablando, porque distorsiona su referente hasta hacerlo irreconocible; y, segundo, que tampoco así se resuelve la contradicción: porque ello implicaría que este Creador, que dice haber hecho al hombre y al Ángel libres, los ha formado, sin embargo, lo bastante ciegos como para elegir ser lo que no son, los ha sacado de fábrica lo suficientemente imperfectos ya como para preferir la servidumbre inherente a una falsa naturaleza en lugar de su auténtica naturaleza libre y perfecta. Y si se dijera, siguiendo a Calvino, que no se puede cuestionar a Dios más de lo que la vasija de arcilla puede amonestar al alfarero[22], habría que concluir que este Dios, además de infinitamente poderoso es infinitamente cruel porque no se ha limitado a fabricar vasijas de barro insensible: ha creado seres individuales conscientes, que pagarán la afirmación de su individualidad con la consciencia de su eterno tormento. Este Dios, por tanto, no es Dios: es un diabólico Monarca Absoluto, y el único acto moral posible reside en la oposición a él y la desobediencia.

Porque hay algo que este Omnipotente, o bien no puede, o bien no quiere hacer: escribir un guión universal coherente con la infinita bondad de la que presume, es decir, con final feliz para todas sus criaturas. El happy end (y esta expresión es aquí miltónica, véase «Libro XII», v. 605) lo reserva sólo para los libremente serviles; esto es, para esos seres que, a pesar de todas las amenazas de castigo y de tormento que gravitan ominosas sobre sus cabezas, pueden simular que no perciben coerción alguna y que cumplen la voluntad del celestial tirano como si fuera la propia. En cualquiera de los dos casos, tanto si ese Dios no puede como si no quiere escribir un buen guión, la única salida para la criatura autónoma, independiente, protestante, es fracturar la trama de la historia allí donde pueda. Y esto lo efectúa Satán, en parte, poniendo de manifiesto con su actuación toda la incongruencia de la creación de este Dios, porque el mero hecho de que pueda actuar como lo hace ya es en sí prueba bastante de lo absurdo del universo creado y de lo limitado de las facultades conceptivas, imaginativas, incluso jurídicas, de su Hacedor: la persona de Satán es la prueba de la necesidad de la revuelta de Satán. Pero lo efectúa de manera aún más definitiva y eficaz sobre todo allí donde Milton —como si emulase al Dios de su relato, tan presto para la burla[23] como para la ira— hace de él parodia o farsa, al decir de ciertos críticos[24]. Porque, cuando esto ocurre, como en la transformación final de todos los demonios en serpientes, el tejido épico del poema, la grandeza moral que según esos mismos críticos el poema ambiciona alcanzar, se desgarra irremisiblemente y no sabemos muy bien si Milton está poniendo en ridículo a su Satán, o si es en realidad Satán quien está mofándose de la inspiración de Milton y poniendo en ridículo a su autor. No puede extrañar, por tanto, que Waldock haya comparado esa escena final de metamorfosis en los Infiernos con la técnica de las tiras cómicas o los dibujos animados?[25]

El método de los dibujos animados es permitir al villano alcanzar una cumbre de elevada seguridad y vanagloria, y entonces derribarlo. Todo el punto consiste en derribarlo, siendo la esencia de esta técnica dar al traste con el adversario de una manera arbitraria: en resumen, por medio de algún tipo de broma […] Es una escena a la que no renunciaríamos por nada del mundo, pero tratarla (como parece que ocurre habitualmente) como si fuera, en la sobria verdad de las cosas, la conclusión y clímax de un desarrollo válido es caer, sin duda, en el absurdo crítico. Tratar de vincular una escena como ésta con lo que ocurre en los dos primeros libros de Paraíso perdido es intentar aunar cosas inconmensurables, pues el tipo de arte ejemplificado en este pasaje y el tipo de arte con el que comenzó la presentación de Satán no tienen, sencillamente, punto de encuentro. Pertenecen a reinos distintos del discurso. La escena es divertida y su composición extraordinaria, pero de Satán no prueba nada en absoluto.

Y no parece menos de animación el episodio en que Ithuriel roza con su lanza a Satán, que está acuclillado junto al oído de Eva en forma de sapo, y con un cómico chispazo el Demonio recobra su figura original[26]… para no hablar de las batallas celestiales descritas en el «Libro VI». Pero el comentario de Waldock habría que matizarlo en el sentido de que, si tiene razón en lo que a este tipo de escenas respecta, bien puede que el aficionado a los dibujos animados no «renunciase a ellas por nada del mundo», pero en el paisaje de Paraíso perdido sobran por completo.

No, el heroísmo de Satán es real: ha preferido el exilio y el tormento antes que someterse a una ley que no percibe como propia; se enfrenta a Dios poniendo de manifiesto sus incongruencias, forzándole a revelar su megalomanía, mostrando los límites de la imaginación de este supuesto Todopoderoso, los límites de su compasión, el paradójico fracaso de sus victorias militares que, siendo meros abusos de poder en quien lo puede todo, resultan derrotas morales. Satán parodia a su autor cuando nos sentimos inclinados a creer que Milton lo ridiculiza; y cuando no, nos hace percibir el carácter «legítimamente trágico, no risible, como Lewis querría, de su lenta degeneración desde el “Libro I” al “Libro X”»[27]. Pero ¿es la lectura satánica la que da al poema su mayor congruencia?

II

No sabemos con exactitud cuándo empezó Milton la composición de Paraíso perdido. Edward Phillips, sobrino y biógrafo de nuestro autor, sugiere que el poema se inició dos años antes del retorno del rey Carlos II y se terminó tres años después de la Restauración[28], lo que significaría que Milton lo compuso entre 1658 y 1663. Otros opinan que la concepción del poema tuvo lugar a mediados de la década de los cincuenta, pero que Milton no se concentró exclusivamente en él hasta el lustro de 1661 a 1666[29]. Sabemos, sin embargo, que la caída del hombre ya le preocupaba y atraía como tema poético desde muchos años antes, cuando allá por 1640 decidió escribir una tragedia con el título de Adam Unparadized (Adán desparadisado), de la que quizá el soliloquio de Satán en el monte Nifates del «Libro IV» (versos, sobre todo, 32 al 41) constituya el mismo comienzo. Sea como sea, Milton, que había tenido una desahogada infancia y juventud en lo que a necesidades materiales se refiere, que prolongó los años de su preparación intelectual tanto como la fortuna familiar le permitió hacerlo, incluyendo un viaje de instrucción por Francia e Italia entre abril de 1638 y julio de 1639, se sentía por todo ello en deuda con sus conciudadanos y asumió públicamente el compromiso de saldarla del único modo en que un autor consciente de su valía puede hacerlo, escribiendo la obra maestra que justifique tanta aparente inacción, una vida tan subjetiva:

No tengo por vergüenza yo comprometerme con cualquier cultivado lector de forma que, por unos pocos años todavía, me otorgue su confianza sabiendo que le pagaré eso que ahora constituye mi deuda, ya que se trata de una obra que no puede surgir de los ardores de la juventud, ni de los vapores del vino, como la que fluye a raudales de la pluma de cualquier vulgar Amoroso, o de la cáustica furia de un rimador parásito, ni se obtiene tampoco por invocación de la Dama Memoria y sus hijas Sirénidas, sino por plegaria devota al Espíritu eterno que puede enriquecer toda expresión y conocimiento, y envía a su Serafín con el fuego sagrado de su Altar para tocar y purificar los labios de quien Él quiere: a esto debe añadirse lectura industriosa y selecta, observación constante, introspección en todas las artes y oficios nobles y generosos. Y mientras esto [en lo que ahora me comprometo] no se haya realizado en alguna medida, aun a expensas de mi propio peligro y coste, me niego a no alimentar esta expectación en tantas personas como estén dispuestas a arriesgar su confianza depositándola en las mejores promesas que puedo ofrecerles[30].

Siguiendo el ejemplo de los poetas épicos italianos Tasso y Ariosto, había abandonado la idea de escribir su gran obra en el latín franco de la Europa culta y la concebía en su inglés materno, aunque ello implicase (así lo parecía en aquel momento) sacrificar el número de sus lectores y apelar a un público de nivel cultural menor. Había dejado atrás, también, la idea de una épica marcial, una Arturiada; y en el contexto de aquella Inglaterra protestante de la Revolución, que para él no era hija de las doctrinas de Lutero y Calvino, sino de los autóctonos Pelagio (c. 354-418) y Wycliffe (1330-1384), así como el pueblo destinado a culminar la gran Reforma del cristianismo, esa épica en la que se reconociese la nación no podía ser sino una obra de contenido espiritual, un gran manifiesto de los principios de la actitud cristiana reformada.

En agosto de 1642, la Inglaterra puritana, la más irreductiblemente protestante, se levantó en armas bajo bandera parlamentaria contra su rey Carlos I Estuardo, cuya política absolutista lo había llevado a la confrontación con el Parlamento y cuyo apoyo a las impopulares reformas eclesiásticas y doctrinales de William Laud lo hacían aparecer ante sus súbditos como un monarca procatólico o incluso criptocatólico. Milton, que para entonces está cerca de cumplir los 34 años (había nacido el 9 de diciembre de 1608) se alinea claramente con los parlamentarios (los roundheads o «cabezas redondas», por el modo de cortarse el pelo de muchos de ellos en desprecio de las rizadas melenas nobiliarias) contra el partido monárquico (los cavaliers, del español caballeros, lo que aludía al supuesto favor de la corte hacia las costumbres católicas hispánicas). Es un periodo de ebullición de las sectas milenaristas y de las utopías apocalípticas; es un periodo en que las gentes leen la Biblia en su lengua vernácula y buscan a través de la inspiración de las Escrituras un diálogo tan directo con su Dios como el de los antiguos profetas y patriarcas. Inglaterra se ha convertido en un nuevo Israel, elegida por Dios para preparar el Segundo Advenimiento de Cristo. Y cuando el 30 de enero de 1649 este pueblo reformado —triunfador en su guerra civil como lo fuera antaño el hebreo en las guerras de Yahveh— decapite al Estuardo, habrá derribado la institución que fue la maldición del antiguo Israel e inaugurado una era tan igualitaria como imagina que fue el periodo bíblico de los Jueces.

Milton, que saluda la ejecución del monarca con un tratado en el que justifica el regicidio[31], es nombrado secretario de Lenguas Extranjeras por el Consejo de Estado; y su primera misión propagandística será responder al librito Eikon Basilike («Imagen Regia») que recorre las islas y el continente como si lo hubiese escrito el monarca depuesto en vísperas de su decapitación. Milton compone Eikonoclastes («Destructor de imágenes»), que es una segunda ejecución —ésta en efigie, y no por ello menos odiosa a ojos de los derrotados pero acechantes monárquicos— del despreciado Estuardo. En 1652 acaba por perder totalmente la vista, siempre débil en él pero ahora agotada, dirá Milton, en su servicio a la República. Entre 1653 y 1658, el Protectorado de Cromwell hará que se realicen algunas de las aspiraciones civiles y religiosas de nuestro poeta; no todas, sin embargo, y la que más añorará será la abolición definitiva de la Iglesia de Inglaterra. Con la muerte de Cromwell en el 1658, la República comienza su precipitación hacia el colapso; en 1660 la monarquía Estuardo queda restaurada. Milton sobrevivirá ciego y proscrito hasta la segunda semana de noviembre de 1674.

La primera edición de Paraíso perdido, en diez libros, ve la luz en 1667 y la segunda, ya en los doce libros en que ha llegado hasta nosotros, en julio de 1674, unos pocos meses antes de la muerte del autor. Su gran obra Milton la escribió en verso blanco: el pentámetro yámbico que se usaba en las composiciones dramáticas él lo emplea por primera vez para la épica, presentándolo con una proclama que —dado el gusto de la corte por las rimas tintineantes— tiene tanto de política como de literaria:

[Este metro] consiste sólo en números apropiados, adecuada cantidad de sílabas y variedad en el modo de transportar el sentido de un verso al otro, no en el cascabeleo de terminaciones afines, falta evitada por los doctos de antaño tanto en poesía como en la buena oratoria. Tal omisión de la rima, así pues, no debe ser tenida por defecto, aunque quizá lo parezca a oídos vulgares; sino más bien estimada como ejemplo, el primero en inglés, de la antigua libertad recobrada, para el poema heroico, contra la molesta y moderna servidumbre a la rima[32].

Lo escribe para un público «apto, aunque escaso»[33]. Pero lo escribe y lo publica en territorio y periodo hostiles, por lo que cuando menos la apariencia de la obra ha de ser tal que no reanime los rencores y resquemores de sus enemigos que, por el momento, se han olvidado del viejo regicida ciego. Tanto si Paraíso perdido se compone, como quiere Edward Phillips, entre 1658 y 1663, como si ocurre algo más tarde, ésta es una obra de los años tenebrosos de la derrota de Milton y del fracaso de la utopía cromwelliana; pero en su inspiración, que antecede en mucho a la concreción del poema, ha de haber algo también del periodo entusiasta de la Revolución y la República.

Por todo ello, la lectura más ortodoxa de la obra, la que asume acríticamente que el dios miltónico es en la consciencia del autor y en la consciencia colectiva del cristiano una apta representación (no por imperfecta menos sincera) del dios de Occidente, la que acepta los sofismas de ese dios como el modo que tiene Milton de «vindicar la Providencia Eterna y los caminos del Señor justificar ante los hombres»[34], no puede ser de ningún modo el límite de nuestro horizonte interpretativo. Es, todo lo más, el antifaz de la obra; es la inocua pero tramposa superficie que ha hecho del poema una atractiva figuración del mito cristiano para la religiosidad popular y para la religión oficial de Estado de los pasados siglos.

Quizá Milton tuvo pleno control del guión de su relato y lo que ni siquiera los intérpretes más ortodoxos del poema han podido dejar de reconocer, la imperfección del personaje de Dios Padre, obedece a diseño: es decir, es un reflejo poéticamente fiel de la imperfección de la divinidad popular, no el resultado de un inmenso fallo en la ejecución. Quizá, como propone Bryson[35]—, Milton critica a través de esta figura el concepto popular de dios como rey guerrero, cuyo precedente sería el Yahveh de los Ejércitos veterotestamentario:

Paraíso perdido y Paraíso recuperado son el intento desesperado de John Milton de probar que Dios no es el Diablo. Al estilo del Libro de Job en sus acusaciones, las épicas mayor y menor de Milton son un modo de incriminar y rechazar al dios imaginado en términos de poder militar y monárquico. Para Milton, Dios no es el Diablo pero, al ser concebido en términos de realeza humana y de deseos demasiado humanos de poder y de gloria, Dios, escandalosa y blasfemamente, ha resultado casi indistinguible del Diablo. Milton establece este punto haciendo del Padre en Paraíso perdido su sublime versión artística de la execrable tendencia a concebir a Dios en términos satánicos. El Padre no es en Milton la ilustración de cómo es Dios, sino la crítica mordaz del modo en que, demasiado a menudo, Dios es imaginado… Milton escribe para re-imaginarse a Dios […]. [Su] poesía y prosa conjuntamente indican que lo que Milton intenta en su épica es algo mucho más radical que la defensa de una deidad personal. En Paraíso perdido y Paraíso recuperado, Milton está escribiendo un Eikonoclastes destinado a destruir, no la imagen del rey, sino la imagen del Rey. Al «justificar los caminos de Dios ante los hombres», Milton lucha por destruir la imagen de ese Dios que él presenta en la forma del Padre mientras, simultáneamente, establece las bases de una nueva imagen, concebida en términos del Hijo[36].

Pero es bien posible también que el personaje de Dios Padre no obedezca a un diseño tan preciso como el que se desprende del inteligente estudio de Bryson. Es posible que en su búsqueda poética de la «íntegra razón»[37] de las cosas, esa especie de clave superlativa que en su concepción espiritual del mundo debía ser al mismo tiempo ley cósmica fundamental, máxima figura divina, explicación del estado actual del hombre y de su lugar en el orden de las cosas, y estado de consciencia natural del humano no caído o del humano redimido, es decir, que en su intento de contemplar poéticamente la Razón Divina, Milton tropezase con los obstáculos puestos por la razón emergente y el Padre sea el resultado de forcejear con ellos[38].

El siglo XVII, en que vive y escribe Milton, es el siglo del racionalismo emergente. Es el siglo de Descartes, Hobbes, Locke… La religión busca racionalizarse; en Inglaterra, sobre todo, con ese platonismo de Cambridge que tanta inspiración extraerá de Descartes y con el que Milton estará en contacto durante sus años de estudio en esa universidad. La filosofía, por su parte, aún no puede o no se atreve a prescindir de Dios… aunque ha empezado a musitar lo que ya no tardará en afirmar con contundencia Laplace, que aquél es una hipótesis innecesaria. Descartes, con su «pienso luego existo», ha establecido el gran principio de la experiencia fenomenológica del mundo… sólo que en ella el mundo queda reducido a una fluctuación en la piel de la consciencia humana y se percibe ya el vértigo del subjetivismo absoluto, de que no haya un mundo ahí fuera. Descartes se recobra de ese vértigo desencadenado por la duda radical de su «Meditación Primera» reponiendo —por medio de una espuria racionalización del viejo argumento ontológico de san Anseimo— a Dios en su lugar, ahora como garante (pues no puede imaginar un dios tan malicioso que busque engañarnos) de que existe una precisa correlación entre lo que la buena razón es capaz de concebir en el interior de la mente y lo que ocurre en el exterior, en la naturaleza; esto es, el dios cartesiano certifica que existe una realidad real y que la razón humana puede conocerla.

Este compromiso entre razón emergente y la religión tradicional es sintomático del periodo. En este alborecer del racionalismo, la razón, todavía demasiado insegura para prescindir de las certezas de la era religiosa que está dejando atrás y todavía bajo la autoritaria presión de las Escrituras, incorpora a su lienzo del mundo los viejos mitos, no sin una buena dosis de fricción que irá acentuándose a medida que la razón avance cobrando confianza en sí misma y en su propio método. Es aquí, al asumir el elemento irracional del mito veterotestamentario de la caída del hombre y pretender racionalizarlo, donde el poema de Milton choca con lo intransformable del lastre supersticioso que arrastra la razón emergente. El Padre es en Paraíso perdido el intento (fallido) de racionalizar ese elemento supersticioso.

Si el individualismo satánico hubiese podido satisfacer por completo a Milton, al autor le habría bastado con tratar de conservar la grandeza trágico-épica del Satán de los dos libros iniciales durante todo el desarrollo del poema; el resultado habría sido la gran confrontación entre Pasión y Razón (una pasión flamígera y egocéntrica; una razón demasiado rígida por inmadura, justiciera y nomocéntrica) que entrevió Blake: Orc contra Urizen. Pero, por más que ese Satán nos hable a nosotros, que hemos sido testigos del zozobrar y descalabrarse del sueño de la razón y hemos visto al sueño de la razón engendrar monstruos, difícilmente podía complacer al cristiano sincero que era Milton. Milton no mira hacia el individualismo egocéntrico, agresivo y nihilista de Satán; mira hacia el individualismo cumbre de Cristo. Cristo es para él también un Dios-Razón o Razón Divinizada, pero ya no la embrionaria razón con su lastre ancestral que representa el Padre, sino la Consciencia-Verdad vista desde lejos, la cima de la Mente vista desde el pie de la montaña. Cristo es para él ese aspecto de la divinidad abstraído de la inexorabilidad del Dios-Justicia y manifestado como Amor, que trasciende incluso la razón. Es la divinidad humana y humanidad divinizada. La chispa divina que infunde su divina trascendencia al individuo fragmentado, dándole la unidad del todo. Es el «todo en todos»[39], la deposición del Cetro[40] que él mismo proclama o le hace proclamar al Padre; es el fin de la Tiranía Celestial y la perfección inmortal de la Tierra postapocalíptica. Es este Cristo, cuya voz emerge aquí y allá en Paraíso perdido contra una versión de sí mismo mucho más contaminada por la ideología del Padre[41], pero que se consolida sobre todo en Paraíso recuperado, quien resuelve de un solo golpe las inquietudes políticas, morales y epistemológicas de Milton y supone una evolución espiritual en él hacia algo que bien podría llamarse Humanismo Divino.

Éste es el humanismo que algo más de un siglo después salvaría Blake refundiéndolo con su propio Humanismo Visionario en la reencarnación literaria de Milton más ambiciosa que se ha intentado jamás. Con ella, Blake llevaría a su predecesor hasta esa cima teándrica de Consciencia que Milton había vislumbrado sólo entre las nubes desde el pie del pico que todavía tenía por escalar.

Como ya se ha dicho, la primera edición de Paraíso perdido apareció en 1667. Era una versión en diez libros y sin los breves «Argumentos» en prosa al inicio de cada capítulo. Éstos se añadieron ya en la segunda impresión de la obra, en 1668. En la segunda edición de 1674, sin embargo, Milton introdujo mayores alteraciones: dividió el «Libro VII» inmediatamente después del verso 640 en lo que ahora son los libros VII y VIII; insertó tres versos iniciales en el nuevo «Libro VIII» y alteró ligeramente el cuarto verso (que correspondía al «Libro VII», v. 641 de la edición de 1667). Los libros VIII y IX de 1667 se convirtieron así en los IX y X de 1674. Dividió también el «Libro X» de 1667 inmediatamente después del verso 897 en lo que ahora son los libros XI y XII, e insertó cinco versos iniciales en el nuevo «Libro XII». Aparte de ello, introdujo en la nueva edición los siguientes versos: «Libro V», vv. 636, 638-639; «Libro XI», v. 552 y «Libro XI», vv. 585-587.

La versión utilizada aquí es la de 1674 de acuerdo con la edición de Simmons[42]. El texto en inglés de nuestra edición bilingüe es el original, no el modernizado de diversas ediciones contemporáneas. La traducción, sin embargo, no ha conservado las cursivas del texto fuente más que en el caso del topónimo hebreo Luz y del nombre cananeo Peor, a fin de que el lector los distinga de los correspondientes términos castellanos. El sistema de mayúsculas del autor (si es que puede hablarse de sistema, al fin y al cabo) tampoco se ha reproducido. He seguido, no obstante, la cuestionable política de usar las capitales para distinguir el Cielo en cuanto que mundo trascendental del cielo visible desde la superficie terrestre; la Tierra planetaria de la tierra que es región, elemento o terruño; la Serpiente como encarnación de Satanás del mero, pero prometedor, reptil; el Norte que constituye el principado de Lucifer del norte terrenal; el Abismo como inframundo opuesto al Cielo del abismo físico o de la idea de abismo; y, en general, he mantenido las mayúsculas para todas las entidades míticas o arquetípicas que desfilan por el poema, menos cuando ello pudiera conducir a peores inconsistencias.

El verso usado como apta contraparte del pentámetro yámbico original es el amétrico trocaico[43], porque ofrece la mayor flexibilidad para adaptarse a las secuencias de Milton, respetar el número de versos del texto fuente y, la mayor parte de las veces también, la estructura de las oraciones y los encabalgamientos. A raíz de la publicación de mi traducción del Preludio de Wordsworth, alguna luminaria se preguntó por qué había ignorado el endecasílabo como apropiada adaptación del verso épico inglés. Las razones, además de las enumeradas, debieran de ser obvias para cualquiera que no tenga el oído poético estropeado por un concepto cartesianizante de la prosodia: en primer lugar, el endecasílabo castellano, por regla general, no tiene la misma densidad semántica que el pentámetro yámbico inglés, que llega incluso en ocasiones a estar formado por diez monosílabos: «Rocks, Caves, Lakes, Fens, Bogs, Dens, and shades of death» («Libro II», v. 621); para crear secuencias endecasílabas, por tanto, el contenido concentrado de los versos originales debe diseminarse entre dos o más líneas, perdiéndose de este modo la cualidad característicamente compacta del verso épico inglés[44]. En segundo lugar, y más importante si cabe, la «ola rítmica» que hace fluida la lectura de un poema de estas proporciones, un poema además que desdeña la rima y estructura estrófica, la transporta sobre todo la regularidad de un pie preponderante —con sus oportunas variaciones— por un paisaje de hemistiquios equilibrados, no el ejercicio hasta cierto punto pueril de embutir frases en líneas de estrictas sílabas contadas[45]. Aquí reside, en buena medida, el sentido de llamar al verso épico inglés pentámetro yámbico con preferencia a decasílabo; y por otra parte, al fin y al cabo, la épica tradicional castellana es descaradamente amétrica.

En cuanto al uso por este traductor de términos poco comunes o al borde del desuso, invito al lector a vivir la palabra, no como un mero elemento portador de significado, sino como una entidad sonora, emotiva y plástica, al tiempo que semántica. Las cualidades que le servían a Pound para clasificar la poesía —melopoeia o aspecto musical, phanopoeia o aspecto plástico, visual, y logopoeia o aspecto ideático— existen ya embriológicamente, en diverso grado, en cada término autónomo. Desde esta perspectiva, crepúsculo y lubrican, oscuridad y oscurana, tormenta y oraje, carnicería y carnaje, mujer y fémina… constituyen, holísticamente hablando, experiencias literarias distintas. Por otra parte, el recurso a estas alternativas, mucho más allá de su oportunidad o necesidad prosódica, se justifica aunque sólo sea como testimonio contra la corriente de reduccionismo terminológico que amenaza al castellano. Y no sólo porque el común de las gentes y la vida común se hayan resignado a un capital terminológico muy limitado, fecundo en palabras comodín, sino sobre todo a causa de una extendida actitud entre las élites[46] intelectuales que querría acorazar la lengua frente al cambio, condenar expresiones con demasiada rapidez al arcaísmo y al desuso, y negar al hablante la creatividad al nivel mismo de la palabra. En parte causa y en parte consecuencia de todo ello es un uso dogmático y limitado del diccionario, que aun en la deficiente forma que reincide en darle la Academia, constituye una experiencia de lectura inolvidable cuando se contempla como depósito de intemporales riquezas.

Una sección de «Notas» al final del volumen proporcionará al lector la información suficiente para enfrentarse al permanente alarde de conocimientos mitológicos, geográficos, astronómicos y de otra toda índole que el género épico impone al autor, así como para comprender mejor (y acaso excusar) algunas de las soluciones ofrecidas por este traductor.

En el prólogo a la traducción de X. Campos del Jerusalem de Blake, Francisco Fernández sugiere que una traducción mala es preferible a nada. No comparto la idea en absoluto. De adolescentes, al leer las obras que se suponían monumentos del genio humano universal en las traducciones del momento, pensábamos con frecuencia que el panteón literario —otro más— existía, no por el valor artístico intrínseco de las obras y autores que lo componían, sino sólo por la pátina rancia que le habían otorgado la tradición y el Alto Consejo Universal de Sabios Gerontócratas. Algunos de mis compañeros de entonces, desanimados por aquéllas a perseguir después las obras originales en sus propias lenguas, siguen pensando lo mismo. Y no me extraña. Pido, así pues, anticipadas disculpas en caso de que la presente traducción pudiese causarle efecto comparable a algún infortunado, adolescente o no.

Bel Atreides
Sitges, julio de 2005