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Ciudad del Vaticano.

Sábado, 2 de diciembre

11:00

Michener y Ngovi cruzaron la logia camino de la biblioteca pontificia. Un sol brillante se colaba por las altas ventanas que flanqueaban el amplio corredor. Ambos vestían de sotana: Ngovi púrpura y Michener negra.

Antes se habían puesto en contacto con el despacho del Papa, y habían conseguido que el asistente de Ambrosi hablara directamente con Valendrea. Ngovi solicitaba una audiencia con el pontífice. No indicaron el motivo, pero Michener contaba con que Valendrea captara la importancia que revestía el hecho de que él y Ngovi quisieran hablar con él, así como que no hubiera forma de dar con Paolo Ambrosi. Al parecer la táctica funcionó: el Papa les concedió permiso para que entraran en el palacio y les dio quince minutos de audiencia.

—¿Podrán tratar el asunto en ese tiempo? —se interesó el asistente de Ambrosi.

—Eso creo —repuso Ngovi.

Valendrea los hizo esperar casi media hora. Ahora se aproximaban a la biblioteca y entraban, cerrando las puertas tras de sí. Valendrea se hallaba ante las ventanas de cristal emplomado, su corpulenta figura vestida de blanco bañada en luz.

—Debo decir que me picó la curiosidad cuando solicitaron que los recibiera en audiencia. Son las últimas personas que esperaba ver aquí un sábado por la mañana. Creía que usted, Maurice, estaba en África; y usted, Michener, en Alemania.

—Ha acertado a medias —contestó Ngovi—. Los dos estábamos en Alemania.

El rostro de Valendrea reflejó curiosidad.

Michener decidió ir al grano.

—No volverá a tener noticias de Ambrosi.

—¿Qué quiere decir?

Ngovi se sacó la grabadora de la sotana y la encendió. La voz de Ambrosi inundó la biblioteca: hablaba del asesinato del padre Tibor, de las escuchas, de la información que poseían sobre los cardenales y del chantaje que habían hecho para asegurarse los votos en el cónclave. Valendrea escuchó sin inmutarse la lista de pecados. Ngovi apagó el aparato.

—¿Está claro ahora?

El Papa no dijo nada.

—Tenemos en nuestro poder el tercer secreto de Fátima completo y el décimo secreto de Medjugorje —terció Michener.

—Tenía la impresión de poseer el secreto de Medjugorje.

—Era una copia. Ahora sé por qué reaccionó con tanta vehemencia cuando leyó el mensaje de Jasna.

Valendrea parecía nervioso. Por una vez aquel obstinado perdía el control.

Michener se acercó a él.

—Tenía que eliminar ese texto.

—Incluso su Clemente lo intentó —espetó Valendrea desafiante.

Michener meneó la cabeza.

—Sabía lo que haría usted y tuvo la precaución de sacar de aquí la traducción de Tibor. Hizo más que ningún otro: dio su vida. Era mejor que todos nosotros. Creía en el Señor… sin necesidad de pruebas. —El nerviosismo le aceleraba el pulso—. ¿Sabía que a Bamberg se la llamaba «la ciudad de las siete colinas»? ¿Recuerda la predicción de Malaquías? «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo». —Señaló la cinta—. Para usted, ese temido juez es la verdad.

—En esa cinta no hay más que los desvaríos de un hombre acorralado —aseveró Valendrea—. No prueba nada.

A Michener no lo impresionó.

—Ambrosi nos contó lo de su viaje a Rumanía y nos proporcionó detalles más que suficientes para llevarlo a los tribunales y conseguir que lo condenen, sobre todo en una nación del antiguo bloque comunista, donde el peso de las pruebas es, digamos, escaso.

—Es un farol.

Ngovi se sacó otra microcasete del bolsillo.

—Le mostramos el mensaje de Fátima y el de Medjugorje y no hizo falta que le explicáramos su importancia. Hasta un amoral como Ambrosi comprendió la grandeza de lo que le aguarda. Después sus respuestas llegaron de buen grado. Me imploró que lo oyera en confesión. —Señaló el aparato—. Pero no antes de realizar la grabación.

—Será un buen testigo —dijo Michener—. Verá, lo cierto es que existe una autoridad que está por encima de usted.

Valendrea se puso a caminar por la habitación, hacia las estanterías, como un animal que inspeccionara su jaula.

—Los Papas llevan mucho tiempo desoyendo a Dios. El mensaje de La Salette desapareció del archivo hace un siglo. Apostaría a que la Virgen le dijo lo mismo a esos visionarios.

—Esos hombres pueden ser perdonados —intervino Ngovi—. Creían que los mensajes eran de los visionarios, no de la Virgen. Racionalizaron su acto de rebeldía con cautela. Ellos carecían de las pruebas que usted posee, pero usted sabía que esas palabras eran divinas y sin embargo habría matado a Michener y a Katerina Lew para eliminarlas.

Los ojos de Valendrea lo fulminaron.

—Imbécil santurrón. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Dejar que la Iglesia se desmoronara? ¿No se da cuenta de las repercusiones que traerá esta revelación? Hace que dos mil años de dogma resulten falsos.

—Nosotros no somos quién para decidir el destino de la Iglesia —aseguró Ngovi—. La Palabra de Dios le pertenece sólo a Él, y al parecer su paciencia se ha agotado.

Valendrea negó con la cabeza.

—Somos nosotros los que hemos de proteger a la Iglesia. ¿Qué católico sobre la faz de la tierra escucharía a Roma si supiera que hemos mentido? Y no estamos hablando de cuestiones de poca monta. ¿Celibato? ¿Mujeres sacerdote? ¿Aborto? ¿Homosexualidad? Hasta la infalibilidad del Papa.

A Ngovi no pareció afectarle el ruego.

—Me preocupa más cómo le explicaré al Señor por qué desoí su orden.

Michener se enfrentó a Valendrea.

—Cuando volvió a la Riserva en 1978 no existía el décimo secreto de Medjugorje, y sin embargo eliminó parte del mensaje. ¿Cómo supo que las palabras de la hermana Lucía eran verdaderas?

—Vi el miedo en los ojos de Pablo cuando las leyó. Si ese hombre sentía temor, es que había algo. Aquel viernes por la noche en la Riserva, cuando Clemente me habló de la última traducción de Tibor y luego me enseñó parte del mensaje original, fue como si hubiese regresado un demonio.

—En cierto modo es exactamente lo que pasó —observó Michener.

Valendrea clavó la vista en él.

—Si Dios existe, el Diablo también.

—En ese caso ¿cuál fue el causante de la muerte del padre Tibor? —preguntó Valendrea desafiante—. ¿Fue el Señor, para que la verdad fuera revelada? ¿O el Diablo, para que la verdad fuera revelada? Ambos habrían perseguido el mismo fin, ¿no es cierto?

—¿Por eso asesinó al padre Tibor? ¿Para evitarlo? —contraatacó Michener.

—En todos los movimientos religiosos ha habido mártires. —En sus palabras no había el menor rastro de remordimiento.

Ngovi se adelantó.

—Es verdad. Y nosotros tenemos la intención de añadir uno más.

—Ya imaginaba lo que se proponían: ¿van a llevarme a los tribunales?

—En absoluto —negó Ngovi.

Michener le ofreció a Valendrea un frasquito ambarino.

—Esperamos que pase a engrosar esa lista de mártires.

Valendrea frunció el ceño, asombrado.

—Es el mismo fármaco para dormir que tomó Clemente —aclaró Michener—. Hay más que suficiente para matarlo. Si por la mañana encuentran su cuerpo, tendrá unas exequias pontificias y será enterrado en la cripta de San Pedro con toda la ceremonia. Su pontificado será breve, pero será recordado igual que Juan Pablo I. Por el contrario, si mañana sigue vivo, el Sacro Colegio será informado de todo cuanto sabemos, y a usted se le recordará como al primer Papa de la historia que fue procesado.

Valendrea no aceptó el frasco.

—¿Quieren que me suicide?

Michener no pestañeó.

—Puede morir siendo un papa glorioso o ser deshonrado como un delincuente. Personalmente preferiría esto último, así que espero que no tenga las agallas de hacer lo que hizo Clemente.

—Puedo luchar contra usted.

—Perderá. Con todo lo que sabemos apostaría a que hay muchos en el Sacro Colegio que solamente esperan la oportunidad para derribarlo. Las pruebas son irrefutables, y su compañero de fechorías será su principal acusador. Es imposible que salga airoso.

Valendrea seguía sin coger el frasquito, así que Michener vertió su contenido en la mesa y lo miró con odio.

—La elección es suya. Si ama a su Iglesia tanto como presume, sacrifique su vida para que ella pueda vivir. No vaciló en acabar con la vida del padre Tibor. Veamos si es igual de generoso con la suya. El temido juez ha emitido su juicio y lo ha condenado a muerte.

—Me pide que haga algo impensable —replicó Valendrea.

—Le pido que le ahorre a esta institución la humillación de tener que destituirlo.

—Soy el Papa. Nadie puede destituirme.

—Salvo el Señor. Y en cierto modo es precisamente quien hace esto.

Valendrea se dirigió a Ngovi.

—Usted será el próximo Papa, ¿no es así?

—Casi seguro.

—Pudo ganar el cónclave, ¿no?

—Había bastantes posibilidades.

—Entonces ¿por qué se retiró?

—Porque me lo pidió Clemente.

Valendrea parecía perplejo.

—¿Cuándo?

—Una semana antes de morir. Me dijo que usted y yo acabaríamos librando esa batalla, y que usted debía ganar.

—¿Por qué demonios le hizo caso?

El rostro de Ngovi se endureció.

—Era mi Papa.

Valendrea sacudió la cabeza con incredulidad.

—Y tenía razón.

—¿También piensa hacer lo que dijo la Virgen?

—Suprimiré todo dogma que sea contrario a su mensaje.

—Habrá revueltas.

Ngovi se encogió de hombros.

—Los que estén en desacuerdo serán libres de irse y crear su propia religión. Ellos serán quienes decidan, no encontrarán oposición en mí. Pero esta Iglesia hará lo que le han pedido.

Valendrea no daba crédito.

—¿Cree que será tan fácil? Los cardenales no lo permitirán.

—Esto no es una democracia —apuntó Michener.

—Así que nadie conocerá los verdaderos mensajes, ¿no es eso?

Ngovi negó con la cabeza.

—No es necesario. Los escépticos afirmarán que la traducción del padre Tibor se manipuló para que cuadrara con el mensaje de Medjugorje. La envergadura en sí del mensaje no haría sino levantar críticas. La hermana Lucía y el padre Tibor han muerto, ninguno puede corroborar nada. Así que no es preciso que el mundo sepa lo que ocurrió. Nosotros tres lo sabemos, y eso es lo que importa. No desoiré las palabras. Eso será lo que yo, y sólo yo, haga. Asumiré las alabanzas y las críticas.

—El próximo Papa hará justo lo contrario —musitó Valendrea.

Ngovi meneó la cabeza.

—Tiene tan poca fe. —El africano se volvió y se dirigió a la puerta—. Esperaremos a ver qué ocurre por la mañana. Dependiendo de lo que pase, lo veremos mañana o no.

Michener titubeó antes de seguirlo.

—Creo que hasta al Diablo le costará tratar con usted.

Y se fue sin aguardar una contestación.