Bamberg, 18:50
Michener subió por un empinado sendero que llevaba a la catedral de San Pedro y San Jorge y llegó a una plaza rectangular en cuesta. Más abajo, de la ciudad surgía un paisaje de tejados de terracota y torres de piedra iluminado por las luces que moteaban la población. Del oscuro cielo descendían sin tregua espirales de nieve, la cual, sin embargo, no impedía que la gente comenzara a encaminarse a la iglesia, sus cuatro agujas bañadas en un resplandor blanquiazul.
Las iglesias y plazas de Bamberg llevaban más de cuatrocientos años festejando el Adviento con decorativos belenes. Irma Rahn le había explicado que el recorrido siempre empezaba en la catedral y, tras recibir la bendición del obispo, todo el mundo se desplegaba por la ciudad para ver las creaciones del año. Toda Baviera acudía, e Irma le había advertido que las calles estarían abarrotadas y habría mucho ruido.
Consultó el reloj: aún no eran las siete.
Echó un vistazo en derredor y escrutó a las familias que se disponían a entrar en la catedral, muchos de los niños parloteando sin cesar sobre la nieve, la Navidad y san Nicolás. A la derecha había un grupo apiñado en torno a una mujer que lucía un pesado abrigo de lana. Se había subido a un murete de escasa altura y hablaba de la catedral y de Bamberg. Una excursión.
Se preguntó qué opinaría la gente si supiera lo que él sabía ahora: que Dios no era una creación del hombre. Tal y como teólogos y santones sostenían desde el principio de los tiempos, Dios estaba allí, vigilante, muchas veces sin duda complacido, otras frustrado, en ocasiones enojado. Al parecer el mejor consejo era el más viejo: servirlo bien y lealmente.
Aún tenía miedo de la expiación que requerirían sus propios pecados. Quizás esa tarea formara parte de la penitencia. Sin embargo sintió alivio al saber que su amor por Katerina nunca había sido pecado, al menos a ojos de los cielos. ¿Cuántos sacerdotes habían abandonado la Iglesia después de faltas similares? ¿Cuántos hombres buenos habían muerto pensando que habían caído?
Estaba a punto de rodear el grupo turístico cuando le llamó la atención algo que dijo la mujer:
—… la ciudad de las siete colinas.
Se quedó helado.
—Así es como los antiguos llamaban a Bamberg, en referencia a los siete montículos que circundan el río. Ahora resulta difícil verlas, pero hay siete colinas distintas, cada una de las cuales la ocupaba en siglos pasados un príncipe, un obispo o una iglesia. En la época de Enrique II, cuando ésta era la capital del Sacro Imperio Romano, la analogía acercó este centro político al centro religioso de Roma, otra ciudad denominada «de las siete colinas».
«En la persecución final de la Santa Iglesia reinará Pedro el Romano, quien alimentará a su grey en medio de muchas tribulaciones. Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo».
Eso era lo que supuestamente había predicho san Malaquías en el siglo XI. Michener pensaba que la ciudad «de las siete colinas» era una referencia a Roma, pues desconocía que a Bamberg se la llamara así.
Cerró los ojos y rezó de nuevo. ¿Sería ésa otra revelación? ¿Algo vital sobre lo que iba a ocurrir?
Ya en el embudo que se había formado a la entrada de la catedral, alzó la vista. El tímpano, bañado en luz, representaba a Cristo en el Juicio Final. María y san Juan, a sus pies, suplicaban por las almas que salían de los ataúdes, los bienaventurados avanzaban en pos de María, hacia el cielo; los condenados eran arrastrados al Infierno por un demonio sonriente. ¿Acaso dos mil años de arrogancia cristiana se reducían a esa noche? ¿Al lugar donde hacía casi dos mil años un sacerdote irlandés canonizado vaticinara que llegaría la humanidad?
Aspiró una bocanada de aire glacial, se armó de valor y se abrió camino en la nave a codazos. Dentro, los muros se hallaban cubiertos por una suave tonalidad. Apreció los detalles de la bóveda nervada, los sólidos pilares, las estatuas y las altas ventanas. En un extremo había un coro elevado; el otro lo ocupaba el altar. Detrás del altar se hallaba el sepulcro de Clemente II, el único Papa que había sido enterrado en suelo alemán y tocayo de Jakob Volkner.
Se detuvo ante una pila de mármol y metió el dedo en el agua bendita. Se santiguó y dijo otra oración por lo que estaba a punto de hacer. Un órgano dejaba escapar una tenue melodía.
Echó un vistazo a la multitud que atestaba los largos bancos. Unos acólitos con sobrepelliz preparaban con afán el santuario. En lo alto, a su izquierda, delante de una gruesa balaustrada de piedra, se hallaba Katerina. A su lado permanecía Ambrosi, que llevaba el mismo abrigo oscuro y la misma bufanda de antes. A izquierda y derecha del antepecho salían dos escaleras gemelas, los peldaños llenos de gente. Entre ambas escalinatas se encontraba la tumba imperial. Clemente también le había hablado de ella: obra de Riemenschneider, rica en intrincadas tallas que representaban al rey Enrique II y su reina, en la cual descansaban sus cuerpos desde hacía medio milenio.
Reparó en que un arma apuntaba a Katerina, pero no creía que Ambrosi fuera a correr riesgos allí. Se preguntó si habría refuerzos escondidos entre el gentío. Michener permanecía allí plantado, tieso, mientras la gente pasaba por delante.
Ambrosi le indicó que subiese por la escalera de la izquierda.
Él no se movió.
Ambrosi repitió el gesto.
Él meneó la cabeza.
Los ojos de Ambrosi se volvieron más severos.
Michener sacó el sobre del bolsillo y se lo enseñó a su rival. Vio en la mirada de Ambrosi que éste reconocía el mismo sobre de antes, el que descansara inocentemente en la mesa del restaurante.
Sacudió la cabeza de nuevo. Luego recordó lo que Katerina le había contado: Ambrosi le había leído los labios cuando lo insultó a él en la plaza de San Pedro.
«Váyase a la mierda, Ambrosi», le dijo.
Vio que el sacerdote lo entendía.
Se metió el sobre en el bolsillo y fue directo a la salida con la esperanza de que no lamentara lo que aconteciera después.
Katerina vio que Michener decía algo y luego se iba. Ella no opuso resistencia cuando iban camino de la catedral, pues Ambrosi le había dicho que no estaba solo y que si no se presentaban allí a las siete matarían a Michener. Ella dudaba de que hubiera otros, pero lo mejor que podía hacer era ir a la iglesia y esperar a que se presentara una oportunidad. Así que en el instante que le llevó a Ambrosi captar la traición de Michener, ella se olvidó del arma que tenía pegada a la espalda y hundió el tacón izquierdo en el pie de Ambrosi. Luego le dio un empellón y le hizo soltar la pistola, que cayó ruidosamente al enlosado.
Katerina pegó un salto para recuperar el arma al tiempo que la mujer de al lado chillaba. Aprovechó la confusión para agarrar la pistola y salir disparada hacia la escalera mientras alcanzaba a ver que Ambrosi se levantaba.
Los peldaños estaban abarrotados, y ella empezó a bajar como pudo antes de decidirse a saltar la barandilla y aterrizar sobre la cripta imperial. Fue a parar encima de la pétrea efigie de una mujer que yacía junto a un hombre ataviado con un traje talar, desde donde saltó al suelo. Aún tenía el arma en la mano. Se oyeron voces, y el pánico se apoderó de la iglesia. Katerina se abrió camino hasta la puerta a base de empujones y salió a la gélida noche.
Tras meterse la pistola en el bolsillo, buscó a Michener con la mirada, descubriéndolo en el sendero que bajaba al centro de la ciudad. El alboroto que percibió tras de sí le advirtió que Ambrosi también intentaba salir.
De modo que echó a correr.
Michener creyó ver a Katerina cuando empezó a bajar el sinuoso camino, pero no podía detenerse. Tenía que continuar. Si era Kate, lo seguiría, y Ambrosi iría detrás, así que se puso a trotar por la angosta senda de piedra, dejando atrás a más gente que subía.
Consiguió llegar abajo y salió disparado hacia el puente del ayuntamiento. Cruzó el río por el arco que dividía en dos el destartalado edificio entreverado de madera y entró en la bulliciosa Maxplatz.
Aminoró la marcha y volvió la cabeza para echar una ojeada.
Katerina se hallaba a unos cincuenta metros y se dirigía a su encuentro.
Katerina quiso gritarle que la esperara, pero Michener avanzaba resuelto, directo al animado mercado navideño de Bamberg. El arma seguía en su bolsillo, y tras ella Ambrosi ganaba terreno deprisa. Andaba a la caza de un policía, pero esa noche de júbilo parecía una festividad nacional. No se veía un solo uniforme.
No le quedaba más remedio que confiar en que Michener supiera lo que hacía. Se había pavoneado delante de Ambrosi, contando con que su agresor no le haría daño en público. Lo que quiera que hubiese en la traducción del padre Tibor debía ser lo bastante importante como para que Michener no quisiera que Ambrosi o Valendrea se hicieran con ello. Con todo, Katerina se preguntó si sería lo bastante importante para poner en peligro lo que al parecer había decidido apostar en aquella partida en la que tanto había en juego.
Más adelante Michener se fundió con la muchedumbre que contemplaba los puestos rebosantes de artículos navideños. Las brillantes luces que iluminaban el mercado al aire libre daban la impresión de que era de día. El aire olía a salchichas a la parrilla y cerveza.
También ella bajó el ritmo cuando se vio arropada por la gente.
Michener avanzaba entre los asistentes a la feria, pero no lo bastante rápido como para llamar la atención. El mercado ocupaba una superficie de unos cien metros a lo largo del sinuoso camino adoquinado. A ambos lados se alineaban construcciones con entramado de madera, lo cual obligaba a la gente y los puestos a formar una congestionada columna.
Llegó al último tenderete y la muchedumbre disminuyó.
Echó a correr de nuevo, las suelas de goma golpeando los adoquines mientras dejaba atrás el ruidoso mercado y ponía rumbo al canal, cruzó un puente de piedra y entró en una parte tranquila de la ciudad.
A sus espaldas oía más suelas contra la piedra. Ante sí, en lo alto, divisó la parroquia de San Gangolf. La feria se circunscribía a la Maxplatz o al otro lado del río, en la zona de la catedral, y él contaba con disponer de cierta intimidad al menos durante los próximos cinco minutos.
Sólo esperaba que no estuviese tentando al destino.
Katerina vio que Michener entraba en la parroquia de San Gangolf. ¿Qué hacía allí? Era una estupidez. Ambrosi aún la seguía, y sin embargo Michener había ido directo a la iglesia. Tenía que saber que ella iba tras él y que su agresor haría lo propio.
Echó un vistazo a los edificios que tenía alrededor. No había muchas luces en las ventanas, y la calle estaba desierta. Corrió hasta las puertas de la iglesia, las abrió de golpe y se precipitó dentro. Estaba sin resuello.
—Colin.
Nada.
Gritó su nombre de nuevo. Nada.
Recorrió al trote el pasillo central en dirección al altar, pasando ante bancos vacíos que proyectaban finas sombras en la negrura. Tan sólo un puñado de lámparas alumbraba la nave. Al parecer la iglesia no participaba en el festejo de ese año.
—Colin.
La desesperación teñía su voz. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no respondía? ¿Habría salido por otra puerta? ¿Estaba atrapada allí sola?
Las puertas se abrieron tras ella.
Se metió en una fila de bancos y se pegó al suelo con la idea de arrastrarse por el pavimento para alcanzar el otro extremo. Unos pasos interrumpieron su avance.
Michener vio entrar a un hombre en la iglesia, y un rayo de luz reveló el rostro de Paolo Ambrosi. Poco antes había llegado Katerina y lo había llamado, pero él no había respondido deliberadamente. Ahora ella estaba acurrucada en el suelo, entre los bancos.
—Se mueve deprisa, Ambrosi —gritó Michener.
Su voz rebotó en las paredes, el eco dificultando su localización. Vio que Ambrosi iba a la derecha, hacia los confesionarios, la cabeza girando a un lado y a otro para que sus oídos pudiesen desentrañar el sonido. Esperó que Katerina no delatara su presencia.
—¿Por qué complicarlo todo, Michener? —dijo Ambrosi—. Ya sabe lo que quiero.
—Antes me dijo que las cosas serían distintas si leía esas palabras. Por una vez tenía razón.
—Cómo iba a obedecer…
—¿Qué hay del padre Tibor? ¿Acaso obedeció él?
Ambrosi se acercaba al altar. Daba pasos cautelosos, escudriñando la oscuridad para dar con Michener.
—No llegué a hablar con Tibor —replicó Ambrosi.
—No me lo creo.
Michener observaba desde lo alto del púlpito, a unos dos metros y medio por encima de Ambrosi,
—Salga de ahí, Michener. Acabemos con esto.
Cuando éste se giró, dándole la espalda momentáneamente, Michener saltó sobre él, y ambos se desplomaron y rodaron por el suelo.
Ambrosi se zafó y se puso en pie.
Michener también se disponía a levantarse.
Un movimiento a su derecha llamó su atención. Vio a Katerina acercarse con un arma en la mano. Tras tomar impulso, Ambrosi salvó de un salto una hilera de bancos y se abalanzó sobre ella, clavándole los pies en el pecho y haciéndola caer. Michener oyó un ruido sordo cuando la cabeza golpeó el suelo. Ambrosi desapareció entre los bancos y surgió empuñando una pistola. Tras obligar a una Katerina exangüe a levantarse, le puso la pistola al cuello.
—Muy bien, Michener. Ya basta.
Éste permanecía inmóvil.
—Deme la traducción de Tibor.
Michener dio unos pasos hacia ellos y se sacó el sobre del bolsillo.
—¿Es esto lo que quiere?
—Déjelo en el suelo y retroceda. —Se oyó el clic del percutor—. No me presione, Michener. Tengo valor para hacer lo que haya que hacer, pues el Señor me da la fuerza.
—Puede que lo esté poniendo a prueba para ver qué hace.
—Cierre el pico. No necesito escuchar una lección de teología.
—A ese respecto es posible que en este momento yo sea la persona más indicada del mundo.
—¿Son las palabras? —Su tono era burlón, como un colegial que le preguntara al profesor—. ¿Le dan valor?
Michener tuvo un presentimiento.
—¿Qué pasa, Ambrosi? ¿Es que Valendrea no se lo contó todo? Qué lástima. Se calló la mejor parte.
Ambrosi apretó con más fuerza a Katerina.
—Limítese a dejar el sobre y retroceder.
La mirada de desesperación en los ojos de Ambrosi le dio a entender que bien podía cumplir su amenaza, así que tiró el sobre al suelo.
Ambrosi soltó a Katerina y la empujó hacia Michener. Éste la cogió y vio que estaba aturdida debido al golpe.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
Tenía los ojos vidriosos, pero asintió.
Ambrosi estaba examinando el contenido del sobre.
—¿Cómo sabe que es lo que quiere Valendrea? —le dijo Michener.
—No lo sé, pero mis instrucciones eran precisas: recuperar lo que pueda y eliminar a los testigos.
—¿Y si he hecho una copia?
Ambrosi se encogió de hombros.
—Correremos ese riesgo. Pero, afortunadamente para nosotros, ustedes no estarán aquí para dar testimonio. —Levantó el arma y los apuntó con ella—. Ésta es la parte con la que voy a disfrutar de verdad.
Un bulto emergió de las sombras y se acercó despacio a Ambrosi por detrás, sin hacer un solo ruido. El hombre vestía unos pantalones negros y una chaqueta negra amplia. En una mano se perfiló un arma, que subió lentamente hasta la sien derecha de Ambrosi.
—Le aseguro, padre, que yo también voy a disfrutar con esta parte —afirmó el cardenal Ngovi.
—¿Qué está haciendo aquí? —inquirió Ambrosi con voz sorprendida.
—He venido a hablar con usted, así que baje el arma y respóndame a unas preguntas. Después podrá irse.
—Quiere a Valendrea, ¿no es así?
—¿Por qué, si no, cree usted que aún respira?
Michener contuvo el aliento mientras Ambrosi sopesaba sus opciones. Cuando llamó por teléfono antes a Ngovi, contaba con el instinto de supervivencia de Ambrosi. Supuso que aunque éste fuera extremadamente leal, cuando se tratara de escoger entre él y su Papa no habría elección posible.
—Todo ha terminado, Ambrosi. —Señaló el sobre—. Lo he leído, y el cardenal Ngovi también. Ahora son demasiados los que lo saben. Esta vez no saldrá victorioso.
—¿Acaso vale la pena? —quiso saber Ambrosi, el tono indicando que se estaba planteando su proposición.
—Baje el arma y averígüelo.
Reinó un largo silencio, y finalmente Ambrosi bajó la mano. Ngovi le cogió la pistola y retrocedió sin dejar de encañonar al sacerdote con la suya.
Éste se encaró con Michener.
—¿Usted era el cebo? ¿La idea era obligarme a seguirlo?
—Algo por el estilo.
Ngovi avanzó unos pasos.
—Tenemos algunas preguntas. Si coopera, no habrá policía ni detención. Podrá desaparecer sin más. Es un buen trato, dadas las circunstancias.
—¿Qué circunstancias?
—El asesinato del padre Tibor.
Ambrosi rió entre dientes.
—Es un farol, y lo sabe. Lo que quieren es acabar con Pedro II.
—No. Lo que queremos es que usted acabe con Valendrea —terció Michener—. Lo cual no debería importarle, ya que él haría lo mismo si se volvieran las tornas.
No cabía duda de que el hombre que tenía delante estaba involucrado en la muerte del padre Tibor, lo más probable es que fuera el asesino. Sin embargo seguro que Ambrosi era lo bastante listo para percatarse del giro que había dado el juego.
—Muy bien —claudicó Ambrosi—. Pregunten.
El cardenal metió la mano en el bolsillo de la chaqueta.
Sacó una grabadora.
Michener ayudó a Katerina a entrar en el Königshof. Irma Rahn los recibió en la puerta principal.
—¿Salió todo bien? —le preguntó la anciana a Michener—. Esta última hora he estado en vilo.
—Muy bien.
—Alabado sea Dios. Estaba tan preocupada.
Katerina seguía mareada, pero se sentía mejor.
—Voy a llevarla arriba —propuso Michener.
La ayudó a subir a la segunda planta. Una vez en la habitación, ella preguntó en el acto:
—¿Qué demonios hacía Ngovi allí?
—Lo llamé esta tarde y le conté lo que había averiguado. Voló a Munich y llegó aquí justo antes de que me fuera a la catedral. Yo tenía que encargarme de que Ambrosi acudiera a la parroquia de San Gangolf. Necesitábamos un lugar alejado de las festividades, e Irma me dijo que este año la iglesia no ponía nacimiento. Le pedí a Ngovi que hablara con el párroco: éste no sabe nada, sólo que unos funcionarios del Vaticano necesitaban su iglesia durante un rato. —Michener adivinó lo que ella estaba pensando—. Mira, Kate, Ambrosi no le haría daño a nadie hasta que tuviera la traducción de Tibor; hasta entonces no estaría seguro de nada. Teníamos que arriesgarnos.
—De modo que yo era el cebo, ¿no?
—Tú y yo. La única forma de que se volviera contra Valendrea, era desafiándolo.
—Ngovi es un tipo duro.
—Creció en las calles de Nairobi. Sabe desenvolverse.
Habían pasado la última media hora con Ambrosi, grabando lo que les haría falta al día siguiente. Ella había estado escuchando, y ahora lo sabía todo, salvo el tercer secreto de Fátima al completo, Michener se sacó un sobre del bolsillo.
—Esto es lo que el padre Tibor le envió a Clemente, es la copia que le ofrecí a Ambrosi. El original lo tiene Ngovi.
Ella leyó el texto y observó:
—Se parece a lo que escribió Jasna. ¿Ibas a darle a Ambrosi el mensaje de Medjugorje?
Él negó con la cabeza.
—Ésas no son las palabras de Jasna: son las de la Virgen de Fátima, escritas por Lucía dos Santos en 1944 y traducidas por el padre Tibor en 1960.
—Es broma. ¿Te das cuenta de lo que significaría que ambos mensajes fueran en esencia el mismo?
—Me di cuenta esta tarde. —Su voz era queda y serena, y él esperó mientras ella sopesaba las implicaciones. Habían hablado muchas veces de su falta de fe, pero él no era quién para juzgarla, considerando sus faltas. «Después de esto en la ciudad de las siete colinas el temido juez juzgará a su pueblo». Tal vez Katerina fuera la primera de muchos en juzgarse.
—Parece que el Señor ha vuelto —afirmó él.
—Resulta increíble. Pero ¿qué otra cosa podría ser? ¿Cómo podrían ser los mensajes iguales?
—Es imposible, dado lo que tú y yo sabemos, pero los escépticos dirán que moldeamos la traducción del padre Tibor para que coincidiera con el mensaje de Jasna. Dirán que es un fraude. Los originales han desaparecido, y quienes los redactaron están muertos. Somos los únicos que sabemos la verdad.
—Así que sigue siendo una cuestión de fe. Tú y yo sabemos lo que ha ocurrido, pero el resto tendrá que creernos sin más. —Meneó la cabeza—. Es como si Dios estuviese destinado a ser siempre un misterio.
Él ya había estado dándole vueltas a las posibilidades. La Virgen le dijo en Bosnia que él sería «una señal para el mundo, el faro que servirá de guía para el arrepentimiento, el mensajero que anunciará que Dios está vivo». Pero también le había dicho otra cosa igualmente importante: «No renuncies a tu fe, pues al final será lo único que permanezca».
—Hay algo que me consuela —aseguró—. Hace años me reprochaba interiormente haber transgredido las órdenes sagradas. Te amaba, pero pensaba que lo que sentía, que lo que hacía era pecado. Ahora sé que no lo era. No a los ojos de Dios.
Volvió a oír mentalmente a Juan XXIII instando a convocar el Concilio Vaticano II. Sus súplicas a tradicionalistas y progresistas para que trabajaran conjuntamente y «la ciudad terrenal pudiera asemejarse a esa ciudad celestial donde reina la verdad». Sólo ahora comprendía plenamente de qué hablaba.
—Clemente intentó hacer lo que estuvo en su mano —dijo ella—. Lamento mucho la opinión que tenía de él.
—Creo que lo comprende.
Katerina le sonrió.
—Y ahora ¿qué?
—Volvemos a Roma. Ngovi y yo tenemos una reunión mañana.
—Y luego ¿qué?
Sabía a qué se refería.
—A Rumanía. Esos niños nos esperan.
—Creí que tal vez te lo estuvieras pensando.
Él apuntó al cielo.
—Creo que se lo debemos, ¿no?